PROLOGO
Epílogo de lo dicho anteriormente y regla que ha de observarse en las cuestiones más difíciles de la fe
1. Dijimos en otro lugar cómo en la Trinidad los nombres que entrañan mutua relación se aplican propia y distintamente a cada una de las divinas personas, como Padre, Hijo y Espíritu Santo, Don de ambos: porque el Padre no es la Trinidad, ni el Hijo es la Trinidad, ni es la Trinidad el Don. Y, por el contrario, lo que cada uno es respecto de sí mismo no se ha de expresar en plural, pues son uno, la misma Trinidad. Así, el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios; bueno es el Padre, bueno el Hijo y bueno el Espíritu Santo; omnipotente el Padre, omnipotente el Hijo y omnipotente el Espíritu Santo; pero no son tres dioses, ni tres buenos, ni tres omnipotentes, sino un Dios, bueno y omnipotente, que es la Trinidad. Y dígase lo mismo de cuanto significa existencia absoluta y no habitud mutua, Estos atributos se refieren a la esencia, donde el ser se identifica con la grandeza, la bondad y la sabiduría, y cuanto se diga de la persona en sí misma, se puede afirmar de la Trinidad.
Por consiguiente, se puede decir tres personas o tres substancias, sin diversidad de esencia, como para responder en una palabra al que pregunta quiénes o qué son estos tres. Y es tan grande la igualdad en esta Trinidad, que no sólo el Padre no es mayor que el Hijo en lo referente a la divinidad, pero ni el Padre y el Hijo juntos son, en algo, mayores que el Espíritu Santo; ni cada una de aquellas divinas personas en particular es inferior a la Trinidad.
Queden, pues, sentadas estas verdades, y cuanto más en nuestro estudio las repitamos, más familiar nos será su conocimiento. Pero ha de usarse de cierta mesura, y con devota piedad imploremos el auxilio del cielo, para que nuestra inteligencia se abra y todo espíritu de emulación se consuma, y así la mente pueda intuir la esencia de aquella verdad inmaterial e inmutable.
Ahora, pues, con la ayuda del Creador, admirablemente misericordioso, atendamos a estas cosas, que, si bien son las mismas, hemos de estudiar de un modo más íntimo que en los libros precedentes, sin desviarnos de la regla, para que, si algo no apareciere claro a nuestra inteligencia, no lo rechace la firmeza de la fe.
CAPÍTULO I
Igualdad suma de las tres divinas personas. Argumento de razón
2. Decimos que en esta Trinidad dos o tres personas no son superiores a una de ellas; aserto ininteligible para nuestra experiencia carnal, que sólo comprende, como puede, las verdades creadas; mas la Verdad misma, causa eficiente de la creación, no es capaz de comprenderla, pues, si esto pudiera, nuestra afirmación seria para él más clara que esta luz corporal. En la esencia de la verdad, la única que es, ser mayor equivale a ser más verdadero. Todo cuanto es inteligible e inconmutable no admite grados en la verdad, porque es igual e inconmutablemente eterno; Y lo grande se identifica allí con la verdadera existencia.
Por consiguiente, donde la grandeza es la misma verdad, cuanto más tenga de grandeza más tiene de verdad, y cuanto menos tiene de verdad menos tiene también de grandeza. El ser que posee más grados de verdad es, sin duda, más verdadero; corno es mayor el que participa más de la grandeza; allí ser mayor es ser más verdadero. El Padre y el Hijo juntos no superan en verdad al Padre o al Hijo solos. Luego los dos juntos no son mayores que uno de ellos en particular. Y como el Espíritu Santo es igualmente verdadero, no pueden ser mayores que Él el Padre y el Hijo, porque no son más verdaderos. Y el Padre con el Espíritu Santo, al no superar al Hijo en verdad, no son más verdaderos, ni le vencen en grandeza: y el Hijo y el Espíritu Santo juntos son iguales al Padre en grandeza, porque son iguales en verdad; y toda la Trinidad es igual en grandeza a cada una de las personas. Donde la verdad es grandeza, lo que no es más verdadero no puede ser mayor. En la esencia de la verdad, ser y ser verdadero se identifican, como se identifican el ser y el ser grande; luego ser grande es ser verdadero. En conclusión, lo que es igual en verdad, es, necesariamente, igual en grandeza.
CAPÍTULO II
Para comprender cómo Dios es verdad, hemos de rechazar todo pensamiento corpóreo
3. En los cuerpos es posible que este o aquel oro sean igualmente oro verdadero, pero en uno la masa de oro es mayor que en otro, porque en ellos la grandeza no se identifica con la verdad; y una cosa es allí ser oro y otra ser grande. Y lo mismo sucede en la naturaleza del alma. Decir que un alma es grande no es lo mismo que decir que es verdadera. Incluso el que no es magnánimo tiene un alma verdadera; y es porque la esencia del cuerpo o del alma no es la esencia de la verdad, como lo es la Trinidad, Dios único, grande, verídico y verdad.
Y si por representarlo nos afanamos, en la medida que nos lo otorgue y permita, no pensemos en ningún contacto de unión o amplexo espacial, cual si fueran tres cuerpos; ni se ha de imaginar allí trabazón alguna de miembros, cual si fuera, según narran las fábulas, un Gerión tricorpóreo; sino que hemos de rechazar sin titubeos de nuestro espíritu cualquier imagen donde tres sean mayores que uno y uno menor que los otros dos. Así quedará descartado todo elemento corpóreo.
