DEL ESPÍRITU Y DE LA LETRA

Traducción: Emiliano López, OSA

CAPÍTULO I

Ocasión de este libro. Posibilidad de que alguna cosa se realice aunque nunca se haya realizado

1. Carísimo hijo Marcelino: Después de leer los tratados que ha poco tiempo te dediqué acerca del bautismo de los párvulos y de la perfecta justicia en el hombre, la cual nadie parece haber alcanzado ni que podría alcanzarla en esta vida a excepción del único Mediador, quien, inmune absolutamente de todo pecado, soportó la humana flaqueza a semejanza de la carne pecadora, hasme escrito reiteradamente que te inquieta lo que yo en el segundo de aquellos dos libros he afirmado, a saber, que le es posible al hombre el vivir sin pecado con el auxilio de la gracia divina, si no le falta la cooperación de su voluntad; pero que, sin embargo, a excepción de aquel en quien todos serán vivificados1, nadie ha existido ni existirá aquí en la tierra en quien se hallase tan cabal perfección.

Porque te parece absurdo afirmar que alguna cosa pueda realizarse sin que se dé algún ejemplo de su existencia, a pesar de que no dudas —según creo— que nunca se ha verificado que un camello pasase por el ojo de una aguja, y, no obstante, el mismo Jesucristo nos aseguró que esto le era posible a Dios2; a pesar de que lees también que podían haber combatido por Cristo doce mil legiones de ángeles a fin de que no sufriese pasión3, y, sin embargo, no se realizó esto; y a pesar, en fin, de que lees que pudo verificarse de una manera repentina el exterminio de los gentiles en la tierra, que fue dada a los hijos de Israel4, y, no obstante, quiso Dios que se realizara paulatinamente5. Y así podrían ofrecerse otros muchos ejemplos, los cuales decimos que han podido y podrían realizarse, mas no podemos afirmar que se hayan realizado. No debemos, por tanto, negar la posibilidad de que el hombre viva sin pecado porque ninguno haya existido en "quien podamos demostrar que esto se haya realizado perfectamente, a excepción de aquel que no es solamente hombre, sino también Dios por naturaleza.

CAPÍTULO II

Afirmar que el hombre puede existir sin pecado en esta vida no es error tan pernicioso y grave
como el negar la necesidad de la gracia. Este debe ser enérgicamente combatido

2. Tal vez me objetarás aquí que estos ejemplos que acabo de recordar, los cuales no se han realizado, aunque han podido realizarse, serian obras divinas; mas el que el hombre viva sin pecado es cosa que pertenece a la esfera de la actividad humana, siendo la obra más excelente del hombre aquella por la cual se realiza en toda su integridad y de una manera consumada la perfecta y absoluta justicia. Y, por tanto, puesto que el hombre es capaz de realizarla, no se debe creer que nadie haya existido, exista o pueda existir en quien no se haya realizado esta justicia cumplidamente. Más contra esto debes considerar que, aunque pertenezca al hombre el realizar esta obra, no por eso deja de ser un don divino, y, por tanto, es sin duda también una obra divina. Porque Dios es —dice el Apóstol— el que obra en vosotros así el querer como el obrar, según su beneplácito6.

3. Por consiguiente, los que aseguran que el hombre vive o ha vivido aquí en la tierra sin pecado absolutamente ninguno, no se han fatigado mucho en demostrarlo, y así se les ha de estimular para que, si son capaces de ello, demuestren que es como lo afirman. Porque si es verdad que pueden aducirse diversos testimonios de las sagradas Escrituras tales como éste: No entres en cuentas con tu siervo, porque no será justificado en tu presencia ningún viviente7, y otros semejantes, por los cuales creo que esté bien definido que ningún hombre se hallará sin pecado en esta vida no obstante el uso del libre albedrío; si, a pesar de eso, alguien pudiera enseñar que estos testimonios deben interpretarse de otro modo del que suenan a la letra y llegase a demostrar que alguno o algunos han vivido aquí en la tierra exentos de todo pecado, a este tal, quien ya no sólo no le fuese adversario, sino quien no le felicitase con la mayor efusión, demostraría estar dominado por no leves resentimientos de envidia. Y aunque —lo que yo más bien juzgo— nadie existe, ha existido, ni existirá que haya alcanzado una tan perfecta pureza de vida; si, no obstante, aun hay quien defienda o juzgue que existe, ha existido o habrá, de existir algún hombre adornado de tanta perfección, no sería éste, en cuanto yo alcanzo a entender, un error muy grave ni pernicioso, cuando se yerra con cierta buena fe, con tal de que quien así piense no juzgue ser él mismo tan perfecto, si con toda verdad y evidencia no viere que lo es.

4. Pero sí se ha de combatir enérgica y denodadamente a los que juzgan que le es posible al hombre con solas las fuerzas de su voluntad, sin la ayuda de Dios, ya alcanzar la perfecta justicia o ya, una vez alcanzada, progresar más en ella. Mas éstos, en cuanto se les ha empezado a argüir contra su presunción en sostener que la justicia se realiza sin el auxilio divino, se repliegan cobardemente y no osan divulgar su sentencia, porque comprenden cuan impía es e intolerable.

Insisten, no obstante, en sostener que en tanto la justicia no se realiza sin el auxilio divino en cuanto que también al hombre le creó Dios con voluntad dotada de libre albedrío, y, dándole preceptos, le enseña cómo debe vivir. Y así. Dios le ayuda, en cuanto que enseñándole destruye su ignorancia, a fin de que aprenda qué es lo quo debe evitar en sus obras y qué apetecer. Con cuya ilustración, y mediante el libre albedrío en él naturalmente impreso, entrando el hombre en la senda que se le ha manifestado y viviendo sobria, justa y piadosamente, merece llegar a la vida bienaventurada y eterna.

CAPÍTULO III

La gracia es un don del espíritu santo
por el cual se infunde en el alma la complacencia y amor del bien

5. Nosotros, por el contrario, sostenemos que la voluntad humana de tal manera es ayudada por la gracia divina, que, además de haber sido creado el hombre con voluntad dotada de libre albedrío y además de la doctrina, por la cual se le preceptúa cómo debe vivir, recibe también el Espíritu Santo, quien infunde en el alma la complacencia y amor de aquel sumo e inconmutable Bien que es Dios aun ahora, en la vida presente, cuando todavía camina el hombre, peregrino de la patria eterna, guiado por la luz de la fe y no por clara visión8; para que así con esta gracia, que le es otorgada como prenda del don gratuito de la gloria, se enardezca para unirse a su Creador y se encienda en vivas ansias de llegar a la participación de la verdadera luz; para que así la posesión de su bienandanza le provenga de aquel mismo de quien recibió el ser.

Porque si el camino de la verdad permaneciera siempre oculto para el hombre, el libre albedrío de nada le serviría sino para pecar. Y aun cuando lo que debe obrar el hombre y el fin mismo de la obra estuviere patente, aun así no se obra, no se abraza el bien ni se vive justamente si al mismo tiempo el bien no nos deleita y no se ama. Por eso, para que el bien sea amado, la caridad divina es derramada en nuestros corazones no por el libre albedrío, que radica en nosotros, sino por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado9.

CAPÍTULO IV

La doctrina de la ley sin espíritu, que vivifica, es letra que mata

6. La doctrina, pues, por la cual se nos ordena el vivir honesta y justamente es letra que mata si no la acompaña el espíritu, que vivifica. Mas no sólo de un modo literal debe ser entendida esta sentencia del Apóstol: La letra mata, mas el espíritu vivifica10, como una cosa escrita metafóricamente y cuya significación propia es absurda; no debemos entenderla tal como suena a la letra, sino que, penetrando la significación que entraña, alimentemos el hombre interior con la inteligencia espiritual. Porque apetecer según la carne es muerte, mas apetecer según el espíritu, vida y paz11. Como si alguien entendiera en sentido carnal muchas de las cosas escritas en el Cantar de los Cantares; no sacaría fruto de caridad luminosa, sino afectos de concupiscencia libidinosa.

No se ha de entender, por tanto, solamente de un modo literal lo que el Apóstol dice: La letra mata, mas el espíritu vivifica, sino, principalmente, de aquel modo que en forma clarísima expresa en otro lugar: No conocería la concupiscencia si la ley no dijese: "No codiciarás". A lo que añade poco después: Tomando ocasión del precepto, el pecado me sedujo, y por medio de aquél me dio la muerte12. He aquí lo que significa la letra mata.

Nada, en efecto, se dice metafóricamente y que no deba tomarse según el sonido de la letra cuando se dice: No codiciarás, sino que es un precepto clarísimo y salubérrimo, y tal, que quien lo cumpliere estará exento de todo pecado. Pues escogió el Apóstol esta especie de precepto general, en el que los abarcó a todos, como si ésta fuera la voz de la ley prohibitiva de todo pecado, que prescribe: No codiciarás, porque ningún pecado se comete si no es por codicia. Por tanto, la ley que esto prescribe es buena y laudable.

Mas cuando no interviene la ayuda del Espíritu Santo, excitando en lugar de la mala codicia la codicia buena, esto es, derramando la caridad en nuestros corazones, entonces la ley, aunque en sí buena, estimula con la prohibición el apetito malo; a la manera que el ímpetu del agua, si ésta no deja de presionar por determinado punto, se hace más violento con la oposición de algún obstáculo, el cual, al ser vencido, hace que el agua se precipite en mayor cantidad y con más violencia por la pendiente. Pues yo no sé de qué modo aquello que se codicia se hace más grato cuando es prohibido. Y esto es lo que inclina al pecado mediante el precepto, y por lo que éste mata cuando se le añade la prevaricación, la cual no existe donde no existe la ley13.

CAPÍTULO V

Verdadero concepto de la cuestión

7. Examinemos ya, si te place, todo el pasaje de la epístola del Apóstol y declarémosle en la medida que el Señor fuere servido ayudarnos. Porque intento demostrar que lo que el Apóstol dice: La letra mata, mas el espíritu vivifica, no está dicho en términos metafóricos, aunque así podría entenderse sin inconveniente, sino más bien de la ley que prohíbe terminantemente el mal. Lo cual demostrado, quedará más de manifiesto que el vivir justamente es un don divino, no sólo porque Dios otorgó al hombre el don natural del libre albedrío, sin el cual no se puede vivir justa ni injustamente; ni tampoco porque se le dio una ley por la que se le enseña cómo se debe vivir, sino porque mediante el Espíritu Santo derrama la caridad en los corazones de aquellos a quienes conoció en su presciencia para predestinarles, y les predestinó para llamarles, y les llamó para justificarles, y les justificó para glorificarles14.

Cuando esto quede probado con toda evidencia, comprenderás —yo así lo creo— que en vano se afirma ser solamente posibles, sin que se dé algún ejemplo, las cosas que Dios puede obrar; como la que ya recordé del paso del camello por el ojo de una aguja y cualesquiera otras tan imposibles para nosotros como fáciles para Dios. Y así, no debería computarse entre estas cosas la justicia humana, si para conseguir ésta no es necesaria la acción de Dios, sino que es suficiente la capacidad del hombre; pues si tal perfección es posible en esta vida, no hay causa alguna para creer que no exista sin algún ejemplo.

Pero que esto se afirma en vano, se esclarecerá suficientemente cuando se ponga en evidencia que también la justicia humana se ha de atribuir a la acción de Dios, aunque no se realice sin el concurso de la voluntad del hombre. Por consiguiente, no podemos negar que tal perfección sea también posible en esta vida. Porque todas las, cosas son posibles para Dios15, así las que El realiza por su sola voluntad como las que decretó que podría realizar con la cooperación de las voluntades de sus criaturas. Y por esta razón, la que no se realiza de entre estas cosas posibles queda sin ejemplo entre el número de las cosas realizadas; pero en Dios y en su poder está la causa por la cual pudiera realizarse, y en su sabiduría, el porqué no se haya realizado; cuya causa, si permanece oculta para el hombre, no debe éste olvidar que es hombre, y así no atribuirá a Dios la insipiencia por no ser él capaz de comprender plenamente su sabiduría.

8. Escucha, pues, al Apóstol instruyendo a los romanos y declarándoles cumplidamente que lo que había escrito a los corintios: La letra mata, mas el espíritu vivifica, debe entenderse más bien del modo que arriba dije: que la letra de la ley, que enseña que no se debe pecar, mata, si falta el espíritu, que vivifica; pues hace que el pecado sea conocido más bien que evitado, aumentado más bien que disminuido, puesto que a la maliciosa codicia añade además la transgresión de la ley.

CAPÍTULO VI

Aumento del delito por causa de la ley

9. Deseando, pues, el Apóstol ensalzar los méritos de la gracia que por medio de Jesucristo provino a todos los hombres, a fin de que los judíos no se jactasen vanamente sobre los demás pueblos por causa de la ley recibida, después de haber dicho que el pecado y la muerte entraron en el linaje humano por obra de un hombre, y por abra de otro hombre la justicia y la vida eterna, aludiendo evidentísimamente por aquél a Adán y por éste a Jesucristo, he aquí lo que afirma: Pues la ley se introdujo para que abundase el pecado; mas donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, para que así como dominó el pecado para la muerte, así también domine la gracia, mediante la justicia, para la vida eterna por Jesucristo, Señor nuestro.

Objetándose luego a si mismo, se pregunta el Apóstol: ¿Qué diremos, pues? ¿Permaneceremos en el pecado para que abunde la gracia? De ningún modo. Comprendió que podía ser entendido perversamente por los perversos lo que antes había dicho: que la ley se introdujo para que abundase el pecado; mas donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia; como si dijera que por la abundancia de la gracia fuese provechoso el pecado. Pero él mismo, refutando esta objeción, contesta: De ningún modo, y añade: Los que estamos muertos al pecado, ¿cómo viviremos en él? Es decir: Habiendo sido fruto de la gracia el que muriésemos al pecado, ¿qué otra cosa haríamos perseverando en él sino mostrarnos ingratos a la gracia?

Pues no quien alaba la virtud curativa de la medicina asegura que sean útiles las enfermedades y las heridas de las cuales aquélla sana al hombre; sino que cuanto mayores son las alabanzas con que se ensalza la medicina, tanto más se execran y aborrecen las heridas y las enfermedades de las cuales libra aquélla que así es alabada. Del mismo modo, la alabanza y exaltación de la gracia es vituperio y reprobación del delito. Porque fue preciso que so hiciese patente al hombre lo monstruoso de su enfermedad, ya que no le aprovechó contra su malicia el precepto bueno y santo, con el cual fue más bien aumentada que disminuida su iniquidad. Así, en cierta manera, la ley fue introducida para que abundase el pecado; para que de este modo, convicto y confuso, comprendiese el ¡hambre que tenía necesidad de Dios no sólo en cuanto maestro, sino también en cuanto ayudador por quien fuesen enderezados sus caminos, para que no le domine ya la iniquidad16 y sea sanado de ella acogiéndose al socorro de la divina misericordia para que así, donde abundó el pecado, sobreabunde la gracia, no por los méritos del pecador, sino por los auxilios del ayudador.

10. A continuación muestra el Apóstol cómo esta misma medicina se manifestó místicamente en la muerte y resurrección de Cristo, diciendo: ¿Acaso ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, en su muerte fuimos bautizados? Consepultados, pues, fuimos con El por el bautismo en orden a la muerte, para que como fue Cristo resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros en novedad de vida caminemos. Porque si hemos sido hechos una cosa con El por lo que es simulacro de su muerte, pero también lo seremos por lo que lo es de su resurrección; sabiendo esto, que nuestro hombre viejo fue con El crucificado para que sea destruido el cuerpo del pecado, a fin de que en adelante no seamos ya más esclavos del pecado; pues quien murió, absuelto queda del pecado. Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con El; sabiendo que Cristo resucitado de entre los muertos no muere ya más, la muerte sobre El no tendrá ya señorío Porque eso que murió, al pecado murió de una vez para siempre; mas eso que vive, vivepara Dios. Así, también vosotros haceos cuenta que estáis muertos para el pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús17.

Con toda claridad, en efecto, aparecen aquí figurados, en el misterio de la muerte y resurrección del Señor, el fin de nuestra vida antigua y el nacimiento de la vida nueva, y manifiestas asimismo también tanto la destrucción de la iniquidad como la renovación de la justicia. ¿De dónde, pues, le provino al hombre tan inmenso beneficio, manifestado por la letra de la ley, sino por la fe de Jesucristo?

CAPÍTULO VII

Cuál es la fuente de donde manan las buenas obras

11. Esta piadosa consideración es la que guarda con seguridad a los hijos de los hombres, que esperan protegidos bajo las alas de Dios para ser embriagados en la abundancia de su casa y abrevados en el torrente de sus delicias: porque en El está la fuente de la vida y en su luz veremos la luz; porque extiende su misericordia sobre cuantos le conocen y su justicia sobre los rectos de corazón. Y no sólo porque le conocen, sino también para que le conozcan, extiende sobre ellos su misericordia; ni sólo porque son rectos de corazón, sino para que sean de corazón recto, extiende sobre ellos su justicia, con la cual justifica al impío18.

He aquí la consideración que no conduce a la soberbia, vicio que levanta la cerviz cuando el hombre pone ante todo la confianza en sus propias fuerzas, constituyéndose a sí mismo en razón autónoma de su vida. Con cuyo extravío se aparta de aquella fuente de vida en cuyas solas aguas se bebe la justicia, esto es, la vida santa, y de aquella luz indefectible por cuya participación se enciende en cierta medida el alma racional, para llegar a ser ella también, aunque creada y finita, una verdadera luz. Así lo era Juan, antorcha encendida y luciente19, quien, no obstante, conoció bien de dónde procedía su luz. Nosotros —dice— de su plenitud hemos recibido. ¿De quién, ciertamente, sino de aquel en cuya comparación Juan no era luz? Aquél era, pues, la verdadera luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo20.

