PRÓLOGO
La ciencia de Dios, a Dios se ha de dar
1. En gran estima suele tener el humano linaje la ciencia de las cosas terrenas y celestes; pero sin duda son más avisados los que a dicha ciencia prefieren el propio conocimiento. Más digna de alabanza es el alma conocedora de su debilidad que da de aquel que, desconociendo su condición enfermiza, avizora el curso de los astros en afanes de nuevos conocimientos con el fin de contrastar nuevas teorías, pero ignora la senda de su salvación y de su estabilidad. El que, movido por el fervor del Espíritu Santo, despertó ya en el Señor, y en su amor conoce la propia vileza, y, suspirando por la proximidad de Dios, experimenta su impotencia, e iluminado por esplendor divino entra en sí y se encuentra a sí mismo, éste estará cierto de que su indigencia no puede atemperarse a la pureza de Dios.
Por ello le son dulces las lágrimas y ruega al Señor se apiade una y otra vez de él, hasta despojarse de su miseria total; e implora y suplica con plena confianza, recibido ya el don gratuito de salud de manos del único salvador e iluminador del hombre Al que contrito ora así, no le infla la ciencia, porque edifica el amor1. Antepone la ciencia a la ciencia; prefiere sondear su propia vileza a conocer las murallas del mundo, los cimientos de la tierra y la excelsitud de los cielos Con la ciencia crece el dolor, nostalgia de su peregrinación, y aumentan los anhelos por arribar a la patria feliz de su Dios y Hacedor.
Señor y Dios mío, si sollozo, en medio del humano linaje y en el seno de la familia de tu Cristo, entre tus pobres, concédeme saciar con tu pan a los hombres que no sienten hambre y sed de justicia2, sino que ahítos abundan. Hartos están de sus ficciones, no de tu verdad, que rechazan y evitan para caer en su vanidad. Yo lo he experimentado; conozco la muchedumbre de fábulas que es capaz de alumbrar el corazón del hombre; y ¿qué es mi corazón, sino un corazón humano?
Por eso suplico al Dios de mi corazón no permita que eructe en esta mi obra ficciones en vez de sólida verdad y acuda a mi pluma todo lo que por mí pueda ser conocido. Aunque, alejado de la vista de mi Dios3, me afano ya de antiguo por caminar por la senda que en la humanidad trazó la divinidad de su Unigénito, aura de su verdad. Mudable soy, lo confieso; pero séame lícito beber en esa fuente pura donde nada tornátil veo, ni en el espacio ni en el tiempo, como los cuerpos; ni mudable en el tiempo, con apariencias de lugar, como los pensamientos de nuestras almas; ni sólo en el tiempo sin imagen espacial, como algunos raciocinios de nuestra mente.
La esencia de Dios, razón de su existencia, nada mudable entraña, ni en su eternidad, ni en su verdad, ni en su voluntad. En Dios eternaes la verdad y eterno el amor; verdadero el amor y verdadera la eternidad; amable la eternidad y amable la verdad.
CAPÍTULO I
El conocimiento de nuestra miseria, escuela de perfección. Cristo, luz en las tinieblas
2. Aunque desterrados del gozo inconmutable, no estamos separados o fuera de su órbita, y de ahí el buscar en estas cosas mudables y temporales la eternidad, la verdad y la dicha; pues nadie ansía la muerte, el error, la inquietud. Por esto, la bondad divina, condescendiente con las necesidades de nuestro destierro, nos envía sus apariciones, como avisándonos que no se encuentra aquí abajo lo que buscamos, sino que por estas cosas hemos de volver al principio de donde venimos, pues si no tuviéramos allí nuestro centro, no buscaríamos aquí estas cosas.
Ante todo se nos debía convencer del gran amor que Dios nos tiene, para no dejarnos prender en la desesperación sin atrevemos a subir hasta él. Convenía fuera puesto en evidencia cuáles éramos cuando nos amó, a fin de no sentir el tumor de la soberbia por nuestros méritos, pues esto nos apartaría aún más de Dios y nos haría desfallecer en nuestra pretendida fortaleza. Actúa Dios en nosotros para que su fortaleza sea causa de nuestro progreso y en la pequeñez de nuestra humildad se perfeccione la virtud de la caridad. Esto es lo que se significa en el Salmo, donde se dice: Una lluvia de dones llovías, ¡oh Dios!, sobre tu heredad; y cuando ésta desfallecía, tú la recreabas4. Lluvia abundosa es su gracia, no adquirida por nuestros méritos, sino otorgada gratuitamente, como lo indica la misma palabra gracia; y nos la dio, no porque éramos dignos, sino porque quiso. Conociendo esta verdad, no confiaremos en nosotros, y esto es desfallecer. El Señor nos fortalece, según fue al apóstol Pablo anunciado: Bástate mi gracia, pues la virtud se perfecciona en la enfermedad5. Era menester probar al hombre cuánto nos amó Dios, y cuáles éramos cuando nos amó: cuánto, para que no desesperemos; cuáles, para humillar nuestro orgullo. Escuchad este utilísimo pasaje del Apóstol: Encarece, dice, Dios su amor a nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros. Con mayor razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por Él salvados de la ira; porque si, siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, seremos salvos en su vida6. Y en otro lugar: ¿Qué diremos, pues, a esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con Él todas las cosas?7 Lo que a nosotros como cumplido se anuncia, se manifestó como futuro a los justos de la antigüedad, para que los humillados fueran abatidos por la fe, y abatidos fueran perfeccionados.
3. Y pues uno es el Verbo de Dios, inconmutable verdad, por quien fueron hechas todas las cosas, en Él primaria e inconmutablemente están todas a la vez, y no sólo cuanto en este universo existe en la actualidad, sino todo cuanto existió o ha de tener futura existencia. En el Verbo no fueron o serán: son; y todo es vida, y todo es unidad, y cuanto mayor sea la unidad, más perfecta la vida. Así, pues, todo ha sido creado por Él, y cuanto existe en la creación es vida en Él, y la vida no fue creada, porque en el principio no fue hecho el Verbo, sino que el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios, y todas las cosas han sido hechas por Él8. Y no habrían sido hechas todas las cosas por Él si no existiese antes que todas ellas y no fuera increado.
Entre las cosas que han sido creadas por Él, el cuerpo, que no es vida, no habría sido hecho por Él si ya antes de tener existencia no fuera vida en el Verbo. Todo lo que fue hecho era ya vida en Él, y no una vida cualquiera; porque también el alma es vida del cuerpo, pero es una vida creada, pues es mudable. Y ¿por quién ha sido creada, sino por el Verbo inconmutable de Dios? Todas las cosas han sido hechas por Él, y sin Él nada se hizo. Todo cuanto fue hecho era vida en Él, y no una vida vulgar, sino la vida que es luz de los hombres9: luz propia de las inteligencias racionales, luz que las especifica de los brutos y por ella son hombres. No es luz corpórea, porque ésta es esplendor de carne, ya brille en las alturas, ya en terrenas hogueras; luz visible a los ojos del hombre y del animal, incluso del más diminuto gusano. Todos estos seres ven dicha luz; pero aquella vida era luz de los hombres, y no fija un la lejanía, sino que en ella vivimos, nos movemos y somos10.
CAPÍTULO II
La encarnación del Verbo nos dispone al conocimiento de la verdad
4. Pero la luz luce en las tinieblas y las tinieblas no la abrazaron. Tinieblas son las mentes obtusas de los hombres, cegados por perversas concupiscencias y por infidelidad culpable. Para curar y sanar éstas, el Verbo, por quien fueron hechas todas las cosas, se hizo carne y habitó entre nosotros11. Nuestra iluminación es un participar del Verbo, es decir, de esta vida, que es luz de los mortales. La inmundicia del pecado nos hacía inhábiles e indignos de esta participación. La sangre del Justo y la humildad de Dios es la única tisana purificativa para los hombres malvados y soberbios. He aquí cómo para contemplar a Dios, cosa que no somos por naturaleza, debíamos ser purificados por aquel que se hizo lo que nosotros somos por naturaleza y lo que por el pecado no somos. El hombre no es Dios por naturaleza, sino simple mortal, y por el pecado no es justo: Dios se hace hombre justo o intercede ante Dios por el hombre pecador. No hay armonía entre el pecador y el justo, pero sí entre el hombre y el hombre. Sumándonos la semejanza de su humanidad, nos borró la desemejanza de nuestra perversidad; y hecho partícipe de nuestra mortal flaqueza, nos hizo particioneros de su divinidad.
Con razón la muerte del pecador, fruto de una sentencia de condenación, fue destruida por la muerte del Justo, fruto de una voluntad misericordiosa, y así logró atemperar su única muerte a nuestra doble muerte. Esta congruencia, acoplamiento, correspondencia, concordia, o cualquier otro verbo quo signifique relación del uno al dos es desuma importancia en todo acoplamiento, o, si se prefiere, en toda ensambladura natural. Me refiero, ahora me viene el nombre a la memoria, a la correspondencia que los griegos llaman armonía. No es ésta ocasión de divagar sobre la importancia de esta armonía de la unidad con el duplo, armonía injertada en nuestra naturaleza -y ¿por quién sino por el que nos creó?-, pues ni los ignorantes pueden ignorarla cuando cantan o escuchan una melodía. Ella sabe concordar los sonidos graves y los agudos, y si alguien desafina, ofende, no al arte, que muchos desconocen, sino al sentido del oído. La prueba de esto que diciendo voy sería demasiado extensa. Al mismo oído puede hacerse esto patente por el que conozca el arte de pulsar un monocordio regular.