Y en lo espiritual, nada de lo que se nos ocurra mudable se tenga por Dios. No es pequeña noción, cuando del abismo de nuestra vileza nos elevamos a estas cumbres, si antes de comprender lo que es Dios podemos saber ya lo que no es. Dios, ciertamente, ni es cielo, ni tierra, ni algo semejante al cielo o a la tierra, ni algo parecido a lo que vemos en el cielo o a lo que no vemos, pero cuya existencia quizá es posible en el cielo.
Aumenta en tu pensamiento, cuanto puedas, ya sea el volumen, ya en claridad, mil veces o hasta el infinito, esta luz del sol; ni aun esto sería Dios. Finge a los ángeles, espíritus puros, animadores de los cuerpos celestes, pues los transforman y alteran a voluntad, siempre bajo el imperio del Señor, reunidos todos en un ser, y su número millares de millares1: ni aun esto sería Dios; y eso aun imaginando a dichos espíritus sin formas corpóreas, cosa asaz difícil al pensamiento carnal.
¡Oh alma, sobrecargada con un cuerpo corruptible y agobiada por varios y múltiples pensamientos terrenos; oh alma, comprende, si puedes, cómo Dios es verdad!2 Está escrito: Dios es luz3; pero no creas que es esta luz que contemplan los ojos, sino una luz que el corazón intuye cuando oyes decir: Dios es verdad. No preguntes qué es la verdad, porque al momento cendales de corpóreas imágenes y nubes de fantasmas se interponen en tu pensamiento, velando la serenidad que brilló en el primer instante en tu interior, cuando dije: "Verdad". Permanece, si puedes, en la claridad inicial de este rápido fulgor de la verdad; pero, si esto no te es posible, volverás a caer en los pensamientos terrenos en ti habituales. Y ¿cuál es, te ruego, el peso que te arrastra hacia la sima, sino la viscosidad de tus sórdidas apetencias y los errores de tu peregrinación?
CAPÍTULO III
Dios, bien supremo. El alma es buena cuando se convierte a Dios
4. Mira de nuevo, si puedes. Ciertamente no amas sino lo bueno, pues buena es la tierra con las cresterías de sus montañas, y el tempero de sus alcores, y las llanuras de sus campiñas; buena la amena y fértil heredad, buena la casa con simetría en sus estancias, amplia y bañada de luz; buenos los animales, seres vivientes; bueno el aire salobre y templado, buena la sana y sabrosa vianda, buena la salud, sin dolores ni fatigas; buena la faz del hombre de líneas regulares, iluminada por suave sonrisa y vivos colores; buena el alma del amigo por la dulzura de su corazón y la fidelidad de su amor; bueno el varón justo, buenas las riquezas, instrumento de vida fácil; bueno el cielo con su sol, su luna y sus estrellas; buenos los ángeles con su santa obediencia; bueno el humano lenguaje, lleno de una dulce enseñanza y sabias advertencias para el que escucha; buena la poesía, armoniosa en sus números y grave en sus sentencias.
¿Qué más? Bueno es esto y bueno aquello; prescinde de los determinativos esto o aquello y contempla el Bien puro, si puedes; entonces verás a Dios, Bien imparticipado, Bien de todo bien. Y en todos estos bienes que enumeré y otros mil que ce pueden ver o imaginar, no podemos decir, si juzgamos según verdad, que uno es mejor que otro, si no tenemos impresa en nosotros la idea del bien, según el cual declaramos buena una cosa y la preferimos a otra.
Dios se ha de amar, pero no como se ama este o aquel bien, sino corno se ama el Bien mismo. Busquemos el bien del alma, no el bien que aletea al juzgar, sino el Bien al cual se adhiere el amor. Y ¿qué bien es éste, sino Dios? No es buena el alma, ni el ángel, ni el cirio; sólo el Bien es bueno.
Así, quizá se comprada con más facilidad lo que intento decir. Cuando, por ejemplo, oigo hablar de un alma buena, oigo dos palabras, y por estas palabras entiendo dos cosas: el alma y su bondad. Nada hizo el alma para ser alma, pues carecía de existencia para poder actuar en su ser; mas para que el alma sea buena es necesaria la acción positiva de la voluntad. Y esto no porque el alma no sea algo bueno; de otra manera, ¿cómo podría decirse con toda certeza que es mejor que el cuerpo?; pero aun no es buena el alma si le falta la acción de la voluntad para hacerse mejor. Y si rehúsa el actuar, se la culpa con justicia, y de ella se dice rectamente que no es un alma buena. Se diferencia de la que obra bien, y pues ésta es digna de elogio, la que así no obra es vituperable. Mas, cuando actúa con intención de hacerse buena, no alcanzará su propósito de no dirigir sus afanes hacia una meta que no sea ella. Y ¿hacia quién dirigir sus actividades en anhelos de bondad, sino hacia el Bien que ama, ansía y consigue? Y si se aleja otra vez y malea por el hecho de distanciarse del bien, de no permanecer el bien en ella, del que se aleja, no tendría a quien convertirse de nuevo si enmendarse quisiera.