Por eso, después de decir el Salmista: Despliega tu misericordia sobre los que te conocen y tu justicia sobre los rectos de corazón, añade: No se acerque a mí el pie de la soberbia, ni la mano de los pecadores me mueva de mi lugar; allí cayeron todos los que obran la iniquidad, fueron derribados y no pudieron levantarse21. En efecto, este espíritu de impiedad, por el cual se arroga cada uno para sí lo que es propio de Dios, es el que precipita al hombre en el abismo de sus tinieblas que son las obras de la iniquidad. Porque tales son claramente las obras que el hombre realiza y las únicas que de por sí es capaz de realizar. Mas las obras de la justicia no las puede poner en práctica si no es por la participación de aquella fuente y de aquella luz en la que no existe ninguna indigencia de vida y en la que no cabe mudanza ni sombra alguna de alteración22.

12. Por eso, el apóstol Pablo, que antes tenía el nombre de Saulo23, no por otra razón —a lo que yo juzgo— escogió aquel nombre sino para aparecer ante los ojos de los demás como pequeño, como el mínimo de los apóstoles, lidiando valerosa y esforzadamente en pregonar las excelencias de la gracia divina contra los arrogantes y orgullosos y contra los que presumían del valor de sus propias obras. Y en verdad parece que se reveló en él la gracia de una manera más clara y evidente, porque el que perseguía con tanta saña la Iglesia de Dios, ejecutando acciones por las que merecía gravísimo castigo, recibió la misericordia en lugar de la condenación y alcanzó la gracia en vez de la pena, por lo cual con gran merecimiento predica y batalla en su defensa, no preocupándole la envidia de los que no podían comprender un misterio tan profundo y arcano y tergiversaban el sentido de sus sanas doctrinas; antes bien, sin la menor vacilación, pregona el valor de la gracia de Dios, por la cual únicamente son hechos salvos los hijos de la promesa, los hijos del divino beneficio, los hijos de la gracia y de la misericordia, los hijos del Nuevo Testamento. Ante todo, éste es siempre su saludo (en el principio de sus Epístolas): Con vosotros sea la gracia y la paz de Dios Padre y de Jesucristo, Señor nuestro. Y después, escribiendo a los romanos, apenas si trata otra cuestión más que esta de la gracia, y eso de una manera tan batallona e insistente, que llega hasta fatigar el ánimo del lector, si bien con una fatiga útil y saludable, pues más bien que relajar, vigoriza los miembros del hombre interior.

CAPÍTULO VIII

La observancia de la ley. La gloria de los judíos. El temor de la pena, la circuncisión del corazón.
En qué reconocen los pelagianos a dios como autor de la justificación

13. De ahí lo que ya recordé más arriba; de ahí que arguya el Apóstol al judío, echándole en cara que se llama judío y, sin embargo, no practica lo que profesa. Que si tú —dice — te apellidas judío, y descansas satisfecho en la ley, y te ufanas en Dios, y conoces su voluntad, y sabes aquilatar lo mejor, siendo adoctrinado por la ley, y presumes de ti ser guía de ciegos, luz de los que andan en tinieblas, educador de necios, maestro de niños, como quien posees la expresión de la ciencia y de la verdad plasmadas en la ley; tú, pues, que a otro enseñas, ¿a ti mismo no te enseñas? Tú, que predicas no hurtar, ¿hurtas? Tú, que prohíbes adulterar, ¿adulteras? Tú, que abominas de los ídolos, ¿saqueas los templos? ¡Tú, que te ufanas en la ley, por la transgresión de la ley afrentes a Dios! Porque el nombre de Dios por causa de vosotros es blasfemado entre las gentes, según está escrito.

Porque la circuncisión, cierto, aprovecha, como observes la ley; mas si fueres transgresor de la ley, tu circuncisión se ha trocado en incircuncisión. Si, pues, la incircuncisión guardare los justos dictámenes de la ley, ¿por ventura no será su incircuncisión computada como circuncisión? Y juzgará la que por naturaleza es incircuncisión, si cumpliere la ley, a ti, que con letra y circuncisión eres transgresor de la ley. Que no el que se parece de fuera es judío, ni la que se parece de fuera en la carne es circuncisión, sino más bien el judío que es tal en lo escondido, y la circuncisión del corazón, en espíritu, no en letra; cuya es la alabanza, no de los hombres, sino de Dios24. He aquí cómo patentiza el Apóstol en qué sentido dijera te ufanas en Dios.

Porque, en efecto, si el judío se hubiera gloriado verdaderamente en Dios del modo que lo exige la gracia, que no es dada según los méritos de las obras, sino gratuitamente, su gloria fuera de Dios, no de los hombres. Mas de tal modo se ufanaban en Dios los judíos como si por sí solos hubieran merecido recibir la ley conforme a la palabra del Salmo, en que se dice: No obró Dios así con los demás pueblos, ni les manifestó sus justicias25. Juzgaban ellos que practicaban la ley de Dios en toda justicia, cuando eran más bien sus transgresores. Por eso el cúmulo de pecados cometidos26 por quienes no podían alegar ninguna ignorancia los iba labrando la ira de Dios. Pues aun aquellos mismos que cumplían lo que la ley ordenaba, no lo hacían por amor de la justicia ni auxiliados por el Espíritu Santo, sino por temor del castigo, y por eso ante Dios no existía en la voluntad de ellos lo que ante les hombres se parecía de fuera en las obras exteriores, antes bien por eso mismo hacíanse reos delante de Dios, quien conocía lo que dios querrían más bien obrar, si les fuera posible, impunemente. Porque llama el Apóstol circuncisión del corazón a la voluntad pura de toda concupiscencia ilícita; la cual no se consigue por la letra, que instruye y conmina, sino por el Espíritu Santo, que ayuda y da saludable medicina. Y de los que así obran es la alabanza, que procede no de los hombres, sino de Dios, el cual mediante su gracia les otorga el que merezcan ser alabados. Por eso de Él se dice: En el Señor será ensalzada mi alma27, así como también a Él se le dice: Ante ti mi alabanza28; lo cual no hacen los que sólo pretenden tributar a Dios sus alabanzas en cuanto son hombres y a sí mismos, en cambio, en cuanto son justos.

14. "Pero también —arguyen— nosotros glorificamos a Dios como autor de nuestra justificación, reconociendo que El nos dio la ley, con cuyo conocimiento aprendemos cómo debemos vivir". No prestan atención a aquello que ellos mismos leen: Que no será justificado por la ley hombre alguno en el acatamiento de Dios. Porque puede simularse esta justicia delante de los hombres, pero no delante de aquel que es el escudriñador del corazón mismo y de la voluntad más secreta, en la cual ve El, aunque otra cosa obre el que obra por temor de la ley, lo que, no obstante, querría más bien obrar, si fuera lícito. Y para que no pensase alguno que el Apóstol quiso decir aquí que nadie es justificado por aquella ley, que en los sacramentos antiguos comprendía en figura muchos preceptos, entre los cuales se hallaba la circuncisión de la carne, la cual debían recibir los párvulos a los ocho días de nacer29, añade a continuación a qué ley se refería y dice: Pues por la ley el conocimiento del pecado. Esta es, por tanto, aquella ley de la cual dice después: No conocí el pecado sino por la ley. Porque no conocería la codicia si la ley no preceptuase: No codiciarás30. Pues ¿qué otra cosa significa Por la ley el conocimiento del pecado?

CAPÍTULO IX

La justicia de dios manifestada por la ley y los profetas

15. Llegados a este punto, tal vez la presunción humana, que desconoce la justicia de Dios y pretende establecer la suya propia, arguya que con razón dijo el Apóstol: Que por la ley nadie es justificado; porque la ley solamente manifiesta qué es lo que se debe hacer y qué evitar, para que lo que ella manifiesta lo abrace la voluntad, y así se justifique el hombre no por lo que manda la ley, sino por el libre albedrío.

Mas atiende, ¡oh hombre!, a lo que sigue: Porque ahora —dice— se ha manifestado la justicia de Dios por el testimonio de la Ley y de los Profetas. ¿Acaso no resuena hasta en los oídos sordos esta palabra? La justicia de Dios —dice— se ha manifestado. Esta es la justicia que ignoran31, y a la cual no quieren sujetarse los que pretenden mantener la suya propia. La justicia de Dios —dice— se ha manifestado; no dijo la justicia del hombre o la justicia de la propia voluntad, sino la justicia de Dios, no aquella justicia por la cual Dios es justo, sino aquella de la cual reviste al hombre cuando justifica al impío. Esta es la que se manifiesta por la Ley y los Profetas; de la cual la Ley y los Profetas dan testimonio. La Ley ciertamente, porque preceptuando, amenazando y no justificando a nadie declara suficientemente que el hombre es justificado por la gracia de Dios mediante la ayuda de Espíritu Santo; los Profetas también, porque lo que ellos vaticinaron se cumplió con la venida de Cristo.

Por eso el Apóstol prosigue y añade, diciendo: Pues la justicia de Dios mediante la fe de Jesucristo, esto es, por aquella fe con la cual se cree en Jesucristo. Ahora bien; así como por esta fe de Cristo no se entiende aquella por la cual cree el mismo Cristo, de igual manera, por la justicia de Dios tampoco se entiende aquel atributo por el cual Dios es justo. Ambas cosas son nuestras, pero en tanto se dice que son de Dios y de Cristo en cuanto que son dádivas de la divina liberalidad. Así, pues, la justicia de Dios, aunque se da sin la ley, no se ha manifestado sin la ley. Porque ¿cómo podría ser testificada por la ley sin ser manifestada por la ley? Mas esta justicia de Dios se da sin la ley, porque la otorga Dios, mediante el Espíritu de gracia, a aquel que cree sin ser auxiliado para ello por la ley. Pues es cierto que Dios algunas veces por medio de la ley manifiesta al hombre su flaqueza, para que, recurriendo éste por la fe a la divina misericordia, sea sanado.

Por eso de la divina sabiduría se ha dicho que lleva en la lengua la ley y la misericordia32, esto es, la ley, por la cual hácense reos los soberbios, y la misericordia, que justifica a los humildes. La justicia de Dios, por tanto, mediante la fe de Jesucristo, para todos los que creen; pues no hay distinción. Porque todos pecaron y se hallan privados de la gloria de Dios, no de la suya propia. Porque ¿qué tienen que no lo hayan recibido?33 Y si lo han recibido, ¿por qué se glorían como si no lo hubieran recibido? Se hallan, por tanto, privados de la gloria de Dios. Y atiende a lo que sigue: Justificados gratuitamente por su gracia34. Justificados, pues, no por la ley ni por la propia voluntad, sino gratuitamente por su gracia. No que esta justificación se realice sin nuestra voluntad, sino que nuestra voluntad se manifiesta enferma mediante la ley para que la gracia la sane y, una vez sana la voluntad, cumpla la ley no oprimida bajo el yugo de la misma ley ni necesitada para ello de la ley.

CAPÍTULO X

En qué sentido la ley no ha sido establecida para el justo

16. Pues la ley no ha sido establecida para el justo, no obstante que ella es buena, si se usa de ella legítimamente. El mismo Apóstol, uniendo estas dos cosas, estimula al lector a escudriñar esta cuestión y a resolverla. Porque ¿cómo será verdad que es buena la ley, si se usa legítimamente de ella?35, siendo también verdad lo que sigue: ¿Sabiendo esto, que la ley no ha sido establecida para el justo?

Porque ¿quién sino el justo usa legítimamente de la ley? Y, sin embargo, ésta no ha sido establecida para él, sino para el injusto. ¿Por ventura también el injusto para ser justificado, esto es, para que llegue a hacerse justo, debe usar legítimamente de la ley, a fin de que por ella, como por un instructor, sea conducido a la gracia, por la que únicamente puede cumplir lo que preceptúa la ley? En efecto, por aquélla es justificado gratuitamente36, es decir, sin que preceda ningún mérito de sus propias obras, pues de otra suerte la gracia ya no sería gracia37. Por eso ciertamente, cuando ésta nos es otorgada, no lo es por las buenas obras que hayamos practicado, sino para que por ella podamos practicarlas; esto es, no porque hayamos cumplido la ley, sino para que podamos cumplirla. Pues el mismo Jesucristo dijo: No vine a destruir la ley, sino a cumplirla38; Él, de quien fue dicho: Hemos visto su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad39. Y ésta es aquella gloria de la cual se ha dicho: Porque, todos pecaron y se hallan privados de la gloria de Dios; y es también aquella gracia de la cual dice a continuación: Justificados gratuitamente por su gracia.

El injusto, pues, usa legítimamente de la ley para llegar a hacerse justo; lo cual conseguido, ya no es menester que use de ella como de vehículo para llegar a una meta, sino más bien, valiéndome de la supradicha metáfora del Apóstol, como de un instructor por quien hubiera sido enseñado. Pero ¿cómo la ley no ha sido establecida para el justo, si también al justo le es necesaria, no para ser conducido, como el injusto, a la gracia justificante, sino para usar de ella legítimamente como justo? ¿Acaso, mas qué digo acaso, no usa ciertamente el justo legítimamente de la ley cuando se la impone con su ejemplo a los injustos, moviéndoles a un santo temor, a fin de que, al empezar a aumentarse en ellos el morboso cáncer de la arraigada concupiscencia por el incentivo de la prohibición y el cúmulo de sus prevaricaciones, recurran por medio de la fe a la gracia justificante y, deleitados por el don del Espíritu Santo con la suavidad de la justicia, huyan el castigo de la letra amenazadora?

Así es cómo no serán contrarias ni pugnarán entre sí estas dos cosas, de suerte que también el justo use legítimamente de la ley, que es buena y, no obstante, la ley no haya sido establecida para el justo; pues no es justificado por ella, sino por la ley de la fe, por la cual cree que de ningún modo sería posible a su flaqueza el cumplir lo que preceptúa la ley de las obras si no fuera ayudado por la gracia divina.

17. Y así, dice el Apóstol: ¿Dónde está tu gloria? Queda excluida. ¿Por qué ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe40. Por cuya gloria puede entenderse aquella gloria laudable que reside en el Señor, la cual queda excluida no porque sea rechazada, sino para que se manifieste más excelsa. He aquí por qué a ciertos artífices plateros o argentarios se les llamó exclusores. Y de aquí también aquello del Salmo: Para que queden excluidos aquellos que son acrisolados como la plata41; esto es, para que culminen aquellos que han sido purificados por la palabra del Señor. Pues también en otra parte se dice: Las palabras del Señor, palabras castas, como plata acendrada por el fuego42.

O bien ha querido memorar el Apóstol aquel vicioso engreimiento que nace de la soberbia, a saber, el de aquellos que se tienen a sí mismos por justos y santos, como, si esta justicia no la hubieran recibido. Y ésta es la gloria que dice ser excluida, esto es, rechazada y reprobada, no por la ley de las obras, sino por la ley de la fe. Porque por esta ley de la fe es como conoce cada uno que, si vive justamente, se lo deba a la gracia de Dios y que no de otro modo podría conseguir su perfeccionamiento en el amor de la justicia.

CAPÍTULO XI

La piedad es la verdadera sabiduría.
Cuál es la justicia que dios obra en el hombre

18. Esta consideración es la que hace al hombre piadoso, porque la piedad es la verdadera sabiduría. Piedad llamo yo a lo que los griegos llaman ©Eoaégeiav. Tal es, en efecto, la piedad que se recomendó al hombre cuando se le dijo lo que se lee en el libra de Job: Mira, la piedad es la sabiduría43. Ciertamente, si la eeooégEictv la interpretamos conforme a la etimología latina, podría traducirse por el culto de Dios, el cual consiste principalmente en que el alma no le sea desagradecida. Por eso también en aquel que es el sumamente verdadero y singular sacrificio, el del altar, se nos exhorta a dar gracias a Dios nuestro Señor.

Sería, pues, ingrata a Dios el alma si se atribuyera a sí misma aquello que le proviene de El, y especialmente la justicia; si en las obras de ésta, cuál si fueran propias y como producidas únicamente por ella misma y para su propia y exclusiva gloria, se jactase no ya sólo de una manera vulgar, como es el jactarse de las riquezas, de la hermosura del cuerpo, de la facilidad en el hablar o de otros bienes, ya externos o ya internos, así del cuerpo como del alma, los cuales suelen poseer también los mismos malvados, sino aun cuando se jactase, al modo de los que se tienen por sabios, de aquellos bienes que lo son por excelencia. Por cuyo vicio, separándose de aquella firme estabilidad que es propia de la divina naturaleza, hasta los más ilustres varones vinieron a deslizarse en una deshonrosa idolatría.

Por eso el Apóstol, en la misma Epístola, en que se manifiesta acérrimo defensor de la gracia, después de confesarse deudor a griegos y a bárbaros, a sabios y a ignorantes, y, por consiguiente, dispuesto —como por su misión le incumbía— a predicar el Evangelio a los mismos que se encontraban en la ciudad de Roma, dice: Porque no me avergüenzo del Evangelio, pues es una fuerza de Dios ordenada a la salud para todo el que oree, así para el judío primeramente como para el griego. Porque la justicia de Dios en El se revela de fe en fe; según está escrito: "Mas el justo vive por la fe".