CAPÍTULO III
La muerte de Cristo y la resurrección del hombre. La doble muerte del hombre, remediada por la única muerte de Dios
5. Urge al presente explicar, en la medida otorgada por Dios, cómo la unidad de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo, armoniza con nuestra duplicidad y nos dispone para la salud. Ningún cristiano duda que nosotros estábamos muertos en el alma y en el cuerpo: en el alma, por el pecado; en el cuerpo, en pena del pecado, y en consecuencia a causa del pecado. Estas dos realidades, es decir, el alma y el cuerpo, necesitaban de medicina y resurrección, a fin de renovar, mejorándolo, cuanto en el hombre había sido deteriorado.
La impiedad es muerte del alma; la corruptibilidad lo es del cuerpo, pues es causa de la separación entre el alma y el cuerpo. Muere el alma cuando Dios la abandona; muere el cuerpo cuando lo abandona el alma: la primera deviene insipiente, éste cadáver. Resucita el alma por la penitencia; en el cuerpo mortal, la renovación a la vida se incoa por la fe, por la que creemos en el que justifica al impío12; se afianza con las buenas costumbres y se fortalece de día en día a medida que el hombre interior va renovándose13.
El cuerpo, vestido exterior del hombre, cuanto más viva más se corrompe por la edad, las enfermedades y los sufrimientos, hasta que llegue la última dolencia, que es, en sentir de todos, la muerte. La resurrección es diferida hasta el fin, cuando nuestra justicia inefablemente se perfeccione. Entonces seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es14. Ahora, mientras el cuerpo corruptible apesgue al alma15 y la vida del hombre sea continua tentación sobre la tierra16, no será justificado en su presencia ningún viviente17, si establecemos parangón con aquella justicia que nos igualará un día a los ángeles y a la gloria que en nosotros se manifestará.
Sobre la diferencia entre la muerte del alma y la del cuerpo, ¿para qué coacervar testimonios, cuando el mismo Señor indica claramente su distinción en aquella sentencia evangélica: Dejad a los muertos que entierren sus muertos?18 Se da tierra al despojo, mas los sepultureros llevan la muerte en el alma por la impiedad de sus infidelidades; a los que despierta cuando dice: Levántate, tú que duermes, y ponte en pie entre los muertos y te iluminará Cristo19.
Censura el Apóstol cierta clase de muerte cuando dice de la viuda: La que vive en medio de placeres, viviendo está muerta20. El alma antes impía, ahora piadosa, resucita de la muerte y vive por la justicia de la fe. El cuerpo, por el contrario, no sólo muere en la separación futura del alma, sino que en un pasaje de la Escritura se le llama muerto por su extremada flaqueza de carne y sangre. El cuerpo, habla el Apóstol, está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia. Esta vida es obra de fe, porque el justo vive de fe21. Mas ¿qué sigue? Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucité a Cristo Jesús de entre los muertos vivificará vuestros cuerpos mortales en virtud de su Espíritu, que habita en vosotros22.
6. A esta nuestra doble muerte consagró nuestro Salvador su muerte única, y para obrar nuestra doble resurrección antepuso y propuso su única resurrección como sacramento y ejemplo. Cristo no fue un pecador o un impío, para que tuviese necesidad de renovarse según el hombre interior, como si fuera un espíritu muerto, ni de retornar a la vida de la justicia por la penitencia; pero, vestido de carne mortal, muere sólo en la carne y resucita en la carne sola, y así la armoniza con nuestra doble muerte, siendo sacramento del hombre interior y ejemplo del exterior.
Al sacramento de nuestro hombre interior, para significar la muerte del alma, se refiere aquel gemido de Cristo en el salmo y en la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?23 Con esta voz armoniza la palabra del Apóstol: Sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado para que fuera destruido el cuerpo del pecado y ya no sirvamos al pecado24. Crucifixión del hombre interior es el dolor de la penitencia y un cierto rigor saludable de la continencia, y por esta muerte interior es aniquilada la muerte de la impiedad, en la que Dios nos abandonó. Por esta cruz es aventado el cuerpo del pecado para que no demos nuestros miembros, como armas de iniquidad, al pecado25, pues si el hombre interior se renueva de día en día26, antes de esta renovación era ciertamente reviejo. Es en el interior donde ha de realizarse la sentencia del Apóstol: Despojaos del hombre viejo y vestíos del nuevo. Sentido que aclara al añadir: Por lo cual, despojándoos de la mentira, hable cada uno verdad27. ¿No es en el secreto del alma donde el justo se desnuda de la mentira para poder morar en el monte santo de Dios, que habla verdad en nuestro corazón?28
La resurrección del cuerpo del Señor se prueba pertenecer al sacramento de nuestra resurrección interior por aquel pasaje donde, después de resucitado, dice a la mujer: No me toques, porque aun no he subido a mi Padre29. A este misterio hace eco el Apóstol cuando dice: Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo tentado a la diestra de Dios: gustad cosas de allá arriba30. No tocar a Cristo hasta que no suba al Padre significa que no debemos sentir de Cristo según la carne.
La muerte del Señor en su carne es ejemplo de la muerte de nuestro hombre exterior, pues su pasión es incentivo para sus siervos, aprendiendo a no temer a los que tienen poder para matar el cuerpo, pero se encuentran impotentes para matar al alma31. Por eso dice el Apóstol: Suplo en mi carne lo que falta al estrujamiento de Cristo32. Que la resurrección del cuerpo del Señor sea ejemplo de la resurrección de nuestro hombre exterior, lo evidencian aquellas palabras a sus discípulos: Palpad y ved, porque el espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo33. Y al palpar sus cicatrices exclama uno de sus discípulos: ¡Mi Señor y mi Dios!34 Dejando ver la integridad de su carne, sentó por verdadera esta sentencia: No perecerá ni un cabello de vuestra cabeza35.
¿Cómo dice primero: No me toques, porque aun no he subido a mi Padre, y luego se deja tocar de sus discípulos antes de subir al Padre, sino porque se insinúa allí el sacramento del hombre interior y aquí se ofrece un ejemplo de nuestra resurrección exterior? ¿Habrá alguien tan necio y divorciado de la verdad que se atreva a decir que antes de su ascensión se dejó tocar de sus discípulos y se lo permitió a las mujeres sólo después de haber subido a los cielos?
San Pablo vio en la resurrección de Cristo el tipo de nuestra resurrección corporal, y por eso dice: Primero Cristo, luego los que son de Cristo36. Se habla en este pasaje de la resurrección del cuerpo, y añade: Reformó el cuerpo de nuestra vileza conforme a su cuerpo glorioso37. La única muerte de nuestro Salvador sirvió de medicina salutífera a nuestra doble muerte. Su resurrección es ejemplo de nuestra doble resurrección, pues su cuerpo nos proporciona suficiente remedio medicinal en ambas cosas, como sacramento del hombre interior y ejemplo del exterior.
CAPÍTULO IV
Perfección del número seis. Círculo senario en el año
7. Esta relación del uno al dos tiene su origen en el número tres: uno y das son tres, y todo esto que dije nos lleva al número seis: uno, más dos, más tres, son seis. Se le llama perfecto por ser en sus partes completo. Encierra en sí una sexta y una tercera parte, y una mitad, y no existe en dicho número una parte que pueda ser equivalente a otra. La sexta parte es la unidad, dos la tercera parte, y tres la mitad. La suma de uno más dos, más tres, integran el número seis. La Escritura subraya esta perfección numérica del seis al narrar cómo Dios en seis días llevó a complemento su obra y en el sexto fue el hombre creado a imagen de Dios38. En la sexta época del género humano vino al mundo el Hijo de Dios y se hizo Hijo del hombre para rehacer en nosotros la imagen de Dios. Nos encontramos en la actualidad en esta sexta época, ora se distribuya por milenios de años en cada período, ora en espacios de tiempo históricos e insignes recordados en las Escrituras Santas. La primera edad corre desde Adán hasta Noé; la segunda llega hasta Abrahán; el evangelista San Mateo distingue luego desde Abrahán hasta David, desde David hasta la transmigración de Babilonia y, finalmente, hasta el parto Virginal39. Estas tres edades, sumadas a las otras dos, hacen cinco. Por consiguiente, el nacimiento del Señor inaugura la sexta época, que se prolongará hasta el fin ignorado de los tiempos.
Bajo otro aspecto, el número seis es figura del tiempo, incluso en su distribución tripartita. El primer período tuvo lugar antes de la Ley; el segundo, bajo la Ley, y el tercero, bajo el imperio de la gracia. En esta última edad recibimos el sacramento de nuestra regeneración, para que, remozados al fin de los tiempos por la resurrección integral de la carne, sanemos de toda lacra corporal y espiritual. En aquella mujer ligada por Satán con la enfermedad de su curvatura, a la que el Señor curó y enderezó, podemos ver una figura simbólica de la Iglesia. De estos enemigos ocultos se lamenta la voz del salmista: Han, dice, curvado mi alma40. Esta mujer hacía dieciocho años padecía espíritu de enfermedad, número que da el seis multiplicado por tres. Además, el número de meses que resultan de los dieciocho años es igual a seis multiplicado por seis multiplicado por seis; es decir, seis elevado al cubo. Idéntico significado tiene la higuera evangélica, cuya esterilidad databa de hacía tres años. Intercedió por ella el hortelano, y se la dejó un año más, pasado el cual debía ser arrancada de permanecer en su esterilidad41. Los tres años pertenecen a esta misma distribución tripartita, y los meses resultantes de los tres anos corresponden en total a seis elevado al cuadrado, esto es, a seis multiplicado por seis.