5. Por tanto, no existirían bienes caducos de no existir un Bien inconmutable. Cuando oyes ponderar este o aquel bien, aunque en otras circunstancias pudiera no ser bueno, si puedes contemplar, al margen del bien participado, el Bien de donde trae el bien su bondad, y además puedes contemplar el Bien cuando oyes hablar de este o el otro bien: si puedes, digo, prescindiendo de estos bienes participados, sondear el Bien en sí mismo, entonces verás a Dios. Y si por amor a Él te adhirieras, serías al instante feliz.
¡Qué vergüenza, amar las cosas Porque son buenas y apegarse a ellas y no amar el Bien que las hace buenas! El alma, por el hecho de ser alma, antes at de ser buena por la conversión al Bien inconmutable; el alma, repito, cuando nos agrada hasta preferirla a esta luz corpórea, si bien lo meditamos, no nos agrada en sí misma, sino por el primor del arte con que fue creada. Se elogia su creación allí donde se ve el ideal de su existencia. Esta es la Verdad y el Bien puro: no hay aquí sino el bien, y, por consiguiente, el Bien sumo. El bien sólo es susceptible de aumento o disminución cuando es bien de otro bien.
El alma, pare ser buena, se convierte al Bien de quien recibe el ser alma. Y es entonces cuando a la naturaleza se acompasa la voluntad para que el alma se perfeccione en el bien, y se ama este bien mediante la conversión de la voluntad, bien de donde brota todo bien, que ni por la aversión de la voluntad es posible perder. En apartándose el alma del Bien sumo, deja de ser buena, pero no deja de ser alma; y esto es ya un bien muy superior al cuerpo; la voluntad puede perder lo que con la voluntad se adquiere. El alma, con anhelos de convertirse a Aquel de quien recibe el ser, ya existía, porque el que quiere existir antes de tener existencia no existe. Y éste es nuestro bien, y a su resplandor vemos si debiera existir o no cuanto comprendemos que debe o debió existir; y donde vemos también que no es posible la existencia si no debe existir, aunque no comprendamos su modo existencial. Y dicho Bien no se encuentra lejos de cada uno de nosotros: En Él vivimos, nos movemos y somos4.
CAPÍTULO IV
La fe, preámbulo del amor
6. Es necesario permanecer cabe Él y adherirse a Él por amor si anhelamos gozar de su presencia, porque de Él traemos el ser y sin Él no podríamos existir. Caminamos aún por fe y no por especie5, porque, en expresión del Apóstol, no vemos aún a Dios cara a cara6; pero, si ahora no le amamos, nunca le veremos.
Mas ¿quién ama lo que ignora? Se puede conocer una cosa y no amarla; pero pregunto: ¿es posible amar lo que se desconoce? Y si esto no es posible, nadie ama a Dios antes de conocerlo. Y ¿qué es conocer a Dios, sino contemplarle y percibirle con la mente con toda firmeza? No es Dios cuerpo para que se le busque con los ojos de la carne.
Pero antes que podamos contemplar y conocer a Dios como es dado contemplarlo y conocerlo, cosa asequible a los limpios de corazón: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios7, es menester amarle por fe; de otra manera el corazón no puede ser purificado ni hacerse idóneo y apto para la visión. ¿Dónde, pues, encontrar las tres virtudes que el artificio de los Libros santos tiende a edificar en nuestras almas, fe, esperanza y caridad8, sino en el alma de aquel que cree lo que intuye, y espera y ama lo que cree? Se ama, pues, lo que se ignora, pero se cree.
Hemos de evitar, es cierto, que el alma, cuando cree lo que no ve, se finja algo irreal y espere y ame lo que es falso. Pues en esta hipótesis la caridad no brotaría de un corazón puro de una conciencia recta y de una fe no fingida, fin del precepto, en expresión del Apóstol9.
7. Cuando prestamos fe a lo que oímos o leemos acerca de algunas cosas materiales nunca vistas, es para nuestro espíritu una necesidad imaginar sus líneas y contornos corpóreos, conforme le viniere al pensamiento, ya esta representación sea falsa, ya, caso rarísimo, se ajuste a la verdad. De nada aprovecha creer estas cosas, pero sí el referirlas a un fin útil, insinuado por estas imágenes.
¿Quién, al escuchar o leer los escritos de San Pablo o lo que se ha escrito acerca de su persona, no se representa en su ánimo el rostro del Apóstol y los nombres de todas las cosas que allí se mencionan? Y siendo las Cartas del Apóstol familiares a una muchedumbre de creyentes, la imagen es en cada uno de líneas y formas diversas, y es muy incierto averiguar cuál de ellos se aproxima más al original. Mas nuestra fe no se ocupa del óvalo facial y de los contornos somáticos de los personajes, sino de la vida íntima que, con la gracia de Dios, llevaron, poniendo en práctica cuanto de sus personas nos refieren las Escrituras. Útil es creer esto y apetecible en extremo, y nunca debemos desesperar de conseguirlo.
Único era el rostro adorable del Salvador, sea el que fuere; no obstante, varía hasta el infinito en la diversidad de los pensamientos humanos. En la fe que tenemos de nuestro Señor Jesucristo, no es lo que salva la ficción del alma, quizá muy distanciada de la realidad, sino nuestro pensamiento sobre la naturaleza específica del hombre. Llevamos como grabada en el alma la noción de la naturaleza humana y según esta noticia reconocemos al momento al que tiene forma humana, al hombre.
