LIBRO XIV

Habla de la verdadera sabiduría del hombre j demuestra cómo la imagen de Dios, que es el hombre según la mente, no se ha de colocar en las cosas transitorias, como son la memoria, entendimiento y amor de la fe temporal, o del alma cuando se refiere a sí misma, sino en las permanentes; y cómo se perfecciona cuando el alma se renueva en el conocimiento de Dios según la imagen del que creó al hombre a su imagen, y así percibe la sabiduría allí donde se encuentra la contemplación de lo eterno.

CAPÍTULO I

Qué sea la sabiduría de la que aquí se va a tratar. Origen de la palabra "filósofo". Qué se ha dicho ya acerca de la distinción entre sabiduría ciencia

1. Réstanos disertar ahora sobre la sabiduría: no sobre la de Dios, que es indudablemente Dios, porque sabiduría de Dios se llama a su Hijo unigénito1; sino que hablamos de la sabiduría del hombre, pero de la verdadera, que es según Dios, y cuyo principal y verdadero culto es lo que en griego se llama con un solo vocablo, qeosebeia.

Nuestros escritores, queriendo, como dije ya, traducir este nombre por una sola palabra, dijeron piedad, pues la piedad es en griego eusebeia; empero, qeosebeia no se puede verter con perfección en una sola palabra, y es preferible emplear dos términos y decir culto de Dios.

Que ésta sea la sabiduría del hombre mencionada en el libro XII de esta misma obra, lo demostramos por la autoridad de la Sagrada Escritura, en el libro del siervo de Dios Job, donde se lee que la sabiduría dijo al hombre: ¡Mira! Piedad es la sabiduría, y el abstenerse del mal, ciencia2; o, según algunos traducen la palabra griega episthmhn, disciplina, derivada del verbo latino discere, aprender, y de ahí que también se pueda decir ciencia, pues se aprende sólo para saber.

Bajo otro aspecto, se suelen también llamar disciplina los males que por sus pecados padece cada uno con vistas a su corrección. De ahí que se lea en la Carta a los Hebreos: ¿Qué hijo hay a quien su padre no dé disciplina? Y más claramente en la misma Carta: Toda disciplina parece al presente motivo de tristeza, no de gozo; pero después ofrece frutos apacibles de justicia a los que por ella lucharon3. Dios, pues, es suma sabiduría; el culto de Dios es sabiduría del hombre, de la que ahora tratamos. Porque la sabiduría de este mundo es necedad delante de Dios4. Mas de la sabiduría consistente en el culto de Dios dice la Escritura: La muchedumbre de sabios es salud del orbe terráqueo5.

2. Mas si oficio es de sabios disputar sobre la sabiduría, ¿qué haremos nosotros? ¿Osaremos sentar plaza de sabios para que nuestro estudio no parezca desvergüenza? ¿No nos infundirá respeto el ejemplo de Pitágoras? Este, no atreviéndose a llamarse sabio, respondió que era filósofo, es decir, amigo de la sabiduría; y de él trae su origen la palabra filósofo; y agradó tanto a la posteridad, que todo el que a sus ojos o a los de los hombres sobresale en la ciencia de las cosas relacionadas con la sabiduría, se le designa con el nombre de filósofo.

Pero si ninguno de estos hombres se atrevió u llamarse sabio, ¿es quizá porque piensan que no se puede llamar uno sabio si no vive sin pecado? No es esto lo quo dicen nuestras Escrituras. Reprende al sabio y te amará6. Luego supone culpable al que corregir aconseja. Pero yo ni siquiera en este sentido me atrevo a declararme sabio. Me basta saber, y ellos no lo pueden negar, que es oficio del filósofo, es decir, del amante de la sabiduría, disputar acerca de la sabiduría. Es lo que no han cesado de hacer aquellos que se proclamaron amadores de la filosofía antes que sabios.

3. Los que disputan acerca de la sabiduría la definen diciendo: Sabiduría es la ciencia de las cosas divinas y humanas. Por esta razón, yo no silencié en el libro precedente que se podía llamar sabiduría o ciencia el conocimiento de las cosas divinas y humanas. Pero al tenor de la distinción del Apóstol, donde dice que a uno le ha sido dada palabra de sabiduría y a otro palabra de ciencia7, es menester dividir dicha definición, llamando en sentido propio sabiduría a la ciencia de las cosas divinas y dando el nombre de ciencia al conocimiento de las humanas. Sobre esta ciencia en el libro XIII, atribuyendo a la ciencia no todo cuanto el hombre puede saber acerca de las cosas humanas, donde hay mucho de vanidad superflua y curiosidad malsana, sino todo aquello que engendra, nutre, protege y fortalece la fe saludable que conduce a la dicha verdadera; ciencia en la que muchos fieles no están impuestos, aunque rebosen plenitud de fe.

Una cosa es saber solamente lo que el hombre ha de creer para alcanzar la vida feliz, que sólo la eterna lo es, y otra saber cómo esto que el Apóstol parece llamar propiamente ciencia es útil a los píos y se ha de defender contra los impíos. Hablando de ella, procuré recomendar la fe en sí misma, distinguiendo, en breves razones, la eternidad y el tiempo, y discurriendo allí sobre lo temporal, diferí para este libro el tratar de lo eterno. Probé, no obstante, que la fe en las cosas eternas pertenece al tiempo y temporalmente habita en los corazones de los creyentes, siendo necesaria para conseguir la eterna. Me expliqué también sobre lo útil que es para la consecución de las cosas eternas la fe en las cosas temporales que por nosotros hizo y sufrió en su humanidad el Eterno: humanidad que tomó en el tiempo e introdujo en la eternidad; por fin, las mismas virtudes que nos hacen vivir con prudencia, fortaleza, justicia y sobriedad en esta vida mortal y temporal, si no se refieren a la fe en el tiempo que conduce a la eternidad, no son verdaderas virtudes.

CAPÍTULO II

En el recuerdo, en la contemplación y en el amor de la fe temporal existe una cierta trinidad, pero no la imagen de Dios

4 Escrito está: Mientras vivimos en este mundo peregrinamos lejos de Dios, pues caminamos por fe, no por visión8. En efecto, mientras el justo vive de fe9, aunque viva según el hombre interior y, apoyado en la fe temporal, tienda a la verdad y aspire a lo eterno, sin embargo, la trinidad que resulta de esta fe transitoria, de la contemplación y del amor no se puede llamar aún imagen de Dios, no sea que parezca cimentado en las cosas del tiempo lo que debe estar sobre lo eterno asentado. Nada eterno intuye la mente humana cuando contempla su propia fe, mediante la cual cree lo que no ve.

No es eterno lo que un día dejará de existir, cuando, terminada esta peregrinación por la que ahora caminamos lejos del Señor, donde el caminar por fe es una necesidad, suceda la visión facial10. Creyendo ahora sin ver, mereceremos ver y nos alegraremos de arribar a la visión por la fe. Entonces no existirá la fe, por la que creemos las cosas que no se ven; sí la visión de las realidades que ahora creemos. Entonces, aunque recordemos esta vida mortal, ya pasada, y en nuestra memoria evoquemos las cosas que creíamos sin verlas, será dicha fe catalogada entre las cosas pretéritas y efímeras, no entre las realidades presentes y eternas. En consecuencia, esta trinidad que ahora consiste en el recuerdo, en la visión .y en el amor de la fe actual y permanente, entonces no será sino una cosa acabada y pretérita. De donde se deduce que, si esta trinidad fuera imagen de Dios, sería necesario contemplarla no en las realidades permanentes, sino en las transitorias.

CAPÍTULO III

Dificultad y solución

Mas no quiera Dios que, siendo el alma por naturaleza inmortal, sin que pueda dejar de existir desde el primer instante de su creación, no perdure en la inmortalidad lo que en ella hay de más noble. Y ¿qué hay más excelso en su naturaleza que el haber sido creada a imagen de Dios, su Hacedor?11 No es, pues, en el recuerdo, en la visión y en el amor de una fe pasajera donde se ha de encontrar la imagen de Dios, sino en lo que permanece siempre.

5. ¿Hemos de escudriñar aún con mayor diligencia y profundidad si es así en realidad?

