CAPÍTULO I
Trata de discernir los oficios de la sabiduría y de la ciencia a la luz de las escrituras. Por el exordio de San Juan demuestra cómo unas sentencias se refieren a la sabiduría y otras a la ciencia. Algunas cosas de las que allí se narran sólo con el auxilio de la fe se conocen. Cómo vemos la fe que en nosotros existe. En la misma narración de San Juan hay cosas que se conocen por los sentidos del cuerpo y otras sólo por la razón del espíritu
1. En el libro anterior, duodécimo de esta obra, tratamos de distinguir entre el oficio del alma racional en las cosas temporales, campo donde se ejercita no sólo nuestro conocimiento, sino también nuestra acción, y el oficio más noble del alma, entregada a la contemplación de lo eterno, sólo limitada por el conocimiento.
Ahora me parece oportuno citar un texto de las santas Escrituras, a fin de hacer más asequible la inteligencia de ambas.
2. El evangelista San Juan inicia así su Evangelio: En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Este en el principio estaba en Dios. Todas las cosas fueron hechas por El, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida, y la vida era luz de los hombres, y la luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la abrazaron. Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan. Este vino a dar testimonio de la luz, para testificar de la luz, para que todos creyesen en El. No era él luz, sino que vino para testimonio de la luz. Existía ya la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por El, y el mundo no le conoció. Vino a su casa, y los suyos no le recibieron. Has a los que le recibieron diales poder de ser hijos de Dios, a los que en su nombre creyesen: que no de la sangre ni de la voluntad carnal, sino de Dios son nacidos. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como de unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad1.
En este texto, tomado del Evangelio, la primera parte se refiere a lo inmutable y eterno, cuya contemplación nos hace dichosos; en lo que sigue, lo eterno se menciona mezclado con lo temporal. Algunas cosas pertenecen a la ciencia y otras a la sabiduría, según la distinción que sentamos en el libro XII. En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Este estaba en el principio en Dios. Todo ha sido hecho por Él, y sin Él nada se hizo de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida, y la vida era luz de los hombres, y la luz luce en las tinieblas; pero las tinieblas no la abrazaron. Esto se refiere a la vida contemplativa, y se ha de considerar con la mente intelectual Y cuanto más en esta ciencia se progrese, tanto más sabio sin duda se hará.
La fe es necesaria para creer lo que no vemos, a causa de las palabras que siguen: La luz resplandece en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron. Por tinieblas quiso dar a entender los corazones de los mortales, contrarios a la luz e incapaces de contemplarla; por eso continúa y dice: Hubo un hombre enviado por Dios, llamado Juan. Este vino para dar testimonio de la luz, para que todos creyesen por él. Todo esto sucedió en el tiempo y pertenece a la ciencia objeto del conocimiento histórico. Imaginamos a Juan como hombre, conforme a la noción que de la naturaleza humana tenemos impresa en nuestra memoria. Y esto lo imaginan lo mismo los que creen que los que no creen estas cosas. Todos saben qué es un hombre, cuyo exterior, es decir, el cuerpo, lo conocen por los ojos de la carne; el interior, esto es, el alma, lo conocen en sí mismos, pues son hombres, y, además, por el conocimiento adquirido en su contacto con la humanidad. Así pueden entender la expresión: Hubo un hombre que se llamaba Juan. Los nombres se conocen o pronunciándolos u oyéndolos pronunciar. Lo que se añade al decir: enviado por Dios, por fe lo creen los que creen; porque los que no creen lo ponen en duda o, en su infidelidad, se burlan de estas cosas. Pero unos y otros, si no son del número de aquellos necios que afirman en su corazón: No hay Dios2, al escuchar estas palabras piensan dos cosas: qué es Dios y qué significa enviado por Dios; y si a la realidad no se aproximan, al menos se lo representan como pueden.
3. Muy de otra manera conocemos la fe, que cada ¿no ve en su corazón, si cree, y si no cree, no existe: no la conocemos como conocemos los objetos, que vemos con los ojos del cuerpo, y mediante sus imágenes, impresas en la memoria, pensamos en los objetos ausentes; ni como conocemos las cosas que jamás hemos visto, y de las cuales nos formamos una idea muy vaga sirviéndonos de las cosas ya conocidas, y las encomendamos también a la memoria, recurriendo a ella cuando nos viene en gana ver estas cosas en el recuerdo, o mejor, las imágenes con mayor o menor exactitud allí esculpidas; ni como conocemos un hombre que vive, pues, aunque no vemos su alma, la conjeturamos por la nuestra y nos representamos en la imaginación al hombre vivo por los movimientos del cuerpo que nuestros ojos han visto. No es así como se ve la fe en el corazón donde existe y por el que la posee, pero la ve con una ciencia muy cierta, y la conciencia proclama su existencia.
Se nos manda creer precisamente porque no podemos ver lo que se nos preceptúa creer; con todo, si la fe existe en nosotros, la vemos dentro de nosotros, porque siempre está presente la fe de la cosas ausentes y en nuestro interior alienta la fe de las realidades extrínsecas; y es visible la fe de lo invisible y temporalmente nace en los corazones de los mortales, feneciendo por completo cuando de creyentes se tornan incrédulos.
A veces la fe se acomoda al error. Se dice en lenguaje corriente: "Le di crédito y me engañó". Esta fe, si fe merece llamarse, desaparece sin culpa cuando la verdad la arroja del corazón. La de las cosas verdaderas es deseable se convierta en realidad. No se puede decir: "Pereció", cuando se ven las cosas en las cuales creíamos. Mas ¿podrá entonces llamarse fe, si se la define en la Carta a los Hebreos convicción de las cosas que no se ven?3
4. Sigue el texto: Juan vino en testimonio, para testificar de la luz, a fin de que todos creyesen por él; la acción, como dije, es temporal. Se testifica en el tiempo de una cosa eterna, como es la luz inteligible. Para dar testimonio de esta luz vino Juan, que no era luz, sino para testificar de la luz. Y añade: Era (el Verbo) luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Estaba ya en el mundo y el mundo fue hecho por El; y el mundo no le conoció. Vino a su casa, y los suyos no le recibieron. Todas estas palabras las entienden los quo por propia experiencia conocen el idioma nativo. Conocemos algunas por los sentidos del cuerpo; por ejemplo, el hombre; el mundo, cuya magnitud visible contemplamos; los mismos sonidos de las palabras, pues es el oído uno de los sentidos corporales; otras las conocemos por la inteligencia, como aquéllas: Y los suyos no le recibieron; palabras que se han de entender de este modo: "Los suyos no creyeron en El". Y este concepto nos es familiar y lo conocemos, no por algún sentido corpóreo, sino por el alma racional.
No el sonido de las palabras, sino su significado nos es conocido, parte por el sentido del cuerpo, parte por la razón. Porque no oímos ahora estas palabras por vez primera: ya antes las habíamos escuchado; y nos era conocido no sólo el sonido de la palabra, sino incluso su significado, y su recuerdo vivía en nuestra memoria, y aquí es donde lo reconocemos.
Este nombre disílabo, mundo, es algo material, pues e sonido, y nos es conocido por el cuerpo, esto es, por el oído; su significado es también objeto de conocimiento sensorio, por ser objeto apropiado a la vista. En tanto es conocido al mundo en cuanto es conocido a los que lo ven. Pero esta palabra trisílaba: "creyeron", es como sonido material perceptible al oído del cuerpo; su significado, empero, se conoce no por el sentido del cuerpo, sino por la razón. Si el alma no conociera el significado de la palabra "creyeron", no comprenderíamos tampoco qué es lo que hicieron aquellos de quienes se dice: Y los suyos no le recibieron. El sonido, pues, de la palabra restalla fuera en el pabellón auditivo del cuerpo e hirió el sentido llamado oído.
Dentro, en nosotros, conocemos también la forma del hombre, y además está presente en la periferia a todos los sentidos del cuerpo: a los ojos, cuando se la ve; al oído, cuando se la oye; al tacto, cuando se la aprehende y toca; su imagen vive también en nuestra memoria, y, aunque es inmaterial, es, no obstante, semejante al cuerpo.
Finalmente, esta misma peregrina hermosura del mundo presente está fuera a nuestra vista y al tacto cuando tocamos alguna de sus partes; existe también en el interior en nuestra memoria su imagen, a la que recurrimos cuando, rodeados de altos muros o espesas tinieblas, pensamos en él. Pero de las imágenes inmateriales de estas cosas corpóreas, con semejanzas corporales muy acusadas, que pertenecen a la vida del hombre exterior, hemos ya hablado bastante en el libro XI.
Ahora tratamos del hombre interior y de su ciencia, que versa sobre las cosas temporales y mudables. Mas cuando, para conseguir su intento, se sirve de las realidades quo se refieren al hombre exterior, es con el fin de sacar alguna enseñanza en apoyo de la ciencia racional; y por eso el uso inteligente de las cosas que nos son con los irracionales comunes, pertenece al hombre interior, y no se puede afirmar nos sea con las bestias común.