CAPÍTULO V
Cómo se ama a la Trinidad sin conocerla
Nuestro pensamiento es informado según esta noticia cuando creemos en un Dios hecho hombre por nosotros para darnos ejemplo de humildad y una prueba de su amor divino. Es para nosotros de utilidad suma creer y retener, con inalterable firmeza en el corazón, cómo la humildad obliga a Dios a nacer de una mujer, y entre vejaciones innúmeras fue conducido por los mortales a la muerte, siendo medicina eficaz contra la hinchazón de nuestra soberbia y sacramento recóndito que desata el nudo del pecado.
Y, pues sabemos qué es la omnipotencia, creemos en un Dios todopoderoso, en la virtud de sus milagros y en su resurrección. Razonamos siempre sobre estos hechos al tenor de nuestras ideas, injertadas por el Hacedor en nuestra naturaleza o adquiridas mediante la experiencia, sobre los géneros y las especies, de suerte que nuestra fe no es ficción. Nunca vimos el rostro de la Virgen María, de quien, sin contacto de varón y sin detrimento de su virginidad en el parto, nació Cristo milagrosamente. Tampoco conocemos las líneas somáticas de Lázaro, ni la topografía de Betania, ni la roca sepulcral, ni la losa que Él mandó remover cuando le resucitó; ni liemos visto el monumento nuevo excavado en la peña donde Cristo volvió a la vida; ni el monte de los Olivos, desde donde subió al cielo; y los que no hemos visto estas cosas, no podemos siquiera saber si son como nos las figuramos, aunque es muy verosímil que no sean así.
Cuando se ofrece a nuestra vista la imagen de un hombre, de un lugar o de cualquier otro cuerpo, y es tal cual nos lo imaginábamos antes de verlo, nuestra sorpresa no es pequeña; pero esto nunca o muy contadas veces sucede; no obstante, creemos firmemente en su existencia, porque preopinamos según una noticia general o particular que es, para nosotros, certeza. Creemos que nuestro Señor Jesucristo nació de una virgen que se llamaba María. Y sabemos, no lo creemos, qué es una virgen, un nacimiento y un nombre propio. Mas no sabemos ni creemos si el semblante de María es como nos lo imaginamos al mencionar y recordar estas cosas. Salva, pues, la integridad de nuestra fe, podemos decir: "Quizá tuviera estas o aquellas facciones"; pero nadie, sin naufragar en sus creencias cristianas, puede decir: "Quizá Cristo haya nacido de una virgen".
8. Porque anhelamos comprender, cuanto es posible, la eternidad, igualdad y unidad de un Dios trino, antes de entender es necesario creer ° y vigilar para que nuestra fe no sea fingida; pues un día hemos de gozar de esta misma Trinidad, para vivir felices. Si, pues, nuestra fe es falsa, vana será nuestra esperanza, y no es casto nuestro amor. Pero ¿cómo amar por fe esta Trinidad desconocida? ¿Será, acaso, guiados por una idea genérica o específica, como cuando amamos al apóstol San Pablo? Ignoramos en absoluto si su rostro es como nosotros lo imaginamos, pero al menos sabemos qué es un hombre.
Y para no ir más lejos, nosotros lo somos y es manifiesto que él también lo fue, y que su alma, unida a su cuerpo, vivió esta vida mortal. Creemos que existió en el Apóstol cuanto en nosotros encontramos, según la especie y el género, dentro de cuyo ámbito se contiene la naturaleza humana.
Pero ¿qué sabemos nosotros en particular o en general de la Trinidad excelsa? ¿Existen acaso otras muchas trinidades y conocemos algunas por experiencia, de suerte que, aplicando la regla de la analogía, según un concepto genérico o específico podemos rastrear lo que es aquélla y la amamos sin conocerla por la semejanza que ofrece con algo ya conocido? Evidentemente no. ¿Podremos amar a esta Trinidad invisible, sin parecido en la creación, mediante la fe, como amarnos por fe la resurrección de nuestro Señor de entre los muertos, aunque no hayamos visto resucitar a ningún muerto? Pero sabemos lo que es morir y vivir, pues vivimos y de cuando en vez hemos contemplado algún moribundo y hemos visto algún muerto, y tenemos de ello experiencia. Y ¿qué es la resurrección, sino una reviviscencia, es decir, un tornar de la muerte a la vida?
Cuando decimos y creemos que existe la Trinidad, sabemos le que es una trinidad, pues conocemos el número tres; mas éste no es objeto de nuestro amor, porque cuando nos viere en gana podemos formar una triada cualquiera, por ejemplo, silenciando otros mil, at jugar a la morra con tres dedos.
¿O es que amamos, no una trinidad cualquiera, sino la Trinidad, que es Dios? Sí; en la Trinidad amamos a Dios, pero jamás hemos visto un dios, porque Dios es único10 e invisible, al que sólo por fe podemos amar. La cuestión estriba en saber de qué analogías y comparaciones nos servimos cuando creemos en Dios, a quien amamos sin conocerlo.
CAPÍTULO VI
Conocimiento que el impío tiene del justo a quien ama
9. Da conmigo un paso atrás, y examinemos por qué amamos al Apóstol. ¿Es acaso por su especie humana, de todos conocidísima, pues creemos que el Apóstol fue un hombre? Ciertamente no, porque entonces no existiría ahora el objeto de nuestro amor, pues ha dejado ya de ser hombre, y su alma vive separada del cuerpo.