Se puede, en efecto, objetar que esta trinidad no perecerá aunque pase la fe; pues así como ahora el recuerdo la retiene, el pensamiento la intuye y la voluntad la ama, as¡ entonces el recuerdo y el pensamiento de su existencia, enlazados ambos por la voluntad corno tercer elemento, seguirán siendo la misma trinidad. Porque, si no deja en nosotros vestigio alguno de su paso, entonces no conservará la memoria recuerdo al que podamos recurrir cuando recordemos una cosa pretérita, ni puede la voluntad vincular, como tercera, lo que en la memoria existe, aun cuando no reflexionemos en ello, y la visión, que nace en el pensamiento.

Pero el que esto dice no acierta a distinguir entre la trinidad que se forma en nosotros al recordar, ver y amar la fe presente, y la fe que surgirá en el futuro cuando veamos en el recuerdo, no la fe en sí, sino su huella imaginaria escondida en la memoria, uniendo la voluntad a estas dos cosas, es decir, retiene el vestigio conservado en la memoria y la impresión que se forma en la mirada del que recuerda. Para comprender estas cosas tomemos un ejemplo del mundo corpóreo, tema ya suficientemente desarrollado en el libro XI (c.2ss.)

Ascendiendo de los seres inferiores a los superiores o de las cosas exteriores entrando en las interiores, nos encontramos con una primera trinidad formada por el objeto visible, la impresión de su imagen en la pupila del espectador y la atención en la voluntad, que une a entrambos. Construyamos otra trinidad semejante a ésta: la fe actualmente en nosotros presente, como lo está el cuerpo en el espacio, fe que informa el pensamiento del que recuerda como informa el cuerpo la mirada del que lo contempla; y sumando a estos dos elementos, para completar la trinidad, la facultad volitiva, enlace y unión de la fe subsistente en la memoria, y su imagen, impresa en la mirada del pensamiento, cual sucede en aquella trinidad de la visión corporal, donde la atención de la voluntad conecta la forma del cuerpo visible y la imagen que se forma en la retina del espectador.

Finjamos que aquel cuerpo visible se desvanece sin dejar rastro en el espacio, al cual pueda recurrir la vista para verlo; ¿acaso porque permanece en la memoria la imagen del objeto corpóreo ya desaparecido, e informa la mirada del que recuerda, y son enlazadas por la voluntad estas dos cosas, como tercer elemento, se ha de afirmar que es la misma trinidad que existía al contemplar la imagen del cuerpo en el espacio? No en verdad, sino otra muy diferente; pues, además de ser aquélla externa, ésta interior, aquélla recibía el ser de la imagen del cuerpo presente, mientras ésta, imagen es del pasado.

Así, en la presente cuestión, para cuya inteligencia hemos aducido el ejemplo citado, la fe que ahora existe en nuestra alma mientras se la recuerda, ama y contempla, forma una especie de trinidad, como la formaba el cuerpo ubicado; mas no será la misma cuando esta fe ya no exista en el alma, como ni lo es el cuerpo aquel en el espacio: la que surja al recordar la que existía en nosotros y ya no existe, será ciertamente muy otra. Esta que ahora existe la produce la presencia de una realidad fija en el alma del creyente; pero la que entonces ha de suceder brotará de la imagen del pasado, abandonada en la memoria del que recuerda.

CAPÍTULO IV

La imagen de Dios en el alma racional e intelectiva. Cómo se ha mostrado la trinidad en la mente

6. Ni será imagen de Dios esta trinidad que ahora no existe, ni es imagen de Dios aquella que entonces no existirá; es en el alma del hombre, alma racional e intelectiva, donde se ha de buscar la imagen del Creador, injertada inmortalmente en su inmortalidad.

Y así corno el alma se dice, en un cierto sentido, inmortal -aunque tiene el alma su muerte cuando carece de la vida feliz, verdadera vida del alma, no obstante se la dice inmortal, porque, sea cual fuere su vida, incluso si es miserable, jamás cesará de vivir-, así, aunque la inteligencia o razón parezca ahora corno adormecida en ella, ya se manifieste pequeña, ya grande, el alma humana siempre es racional e intelectiva; y por esto, si ha sido creada a imagen de Dios en cuanto puede usar de su razón e inteligencia para conocer y contemplar a Dios, es evidente que, desde el momento que a existir empezó esta excelsa y maravillosa naturaleza, ya esté tan envejecida que apenas sea imagen, ya se encuentre entenebrecida y desfigurada, ya nítida y bella, jamás dejará de existir.

Finalmente, esta deformación de su dignidad la deplora, compadeciéndola, la Escritura divina. Anda, dice, el hombre como una imagen; en vano se agita; atesora sin saber para quién12. No atribuiría la vanidad a la imagen de Dios si no la viese ya deformada. Y da a entender que esta deformación no borra por completo la imagen de Dios, al decir: Anda el hombre como una imagen. Por lo cual en ambos extremos es verdadera esta sentencia; así como se dice: Anda el hombre como una imagen; sin embargo, se agita en vano, se puede también decir que el hombre se agita en vano; sin embargo, anda como una imagen. Aunque su naturaleza es excelsa, pudo, no obstante, ser viciada, porque no es suprema; y aunque pudo ser viciada, porque no es suprema, con todo, es su naturaleza sublime, pues es capaz y puede ser partícipe de una gran naturaleza.

Busquemos, pues, en esta imagen de Dios una trinidad especial contando con el auxilio de aquel que nos hizo a su imagen. De otra manera no podríamos provechosamente investigar estos secretos ni encontrar nada sin la sabiduría que viene de Él. Si recuerda el lector lo que dicho queda en los libros precedentes, principalmente en el X, acerca del alma o mente humana, o si se releen con atención las cosas que se hallan escritas en los mencionados lugares, no se deseará aquí una disquisición prolija sobre asunto tan importante.

7. Dijimos, entre otras cosas, en el libro X que la mente del hombre se conocía a sí misma. Nada, en efecto, tan conocido de la mente como aquello que siempre tiene presente, y nada tan presente a la mente como la mente misma. Adujimos también otros argumentos -los que nos parecieron suficientes- para probar con toda certeza esta verdad.

CAPÍTULO V

El alma de los niños

¿Qué decir, pues, de la mente del niño, tan pequeñito aún y sumergido en tan supina ignorancia de las cosas, que causan horror aquellas tinieblas a la mente del hombre que posee ya algunos conocimientos? ¿Hemos de afirmar que se conoce, pero que, atenta en demasía a las impresiones deleitosas de los sentidos, tanto más fuertes cuanto más recientes, no se puede pensar, aunque no se puede tampoco ignorar?

Se puede de alguna manera conjeturar cuál sea la intensidad con que los objetos sensibles del exterior atraen la atención del niño por la avidez con que mira la luz; avidez tal, que si alguien menos cauto, o ignorante de lo que suceder pudiera, coloca durante la noche cabe la cuna una luz donde el infante reposa y en un ángulo donde los ojos puedan torcer su mirada sin volver la cerviz, sus ojos no se apartan de la luz, y conocemos algunos que por esta causa padecieron de estrabismo, conservando sus ojos el mirar oblicuo que el hábito imprimió en sus órganos delicados y tiernos.

Otro tanto se puede decir de los restantes sentidos del cuerpo. Las almas infantiles, cuanto la edad lo permite, concentran de tal manera su atención, que sólo aborrecen o aman con suma vehemencia lo que ofende o deleita su carne. En su interior no reflexionan, ni se les puede aconsejar que lo hagan, pues no comprenden aún los signos de una advertencia, entre los que obtienen las palabras el principado; palabras que ellos, al parigual de las demás cosas, ignoran. En el mismo libro (c. 5) demostramos que una cosa es no conocerse y otra no pensarse.

8. Silenciemos esta edad infantil, a la que no se la puede interrogar sobre lo que en ella pasa, y nosotros mismos hemos olvidado ya su recuerdo. Bástenos saber con certeza que el hombre puede pensar en la naturaleza de su alma y encontrar la verdad, pero en sí mismo, no en otra parte. Encontrará, no lo que ignoraba, sino aquello en lo que él no reflexionaba. ¿Qué sabemos, si ignoramos lo que hay en nuestra mente, cuando todo lo que sabemos no podemos conocerlo si no es por la mente?