8. El año solar, con su ciclo de doce meses de treinta días cada uno (tal es el mes establecido por los antiguos después de observar las fases lunares), contiene el número seis. Y el valor que tiene el seis en el orden primero de los números, es decir, en el de las unidades, del uno al diez, lo tiene el sesenta en el orden de las decenas, de diez a ciento. Luego sesenta días son la cuarta parte del año. El seis de la primera serle se multiplica por el primero de la segunda serie, esto es, seis por sesenta, y nos da por resultado trescientos sesenta días, que corresponden exactamente a los doce meses que tiene el año. Pero así como el mes es igual a un cielo lunar completo, el año lo constituye el sol en su rotación a través de los signos zodiacales y, por consiguiente, faltan cinco días y un cuarto para que el sol complete su curso y cierre el año. Cuatro cuartos forman un día, que es menester intercalar cada cuatro años -año bisiesto- para no perturbar el orden de los tiempos». Y si consideramos estos cinco días y cuarto, vemos que el seis es de gran valor. Y esto por dos razones: la primera, porque, como con frecuencia sucede, la parte se toma por el todo, y así ya no son cinco los días que faltan para completar el año, sino seis, pues la cuarta parte se computa como día pleno; la segunda, porque los cinco días son la sexta parte del mes, y la cuarta parte del día tiene seis horas. El día íntegro, con su noche, tiene veinticuatro horas, y la cuarta parte, denominada cuadrante, son seis horas; y así, más de dos veces en el curso del año el número seis nos presta excelentes servicios.
CAPÍTULO V
El número seis en la formación del cuerpo de Cristo y la edificación del tempo de Jerusalén
9. No sin causa, en la formación del cuerpo del Señor, simbolizado en el templo, que fue destruido por los judíos y que Cristo se comprometió a resucitar en tres días, el número seis tiene la valencia de un año. Dijeron los hebreos: Cuarenta y seis años se tardó en edificar este templo42. Cuarenta y seis multiplicado por seis da doscientos setenta y seis; es decir, nueve meses y seis días, tiempo que se computa como si fueran diez meses en el parto de las mujeres, no porque todas lleguen en su preñez al sexto día después de los nueve meses, sino porque la perfección del Señor exigía que se emplearan íntegros los días prescritos, como nos lo enseña la iglesia por la autoridad de sus mayores. Se cree fue concebido el 25 de marzo. El sepulcro nuevo donde nadie había sido sepultado43 es como el seno virginal de María, donde, ni antes ni después, ningún mortal había de nacer por seminación de varón. Se cree también que Cristo nació el 25 de diciembre. Luego desde su concepción hasta su nacimiento tenemos doscientos setenta y seis días, número igual a seis repetido cuarenta y seis veces.
En este número de años se construyó el templo de Jerusalén, y en el mismo número de senarios fue perfeccionado el cuerpo del Señor, cuerpo que será destruido en su pasión para resucitar al tercer día. El Señor se refería al templo de su cuerpo44, según lo declara con toda evidencia y firmeza el evangelista en aquel testimonio que dice: Como estuvo Jonás en el vientre del pez tres días: tres noches, así estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra tres días y tres noches45.
CAPÍTULO VI
El triduo de la resurrección, en el que aparece la razón de la unidad al duplo
10. El triduo de la muerte de Cristo no fue completo, y la Escritura es de ello testigo; pues el primer día dio principio al declinar el sol y termina el tercero al despuntar la aurora, y ambos se computan como días plenos. El que está en medio de ellos, es decir, el segundo, fue día completo con sus veinticuatro horas, noche y día. Cristo fue crucificado primero por el clamor de los judíos hacia la hora de tercia del sexto día de la semana. La crucifixión tuvo lugar a la hora de sexta, y a la de nona entregó su espíritu46. Fue sepultado cuando era ya llegada la tarde, es decir, al finalizar el día, al tenor de las palabras del Evangelio47. Por cualquier parte que empieces, aun suponiendo que, sin contradecir al evangelista San Juan48, haya sido suspendido en la cruz hacia la hora de tercia, no tenemos el primer día completo. Luego se computa como íntegro en su parte extrema, así como el tercero se dice completo aunque estaba aún alboreando.
La noche hasta el amanecer que precedió a la resurrección del Señor pertenece al día tercero, porque el Dios que hizo brillar la luz en el seno de las tinieblas49 quiso darnos a entender esto por la gracia del Nuevo Testamento y por la participación de la resurrección de Cristo. Fuisteis algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor50, insinuando en cierto modo que el día principia por la noche.
Y así como los primeros días de la creación, a causa de la futura caída del hombre, se computaban de luz a noche51, éstos, en virtud de la redención del hombre, se numeran de noche a la alborada. En consecuencia, desde la noche de la muerte de Cristo hasta el amanecer de su resurrección, hay cuarenta horas, contada la de nona. Con este número armoniza la duración de su vida sobre la tierra después de su resurrección, que fue de cuarenta días.
Es asaz frecuente en la Escritura el empleo de este número para significar el misterio de la perfección del mundo, dividido en cuatro partes. Tiene también su perfección el número diez, y multiplicado por cuatro nos da cuarenta. Desde el atardecer de la sepultura hasta la alborada de su resurrección hay treinta y seis horas, que es precisamente el número seis elevado al cuadrado. Se refiere a la habitud del uno al dos, proporción de la más bella armonía. Así, doce más veinticuatro, relación de la unidad al duplo, son treinta y seis; esto es, toda la noche, más el día siguiente íntegro y la noche completa; y esto no sin el misterio mencionado. No es, pues, un absurdo comparar el espíritu al día, y el cuerpo a la noche. El cuerpo del Señor en su muerte y resurrección era figura de nuestro espíritu y ejemplo para nuestro cuerpo. También aparece la relación del uno al dos en las treinta y seis horas, cuando a las veinticuatro sumamos doce.
Las razones por las que estos números se mencionan en las Escrituras son muy diversas, y quizás alguien acertará a encontrar otras mejores que las que yo propuse, o al menos igualmente probables, e incluso más probables; pero nadie, por idiota y menguado de alcances que sea, osará afirmar que estos números carecen de místico significado en la Escritura. Las que yo especifiqué las he espigado en el campo de los autores más venerables de la Iglesia, en la atenta lectura de las divinas Escrituras, y otras las he deducido de la semejanza misma de los números. Nadie es docto si a la razón contradice, nadie cristiano si rechaza las Escrituras, nadie amigo de la paz si siente contra la Iglesia.
CAPÍTULO VII
De la multitud a la unidad por el único Mediador
11. Este sacramento, este sacrificio, este sacerdote y este Dios, antes de ser enviado y nacer de una mujer, fue prefigurado por cuanto misteriosa y místicamente se ha manifestado a nuestros Padres mediante milagros y portentos angélicos, para que toda criatura pregone con sus obras y a su manera el futuro advenimiento del Uno, salud de todos los que Él ha de salvar de la muerte. Y, pues, con iniquidad impía nos habíamos distanciado del único, verdadero y supremo Dios, desentonados y disipados en muchedumbre de vanidades, separados por muchas cosas y apegados a otras, era necesario, obedientes al mandato y orden del Dios de las misericordias, que todas las cosas preanunciaran la llegada del Único, y su venida fuera profetizada por muchos testigos, para que, libres de los lazos aprisionadores, viniéramos al Único, y muertos en el alma por el pecado, y en pena de este delito condenados a muerte de la carne, creyendo en su resurrección, resucitáramos con Él en el espíritu mediante la fe, justificados y hechos uno con el Justo. Y a fin de que no desesperemos de nuestra resurrección corporal viendo tantos miembros abocados a la resurrección, nos procedió una sola Cabeza. Y en ella justificados ahora por la fe, y reintegrados luego por la visión, y reconciliados con Dios por el Mediador, nos uniremos al Uno, gozaremos del Uno y en el Uno permaneceremos.
CAPÍTULO VIII
Unión de los fieles en Cristo
12. Y así, el mismo Hijo de Dios, Verbo de Dios, mediador entre Dios y los hombres, Hijo del hombre52, igual al Padre por su divina unidad, hermano nuestro por participación de naturaleza, nuestro intercesor ante el Padre, en cuanto hombre53, no silenciando su unidad con el Padre, dice entre otras cosas: No ruego sólo por éstos, sino por cuantos han de creer en mí por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre,, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros una sola cosa y el mundo crea que tú me has enviado. Y yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno, como nosotros somos uno54.