Mas nosotros creemos en la supervivencia de lo que en él amamos, porque amamos su alma justa. Y ¿en virtud de qué norma general o especial lo sabemos, sino porque sabemos qué es el alma y qué es la justicia? Qué sea el alma lo sabemos por la razón de que también nosotros tenemos un alma. No porque la hayamos visto coa los ojos o sirviéndonos de analogías especificas o genéricas, sino, como dije, porque también nosotros tenemos un alma. ¿Hay algo qua se conozca tan íntimamente y que perciba con más claridad su mismo ser que esto por lo que percibimos todo lo demás, es decir, el alma?
Conocemos por experiencia el movimiento de los cuerpos y por analogía deducimos la existencia de los seres vivientes fuera de nuestro yo, porque mientras vivimos movemos nuestro cuerpo, como advertimos se mueven los demás. Cuando un cuerpo vivo se mueve, no es que se abra a nuestra vista un balcón por donde podamos asomarnos a la rúa del alma, realidad invisible a nuestros ojos; pero sí conocemos qua dicha mole corpórea está animada por un principio semejante al que impulsa nuestra mole, principio que es vida y es alma. Y esto no es privativo de la prudencia o razón del hombre, pues también las bestias sienten la vida en sí mismas, en nosotros y en sus semejantes. No ven, es cierto, nuestras almas, pero por los movimientos de nuestro cuerpo se aperciben con gran facilidad y como por instinto de 1a vida. Cada uno conoce por experiencia su alma, y por ella creemos en la existencia de la que no conocemos. Sentimos la presencia de nuestra alma y, considerando la nuestra, podemos saber qué es un alma, pues ciertamente tenemos un alma".
Pero ¿cómo conocer lo que es un justo? Dijimos que la razón de amar al Apóstol era la santidad de su alma. En efecto, sabemos lo que es un justo y lo que es un alma. El alma la conocemos por experiencia, pues tenemos un alma; pero ¿cómo conocer lo que es un justo si no somos justos? Y si nadie, sino el justo, conoce al justo, sólo el justo puede ornar al justo; porque nadie puede amar al que juzga justo si ignora lo que es un justo, y, según probé poco ha, sólo en virtud de una analogía muy general o específica se ama lo que no se intuye y se cree. Y si sólo el justo puede amar al justo, ¿cómo anhelar ser justo no siendo uno justo? Nadie ansía lo que no ama. Mas para ser justo el que aun no lo es, debe querer serlo, y si lo quiere, ya ama al justo. Luego el que aún no es justo conoce lo que es un justo.
Pero ¿cómo lo conoce? ¿Será acaso por el testimonio de sus propios ojos? ¿Es que un cuerpo puede ser justo, como puede ser blanco, negro, cuadrado o redondo? ¿Quién se atreverá a decir esto? Con los ojos sólo los cuerpos se ven. Y en el hombre el alma sola es justa. Así, cuando se dice que un hombre es justo, se entiende según e] alma, no según el cuerpo. Es la justicia una cierta belleza del alma Que hace a los hombres hermosos aunque sus cuerpos sean deformes y entecos. Invisible es el alma e invisible es también su belleza. ¿Cómo, pues, conoce lo que es un justo el que no es justo y ama al justo con esperanza de llegar a serlo? ¿Es que en los movimientos del cuerpo se notan ciertas señales por las que este o aquel hombre se manifiestan justos? Mas ¿cómo sabe que aquéllos son signos de un alma justa el que ignora por completo lo que es el justo? Luego lo sabe.
Y ¿dónde aprendimos lo que es un justo los que aún no somos justos? Si lo sabemos por algo exterior a nosotros, entonces la conocimos en algún cuerpo. Mas no es esto pertenencia del cuerpo. Por ende, en nosotros conocemos lo que es el justo. Y si averiguar pretendo lo que es un justo para traducirlo en palabras, no encuentro en parte alguna respuesta, sino dentro de mí mismo; y si a otro pregunto lo que es un justo, buscará en su interior la palabra, y en sí mismo encuentra la respuesta todo el que da una contestación adecuada.
Así, cuando me place hablar de Cartago busco dentro de mí lo que expresar intento, y en mí descubro la imagen de Cartago, imagen que recibí por mediación del cuerpo; esto es, de los sentidos del cuerpo, pues estuve personalmente en ella y vi la ciudad, sentí su vida y conservo su recuerdo; y así, cuando quiero hablar puedo encontrar dentro de mí la palabra, La imagen impresa en mi memoria es su palabra; no este sonido trisílabo, perceptible cuando se dice Cartago o cuando en el secreto del alma se piensa en ella durante un cierto intervalo de tiempo; sino el verbo que intuyo en mi mente cuando pronuncio este nombre trisílabo, y aun antes de pronunciarlo. Y lo mismo ocurre cuando quiero hablar de Alejandría, ciudad que nunca he visitado; pues al instante aparece en la placa de mi fantasía su imagen. Al oír a muchos ponderar la gran urbe, les di crédito y quedó impresa en mi alma su imagen, que es como su verbo en mi interior cuando me place nombrarla aun antes que profieran mis labios sus cinco sílabas, nombre archiconocido de casi todos. Y si me fuera posible hacerla salir de mí y presentar su imagen ante los hombres que conocen Alejandría de vista, exclamarían sin duda: "No es ella"; y si dijeran: "Ella es", me admiraría en gran manera, pues, al intuir en mi alma su imagen como acabada pintura, no pude reconocer que era ella, y presto fe a quienes retienen aún su imagen un día vista por ellos.