CAPÍTULO II
La fe, renuevo del corazón, no del cuerpo, es una en todos los creyentes
5. La fe, de la cual hemos de tratar algo más despacio en este libro, conforme el plan de nuestro razonamiento lo exige; fe que hace creyentes a los que la poseen, y a los que de ella carecen infieles, como aquellos que no recibieron al Hijo de Dios cuando vino a los suyos, aunque nos llegue por intermedio del oído, no pertenece al sentido del cuerpo denominado oído, porque no es sonido; ni pertenece tampoco a los ojos de esta carne, porque no es color ni forma corpórea; ni al tacto, porque carece de corpulencia; ni a sentido alguno corporal, porque es fruto del corazón, no del cuerpo; y no está fuera de nosotros, sino en lo íntimo de nuestro ser; y nadie la ve en el prójimo, sino en sí mismo. Por fin, su existencia puede ser fingida y se la puede imaginar donde no existe. Cada uno ve la fe en sí mismo; en los demás cree que existe, pero no la ve; y lo cree con tanta mayor firmeza, cuanto mejor conoce los frutos que la fe suele, mediante la caridad, producir4.
Por consiguiente, esta fe es común a todos aquellos de quienes dice el evangelista: A todos los que le recibieron dio poder de ser hijos de Dios, a los que en su nombre creen; que no de la sangre, ni de voluntad de la carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios, son nacidos. Fe común no como es la forma de algún cuerpo común a cuantos la miran, pues, la pupila de todos los espectadores es informada por dicha imagen, sino común en el sentido en que lo es el rostro humano, aunque cada uno tiene su fisonomía propia.
Decimos con plena verdad que la fe impresa en los corazones de los creyentes, que estos mismos creen, proviene de una determinada doctrina; pero una cosa es lo que se cree, y otra la fe por la cual se cree. Lo que se cree son verdades con existencia en el pasado, en la actualidad o en el futuro; la fe radica en el alma del creyente y es sólo visible al que la posee; porque, si bien existe en otros, ya no es la misma, sino otra muy semejante. No es una en número, sino en género; pero, a causa de la semejanza sorprendente y ausencia de toda diversidad, la denominamos una, no múltiple. Al ver dos hombres muy parecidos decimos: "Tienen un mismo rostro", y nos admiramos. Sería más exacto decir que tenían muchas almas -cada uno la suya- aquellos de quienes se dice en los Hechos de los Apóstoles: Tenían una sola alma, que proclamar la existencia de tantas fes como creyentes, cuando el Apóstol dice una fe5.
Sin embargo, da a entender que cada uno tiene la suya aquel que dice: ¡Oh mujer, grande es tu fe!; y a otro: Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?6 Se dice que es una fe la de los que creen unas mismas verdades, cono se dice que es una la voluntad de los enamorados de un mismo ideal; aun los que tienen un mismo querer conocen su voluntad, pero ignoran la de su prójimo; y si la manifiestan por signos, se la cree, no se la ve. El que es conocedor de su alma, ve claramente ser ésta su voluntad, no lo cree.
CAPÍTULO III
Quereres universales. Ennio el poeta
6. Hay, es cierto, tal armonía en la naturaleza racional y viviente, que, siendo para mí un secreto la voluntad ajena, existen, no obstante, ciertos quereres universales conocidos de todos, y así, ignorando un hombre la voluntad de otro, puede, en ciertas materias, conocer el anhelo de todos. De ahí aquella burla graciosa de cierto bufón. Promete en el teatro revelar en juegos sucesivos el pensamiento y querer de todos. El día convenido, una apiñada multitud, en medio de profundo silencio, contenido el aliento y con ansiedad expectante, oye clamar desde las tablas al mimo gracioso: "Vosotros queréis comprar barato y vender caro".
En esta sentencia del liviano bufón encontraron sus conciencias os espectadores y se manifestó la verdad a sus ojos; sin embargo, sorprendidos por la imprevista salida, todos con entusiasmo aplaudieron. ¿Por qué aquella gran expectación ante la promesa de adivinar los deseos de todos, sino porque es para el hombre secreto recóndito la voluntad de los otros mortales? ¿Acaso ignoraba esto el histrión? ¿Lo desconoce por ventura alguien? ¿Y cuál es la razón, sino porque es dable, sin inconveniente, conjeturar ciertos quereres ajenos, apoyados en nuestra propia experiencia, gracias a la mancomunidad (le instintos o de naturaleza? Pero una cosa es ver la voluntad propia, y otra, aun siendo la conjetura fundada, averiguar conjeturalmente la del prójimo. En las realidades humanas, tan cierto estoy de la fundación de Roma como de la fundación de Constantinopla; Roma la he visto con mis ojos, mientras Constantinopla sólo la conozco por testimonio ajeno.
Nuestro bufón, ya se haya visto a sí mismo, ya sea por experiencia adquirida de los hombres, creyó que el deseo de comprar a vil precio y vender caro era a todos común. Pero, siendo en realidad un vicio, puede uno adquirir en este punto la justicia o incurrir en otro extremo vicioso, contrario al anterior, de suerte que le resista y supere. Sé de un hombre que, al serle ofrecido un códice en venta, el propietario, ignorante del precio, le pidió una suma irrisoria; no obstante, el comprador pagó un precio justo, bastante más elevado. ¿Qué decir del mortal sumido en tan profunda insipiencia que vende la heredad de sus padres a precio vil para comprar a precio alzado lo que ha de consumir la libido? Este exceso, a mi ver, nada tiene de increíble. Si los buscamos, no faltarán ejemplos, y aun sin buscarlos es posible se encuentren viciosos mucho más corrompidos que los libertinos fingidos del teatro, que, condenando la declamación o representación escénicas, compran a precio de oro sus estupros y venden sus campos por una nonada. Pródigos he también conocido que compraron más caro de lo usual el trigo para venderlo luego más barato a sus conciudadanos.
Aquel dicho del viejo poeta Ennio: "Todos los mortales desean ser alabados", se basa en la experiencia personal del autor; en los demás lo conjetura, y así parece expresar el deseo de todos los hombres. Si el bululú de marras hubiera dicho: "Todos amáis la alabanza y nadie el vituperio", parecería expresar el querer de todos los hombres. Pero hay quienes odian los vicios, están descontentos de sí mismos, no aman la lisonja y dan incluso las gracias cuando, con benévola urbanidad, se les reprende, si es la enmienda el fin de la corrección. Si el gracioso actor cómico hubiese dicho: "Todos amáis la felicidad y nadie ansía ser desgraciado", habría proclamado esta vez una verdad que nadie deja de reconocer en el fondo de su querer, porque, cualquiera que sea su voluntad secreta, no puede declinar de este anhelo, conocido de todos los hombres.
CAPÍTULO IV
Unidad y variedad de quereres respecto a la bienandanza
7. Siendo una la voluntad de todos en conquistar y retener la felicidad, es de admirar cuán varias y diversas son las voluntades sobre esta misma felicidad, no porque haya alguien que no la quiera, sino porque no todos la conocen. Pues, si todos la conociesen, no la harían consistir unos en la virtud del alma, otros en los placeres del cuerpo; éstos en ambas cosas, aquéllos y los de más allá en mil objetos dispares. En las cosas que experimentaron mayor deleite hicieron consistir la vida feliz.
¿Cómo, pues, todos aman apasionadamente lo que no todos conocen? ¿Quién, según en libros anteriores probé, puede amar lo que ignora? ¿Cómo todos aman la felicidad, y, sin embargo, no todos la conocen? ¿Acaso todos conocen qué es, pero no todos saben dónde se encuentra, y de ahí la diversidad de opiniones?
Es como si se tratase de algún lugar de este mundo donde ha de querer vivir todo el que quiere vivir feliz, y no se indagase dónde está la dicha como se inquiere su esencia. Porque, si la felicidad consiste en los placeres del cuerpo, aquél es dichoso que se regodea en la voluptuosidad de la carne; si en la virtud del alma, quien de ésta disfrute; si en ambas, quien las dos saboree.
Mas cuando dice uno: "Vivir feliz es solazarse en 1os caprichos del cuerpo"; otro: "Vivir feliz es gozar de la virtud del espíritu", ¿ignoran ambos qué es la vida feliz, o es que no la conocen los dos? Entonces ¿cómo ambos la aman, si nadie puede amar lo que ignora? ¿Acaso será falso el principio que como verdadero e inconcuso sentamos al afirmar que todos los hombres desean vivir felices? Si la vida bienhadada consiste, por ejemplo, en vivir según la virtud del alma, ¿desea vivir feliz el que así no desea vivir? ¿No sería más acertado decir: "Este hombre no quiere vivir feliz, pues no desea vivir según la virtud, única vida feliz"? Luego no todos aman vivir dichosos, o mejor, muy pocos lo ansían, si el vivir venturoso consiste en vivir según la virtud del alma, cosa que muchos no quieren.