CAPÍTULO VI

La trinidad en el alma que se piensa a sí misma. Papel del pensamiento en esta trinidad

Tal es, sin embargo, la tuerza del pensamiento, que ni la mente está en cierto modo en presencia de sí misma sino cuando se piensa; y, eh consecuencia, nada hay presente en la mente sino cuando en ello se piensa, de suerte que ni la mente, platinotipia de todo lo que se piensa, puede estar en su misma presencia si no es pensándose. No puedo comprender cómo la mente, cuando no se piensa, no está en su presencia, siendo así que nunca puede estar sin ella, como si ella fuera una cosa y otra la mirada que ella tiene de sí misma. Esto se podría decir, sin incurrir en absurdo, del órgano de la vista: el ojo ocupa un lugar determinado en el cuerpo, pero su mirada abarca todos los objetos externos y se extiende hasta los astros; pero el ojo no está en su presencia, pues no puede verse sin un espejo, según ya dijimos; medio que no ha lugar cuando la mente, pensándose, se pone en presencia de sí misma.

¿Acaso, cuando pensándose se ve, una parte ve a otra, como sucede, por ejemplo, con los otros sentidos, pues los ojos ven todos nuestros miembros, siempre que puedan situarse delante de nuestra mirada? Pero ¿se podría decir o imaginar absurdo mayor? ¿De dónde se había de retirar la mente, sino de sí misma? Y ¿dónde ponerse en su misma presencia, sino delante de sí misma? No estaría donde estaba cuando no estaba en presencia de sí misma, porque al colocarse en una parte se retiraría de la otra. Pero si para poder ser vista emigró, ¿dónde permanecerá para verse? ¿O goza de bilocación y puede estar allí y aquí, esto es, donde pueda ver y ser vista: en sí para ver, ante sí para ser vista? Consultado el horóscopo de la verdad, ninguna de estas cosas responde; y cuando de este modo pensamos, pensamos sólo en las fingidas imágenes de los cuerpos, y la mente no es cuerpo, como lo saben, con omnímoda certeza, las inteligencias muy contadas a quienes se les puede consultar, sobre este punto, la verdad.

Resta, por consiguiente, decir que su mirada es algo que pertenece a su misma naturaleza, y, cuando piensa en sí misma, vuelve a su presencia, no mediante un movimento espacial, sino por una conversión inmaterial. Mas, cuando no se piensa, ciertamente no está ante su vista ni informa su mirada; no obstante, se conoce como si ella fuera para si su memoria. Es como un hombre versado en muchas ciencias. Sus conocimientos yacen almacenados en su memoria, y solo cuando reflexiona hay algo en presencia del alma; todo lo demás permanece escondido en una facultad misteriosa denominada memoria.

Para avalar la trinidad colocarnos en la memoria el objeto que informaba la mirada del pensamiento; luego, la misma conformación o imagen allí impresa, y, finalmente, el lazo de unión entre ambas realidades, la voluntad o el amor. Cuando la mente pensándose se ve, se comprende y se reconoce, pues entonces engendra la inteligencia y conocimiento de sí misma. Una realidad inmaterial se la ve si se la comprende y se la conoce al comprenderla. Ms la mente no engendra este su conocimiento cuando se piensa y se ve por la inteligencia, como si antes fuera para sí una desconocida; no, ella se conocía, como se conocen las realidades en la memoria archivadas, aunque no se piense en ellas. Decimos que un hombre sabe leer aunque piense en todo menos en las letras. Estos dos conocimientos, el que engendra y el engendrado, son enlazados por un tercer elemento, el amor, que no es otra cosa sino la voluntad que apetece o retiene el gozar. He aquí por qué en estos tres nombres -memoria, inteligencia y voluntad- vimos insinuarse una cierta trinidad en la mente.

9. Pero al final del libro X hemos dicho que la mente siempre se recuerda, siempre se conoce y ama, aunque no siempre crea que es diferente de todas aquellas cosas que no son lo que es ella; y así es necesario averiguar en qué sentido la inteligencia pertenece al pensamiento, porque la noticia de una cosa cualquiera impresa en la mente, incluso cuando en ella no se piensa, pertenece exclusivamente a la memoria. Si esto es así, entonces no posee estas tres cosas: su recuerdo, su pensamiento y su amor, sino que se acordaba solamente de sí misma, y luego, cuando principió a pensarse, se entendió y se amó.

CAPÍTULO VII

Símil en ayuda del lector

Por lo cual consideremos con más atención el ejemplo aducido para probar la diferencia que existe entre no conocer una cosa cualquiera y no pensar en ella. Puede darse que un hombre conozca algo y no piense en ello, cuando su pensamiento está fijo en otro asunto y no en aquél. Pongamos un hombre versado en dos o más disciplinas: cuando piensa en una de ellas, no piensa en la otra o en las otras, pero las conoce.

Mas ¿podemos acaso decir con razón: Este músico conoce la música, pero al presente no la comprende porque no piensa en ella, pues en la actualidad entiende sólo de geometría, pues en ésta piensa ahora? Absurda sentencia es ésta, a mi ver. Y ¿qué decir de esta otra: "Este músico conoce ciertamente la música, pero cuando no piensa en ella no la ama: tan sólo ama la geometría, pues en geometría piensa cuando de ella disputa"? ¿No es también un dislate? Mas decimos con plena verdad: "Este a quien ahora oímos disputar sobre geometría es un músico consumado, pues recuerda este arte, lo comprende y lo ama; pero, aunque lo conozca y ame, ahora no piensa en él, sino en la geometría, sobre la cual al presente disputa".

Este ejemplo nos da a conocer la existencia en los repliegues de la mente de ciertos conocimientos de algunas cosas que, en cierto modo, salen a la superficie y se sitúan con mayor claridad bajo la mirada del alma cuando en ellas se piensa. Es entonces cuando la mente descubre que ella se recordaba, comprendía y amaba, incluso cuando por atender a otras cosas no se pensaba. Pero, si ha largo tiempo que no fijamos nuestra atención en una cosa determinada, no podemos repensar en ella, a no ser que se nos recuerde, y entonces no sé de qué modo maravilloso, si así puede decirse, ignoramos que sabemos.

Finalmente, con razón puede decir el que recuerda al que se lo recuerda: "Sabes esto, pero ignoras que lo sabes; te lo recordaré y encontrarás que sabes lo que ignorar creías". Tal es la misión de la escritura cuando se trata de cosas que el lector, guiado por la razón, descubre ser verdaderas, y no porque el escritor las crea verdaderas, como sucede en la historia, sino porque ve en sí mismo o en la misma verdad, luz de la mente, que son verdaderas.

El que ni aun avisado es capaz de comprender estas cosas, se encuentra sumergido en las profundas tinieblas de la ignorancia y en una gran ceguera de corazón. Es necesario un milagro de la gracia divina para que pueda llegar a la verdadera sabiduría.

10. Por esto quise emplear un símil acerca del pensamiento, a fin de poder demostrar cómo la mirada interior del recuerdo es informada por lo contenido en la memoria, y cómo se produce, cuando el hombre piensa, algo muy semejante a lo que en su memoria existía antes de pensar; porque con más facilidad se distingue lo que en el tiempo sucede y donde el padre precede en espacio de tiempo a su prole.

Porque si nos referimos a la memoria interior de la mente, que la lleva a recordaras de sí; y a la inteligencia interior, por la que se conoce; y a la voluntad interior, por la que se ama, donde estas tres facultades existen simultáneamente y siempre a un tiempo existieron desde que se inicio su existencia, ya se piense, o no se piense en ellas, parecerá que esta imagen de la trinidad pertenece exclusivamente a la memoria. Mas como el verbo sin el pensamiento no puede existir (pensarnos cuanto decimos, aunque se trata del verbo interior, que no pertenece a ningún idioma), se reconoce esta imagen principalmente en aquellas tres facultades: memoria, inteligencia y voluntad.

Llamo inteligencia a la facultad que nos hace entender cuando pensamos, esto es, cuando nuestro pensamiento es informado por el recuerdo en la memoria presente, pero en el cual no pensábamos; y entiendo por voluntad, dilección o. amor, la facultad que une este padre y esta prole, común en cierto modo a los dos.