CAPÍTULO IX
Prosigue el mismo argumento
No dijo: "Para que yo y ellos seamos uno"; aunque, como cabeza de la Iglesia, y ésta como cuerpo suyo55, pudo muy bien decir: "Para que yo y ellos seamos, no una esencia, sino unidad moral", pues in cabeza y el cuerpo forman un solo Cristo. Mas para indicar su consubstancialidad con el Padre (ya en otro pasaje había dicho: Yo y el Padre somos uno)56 en su género, es decir, en la consubstancial paridad de naturaleza, anhela también que los suyos sean una misma cosa, pero en Él, porque en sí mismos no lo pueden ser, distanciados como están entre sí por diversidad de placeres?,, concupiscencias y lacras de pecado; y de ahí que su purificación es obra del Mediador, para que sean unidad en Él, no sólo en cuanto a la naturaleza humana, que un día será igualada a los ángeles, sino incluso por unión de voluntades, pues aspiran a la misma bienandanza, fusionados en unidad de espíritu por el fuego aglutinante de la caridad. Tal es el significado de las palabras: Para que sean uno, como nosotros somos uno. Como el Padre y el Hijo son uno en unidad de esencia y amor, así aquellos de quienes el Hijo es mediador ante Dios no sólo sean uno en virtud de la identidad de naturaleza, sino también en unidad de voluntades. El mismo Mediador, por quien hemos sido reconciliados con Dios, indica esto al decir: Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad57.
CAPÍTULO X
Cristo, mediador de vida; el diablo, mediador de muerte
13. En esto consiste la paz verdadera y nuestra indestructible ensambladura con nuestro Hacedor, una vez purificados y reconciliados por el Mediador de la vida, í como nos habíamos distanciados de Él manchados y alejados por culpa de un mediador de muerte. Así como el diablo, soberbio, condujo a la muerte al hombre engreído, así Cristo, humilde, retorna a la vida al hombre sumiso; porque así como aquel soberbio cayó y en su caída arrastró al cómplice que le prestó su asentimiento, así Cristo humillado resucitó, elevando al creyente.
Al hombre le parecía excelso el príncipe de las legiones diabólicas, por cuyo medio ejerce el principado sobre el mundo de la falacia, porque no llegó adonde condujo al hombre (el espíritu del mal era portador de la muerte en su espíritu por su impiedad, pero no sufrió en su carne la pena de muerte, por carecer de tal indumento), y así mete a su imperio al hombre por la hinchazón del orgullo, más ávido de poder que de justicia, inflado por el viento de una filosofía falaz y aprisionado en las mallas de un culto sacrílego, y engañados y seducidos estos espíritus de soberbia, los precipita y les promete la plena liberación del alma mediante un rito llamado teletaí, y él mismo se transforma en ángel de luz58, por medio de múltiples enredos, con milagros y prodigios mentirosos.
CAPÍTULO XI
Los prodigios del diablo merecen nuestro desprecio
14. Fácil es a los espíritus del mal, sirviéndose de cuerpos aéreos, obrar multitud de cosas que exciten la admiración incluso de las almas de más nobles afectos, aprisionadas aún en terrena materia. Si en las representaciones escénicas los mismos cuerpos terrenos, bien adiestrados mediante el arte y un continuado ejercicio, pueden brindar a los hombres maravillas tales que, al narrarlas a hombres que no las han visto, les parecerán casi increíbles, ¿qué hay de excepcional para el diablo y sus ángeles actuar sobre los elementos corpóreos utilizando cuerpos sutiles y aéreos y obrar prodigios que admira la carne, o por medio de ocultas influencias producir imágenes fantasmales capaces de engañar a los hombres, bien estén despiertos o dormidos, y de atormentar a los dementes?
Pero así como puede existir un hombre de irreprochable conducta que, al ver a gentes perversas caminar sobre las cuerdas y hacer en el trapecio mil movimientos inverosímiles con el cuerpo, no envidie sus acrobacias ni los prefiere a sí mismo, del mismo modo el alma fiel y piadosa, cuando admira y por la fragilidad de la carne teme estos portentos diabólicos, no se acongoja por no poder hacer otro tanto ni les juzga por eso mejores que ella, especialmente si se encuentra en compañía de los santos, ya sean hombres o ángeles buenos, pues éstos, por la virtud de Dios, a quien todo está sujeto, tienen poder para obrar prodigios auténticos y mucho mayores.
CAPÍTULO XII
Los dos mediadores
15. Nunca ceremonias sacrílegas, curiosidades impías o mágicas consagraciones purificaron al alma ni la reconciliación con Dios, porque el falso mediador no la impulsa hacia las cumbres, sino que, asediándola, intercepta su ascensión, inspirando a sus incondicionales afectos, tanto más perversos cuanto más soberbios, de manera que no pretende robustecer las alas de sus virtudes para el vuelo, sine que trata de sobrecargar el lastre de sus vicios para sumergirlos; siendo entonces tanto más de lamentar su ruina, cuanto más excelsa les parecía su posición. Imitar debemos el ejemplo de los Magos, divinamente instruidos59, a quienes una estrella condujo a adorar la humildad del Señor y volver a la patria por ruta distinta de la que hemos traído, ruta que nos enseña el rey humilde, y que el rey soberbio, adversario del Rey de la humildad, no logró interceptar. Los cielos cantan la gloria de Dios, invitándonos a postrarnos ante Cristo humilde, y su eco se propagó por toda la tierra y sus palabras repercuten en los confines del orbe60.
Camino de muerte fue para nosotros el pecado de Adán. Por un hombre, dice San Pablo, entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres, en el que todos habían pecado61. Fue el diablo mediador de esta trocha, incitador del pecado, autor de la muerte. Para causar nuestra doble muerte presentó él la única suya. Murió él, a causa de su impiedad, en su espíritu; en la carne no pudo morir; pero nos incitó a la impiedad y por ella hizo que mereciésemos llegar a la muerte corporal. Apetecimos por sugestión maligna una cosa, la otra nos sigue por justa condenación. Por eso está escrito: Dios no es autor de la muerte62, porque Él no fue causa de la muerte; sin embargo, en justa recompensa, fue al pecador intimada la muerte. Condena el juez a suplicio al reo; la causa del tormento no es la justicia del juez, sino el mérito del crimen. A donde nos empujó el mediador de muerte, él no vino, es decir, a la muerte del cuerpo; y es ahí donde nuestro Señor y Dios, per una arcana y misteriosa disposición de su divina e inescrutable justicia, injertó en nosotros in savia medicinal del arrepentimiento, que el demonio no pudo merecer. Por un hombre vino la muerte y por un hombre la resurrección de los muertos63. Los hombres se afanaban en rehuir lo inevitable, esto es, la muerte del cuerpo, y descuidaban la muerte del alma; querían evitar la pena, no la causa de esta pena. En efecto, nos preocupa muy poco o nada el evitar el pecado; pero con vehemencia anhelamos escapar a la muerte, aunque jamás se consiga. El Mediador de vida nos exhorta a no temer esta muerte natural e inevitable y a temer, sí, la impiedad, que se logra vencer con la fe. Él ha conseguido el fin hacia el cual caminamos, mas no por la ruta que nosotros traemos. Nosotros venimos a este mal paso de la muerte por el pecado. Él por la justicia; y así, mientras nuestra muerte pena es del pecado, su muerte fue hostia de propiciación por el pecado.
CAPÍTULO XIII
La voluntariedad en la muerte de Cristo. Triunfo del mediador de la vida sobre el mediador de la muerte
16. Por lo cual el alma se ha de anteponer al cuerpo: muere el alma al verse abandonada de Dios, muere el cuerpo al ser por el alma abandonado. Es pena en la muerte del cuerpo; pues abandona el alma a su Dios porque quiere, justo es que el alma abandone al cuerpo en contra de su querer, y, abandonando el alma a Dios porque quiso, abandone el cuerpo aunque no quiera. No lo abandona cuando le place, a no ser que se violente y destruya su cuerpo. El alma del Mediador demostró que la muerte de su carne no era penal, pues al abandonarla no lo hizo en contra de su querer, sino porque quiso, cuando quiso y como quiso. Unido en unidad hipostática al Verbo de Dios, pudo decir: Tengo poder para dejar mi alma y poder para tomarla de nuevo. Nadie me la quita; soy yo quien de mí mismo la doy64. Y los que presentes estaban se admiraron en demasía, según narra el Evangelio, al ver cómo poco después de pronunciadas aquellas palabras figura de nuestro pecado, entregó su espíritu. Lenta y dolorosa es la agonía de los ajusticiados en cruz, como lo evidencian los dos ladrones, a quienes, para abreviar su penar, fueron rotas las piernas, y poder así bajarlos del madero antes del sábado. El encontrar a Cristo exánime no acaeció sin milagro, y por ello, según leemos, se admiró Pilato cuando entraron a pedirle permiso para sepultar el cuerpo del Señor65.
17. Y así aquel padre del engaño, mediador para el hombre de muerte, pretende en vano secar los manantiales de la vida, en nombre de una falsa purificación, mediante sacrificios y ritos sacrílegos, medios aptos para seducir a los soberbios; porque ni pudo ser particionero de nuestra muerte ni de su resurrección, si bien ha podido dar su única muerte por nuestra doble muerte; mas resucitar no le fue otorgado, y así no puede ser sacramento de nuestra renovación interior ni ejemplo de nuestro final despertar. Por el contrario, el verdadero Mediador de la vida, vivo en el espíritu, resucita su cuerpo exánime y arroja del alma de sus fieles al que está muerto en el espíritu y es mediador de muerte, y no le permite reinar en el santuario interior, sino tan sólo asediar desde fuera la plaza, sin que jamás pueda conseguir victoria".