¿Será falso el principio del cual no dudó el académico Cicerón -los académicos dudan de todo- cuando, al pretender sentar una base cierta donde la duda no fuera posible, comienza su diálogo titulado Hortensio con estas palabras: ": Ciertamente todos queremos ser felices"? Lejos de nosotros afirmar su falsía. ¿Qué decir, pues? ¿Se podrá sostener que el vivir venturoso es vivir conforme a la virtud del espíritu, y, no obstante, el que esto no quiere, quiere vivir feliz? Absurdo palmario parece. Equivaldría a decir: "El que no quiere vivir feliz, quiere vivir feliz". ¿Quién puede oír y soportar contradicción tan manifiesta? Sin embargo, a ello obliga la necesidad si es cierto que todos aman la vida dichosa y no todos anhelan vivir como únicamente se vive en ventura.
CAPÍTULO V
Las dos condiciones de la felicidad
8. ¿Podemos, quizá, salir de este aprieto recordando que cada uno pone la felicidad de la vida en aquello que le causa mayor placer: en el deleite Epicuro, Zenón en la virtud, otros en mil diversos objetos, de suerte que sólo vive feliz el que vive a placer, y, por consiguiente, es cierto que todos quieren vivir felices, pues todos desean vivir conforme a su agrado? Si esto se proclama ante la muchedumbre que llenaba el teatro, todos habrían encontrado esto en el fondo de sus quereres.
Cicerón se propone esta misma dificultad, y su respuesta hace sonrojar a los que piensan así: Dice: "He aquí, exclaman, no los verdaderos filósofos, sino los charlatanes, disputadores eternos, todos los que viven según su querer son felices". A esto llamamos nosotros vivir según el agrado. Luego añade: "Esto es ciertamente un error. Querer lo que no conviene es gran miseria; y es menor desgracia no conseguir lo que ansías que pretender alcanzar lo que no conviene". Sentencia preclara y en extremo verídica. ¿Quién hay tan obtuso de inteligencia y tan ajeno a la luz de la belleza, envuelto en el embozo de su infamia, que llame feliz al que vive conforme a su antojo, aunque viva en el crimen y en la deshonra, sin que nadie se lo prohíba, castigue o reprenda, antes bien encontrando muchedumbre de aduladores, pues como dice la Escritura divina: El malvado es alabado en los deseos de su alma, y el que obra iniquidad aplaudido7, y pone en práctica sus degradantes y criminales deseos; cuando, aunque fuera mísero, o lo sería en menor grado si no pudiera conseguir lo que contra razón pretendía? Cierto, un sólo querer torcido hace desgraciado al hombre mas el poder ejecutar el deseo de una voluntad contaminada lo hace aún más vergonzante.
En consecuencia, puesto que en verdad todos los hombres desean ser felices y lo ansían con un amor apasionado, y en la felicidad ponen el fin de sus apetencias, y nadie puede amar lo que en su esencia o en su cualidad ignora, y no es posible desconocer la esencia de lo que se ama, síguese que todos conocen la vida feliz. Todos los bienaventurados poseen lo que quieren, aunque no todos los que poseen lo que quieren son felices; al contrario, son unos pobretes todos los que no tienen lo que desean o poseen lo que no quieren rectamente. Sólo es feliz el que posee todo lo que desea y no desea nada malo.
CAPÍTULO VI
¿Por qué se ama la vida feliz y se elige lo que nos aleja de su posesión?
9. Si, pues, la vida feliz consta de estos dos elementos, y es de todos conocida y amada, ¿por qué los mortales, al no poder poseer ambas cosas, prefieren poseer todo lo que desean antes que querer bien todas las cosas, aunque no las posean? ¿O es tan grande la depravación del humano linaje que, aun sabiendo los hombres que no es feliz el que no tiene lo que quiere ni el que posee lo que desear no debía, sino el que tiene todos los benes quo anhela y nada malo desea, cuando no se dan estas dos cosas esenciales para una vida dichosa, elige la que más le aleja de la vida feliz, siendo as! que debía preferir una voluntad recta al logro de sus apetencias? El que consigue la posesión de sus culpables deseos vive más distanciado de la felicidad que aquel que no posee lo que mal desea.
Próximo está a la dicha el que quiere bien todo lo que quiere, y con su posesión será feliz. No es el mal, sino el bien, lo que causa la bienandanza, cuando la causa. Es ya un bien de muy subido valor poseer una voluntad recta, siempre con deseos de gozar de los bienes que son convenientes a la naturaleza humana, sin apetecer nunca lo ilícito: voluntad que busca y se adueña, en cuanto cabe, de los bienes de esta mísera vida, pero con prudencia, fortaleza, templanza y espíritu de justicia, siendo bueno en los males, para alcanzar un día la felicidad, cuando, terminados todos los males, 59 vea abastecido de todos los bienes.
CAPÍTULO VII
La fe necesaria para que el hombre pueda ser un día feliz en la patria. Ridícula y miserable ventura de los hinchados filósofos
10. La fe en Dios nos es necesaria en extremo mientras peregrinamos por esta vida mortal, llena de penalidades y errores. No es dable encontrar bien alguno, particularmente los que hacen al hombre bueno y feliz, si Dios no los hace descender sobre el hombre y los pone a su alcance. Cuando el que permaneció bueno y fiel en medio de las miserias, de esta vida pase a la bienandanza, conseguirá lo que ahora de ninguna manera consigue; es decir, vivir como quiere. En aquella felicidad no deseará vivir mal, ni querrá algo que no exista, ni le faltará cosa alguna de las que anhele. Tendrá lo que ama y no deseará lo que no tiene. Todo cuanto allí existe es bueno, y el Dios sumo será el bien supremo y con su presencia adeliciará a sus amantes, teniendo, para colmo de dicha, la certeza de su eternidad.
Hubo, es cierto, filósofos que fingieron para su uso un género de vida feliz, como si pudieran por sus esfuerzos vivir a su antojo, fruta vedada a in condición común de los hombres. Sabían que nadie es feliz si no tiene lo que desea o si sufre en contra de su querer. ¿Quién no deseará tener en su mano la vida deleitosa, que llama feliz, con duración de eternidad? Pero ¿quién es éste? ¿Quién quiere padecer las molestias que es necesario soportar virilmente, aunque quiera y pueda tolerarlas, dado que ya las padezca? ¿Quién quiere vivir en tormentos, aun cuando pueda vivir laudablemente en ellos, adquiriendo con su paciencia la justicia? Todos los que sufrido han estos males, con anhelos de amar o temores de pérdida, fin torpe o laudable, siempre los consideraron como transitorios. Muchos, a través de estos males pasajeros, se encaminaron, con ánimo esforzado, hacia los bienes eternos. La esperanza los hacía dichosos en medio de sus padecimientos efímeros, peldaño para escalar la morada del bien que no pasa.
Pero el que es, en esperanza, feliz, aun no es dichoso, pues espera conseguir con su paciencia la felicidad que aun no posee. El que sin esperanza y sin recompensa es atormentado, sea cual fuere su paciencia, no es ciertamente dichoso, sino harto miserable. No deja de ser desgraciado por el hecho de dar en naipe peor si con impaciencia sufriera su desgracia. Y aunque no padezca los males que en su cuerpo no desea sufrir, tampoco se puede tener por feliz, pues no vive como quiere. Silenciamos las ofensas innúmeras que sufre el alma, permaneciendo incólume el cuerpo, sin las que nos agradaría vivir; seguramente deseará conservar sano e integro el cuerpo y no padecer molestia alguna; querrá también que esto dependiera de su voluntad o de la incorruptibilidad de su carne; y como esto, o no lo tiene o lo disfruta en precario, no vive, en verdad, como quiere.
Y si con ánimo varonil está dispuesto a sufrir pacientemente cuanto adverso le sucediere, con todo, prefiere no sufrir, y en cuanto puede lo evita; preparado para ambas cosas, evita la una y desea la otra; pero, si se le viene encima lo que evitar anhelaba, con paciencia lo soporta al no poder realizar su deseo. Lo soporta para no ser oprimido, pero desea no sor aplastado.
¿Cómo, pues, vivir como quiere? ¿Quizá porque su voluntad os fuerte en sufrir lo que evitar anhelaba? Quiere lo que puede porque no puede lo quo quiere. Esta es la felicidad ridícula o digna de compasión de los soberbios mortales, que se glorían de vivir como quieren porque llevan con paciencia lo que evitar ciertamente desean. Aviso éste, dicen, del sabio Terencio: "Pues no puede hacerse lo que quieres, quieres lo que puedes. Sentencia asaz cómoda, ¿quién lo niega? Pero es consejo dado al indigente para que no sea más desgraciado. Al feliz, y todos queremos serlo, no se le puede decir con razón ni verdad: "Lo que quieres es imposible". Si ya es feliz, cuanto quiere es posible, porque lo imposible no lo desea. Mas este vivir no es propio de esta vida mortal; sólo cuando alboree la inmortalidad será hacedero. Pero si la vida perenne no fuera patrimonio del hombre, en vano buscaría la bienandanza, pues sin inmortalidad no existe ventura.