He aquí cómo por medio de ejemplos, tomados de las cosas exteriores y sensibles, que se entran por los ojos de la carne, quise conducir, en el libro XI, a los lectores de rudo ingenie. Luego me adentré con ellos por la facultad del hombre interior, por la que se raciocina sobre lo temporal, difiriendo tratar de la facultad superior, que contempla lo eterno. De ésta disputé en dos libros: en el XII, donde distinguí la parte superior de la inferior, que debe a la primera sujeción; en el XIII, con la brevedad y verdad que pude, traté del ministerio de la razón inferior, que comprende la ciencia útil de las cosas humanas, con la intención de practicar en esta vida lo que nos ha de conducir a la eterna. Asunto éste polifacético y ubérrimo, celebrado en infinidad de escritos por numerosos y selectos ingenios, pero que yo debí encerrar en los estrechos límites de un libro, poniendo de manifiesto cómo en ella se encuentra una cierta trinidad, pero no la imagen de Dios.

CAPÍTULO VIII

La imagen de Dios en la parte superior de la mente

11. Hemos llegado ya a un punto en la discusión donde intentaremos someter a examen la parte más noble de la mente humana, por la que se conoce o puede conocer a Dios, para encontrar en ella la imagen divina. Aunque la mente humana no es de la misma naturaleza que Dios, no obstante, la imagen de aquella naturaleza, a la que ninguna naturaleza vence en bondad, se ha de buscar y encontrar en la parte más noble de nuestra naturaleza.

Mas se ha de estudiar la mente en sí misma, antes de ser particionera de Dios, y en ella encontraremos su imagen. Dijimos ya que, aun rota nuestra comunicación con Dios, degradada y deforme, permanecía imagen de Dios. Es su imagen en cuanto es capaz de Dios y puede participar de Dios; y este bien tan excelso no pudiera conseguirlo si no fuera imagen de Dios

¡Mira! El alma se recuerda, se comprende y se ama: si esto vemos, vemos ya una trinidad; aun no vemos a Dios pero si una imagen de Dios. La memoria no recibió dl mundo exterior su recuerdo, ni el entendimiento encontró fuera el objeto de su visión, a semejanza del ojo del cuerpo: ni la voluntad unió en la periferia estas dos realidades, cual sucede en la forma material y su impresión en la retina del espectador; ni el pensamiento encontró la imagen del objeto que vio fuera, y en cierta manera fue arrebatado y oculto en la memoria cuando a ella se tomó y fue informada la mirada del recuerdo, unidos por la voluntad como tercer elemento cual acontece, según probamos. en aquellas trilogías que descubrimos en las cosas materiales o que de los cuerpos se introducen en el interior mediante los sentidos del cuerpo, de las cuales hemos ya tratado en el libro XI; ni como sucedía, al menos en apariencia, al hablar de la ciencia que consistía en las actividades del hombre interior, ciencia que distinguíamos de la sabiduría; donde lo que se aprende es como adventicio en el alma, ora se adquiera por el conocimiento de la historia, corno son los hechos y dichos que se suceden en el tiempo y pasan; ora tengan cierta consistencia en la naturaleza de las cosas, según las diversas regiones y lugares; ora nazca en el mismo hombre, mediante la enseñanza ajena o por reflexión propia, lo que antes no existía, como la fe, con tanta insistencia recomendada por nosotros en el libro XIII, como las virtudes, mediante las cuales, si son verdaderas, se vive rectamente en esta vida mortal para vivir un día felices en la inmortalidad que el cielo promete.

Estas cosas y otras semejantes tienen su orden en el tiempo, y en él aparece con más facilidad la trinidad de la memoria, de la visión y del amor. Algunas previenen el conocimiento de los aprendices. Son cognoscibles antes de conocerse y engendran en los que las aprenden la gnosis de sí mismas. Se encuentran en sus lugares o han pasado ya en el tiempo, aunque lo pretérito no existe en sí, sino en ciertos signos de su preterición, y al ser vistos o escuchados nos indican una existencia pretérita. Dichos signos pueden ocupar un lugar determinado en el espacio, como los cenotafios y otros monumentos por el estilo; o bien se encuentran en los escritos fidedignos, cual lo es, por ejemplo, toda historia compuesta por graves y probos autores; o en las almas de los que ya las conocieron, pues, conocidas por unos, son para los demás asequibles, a cuya ciencia son anteriores, pero pueden conocerse al sernos enseñadas por los que ya las conocen.

Todas estas cosas, cuando se aprenden, constituyen una especie de trinidad, formada por la especie cognoscible antes de su conocimiento, por el conocimiento del aprendiz, que principia a existir cuando se conoce, y en tercer lugar, por la voluntad, que une las dos anteriores. Conocidas, cuando se las recuerde, surge en lo íntimo del alma otra trinidad integrada por las imágenes impresas en la memoria cuando se conocieron, por la información del pensamiento al tornar sobre dichas imágenes la mirada del recuerdo, y por la voluntad, que une, como tercer elemento, estas dos cosas.

Las que nacen en un alma donde no existían, como la fe y otras cosas similares, aunque parecen adventicias cuando se introducen en el alma por medio de la enseñanza, sin embargo no están ubicadas ni actuadas fuera, como ocurre con el objeto de la fe, sino que principiaron a existir dentro, en lo íntimo del alma. Fe no es lo que se cree, sino por lo que se cree. Se cree el objeto, se intuye la fe. No obstante, pues empezó a existir en un alma que ya era alma antes de brotar en ella la fe, semeja algo adventicio y se considera como pretérita cuando cese su especie, dejando entonces de existir. Ahora, cuando se la recuerda, contempla y ama, con su presencia forma una trinidad; entonces formará otra en virtud de cierto vestigio que de su paso deja en la memoria al desaparecer, según arriba dijimos.

CAPÍTULO IX

¿Desaparecerán las virtudes en la vida futura_?

12. Es cuestión controvertida si las virtudes por las cuales se vive honestamente en esta mortalidad, puesto que en el alma tienen principio y el alma existía ya antes de adquirir las virtudes, desaparecerán una vez que nos hayan conducido a las mansiones eternas. A algunos les parece que cesarán, y su opinión pudiera parecer verdadera si se trata de las tres virtudes cardinales: prudencia, fortaleza y templanza; pero la justicia es inmortal y antes se perfeccionará en nosotros que deje de existir.

Disputando Tulio, autor de gran elocuencia, sobre estas cuatro virtudes, dice en su diálogo Hortensio: "Si nos está permitido, al emigrar de esta vida, vivir inmortales en las islas de los afortunados, según narran las fábulas, ¿para qué necesitamos de la elocuencia, no existiendo allí juicios, y para qué sirven las mismas virtudes? No necesitaremos de la fuerza donde no existe trabajo ni peligro; ni de la justicia, pues no solicitará el bien ajeno; ni de la templanza, moderadora de pasiones que no existen; ni, finalmente, necesitaremos de la prudencia, pues no hay elección entre el bien y el mal. Seremos felices con sólo el conocimiento y ciencia de la naturaleza, único bien laudable en la vida de los dioses. De donde se colige que éste ha de ser el objeto de la voluntad, mientras las otras cosas lo son de la necesidad".

Así, al encomiar aquel elocuente orador la filosofía, recuerda la herencia recibida de los filósofos; explica y afirma, en estilo delicioso y sublime, la necesidad de estas cuatro virtudes mientras perdure la vida saturada de errores y penalidades; pero ninguna lo será al emigrar de esta vida, si es posible vivir donde se viva feliz. Las almas buenas serán dichosas por el conocimiento y la ciencia, es decir, por la contemplación de aquella naturaleza sumamente perfecta y amable; naturaleza ° creadora y sustentadora de todas las naturalezas. Si la justicia consiste en someterse al gobierno de esta naturaleza, la justicia es inmortal y no dejará de existir en aquella vida feliz, antes será de naturaleza tan excelsa, que no pueda ser ni mayor ni más perfecta.