Cristo mismo quiso ser tentado, para hacerse nuestro mediador en las tentaciones con su ayuda y con su ejemplo. Primero arroja al enemigo de la fortaleza donde por todos los accesos trata de introducirse, y después de su bautismo, terminada la tentación seductora en el desierto66, es cuando le ordena retirarse. El que estaba muerto en el espíritu no logró triunfar del que estaba vivo en el espíritu, y por eso, ahíto de muertes humanas, dirige sus ataques y sus esfuerzos a sembrar la muerte donde le es permitido, es decir, en lo que de mortal había el Mediador tomado de nosotros. Mas allí donde seguro parecía su triunfo fue derrotado en toda la línea, porque, al recibir poder externo para exterminar la carne del Señor, se extingue su poderío interior, que nos esclavizaba de antiguo. Y así, por la única muerte de un hombre sin sombra de pecado, fueron desatadas las ligaduras del pecado en muchos muertos. Pecha el Señor, sin deber nada, tributo a la muerte para que no nos perjudicase la nuestra, bien merecida. No existía poder en la tierra para arrancarle la vida; mas Él, por su voluntad, se despoja de su carne; porque el que no podía morir si así lo anhelaba, sin duda murió porque quiso; y esta muerte injusta deja inermes a potestades y principados, triunfando de todos en su carne67.
Con el sacrificio verdadero de su muerte, ofrecido por nosotros en la cruz, purificó, abolió y extinguió cuanto en el hombre de culpable existía, y que con derecho los principados y potestades reclamaban se expiase con suplicios; y con su resurrección llama a vida nueva a los predestinados, pues a los que llamó justificó, y a los que justificó glorificó68.
Señoreaba el demonio con pleno derecho sobre el hombre, que, consintiendo, se había dejado seducir, mientras él, libre de la corrupción de la carne y de la sangre, se sentía ufano de una victoria que la fragilidad de la carne, enfermiza y pobre, proporcionado le había, y se estimaba opulento y fuerte al dominar al hombre harapiento y extenuado; mas perdió su cetro en la muerte de esta misma carne.
Y a donde no pudo seguir al pecador a quien empujó en su caída, allí, acosado, impelió al Redentor en su descenso. Y así el Hijo de Dios vino a ser nuestro amigo en la hermandad de la muerte, mientras el enemigo tentador, no pudiendo morir, se juzga mejor que nosotros. Dice nuestro Redentor: Nadie tiene mayor caridad que aquel que da su vida por sus amigos69. Se creyó Luzbel superior al mismo Señor al cederle éste, en su pasión, la supremacía, porque da Él se ha de entender lo que en el Salmo se lee: Le hiciste un poco inferior a los ángeles70; y estoa fin de superar con su muerte inocente y en justo derecho la iniquidad del enemigo, que con plena justicia contra nosotros actuaba, y así apresó la cautividad, efecto del pecado71, y nos libró de ]a esclavitud merecida al borrar con su sangre purísima, injustamente vertida, nuestra sentencia de muerte y redimir a los pecadores, justificándolos.
18. También aquí Satanás trata de embaucar a los suyos, y les impone, cual falaz mediador, sus ritos expiatorios, que en realidad carecen de virtud purificativa y sólo sirven para envolver al que los practica; y así con facilidad logra que sus secuaces, soberbios, se mofen y desprecien la muerte de Cristo, y tanto más divino y excelso juzgan al diablo, cuanto más distanciado lo ven de la muerte. Pero son muy pocos los que le permanecen fieles, pues la mayoría reconocen y se abrevan con piadosa humildad en el manantial de su precio, y animosos abandonan a su enemigo y confiados corren a su Redentor. El mismo demonio ignora por qué caminos la excelsa sabiduría de Dios, fuerte y suave, se puede servir de sus insidias y de su furor para salvación de los fieles, partiendo de un extremo superior, principio de la criatura espiritual, hasta llegar al borde inferior, que es la muerte del cuerpo72. Todo lo hinche con su pureza extremada la sabiduría de Dios, y mancha no cabe en ella73. Al diablo, soberbio en grado superlativo por su inmunidad de la muerte corporal, prepara otro género de muerte en el fuego eterno del infierno, donde pueden ser atormentados no sólo los espíritus revestidos de terrena materia, sino también los que ostentan etérea envoltura.
Los hombres soberbios, para quienes Cristo se envileció al morir en aquella venta donde nos compró a gran precio74, no pueden rehuir esta muerte, condición de la achacosa naturaleza del hombre, y además serán precipitados con el demonio en la eterna. Con todo, en su demencia, anteponen este ángel rebelde a Cristo, porque los abandonó a una muerte en la que él a causa de su naturaleza no cayó, mientras, en su gran misericordia, Cristo se dignó por nosotros descender a ella. No obstante, se creen mejores que los demonios y no cejan de apostrofar a estos malditos, inmunes de la pasión de esta muerte por la cual desprecian a Cristo. Ni quieren comprender cómo el Verbo de Dios, inmutable en su esencia, pudo, por razón de su naturaleza inferior, sufrir mil tormentos, a los que el inmundo espíritu, por carecer de cuerpo terreno, no está sujeto. Y así, aunque sean mejores que los espíritus del mal, pueden en su carne morir, cosa que no pueden los demonios, carentes de materia terrena.
CAPÍTULO XIV
Jesucristo, víctima de valor infinito. Elementos del sacrificio
19. Y presumiendo mucho de sus sacrificios victimales, no entienden que sacrifican a los falaces y soberbios espíritus del mal; y si lo entienden, juzgan útil la amistad de estos pérfidos y envidiosos, cuya intención no es otra que la de impedir nuestro regreso. Ni comprenden cómo aquellos espíritus orgullosísimos no podrían gozar de los honores del sacrificio si éste no le fuera debido al único Dios verdadero, en cuyo nombre pretenden ser adorados; ni entienden cómo su ofrenda ritual ha de ser ofrendada por un sacerdote justo y santo, el cual ha de aplicarlo a intención de aquellos por quienes se ofrece, y cómo la víctima ha de ser sin tacha para que se pueda ofrecer como purificación por los pecadores. Este es deseo de cuantos quieren se ofrezca por ellos sacrificios a Dios.
Y ¿qué sacerdote más santo y justo que el Hijo único de Dios, pues no tiene necesidad de ofrecer primero sacrificio por su pecado, ni de origen ni los que se suman en la vida humana?75 Por otra parte, ¿qué víctima más grata a Dios podía elegir el hombre para ser inmolada por él que la carne humana? Y ¿qué carne más apta para ser inmolada que la carne mortal? Y ¿qué pureza era capaz de purificar al hombre de sus inmundicias, sino la carne inmune de todo contagio de concupiscencia carnal, nacida en el seno y del seno de una virgen? Y ¿Qué carne tan grata para el que ofrece y para el que recibe la ofrenda, como la carne de nuestro sacrificio, hecha cuerpo de nuestro Sacerdote? Cuatro elementos integran todo sacrificio: el que ofrece, a quien se ofrece, qué se ofrece y por quien se ofrece. El único y verdadero Mediador nos reconcilia con Dios por medio de este sacrificio pacífico, permanece en unidad con aquel a quien ofrece, se hace una misma cosa con aquel por quien se ofrece, y el que ofrece es lo que ofrece.
CAPÍTULO XV
Soberbia presunción de los impíos
20. Hay quienes creen poderse purificar por su propio esfuerzo para unirse y contemplar a Dios: a éstos los enloda la soberbia. No hay vicio que más la ley divina deteste y que mayor señorío otorgue al espíritu de la soberbia, mediador de los abismos, obstáculo de las cumbres, si por otra vía no se evitan sus ocultas asechanzas o se superan con la cruz del Señor, prefigurada en Moisés cuando, extendidos los brazos, instaba por la derrota de los amalecitas, que trataban de impedir al pueblo de Dios el viaje rumbo a la tierra de promisión76. Se prometen estos orgullosos alcanzar la purificación por sí mismos, porque algunos entre ellos lograron con la perspicacia de su inteligencia elevarse sobre la criatura y vislumbrar algún tenue rayo de la inmutable verdad, y se mofan de los cristianos que viven de sola fe, sin ascender a las vetas. Mas ¿qué aprovecha al soberbio contemplar en la lejanía la patria transmarina, si siente sonrojo de subir al leño? Y ¿qué perjudica al humilde la larga espera de la visión, cuando está seguro de haber tomado pasaje en la nave que ha de arribar felizmente a la patria, y que el vanidoso desprecia?
CAPÍTULO XVI
No han de ser consultados los antiguos filósofos sobre la resurrección de los muertos y la vida futura
21. Estos reprenden nuestra fe en la resurrección de la carne y hasta exigen nuestro asentimiento cuando discurren sobre estas cosas. Como si, por haberse elevado del espectáculo de la creación al conocimiento de la existencia trascendente e inmutable77, fuera razón consultarles cuando discurren sobre la conversión de las cosas perecederas o sobre el orden y duración de los siglos. Y aunque con recta lógica y válidos argumentos prueban la dependencia absoluta de todo lo temporal de las razones eternas, ¿pueden acaso penetrar en la esencia de esas mismas razones y colegir de ellas cuánta es la variedad de los cuadrúpedos, su creación seminal, el proceso de su desarrollo, los números de su reproducción, de su nacimiento y ocaso; los movimientos reguladores de su instinto cuando desean o rehúyen lo que es a su naturaleza conforme o nocivo? ¿Por ventura no buscaron todo esto, no en la sabiduría inconmutable, sino en las páginas de la historia o en su evolución espacial y secular, dando fe a lo que otros por experiencia aprendieron y consignaron en sus escritos?