Tal es la justicia de Dios, que, velada en el Antiguo Testamento, ha sido revelada en el Nuevo; la cual en tanto se llama justicia en cuanto que, comunicada a los hombres, los hace justos, así como se dice salud del Señor44 aquélla por la cual los hace salvos. Y ésta es la fe, por la cual y para la cual se revela la justicia, es a saber, por la fe de los que predican la palabra de Dios para la fe de los que la obedecen; por cuya fe de Jesucristo, esto es, que nos confirió Jesucristo, creemos que nos proviene de Dios el vivir justamente y que se nos seguirá concediendo esta gracia con más plenitud en lo futuro. Por eso le tributamos acciones de gracias con aquella piedad con que Dios debe ser únicamente venerado.

CAPÍTULO XII

Conocimiento de dios por medio de las criaturas. La ley sin la gracia

19. No sin razón desde este momento se vuelve el Apóstol en contra de aquellos que, ligeros e hinchados con aquel vicioso orgullo de que arriba hice mención, fiados en sus propias fuerzas y como suspensos sobre el vacío, donde no pudieran encontrar seguro apoyo, vinieron a caer, rotos y quebrantados, como sobre duras piedras, en las ficciones de los ídolos. Y porque había ensalzado los méritos de la fe piadosa, por la cual justificados debemos ser agradecidos a Dios, añadiendo seguidamente lo que debíamos reprobar como contrario, dice: Se revela, en efecto, la cólera de Dios desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que oprimen la verdad con la injusticia. Pues lo que se conoce de Dios se halla claro en ellos, ya que Dios se lo manifestó. Porque los atributos invisibles de Dios resultan visibles por la creación del mundo al ser percibidos por la inteligencia en sus hechuras, tanto su eterna potencia como su divinidad, de suerte que son inexcusables. Por cuanto habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le hicieron gracias, antes se desvanecieron en sus pensamientos y se entenebreció su insensato corazón. Alardeando de sabios, se embrutecieron; y trocaron la gloria del Dios inmortal por un simulacro de imagen de hombre corruptible, y de volátiles, y de cuadrúpedos, y de reptiles45.

Advierte cómo no dice que fuesen desconocedores de la verdad, sino que la retuvieron oprimida por la iniquidad. Y porque se ofrecía al espíritu ocasión de investigar de dónde podía provenir el conocimiento de la verdad en aquellos a quienes Dios no había dado la ley, tampoco ocultó el Apóstol de dónde podía provenirles este conocimiento; y así afirmó que por las cosas visibles de la creación llegaron al conocimiento de las perfecciones invisibles del Creador. Porque es verdad que los más ilustres ingenios, que fueron perseverantes en la búsqueda de este conocimiento, lograron encontrarlo. ¿Dónde está, pues, la impiedad? He aquí la respuesta: Por cuanto habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le hicieron gracias, antes se desvanecieron en sus pensamientos.

He aquí la vanidad, morbo propio de los que se engañan a sí mismos, juzgando que son algo, no siendo nada46. Y en fin, obscureciéndose sus ojos con esta hinchazón del orgullo, de cuya holladura suplicaba verse libre el piadoso Salmista cuando dijo: En tu luz veremos la luz47, se apartaron del resplandor de la inconmutable verdad y se entenebreció su insensato corazón. Porque no fue sabio, sino insensato su corazón, por cuanto llegaron a tener conocimiento de Dios, mas no le glorificaron como a Dios ni le hicieron gracias. Pues al hombre le fue dicho: ''Mira, la piedad es la sabiduría". Y así, alardeando de sabios —lo cual sólo puede entenderse en cuanto se atribuyeron el saber a sí propios—, por lo mismo, se embrutecieron.

20. En cuanto a lo que sigue, no es preciso comentarlo. Porque si verdaderamente Dios resiste a los soberbios, en qué abismo hayan caído o estén inmersos aquellos hombres, los que pudieron —digo— conocer a Dios por medio de las criaturas48, mejor lo demuestra el desarrollo de la misma Epístola de lo que yo, al comentarla, pudiera hacerlo aquí. Pues no ha sido mi ánimo hacer en este opúsculo una exposición acabada de dicha Epístola, sino, principalmente, demostrar por su testimonio, en cuanto fuera posible a mis fuerzas, que para obrar nosotros la justicia no consistió el auxilio divino en que se nos diese una ley de santos y saludables preceptos, sino en que nuestra voluntad, atributo necesario para poder obrar el bien, fuese socorrida y elevada por la participación de la gracia, sin cuya ayuda la doctrina de la ley es letra que mata, pues más bien que justificar a los impíos, retiene encadenados como reos a los prevaricadores. Pues así como a los que llegaron a conocer al Creador por medio de las criaturas no les aprovechó este conocimiento para la salud, por cuanto habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le hicieron gracias, alardeando de sabios, del mismo modo, tal conocimiento no justifica tampoco a los que conocen solamente por la ley cómo debe vivir el hombre, porque queriendo mantener su propia justicia, no se sometieron a la justicia de Dios49.

CAPÍTULO XIII

La ley de las obras y la ley de la fe

21. Por consiguiente, si somos capaces de comprenderla y discernirla bien, importa averiguar en qué consiste la diferencia entre la ley de las obras, por la cual no se excluye aquel vicioso engreimiento, y la ley de la fe, por la cual queda excluido. Mas como quiera que la circuncisión y otras obras semejantes son de la antigua ley y ya no se guardan en la cristiana disciplina, no faltará de pronto quien asegure que la ley de las obras pertenece al judaísmo, y, en cambio, la ley de la fe al cristianismo. Pero cuan errónea sea esta distinción, ha ya tiempo que he procurado demostrarlo, aunque para los hombres de agudo entendimiento, y especialmente para ti y otros como tú, por ventura queda ya suficientemente demostrado. No obstante, porque se trata de una cuestión de gran importancia, no será inoportuno que nos detengamos a demostrarla con repetidos testimonios.

Llama, pues, ley el Apóstol a aquella por la cual nadie es justificado; a la misma que asegura fue introducida para que abundase el delito50; ley, no obstante, que él defiende, a fin de que algún indocto no tome de allí ocasión de argüir contra ella y condenarla sacrílegamente. Y así dice: ¿Qué diremos, pues? ¿La ley es pecado? ¡De ningún modo! Sin embargo, el pecado no lo conocí sino por la ley; pues no conociera la concupiscencia si la ley no preceptuara: "No codiciarás". Mas tomando ocasión el pecado por medio del mandamiento, obró en mí toda concupiscencia. Y dice también: Y asila ley es santa y el mandamiento es santo, y justo, y bueno. Mas el pecado, para mostrarse pecado, por medio de una cosa buena me acarreó la muerte51.

La letra, por tanto, que mata, es la que dice: No codiciarás; de la cual dice asimismo el Apóstol lo que poco antes recordé: Ahora, empero, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado abonada por el testimonio de la Ley y de los Profetas; pero una justicia de Dios, mediante la fe de Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay distinción. Porque todos pecaron, y se hallan privados de la gloria de Dios, justificados como son gratuitamente por su gracia mediante la redención que se da en Cristo Jesús, al cual exhibió Dios como monumento expiatorio, mediante la fe, en su sangre, para demostración de su justicia, a causa de la tolerancia con los pecados precedentes en el tiempo de la paciencia de Dios; para la demostración de su justicia en el tiempo presente, con el fin de mostrar ser El justo y quien justifica al que radica en la fe en Jesús. Y añade seguidamente aquello de que ahora vamos tratando: ¿Dónde, pues, está tu orgullo? Quedó eliminado. ¿Por cuál ley? ¿La de las obras? No, sino por la ley de la fe52. Es, por tanto, esa ley de las obras la misma que prescribe: No codiciarás, pues por ella es conocido el pecado.

Mas quisiera saber yo ahora, si alguno hay capaz de decírmelo, si también la ley de la fe dice: No codiciarás. Porque si no lo dice, ¿cuál es la causa de que, viviendo ya nosotros bajo su reinado, no pequemos seguros e impunemente? Porque esto es lo que juzgaron algunos que decía el mismo Apóstol, de los cuales él dice: Y como afirman algunos que decimos nosotros: "Hagamos el mal para que resulte el bien", de los que tal afirman la condenación es justa53. Pues si también esta ley prescribe: No codiciarás, como insistentemente lo atestiguan y proclaman tan múltiples preceptos evangélicos y apostólicos, ¿por qué esta ley no ha de tenerse también por ley de obras? Pues no porque carezca de las obras de los sacramentos antiguos, como fueron la circuncisión y otros semejantes, deja de tener ahora en sus sacramentos obras convenientes al tiempo actual. ¿O es que por ventura trató el Apóstol de las obras de aquellos sacramentos cuando argumentaba que por la ley proviene el conocimiento del pecado, y, por tanto, que nadie es justificado por ella; de donde resulta que no por aquella ley quedó excluido el orgullo, sino por la ley de la fe, de la cual vive el justo? Pero ¿acaso no se verifica también por esta ley el conocimiento del pecado, puesto que ella prescribe del mismo modo: No, codiciarás?

22. Expondré brevemente lo que acerca de este punto interesa aquí. Lo que la ley de las obras ordena amenazando, lo alcanza la ley de la fe creyendo. Aquélla dice: No codiciarás54. Esta: Habiendo entendido que nadie puede ser continente si Dios no lo da y que era un efecto de la sabiduría el conocer de quién provenía este don, recurrí al Señor y se lo pedí55. He aquí aquella sabiduría que recibe el nombre de piedad, por la cual es venerado el Padre de las luces, de quien procede toda dádiva excelente y todo don perfecto56. Es, pues, venerado con sacrificios de alabanzas y de acciones de gracias, a fin de que quien le honra no se gloríe en sí mismo, sino en El57.

Y así, por la ley de las obras dice Dios: Has lo que yo mando; mas por la ley de la fe se dice a Dios: Da lo que mandas. La ley, por tanto, ordena cumplir lo que la fe amonesta que se cumpla; es decir, para que aquel a quien se manda, si aun no pudiere cumplir lo mandado, sepa lo que se debe pedir. Mas si luego lo pudiere cumplir y sumisamente lo cumple, debe también saber de quién proviene el don de poder cumplirlo. Pues nosotros —pregona el infatigable predicador de la gracia— recibimos no el espíritu del mundo, sino el espíritu que viene de Dios, para que conozcamos las cosas que Dios gratuitamente nos ha dado58.

Mas ¿cuál es el espíritu de este mundo sino el espíritu de la soberbia? Con el cual se entenebrece el corazón insensato de aquellos que, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios dándole gracias; ni son tampoco seducidos por otro espíritu los que, desconociendo la justicia de Dios y queriendo mantener la suya propia, no se sujetaron a la justicia divina.

Por eso yo juzgo que más bien es hijo de la fe el que sabe de quién debe esperar lo que no tiene que no el que se atribuye a sí mismo lo que tiene; si bien es cierto que debe ser preferido a uno y otro aquel que tiene y sabe de quien lo tiene, con tal de que no juzgue ser él lo que aún no es, para que no incurra en el vicio de aquel fariseo que, aunque diera gracias a Dios por aquello quo tenía, no rogaba, sin embargo, que se le diese alguna otra cosa, como si de nada más necesitase para aumentar y perfeccionar la justicia59.

Ponderadas, pues, y expuestas todas estas cosas según las fuerzas que el Señor se ha dignado concederme, concluyo que no es justificado el hombre por los preceptos de la vida honesta, sino por la fe de Jesucristo; es decir, no por la ley de las obras, sino por la ley de la fe; no por la letra, sino por el espíritu; no por los méritos de las obras, sino por la gracia gratuita.

CAPÍTULO XIV

También el decálogo mata sin la ayuda de la gracia

23. Mas aunque parezca que el Apóstol de tal manera reprende y corrige a los que vivían bajo el yugo de la circuncisión que comprenda en la ley de que habla a la misma circuncisión y demás observancias legales que, como sombras o figuras de lo venidero, ya no son admitidas por los cristianos, poseedores de lo que en aquellas figuras se prometía, quiere, no obstante, que por la ley que no justifica a nadie se entiendan no solamente aquellos sacramentos antiguos, que contenían figuras y promesas de lo futuro, sino también las mismas obras por las cuales todo el que las practica vive justamente y por las que se cumple también aquel precepto: No codiciarás. Mas para que esto que afirmamos resulte más evidente, consideremos el mismo decálogo.

Es cierto que Moisés recibió en la cima del monte, para entregársela al pueblo, la ley escrita por el dedo de Dios en tablas de piedra. Esta ley se resume en diez preceptos60, en los que nada se prescribe acerca de la circuncisión ni sobre las víctimas de animales, que ya no son ofrecidos en sacrificio por los cristianos.

Pues entre estos diez mandamientos, si se exceptúa la observancia del sábado, quiero yo que se me diga cuál hay que no deba ser cumplido por todos los cristianos por lo que se refiere a no fabricar ni adorar ídolos u otros dioses, fuera del único Dios verdadero; a no tomar el nombre de Dios en vano; a honrar a los padres; a evitar la fornicación, el homicidio, el hurto, el falso testimonio, el adulterio y la codicia de los bienes ajenos. ¿Quién osará decir que el cristiano no debe observar todos estos preceptos? ¿Por ventura no es esta misma ley, escrita en aquellas dos tablas, la que califica el Apóstol de letra que mata, sino solamente la circuncisión y los demás sacramentos antiguos, ya abolidos? Mas ¿cómo juzgarlo así, estando en ella prescrito: No codiciarás, por cuyo precepto —dice—, aunque santo, y justo, y bueno, el pecado me sedujo, y por medio de aquél me dio muerte? Pues ¿qué otra cosa quiere decir la letra mata?

24. Pero más claramente aún, en el mismo pasaje a los corintios, en que dice: La letra mata, mas el espíritu vivifica, no pretende el Apóstol significar otra letra sino la del mismo decálogo escrito en las dos tablas de piedra. Así, pues, dice: Porque vosotros sois carta de Cristo, escrita por ministerio nuestro, y escrita no con tinta, sino con el espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas que son corazones de carne. Y esta tal confianza la tenernos por Cristo para con Dios. No que por nosotros mismos seamos capaces de discurrir algo como de nosotros mismos, sino que nuestra capacidad nos viene de Dios, quien asimismo nos capacitó para ser ministros de una nueva alianza, no de letra, sino de espíritu; porque la letra mata, mas el espíritu vivifica. Que si el ministerio de la muerte, grabado con letras en piedras, resultó glorioso, hasta el punto de no poder los hijos de Israel fijar su vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, si bien evanescente, ¿cómo no con más razón será glorioso el ministerio del espíritu? Porque si para el ministerio de la condenación hubo gloria, mucho más rebosa de gloria el ministerio de la justicia61.

Larga exposición podría hacerse de estas palabras,mas tal vez será más oportuno más adelante. Por ahora bastará que adviertas cuál es la que califica el Apóstol de letra que mata, a la cual, como contrario, opone el espíritu que vivifica. Aquélla fue ciertamente el ministerio de la muerte, grabado en letras de piedra, y ministerio de la condenación, por cuanto la ley fue introducida para que abundase el pecado. Mas estos preceptos de tal suerte son útiles y saludables a quien los cumple, que si no es cumpliéndolos no se puede tener vida eterna. ¿Por ventura se ha dicho que el decálogo es letra que mata a causa únicamente del precepto que en él se establece sobre la santificación del sábado, porque quien hasta hoy siguiere observándolo conforme suena la letra es que aun sigue siendo hombre carnal, y el sentir según la carne es muerte?62 ¿O es que debe juzgarse que el cumplir con exactitud, tal como están prescritos, los otros nueve preceptos no pertenecen a la ley de las obras, por la cual nadie es justificado, sino a la ley de la fe, de la cual vive el justo? ¿Quién juzgará do manera tan absurda que el ministerio de la muerte, grabado en letras de piedra, no se refiere a todos los diez preceptos, Hiño exclusivamente al que trata del sábado? ¿A qu6 precepto entonces aplicaremos estas palabras: La ley produce, la ira, mas donde no hay ley tampoco transgresión63; y aquellas oirán: Porque anteriormente a la ley había pecado en el mundo; mas el pecado no se imputa donde no hay ley64; y aquel otro pasaje que tantas veces he recordado: Pues por la ley el conocimiento del pecado65; y sobre todo, aquel en que con la mayor evidencia se nos declara de dónde nace el obrar el mal: No conociera la concupiscencia si la ley no dijese: "No codiciarás"?

25. Estudia con toda atención todos estos pasajes, y considera si hay alguno que se refiera únicamente a la circuncisión, o al sábado, o a cualquier otro sacramento figurativo; o si no es más bien cierto que por todos quiso expresar el Apóstol que la letra, que prohíbe el pecado, no justifica a nadie, sino que más bien mata, fomentando la concupiscencia y acrecentando la iniquidad con las transgresiones, si la gracia no viene a librarnos por la ley de la fe, que está en Jesucristo, derramándose la caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado66.

Porque después de haber dicho: De modo que sirvamos en novedad de espíritu y no en vejes de letra, añade: ¿Qué diremos, pues? ¿La ley es pecado? ¡Eso, no! Sin embargo, el pecado no lo conocí sino por la ley. Porque ni la concupiscencia conociera si la ley no dijese: "No codiciarás". Mas tomando ocasión el pecado por medio del mandamiento, obró en mí toda concupiscencia. Porque sin ley el pecado estuviera muerto, y yo vivía sin ley un tiempo; mas, venido el mandamiento, el pecado revivió, y yo morí; y me resultó que el mandamiento dada para vida, éste fue para muerte. Porque el pecado, tomando ocasión, por medio del mandamiento me sedujo y por él me mató. Así que la ley es santa y el mandamiento es santo, y justo, y bueno.