Hasta es posible la pervivencia en la felicidad de las otras tres virtudes: la prudencia, sin peligro de error; la fortaleza, sin molestia de males; la templanza, sin opuestas lujurias. Sería propio de la prudencia no anteponer ni comparar ningún bien a Dios; de la fortaleza, adherirse a Él con firmeza; de la templanza, no deleitarse en defecto dañoso. Allí donde no existe mal alguno, la justicia no puede ejercitarse en socorrer a los míseros, ni la prudencia en prevenir asechanzas, ni la fortaleza en tolerar los trabajos, ni la templanza en frenar concupiscencias ilícitas. Par consiguiente, los actos de estas virtudes, necesarias en esta vida mortal, serán allí cosas pretéritas, como la fe, a la cual se refieren. Ahora, cuando están presentes en la memoria y las contemplamos y amamos, forman una cierta trinidad; entonces formarán otra, cuando, por algunos vestigios de su paso que dejarán en la memoria, veamos que ya no existen, pero existieron; trinidad que se compone del vestigio en la memoria archivado, sea cual fuere; de su conocimiento verídico y de la voluntad, que enlaza, en oficio terceril, estas dos cosas.

CAPÍTULO X

La trinidad en el alma que se recuerda, conoce y ama

13. Eh la ciencia de todas estas cosas temporales poco ha mencionadas, ciertas verdades cognoscibles preceden en tiempo al conocimiento; por ejemplo, las realidades sensibles existentes antes de ser conocidas o los conocimientos de la historia; otras, empero, tienen simultánea existencia. Así, si un objeto visible, sin existencia anterior, surge ante nuestros ojos, no precede ciertamente a nuestro conocimiento; y lo mismo sucede si un sonido se deja oír donde existe un oyente: la audición y el sonido son simultáneos y cesan a un tiempo. Pero, ora preceda en el tiempo, ora tenga simultánea existencia, lo cognoscible siempre engendra el conocimiento y no es engendrado por éste.

Verificado el conocimiento, cuando las cosas ya conocidas son reconsideradas por el recuerdo latente en nuestra memoria, ¿quién no ve que este recuerdo de la memoria es, en tiempo, anterior a la visión que resulta del recuerdo y al enlace de ambos, que es la voluntad? Mas no sucede así en la mente; pues no es para sí una advenediza, como si a la mente que ya existía se presentara -viniendo de afuera- la mente misma que aun no existe; o, suponiendo que no venga de afuera, cual si en la mente que ya existe naciese la misma que aun no existe, como en la mente que ya existe nace la fe que no existía; o como después de conocerse, recordándose, se ve en cierto modo situada en su propia memoria, como si no hubiese estado allí antes de conocerse a sí misma; y no es así, porque desde el mismo alborear de su existencia jamás dejó de recordarse, conocerse y amarse, según ya probamos. En consecuencia, al volver sobre sí con el pensamiento, surge una trinidad, donde es posible ya descubrir un verbo formado del mismo pensamiento y enlazados ambos elementos por la voluntad. Allí, pues, hemos de reconocer la imagen que buscando venimos.

CAPÍTULO XI

¿Existe recuerdo de las cosas presentes?

14. Pero alguien dirá: Esta memoria, siempre en presencia de sí misma, no es la que hace a la mente acordarse de si La memoria es de las cosas pretéritas, no de las presentes. Así, algunos, Tulio entre ellos, al tratar de las virtudes, dividen la prudencia en tres partes: memoria, inteligencia y providencia: memoria del pasado, inteligencia del presente y providencia, del futuro. Providencia que no es infalible sino para aquellos que conocen el porvenir, oficio no de mortales, a no ser que les sea dado de lo alto, como a los profetas. La Escritura, al hablar de la sabiduría do los hombres, dice: Tímidos son los pensamientos de los mortales e inciertas sus previsiones13. La memoria de las cosas pretéritas y la inteligencia de las presentes es cosa cierta, pero entiéndase de las presentes e incorpóreas, porque lo material está en presencia de los ojos del cuerpo.

Mas quien afirme no existir memoria de las cosas presentes, escuche lo que se dice en la literatura profana, pues en ella se pone más esmero en la precisión del lenguaje que en la verdad de las cosas. "No pudo Ulises tales horrores sufrir, ni se olvidó Itaco, en el peligro, de sí". Al decir Virgilio que no se olvidó Ulises de sí, ¿qué otra cosa quiso dar a entender, sino que se recordó de sí mismo? Si el recuerdo no pertenece al presente, ¿cómo estando Itaco en su misma presencia se recuerda de sí? Por consiguiente, así como en las cosas pretéritas se llama memoria a la facultad que las retiene y recuerda, así, con relación al presente, cual lo está la mente para sí misma, se puede llamar sin escrúpulo memoria a la facultad de estar presente a sí misma, para poder por su propio pensamiento conocerse y puedan así las dos realidades ser por el amor vinculadas.

CAPÍTULO XII

La trinidad en el alma es imagen de Dios cuando lo conoce, recuerda y ama. Sabiduría e imagen

15. Esta trinidad de la mente no es imagen de Dios por el hecho de conocerse la mente, recordarse y amarse, sino porque puede recordar, conocer y amar a su Hacedor. Si esto hace, vive en ella la sabiduría; de lo contrario, aunque se recuerde a sí misma, se comprenda y se ame, es una ignorante. Acuérdese, pues, de su Dios, a cuya imagen ha sido creada; conózcale y ámele.

Y para decirlo más brevemente: honre al Dios increado, que la hizo capaz de Él y a quien puede poseer por participación; por esto está escrito: ¡Mira! El culto de Dios es sabiduría14. Y no lo es por su luz propia, sino por participación de la luz suprema, do reinará eternamente feliz. Y, en este sentido, la sabiduría del hombre es también sabiduría de Dios. Sólo entonces es verdadera; porque, si es humana, es vanidad. Mas no se trata aquí de la sabiduría de Dios, por la que Dios es sabio. Dios no es sabio por participación de la sabiduría como lo es la mente por la participación de la sabiduría de Dios.

Pero así como se llama justicia de Dios no sólo aquella por la que Él es justo, sino también la justicia que al hombre otorga cuando justifica al impío, justicia que recomienda el Apóstol cuando dice de ciertos hombres: Ignorando la justicia de Dios y queriendo afianzar su propia justicia, no se sometieron a la justicia de Dios15, así también se puede decir de algunos: "Ignorando la sabiduría de Dios y queriendo cimentar su propia sabiduría, no se sometieron a la sabiduría de Dios".

16. La naturaleza increada, creadora de todas las demás naturalezas, pequeñas y grandes, es, sin duda, más excelsa que todas ellas, y, por consiguiente, superior a la naturaleza racional e intelectiva, de la que hablamos ahora, que es la mente humana, hecha a imagen de su Creador. Y esta naturaleza, superior a todas las otras, es Dios. Y ciertamente no está lejos de nosotros, como dice el Apóstol, añadiendo: En Él vivimos, nos movemos y somos16. Si aquí hablara del cuerpo, se podría también entender de este mundo visible, pues en él, según el cuerpo, vivimos, nos movemos y somos. Pero es de la mente, creada a su imagen, de la que conviene entender estas palabras de un modo más sublime, no visible, sino espiritual.

¿Qué no hay en Él, de quien divinamente está escrito: Porque de Él, por Él y en Él son todas las cosas?17 Luego si en Él está todo, ¿en quién puede vivir lo que vive y moverse lo que tiene movimiento, sino en quien son? Sin embargo, no todos están con Él en el sentido del Salmo: Yo siempre estaré contigo18. Ni Dios está con todos al modo que decimos: "El Señor sea con vosotros". ¡Gran miseria la del hombre no estar con aquel sin el cual no puede existir! Y si está en Él, ciertamente no está sin Él. Si no le recuerda, ni le conoce, ni le ama, no está con Él. No es posible el recuerdo cuando es completo el olvido.

CAPÍTULO XIII

Recuerdo y olvido de Dios

17. Tomemos un ejemplo de las cosas visibles para aclarar esta doctrina. Alguien a quien no reconoces te dice: "Tú me conoces". Y para fijar tu recuerdo te indica dónde, cuándo y cómo le conociste. Si aun después de todos estos detalles, aptos para despertar tu recuerdo, no le identificas, tu olvido es completo, y aquel conocimiento se ha borrado ya de tu ánimo. Sólo te resta prestar fe a lo que te dice y creer que realmente le has conocido, y ni aun esto, si el que te dirige la palabra no es fidedigno. Pero si le reconoces, vuelves sobre tu memoria y en ella descubres lo que no fue por el olvido completamente borrado.