Mas no es así como busco lo que es el justo, ni así como lo encuentro, ni así como lo intuyo cuando hablo; ni así cómo me aprueban cuando soy escuchado, ni así por bueno lo doy cuando escucho, como si por vista do ojos lo hubiera contemplado o percibido mediante sentido alguno corpóreo u oída a los que experimentado lo han. Cuando digo, y sé lo que digo: "Justa es el alma que regla su vida y sus costumbres conforme a los dictados de la ciencia y de la razón y da a cada uno lo suyo", no pienso en una realidad ausente como Cartago o en una imagen aproximada, caso de Alejandría, ya sea o no sea así, sino que intuyo algo presente y en mi interior lo contemplo, aunque yo no soy lo que enuncio e intuyo, y muchos de mis oyentes lo aprueban. Y todo el que me escuche y con conocimiento de causa asiente, ve dentro de sí esto mismo, aunque tampoco él es lo que intuye. Pero, si es justo el que habla, dice y contempla lo que es. Y ¿dónde, sino en sí mismo, lo ve? Y no es maravilla, porque ¿dónde se ha de ver sino dentro de sí mismo?
Lo admirable es que vea el alma en sí misma lo que jamás vio en parte alguna, y vea la verdad y vea lo que es un alma verdaderamente justa, y el que todo esto ve en sí mismo es un alma, pero no un alma justa. ¿Existe, acaso, un alma justa en un alma que no es aún justa? Y si no es justa, ¿qué alma ve en ella cuando ve y dice lo que es un alma justa, pues el alma no lo ve en otra parte sino en ella misma, aun cuando no sea un alma justa? Lo que ve, ¿será la verdad interior, presente al alma que es capaz de intuirla? Pero no todos la pueden ver, y los que pueden no todos son lo que ven, es decir, no todos son almas justas, aunque puedan ver y expresar lo que es un alma justa. Y ¿cómo llegar a ser justas sino adhiriéndose al ideal que ellas ven para modelarse en su troquel y ser así almas justas? Y no contentarse con saber y definir que es justo aquel que ordena su vida según los postulados de la ciencia y de la razón y da a cada uno lo suyo, pues es necesario además esforzarse por vivir según la justicia, siendo justamente morigerados, distribuyendo a cada lino lo suyo y no debiendo a nadie sino la mutua dilección11.
Y ¿cómo adherirse al modelo si no es por amor? Mas ¿por qué amar al hombre que nos parece justo y no amar el modelo donde se ve lo que es un alma justa, para poder ser nosotros justos también? De no amar el modelo, ¿amaríamos al que amamos en virtud del modelo? Pero mientras no seamos justos no le amamos lo suficiente para llegar a ser justos. El varón justo es amado según el modelo y 1a verdad que contempla e intuye en sí mismo el que ama. Pero no es posible amar la verdad y el modelo por un motivo extrínseco, pues fuera de este modelo nada encontramos que nos le haga amable. No encontramos algo semejante al modelo para poder amarlo, cuando nos es desconocido, por fe, en virtud de alguna analogía con otro ser ya conocido. Todo lo que veas semejante al modelo es el modelo; pero propiamente nada se le asemeja, porque sólo él es tal cual es.
El que ama a los hombres ha de amarlos o porque son justos o para que sean justos. Con igual caridad se ha de amar a sí mismo; es decir, o porque ya es justo o para hacerse justo. Sólo así podrá amar al prójimo como a sí mismo sin sombra de peligro. Y todo el que ame con otro amor, injustamente se ama, pues se ama para hacerse injusto; se ama para ser malo, y, en consecuencia, no se ama. El que ama la injusticia, odia su alma12.
CAPÍTULO VII
El amor, escala que conduce al conocimiento de la Trinidad. Dios se ha de buscar, no en las cosas exteriores, deseando obrar prodigios, como los ángeles malos, sino en el interior, imitando la piedad de los ángeles buenos
10. Por lo cual, en esta cuestión, que versa sobre la Trinidad y el conocimiento de Dios, nos interesa principalmente saber qué es el amor verdadero, o mejor, qué es el amor. Sólo el amor verdadero merece el nombre de amor: lo demás es pasión, y así como es un abuso llamar amantes a los concupiscentes, así es también un exceso llamar concupiscentes a los que aman. Consiste el amor verdadero en vivir justamente adheridos a la verdad y en despreciar todo lo perecedero por amor a los hombres, a quienes deseamos vivan en justicia.
Así, pues, hemos de estar preparados para morir con granjería por los hermanos, a imitación de nuestro Señor Jesucristo. De estos dos preceptos penden la Ley y los Profetas: del amor de Dios y del amor al prójimo13; por eso la Escritura divina con harta frecuencia incluye en una sola palabra los dos amores. A veces menciona tan sólo el amor de Dios, como en este pasaje: Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para bien de los que le aman14; y de nuevo: El que ama a Dios es por Él conocido15; y en otro lugar: Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos fue dado16; y así en otros muchos textos; porque el que ama a Dios es lógico ejecute cuanto Dios preceptúa, pues la medida del amor son las obras, y, en consecuencia, amará al prójimo, por ser éste mandamiento de Dios.