¿Luego lo bueno vino a ser para mí muerte? ¡Eso, no! Mas el pecado, para mostrarse pecado, por medio de una cosa buena me acarreó la muerte, a fin de que viniese a ser el pecado desmesuradamente pecador por medio del mandamiento. Porque sabemos que la ley es espiritual, mas yo soy carnal, vendido por esclavo al pecado.

Porque lo que hago no me lo explico, pues no lo que quiero es lo que obro; antes lo que aborrezco, eso es lo que hago. Y si lo que no quiero eso es lo que hago, convengo con la ley en que es buena. Mas ahora ya no soy yo quien lo hago, sino el pecado, que habita en mí.

Porque sé que no habita en mí, quiero decir, en mi carne, cosa buena, pues el querer a la mano lo tengo; mas el poner por obra lo bueno, no. Porque no es el bien que quiero lo que hago, antes el mal que no quiero es lo que obro. Y si lo que no quiero yo eso hago, ya no soy yo quien lo obro sino el pecado que habita en mí.

Hallo, pues, esta ley: que al querer yo hacer el bien, me encuentro con el mal en las manos, pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior; mas veo otra ley en mis miembros, que guerrea contra la ley de mi razón y me tiene aprisionado como cautivo en la ley del pecado, que está en mis miembros. ¡Desventurado de mí! ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte? La gracia de Dios por Jesucristo, Señor nuestro. Así que yo por mí mismo con la razón sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado67.

26. Es, pues, evidente que la vejez de la letra, si falta la novedad del espíritu, más bien que librar del pecado, hace reos de él por el conocimiento del mismo. Por lo cual está también escrito en otro lugar: Quien añade ciencia añade dolor68; no porque la ley sea un mal, sino porque contiene el precepto bueno solamente en la letra, que lo declara, y no en el espíritu, que ayuda; precepto que si se cumple no por amor de la justicia, sino por temor del castigo, se cumple servilmente; no se cumple con pura libertad, y, por consiguiente, no se cumple. Porque no es bueno el fruto que no brota de la raíz de la caridad69. Porque ciertamente, si al acto acompaña la fe, que obra animada por la caridad, ya entonces empieza el alma a deleitarse en la ley divina según el hombre interior, y esta complacencia no es fruto de la letra, sino don del espíritu, aunque aun exista otra ley en los miembros que guerree contra la ley de la razón, hasta que por la renovación del hombre interior, que va acrecentándose de día en día, se desvanezca totalmente el hombre viejo, librándonos del cuerpo de esta muerte la gracia de Dios por Jesucristo, Señor nuestro.

CAPÍTULO XV

La gracia oculta en el antiguo testamento se manifiesta en élNUEVO

27. Esta gracia, que se encubría velada en el Antiguo Testamento, se ha hecho manifiesta por el Evangelio de Cristo conforme a una economía ordenadísima de los tiempos con que la sabiduría de Dios dispone perfectamente todas las cosas. Y acaso a este ocultamiento de la gracia debe referirse el que en el decálogo, dado en el monte Sinaí, solamente fuese velado bajo un precepto figurativo lo perteneciente al sábado. Pues el sábado es día de santificación. Y no es sin causa el que, entre todas las obras que Dios realizó en la creación, solamente se hable por primera vez de la santificación en el momento en que descansó de todas ellas70. Mas no es éste el lugar oportuno para discutir esta cuestión.

No obstante —advertencia que juzgo suficiente en el asunto que nos ocupa—, no fue preceptuado inútilmente al pueblo judío el abstenerse en aquel día de todo trabajo servil, por el cual se significa el pecado, porque el no pecar es efecto de la santificación, esto es, del don de Dios mediante el Espíritu Santo; ¡y así solamente este precepto, entre todos los demás, fue puesto en la ley, grabada en las tablas de piedra, como sombra figurativa bajo la cual los judíos observaban la santificación del sábado, como significando por esto que aquél era el tiempo en que debía permanecer ocultarla gracia, que por la pasión de Cristo, cual por la escisión del velo del templo, había de ser revelada71. Pues cuando hubiere llegado —dice— a Cristo será quitado el velo.

CAPÍTULO XVI

Por qué el Espíritu Santo es llamado dedo de Dios

28. Y el Señor es el espíritu. Y donde está el espíritu del Señor hay libertad72. Este es el espíritu de Dios, por cuya gracia somos justificados y cuya virtud hace que nos deleite la abstención del pecado, en lo cual consiste la perfecta libertad; del mismo modo que sin este espíritu deleita el pecar, que engendra esclavitud, y de cuyas obras debe abstenerse el hombre. Y este Espíritu Santo, por quien la caridad, que es la plenitud de la ley, es derramada en nuestros corazones, es llamado también en el Evangelio el dedo de Dios73.

Ahora bien: puesto que las tablas de la ley fueron escritas por el dedo de Dios, y siendo el dedo de Dios el Espíritu Santo, por quien somos santificados, para que, viviendo de la fe, obremos el bien mediante la caridad, ¿a quién no llamará la atención esta conformidad y al mismo tiempo esta diferencia de la misma ley? Porque cincuenta días se computan desde la celebración de la Pascua, en que Moisés ordenó sacrificar el cordero figurativo74, que representaba la pasión futura del Señor, hasta el día en que el mismo Moisés recibió la ley escrita en las tablas por el dedo de Dios; y del mismo modo, cincuenta días también se cumplen desde la muerte y resurrección de aquel que como oveja fue llevado al matadero para ser inmolado75, hasta que el dedo de Dios, esto es, el Espíritu Santo, llenó a los fieles, que se encontraban unánimemente reunidos en el cenáculo76.

CAPÍTULO XVII

Comparación entre la ley mosaica y la ley nueva

29. En la admirable concordancia que hay entre la antigua y la nueva ley es de advertir esta gran diferencia: que allí se le prohibía al pueblo con espantosos terrores acercarse al lugar en que era dada la ley77; mas aquí desciende el Espíritu Santo sobre todos aquellos que le esperaban y que se habían congregado unánimemente para' esperarle después que les fue prometido. Allí el dedo de Dios escribió sobre tablas de piedra, aquí en los corazones de los hombres. Allí la ley fue dada exteriormente para infundir temor en los injustos, aquí se dio interiormente para que fuesen justificados.

Ponqué aquello de No adulterarás, No matarás, No codiciarás y si algún otro mandamiento hay —lo cual ciertamente fue escrito en aquellas tablas— en esta palabra —dice— se recapitula, es a saber: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. Plenitud, pues, de la ley es la caridad78. Esta no ha sido escrita en tablas de piedra, sino derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado79. La ley, pues, de Dios es la caridad. A la cuál no se somete la astucia de la carne, como que ni siquiera puede80. Pues para infundir el temor a esta astucia de la carne, se ordenaron la ley de las obras y la letra que mata al transgresor cuando las obras de la caridad se grabaron en tablas de piedra; mas cuando la misma caridad fue derramada en los corazones de los creyentes, entonces se manifestó la ley de la fe y el Espíritu Santo, que vivifica al que la ama.

30. Advierte ahora cómo concuerda esta distinción con las palabras del Apóstol que poco antes con otro intento he alegado y que yo había diferido para exponerlas con más estudio. Porque vosotros —dice— sois carta de Cristo escrita por ministerio nuestro, y escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas que son corazones de carne.

He aquí cómo deja demostrado que la ley antigua fue escrita fuera del hombre, para atemorizarle exteriormente; mas la nueva, dentro del mismo hombre, para justificarle. Y entiende por tablas carnales del corazón no la astucia de la carne, sino el corazón mismo, en cuanto viviente y dotado de sensibilidad, a diferencia de la piedra, que carece de vida y sentidos. Y lo que poco después añade: que no podían los hijos de Israel fijar su vista hasta el fin en el rostro de Moisés, y por eso les hablaba a través de un velo, significa que la letra de la ley no justifica a nadie, sino que un velo encubrió la lectura del Antiguo Testamento hasta que éste pasara a Jesucristo y fuese descorrido el velo; es decir, hasta que pasara a la ley de gracia y se entendiera que por El nos viene la justificación, por la cual obramos lo que nos manda. Pues El en tanto nos manda en cuanto que, impotentes por nuestra parte, debemos recurrir a El. Por eso, habiendo dicho con toda precaución: Y esta tal confianza la tenemos por Cristo para con Dios, a fin de que no atribuyésemos esto a nuestras propias fuerzas, seguidamente hizo mérito de dónde proviene esta suficiencia en el obrar: No que por nosotros mismos seamos capaces de discurrir algo como de nosotros mismos, sino que nuestra capacidad nos viene de Dios, quien asimismo nos capacitó para ser ministros de una nueva alianza no de letra, sino de espíritu. Porque la letra mata, mas el espíritu vivifica.

CAPÍTULO XVIII

La ley vieja fue ministro de la muerte; la nueva, de la justicia

31. Y así —según el Apóstol afirma en otro lugar—, porque la ley, esto es, la letra escrita fuera del hombre, fue adicionada en razón de las transgresiones81, por eso la llama ministro de la muerte y de la condenación; mas a esta otra ley, o del Nuevo Testamento, la llama ministro del espíritu y de la justicia, porque por la gracia del Espíritu Santo obramos la justicia y somos libertados de la pena de la transgresión. Por eso aquélla pasa, ésta permanece; porque el instructor, que atemoriza, será eliminado cuando al temor le sucediere la caridad. Porque donde está el espíritu del Señor, allí hay libertad. Y que este ministerio no proviene de nuestros méritos, sino de su misericordia, lo afirma de este modo: Por lo cual, teniendo este ministerio, según la misericordia con que fuimos favorecidos, no desfallezcamos; antes bien, desechemos los ocultos vicios de nuestra deshonra, no procediendo con astucia ni falsificando la palabra de Dios. Por este dolo y esta astucia quiere dar a entender la hipocresía, por la cual pretenden aparecer como justos los soberbios. De aquí lo que nos dice en aquel salmo que como testimonio de esta gracia alega el mismo Apóstol: Bienaventurado el hombre a quien el Señor no le toma en cuenta el pecado ni en su boca se halla dolo82.

Tal es la confesión de los santos humildes, de los que no se jactan de ser lo que no son. Y poco más adelante dice: Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo Señor; que a nosotros mismos nos consideramos como esclavos vuestros por causa de Jesús. Porque Dios, que dijo: "Del seno de las tinieblas fulgurará la luz", es quien la hizo fulgurar en nuestros corazones para que irradiásemos el conocimiento de la gloria de Dios, que reverbera en la faz de Cristo Jesús. Este es el conocimiento de su gloria, por el cual sabemos que El es la luz con que se iluminan nuestras tinieblas.

Y he aquí cómo inculca esta misma doctrina: Mas llevamos este tesoro en vasos terrizos para que la sobrepujanza de la fuerza se muestre ser de Dios, que no de nosotros. Y un poco más adelante, ensalzando esta gracia más copiosamente en nuestro Señor Jesucristo, hasta llegar a la vestidura de la justicia por medio de la fe, para que revestidos de día no nos hallemos desnudos, que es por lo que gemimos angustiadas bajo el peso de esta mortalidad, ansiando ser sobrevestidos en nuestra morada del cielo, he aquí lo que añade: Y quien nos dispuso para esto mismo es Dios, el cual nos dio las arras del espíritu. Y después de algunas otras cosas, concluye: A fin de que nosotros viniésemos a ser justicia de Dios en Él83. Y ésta es aquella justicia de Dios no por la cual Dios es justo, sino aquella por la cual nosotros lo somos por El.

CAPÍTULO XIX

La fe cristiana procede del auxilio de la gracia.
Profecía de Jeremías sobre el nuevo testamento. La ley. La gracia

32. Que ningún cristiano se aparte de esta fe, que es la única cristiana. Ni haya nadie que, no atreviéndose a afirmar que nos hacemos justos por nosotros mismos y no por obra de la gracia de Dios, considerando que al decir esto no lo podrían tolerar las personas piadosas y creyentes, se retraiga y diga que en tanto no podemos ser justificados sin la ayuda de la gracia divina en cuanto que ya Dios nos ha dado la ley, y establecido una doctrina, y ordenado santos preceptos. Porque tal es sin duda, sin el auxilio del Espíritu Santo, la letra, que mata; mas cuando está presente en el alma el Espíritu Santo, que vivifica, hace que sea amado como escrito interiormente aquello que, escrito fuera, la ley hacía que fuese temido.

33. Fija aquí un poco tu atención y considera aquel oráculo luminosísimo acerca de esta cuestión intimado por el profeta: He aquí que vienen días —afirma el Señor— en que pactaré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva; no como la alianza que pacté con sus padres el día en que les agarré de la mano para sacarlos del país de Egipto, pues ellos no han perseverado en mi alianza, y yo los deseché, dice el Señor. Pero éste será el pacto que yo concertaré con la casa de Israel: después de aquellos días —dice el Señor—, yo pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón, y yo constituiré su Dios y ellos constituirán mi pueblo. Y no necesitarán instruirse los unos a los otros, ni el hermano a su hermano, diciendo: "Conoced al Señor", pues todos ellos me conocerán desde el más pequeño al mayor, porque perdonaré su culpa y sus pecados no recordaré más84.

¿Qué decir a todo esto? Porque en los libros sagrados del Testamento Antiguo nunca o rara vez, excepto en este pasaje profético, se hace mención del Testamento Nuevo basta el punto de designarle con este mismo nombre; ciertamente, en otros muchos lugares es significado y anunciado como futuro, mas no de modo que se lea con este nombre expresamente. Considera, pues, con toda atención la diferencia que existe, según el testimonio del mismo Dios, entre el Testamento Antiguo y el Testamento Nuevo.

34. Después de decir el profeta: No como la alianza que pacté con sus padres el día en que les agarré de la mano para sacarles del país de Egipto, he aquí lo que añade: Porque ellos no perseveraron en mi alianza. A su propia defección atribuye el que no perseverasen en la alianza divina, para que no se juzgue como causa de su culpa a la ley que entonces recibieron. Pues ésta es la ley que Jesucristo vino no a destruir, sino a cumplir85. No es, sin embargo, por esta misma ley, sino por la gracia, por la que son justificados los impíos; pues esto lo obra del Espíritu, que vivifica, sin el cual la letra mata. Porque si hubiera sido dada una ley capaz de vivificar, entonces realmente de la ley procedería la justicia, sino que la Escritura lo encerró todo bajo el dominio del pecado para que la bendición de la promesa se otorgara a los creyentes en virtud de la fe de Cristo.

Por esta promesa, es decir, mediante el beneficio de la gracia divina, es cumplida perfectamente la ley, que sin aquella promesa sólo produce prevaricadores, ora llegando hasta la ejecución de las malas obras, cuando el ardor de la concupiscencia traspasa las barreras del temor, ora quedando el pecado solamente en el deseo, cuando el temor del castigo logra vencer la suave llama de la pasión libidinosa. Mas en lo que dice que aquella Escritura lo encerró todo bajo el dominio del pecado para que la bendición de la promesa se otorgara a los creyentes en virtud de la fe, de Jesucristo, quedó expresada la utilidad de este encerramiento. ¿Porque este "encerró" para qué utilidad fue ordenado si no. como se indica en otro lugar: Mas antes de venir la fe estábamos bajo la custodia de la ley, encerrados con vistas a la fe que debía ser revelada?86

La ley, pues, fue dada para que la gracia se buscase; la gracia concedida para que la ley se practicase. Y no por su imperfección dejaba de ser cumplida la ley, sino por la imperfección de la malicia de la carne; cuya imperfección debía hacerse patente por la ley y ser curada por la gracia. Pues lo que era imposible a la ley, por cuanto estaba reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su Hijo en semejanza de carne de pecado y como víctima por el pecado, condenó al pecado en la carne para que el ideal de justicia de la ley se realizase plenamente en nosotros, los que caminamos no según la carne, sino según el Espíritu87. Por eso lo que se dice en este oráculo profético: Consumaré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva —¿qué quiere decir "Consumaré" sino "cumpliré"?—, no como la alianza que pacté con sus padres el día en que les agarré de la mano para sacarlos del país de Egipto.

CAPÍTULO XX

La antigua y la nueva ley

35. Aquél era, pues, el Testamento Antiguo, porque éste es el Nuevo. Mas ¿por qué es antiguo aquél y nuevo éste, siendo así que por medio del Testamento Nuevo se cumple la misma ley que prescribía en el Antiguo: No codiciarás?88 Porque ellos —dice— no perseveraron en mi alianza, y yo los deseché, dice el Señor. Luego por causa de las heridas del hombre viejo, que no se curaban por la letra preceptiva y amenazadora, es llamado aquél Testamento Viejo, y Nuevo éste, por la renovación del espíritu, que sana al hombre nuevo de las heridas del viejo.

Finalmente, considera con atención lo que sigue y mira cómo se hace evidentísimo como la luz lo que, por confiar solamente en sí mismos, no quieren comprender los hombres: Porque éste —dice— será el pacto que concertaré con la casa de Israel: después de aquellos días, dice el Señor, yo pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón. He aquí de dónde toma el Apóstol Jo que más arriba he recordado: No en tablas de piedra, sino en tablas que eran corazones de carne, porque las escribió no con tinta, sino con el espíritu de Dios vivo. Y no por otra razón juzgo que quiso el Apóstol hacer mención del Nuevo Testamento (donde, en efecto, dice: Quien asimismo nos capacitó para ser ministros del Nuevo Testamento, no de letra, sino de espíritu)89 sino porque fijaba la consideración en aquella profecía cuando dijo: No en tablas de piedra, sino en tablas que son corazones de carne, porque ya allí, donde nominalmente se hizo la promesa del Nuevo Testamento, fue dicho: Yo escribiré mi ley en sus corazones.