CAPÍTULO VIII
Sin inmortalidad no hay dicha completa
11. Si todos los hombres desean ser felices y es su deseo sincero, han de querer, sin duda, ser inmortales; de otra suerte no podrían ser dichosos. Finalmente, si les interrogamos sobre la inmortalidad, como se les preguntó sobre la bienandanza, todos responderán que la quieren Pero se busca en esta vida una dicha más bien nominal que tangible, y hasta se la llega a fingir, mientras se desespera de la inmortalidad sin la cual no puede existir verdadera ventura.
Vive feliz, según hemos afirmado poco ha y suficientemente probado, aquel que vive como quiere y nada malo desea. Nadie desea mal la inmortalidad si es capaz de ella, otorgándolo Dios, la naturaleza humana; porque, si no es capaz, tampoco lo sería de la bienandanza.
Para que el hombre viva feliz, es necesario que viva. Si al moribundo abandona la vida, ¿cómo permanecerá en él la vida feliz? Ante este abandono de In vida, o se resiste, o consiente, o permanece indiferente. Si resiste, ¿cómo será la vida feliz en el deseo, si no está en su poder? Si nadie es feliz cuando desea una cosa y no la logra, ¿cuánto más infeliz no será aquel que, en contra de su querer, se ve privado, no de honores ni riquezas o de cualquier otro bien, sino de la misma vida feliz, si para él no existe la vida? Y aunque no le quede pesar alguno de sus miserias, se desvanece la vida dichosa al alejarse la vida; con todo, mientras aliente, es desgraciado, pues conoce cómo, en contra de su voluntad, fenece lo que más ama en la vida y es razón de su amor. En consecuencia, no es feliz una vida que nos abandona, bien a nuestro pesar; nadie es bienaventurado contra su voluntad. ¿Con cuánto mayor motivo labrará la desgracia al abandonar al que no consiente en el abandono, si haría miserable al que en contra de su querer la consigue?
Y si abandona al que lo desea, ¿cómo llamar feliz una vida que el mismo poseedor ansía perder? Resta la tercera hipótesis: la indiferencia del hombre feliz. Es el caso del que ni desea ni se opone a la pérdida de la vida, cuando se extingue con la muerte todo aliento vital y está, con ánimo ecuánime, a todo dispuesto. Pero ni ésta puede ser vida feliz, pues tal cual es, parece indigna del amor de aquel que ella hace feliz. ¿Cómo es feliz una vida que el hombre dichoso no ama? ¿Y cómo amar, si el vivir y morir con indiferencia se miran? ¿Acaso las virtudes, que amamos porque nos conducen a la bienandanza, se atreverán a persuadirnos desamor a la dicha? Si lo consiguen, dejamos de amar las mismas virtudes al no amar la felicidad, por cuya adquisición amábamos éstas.
Finalmente, ¿cómo será verdadera aquella sentencia tan manifiesta, tan ponderada, tan evidente, tan cierta, de que todos los hombres quieren ser felices, si los que ya son dichosos ni lo quieren ni lo dejan de querer? Y si lo quieren, como la verdad lo proclama y la naturaleza lo exige, en la que el Hacedor sumamente bueno e inmutablemente feliz plantó esta exigencia; si desean, repito, ser dichosos, los que ya lo son no quieren ciertamente no ser felices. Y si quieren ser dichosos, sin duda no anhelan que su dicha se esfume y perezca. Sólo viviendo pueden ser felices; por consiguiente, no ansían que su vida fenezca. Luego todo el que es verdaderamente feliz o desea serlo, quiere ser inmortal. No vive en ventura quien no posee lo que desea. En conclusión, la vida no puede ser verdaderamente feliz si no es eterna.
CAPÍTULO IX
No apoyamos en argumentos de razón, sino en el auxilio de la fe, aseveramos que la bienandanza futura es verdaderamente eterna. Por la encarnación del Hijo de Dios se hace creíble la inmortalidad de la dicha
12. No es cuestión baladí averiguar si la naturaleza humana comprende esta felicidad eterna que confiesa deseable. Pero, si existe la fe que alienta en aquellos a quienes Jesús dio poder de ser hijos de Dios, entonces no hay problema.
Entre los que se afanaron por resolver estas cuestiones apoyados en argumentos de humana razón, sólo muy pocos, dotados de penetrante ingenio, con ocio sobrado e iniciados en las sutilezas de la ciencia, llegaron a descubrir las pruebas de la inmortalidad del alma sola. Mas al no poder encontrar para ella una felicidad perenne, es decir, verdadera, afirmaron que aun después de su ventura gustada tornaba el alma de nuevo a las miserias de esta vida.
Pero incluso entre los que sintieron sonrojo de esta sentencia y creyeron que el alma, purificada y separada del cuerpo, había de ser colocada en la bienandanza eternal, se encuentran acerca de la eternidad del mundo tales errores, que vienen a contradecir su sentir acerca del alma. La prueba sería demasiado extensa para este lugar, y además lo creemos suficientemente probado en el libro XII de La Ciudad de Dios.
La fe, apoyada no en argumentos humanos, sino en la autoridad de Dios, promete la inmortalidad a todo el hombre futuro, que consta de alma y cuerpo y por esto verdaderamente feliz. Y por eso, cuando se dice en el Evangelio que Jesús dio poder de ser hijos de Dios a los que le recibieron, explica en breves razones qué es recibirlo, diciendo: A aquellos que en su nombre creen; y declara el modo de hacerse hijos de Dios los que no son nacidos de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varan, sino que son nacidos de Dios; mas, a fin de que esta dignidad tan excelsa no descorazone a nuestra humana flaqueza que vemos y experimentamos, añade al punto: Y el Verbo se hizo carne y habito entre nosotros, como para persuadir, por el contraste, 1o que parecía increíble.
Si el Hijo de Dios por naturaleza se hizo hijo del hombre por compasión de los hijos de los hombres -esto es lo que significan aquellas palabras: El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros8, hombres-, ¿cuánto más creíble será que los que son por naturaleza hijos de hombre se hagaj1 por gracia hijos de Dios y moren en Dios, en quien y por quien únicamente pueden ser dichosos y partícipes de su inmortalidad, siendo así que para convencernos de esta verdad el Hijo de Dios se hizo particionero de nuestra mortalidad?
CAPÍTULO X
No hubo medio más conveniente para libertar al hombre de la miseria de su mortalidad que la encarnación del Verbo. Nuestros méritos son dones de Dios
13. A los que dicen: "¿No tenía Dios otro medio para librar al hombre de la miseria de su mortalidad? ¿Era necesario exigir a su Hijo unigénito, Dios eterno como El, que se humanase y vistiese nuestra carne y nuestra alma humana y, hecho mortal, sufriese muerte?" A éstos es poco refutarlos diciendo que este medio por el cual Dios se dignó redimirnos, sirviéndose del Mediador de Dios y de los hombres, el hombre Cristo Jesús, es bueno y conveniente a la majestad divina; debemos al mismo tiempo probarles que Dios, a cuyo imperio todo está sometido, no padece indigencia de medios; poro no existía otro más oportuno para sanar nuestra extremada miseria.
¿Qué hay más indicado para reanimar nuestra esperanza y libertar las almas de los hombres, sumergidas en su condición de mortales, sin esperanza de inmortalidad, que el demostrarnos Dios su alto aprecio y el amor inmenso que nos tiene? ¿Existe prueba más luminosa y convincente que esta condescendencia infinita del Hijo de Dios, bueno sin mutación, el cual, permaneciendo en sí mismo lo que era y tomando de nosotros lo que no era, se hermanó, sin detrimento de su ser, con nuestra naturaleza y llevó sobre sí nuestros pecados, sin haber El cometido culpa; para que así, creyendo nosotros en el exceso de su amor y esperando contra toda esperanza, nos pudiera otorgar, por pura liberalidad, sus dones sin mérito alguno nuestro, antes con muchos méritos malos?
14. Pues los que se dicen nuestros méritos son sus dones. Para que la fe obre por el amor9, la caridad de Dios se difundió en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado10. Y se nos dio cuando Jesús fue, en su resurrección, glorificado. Entonces nos prometió enviar su Espíritu, y lo envió11; pues, según estaba escrito y profetizado, subió a lo alto, y cautivó la cautividad, y dio dones a los hombres12. Estos dones son nuestros méritos, mediante los cuales llegamos al bien supremo de la felicidad inmortal. Dios, dice el Apóstol, avalora su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros. Con mayor razón, justificados ahora por su sangre, seremos salvos de la ira. Aun añade y dice: Si, siendo enemigos, hemos sido reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más reconciliadas, seremos salvos en su vida.