Otras veces la Escritura sólo menciona el amor al prójimo, como en este texto: Llevad mutuamente vuestras cargas, y así cumpliréis la ley de Cristo17; y en aquél: Toda ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a uno mismo18; y en el Evangelio: Todo lo que queréis que os hagan a vosotros los hombres, hacedlo vosotros a ellos; ésta es la Ley y los Profetas19. Y mil otros que hallarnos en los Libros santos, donde parece tan sólo preceptuarse, para alcanzar la perfección, el amor al prójimo, silenciándose el amor de Dios; si bien en ambos preceptos consiste la Ley y los Profetas. Pero el que ama al prójimo -y ésta es la razón- ama al amor. Dios es caridad, y quien permanece en caridad, en Dios permanece20. Y es lógico que principalmente ame a Dios.
11. Por lo cual, quienes buscan a Dios por intermedio de las potestades directoras del mundo o de alguna de sus partes, se distancian y son lejos de Dios arrojados, no por intervalos espaciales, sino por diversidad de afecto; se empeñan en caminar por sendas exteriores y abandonan su interior, siendo Dios algo íntimo. Y si oyen hablar y piensan en alguna Virtud celeste y santa, es para ambicionar su poder, admirable siempre a la flaqueza humana, no para imitar su piedad, medio para conseguir el reposo de Dios. Prefieren, en su orgullo, poder lo que puede el ángel, a ser por la piedad lo que el ángel es. No tiene el justo de su cosecha este poder, pues lo recibe de aquel de quien viene toda virtud, y sabe que es más fuerte adherido con pía voluntad al Todopoderoso que obrando por propio poder y voluntad maravillas que estremecen a quienes no pueden obrar tales prodigios. -
Nuestro Señor Jesucristo, al obrar sus milagros, como queriendo dar una lección más sublime a los que se admiraban y conducir a las secretas y eternas realidades a estos espíritus atentos y como suspendidos en el trapecio de sus prodigios, les dice: Venid a mi todos los que trabajáis y estás cargados, y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo21. No dijo: "Aprended de mí a resucitar muertos de cuatro días", sino: Aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón. Más poderosa y más segura es la solidísima humildad que las cimas barridas por los vientos. Por eso sigue y dice: Y encontraréis descanso para vuestras almas22. La caridad no infla23, y Dios es caridad24; y los fieles en el amor descansarán en Él25, llamados del estrépito exterior a los gozos recatados. Si Dios es caridad, ¿para qué andar corriendo desalados por las cimas de los cielos y las hondonadas de la tierra en busca de aquel que mora en nosotros, si nosotros queremos estar cabe El?
CAPÍTULO VIII
El que ama al hermano ama a Dios, porque ama al amor que viene de Dios y es Dios
12. Nadie diga: "No sé qué amar." Ame al hermano y amará al amor. Mejor conoce la dilección que le impulsa al amor que al hermano a quien ama. He aquí cómo puedes conocer mejor a Dios que al hermano; más conocido porque está más presente; más conocido porque es algo más íntimo; más conocido porque es algo más cierto. Abraza al Dios amor y abraza a Dios por amor. Es el amor el que nos une con vínculo de santidad a todos los ángeles buenos y a todos los siervos de Dios; nos aglutina a ellos y nos somete a Él. Cuanto más inmunizados estemos contra la hinchazón del orgullo, más llenos estaremos de amor. Y el que está lleno de amor, ¿de qué está henchido sino de Dios?
Pero dirás: "Veo la caridad y la contemplo, en cuanto puedo, con los ojos de mi inteligencia, y doy fe a la Escritura, que dice: Dios es amor, y quien permanece en el amor, en Dios permanece26; mas cuando en el amor reflexiono, no descubro la Trinidad." Ves la Trinidad si ves el amor. Si puedo, te haré ver que la ves. Ella nos asista para que la dilección nos conduzca a buen suceso. Cuando amamos el amor, por el hecho de amar, ya amamos algo que ama. Y ¿qué ama el amor para que sea amado el amor? El amor que no ama no es amor. Si se ama a sí mismo, es menester amar ya alguna cosa para que se ame el amor.
Así como la palabra significa algo, también se significa a sí misma; pero la palabra no se significa, sino significa que significa alguna cosa; lo mismo la caridad, se ama a sí misma; pero si no se ama como amando alguna cosa, no se ama como caridad. ¿Qué es lo que ama el amor, sino lo que amamos con caridad? Y este algo, partiendo de lo que tenemos más cerca, es nuestro hermano. Notad con cuánto encarecimiento encomienda el apóstol San Juan la caridad fraterna: El que ama a su hermano, dice, está en la luz, y escándalo no hay en él27. Es evidente que la perfección para el Apóstol radica en el amor al hermano; porque aquel en quien no hay escándalo es, sin duda, perfecto. Parece, no obstante, silenciar el amor de Dios, cosa que jamás haría si en la misma caridad fraterna no se incluyese el amor de Dios. Lo dice con toda claridad poco después en la misma Carta: Carísimos, amémonos mutuamente, porque la caridad procede de Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es caridad28. El contexto declara abiertamente que el amor fraterno -la dilección fraternal es amor mutuo- no sólo es don de Dios, sino, según autoridad tan grave, Dios mismo. En consecuencia, cuando amamos al hermano en caridad, amamos al hermano en Dios; y es imposible no amar al amor que nos impele al amor del hermano. De donde se sigue que aquellos dos preceptos no existen nunca el uno sin el otro. Si Dios es amor, ciertamente ama a Dios el que ama la caridad; y es necesario ame al hermano el que ama al amor. Por eso añade el Apóstol: No puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama al hermano, que ve29. Y la razón de no ver a Dios es porque no ama al hermano. Quien no ama a su hermano no está en caridad, y quien no está en caridad no está en Dios, porque Dios es amor.