CAPÍTULO XXI

La ley escrita en los corazones

36. ¿Qué son, pues, los preceptos de Dios, por el mismo Dios escritos en los corazones, sino la misma presencia del Espíritu Santo, que es el dedo de Dios, por cuya presencia es derramada en nuestros corazones la caridad, que es la plenitud de la ley y el fin del precepto? Porque respecto del Antiguo Testamento son terrenas las promesas que en él se hacen, aunque —a excepción de los sacramentos que eran figuras de los futuros, tales como la circuncisión, el sábado, algunas observancias anejas a ciertas solemnidades, las ceremonias usadas en algunas comidas y muchos ritos referentes a los sacrificios y al culto, todo lo cual convenía así a la vejez y dura servidumbre de aquella ley carnal— se contenían en él los mismos preceptos que ahora se nos ordena observar, especialmente los que están señalados en aquellas tablas sin ninguna sombra figurativa, como son: No adulterarás, No cometerás homicidio, No codiciarás o cualquiera otro precepto que pueda recapitularse en estas palabras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo90. No obstante, no se refieren en él más que promesas de bienes terrenos y temporales, que son los bienes de esta carne corruptible, bien que en ellos estén figurados los eternos y celestiales, que son los que pertenecen al Nuevo Testamento; mas ahora ya en éste nos son prometidos los bienes del corazón, los bienes del entendimiento y del espíritu, es decir, los bienes espirituales, cuando se dice: Yo pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones. Con cuyas palabras se quiso significar que no habrían de temer los hombres aquella ley que aterrorizaba con amenazas exteriormente, sino que más bien amarían la justicia de la ley impresa en el corazón.

CAPÍTULO XXII

La recompensa eterna

37. A continuación añadió también la recompensa: Y yo constituiré su Dios y ellos constituirán mi pueblo. Que es lo mismo que a Dios dijo el Salmista: Bueno es a mí el estar unido a mi Dios91. Yo constituirá —dice— su Dios y ellos constituirán mi pueblo. ¿Qué bien superior a este bien? ¿Qué felicidad superior a esta felicidad de vivir para Dios y vivir de Dios, en quien está la misma fuente de la vida y en cuya luz veremos la luz?92 Esta es la vida acerca de la cual dice el Señor: Y ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único verdadero Dios, y a quien enviaste, Jesucristo93; esto es, a ti y a quien enviaste, Jesucristo, único Dios verdadero.

Y esto es también lo que El mismo promete a los que le aman, diciendo: Quien me ama guarda mis mandamientos, y quien me ama será amado de mi Padre, y yo también le amaré y me manifestaré a él94; ciertamente, en la forma de Dios, en la cual es igual al Padre, no en la forma de esclavo, en que se manifestará también a los impíos. Pues entonces se cumplirá lo que está escrito: Apártese el impío para que no pueda conocer la gloria de Dios95. Entonces, cuando los que estén a la izquierda irán al fuego eterno, los justos irán a la vida eterna96. Vida eterna, que, como ya he recordado, se ha definido que consiste en conocer al único Dios verdadero. De aquí lo que afirma también San Juan: Carísimos, desde ahora somos hijos de Dios y todavía no se mostró qué seremos; sabemos que cuando se mostrare seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como es97. He aquí la semejanza que empieza a formarse desde ahora, en tanto que el hombre se va renovando interiormente de día en día98, conforme a la imagen del que le creó99.

CAPÍTULO XXIII

La reforma que se hace en esta vida, comparada con la perfección de la vida futura

38. Mas ¿qué significa o qué vale esta reforma, comparada con la excelencia de aquella perfección; que en la otra vida se habrá de realizar? Ciertamente, el Apóstol, aplicando un ejemplo de estas cosas que aquí nos son conocidas para explicar aquellas que son inefables, compara la edad de la infancia con la edad viril. Cuando era yo niño —dice—, hablaba como niño, sentía como niño, razonaba como niño; cuando me he hecho hombre, me he despojado de las niñerías. Y declarando la razón de haber dicho esto, seguidamente añade: Porque ahora vemos por medio de espejo, en enigma; mas entonces, cara a cara. Ahora conozco parcialmente, entonces conoceré plenamente, al modo que yo mismo fui conocido100.

CAPÍTULO XXIV

La recompensa eterna propia del nuevo testamento anunciada por el profeta.
Cómo todos participarán de esta recompensa. El Apóstol, fogoso defensor de la gracia.
La ley escrita en los corazones y el premio de la eterna contemplación pertenecen al nuevo testamento.
Quiénes serán mayores y menores entre los bienaventurados

39. También el mismo profeta, cuyo oráculo vamos declarando, añade que en este conocimiento consiste el premio, el fin, la perfección de la felicidad y la plenitud de la vida bienaventurada y eterna. Porque después de haber dicho: Y yo constituiré su Dios y ellos constituirán mi pueblo, seguidamente agrega: Y no necesitarán instruirse los unos a los otros, ni el hermano a su hermano, diciendo: "Conoced al Señor", pues todos ellos me conocerán, desde el más pequeño al mayor.

Mas ahora ciertamente corre ya el tiempo del Nuevo Testamento, que nos fue prometido por el profeta en las palabras de la profecía que más arriba he recordado. ¿Por qué, pues, dice todavía cada uno a su prójimo y a su hermano: "Conoced al Señor"? ¿Acaso no se dice esto cuando el Evangelio es predicado y no es predicación del mismo Evangelio el que esto se diga por todas partes? Pues por qué razón se llama el Apóstol a sí mismo Doctor101 de las gentes sino porque pone por obra lo mismo que predica cuando dice: ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no creyeron? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no oyeron? ¿Y cómo oirán sin haber quien predique?102

Extendiéndose, por tanto, actualmente esta predicación por todas partes, ¿cómo puede ser éste el tiempo del Nuevo Testamento, del cual dijo el profeta: Y no necesitarán instruirse los unos a los otros, ni el hermano a su hermano, diciendo: "Conoced al Señor", porque todos ellos me conocerán, desde el más pequeño al mayor, sino porque a la promesa del Nuevo Testamento juntó la recompensa eterna, esto es, la felicísima contemplación de Dios?

40. ¿Qué significa, pues, todos, desde el más pequeño hasta el mayor, sino todos los que espiritualmente pertenecen a la casa de Israel y a la casa de Judá, esto es, a la descendencia de Isaac, a la raza de Abrahán? Pues he aquí la promesa por la cual le fue anunciado: En Isaac será llamada tu descendencia. Esto es, no los hijos de la carne ésos son hijos de Dios, sino los hijos de la promesa son contados como descendencia. Que tal fue la palabra de la promesa: "Hacia este tiempo vendré y tendrá Bar a un hijo". Ni sólo esto, sino que también Rebeca, habiendo concebido de uno solo, de Isaac nuestro padrepues cuando todavía no habían nacido ni hecho cosa buena o mala (para que el designio de Dios, hecho por libre elección, se mantuviese no en virtud de las obras, sino por gracia del que llama)le fue dicho a ella "que el mayor servirá al menor"103.

Tal es la casa de Israel o la casa de Judá, escogida por causa de Jesucristo, que desciende de la tribu de Judá. Y es la casa de los hijos de la promesa no en virtud de sus obras propias, sino del beneficio de Dios. Porque Dios siempre cumple lo que promete; y no es Él el que promete y otro el que cumple, pues esto no sería prometer, sino predecir. Por consiguiente, no en virtud de abras, sino por gracia del que llama; pues de otro modo, fuera por obra de ellos y no de Dios; y la recompensa les fuera imputada no según gracia, sino según deuda104, pues así la gracia ya no sería gracia, de la cual fue tan fogoso defensor y apologista el mínimo de los apóstoles, quien más que todos los otros trabajó por ella, mas no él, sino la gracia de Dios con él105. Pues todos —dice— me conocerán; todos, la casa de Israel y la casa de Judá.

Pero no todos los que son de Israel son verdaderos israelitas, sino sólo todos aquellos a quienes se dice en el Salmo: para que reciban la luz de la mañana, esto es, la luz nueva, la luz del Nuevo Testamento. Linaje entero de Jacob, celébrale; témele, raza toda israelítica106. Es decir, el linaje todo entero y la raza absolutamente toda, la de los hijos de la promesa y la de los llamados, mas solamente de aquellos que han sido llamados según el designio de Dios. Porque a los que predestinó, a ésos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó107. Por eso es en virtud de la fe, para que sea por gracia, a fin de que sea firme la promesa a toda la descendencia, no solamente a la que radica en la ley, esto es, la que del Testamento Antiguo pasa al Testamento Nuevo, sino también a la que procede da la fe, no habiendo sido prevenida por la ley. En virtud, pues, de la fe de Abrahán, es decir, siendo imitadores de la fe de Abrahán; que es padre de todos nosotros, según está escrito: Que padre de muchas gentes te he constituido108. Todos éstos, por tanto, predestinados, llamados, justificados y glorificados conocerán a Dios mediante la gracia del Nuevo Testamento, desde el más pequeño hasta el mayor.

41. Por consiguiente, así como la ley de las obras grabada en tablas de piedra y la recompensa de ella, es decir, la tierra de promisión que recibió el pueblo carnal de Israel cuando fue libertado de Egipto, pertenecen al Testamento Antiguo, así también la ley de la fe, grabada en los corazones, y el premio de ella, esto es, aquella forma de contemplación de la cual participará la casa espiritual de Israel cuando sea libertada de este mundo, pertenecen al Testamento Nuevo.

Entonces se cumplirá lo que afirma el Apóstol: Que si profecías, se desvanecerán; que si lenguas, cesarán; que si ciencia, se destruirá; es decir, aquella ciencia como de niños en que aquí abajo se vive, que es parcial, por medio de espejo y en enigmas, pues por ella es necesaria la profecía, mientras las cosas futuras van sucediendo a las que pasan; por ella las lenguas, es decir, la multiplicidad de significaciones orales, pues por unas u otras es preciso que sea de un modo o de otro instruido el que aun no puede contemplar con purísima inteligencia la eterna luz de la verdad esplendentísima. Porque cuando llegare lo que es perfecto y se hubiere desvanecido todo lo que es parcial109, entonces, cuando el que se reveló a la carne se manifestare Él mismo a sus adoradores, entonces se realizará la posesión de la vida eterna, para que conozcamos al único Dios verdadero110; entonces seremos semejantes a Él111, porque le conoceremos al modo que nosotros mismos fuimos conocidos112. Entonces no se instruirán ya unos a otros, ni el hermano a su hermano diciendo: "Conoced al Señor", porque todos le conocerán, desde el más pequeño hasta el mayor.

Lo cual puede ser interpretado de varias maneras. O bien que allí cada uno de los bienaventurados se diferenciará de los otros en la gloria como una estrella de otra estrella113. Ni importa para el caso el que se diga, como se dice, desde el menor hasta el mayor, o el que se dijese desde el mayor hasta el menor; como asimismo nada importa el que entendamos por menores los que solamente pudieron creer, y por mayores los que, además, pudieron comprender, en cuanto es posible en esta vida, algo de la incorpórea e inmutable luz de la verdad. O bien quiso el Apóstol que se entendiera por menores a los posteriores en el orden del tiempo, y por mayores, a los anteriores. Pues todos han de participar a la vez de la prometida contemplación de Dios; porque también aquéllos nos han procurado a nosotros los bienes por excelencia, para que sin nosotros no fueran ellos mismos consumados en la perfecta felicidad114. De esta manera, los menores son considerados como los primeros, porque se les ha retrasado menos el tiempo de recibir la recompensa, como aconteció con el denario a que alude la parábola del Evangelio, el cual fue recibido primeramente por los que llegaron más tarde a la viña115. Y así pueden entenderse como mayores o menores según algún otro sentido que en este momento escapa a mi consideración.

CAPÍTULO XXV

Diferencia entre ambos testamentos

42. Mas considera con la mayor atención que te sea posible lo que con todo empeño trato, de demostrar, a saber: que al hacernos el profeta la promesa del Nuevo Testamento no conforme al Testamento Antiguo, que primeramente fue hecho con el pueblo de Israel después de la liberación de Egipto, nada nos dice acerca de la substitución de los sacrificios y demás sacramentos antiguos por los nuevos, aunque, sin duda alguna, esta substitución debía realizarse, como, en efecto, vemos que se ha realizado, cual lo atestigua en otros muchos lugares la misma Escritura profética; y así solamente hizo notar la diferencia entre ambos Testamentos, esto es, que Dios pondría su ley en el interior de los que perteneciesen al Testamento Nuevo y la grabaría en sus corazones; de donde tomó el Apóstol esta expresión: No con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas que son corazones de carne116; y que la recompensa eterna de esta justificación es no aquella tierra de que fueron expulsados los amorreos y los heteos con las demás gentes que allí se citan117, sino la posesión del mismo Dios, a quien es cosa buena el vivir unido118, para que él bien divino que los justos aman sea el mismo Dios a quien con amor buscan; de cuyo bien no podrá ser separado el hombre si no es por el pecado, el cual no puede ser remitido sino por la misma gracia divina. Por eso, después de decir: Porque todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor, seguidamente añade: Porque perdonaré su culpa y sus pecados no recordaré más.

Así escómo por la ley de las obras prescribe el Señor: No codiciarás119, y por la ley de la fe asegura el mismo Señor: Sin mí nada podéis hacer120, pues trataba de las buenas obras, que son significadas por los frutos de los sarmientos. Queda, pues, manifiesta esta diferencia entre el Testamento Antiguo y el Testamento Nuevo, a saber: que la ley fue escrita en aquél sobre tablas de piedra, y en éste en los mismos corazones, para que lo que en aquél causaba terror por medio de amenazas exteriores, deleite en éste interiormente, y lo que allí hacía prevaricador al hombre, mediante la letra, que mata, le haga aquí amante mediante el espíritu, que vivifica; siendo esto así, no se ha de afirmar que Dios nos ayuda a obrar la justicia y que obra en nosotros así el querer como el obrar según su beneplácito121 sólo porque suena en nuestros oídos exteriormente la ley de la justicia, sino porque interiormente da el incremento122, derramando la caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado123.

CAPÍTULO XXVI

Cómo debe entenderse el pasaje del apóstol acerca de los gentiles,
según el cual éstos cumplen naturalmente la ley y la llevan grabada en sus corazones

43. Pero debemos examinar ahora lo que dice el Apóstol: Pues cuando los gentiles, que no tienen ley, guiados por la naturaleza, obran los dictámenes de la ley, éstos, sin tener ley, para sí mismos son ley, como quienes muestran tener la obra de la ley escrita en sus corazones; no sea que por estas palabras se tenga por incierta esta diferencia del Nuevo Testamento, esto es, que prometiese Dios grabar su ley en los corazones de su pueblo, cuando vemos quo también algunas veces los mismos gentiles la cumplen naturalmente. Estudiemos, pues, bien esta cuestión, que no parece de leve importancia.

Porque argüirá alguno: "Si Dios estableció esta diferencia entre el Testamento Antiguo y el Nuevo, que grabó en el Antiguo su ley en tablas y en el Nuevo en los mismos corazones, ¿en qué se diferenciarán entonces los creyentes del Nuevo Testamento de los gentiles, si éstos llevan también la obra de la ley grabada en sus corazones, por la cual naturalmente obran los dictámenes de la ley? ¿No serán así éstos superiores al antiguo pueblo escogido, que recibió la ley escrita en tablas de piedra, y anteriores también al nuevo pueblo, ya que a éste se le concede mediante el Nuevo Testamento lo que a aquéllos les había otorgado ya la misma naturaleza?

44. ¿Por ventura los gentiles, de quienes dice el Apóstol que llevan la ley escrita en sus corazones, son los mismos que pertenecen al Nuevo Testamento? Debemos indagar de dónde proceda esta afirmación. Primeramente, he aquí lo que dice, avalorando la doctrina del Evangelio: Que es una fuerza de Dios ordenada a la salud para todo el que cree, así para el judío primeramente como para el griego. Porque la justicia de Dios en él se revela, de fe en fe, según está escrito: "Mas el justo vive por la fe".

En segundo lugar, nos habla de los impíos, a quienes por su soberbia les fue inútil el conocimiento de Dios, porque no le glorificaron como a Dios ni le hicieron gracias. De éstos pasa a hablar de los que juzgan y ejecutan las mismas obras reprobables que ellos mismos condenan, es decir, de los judíos, quienes se jactaban de ser los poseedores de la ley de Dios, aunque no los nombra expresamente. Y así dice: Ira e indignación, tribulación y angustia sobre toda alma humana que obra el mal, así judío primeramente como griego; gloria, en cambio, honor y paz para todo el que obra el bien, así judío primeramente como griego. Que no hay aceptación de personas para Dios. Pues cuantos sin ley pecaron, sin ley también perecerán, y cuantos con ley pecaron, por la ley serán juzgados. Que no los oidores de la ley son justos ante Dios, mas los obradores de la ley serán justificados. A cuyas palabras añade el Apóstol estas otras, de cuya significación tratamos aquí: Pues cuando los gentiles, que no tienen ley, guiados por la naturaleza, obran los dictámenes de la ley, y lo demás que ya dejé citado más arriba.