No es maravilla si desfallecieron al investigar tan larga serie de siglos y si no acertaron a encontrar una meta en el camino incierto del género humano, que, a semejanza de un río, se desliza rápido, arrastrando al individuo en su corriente hacia su propio destino. Nunca los historiadores pudieron narrarnos sucesos lejanos que jamás hayan sido experimentados ni escritos.
Ni estos filósofos, a los demás superiores, han contemplado las cosas que entendían en las razones eternas; de otra suerte no se hubieran contentado con inquirir como simples historiadores los sucesos pretéritos, sino que habrían vaticinado el futuro. A los que esto hicieron llaman ellos adivinos, nosotros profetas.
CAPÍTULO XVII
Presciencia del porvenir. Acerca de la resurrección de los muertos no hemos de consultar ni quiera a aquellos filósofos que sobresalieron entre los antiguos
22. Aunque, a decir verdad, el nombre de profeta no es extraño en absoluto n su literatura, pero existe una gran diferencia entre conjeturar el futuro fundados en la experiencia del pasado; así prevén los galenos muchas dolencias y las consignan en sus escritos por haberlas observado experimentalmente; y así predicen el labrantín y el marinero (si se anuncian con gran antelación, se consideran adivinaciones) y preanuncian cosas futuras como si fueran pretéritas, pues su penetrante mirada percibe ya en la lejanía su venida; y cuando esto acontece por medio de las potestades aéreas, se cree que adivinan, y es como si desde la eminencia de un alcor se viese venir a los lejos un caminante y antes de su llegada se anuncia a los que viven en la llanura. A veces son los ángeles santos los que vaticinan por revelación de Dios, que por medio de su Verbo y Sabiduría se las comunica, y en Él está el pasado y el porvenir; o se lo anuncian a los hombres para que lo transmitan a otros. Finalmente, se puede conocer el futuro, no por ministerio de los ángeles, sino por sus mismas causas, causas que intuyen algunas almas, adentradas en los misterios del Espíritu Santo, en el alcázar supremo de todas las cosas. Oyen esto también las potestades aéreas mediante el pregón de los ángeles o de los hombres, poro en la medida que el Señor de lo criado les otorgare. Muchas otras cosas se predicen como por un cierto instinto e impulso del espíritu sin conocerlas, a ejemplo de Caifás, que, siendo pontífice, profetizó sin saber lo que se decía78.
23. En consecuencia, sobre la sucesión die los siglos y la resurrección de los muertos no hemos de consultar a los filósofos, que conocieron, en la medida de sus posibles, la eternidad del Creador, en el cual vivimos, nos movemos y somos79; porque, conociendo a Dios por sus criaturas, no le glorificaron como a tal ni le dieron gracias, y así, alardeando de sabios, se volvieron necios80.
Y no siendo capaces de fijar insistentemente la mirada de su mente en la eternidad de la substancia espiritual e inmutable, para divisar el cabalgar de los siglos en la sabiduría del Hacedor y Rector del universo, donde siempre existieron y existen, mientras en su ser pertenecen aún al futuro y, por ende, no son; y donde podían contemplar las conversiones progresivas de las almas y de los cuerpos hasta que alcancen su perfección específica; no siendo, repito. capaces de intuir estas cosas en Dios, tampoco eran dignos de que les fueran anunciadas por los ángeles buenos, bien al exterior por los -sentidos del cuerpo o ya por revelaciones interiores impresas en el espíritu, como en otro tiempo les fueron reveladas a nuestros padres, adornados de verdadera piedad; y ellos a su vez las manifestaron, confirmando sus vaticinios sobre cosas presentes o próximas con signos ciertos o fácilmente verificables, y, acrecentando así su autoridad, se hicieron dignos de crédito en las cosas que profetizaron habían de suceder al finalizar de los tiempos.
También las soberbias y fuleras potestades del aire han, por boca de sus vates, divulgado ciertas verdades sobre la convivencia y ciudadanía de los santos o sobre el auténtico Mediador, cosas que ellos saben por habérselas oído a los ángeles buenos o a los hombres; lo han hecho con la perversa intención de atraer, si ello fuera posible, a sus falsedades a los servidores de Dios, seduciéndolos con la predicción de ajenas verdades. Dios permite esto para Que la verdad resuene en todos los ámbitos del mundo y sea ayuda para sus fieles y testimonio contra los impíos.
CAPÍTULO XVIII
Fin de la encarnación del Hijo de Dios
24. La purificación era necesaria, pues no éramos capaces de adueñamos de lo eterno y sobrecargaban nuestra alma las inmundicias del pecado, contraídas al amor de las cosas temporales e incrustadas en nuestra naturaleza con el mugrón de nuestra mortalidad. Sólo por medio de lo temporal, cebo de nuestros sentidos, era posible dicha purificación para atemperarnos a las realidades eternas. La distancia entre la enfermedad y la salud es inmensa; el remedio, si no conviene a la enfermedad, no conduce a la salud: Engañan a los enfermos las cosas temporales si son Inútiles, mientras las útiles, aunque sean temporales, son excelente remedio terapéutico y, una vez restablecidos, nos encaminan a las eternas.
La mente racional, una vez purificada, debe aplicarse a la contemplación de lo eterno; pero la que aun necesita del baño de la purificación ha de fijar su vista en lo temporal mediante la fe. Dijo uno de los sabios de Grecia: "Lo que es la eternidad a lo que tiene principio, es a la fe la verdad. Sentencia muy verdadera. A lo que nosotros llamamos temporal, nombró él nacimiento; y a este género pertenecemos, nosotros, no sólo en cuanto al cuerpo, sino incluso cuanto a la mutabilidad de nuestro ánimo. No se puede en rigor denominar eterno lo que es en alguna manera mudable, y en cuanto mudables estamos muy distanciados de la eternidad.
Se nos promete la vida eterna mediante la verdad, de cuya evidencia dista nuestra fe tanto como nuestra mortalidad de lo eterno. Ahora es necesario creer en las cosas hechas en el tiempo para nuestra salvación, pues esta fe nos purifica; mas cuando arribemos a la visión, entonces reemplazará a la muerte la inmortalidad y a la fe la verdad. Por consiguiente, entonces nuestra fe se convertirá en verdad, al conseguir lo que ahora anhelamos, pues se nos promete la vida sin fin. Y lo dijo la Verdad -no esta verdad objeto futuro de nuestra fe, sino la Verdad que existe siempre porque es eternidad-; dijo, pues, la Verdad: Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo81. Cuando nuestra fe se transforme, por la visión, en verdad, disfrutará de la eternidad nuestra mortalidad transformada. Mientras eso se verifique, y para que se logre, pues a las cosas engendradas acomodamos la fe de nuestra credulidad y esperamos en las eternas la verdad de la contemplación, a fin de que la creencia de esta vida mortal no desentone de la verdad que es vida eterna, la misma Verdad, coeterna al Padre, nació en la tierra82, al venir el Hijo de Dios al mundo, haciéndose hijo del hombre, y así pudo recibir en sí nuestra fe y guiamos a su verdad. Aceptó en sí nuestra mortalidad sin despojarse de su eternidad. Lo que es al nacimiento la eternidad, es la fe a la verdad. Convenía ser purificados para que Cristo eterno naciera en nosotros y no fuera uno en la fe y otro en la verdad. Nosotros, por el hecho de tener un nacimiento, no podríamos alcanzar la eternidad si el que es eterno, naciendo como nosotros, no se hubiera asociado a nosotros para comunicarnos su misma eternidad. Hoy nuestra fe se dirige a donde subió Cristo, objeto de nuestra creencia, y así creemos en su nacimiento, en su muerte, en su resurrección y en su ascensión.
De estas cuatro verdades, dos ya las habíamos experimentado en nosotros, pues sabemos quo los hombres nacen y mueren; las otras dos, resucitar y subir a los cielos, constituyen el objeto de nuestra esperanza, pues creemos que en Cristo se han cumplido. En Él lo nacido tomó de la eternidad posesión, y lo mismo sucederá en nosotros cuando la fe se convierta en verdad. Habla a los creyentes, exhortándoles a permanecer en la fe, para luego pasar a la verdad y por ella ser conducidos a la eternidad, libres ya de la muerte, y les dice: Si permaneciereis en mi palabra, seréis en verdad mis discípulos83. Y como si le preguntaran: "¿Con qué fruto?", añade: Y conoceréis la verdad. Y de nuevo, cual si le replicasen: "¿Qué granjería ofrece a los hombres la verdad?", dice: Os hará libres. ¿Libres de qué, sino de la muerte, de la corrupción, de la mutabilidad? La verdad es siempre inmortal, incorruptible, inmutable. Y la verdadera inmortalidad, la verdadera incorruptibilidad, la inconmutabilidad verdadera, es la misma eternidad.