A los que primero llama pecadores, después los llama enemigos de Dios; a ion que primero dice justificados por la sangre de Jesucristo, después los dice reconciliados por la muerte del Hijo de Dios; y a los que antes dice salvos de la ira por El, después, salvos en su vida. Antes de recibir esta gracia no éramos unos pecadores vulgares, sino que estábamos enfangados en tales crímenes que nos hacían enemigos de Dios.
Más arriba, el mismo Apóstol nos llamó pecadores y enemigos de Dios, pero con nombres diferentes: uno muy suave, atroz el otro. Dice: Si, pues, Cristo cuando éramos aún débiles, a su tiempo, murió por los impíos13. A los débiles les llama después impíos. Leve parece la flaqueza, pero a veces es tan acentuada que merece el nombre de impiedad. Y si no existiera la enfermedad, no habría necesidad del médico, que en hebreo se denomina Jesús, en griego Swter y en nuestro idioma Salvador. La lengua latina desconocía antes esta palabra, pero podía conocerla, y la puso en circulación cuando quiso. Esta sentencia del Apóstol: Siendo aún débiles, a su tiempo, murió por los impíos, armoniza con las dos siguientes, donde en una se nos llama pecadores y en la otra enemigos de Dios; como si quisiera equiparar los pecadores a los débiles, y a los impíos, los enemigos de Dios.
CAPÍTULO XI
Justificados por la sangre de Cristo
15. Pero ¿qué significa justificados por su sangre?14 Di me: ¿qué virtud, pregunto, tiene esta sangre para que los creyentes sean por ella justificados? ¿Qué quiere decir reconciliados por la muerte de su Hijo?15 ¿Es que Dios Padre, airado contra nosotros, vio la muerte piacular de su Hijo y se aquietó su ira contra nosotros? ¿Acaso el Hijo se había ya reconciliado con nosotros, hasta dignarse morir por nosotros, mientras el Padre aun humeaba en su furor y sólo se aplacaba a condición de que su Hijo muriera por nosotros? ¿Qué es lo que en otro lugar dice el mismo Doctor de los gentiles cuando escribe: ¿Qué diremos, pues, a estas cosas? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que por todos nosotros lo entregó, ¿cómo no nos ha de dar con Él todas las cosas?16
¿Por ventura, si el Padre no estuviera aplacado al no perdonar a su Hijo, lo entregaría por nosotros? ¿No parece esta sentencia contradecir a la anterior? Muere, en la primera, por nosotros el Hijo, y el Padre se reconcilia con nosotros por su muerte; en ésta, como si el Padre ya nos amase antes, no perdona por nosotros a su Hijo y Él mismo lo entrega por nosotros a la muerte.
Pero yo veo en el Padre un amor de prioridad. Nos amó no sólo antes de morir su Hijo por nosotros, sino antes de la creación del mundo, siendo de esto testigo el mismo Apóstol cuando dice: Nos eligió en Él antes de la constitución del mundo17. El Hijo, a quien el Padre no perdona, es entregado, pero no contra su voluntad, pues de Él está escrito: Me amó y se entregó a sí mismo por mí18. Todas las operaciones divinas son comunes al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, en armonía y concordia; no obstante, hemos sido justificados por la sangre de Cristo y reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo. El cómo lo explicaré, conforme a mis posibles, con suficiente amplitud.
CAPÍTULO XII
Bajo el poder de satanás
16. La justicia divina entregó el humano linaje a la tiranía de Lucifer a causa del pecado del primer hombre, pecado que se transmite originariamente a cuantos nacen del ayuntamiento de dos sexos; y el débito de nuestros primeros padres grava sobre todos sus descendientes.
Esta entrega al demonio la encontramos ya expresada en el Génesis, donde se dice a la serpiente: Comerás tierra; y al hombre: Tierra eres y en tierra te convertirás19. Al decir: En tierra te convertirás, se pronuncia sentencia de muerte corporal, porque, habiendo sido el hombre creado recto, no habría gustado la muerte de haber permanecido en justicia. Y cuando dice al viviente: Tierra eres, da a entender que todo el hombre fue cambiado en algo peor La expresión tierra eres equivale a aquella otra: No permanecerá mi espíritu en estos hombres, pues son carne20. Y entonces entregó al hombre al poder de aquel a quien había dicho: Tierra comerás, Más claramente lo declara el Apóstol cuando escribe: Y vosotros, estando muertos por vuestros delitos y ,pecados, en los que en algún tiempo habéis caminado, según la condición de este mundo, conforme al príncipe de las potestades aéreas, cuyo espíritu actúa ahora en los hijos de la desconfianza, con los cuales todos nosotros hemos también alternado, siguiendo los deseos de nuestra carne, cumpliendo la voluntad y deseos de la carne, siendo por naturaleza hijos de ira como los demás21.
Los hijos de la desconfianza son los infieles, y ¿quién no lo es antes de ser creyente? En consecuencia, todos los hombres gimen, en su origen, bajo el poder del príncipe de las potestades aéreas, cuyo espíritu actúa en los hijos de la desconfianza. La palabra origen equivale a esta otra del Apóstol: naturaleza, según la cual somos como los demás; es decir, una naturaleza depravada por el pecado y no según la rectitud en que había sido al principio creada.
En cuanto al modo como el hombre ha sido entregado al poder de (Satanás, no se ha de entender cual si lo hiciera o mandara hacer el Señor, sino solamente por su justa permisión. El autor del pecado hizo irrupción en el pecador en el momento de ser abandonado por Dios. Aunque, a decir verdad, ni aun entonces abandonó el Señor a su criatura y continúa haciendo sentir su acción creadora y vivificante, otorgando, en medio de los sufrimientos penales, bienes innúmeros aun a los malos. En su ira no cerró sus piedades22. No substrae al hombre a la ley de su poder cuando permite esté bajo el poder del demonio; porque ni el mismo Lucifer se puede substraer al poder y bondad del Omnipotente. ¿Cómo podrían subsistir, cualquiera que sea su vida, los ángeles prevaricadores, sino en virtud del que todo lo vivifica? Si el pecado, por justa ira de Dios, hace al hombre súbdito del diablo, la remisión de los pecados, efecto de la misericordiosa reconciliación de Dios libra al hombre de la esclavitud del demonio.
CAPÍTULO XIII
El hombre fue arrancado de las garras de satanás por un acto de la justicia de Dios, no de su poder
17. Fue el demonio superado, no por el poder, sino por la justicia de Dios. ¿Qué hay más poderoso que el Omnipotente? ¿Qué virtud creada puede compararse a la potencia del Creador? Se hizo el diablo, por el vicio de su perversidad, amador del poder y desertor e impugnador de la justicia, e imitan los hombres su ejemplo al despreciar y odiar la justicia en afán de poder, se alegran con su posesión e inflaman en su deseo; y así plugo a Dios, para arrancar al hombre del poder de Satanás, vencer a Luzbel, no con la potencia de su brazo, sino con su justicia, para que los hombres, imitando a Cristo, traten de superar al diablo con la justicia, no con el poder.
No es que el poder se haya de evitar como un mal, pero es necesario guardar el orden, y el primer puesto lo ocupa la justicia. ¿Cuál puede, en efecto, ser el poder de los mortales? Observen los mortales la justicia, y al devenir inmortales les será dado el poder. Comparado con éste el poder de los hombres llamados en la tierra poderosos, por encumbrado que sea, es ridícula debilidad; se cava al pecador la fosa allí donde los malos dan sensación de poder. El justo, por el contrario, canta y dice: Bienaventurado el hombre at que tú, ¡oh Señor!, educas y al que instruyes en tu ley, para que esté tranquilo en los días de la aflicción, en tanto que se cava para el impío su hoya. Porque no rechaza el Señor a su pueblo ni abandona su heredad, hasta que torne al juicio la justicia, y los que la poseen son todos rectos de corazón23.
Durante este tiempo en que Dios difiere otorgar el poder su pueblo, no rechaza el Señor a su plebe ni abandona su heredad, cualesquiera que fueren las amarguras y humillaciones sufridas en su debilidad y pequeñez, hasta que la justicia, a la cual permanecen fieles en su flaqueza los que son piadosos, vuelva al juicio, es decir, reciba la potestad judiciaria, reservada en el juicio final a los justos, cuando el poder suceda, según su orden, a la justicia, que le ha precedido. El poder apoyado en la justicia, o la justicia hermanada con el poder, constituye la potestad judiciaria. Pertenece la justicia a la buena voluntad; de ahí que los ángeles, al nacer Cristo, entonaran: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad24.