Por tanto, no parece significar aquí d Apóstol con el nombre de gentiles a otros distintos de los que antas significó con el nombre de griegos al decir: así judío primeramente como griego. Por tanto, si el Evangelio es virtud de Dios para todo el que cree, así para el judío primeramente como para el griego, y si la ira y la indignación, la tribulación y la angustia sobre el alma de todo hombre que obra el mal, así judío primeramente como griego, la gloria, en cambio, él honor y la paz para todo el que obra el bien, así judío primeramente como griego124, siendo este griego el que se significa con el nombre de los gentiles, que obran naturalmente los dictámenes de la ley y que llevan la obra de la ley escrita en sus corazones, sin duda ninguna estos gentiles, en cuyos corazones fue escrita la ley, pertenecen también al Evangelio; para ellos, pues, como para todos los que creen, es el Evangelio virtud de Dios para la salud.

Porque ¿a qué gentiles que obrasen el bien fuera del Evangelio podría prometerse la gloria, el honor y la paz? Puesto que no hay aceptación de personas para Dios, y no los oidores de la ley, sino los obradores de ella serán justificados; por eso tanto el judío como el griego, esto es, cualquiera de entre los gentiles que creyere, alcanzará igualmente la salud por medio del Evangelio. Pues —como dice más adelante— no hay distinción. Porque todos pecaron, y se hallan privados de la gloria de Dios, justificados como son gratuitamente por su gracia125. Y ¿de dónde podría decir que es justificado el griego que cumple la ley sino en virtud de la gracia del Salvador?

45. Ni tampoco se hallará contradicción en el Apóstol al decir que los obradores de la ley serán justificados, como si lo fuesen por las obras y no por la gracia, pues asegura que el hombre es justificado gratuitamente por la fe sin las obras de la ley126, no queriendo significar otra cosa por la palabra gratuitamente sino que la justificación no va precedida de las obras. Y así claramente dice en otro lugar: Si por gracia, luego no por obras; pues de otro modo la gracia ya no resulta gracia127.

Pero de tal manera se ha de entender que son justificados los obradores de la ley, que advirtamos que no podrían ser de otro modo obradores de la ley si no fueran antes justificados; de suerte que no es la justificación la que sucede a las obras, sino aquélla la que precede a éstas. Pues ¿qué otra cosa quiere decir justificados sino hechos justos por aquel que justifica al impío128, para que el impío venga a hacerse justo?

Pues si, según nuestro modo de hablar, dijésemos, por ejemplo: "Los hombres serán libertados", se entendería ciertamente que la libertad es algo añadido a la existencia del hombre. Mas si dijésemos: "Los hombres serán croados", no se entendería ciertamente que fuesen creados los que ya existen, sino que recibirán la existencia mediante la creación. Del mismo modo, si se hubiera dicho: "Los obradores de la ley serán honrados", no lo entenderíamos rectamente sino entendiendo que el honor es algo que sobreviene a aquellos que ya antes eran obradores de la ley. Mas cuando se dice que los obradores de la ley serán justificados, ¿qué otra cosa se dice sino que los justos serán justificados, pues los obradores de la ley, ciertamente, son ya justos? Y por eso, lo mismo es que si se dijese: Los obradores de la ley serán creados, no los que ya lo eran, sino para que lo sean; para que de este modo entendiesen los judíos —oidores de la ley— que también ellos necesitaban de la gracia de Dios para poder obrar la ley.

O ¿por ventura de tal manera se ha dicho serán justificados como si se dijese: Serán tenidos por justos o considerados como justos, al modo que se ha dicho de alguien: mas él, queriendo justificarse129, es decir, ser tenido y considerado como justo? Por eso de una manera decimos que Dios santifica a sus santos y de otra muy distinta santificado sea tu nombre130. Porque lo primero en tanto lo decimos en cuanto que El hace santos a los que aún no lo son; mas lo segundo, en cuanto que siendo El por naturaleza eternamente santo, debe ser tenido como santo por el hombre, esto es, reverenciado con santo temor.

46. Porque si al hacer mención de los gentiles, que obran naturalmente los dictámenes de la ley y tienen la ley escrita en sus corazones, quiso significar el Apóstol a todos aquellos que creen en Cristo, puesto que no llegan a la fe al modo de los judíos, prevenidos por la ley, ya no hay razón para que tratemos de distinguirlos de aquellos a quienes, habiéndoles prometido Dios por el profeta el Testamento Nuevo, les anunció que grabaría sus preceptos en sus corazones. Porque también éstos, mediante la injertación que dice fue hecha del acebuche en el olivo, pertenecen al mismo olivo, es decir, al mismo pueblo de Dios131; y así concuerda mejor con el del profeta este testimonio del Apóstol; de suerte que llevar la ley de Dios grabada no en tablas de piedra, sino en los corazones, es pertenecer al Nuevo Testamento, es decir, abrazar la justicia de la ley con aquel íntimo afecto con que obra la fe animada por la caridad132. Porque previendo la Escritura que por la fe justifica Dios a los gentiles, dio de antemano a Abrahán la feliz nueva de que "Bendecidas serán en ti todas las gentes"; para que así, mediante la gracia de esta promesa, se injertase en el olivo el acebuche y se hiciesen los gentiles fieles hijos de Abrahán en la descendencia del mismo Abrahán, que es Jesucristo133, siguiendo de este modo la fe de aquel que, no habiendo recibido la ley en tablas ni teniendo aún la circuncisión, creyó a Dios, y le fue abonado a cuenta de justicia134.

Así lo que el Apóstol afirma de los gentiles, que tienen la obra de la ley escrita en sus corazones135, viene a significar lo mismo que aquel otro pasaje a los corintios en que dice: No en tablas de piedra, sino en tablas que son corazones de carne136. Y así es también cómo se hacen miembros de la casa de Israel, siéndoles imputado como circuncisión el prepucio, por cuanto hacen manifiesta la justicia de la ley no por la mutilación de la carne, sino guardándola con la caridad del corazón. Porque si la incircuncisión guardare los justos dictámenes de la ley, ¿por ventura no será su incircuncisión computada como circuncisión?137

Por consiguiente, en la casa del verdadero Israel, en quien no existe dolo138, todos son partícipes del Nuevo Testamento, porque pone Dios la ley en su alma y la graba en sus corazones con su dedo, que es el Espíritu Santo, por quien es derramada en ellos la caridad139, que es la plenitud de la ley140.

CAPÍTULO XXVII

El cumplir la ley naturalmente es lo mismo que cumplirla
según la naturaleza restaurada por la gracia

47. Pero no debe inquietarnos el que diga el Apóstol que cumplen los gentiles naturalmente los preceptos de la ley, no movidos por el espíritu divino, ni por la fe, ni por la gracia. Porque es el Espíritu de gracia el que obra en nosotros la imagen divina, con la cual fuimos creados. El pecado, por tanto, es contrario a la naturaleza, y de él sólo puede sanarla la gracia. Por lo cual se dice a Dios en el Salmo: Ten compasión de mí, sana mi alma, porque pequé contra ti141.

Cumple, por consiguiente, el hombre naturalmente los preceptos de la ley; y si alguno no los cumple, por su culpa no los cumple. Por cuya culpa la ley ha sido destruida en los corazones, y por eso, borrada la culpa al ser escrita en ellos la ley, cumplen naturalmente lo que la ley prescribe; y no es que por la naturaleza so excluya la gracia, sino que por la gracia se restaura la naturaleza. Porque por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por él pecado, la muerte, y así a todos los hombres alcanzó la muerte, por cuanto todos pecaron142; por eso, porque no hay distinción, están privados de la gloria de Dios, justificados como son gratuitamente por su gracia. Por cuya gracia, al ser renovado el hombre interior, es grabada en él la justicia, que había sido destruida por el pecado. Y ésta fue la misericordia, que provino a todo el género humano por Jesucristo Señor nuestro. Porque uno es Dios, uno también el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús143.

48. Pero si los que cumplen naturalmente los dictámenes de la ley no deben ser aún incluidos en el número de los que son justificados por la gracia de Cristo, sino más bien en el de aquellos que son hasta impíos, quienes ni aun tributan al Dios verdadero la sincera y justa adoración que le es debida, no obstante, nosotros hemos leído, visto u oído acerca de ellos algunas acciones que, según las normas de la recta justicia, no sólo no las podemos vituperar, sino que las consideramos como meritorias y dignas de justa alabanza, por más que, si se escudriña el fin can que tales acciones son realizadas, apenas se encontrará alguna que merezca ser debidamente alabada y defendida como justa.

CAPÍTULO XXVIII

La imagen de dios no está completamente borrada en el alma de los gentiles.
Los pecados veniales

No obstante, como la imagen de Dios en el alma humana no está destruida por la mancha de los afectos terrenos hasta el punto de no haber quedado en ella algunos vestigios aunque lejanos y débiles, de suerte que con razón se puede afirmar que hasta los mismos malvados en su vida impía practican y aman algunas obras buenas de la ley; si esto es lo que se quiere dar a entender cuando se dice que los gentiles, que no tienen ley, esto es, la ley de Dios, naturalmente cumplen los preceptos de la ley, y que estos tales para sí mismos son ley y llevan la obra de la ley escrita en sus corazones, es decir, que no está en ellos completamente destruido lo que al ser creados fue impreso en su alma por la imagen de Dios; aun siendo esto así, no hay por qué rectificar la diferencia establecida entro el Antiguo y el Nuevo Testamento, en cuanto que por el Nuevo se escribe en los corazones de los fieles la ley do Dios, que en el Antiguo fue escrita en tablas de piedra. Pues de este modo es escrito en aquéllos mediante la renovación lo que no había sido destruido totalmente por la culpa del hombre viejo.

Porque así como la imagen de Dios, que no había sido del todo destruida, es restaurada en el alma de los creyentes por el Nuevo Testamento, puesto que aun había quedado en ella aquello por lo cual el alma humana no deja de ser una esencia racional, del mismo modo, también la ley de Dios, no destruida del todo en el alma por la injusticia, es nuevamente impresa en ella al ser renovada por la gracia. Pues, ciertamente, aquella ley escrita en tablas de piedra no podía grabar en el alma de los judíos esta nueva escritura, esto es, la justificación, sino solamente ser causa de sus transgresiones. Porque también ellos eran hombres y radicaba en ellos aquel poder de la naturaleza por cuya virtud el alma racional siente y obra algunas cosas legítimamente o conforme a la ley; mas la piedad, que nos conduce a la vida bienaventurada y eterna, tiene una ley toda pura144, capaz de transformar las almas, para que por aquella luz divina se renueva y venga a cumplirse en ellas aquella palabra del Salmo: Impresa está, Señor, sobre nosotros la luz de tu rostro145.

Por eso los que se alejaron de Dios merecieron caer en un abismo de tinieblas; mas ya no les será posible renovarse si no es mediante la gracia de Cristo, esto es, por la intercesión del Mediador. Pues uno solo es Dios y uno solo el Mediador de Dios y los hombres, un hombre, Cristo Jesús, quien se ofreció a sí mismo por la redención de todos. Si de esta gracia son excluidos aquellos de quienes ahora tratamos, quienes, según el modo que arriba hemos dicho, naturalmente cumplen los preceptos de la ley, ¿de qué les aprovecharán sus vanos pensamientos y excusas el día en que Dios habrá de juzgar los secretos de los hombres146, a no ser, tal vez para mitigar apenas su castigo? Porque así como no impiden al justo el entrar en la vida eterna algunos pecados veniales, sin los que no se puede pasar esta vida, del mismo modo, de nada le aprovecharán al impío para la eterna salvación algunas obras buenas, sin las cuales muy difícilmente se encuentra la vida de cualquier hombre malvado.

No obstante, así como en el reino de Dios difieren unos santos de otros en la gloria como una estrella de otra estrella147, así también en la aplicación del castigo eterno será Dios más benigno con Sodoma que con otras ciudades148 y serán algunos doblemente más que otros hijos del infierno149. Así es cómo en el mismo tribunal do Dios no quedará inmune de la justa sanción lo que con la misma impiedad reprobable hubiere pecado uno más que otro.

49. Pero ¿qué quiso inferir de aquí el Apóstol cuando, reprimiendo la jactancia de los judíos, después de decir: Que no los oidores de la ley, ésos son justos delante de Dios, sino los obradores de la ley, éstos serán justificados, añade a continuación acerca de ellos que, no teniendo la ley, naturalmente cumplen los dictámenes de la ley? ¿Acaso se ha de entender esto no de los que pertenecen a la gracia del Mediador, sino más bien de aquellos que, no adorando al verdadero Dios con verdadera piedad, practican, sin embargo, algunas obras buenas en su vida impía? ¿O, por ventura, por esto mismo pretendió demostrar lo que ya antes había dicho, esto es, que no existe para Dios aceptación de personas, y lo que afirmó poco después: que no sólo es Dios de los judíos, sino también de los gentiles?150 ¿O que aquellas insignificantes obras de la ley no se encuentran impresas en los que no recibieron la ley sino como reliquias de la imagen de Dios, la cual El no rechaza cuando creen en El, para quien no existe aceptación de personas?

Mas sea cualquiera la interpretación que se acepte, consta que la gracia de Dios fue también prometida por el profeta al Nuevo Testamento, y que esta gracia en esto consiste, en que los preceptos divinos sean impresos en los corazones humanos hasta llegar a aquel conocimiento de Dios por el cual ya no se instruirán unos a otros; ni el hermano a su hermano, diciendo: "Conoced al Señor", porque todos le conocerán, desde el más pequeño hasta el mayor.

Tal es el don del Espíritu Santo, por quien es derramada en nuestros corazones la caridad; no una caridad cualquiera, sino la caridad de Dios, que nace de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe no fingida151, por la cual el justo, mientras vive en este lugar de peregrinación, es conducido también al conocimiento de Dios como a través de un espejo, y por enigmas, y por lo que es incompleto, hasta llegar a conocerle cara a cara, al modo que él mismo fue conocido152. Porque sola una cosa pidió al Señor y esta solicitará, el habitar en la casa del Señor todos los días de su vida para contemplar el gozo del Señor153.

CAPÍTULO XXIX

La justicia es un don de Dios

50. Nadie, pues, se gloríe por lo que creyere tener en sí como si no lo hubiera recibido154, o juzgue que ha recibido sólo como una revelación meramente externa el poder leer y oír la letra de la ley. Porque si por la ley se alcanzase la justicia, entonces Cristo hubiera muerto en vano155. Mas si ciertamente Cristo no murió en vano, a lo alto subió, llevó consigo cautiva la cautividad y repartió dádivas a los hombres156: he aquí de quien tiene todo el que tiene. Mas si alguno negare que de Él procede cuanto tiene, este tal o es que nada tiene o se le ha de quitar lo que tiene157. Porque uno mismo es el Dios que justifica la circuncisión en virtud de la fe y la incircuncisión por medio de la fe158: lo cual no se dice así por alguna diferencia de concepto, como si una cosa fuese la justificación en virtud de la fe —ex fide— y otra cosa distinta la justificación por medio de la fe —per fidem—, pues estas expresiones del Apóstol no son más que una variedad verbal.

En efecto, hablando en otro pasaje de los gentiles, es decir, de la incircuncisión, dice así: Previendo la Escritura que por la fe —"ex fide"— justifica Dios a los gentiles159. Y así también, tratando de la circuncisión, de la cual procedía él mismo, dice: Nosotros, judíos de nacimiento y no pecadores venidos de la gentilidad, entendiendo, empero, que no es justificado el hombre por las obras de la ley, sino por la fe —"per fidem"— de Cristo Jesús, también nosotros creímos en Cristo Jesús160.

He aquí cómo afirmó también que el incircunciso se justifica por la fe —ex fide— y el circunciso por medio de la misma fe —per fidem—, con tal, sin embargo, que el circunciso se mantenga en la justicia de la fe. Pues fié así que los gentiles, los que no andaban tras la justicia, alcanzaron la justicia; pero la justicia que nace de la fe; Israel, empero, que andaba tras una ley de justicia, no acertó con esa ley. ¿Por qué? Porque no quería justicia nacida de la fe, sino como si fuera fruto de las obras161; esto es, como obrándola solamente por sí mismos y no creyendo que en ellos obraba también Dios. Porque Dios es el que obra en nosotros así el querer como el obrar según su beneplácito162. Y por eso, tropezaron en la piedra de tropiezo163. Pues lo que quería significar el Apóstol al decir que no querían justicia nacida de la fe, sino como si fuera fruto de las obras, con toda evidencia lo declara cuando dice: Por cuanto, desconociendo la justicia de Dios y empeñándose en mantener su propia justicia, no se sometieron a la justicia de Dios. Ponqué el fin de la ley es Cristo, principio de justicia para todo creyente164.

Según esto, ¿dudaremos aún sobre cuáles sean las obras por las que no es justificado el hombre, si las juzga como suyas propias, despojadas del auxilio de la gracia de Dios, que radica en la fe de Jesucristo? ¿Juzgaremos como tales la circuncisión y otras ceremonias análogas, porque como tales se consideran estos sacramentos de la ley vieja en otros lugares de la Escritura? Mas aquí, ciertamente, no pretendían los judíos establecer la circuncisión como justicia propia, porque ya estaba establecida por Dios como un precepto. Ni tampoco puede entenderse esto de aquellas obras acerca de las cuales dice el Señor: Vosotros traspasáis el mandamiento de Dios por mantener vuestras tradiciones165. Porque Israel —dice—, que andaba tras una ley de justicia, no acertó con esa ley; no dijo: "que seguían sus tradiciones", es decir, continuándolas. He aquí, pues, la única diferencia: que los judíos se atribuían a sí mismos el cumplimiento tanto de este precepto: No codiciarás166, como el de los demás preceptos buenos y santos de la antigua ley, para observar los cuales es preciso que Dios obre en el hombre mediante la fe de Jesucristo, que es el fin de la ley para la justificación de todo creyente, esto es, al cual incorporado y hecho miembro suyo por el Espíritu Santo, puede el hombre, dando aquél interiormente el crecimiento, obrar la justicia, de cuyas obras dijo también el mismo Jesucristo: Sin mí nada podéis hacer167.