CAPÍTULO XIX
Vaticinios mesiánicos. Cómo el Hijo, por la misión de su nacimiento en la carne, se hace inferior sin detrimento de su igualdad con el Padre
25. ¿A qué vino el Hijo de Dios, o mejor, qué significa la misión del Hijo de Dios? Cuanto acaece en el tiempo en ayuda de nuestra fe, por la que somos purificados para contemplar la verdad, tiene su decreto en la eternidad aunque haya nacido en el tiempo o diga habitud a la eternidad, y es o testimonio de esta misión o la misma misión del Hijo de Dios.
Pero ciertos testimonios preanuncian su futura venida, otros testifican su llegada. Era conveniente que aquel por quien fueron hechas todas las criaturas tuviera a toda criatura por testigo al hacerse criatura. Si este Uno no hubiera sido vaticinado por muchos enviados, no hubieran sido liberados muchos, quedando uno encarcelado. Y SI estos testimonios no hubieran sido tales que a los pequeños pudieran parecer grandes, jamás se creería que el Grande, para hacernos grandes, se apareciese pequeño en medio de los pequeños. El cielo y la tierra y cuanto en ellos se contiene obra es del Hijo de Dios, mil veces más excelso que los prodigios y portentos obrados en su favor. Con todo, los hombres, para que los pequeños creyesen que estas cosas grandes habían sido hechas por Él, con temblor apreciaron aquellas cosas pequeñas cual si fueran grandes.
26. Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, hecho hijo de mujer, hecho bajo la Ley84. Y hasta tal punto pequeño, que fue hecho y enviado en cuanto hecho. Y si el mayor envía al menor, confesemos que el menor ha sido hecho y es menor en cuanto es nacido, y nacido en cuanto enviado. Envió a su Hijo, nacido de mujer. Y pues todas las cosas han sido creadas por Él, y no sólo antes de ser enviado como nacido, sino aun antes de existir el mundo creado, admitamos que es igual al que le envió, aunque digamos que es menor en cuanto enviado.
¿Cómo, pues, antes de esta plenitud del tiempo, cuando convenía fuese enviado, pudo ser visto por los patriarcas antes de su misión, al manifestárseles bajo ciertas apariencias angélicas, si ni aun cuando fue enviado pudo ser visto en cuanto es igual al Padre? Y ¿cómo dice a Felipe, que le contemplaba en carne pasible lo mismo que los demás, incluso los que le crucificaron: Tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido. Felipe, quien me ha visto ha visto al Padre; sino porque era y no era visto? Era visible en cuanto enviado, invisible como criador de todas las cosas. Y ¿por qué cuando aún era visible a los ojos de los mortales dice: Quien tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y quien me ama, será amado de mi Padre; y yo también le amare y me manifestaré a él85, sino porque la carne en la que se había el Verbo humanado, venida la plenitud del tiempo, nos la brindaba para sostén de nuestra fe, mientras reserva el manifestarse como Verbo, por quien han sido creadas todas las cosas, para cuando, purificadas nuestras almas por la fe, pudiéramos contemplarlo en la eternidad?
CAPÍTULO XX
Misiones divinas. Igualdad del que envía y del enviado. Por qué se dice el Hijo enviado por el Padre. Cómo y por quién fue enviado el Espíritu Santo. El Padre, principio de la deidad
27. Si, pues, el Hijo se dice enviado por el Padre, porque éste es Padre y aquél es Hijo, nada impide creer que el Hijo sea igual, coeterno y consubstancial al Padre, aunque el Hijo sea enviado por el Padre. Y no porque uno sea mayor e inferior el otro, sino porque uno es Padre y el otro es Hijo; aquél el engendrador, éste el engendrado; aquél el que envía, éste el enviado. Es el Hijo quien procede del Padre, no el Padre del Hijo. En este sentido hemos de entender la misión del Hijo, pues fue enviado no sólo porque el Verbo se hizo carne86, sino también porque fue enviado para que se hiciera carne y con su presencia corporal obrara cuantas cosas estaban escritas de Él; es decir, no sólo para que se entienda que el Verbo es el hombre enviado, sino también para dar a entender que el Verbo ha sido enviado para que se encarnase. Y es enviado no porque sea de inferior jerarquía substancial o porque no sea igual al Padre en algún otro atributo, sino porque el Hijo procede del Padre y no el Padre del Hijo.
El Verbo es el Hijo del Padre y su Sabiduría. ¿Qué maravilla, pues, si ha sido enviado, no porque sea desemejante al Padre, sino porque es una emanación pura de la claridad del Dios omnipotente?87 Allí el caudal y la fuente son una misma substancia. No como agua que salta de los veneros de la tierra o hendiduras de la roca, sino como luz de luz. Cuando se dice esplendor de luz eterna88, ¿qué otra cosa queremos significar sino que es Luz de luz eterna? ¿Qué es el esplendor de la luz sino luz? En consecuencia, coeterno a la luz de la que es esplendor. Prefirió decir esplendor de luz a decir luz de luz, para que nadie creyese más obscura la luz que emana que la luz de la cual emana. Al oír esplendor de luz es fácil imaginarlo como haz de luz que no creer que no brille con igual claridad (ningún hereje osó proferir tamaño absurdo, y creo que nadie se atreverá a ello), acude solícita la Escritura a disipar nuestras dudas, declarando imposible que la luz que emana sea más tenue que aquella de la cual emana, y así dice esplendor de aquella, esto es, de la luz eterna; y con ello queda su igualdad demostrada. Si fuera más tenue, sería obscuridad de la luz, no su esplendor; si fuera más viva, no emanaría de aquélla, pues no es posible superar en claridad la luz de la que ha sido engendrada. Y pues emana de la luz, no puede ser más intensa; y como no es su obscuridad, sino su esplendor, no puede ser más pálida. Luego es igual.
Ni debe embarazar la expresión una emanación pura de la claridad del Dios omnipotente; como si el esplendor no fuera omnipotente, sino emanación del Todopoderoso; porque acto seguido dice: Siendo una, todo lo puede89. ¿Quién es omnipotente sino aquel que lo puede todo? Es enviado por aquel de quien emana. He aquí la invocación de su apasionado amante: Envíala, dice, desde los santos cielos y desde el trono de su gloria pura que me asista y comparta mis trabajos90. Que es decir: para que me enseñe a trabajar y no trabaje. Sus trabajos son las virtudes. Pero de una manera es enviada para que esté con el hombre, y de otra para que sea hombre. Se transfunde en las almas santas y hace de ellas amigos de Dios y profetas91; como también se comunica a los ángeles buenos y por ellos obra cuanto se armoniza con sus ministerios.
Pero cuando llegó la plenitud del tiempo fue enviada92 no a colmar a los ángeles, ni a hacerse ángel, a no ser en el sentido de anunciar el consejo del Padre, que es también el suyo; ni a morar en los hombres o con los hombres, as! estuvo con los patriarcas y profetas, sino para que el Verbo se encarnase, es decir, se hiciese hombre; y en este futuro sacramento radica la salvación de aquellos santos y sabios nacidos de mujer antes que Cristo naciera de una virgen; y esperando en Él y creyendo este misterio encontrarán la salud cuantos esperan, creen y aman. Este es aquel gran sacramento de piedad que se ha manifestado en la carne, justificado en el espíritu; se apareció a los ángeles, fue predicado a las naciones, creído en el mundo p ensalzado en la gloria93.
28. El Verbo de Dios es enviado por aquel cuyo Verbo es, enviado por aquel de quien es nacido. Envía el que engendra, es enviado el engendrado. Y es a cada uno enviado cuando se le conoce y se le recibe según puede ser conocido y percibido por el alma racional que tiende hacia Dios o es ya en Dios perfecta. Por el hecho de nacer del Padre no se ha de afirmar que el Hijo haya sido enviado, sino que lo es únicamente cuando viene a este mundo y se hace carne. Salí, dice, del Padre y vine a este mundo94: o también cuando la mente percibe en el tiempo su asistencia, según está escrito: Envíala para que me asista y comparta mis afanes. Lo que nace en la eternidad es eterno esplendor de luz eterna95. El que es enviado en el tiempo, de todos es conocido.
Pero cuando el Hijo de Dios se manifiesta en la carne, entonces es enviado, venida la plenitud del tiempo, nacido de mujer. Pues en lo sabiduría de Dios no podía el mundo conocer a Dios por la sabiduría; porque la luz luce en las tinieblas y las tinieblas no la acogieron, plugo a Dios por la necedad de la predicación salvar a los creyentes96; y para ello el Verbo se hizo carne y habité entre nosotros97. Cuando percibe la mente la partida de alguien en el tiempo, es enviado, pero no a este mundo, pues no se manifiesta en forma sensible, es decir, no está en presencia de los sentidos corpóreo nosotros, cuando percibimos con la mente lo eterno, en cuanto es posible, estamos en este mundo; y las almas de todos los justos, aun viviendo en carne mortal, en cuanto paladean la dulcedumbre de las cosas divinas no están en este mundo.
Pero el Padre, aunque sea conocido por alguien en el tiempo, no se dice enviado, porque no tiene de quien proceder ni por quien ser enviado. Empero, la Sabiduría exclama: Yo salí de la boca del Altísimo98; y del Espíritu Santo se lee: Del Padre procede99; pero el Padre, de nadie procede.