Tornemos ahora a nuestra materia, en gracia a la cual adujimos el ejemplo, tomado de la vida humana. Entre otras cosas dice el salmo 9: Caigan los impíos en el hades. Todos los que de Dios se olvidaron19. Y en el 21: Se acordarán y se convertirán al Sellar los confines todos de la tierra20. No se habían olvidado las naciones de su Dios hasta el punto de no poder acordarse de Él si se les despierta el recuerdo. Al olvidar a Dios, como si hubieran olvidado su vida, cayeron en la muerte, es decir, en el infierno. Ahora, al recordarlo, se convierten al Señor, como si recibieran con el recuerdo la vida, un día por ellos olvidada. Se lee en el salmo 93: Entended ahora los que sois necios en el pueblo; y vosotros, cretinos, entended: ¿El que hizo el oído no oirá?21 Esto se dice a los que no conocen a Dios y dicen de Él vaciedades.

CAPÍTULO XIV

Cuando el alma se ama rectamente, ama a Dios; y si no ama a Dios, se dice que se odia a sí misma. El alma, aunque enferma y errabunda, se recuerda, se conoce y se ama. Conviértase a Dios para que, recordándolo, conociéndolo y amándolo, sea feliz

18. Múltiples son los testimonios de las Escrituras divinas referentes al amor de Dios. En ellos se comprenden bien estos dos extremos: nadie ama lo que no recuerda o en absoluto ignora. De ahí aquel archiconocido y capital precepto: Amarás al Señor tu Dios22.

La contextura de la mente humana es tal, que siempre se recuerda, siempre se conoce y siempre se ama. Pero así como el que odia a su enemigo trata de perjudicarle, así la mente humana, cuando se perjudica a sí misma, se dice que se odia. Sin advertirlo, se quiere mal cuando no cree que lo que ama le perjudica; se quiere mal siempre que apetece lo nocivo. Escrito está: El que ama la maldad, odia su alma23.

El que sabe amarse, ama a Dios; el que no ama a Diosa aunque se ame a sí mismo, el amor natural es innato, puede sin inconveniente decirse que se aborrece, al obrar contra sus intereses y al perseguirse como enemigo. Error ciertamente monstruoso, pues anhelando todos favorecerse a sí mismos, muchos sólo practican lo que en grado superlativo les dalia. El poeta describe una enfermedad semejante en los nudos animales. "¡Oh dioses, exclama, otorgad lo óptimo a los piadosos, el error a los enemigos! A dentelladas despedazaban sus miembros atormentados."

Siendo esto una enfermedad física, ¿por qué lo llama error el poeta, sino porque todo animal, cuando vive conforme a su naturaleza, tiende, si puede, a protegerse, pero aquella dolencia les hacía despedazar aquellos mismos miembros cuya salud anhelaban?

Cuando la mente ama a Dios y, como queda dicho, le recuerda y conoce, con razón se le ordena amar a su prójimo como a sí mismo. Entonces no se ama con amor culpable, sino con amor virtuoso, pues ama a Dios, cuya imagen es no sólo por participación, sino porque surge remozada del hombre viejo, se reforma de su fealdad y de infeliz deviene dichosa. Y aunque se ame con tal ardor que, en la alternativa, prefiera perder cuanto es inferior a sí misma antes que perecer, con todo, abandonando al que es superior y por quien ella conserva sus energías y goza de su luz, según canta en el Salmo: Por ti conservo mi fortaleza24; y en otro: Aproxímate a Él y serás iluminado25, se hace tan débil y tenebrosa, que, al descender a las realidades que no son lo que es ella y a las que es superior, se enreda miserablemente en amores que no sabe vencer y en errores de los que no acierta a salir. Penitente ya por la misericordia de Dios, clama en los Salmos: Me abandonó mi vigor, y la luz de mis ojos no está conmigo26.

19. Sin embargo, en medio de tan grandes males de miseria y error, no perdió el recuerdo, la inteligencia y amor natural de sí misma. Por eso, según queda arriba asentado, pudo con razón exclamar el salmista: Aunque ande en imagen el hombre, en vano se inquieta. Atesora y no sabe para quién27. ¿Por qué atesora, sino porque le abandonó su vigor, por el cual, al poseer a Dios, de nada necesitaba? ¿Por qué ignora para quién atesora, sino porque la luz de sus ojos no está con él? Por eso no ve lo que dice la Verdad: Necio, esta noche te demandarán el alma; lo que allegaste, ¿de quién será?28

Sin embargo, como este hombre camina como en imagen y la mente humana conserva su conocimiento y el amor de sí misma, si se le prueba que no es capaz de poseer ambas cosas a un tiempo y se le permite elegir una de las dos y perder la otra, o las riquezas acumuladas o la mente, ¿quién habrá tan mentecato que prefiera los tesoros al alma? Las riquezas con frecuencia corrompen el alma; mas el alma no pervertida por el dinero vive feliz y libre sin el cuidado angustioso del oro. ¿Quién puede poseer caudales si no es por el alma? Si un infante nacido en cuna de oro, siendo señor de cuanto por derecho le corresponde, nada posee mientras su mente esté adormecida, ¿cómo podrá el hombre, perdida el alma, poseer bien alguno?

Pero para qué hablar de los tesoros que todo el mundo, si cabe opción, prefiere perder antes que la vida, cuando nadie hay que los anteponga, nadie que los equipare a los ojos del cuerpo, por los que todos los hombres poseen el cielo, no el oro privilegio de algún raro mortal. Por los ojos del cuerpo cada uno posee todo lo que con agrado contempla. Y ¿quién hay que, al no poder conservar ambas cosas, en la alternativa de perder una de ellas, no prefiera perder las riquezas antes que la vista? Y puesto en idénticas condiciones, si le preguntamos qué desea perder, los ojos o el alma, ¿quién no ve con la mente que antes prefiere perder los ojos que el alma? Sin los ojos corporales sigue siendo humana; los ojos sin el alma son ojos de bestia. ¿Y quién no prefiere ser hombre ciego en la carne antes que ser cuadrúpedo dotado de vista?

20. He dicho esto para hacer comprender en breves razones a los de ingenio más tardo, a cuyos oídos u ojos pueden estos escritos llegar; y pueden ver cuánto se ama el alma a sí misma, aunque flaca y equivocada, al perseguir y amar mal las cosas que son a ella inferiores. No se podría amar si se desconociese por completo, esto es, si no se acordase de sí y no se conociera. Esta imagen de Dios es tan potente en ella, que puede adherirse a aquel de quien es imagen, y es tal su naturaleza, que en la jerarquía del orden natural, no en el espacio, sólo Él está por encima de ella.

Finalmente, cuando por completo se apegue a Él, será un solo espíritu. Lo atestigua el Apóstol diciendo: El que se allega al Señor se hace un espíritu con El29. Se eleva el alma hasta ser particionera de la naturaleza, dicha y verdad de Dios, sin que Él aumente en su esencia, en su verdad o en su gloria. Al allegarse felizmente a aquella naturaleza, vivirá inmortal, y cuanto ve lo contemplará al resplandor de la luz inconmutable. Entonces, según la promesa de la Escritura divina, su deseo será colmado de bienes30; bienes inconmutables de la suma Trinidad, su Dios, cuya imagen es; y a fin de que esta imagen no pueda ser jamás adulterada, la esconderá en su presencia31, saturada de tan gran abundancia, que ya no le deleite nunca el pecar. Mas ahora, mientras se ve a sí misma, nada inconmutable contempla.

CAPÍTULO XV

El alma, aunque espere la bienandanza, no recuerda la felicidad perdida, pero sí se acuerda de Dios y de las reglas de justicia. Las normas inmutables de un honesto vivir son también conocidas por los impíos

21. Lo que ciertamente no pone en duda, pues es miserable y ansía vivir feliz, siendo su mutabilidad la razón de su esperanza. Si mudable no fuera, no podría pasar de la felicidad a la desventura ni de la miseria a la dicha. Y ¿qué es lo que puede hacerla infortunada bajo la mano de un Señor omnipotente y bueno, sino su pecado y la justicia de su Dios? Y ¿qué es lo que puede hacerla feliz, sino su mérito y el galardón de su Señor? Pero su mérito es gracia de Él. Cuya recompensa será su ventura.