51. De tal manera, por consiguiente, se propone la justicia de la ley en la sagrada Escritura, que quien la practicare, por ella vivirá168; de suerte que quien reconociere su propia flaqueza, no por sus propias fuerzas ni por la letra de la ley —lo cual no fuera posible—, sino mediante la fe que reconcilia con el autor de la justicia, llegará a ésta, la practicará y por ella vivirá. Pues el obrar esta justicia para que viva por ella sólo es posible a aquel que ha sido justificado. Pero la justicia se alcanza mediante la fe, de la cual está escrito: No digas en tu corazón: "¿Quién subirá al cielo?", esto es, para hacer bajar a Cristo; o ¿Quién bajará al abismo?, esto es, para hacer subir a Cristo de entre los muertos. Mas ¿qué dice? Cerca de ti está la palabra de tu boca y en tu corazón. Tal es —dice— la palabra de la fe que predicamos. Porque si confesares con tu boca a Jesús por Señor y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo169. En la medida que lograres ser justo serás también salvo. Pues mediante esta misma fe creemos que Dios nos resucitará también a nosotros de entre los muertos; ahora, durante esta vida, en espíritu, para que por la renovación de su gracia vivamos sobria, justa y piadosamente en este mundo170; y después de la muerte también, en esta misma carne, la cual resucitará a la inmortalidad como un triunfo del espíritu, que la precede en la resurrección a él conveniente, esto es, en la justificación. Pues fuimos sepultados con El en orden a la muerte, para que como fié Cristo resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros en novedad de vida caminemos171.

Por la fe, pues, en Jesucristo alcanzamos la salud, bien sea cuando ésta se comienza realmente en nosotros, bien cuando confiamos perfeccionarla mediante la esperanza. Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, ése será salvo172. Y el Salmista dice: ¡Cuán grande es, Señor, la abundancia de tu dulzura, que tienes escondida para las que te temen, con toda plenitud para los que en ti esperan!173

Por la ley tememos a Dios, por la fe esperamos en El; mas para los que temen el castigo permanece escondida la gracia. Y así, el alma atormentada bajo el peso de este temor, en tanto que, impotente, no lograre vencer la concupiscencia del mal ni disipar aquel temor, que la cerca como severo vigilante, acójase por medio de la fe a la misericordia de Dios, a fin de que la otorgue lo que El manda y con la dulce suavidad de la gracia en ella infundida por el Espíritu Santo consiga que le deleite más lo que Dios manda que lo que prohíbe. Así es cómo la abundancia de su dulcedumbre, esto es, la ley de la fe, la caridad escrita y derramada en los corazones, se hace perfecta en los que esperan en El, a fin de que el alma obre santamente, redimida no por el temor del castigo, sino por el amor de la justicia.

CAPÍTULO XXX

Si el libre albedrío es destruido por la gracia

52. ¿Acaso el libre albedrío es destruido por la gracia? De ningún modo; antes bien, con ella le fortalecemos. Pues así como la ley es establecida por la fe174, así el libre albedrío no es aniquilado, sino fortalecido por la gracia. Puesto que ni aun la misma ley se puede cumplir si no es mediante el libre albedrío, sino que por la ley se verifica el conocimiento del pecado; por la gracia, la curación del alma de las heridas del pecado; por la curación del alma, la libertad del albedrío; por el libre albedrío, el amor de la justicia, y, por el amor de la justicia, el cumplimiento de la ley. Por eso, así como la ley no es aniquilada, sino restablecida por la fe, puesto que la fe alcanza la gracia, por la cual se cumple la ley, del mismo modo, el libre albedrío no es aniquilado, sino antes bien fortalecido por la gracia, pues la gracia sana la voluntad para conseguir que la justicia sea amada libremente.

Todos estos conceptos que de una manera concatenada he vinculado encuentran su expresión propia en las santas Escrituras. La ley dice: No codiciarás175. La fe dice: Sana, Señor, mi alma, porque pequé contra ti176. La gracia dice: He aquí que has sido curado; ya no quieras más pecar, no sea que te suceda algo peor177. La salud dice: Señor, Dios mío, a ti clamé y me sanaste178. El libre albedrío dice: Voluntario sacrificio te ofrendaré179. El amor de la justicia dice: Los pecadores me contaron sus placeres, mas no conforme a tu ley, ¡oh Señor!180

¿Por qué, pues, los hombres miserables osadamente se engríen, ora de su libre albedrío, ora de sus propias fuerzas, después que ya han sido libertados? No paran mientes en que el mismo nombre de libre albedrío significa, sin duda, libertad. Porque donde está el espíritu del Señor, allí hay libertad181. Mas si son esclavos del pecado, ¿por qué se jactan del libre albedrío? Pues quien de otro es vencido, por lo mismo, queda esclavo de quien le venció182. Y si ya han sido libertados, ¿por qué se jactan de sus obras como si fueran propias y se glorían como si nada hubieran recibido? ¿Acaso son libres de tal suerte que no quieren tener por Señor a quien les dice: Sin mí nada podéis hacer183; y también: Si el Hijo os diere libertad, entonces seréis verdaderamente libres?184

CAPÍTULO XXXI

Si la fe está en nuestro poder

53. Preguntará tal vez alguno si la fe, que parece ser el principio de la justificación, así como de las demás gracias que concatenadamente he enumerado, está en nuestro poder. Comprenderemos esto más fácilmente si, ante todo, examinamos con la debida diligencia en qué consiste el poder de nuestra voluntad.

Son dos cosas muy distintas el querer y el poder, de suerte que no siempre el que quiere puede, ni siempre el que puede quiere; y así, del mismo modo que algunas veces queremos lo que no podemos, así otras veces podemos lo que no queremos. Mas ya por el mismo sonido y evolución de los vocablos se indica suficientemente que de querer (velle) se deriva el nombre de voluntad (voluntas), así corno de poder (posse) el de potencia o potestad (potestas). Por tanto, así como el que quiere tiene la facultad de querer o voluntad, así también el que puede tiene la facultad de poder o potencia. Mas para que la potencia realice alguna cosa es preciso que intervenga la voluntad. Pues no suele decirse que obra potestativamente él que ejecuta alguna cosa si obra coaccionado.

Aunque, si examinamos esto con toda sutileza, advertiremos que, aun cuando alguno sea coaccionado a hacer alguna cosa, si la hace, aun la hace voluntariamente; mas porque querría más bien hacer otra cosa, por eso se dice que obra a la fuerza, es decir, no queriendo obrar. Pues siendo coaccionado a obrar por alguna cosa mala, que quisiera evitar o rechazar de sí, en tanto la hace en cuanto que es forzado. Porque si la voluntad es tan poderosa que más quiere no ejecutar esta acción que sufrir aquella violencia, entonces indudablemente resiste a quien la coacciona y no ejecuta aquella acción. Y por eso, si obra, no obra ciertamente con plena y libre voluntad, aunque es cierto, sin embargo, que no Obra sin la facultad de querer, pues como a la voluntad sigue la acción, no puede decirse que le falte el poder al que obra.

Mas si, cediendo a la coacción, quisiera obrar y no pudiese, no diríamos que faltaba la voluntad, aunque violentada, sino el poder. Por el contrario, si en tanto no obró en cuanto que no quiso, entonces sin duda hubo poder, pero faltó la voluntad mientras, resistiendo a la coacción, no obró. De aquí que loa mismos que ejercen alguna coacción o tratan de persuadir alguna cosa suelen decir: "Si eso está en tu poder, ¿por qué no lo haces y te verás libre de tal desgracia?" Mas los que totalmente carecen de poder para obrar alguna cosa, si se les fuerza a obrar creyendo que pueden ejecutarla, suelen excusarse, diciendo: "Lo haría si estuviese en mi poder". ¿Qué más inquiriremos? ¿No decimos acaso algunas veces que existe este poder cuando a la voluntad se junta la facultad de obrar? De ahí el que se diga que cada uno tiene poder para hacer alguna cosa cuando, si quiere, la hace y, si no quiere, no la hace.

54. Ahora fija tu atención en lo que nos propusimos examinar, es decir, si la fe está en nuestro poder. Me refiero a aquella fe que prestamos cuando damos crédito a alguna cosa, no a la que damos cuando hacemos alguna promesa. Porque también a ésta se la llama fe. Pero de un modo decimos: "No tuvo fe en mí"; y de otro muy distinto: "No me guardó fe". Pues aquello quiere decir: "No creyó lo que yo le dije"; esto otro: "No cumplió lo que él me dijo". Según la fe con que creemos, nosotros somos fieles a Dios: según aquella con que se cumple lo que se promete, Dios es también fiel para con nosotros. Así nos lo atestigua el Apóstol: Fiel es Dios, quien no permitirá que seáis tentados más de lo que podéis185.

Lo que preguntamos, pues, es: si está en nuestro poder alcanzar la fe con que creemos a Dios o. con la cual creemos en Dios. Pues por esto está escrito: Creyó Abrahán a Dios, y le fié abonado a cuenta de justicia; y también: Al que cree en aquel que justifica al impío, se le abona su fe a cuenta de justicia186. Considera ahora si habrá alguien que pueda creer, si no quisiere, o no creer, si quisiere. Si esto, es absurdo —porque ¿qué es creer sino asentir a lo que se nos dice como verdadero?, y el asentimiento, ciertamente, es un acto de la voluntad—, luego, sin duda, la fe está en nuestro poder.

Pero —como dice él Apóstol— no existe potestad sino de Dios187. Por qué razón, pues, no se nos diría también de ésta, de la fe: ¿Qué tienes que no hayas recibido?188 Porque también él que podamos creer, Dios nos lo otorgó. Sin embargo, nunca leemos en las santas Escrituras: "No existe voluntad sino de Dios". Y justamente no está escrito esto, porque esto no es verdad. Pues de otra suerte, si no existe ningún querer que no provenga de Él, Dios sería también —lo que es inadmisible— autor del pecado; porque la mala voluntad por si sola es ya pecado, aunque no se siga el efecto, es decir, aunque no pueda efectuar lo que quiere.

Por tanto, cuando la mala voluntad recibe el poder ejecutar el mal que pretende, proviene del justo juicio de Dios, en quien no existe injusticia189. Porque Dios castiga también de esta manera; y no porque lo hace ocultamente es injusto. Por lo demás, el impío ignora que es castigado hasta tanto que, haciéndose patente el castigo, no llegare a experimentar no queriéndolo cuán grande es el mal que cometió queriéndolo. Que es lo que de algunos dijo el Apóstol: Por lo cual los entregó Dios en manos de las concupiscencias de sus corazones para que obrasen cosas indignas190. De ahí también lo que dijo el Señor a Pilato: No tuvieras potestad alguna contra mí si no te hubiera sido dada de arriba191. Más aun cuando este poder es concedido, no por eso, ciertamente, se impone la necesidad en el obrar. Por eso, cuando David recibió el poder de matar a Saúl, quiso más bien perdonarle que herirle192. Por donde podemos entender que los malos reciben el poder de obrar el mal como castigo de su voluntad depravada; los buenos, en cambio, como prueba de su buena voluntad.

CAPÍTULO XXXII

Cuál es la fe digna de alabanza

55. Siendo, pues, cierto que la fe está en nuestro poder, ya que cuando alguien quiere, cree, y cuando cree, voluntariamente cree, después de esto, hemos de inquirir, o más bien recordar, cuál es la fe que con tanta combatividad ensalza el Apóstol. Pues no el dar crédito a cualquier cosa es conveniente. ¿Porque de dónde, si no, aquello de no creáis, hermanos, a todo espíritu, antes contrastad los espíritus si son de Dios?193 Ni aquello otro que fié dicho en alabanza de la misma caridad: que todo lo cree194 se ha de entender de manera que se le niegue esta virtud a quien inmediatamente no diere crédito a cuanto oyere. ¿Acaso no nos avisa la misma caridad que no se debe creer fácilmente cualquiera cosa mala acerca de un hermano, y cuando algo malo se dijere de él, no juzga que es más propio de ella el no creerlo? Finalmente, la misma caridad, que todo lo cree, no cree a todo espíritu, y por eso, todo, ciertamente, lo cree, pero sólo con relación a Dios; pues no se ha dicho que "cree a todos". Nadie, por tanto, puede dudar de que la fe que el Apóstol ensalza es aquella por la cual se cree a Dios.

56. Pero aun es preciso hacer otra distinción; porque los que viven sujetos a la ley y por temor del castigo se esfuerzan en mantener su propia justicia, por lo cual no practican la justicia de Dios, puesto que ésta es obra de la caridad, la cual no se complace sino en aquello que es lícito, y no obra del temor, que es cohibido a obrar lo lícito, apeteciendo la voluntad otra cosa, por lo cual más quisiera, si fuese posible, que fuese lícito aquello que es ilícito; hasta éstos —digo— creen a Dios, puesto que si absolutamente no creyeran, ciertamente no temerían el castigo de la ley.

Mas no es ésta la fe que ensalza el Apóstol cuando dice: Porque no recibisteis espíritu de esclavitud para reincidir de nuevo en él temor; antes recibisteis espíritu de filiación adoptiva, con el cual clamamos: "¡Abba, Padre!"195 Aquél es, pues, un temor servil, y, por consiguiente, aunque con él se crea a Dios, no es, sin embargo, amada la justicia, sino temida la condenación. Mas los verdaderos hijos de Dios claman: ¡Abba, Padre!, invocaciones propias la primera de la circuncisión, la segunda de la incircuncisión, es decir, del judío primeramente y del griego, puesto que uno mismo es el Dios que justifica la circuncisión en virtud de la fe y la incircuncisión por medio de la fe196. Ahora bien: cuando claman, es que alguna cosa piden. Y ¿qué piden sino aquello de que han hambre y sed? ¿Hambre y sed de qué sino de aquello que de ellos fue dicho: Bienaventurados los que han hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados?197

Que lleguen, pues, hasta aquí los que viven esclavos de la ley, para que de esclavos se conviertan en hijos; mas no. sin embargo, de suerte que dejen de ser esclavos, sino para que lo sean con la verdadera libertad, como de hijos que sirven a su Señor y Padre. Porque también les fue concedida esta gracia: Y les dio potestad —el que es el Unigénito— de ser hijos de Dios a los que creen en su nombre198; y les exhortó a pedir, buscar y llamar, a fin de que reciban, encuentren y se les abra. A lo cual añadió esta reconvención, diciendo: Si vosotros, con ser malos, sabéis dar dádivas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará bienes a los que se los pidieren?199

Habiendo, pues, la fuerza del pecado, esto es, la ley, encendido el aguijón de la muerte200 para que, tomando ocasión el pecado por medio del mandamiento, obrase toda concupiscencia201, ¿a quién se deberá pedir la castidad sino a quien sabe dar dádivas buenas a sus hijos? ¿Ignora acaso el impío que nadie puede ser continente si Dios no concede este don?202 Pues a fin de que no lo ignore, le es necesaria esta sabiduría. ¿Por qué, pues, no escucha al espíritu del Padre, que le habla por el Apóstol de Cristo, o al mismo Cristo, quien dice en su Evangelio: Pedid y recibiréis?203; quien habla también por boca de su Apóstol, diciendo: Si alguno de vosotros se ve falto de sabiduría, pídala a Dios, que da a todos generosamente y no zahiere, y le será otorgada; mas pídala con fe, sin titubear en lo más mínimo204.

Tal es la fe, de la cual vive el justo205; la fe, por la cual creemos en aquel que justifica al impío206; la fe, por la cual es excluida la soberbia, ya para que se aleje de nosotros la gloria207, que hincha, ya para que culmine más en nosotros aquella con la cual nos gloriamos en el Señor; la fe, por la cual se alcanza la liberalidad de aquel espíritu de quien se dice: Que nosotros por el espíritu, en virtud de la fe, aguardamos la esperanza de la justicia208. En lo cual, ciertamente, aun puede inquirirse si se refiere el Apóstol a la esperanza por la cual espera la justicia o a la esperanza por la cual es esperada la misma justicia, puesto que el justo, en cuanto que vive de la fe, espera ciertamente la vida eterna; e igualmente la fe, que tiene hambre y sed de la justicia, por la renovación del hombre interior209, se va perfeccionando de día en día en ella, y de ella espera saciarse en la vida eterna, donde se realizará lo que de Dios se canta en el Salmo: Que sacia con sus bienes tu deseo210. Tal es la fe por la cual son hechos salvos aquellos a quienes se dice: Por la gracia habéis sido salvados mediante la fe; y esto no de vosotros, que de Dios es el don; no en virtud de obras, para que nadie se gloríe. Porque de Él somos hechura, creados en Cristo Jesús a base de obras buenas, que de antemano dispuso para que nos ejercitásemos en ellas211. Finalmente, tal es la fe que se obra por amor y no por temor212; no temiendo la pena, sino amando la justicia.