El poder ha de seguir siempre y no preceder a la justicia; por eso se coloca en las cosas segundas, esto es, prósperas, pues segundo viene de seguir. Dos cosas, según más arriba explicamos, integran la felicidad: querer el bien y poder lo que se quiere. Luego no ha de tener cabida aquí aquel perverso desorden, en esta misma discusión mencionado, y, entre las dos condiciones de la dicha, elija & hombre poder lo que quiere y descuide querer lo que le conviene: primero ha de tener una voluntad recta, luego gozar de un gran poder.
La voluntad para ser buena ha de ser de los vicios purgada, porque, si el hombre fuere por ellos vencido, le inducen a querer el mal, y entonces ¿dónde está su buena voluntad? Se ha de suspirar ahora por el poder, pero sólo contra los vicios; mas los hombres ansían el poder no para frenar sus pasiones, sino para dominar a los mortales. Y ¿cuál es la causa, sino para que los verdaderos vencidos triunfen en apariencia, siendo triunfadores no en la realidad, sino en la opinión?
Quiera el hombre ser prudente, fuerte, moderado y justo; y para serlo en verdad desee y ambicione ser poderoso en sí mismo, y así de una manera admirable se declara en contra suya en favor de sí mismo. Los otros bienes que rectamente ansía poseer y no puede, como es la inmortalidad y la dicha sin fin, no cese de desearlos y espere con paciencia.
CAPÍTULO XIV
La muerte inmerecida de Cristo es salvación para los condenados a muerte
18. ¿Cuál es la justicia que venció a Satanás? La justicia de Jesucristo. ¿Cómo fue derrotado? Porque, no encontrando en Él nada digno de muerte, sin embargo, le mató. Es, pues, justo que los deudores, por él encadenados, sean libres cuando ponen su fe en aquel a quien sin tener culpa dio muerte. Esto es ser justificados por la sangre de Cristo25. Sangre inocente derramada en remisión de nuestros pecados. Él se dice en los Salmos libre entre los muertos26. Murió el único exento de la pena de muerte. Por eso dice en otro salmo: Entonces restituí lo que no robé27. Por robo se entiende el pecado, quo os usurpación ilícita. De sus labios oímos en el Evangelio: He aquí que viene el príncipe de este mundo y en mí no encuentra nada. Es decir, ningún pecado. Mas, para que todos conozcan que obro según la voluntad del Padre, prosigue: Levantaos, vámonos de aquí28; y da principio a su pasión para pagar, el que nada debía, por nosotros deudores.
¿Habría sido vencido por medio de este equitativo derecho si Cristo hubiera proferido actuar contra él en virtud y poder y no en justicia? Puso en segundo término su virtud para obrar según convenía, y para ello era menester que fuera hombre y Dios. Si no fuera hombre, no podía ser crucificado; si no fuera Dios, no se creería que no quiso lo que pudo, sino que no pudo lo que quiso; ni creeríamos que profirió la justicia al poder, sino que le faltó el poder. Padeció por nosotros afrentas humanas, porque era hombre; pero, si no hubiera querido, no habría penado, pues era Dios. Por esto su justicia se hizo más encantadora en su humildad, porque pudo, si lo hubiera querido, evitar la humillación mediante el inmenso poder de su divinidad; al morir el de excelso poderío nos recomienda a nosotros, impotentes mortales, la justicia y nos promete el poder. De esta cosas, una la ejerció muriendo, la otra resucitando.
¿Hay nada más justo que llegar hasta la muerte de cruz por amor a la justicia? Y ¿hay algo más potente que resucitar de entre los muertos y subir al cielo en la misma carne que sufrió muerte? Venció al demonio, primero con su justicia, luego con su poder: con su justicia, porque no tuvo pecado, y su muerte fue la mayor de las injusticias; con su poder, porque resucitó de entre los muertos para no morir ya más. Hubiera vencido también al demonio con su poder, aunque no pudiera éste darle muerte; pero poder más excelso requiere vencer la muerte muriendo que evitarla viviendo.
Mas es por otra razón por la que nosotros somos justificados en la sangre de Cristo, al ser rescatados del poder del demonio por la remisión de los pecados; y a esto obedece el que sea vencido Satanás, no por el poder, sino por la justicia de Cristo. Cristo fue crucificado en la debilidad que de nosotros tomó al vestir nuestra carne mortal, no en potencia inmortal; de esta flaqueza dice el Apóstol: La adinamia de Dios es más poderosa que los hombres29.
CAPÍTULO XV
Continuación
19. No es difícil ver al demonio vencido cuando su víctima resucita. Mayor y más profundo misterio para la inteligencia es ver al diablo vencido cuando parecía triunfar, es decir, cuando Cristo fue muerto. Entonces la sangre del que no había conocido pecado fue derramada en remisión de nuestros crímenes, y, aunque con derecho esclavizaba el demonio a los que eran reos de pecado y culpables en su condición mortal, se vio precisado a dejarlos en libertad, y con justicia, pues sin culpa sentenció a muerte al que no era reo de pecado. Vencido por esta justicia y atado el fuerte con estas ligaduras y sus preseas robadas30, convirtió en cálices de misericordia a los que en poder de Luzbel y de sus ángeles eran vasos de ira31.
Palabras son éstas de nuestro Señor Jesucristo, que se dejaron oír desde, el cielo en el momento de la conversión de San Pablo, según nos lo afirma el mismo Apóstol. Pues, entre otras cosas que oyó, le fue dicho: Para esto me he aparecido a ti, para hacerte ministro y testigo de lo que has visto y de las cosas que aun te indicará, librándote del pueblo y de los gentiles, a los cuales yo te envío para que abras los ojos a los ciegos, y se aparten de las tinieblas, y se conviertan del poder de Satanás a Dios, y reciban la remisión de los pecados, y la herencia de los santos, y la fe en mí32. De ahí que, exhortando el Apóstol a los creyentes a dar gracias a Dios Padre, dice: El cual nos libertó del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, con quien tenemos la redención y la remisión de los pecados33.
En esta redención, la sangre de Cristo ha sido dada por nosotros como precio; y al recibirlo Satanás, no se enriqueció, se ató, para que nosotros nos veamos libres de sus laos, de suerte que ya no pueda arrastrar, envueltos en las redes del pecado, al abismo de la muerte segunda y eterna los que Cristo, exento de deuda, redimió con su sangre, voluntariamente derramada34. Ahora mueren como herederos le la gracia de Cristo, preconocidos, predestinados y elegidos antes de la constitución del mundo35, pues Cristo murió por dios muerte de carne, no de espíritu.
CAPÍTULO XVI
La muerte y los males de este siglo ceden en bien de los elegidos. La muerte de Cristo fue convenientemente escogida para que fuéramos justificados por su sangre. Qué sea la ira de Dios
20. Aunque la muerte del cuerpo trae su origen del pecado del primer hombre, con todo, su buen uso hizo mártires gloriosos. Por eso, no sólo la muerte, sino todos los males de este siglo, los dolores y trabajos de los hombres, aunque sean efecto de la culpa, y sobre todo del pecado de rigen, que encadena la vida al carro de la muerte, sin embargo, perdonados los crímenes, debieron subsistir las penalidades para ofrecer al hombre oportunidad de luchar por la verdad y ejercitar la virtud de los creyentes, a fin de que el hombre nuevo se prepare mediante un nuevo testamento a un nuevo mundo a través de los males de este siglo, soportando con sabiduría la miseria merecida por su vida culpable y felicitándose con humildad por su término, esperando con fidelidad y paciencia la bienandanza sin fin de la libertad en la vida futura.
Arrojado el demonio de su imperio y de los corazones de los fieles, sobre los cuales, condenado y todo, señoreaba en virtud de su maldición e infidelidad, sólo puede combatirnos en esta vida mortal en la medida que le es permitido por aquel de quien las Sagradas Escrituras por boca del Apóstol dicen: Fiel es Dios, que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que dispondrá con la tentación el éxito para que podáis resistir36. Sobrellevados estos males con espíritu de piedad por los fieles, son muy útiles para enmienda de los pecados, ejercicio y probación de la justicia, demostración de las miserias de esta vida, y para que con mayor ardor se desee y se busque con más afán aquella vida cuya felicidad es verdadera y eterna.