Y el que no está en Dios no está en la luz, porque Dios es luz y en Él no hay tinieblas30. Y el que no vive en la luz, ¿qué maravilla no vea la luz, es decir, no ve a Dios, pues está en tinieblas? Puedes conocer al hermano de vista, a Dios no. Si al que ves en humana apariencia amases con amor espiritual, verías a Dios, quo es caridad, como es dado verlo con la mirada interior. Quien no ama al hermano, que ve, ¿cómo amará a Dios, a quien no ve, pues es amor, del que está ayuno el que no ama al hermano? Y no debe preocuparnos cuánta ha de ser la intensidad del amor a Dios y del amor al hermano. A Dios hemos de amarle incomparablemente más que a nosotros mismos; al hermano como nos amamos a nosotros; y cuanto más amemos a Dios: más nos amamos a nosotros mismos. Con un mismo amor de caridad amamos a Dios y al prójimo, pero a Dios por Dios, a nosotros y al prójimo por Dios.
CAPÍTULO IX
El amor a la justicia increada nos enciendo en amor al prójimo
13. ¿Por qué nos inflamamos al leer o escuchar las palabras siguientes: He aquí ahora el tiempo propicio, he aquí ahora el día de la salud. En nada demos motivo de tropiezo, para que no sea vituperado nuestro ministerio, sino que en todo nos mostremos como ministros de Dios, en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en apreturas, en prisiones, en motines, en trabajos, en vigilias, en ayunos, en pureza, en ciencia, en longanimidad, en bondad, en Espíritu Santo, en caridad no fingida, en palabra de verdad, en el poder de Dios, manejando las armas de la justicia a diestra y siniestra, por gloria y por afrenta, por mala y por buena fama; cual seductores siendo veraces, cual ignorados siendo bien conocidos; cual moribundos, bien que vivamos; cual castigados, pero no muertos; como tristes, pero siempre alegres; como pobres, pero enriqueciendo a todos; como quienes nada tienen y todo lo poseen?31
¿Por qué nos encendemos, al leer esto, en amor al apóstol San Pablo, sino porque creemos que vivió así? Que los servidores de Dios hayan de vivir así, no lo creemos sobre palabra ajena, sino que lo vemos en lo íntimo de nosotros mismos, y mejor, por encima de nosotros, en la misma verdad. Y por lo que vemos amamos al que creemos que vivió así; y si primariamente no amáramos el modelo, siempre permanente e inconmutable a nuestra mirada, no amaríamos al que ha conformado a este ideal su vida mientras vivió en carne mortal, según por fe lo creemos.
Pero ignoro cómo nos encendemos más en el amor del modelo apoyados en la fe, que nos enseña que así vivieron algunos; y la esperanza, con que nosotros, pues somos hombres, confiamos poder vivir de aquel modo; porque, supuesto que hubo mortales que así vivieron, no debemos nosotros desesperar, sino desearlo con más ardor y pedirlo con más fe. Así el amor del ideal nos hace amable la vida de aquellos que se cree vivieron según él, y la vida que han llevado excita en nosotros el amor al modelo; pues con cuanto más ardor amemos a Dios, con mayor certeza y serenidad lo veremos, porque es en Dios donde contemplaremos el ideal inconmutable de toda justicia, conforme al cual juzgamos deben vivir los mortales. Sirve, pues, la fe para conocer y amar a Dios, no como desconocido y no amado, sino porque la fe nos lo hace conocer con más claridad y amar con mayor firmeza.
CAPÍTULO X
Vestigios de la Trinidad en el amor
14. ¿Qué es la dilección o caridad, tan ensalzada en las Escrituras divinas, sino el amor del bien? Mas el amor supone un tunante y un objeto que se ama con amor. He aquí, pues, tres realidades: el que ama, lo que se ama y el amor. ¿Qué es el amor, sino vida que enlaza o ansía enlazar otras dos vidas, a saber, al amante y al amado? Esto es verdad incluso en los amores externos y carnales; pero bebamos en una fuente más pura y cristalina y, hollando la carne, elevémonos a las regiones del alma. ¿Qué ama el alma en el amigo sino el alma? Aquí tenemos tres cosas: el amante, el amado y el amor.
Réstanos remontarnos aún más arriba y buscar en las cumbres estas tres realidades, en la medida otorgada al hombre. Mas descanse aquí un momento nuestra atención, no porque juzgue que ya encontró lo que busca sino como el que da con el lote donde es preciso buscar alguna cosa. Aun no hemos encontrado, pero hemos topado ya con el soto donde es menester buscar. Quo esto baste y sirva de exordio a cuanto en lo sucesivo hayamos de entretejer.