El alma no puede darse a sí misma la justicia, pues una vez perdida, ya no la posee. La recibió cuando fue el hombre creado, y al pecar la perdió. Recibió la justicia por la que pudiera merecer la felicidad. Con razón dice el Apóstol al que principia a envanecerse del bien como si fuera propio: ¿Qué tienes que no Lo hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorias, como si no lo hubieras recibido?32

Mientras conserva vivo el recuerdo de su Señor, recibido su Espíritu, sabe con certeza, pues lo aprende por un íntimo magisterio, que es posible siempre caer por un acto defectuoso de la voluntad, pero no se puede levantar si no es por afecto gratuito de su Dios. No recuerda su felicidad pretérita: existió, pero ya no existe; el olvido es absoluto; por consiguiente, no la puede recordar. Cree, sí, lo que de ella narran las Escrituras fidedignas, escritas por uno de sus profetas, donde se habla de la felicidad edénica y expone, según la tradición histórica, la dicha del primer hombre y su pecado.

Del Señor, su Dios, se recuerda. Él siempre es: no fue y ya no es, ni es y no fue; jamás dejará de existir y nunca tuvo principio su existencia. Todo está en todas partes, y por eso el alma vive, se mueve y existe en El33, y de aquí la posibilidad de su recuerdo.

Y no se recuerda por haberlo conocido en Adán o en alguna otra parte antes de esta vida corpórea, o al principio de su formación antes de ser unida a este cuerpo; no, ella nada de esto recuerda; todo se ha borrado por el olvido. Pero se le puede al alma recordar para que se convierta al Señor, como a luz que le toca de alguna manera, aunque ella trate de alejarse de Él. De ahí el que hasta los impíos piensen en la eternidad cuando reprenden o alaban con razón muchas cosas en la conducta de los hombres.

Y ¿por qué reglas juzgan, sino por aquellas en las que ven cómo debe vivir cada uno, aunque ellos no vivan así? Y ¿dónde las ven? No en su naturaleza; porque, sin duda, aunque es la mente la que ve tales cosas, es manifiesto que es mudable, y estas reglas, por el contrario, son inmutables para todo el que puede ver en ellas una norma de bien vivir: ni lo ven en una manera de ser de su alma, porque estas reglas, reglas son de justicia, y consta que sus almas son injustas.

¿Dónde, pues, están estas reglas escritas? ¿Dónde conoce lo justo el injusto? ¿Dónde ve la necesidad de alcanzar lo que él no posee? ¿Dónde han de estar escritas, sino en el libro de aquella luz que se llama Verdad? En él es donde toda ley justa se encuentra escrita y como impresa en el corazón del hombre, obrador de justicia, y no como si emigrase, sino por una especie de intro-impresión, como del anillo pasa a la cera la imagen sin abandonar la sortija. El que no obra, pero conoce cómo debe obrar, se aparta de aquella luz cuyo resplandor le ilumina. Quien no conoce cómo debe vivir, es más excusable en su pecado, pues no es transgresor de una ley conocida; pero también él es iluminado por el fulgor de la verdad, presente doquier, cuando, amonestado, confiesa su pecado.

CAPÍTULO XVI

Reforma de la imagen de Dios en el hombre

22. Quienes, invitados a recordarse, se convierten al Señor, son por Él reformados de aquella su deformidad, por la que se conformaban a este mundo, siguiendo las apetencias del siglo, al escuchar al Apóstol, que les dice: No queráis conformaros a este siglo, sino reformaros por la innovación de vuestra mente34, para que la imagen empiece a ser reformada por el que la formó. No puede el alma reformarse, pero sí pudo deformarse. Dice en otro lugar: Renovaos en el espíritu de vuestra mente Y Vestíos del hombre nuevo, aquel que fue creado según Dios en justicia y santidad verdaderas35. Lo que se dice aquí creado según Dios, se dice en otra parte a imagen de Dios36.

Por el pecado perdió el hombre la justicia y santidad verdaderas: por eso la imagen quedó deforme y descolorida; vuelve a recuperar su belleza cuando se renueva y reforma. Las palabras en el espíritu de vuestra mente no se han de entender de dos realidades distintas, como si una cosa fuera el espíritu y otra el espíritu de la mente. Toda mente es espíritu, pero no todo espíritu es mente. Dios es espíritu37, pero no puede renovarse, porque no puede envejecer. Existe también un espíritu en el hombre que no es la mente, al que pertenecen las especies imaginarias de los cuerpos, y de este espíritu escribe el Apóstol a los fieles de Corinto: Porque si oro con la lengua, mi espíritu ora, pero mi mente queda vacía de fruto38. Esto sucede cuando no se entiende lo que se dice, porque ni puede ser expresado si las imágenes de las palabras corpóreas no previenen el pensamiento del espíritu antes de vocalizar el sonido.

También el alma humana se llama espíritu. Se lee en el Evangelio: E inclinada la cabeza, entregó su espíritu39. Aquí se indica la muerte del cuerpo al ausentarse el alma. También se dice espíritu el de los animales, pues encontramos claramente dicha palabra en el libro de Salomón intitulado Eclesiastés: ¿Quién sabe, dice, si el espíritu de los hijos de los hombres sube a lo alto y el espíritu del animal desciende abajo, a la tierra?40 Está escrito en el Génesis, donde se dice haber perecido en el diluvio toda carne, que tenía espíritu de vida41. Finalmente, se llama espíritu al viento, ser evidentemente corpóreo. Se lee en los Salmos: Fuego, granizo, nieve, hielo, espíritu de tempestades42. Y pues tantas acepciones tiene la palabra espíritu, el Apóstol, por espíritu de la mente, quiso significar el espíritu denominado mente.

Así, cuando dice el mismo Apóstol: En el despojo del cuerpo de carne43, no pretende significar dos cosas distintas, como si una cosa fuera la carne y otra el cuerpo de carne (amén de la carne existen cuerpos celestes y cuerpos terrestres), sino que llamó cuerpo de carne al cuerpo que es carne. Aquí llana espíritu de la mente al espíritu que es mente. En otro pasaje la nombra claramente imagen, preceptuando lo mismo en otras palabras. Despojaos, dice, del hombre viejo, con todas sus obras, y vestíos del nuevo, que sin cesar se renueva para lograr el perfecto conocimiento de Dios, según la imagen de su Creador44.

Lo que allí se lee: Vestíos del hombre nuevo, que fue creado según Dios, se significa aquí cuando se dice: Vestíos del hombre nuevo, que se renueva según la imagen de su Hacedor. Allí dice según Dios; aquí, según la imagen de su Hacedor. Allí, en justicia y santidad verdaderas; aquí, en el conocimiento de Dios. Se verifica esta renovación y reforma del alma según Dios o conforme a la imagen de Dios. Se dice según Dios, para que no se piense en ninguna, criatura; se dice a imagen de Dios, para que se entienda que dicha renovación ha lugar en la imagen de Dios, esto es, en la mente.

Así decimos muerto un hombre según el cuerpo, no según el espíritu, cuando el siervo justo y fiel abandona su envoltura corpórea. ¿Qué pretendemos dar a entender cuando decimos muerto según el cuerpo o en el cuerpo, sino que es muerto el cuerpo, pero no el alma o en el alma? Y si decimos que es hermoso o fuerte según el cuerpo, no según el espíritu, ¿qué otra cosa queremos significar sino que es hermoso o fuerte en el cuerpo, no en el espíritu? Y así en mil otras expresiones corrientes. No entendamos, pues, aquellas palabras: según la imagen de su Hacedor, como si fuera otra la imagen según la cual se renueva y no la misma que se remoza.

CAPÍTULO XVII

Renovación de la imagen de Dios en la mente hasta alcanzar una perfecta semejanza en la gloria

23. Cierto, esta renovación no se realiza en el preciso momento de la conversión, como la renovación bautismal, que es instantánea al perdonarse los pecados, sin quedar ni uno solo sin perdonar, sea de la especie que fuere. Pero así como una cosa es carecer de calentura y otra convalecer de la enfermedad causada por la fiebre, y una cosa es la extracción del dardo clavado en la carne y otra la medicación de la herida causada por el dardo, así aquí la primera cura tiende a suprimir la causa de la enfermedad, lo que se verifica por la remisión de todos los pecados; la segunda tiene por in curar la debilidad, obra lenta en la renovación de esta imagen.