En ellos tiene cumplimiento lo que dice el Apóstol: Sabemos que todo coopera al bien de los que aman a Dios, llamados según el designio de Dios a la santidad. Porque a los que antes conoció los predestino a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos. A los que predestino, a ésos llamo; a los que llamó, a ésos justificó; a los que justificó, a éstos los glorificó. Ni uno solo de estos predestinados perecerá con el diablo, ni uno de ellos permanecerá bajo la esclavitud de Lucifer hasta la muerte. Luego siguen las palabras más arriba mencionadas: ¿Qué diremos, pues, a esto? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?37
21. ¿Por qué, pues, la muerte de Cristo no había de realizarse? O mejor, ¿por qué, dejando a un lado otros medios innumerables de los que podía echar mano el Todopoderoso, eligió precisamente la muerte como medio, no perdiendo nada la divinidad ni experimentando cambio alguno; y así, al vestir nuestra humanidad, proporciona a los hombres un bien inmenso, pues la muerte temporal e inmerecida del que es al mismo tiempo Hijo de Dios e hijo del hombre nos libró de la muerte eterna, bien merecida? Nuestros pecados los tenía el demonio en su poder, y por ellos nos sujetaba, con pleno derecho, a la muerte. Nos los perdonó el quo no los tenía propios y contra toda justicia fue condenado a muerte. Y tal era el valor de aquella sangre, que el mismo que hizo sufrir a Cristo muerte temporal e inmerecida ya no puede retener en una muerte eterna a nadie que esté revestido de Cristo.
Prueba Dios su amor a nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros. Con mayor razón, justificados ahora por su sangre, seremos por Él salvos de la ira. Justificados, dice, en su sangre. Plenamente justificados por el que hemos sido liberados del pecado; libres de toda culpa, porque el Hijo de Dios, libre de pecado, murió por nosotros. Seremos por Él salvos de la ira: sí, salvos de la ira de Dios, que es venganza justiciera. La ira en Dios no es, como en los hombres, turbación del alma. Es la ira de aquel de quien se dice en la Escritura: Tú, ¡oh Señor de las virtudes!, juzgas con tranquilidad38. Si la justa venganza de Dios tal nombre recibe, ¿qué hemos de entender por reconciliación, sino el término de su ira? Éramos enemigos de Dios, como lo son los pecados de la justicia; una vez perdonados, cesan las enemistades; se reconcilian con el justo los que Él justifica.
Pero ya antes amaba a estos sus enemigos, pues no perdonó a su propio Hijo, sino que, aun cuando éramos sus enemigos, lo entregó por todos nosotros. Con razón añade el Apóstol: Si, pues, siendo aún enemigos, hemos sido reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, muerte por la cual se nos perdonaron los pecados, a mayor abundamiento, una vez reconciliados, seremos salvos en su vida. Salvos en la vida los que hemos sido reconciliados por la muerte. ¿Cómo dudar de que dará la vida a sus amigos, si les dio, siendo enemigos, su muerte? No sólo, dice, sino que nos gloriamos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, por quien ahora recibimos su reconciliación. No sólo, dice, seremos salvos, sino que nos gloriamos, no en nosotros, sino en Dios, y no por nosotros, sino por Nuestro Señor Jesucristo, por quien recibimos ahora la reconciliación, según explicamos anteriormente.
Después añade el Apóstol: Por lo cual, así como por un hombre entró en este mundo el pecado y por el pecado la muerte, así la muerte pasó por todos los hombres en el que todos pecaron39. Y continúa el texto, donde el Apóstol habla prolijamente de los dos hombres: uno, el primer Adán, que transmitió a su descendencia como males hereditarios el pecado y la muerte; el otro, el segundo Adán, hombre y Dios; por El, al pagar lo que no debía por nosotros, hemos sido declarados libres del pecado de nuestros padres y de los personales. Y pues el diablo, a causa del primer Adán, tenía esclavizados a cuantos habían sido engendrados por la viciada concupiscencia de la carne, justo era que fueran salvos por el segundo Adán cuantos han sido por su gracia inmaculada y espiritual regenerados.
CAPÍTULO XVII
Otros bienes de la encarnación
22. Hay en la encarnación de Cristo otros muchos bienes en extremo odiosos a los espíritus soberbios, cuya contemplación y recuerdo es muy saludable. Es uno de ellos hacer comprender al hombre el puesto que ocupa entre los seres que Dios crió, pues pudo la naturaleza humana ser tan íntimamente unida a Dios, que de las dos substancias surgió una persona, y, en consecuencia, de tres, Dios, alma y carne. Y por esto aquellos espíritus hinchados y malignos, intermediarios del engaño so capa de bondad, no se atreven a anteponerse al hombre, aunque exentos de carne. Sobre todo, una vez que el Hijo de Dios se dignó morir según la carne, ya no quieren ser adorados como dioses por razón de su inmortalidad.
Además, la gracia divina, al sernos otorgada sin ningún mérito nuestro, se avaloró en Cristo hombre; porque ni Cristo mereció por sus méritos precedentes estar al Dios verdadero tan unido, que llego a formar una persona, la del Hijo de Dios; y en el mismo momento en que principió a ser hombre se hizo Dios: de ahí la expresión el Verbo se hizo carne40.
Un tercer bien: la soberbia humana, obstáculo principal para la unión con Dios, fue corregida y medicada por la humildad profunda de Dios. Por ella conoce el hombre cuánto se había alejado de Dios y puede apreciar mejor e1 valor terapéutico del sufrimiento en el camino de su retorno merced al auxilio de un tal Mediador, el cual viene, como Dios, en socorro de los hombres por su divinidad, y como hombre se asemeja a nosotros en la flaqueza.
Y luego ¡qué ejemplo tan sublime de obediencia para nosotros, arruinados por un acto de desobediencia, ver a Dios Hijo obedecer a Dios Padre hasta la muerte de cruz!41 ¿Dónde podía brillar más el premio de la obediencia que en la carne de tan excelso Mediador al resucitar a la vida sempiterna? Fue designio de la justicia y de la bondad del Hacedor vencer al demonio por medio de esta criatura racional que él se ufanaba de haber superado, descendiente de la misma raza viciada en su origen por la caída de un solo hombre, entregando a su poder todo el género humano.
CAPÍTULO XVIII
Cristo toma carne de la estirpe de Adán y nace de una virgen
23. Podía Dios, es cierto, tomar carne, en la que fuera mediador entre Dios y los hombres, de otra parte y no de la estirpe de aquel Adán que con su pecado encadenó al género humano, como antes plasmó al laísmo Adán sin precedencia de estirpe. Pudo, pues, crear un hombre de esta o aquella manera, y en él vencer al vencedor del primer Adán; pero juzgó Dios más conveniente formar de la misma raza vencida al hombro quo habla de triunfar del enemigo del linaje humano. No obstante, quiso naciera do una virgen fecundada por el espíritu, no por la carne; por la fe, no por la libido42. No hubo aquí concupiscencia do carne, causa seminal de cuantos nacemos con el pecado do Origen; excluida en absoluto la concupiscencia, la fe, no la unión de los cuerpos, fecundó la santa virginidad, a fin de que aquel que nacía del mugrón del primer hombre tomase su naturaleza, no su pecado. Nacía así, no una naturaleza viciada por el virus de la transgresión, sino la única medicina remediadora de los vicios humanos. Nacía un hombre sin pecado presente ni futuro, por el cual renacerán, libres de culpa, los que no podían nacer sin pecado.
Aunque la castidad conyugal puede hacer buen uso de la concupiscencia de la carne con sede en los órganos sexuales, no obstante, existen movimientos involuntarios en ella que prueban con elocuencia, o que no pudo existir en el paraíso antes del pecado, o, si existió, no resistía al imperio de la voluntad. Mas ahora es tal su naturaleza, que repugna a la ley de nuestro espíritu y nos hace sentir los alfilerazos del ayuntamiento carnal, sin que medie la honestidad de la procreación; y si se cede a su tiranía, sólo pecando se sacia; y si la voluntad resiste, se agita enfrenada. ¿Quién puede dudar que estos dos inconvenientes no existieron en el edén antes del pecado? Allí la honestidad excluía toda indecencia, y la felicidad todo desasosiego. Era, pues, conveniente que toda concupiscencia fuese proscrita cuando la Virgen concibió a aquel en quien el autor de la muerte nada encontraría digno de muerte; con todo, se la daría, siendo así vencido por la muerte del autor de la vida.
El vencedor del primer Adán y tirano del humano linaje fue derrotado por el segundo Adán; y pierde así todo derecho sobre el pueblo cristiano, libertado del crimen de lesa humanidad por el que no conoció pecado, aunque era descendiente de la estirpe humana, para que aquel embaucador fuera vencido por el renuevo de aquella raza que él avasalló con su crimen. Y todo esto sucedió para que el hombre no se ensoberbezca. El que se gloríe, gloríese en el Señor43.
El vencido era simple mortal, y fue precisamente vencido porque, con incalificable soberbia, quiso ser como Dios. El que triunfó era Dios y hombre. Triunfó el que nació de una virgen, porque Dios, con humildad, no se contentó con gobernarle como gobierna a los santos, sino que tomó sobre ti al hombre. Y todos estos dones de Dios y otros mil que sería prolijo enumerar no existirían si el Verbo no se hubiera humanado.