29. Así como el Padre engendró y el Hijo fue engendrado, así el Padre envía y el Hijo es enviado. Pero el que envía y el enviado, así como el engendrador y el engendrado, son uno, porque el Padre y el Hijo son una misma cosa. Y uno con ellos es el Espíritu Santo, porque los tres son unidad. Nacer es para el Hijo ser del Padre: por el Padre fue engendrado; y ser enviado es conocer su procedencia del Padre. Para el Espíritu Santo, ser don de Dios es también proceder del Padre; y ser enviado es reconocer que procede de Él. Y no podemos afirmar que el Espíritu Santo no proceda del Hijo, porque no en vano se le dice Espíritu del Padre y del Hijo. No veo qué otra cosa puede significar aquella sentencia que el Hijo de Dios pronunció al soplar sobre el rostro de sed discípulos y decirles: Recibía el Espíritu Santo100. Aquel hálito material, procedente de la substancia terrena y actuando sobre los sentidos corpóreos, no podía ser substancia del Espíritu Santo, sino un símbolo para demostrar que el Espíritu Santo no sólo procede del Padre, sino también del Hijo. ¿Quién habrá tan escaso de juicio que ose afirmar ser uno el Espíritu que dio en este soplo y otro muy distinto el que envió después de su ascensión?101 Luego uno es el Espíritu de Dios, Espíritu del Padre y del Hijo, Espíritu Santo, que obra todas las cosas en todos102.
Esta doble donación no carece de misterioso sentido, del cual hablaré, con la ayuda del Señor, en otro lugar. Cuando Cristo dice: El que yo os envíe de parte del Padre103, demuestra que es Espíritu del Padre y del Hijo. Como dijese: Que el Padre os envía, añadió en mi nombre104. Observa que no dice: "Que el Padre os envía de mi parte", como dijo arriba: Que yo os enviaré de parte del Padre, afirmando con estas palabras que el Padre es principio de toda la divinidad, y con expresión más exacta, de toda la deidad. El que procede del Padre y del Hijo hace ciertamente referencia a aquel de quien nació el Hijo.
Y ¿cómo entender esta frase del evangelista: Aun no había sido dado el Espíritu Santo, porque Jesús aun no había sido glorificado105, sino en el sentido de que aquella dádiva o misión del Espíritu Santo había en el futuro de comunicarse después de la glorificación de Cristo, como jamás lo había sido antes? Dádiva ya lo era, pero no como lo fue después. Si antiguamente no se daba el Espíritu Santo, ¿por quién fueron inspirados en sus vaticinios los videntes? En innúmeros pasajes de la Escritura se dice con claridad que hablaron movidos por el Espíritu Santo. Así, de San Juan Bautista se profetiza que sería lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre106; y llenotambién del Espíritu Santo encontramos a su padre, Zacarías, al pregonar las grandezas de su hijo; y llena estaba María del Espíritu Santo al magnificar las obras del Señor107, que llevaba en sus entrañas, como lo estaban también Ana y Simeón al reconocer la majestad de Jesús en aquel parvulillo108. ¿Cómo, pues, no había sido aún dado el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado, sino porque aquella entrega, donación o misión del Espíritu Santo había de tener una propiedad muy singular en su venida, hasta entonces ignorada?
En efecto, jamás antes se había oído a los hombres hablar lenguas extrañas al descender sobre ellos el Espíritu Santo, como aconteció cuando era menester manifestar su venida por medio de signos sensibles para que en todo el orbe pudiera ser conocido, y las naciones, escindidas y separadas por mil idiomas, habían de creer todas en Cristo mediante la gracia del Espíritu Santo, para que tuviese cumplimiento lo que se canta en el Salmo: No hay discursos ni palabras que no se perciban sus voces: en toda la tierra repercutió su sonido, y hasta los confines del orbe sus palabras109.
30. Al Verbo de Dios se unió, y en cierto modo se mezcló, el hombre en unidad de persona, cuando, llegada la plenitud del tiempo, fue enviado a este mundo el Hijo de Dios, nacido de mujer, haciéndose Hijo del hombre por amor a los hijos de los hombres. Pudo la naturaleza angélica representar antes esta persona, como preanunciándola; pero no pudo substituirla expropiándola de su ser.
CAPÍTULO XXI
Epifanías del Espíritu Santo. Coeternidad de las tres personas. Qué ha dicho el autor y qué le resta aún por decir.
No me atrevo a decir que antes no se haya verificado algo parecido con relación a las apariciones sensibles del Espíritu Santo, ya se manifestase en lenguas de fuego110, ya en figura de paloma111, cuando, por medio de formas y movimientos transitorios, sirviéndole dócil y sumisa la criatura, manifestó su naturaleza inconmutable, al Padre y al Hijo coeterna, sin que entonces surgiese unidad de persona como en la encarnación del Verbo112. Pero si afirmo con plena seguridad que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son una misma substancia, Dios creador, y que la Trinidad omnipotente actúa inseparablemente.
Mas esto no puede ser demostrado de una manera inseparable, pues la criatura es muy desemejante y corpórea en grado sumo. Así, por medio de nuestras palabras, que suenan sensiblemente, es imposible pronunciar los nombres del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo sin emplear un determinado espacio de tiempo, indispensable en toda modulación silábica.
Mas en su substancia, por la que son, los tres son uno, Padre, Hijo y Espíritu Santo, sin movimiento temporal, sobre toda criatura, sin Intervalos de tiempo o de espacio; ano e idéntico desde la eternidad hasta la eternidad, eternidad que no existe sin verdad y sin amor; pero en mis palabras el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se encuentran separados, pues no se pueden pronunciar a un tiempo, y en la escritura ocupan también un lugar distanciado. Y lo mismo ocurre cuando nombro mi memoria, mi entendimiento o mi voluntad, pues cada nombre lo relaciono con una facultad; sin embargo, cada nombre es obra de las tres potencias, porque no existe nombre de éstos sin que se fijen en él conjuntamente la memoria, el entendimiento y la voluntad. Actúa la Trinidad en la voz del Padre, en la carne del Hijo y en la paloma del Espíritu Santo, pero nosotros apropiamos a cada una de las divinas personas dichas acciones. Este símil nos muestra de algún modo cómo la Trinidad, inseparable en su esencia, puede manifestarse separadamente en la criatura sensible, y cómo la acción indivisa de la Trinidad se encuentra en las cosas que sirven para representar con toda propiedad al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
31. Si se me pregunta cómo surgieron aquellas voces y aquellas formas o especies sensibles antes de la encarnación del Verbo, que prefiguraban como futura, respondo que fue obra de Dios por medio de sus ángeles. Aserto, en mi sentir, suficientemente probado por los múltiples testimonios ya aducidos de las santas Escrituras. Si, además, se me pregunta cómo se realizó la encarnación, respondo que el mismo Verbo de Dios se hizo carne, es decir, se humanó, sin que se haya convertido o transformado en aquello que se hizo; y de tal suerte se encarnó, que en Él se encuentra el Verbo de Dios, la carne del hombre y alma racional; siendo el todo, Dios por su naturaleza divina, hombre por su contextura humana.
Y si difícil es entender esto, sea purificada la mente por la fe, se abstenga cada día más de pecar, obre el bien y suplique con el gemido de los santos deseos, para que, progresando con el auxilio del cielo, comprenda y ame. Si se me pregunta cómo después de la encarnación del Verbo fue formada la voz del Padre o la figura corporal de la paloma, símbolo del Espíritu Santo, no dudo hayan sido hechas estas cosas por medio de la criatura; pero es ardua empresa averiguar, y no conviene afirmar temerariamente, si se manifestó sólo por medio de la criatura corpórea y sensible o se sirvió de la criatura racional e intelectiva (así plugo llamar a ciertos escritores al noerós de los griegos), sin llegar a la unidad de persona, sino sólo en función ministerial y prefigurativa, según Dios lo juzgó oportuno, o si es necesario entenderlo en otro sentido diverso. Mas ¿quién se atreverá a decir que el Padre es la misma criatura en la que resonó su voz, o que el Espíritu Santo es la paloma o las lenguas de fuego bajo cuyas apariencias se reveló, al modo como el Hijo de Dios es aquel hombre que nació de una virgen?
Sin embargo, no veo cómo pudieron limarse a cabo estas cosas sin el concurso de la criatura racional e intelectiva. No es tiempo aún de explicar por qué opino así, contando con la asistencia del Señor.
Antes es preciso discutir y refutar los argumentos de los herejes, no los que toman de los Libros santos, sino los que sacan de sus raciocinios, que nos obligan indeclinablemente -creen ellos- a interpretar en su sentido los textos de la Escritura que hablan del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
32. Ahora queda, a mi juicio, demostrado cómo el Hijo no es inferior por el hecho de ser enviado por el Padre, ni lo es tampoco el Espíritu Santo aunque sea enviado por el Padre y por el Hijo. Estos testimonios de la Escritura se entienden puestos o a causa de la criatura visible, o mejor, para indicar él origen, pero nunca para significar diversidad, desemejanza o diferencia de naturaleza; porque aun en la hipótesis de que Dios Padre hubiera querido manifestarse en la criatura visible, a Él sujeta, sería un absurdo mayúsculo pensar que había sido enviado por el Hijo, a quien engendró, o por el Espíritu Santo, que de Él procede.
Con esto ponemos punto final al presente libro. En los siguientes, con la ayuda del Señor, veremos cuáles son los argumentos falaces de los herejes y cuál su refutación.