Esta doble operación se prueba por la lectura del salmo 102: El, se lee, perdona todas tus iniquidades en el bautismo; y luego prosigue: Él sana todas tus enfermedades45; obra ésta del crecimiento cotidiano por la renovación de la imagen. De esta renovación habla con meridiana claridad el Apóstol: Aunque nuestro hombre exterior, dice, se corrompa, el interior se renueva de día en día46. Se renueva en el conocimiento de Dios, esto es, en justicia y santidad verdaderas, como lo evidencian los testimonios apostólicos poco ha mencionados.

Y el que se renueve en el conocimiento de Dios, en justicia y santidad verdaderas, al crecer en perfección de día en día, transfiere sus amores de lo temporal a lo eterno, de las cosas visibles a las invisibles, de las carnales a las espirituales, y pone todo su empeño y diligencia en frenar y debilitar la pasión en aquéllas y en unirse a éstas por caridad. Y lo conseguirá en la medida de la ayuda divina. Es sentencia de Dios: Sin mí nada podéis hacer47.

Y si el último día de esta vida le sorprende a uno en el progreso y crecimiento, conservando viva su fe en el Mediador, será conducido a presencia de aquel Dios que él honró, para recibir de Él su perfección, y será recibido por los santos ángeles, volviendo a tomar al fin de los siglos su cuerpo, ahora incorruptible, no con destino a la gehena, sino a la gloria. Entonces la semejanza de Dios será perfecta en esta imagen, cuando haya lugar la visión perfecta de Dios. De esta visión dice el apóstol Pablo: Ahora veo en un espejo, como en enigmas; entonces cara a cara48. Y de nuevo: Nosotros a cara descubierta contemplaremos la gloria del Señor como en un espejo y nos transformaremos en la misma imagen, de gloria en gloria, como impulsados por el Espíritu del Señor49; y esto se realizará en aquellos que progresan de día en día en el bien.

CAPÍTULO XVIII

Interpretación de un pasaje de San Juan

24. Dice Juan el Apóstol: Carísimos, ahora somos hijos de Dios y aun no se mostró lo que hemos de ser; sabemos, pues, que cuando aparezca seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como es50. Según estas palabras, la semejanza perfecta ha lugar en esta imagen de Dios cuando posea la plenitud de la visión.

Aunque también se puede interpretar esta frase del apóstol San Juan de la inmortalidad del cuerpo. Seremos en ella semejantes a Dios, pero solamente a Dios Hijo, porque Él es el único en la Trinidad que tomó un cuerpo y, muerto, le resucitó y le condujo al cielo.

Será, pues, imagen del Hijo de Dios cuando su cuerpo sea inmortal como el cuerpo del Hijo, siendo en este punto conforme a la imagen, no del Padre ni del Espíritu Santo, sino únicamente del Hijo, porque del Hijo solo se lee, y la fe ortodoxa lo confirma, que el Verbo se hizo carne51. Por eso dice el Apóstol: A los que antes conoció, a éstos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre machos hermanos52.

Primogénito, ciertamente, entre los muertos, en frase del mismo Apóstol, pues la muerte sembró su carne en oprobio y resucitó en gloria. Según esta imagen del Hijo, a la que por la inmortalidad nos conformamos en el cuerpo, obraremos como nos lo aconseja el Apóstol cuando dice: Como llevamos la imagen del terreno, llevemos también la imagen del celestial53; esto es, creamos con fe sincera y firme esperanza que, siendo mortales según Adán, seremos inmortales según Cristo. Así ahora podemos llevar la misma imagen, no en visión, sino en fe; no en realidad, sino en esperanza. El Apóstol, cuando esto decía, hablaba de la resurrección de la carne.

CAPÍTULO XIX

La sentencia de Juan debe más bien entenderse de nuestra perfecta semejanza con la Trinidad en la vida feliz. La sabiduría será perfecta en la patria

25. Mas aquella imagen de la que se dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza54; puesto que no se dice "a mi imagen" ni "a la tuya", creemos que fue el hombre creado a imagen de la Trinidad e incluso lo tratamos de comprender mediante una investigación minuciosa. En consecuencia, en este sentido se ha de entender lo que dice Juan el Apóstol: Seremos semejantes a Él, pues le veremos tal cual es; porque hace referencia a aquel de quien había dicho: Somos hijos de Dios55.

La inmortalidad de la carne se consumará en el momento aquel de la resurrección descrito por San Pablo el Apóstol: En un parpadeo de ojos, al último toque de trompeta resucitarán incorruptos los muertos, y nosotros seremos inmutados56. En aquel parpadeo de ojos, antes del juicio, el cuerpo animal, sembrado ahora en flaqueza, en corrupción, en ignominia, resucitará entonces espiritual, incorruptible, en poder, en gloria. Pero la imagen que se renueva de día en día, no al exterior, sino en el interior, e el espíritu de la mente y en el conocimiento de Dios, será en la visión perfeccionada, visión que será, después del juicio, cara a cara, mientras ahora sólo adelanta a través de un espejo, entre enigmas57.

A causa de esta perfección se dice: Seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. Y este don nos será otorgado cuando se nos diga: Venid, benditos de mi Padre; poseed el reino que os tengo preparado58. Entonces desaparecerá el impío, para que no vea la claridad del Señor59, e irán los que están a la izquierda al suplicio eterno, y los que están a la derecha, a la vida eterna60. Esta es, dice la Verdad, la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo61.

26. Encarece Cicerón, al finalizar su diálogo El Hortensio, esta sabiduría contemplativa, que, en mi sentir, las Escrituras llaman sabiduría, distinta de la ciencia propia del hombre, si bien no la tiene de su cosecha, pues la recibe de aquel cuya participación hace sabia al alma racional e intelectiva. "Nosotros, dice, día y noche meditamos estas cosas y ejercitamos nuestra inteligencia -mirada de la mente- y velamos para no dejarla embotarse, es decir, vivimos en el campo de la filosofía, y, por ende, tenemos gran esperanza, porque, si esto que sentimos y gustamos es caduco y mortal, cumplidos los deberes humanos, nos será grato el ocaso, y la muerte no nos parecerá hosca, sino quietud dulce de la vida, o si, como plugo a los antiguos filósofos entre los más insignes e ilustres, poseemos un alma inmortal y divina, se ha de creer que cuanto más hayan progresado en su carrera, esto es, en razón y deseo de saber, y cuanto menos se hayan enredado y mezclado en los vicios y errores, tanto más fácil será su ascenso y su entrada en el cielo".

Después, repitiendo el mismo pensamiento, añade como epílogo: "Así, pues, para terminar esta discusión, ora ansiemos un ocaso tranquilo tras una vida consagrada al trabajo, ora pasemos, sin intervalo de tiempo, de esta vida a la otra, sin duda mejor, nosotros hemos de poner todos nuestros afanes y nuestra diligencia en estos estudios"

Admira que un hombre dotado de tan preclaro ingenio prometa un ocaso feliz, al finalizar la carrera humana, a los hombres que pasan su vida entregados al estudio de la filosofía, a quienes hace felices la contemplación de la verdad, si esto que sentimos y paladeamos es mortal y caduco: como si muriese y extinguiese lo que no amamos, o mejor, lo que entrañablemente odiamos, para que su reino sea para nosotros agradable placer.

Mas esto no lo aprendió de aquellos filósofos a quienes encomia con palabras de gran alabanza, sino que tomó esta sentencia de la Nueva Academia, donde aprendió a dudar hasta de las verdades más evidentes. De aquellos filósofos, los más preclaros y excelsos, según él confiesa, aprendió que las almas son inmortales.

Con esta exhortación se inflamarán los ánimos eternos, para que les sorprenda en plena carrera el ocaso de la vida, es decir, animados por un noble deseo de saber, y así cada vez menos se mezclen y enreden en los vicios y errores de los mortales, siéndoles entonces más fácil su retorno a Dios. Pero esta carrera, que consiste en el amor e investigación de la verdad, no basta a los que son miserables, esto es, a los hombres que, si poseen la ciencia, no tienen fe en el Mediador; aserto éste que traté de probar, según mis fuerzas, en los libros precedentes de esta obra, principalmente en el IV y XIII.