CAPÍTULO XIX
Sabiduría y ciencia en el Verbo encarnado
24. Todo cuanto el Verbo humanado hizo y padeció en el espacio y en el tiempo, pertenece, según la distinción que tratamos de probar, a la ciencia, no a la sabiduría. Pero el Verbo, sin límites espaciales o temporales, es coeterno al adre y está presente en todo lugar, y cuanto de Él se diga con palabra veraz es palabra de sabiduría; por esta razón el Verbo hecho carne, Cristo Jesús, tiene en sí todos los tesoros de sabiduría y ciencia. Escribe el Apóstol a los fieles de Colosas y les dice: Quiero que conozcáis la lucha que por vosotros sostengo, y por los que están en Laodicea, y por cuantos no han visto mi rostro en carne, y unidos en el amor y en todas las cosas de la inteligencia plena, conozcáis el misterio de Dios, que es Cristo Jesús, en quien se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia44. ¿Quién podrá averiguar hasta qué punto el Apóstol conocía estos tesoros y había penetrado en ellos, y qué misterios había descubierto? Yo, según lo que está escrito: A cada uno de nosotros ha sido dada la manifestación del espíritu para utilidad: a uno es dado por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu45; si la diferencia entre sabiduría y ciencia consiste en que la sabiduría se refiere a las cosas divinas y la ciencia a las humanas, reconozco ambas cosas en Cristo, y conmigo todo creyente. Y cuando leo: El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, en el Verbo veo al Hijo de Dios y en la carne reconozco al hijo del hombre, y ambos unidos en una sola persona de Dios-Hombre por una liberalidad inefable de la gracia. Sigue el evangelista y dice: Y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad46. Si referimos a la ciencia la gracia y la verdad a la sabiduría, creo no estemos muy alejados de la distinción indicada.
Entre las cosas nacidas en el tiempo, la gracia suprema es la unión del hombre con Dios en unidad de persona; mas en las cosas eternas, la verdad suma se atribuye, y con razón, al Verbo de Dios. Pero, siendo Él mismo unigénito del Padre, lleno de gracia y (le verdad, resulta que en lo ejecutado por nuestro amor en el tiempo es el mismo por quien somos purificados por la fe para poder contemplarle de una manera estable en las realidades eternas. Los principales filósofos paganos pudieron comprender lo invisible de Dios por la creación; pero como filósofos sin Mediador, esto es, sin el hombre Cristo, no creyeron a los profetas, que vaticinaron su venida, ni a los apóstoles, que proclamaron su llegada, y han retenido la verdad, conforme está escrito de ellos, en la iniquidad. En este ínfimo mundo colocados, no pudieron menos (le buscar algunos como peldaños para subir a las cumbres que ellos intuían; y así cayeron en poder de los espíritus falaces, que les hicieron trocar la gloria del Dios incorruptible por los simulacros de los hombres corruptibles, aves, cuadrúpedos y reptiles47; pues bajo tales formas tallaron ídolos y les rindieron culto.
Pero nuestra ciencia es Cristo, y nuestra sabiduría es también Cristo. El plantó en nuestras almas la fe de las cosas temporales, y en las eternas nos manifiesta la verdad. Por Él caminamos hacia Él y por la ciencia nos dirigimos a la sabiduría, mas sin apartarnos de la unidad de Cristo, en quien se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia.
Ahora, empero, hablamos de la ciencia, después trataremos, en la medida que Él nos lo otorgue, de la sabiduría. Mas no demos a estas palabras un sentido tan limitado como si no fuera lícito llamar sabiduría a la ciencia de lo temporal o ciencia a la sabiduría de las realidades eternas. En un sentido lato, ambas se pueden denominar ciencia y sabiduría. Sin embargo, no habría podido escribir el Apóstol que a uno fue dada palabra de sabiduría, a otro palabra de ciencia, si estas dos palabras no tuvieran un significado propio y peculiar, y de esta distinción tratamos ahora.
CAPÍTULO XX
Recapitulación. Cómo gradualmente se ha llegado a una cierta Trinidad que se encuentra en la ciencia activa y en la fe verdadera
25. Veamos ya cuáles son los resultados de este prolijo estudio, cuáles las verdades recogidas y adónde se ha llegado. Todos los hombres quieren ser felices; sin embargo, no todos poseen la fe, que purifica los corazones y conduce a la bienandanza. Y así sucede que por la fe, cuya posesión no todos anhelan, es necesario tender a la felicidad, amor de todas las existencias. La voluntad de ser dichosos todos la tienen ante la mirada de su corazón; y tal es la concordia de la naturaleza humana en esta ocasión, que no se engaña el hombre cuando por su alma juzga la del prójimo, pues sabemos con toda certeza que todos queremos esto mismo.
Hay, no obstante, muchos que desesperan de la inmortalidad, siendo así que sin ella, lo que todos desean, es decir, la felicidad, no puede existir. Querrían, si fuera posible, ser inmortales; pero, no creyendo lo que pueden, no viven de modo que lo consigan. Es, pues, necesaria la fe para alcanzar la bienandanza, plenitud de todos los bienes de la humana naturaleza, esto es, del alma y del cuerpo. Esta fe se apoya en Cristo, que resucitó, según la carne, de entre los muertos, para nunca más morir; y nadie, si no es por El, puede ser liberado de la urania del diablo por la remisión de los pecados. La misma fe nos enseña lo miserable que es la vida en el imperio de Satanás, vida eterna, que mejor pudiera llamarse muerte sin fin. De esta fe hablé, con la extensión que pude, en este mismo libro, aunque ya en el cuarto (cc. 19-21) había dicho muchas de estas cosas, pero con diferente intención: allí, para demostrar cómo y por qué Cristo, en la plenitud de los tiempos, fue enviado por el Padre48 para convencer a los que sostenían que el enviado y el que enviaba no podían ser de igual naturaleza; aquí, para distinguir la ciencia de la acción de la sabiduría contemplativa.
26. Elevándonos como por grados, nos plugo en ambas buscar una trinidad especial en el hombre interior, así como antes la habíamos buscado en el hombre exterior. Intención nuestra fue ejercitar nuestra inteligencia en estas cosas de orden inferior, para llegar, en la medida de nuestras fuerzas y si ello es posible, a contemplar entre cendales de enigmas y como en un espejo49 la Trinidad, que es Dios.
El que confía a su memoria las palabras de fe, reteniendo los sonidos sin comprender el sentido, como suelen retener en la memoria las palabras griegas los que ignoran el griego, y lo mismo; se diga del latín o cualquier otro idioma ignorado, ¿no tiene en su alma una cierta trinidad, a saber, los sonidos de las palabras en la memoria, aun cuando en ellos no piense -donde se forma la mirada interior del recuerdo cuando se piense en ellos-, y la voluntad del que recuerda y piensa, que une estos dos elementos? Con todo, en modo alguno decirnos que, cuando esto hace el hombre, actúa según la trinidad del hombre interior, sino más bien del exterior; porque lo que recuerda y ve cuando quiere y como quiere, proviene de este sentido corporal que nosotros llamamos oído, y cuando piensa, sólo piensa en las imágenes de los objetos materiales, los sonidos. Pero, si recuerda y rumia el sentido de las palabras, entonces actúa ya algo del hombre interior; pero aun no se puede decir que viva según la trinidad del hombre interior si no ama lo que dichas palabras predican, preceptúan y prometen.
Puede también pensar en ellas y recordarlas, aunque las juzgue falsas y se esfuerce por refutarlas. La voluntad, que une el recuerdo de la memoria y la impresión que surge en la mirada del pensamiento, completa esta trinidad, siendo ella como tercer elemento; pero no se vive según ella cuando, por su falsía, las copas que se piensan no agradan, Mas cuando se cree que son verdaderas y se ama lo que es digno de amor, entonces se vive según la trinidad del hombre interior, y cada uno vive conforme a lo que ama. Pero ¿cómo amar lo que se desconoce y se cree? Cuestión ésta ya tratada en libros anteriores, donde hemos encontrado que no se puede amar lo que se ignora por completo. Cuando se dice que se ama lo desconocido, se ama por las cosas que nos son familiares.
Demos fin a este libro recordando que el justo vive de fe50; fe actuada por el amor51. Las mismas virtudes que hacen se viva con prudencia, fortaleza, sobriedad y justicia, se refieren todas a la fe; de otra suerte no pueden ser verdaderas virtudes. Sin embargo, en esta vida, cualquiera que sea su valor, se hace de cuando en vez necesaria la remisión de los pecados; remisión que sólo se obtiene por los méritos de aquel que venció con su sangre al príncipe de los pecadores. Todos los conocimientos que existen en el alma del hombre fiel, promanantes de esta fe y de esta vida, cuando los retiene la memoria, y el recuerdo los contempla, y la voluntad se agrada en ellos, forman una especie de trinidad. Pero la imagen de Dios, de la cual hablaremos, con su auxilio, más adelante, aun no aparece. Esta se manifestara con claridad cuando demostremos dónde se encuentra. Espere el lector al libro siguiente.