¿Y de dónde procede este amor, esto es, la caridad por la cual obra la fe, sino de aquel de quien la misma fe la alcanza? Puesto que no se hallaría en nosotros, sea cualquiera el grado en que la poseamos, si no fuera derramada en nosotros por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado213. La caridad de Dios, en efecto, se ha dicho que fue derramada en nuestros corazones; no aquella con que Dios nos ama a nosotros, sino aquella por la cual El nos hace amadores suyos; del mismo modo que la justicia divina214, por la cual nos hace justos mediante su gracia; y la salud del Señor215, por la cual nos hace salvos; y la fe de Jesucristo, por la cual nos hace fieles216. Tal es la justicia de Dios, la cual no solamente nos la enseña por medio de los preceptos de la ley, sino que también nos la otorga mediante los dones del Espíritu Santo.

CAPÍTULO XXXIII

De dónde proviene la voluntad de creer

57. Resta, pues, investigar algún tanto si la voluntad con que creemos es también ella misma un don de Dios o si se aplica naturalmente como un acto de nuestro ingénito libre albedrío. Ahora bien: si decimos que no es un don de Dios, debemos temer, no sea que juzguemos haber hallado alguna conclusión contraria a la doctrina del Apóstol cuando reprende y dice: ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?217; como si pudiéramos responderle: "He aquí que nosotros tenemos voluntad de creer y no la hemos recibido". "He aquí cómo nos gloriamos de una cosa que no hemos recibido".

Mas si decimos que también esta voluntad es un don de Dios, aun se debe temer que los mismos infieles e impíos pretendan con razón excusarse, como si fuera justa su excusa de no haber creído, porque Dios no quiso otorgarles esta voluntad. Pues aquello que se ha dicho: Que es Dios quien obra en nosotros así el querer como el obrar según su beneplácito218, es ya un efecto de la gracia, la cual alcanza la fe, a fin de que puedan ser buenas las obras del hombre, las cuales obra la misma fe animada por la caridad, que es difundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado.

Si creemos que podemos alcanzar esta gracia, y ciertamente creemos por un acto de la voluntad, debemos inquirir el origen de este querer en nosotros. Si procede de la naturaleza, ¿por qué no en todos, pues un mismo Dios es el Creador de todos? V si es un don de Dios, ¿por qué no es concedido también a todos, pues Dios quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad?219

58. Examinemos lo primero y veamos si se responde satisfactoriamente a esta cuestión afirmando que el libre albedrío, otorgado naturalmente por el Creador al alma racional, es una especie de facultad intermedia que puede dirigirse ora hacia la fe, ora hacia la incredulidad; pues si es así, ya no podrá decirse que el hombre tiene la voluntad con que cree a Dios como si no la hubiera recibido, ya que al ser llamado por Dios nace en él aquella voluntad del libre albedrío que naturalmente recibió al ser creado. Porque quiere Dios que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad; mas no de tal modo que destruya en ellos el libre albedrio, por cuyo buen o mal uso habrán de ser juzgados justísimamente. Y así, cuando esto se realiza, los infieles, ciertamente, se oponen a la voluntad de Dios no creyendo en su Evangelio; mas no por eso triunfan de ella, antes bien se engañan a sí mismos, privándose del máximo y sumo bien y haciéndose reos de justos castigos, por lo que habrán de experimentar con terribles tormentos el poder de aquel cuya misericordia despreciaron en sus beneficios.

Así es cómo la voluntad de Dios nunca es vencida. Lo sería, ciertamente, si no encontrara el modo de obrar para con aquellos que la menosprecian o si de alguna manera pudiesen éstos evitar lo que El tiene determinado acerca de ellos. Pues ¿qué significa, por ejemplo, cuando se dice: "Quiero que todos mis siervos trabajen en mi viña y que después del trabajo coman descansadamente, de tal manera que quien no quisiere hacerlo así esté siempre moliendo en la tahona"? En verdad que quien tal mandato menospreciara obraría contra la voluntad de su señor: mas sólo entonces podrá vencerla, cuando menospreciándola, consiguiere huir de la tahona, lo que de ningún modo es posible bajo el poder de Dios.

Por lo cual está escrito: Una sola vez habló el Señor, es decir, inconmutablemente; aunque esto pudiera entenderse también del Verbo Unigénito. Y añadiendo a continuación lo que Dios habló inconmutablemente, dice: Estas dos cosas oí: que el poder está en Dios, y en ti, ¡oh Señor!, la misericordia, porque retribuyes a cada uno según sus obras220. Así, pues, quien para aceptar la fe despreciare su misericordia, se hará reo de la condenación bajo el poder de Dios. Mas quien creyere y se acogiere a Él para ser absuelto de todos sus pecados, curado de todos sus vicios, esclarecido e inflamado con su luz y su calor, se ejercitará con su gracia en buenas obras, por las cuales será libertado hasta en su cuerpo de la corrupción de la carne y será coronado y colmado de bienes no temporales, sino eternos, mucho mayores sin comparación de lo que nosotros podemos pedir ni aun comprender221.

59. He aquí cómo el Salmista guardó este mismo orden donde dice: Bendice, ¡oh alma mía!, al Señor y nunca olvides sus beneficios; Él es quien perdona todas tus maldades, el que sana todas tus dolencias, el que libra de la corrupción tu vida, el que te corona de piedades y misericordias y el que colma con sus dones todos tus deseos. Y para que la deformidad de nuestro hombre viejo, es decir, de nuestra corrupción, no desesperase de conseguir tan grandes bienes dice: Se renovará tu juventud como la del águila. Como si dijese: Estas cosas que has oído, enseñanzas son que pertenecen al hombre nuevo y al Nuevo Testamento. Recapacita, pues, conmigo un poco —yo te lo ruego— todas estas cosas y considera gozosamente las excelencias de la misericordia, esto es, de la gracia de Dios.

Bendice —exclama—, alma mía, al Señor y nunca olvides sus retribuciones. No dice "distribuciones", sino retribuciones, porque Dios recompensa los males con beneficios. Él es quien perdona todas tus iniquidades: he aquí lo que se verifica en el sacramento del bautismo. El que sana todas tus dolencias: tal es lo que se realiza en la vida del hombre fiel cuando la carne apetece contra el espíritu y el espíritu contra la carne, de tal modo que no obramos aquello que queremos222; cuando ¡la ley que impera en nuestros miembros contradice a la ley de la razón; cuando el querer está en nuestra mano, mas el poner por obra lo bueno, no223; y éstas son las heridas del hombre viejo, las cuales, si perseveramos en la voluntad de obrar el bien, creciendo en nosotros de día en día di hombre nuevo, son curadas mediante la fe que obra animada por la caridad. El que rescata de la corrupción tu vida: he aquí lo que se cumplir/i en la resurrección de los muertos. El que te corona de piedades y misericordias224: he aquí lo que se verificara en el día del último juicio, cuando el Juez de toda justicia se sentare en el tribunal para retribuir a cada uno según sus obras; y ¿quién podrá entonces gloriarse de tener puro su corazón o quién podrá gloriarse de estar limpio de todo pecado?225

Preciso era, por consiguiente, traer a la memoria las piedades y misericordias del Señor en aquel día, en que do tal modo serán exigidas las deudas y retribuidos los méritos, como que ya no habrá de haber más lugar a la misericordia. Corona, pues, Dios de piedad y misericordia, pero conforme a los méritos de las obras. Y así será puesto a la derecha todo aquel a quien se dirá: Tuve hambre y me diste de comer226; porque será aquél un juicio sin misericordia227, pero solamente para aquel que no practicó las obras de misericordia. Bienaventurados, empero, los misericordiosos, porque de ellos tendrá el Señor misericordia228.

Ahora bien: cuando los que estuvieren a la izquierda habrán de ir al fuego eterno, entonces los justos serán llamados a la vida eterna229. Porque ésta es —dice— la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo230. Entonces rebosará de bienes todo deseo del alma con aquel conocimiento, con aquella visión y contemplación231. Sólo este goce le bastará, nada más tendrá que apetecer, nada más que codiciar, nada más que buscar. Tal era el deseo de hartura que inflamaba el corazón de aquel que dijo al Señor: Muéstranos al Padre y esto nos basta. A quien le fue respondido: Quien me ve a., mí, ve también a mi Padre232. Porque ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo. Ahora bien: si quien ve al Hijo ve también al Padre, sin duda que quien ve al Padre y al Hijo ve también al Espíritu Santo del Padre y del Hijo.

He aquí cómo no destruimos el libre albedrío y cómo el alma bendice al Señor, no olvidando ninguna de sus retribuciones; ni, desconociendo la justicia233, pretende mantener la suya propia; sino que cree a aquel que justifica al impío y vive de la fe hasta llegar a la visión intuitiva, a saber, en virtud de la fe, que obra animada por la caridad. Y ésta es la caridad derramada en nuestros corazones no por la suficiencia de la propia voluntad ni por la letra de la ley, sino por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado.

CAPÍTULO XXXIV

La voluntad de creer proviene de dios

60. Baste ya esta disquisición, si fuere suficiente, para resolver la cuestión que nos ocupa. Mas si aun se arguye que se debe evitar el que nadie atribuya a Dios el pecado, que es obra del libre albedrío, porque cuando se dice: ¿Qué tienes que no hayas recibido?, se entiende también por esto que se atribuye a Dios la voluntad de creer, porque también ésta procede del libre albedrío, que recibimos al ser creados; advierta y considere quien así arguya que esta voluntad de creer debe atribuirse a la gracia divina, no sólo porque procede del libre albedrío, naturalmente impreso en nosotros por la creación, sino también porque Dios obra en nosotros por las sugestiones de las cosas visibles para que queramos y para que creamos; ora exteriormente, por medio de exhortaciones evangélicas, en lo cual influyen también de alguna manera los preceptos de la ley, cuando hacen advertir al hombre su flaqueza, a fin de que por la fe recurra a la gracia santificante; ora interiormente, donde nadie puede hacer que venga a su mente un solo buen pensamiento, sino sólo el consentir o el disentir es obra de la propia voluntad.

Así, pues, de cualquiera de estos modos que Dios concurra con el alma racional para que ésta crea en Él —pues de ningún modo puede creer cosa alguna mediante el libre albedrío si no interviene alguna sugestión o llamamiento de Dios para creer—, no hay duda de que Dios obra en el alma hasta la misma voluntad de creer y que en todas las cosas nos previene su misericordia; mas el consentir o el disentir del llamamiento divino es, como ya dije, obra de la propia voluntad.

Y no sólo no desvirtúa esta doctrina lo que dice el Apóstol: ¿Pues qué tienes que no hayas recibido?, antes bien la confirma. Porque, en efecto, el alma no puede recibir ni tener en si los dones de los cuales oye decir aquella palabra si no es consintiendo; y, por tanto, lo que tiene y lo que recibe, de Dios proviene, si bien el recibirlo y el tenerlo es propio de quien lo recibe y de quien lo tiene. Mas si aun hay alguien que nos inste a escudriñar más esta cuestión, preguntando por qué a uno se le invita de tal manera que se le persuade y a otro no, he aquí las dos únicas respuestas que por el momento me place darle: ¡Oh alteza de los tesoros...!234 Y ¿Acaso existe injusticia en Dios?235 Y a quien no le satisfaga esta respuesta, interrogue a otros más eruditos, pero tenga mucho cuidado, no sea que los halle más presuntuosos.

CAPÍTULO XXXV

Conclusión de esta obra

61. Demos ya fin a esta obra, cuyo asunto he tratado tan prolijamente, que no sé si en algún punto me he extendido más de lo necesario; no por ti, cuya virtud me es bien conocida, sino por aquellos en favor de quienes me pediste que escribiera, los cuales no ya contra mi doctrina —y, por expresarme en los términos más moderados, no diré que contra la de aquel que habló por sus apóstoles—, pero sí ciertamente contra la doctrina del gran apóstol San Pablo, quieren más sostener su propia sentencia que escuchar a quien les ruega por la misericordia de Dios y les dice que por la gracia divina, que le ha sido otorgada, no pretendan sentir más de lo que conviene sentir con una sobria modelación, según que a cada cual repartió Dios la medida de la fe236.

62. Mas tú ten en cuenta la cuestión que me propusiste y lo que yo he tratado de exponer en esta larga disquisición. Ciertamente, te causaba alguna inquietud el que se afirmase que puede vivir el hombre sin pecado, si no falta su voluntad a la ayuda de la gracia divina, aunque nadie ha existido, existe, ni existirá en este mundo dotado de tan perfecta justicia. Pues ya en los libros que anteriormente te escribí te planteé esta misma cuestión en estos términos: "Si se me preguntase —te decía— si el hombre puede existir sin pecado en esta vida, responderé que sí, mediante la gracia y la cooperación del libre albedrío, no dudando que el mismo libre albedrío pertenece también al orden de la gracia, es decir, es también un don divino no sólo en cuanto que existe, sino también en cuanto que obra el bien, esto es, en cuanto que se convierte al cumplimiento de los preceptos del Señor; y así la gracia no sólo pone de manifiesto lo que se debe obrar, sino que ayuda también para que pueda realizarse lo mismo que manifiesta"237.

Pero a ti te parecía absurdo que alguna cosa fuese posible sin que se diese algún ejemplo real de ella. He aquí lo que originó la discusión de este libro, y por dio nos incumbía demostrar que hay alguna cosa que puede realizarse aunque no se dé ejemplo alguno de su existencia. Por eso, en el principio de esta disertación te cité algunos ejemplos del Evangelio y de la antigua ley, como el del paso del camello por el ojo de una aguja238, el de las doce mil legiones de ángeles que podían haber combatido por Cristo239, si Él quisiera, y el de los gentiles, de quienes dice el Señor que de una vez pudieron ser exterminados a la faz de todo su pueblo240, ninguno de cuyos casos se realizó. A los cuales pueden añadirse también otros que se leen en el libro de la Sabiduría, como los grandes castigos con que Dios puede atormentar a los injustos, sirviéndole para ello las mismas criaturas según su beneplácito241; castigos, no obstante, que Dios no ejecutó. Y también el de aquel monte que la fe podría transportar a lo profundo del mar242, y, sin embargo, nunca hemos oído ni leído que esto se realizase. Pues si alguien afirmara que alguna de estas cosas es imposible a Dios, ya ves cómo demostraría su necedad y cuan contraria sería su palabra a la doctrina de la sagrada Escritura. Análogamente, podrían ofrecerse al lector, o a quien atentamente lo considerare, otros muchos casos, cuya posibilidad no se puede negar a Dios aunque no se haya realizado ningún ejemplo de ellos.

63. Mas porque pudiera argüir alguien que éstas son obras divinas, y, en cambio, el, vivir justamente una obra nuestra, por esto me propuse demostrar que también ésta es una obra divina, lo cual he tratado en este libro quizá con mayor extensión de lo que fuera necesario. Sin embargo, aun me parece no haber dicho bastante contra los enemigos de la gracia, pues nada me deleita tanto como escribir sobre aquellas cuestiones acerca de las cuales la sagrada Escritura me suministra su firme apoyo. Lo cual se verifica así para que quien se gloría, se gloríe en el Señor243, y para que en todas las cosas le tributemos incesantes acciones de gracias, elevando nuestro corazón a los cielos, al Padre de las luces, de quien desciende toda dádiva preciosa y todo don perfecto244. Pues si ésta no es una obra divina porque se realiza por mediación nuestra, o porque, concediéndonos Dios el poder, la realizamos nosotros, tampoco sería una obra divina el que un monte, fuera transportado al fondo del mar, pues el mismo Jesucristo dijo que esto le era posible al hombre mediante la fe, y al poder de los hombres se lo atribuyó, diciendo: Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a este monte: "Quítate de ahí y échate en el mar", y se realizará, y nada a vosotros os será imposible. A vosotros245 dijo ciertamente, y no: "A mí" o "A mi Padre"; y, sin embargo, de ningún modo puede hacer esto el hombre si no es concediéndolo y obrándolo El.

He aquí cómo no se ha realizado en ningún hombre la perfecta justicia y, sin embargo, no es imposible. Se realizaría ciertamente si la voluntad humana fuese tan perfecta cual basta para la realización de tan grandiosa obra. Y sería tan perfecta si no se nos ocultase nada de cuanto pertenece a la justicia y si ésta nos deleitara tanto, que el deleite de ella superase al placer o al dolor de cualquiera otra cosa contraria. Mas el que esto no se realice no es por imposibilidad, sino por ocultos designios de Dios. Pues ¿quién ignora que no está en poder del hombre cuanto debe saber y que no es capaz de apetecer cuanto conociere como apetecible si el placer que le causa no es tan fuerte como el amor con que debe desearlo? Pues esto sólo es propio del alma enteramente sana.

CAPÍTULO XXXVI

Cuándo se cumple perfectamente el precepto de la caridad.
Los pecados de ignorancia. Cuál es la justicia sin pecado posible en esta vida.
Aunque no se dé en este mundo la perfecta justicia, sin embargo, es posible

64. Pero tal vez juzgará alguno que nada nos falta para el perfecto cumplimiento de la justicia, porque, compendiando y resumiendo el Señor su enseñanza sobre la tierra246, aseguró que toda la Ley y los Profetas penden de dos preceptos; los cuales no dejó ocultos, sino que los declaró con las palabras más terminantes: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente; y amarás al prójimo como a ti mismo247. ¿Qué verdad tan cierta como que, cumplidos estos dos preceptos, queda cumplida perfectamente toda justicia?

Sin embargo, quien esto advierte, advierta también que todos pecamos en muchas cosas248, aun cuando nosotros mismos creemos agradar a Dios, a quien amamos, o que no le desagrada aquello que hacemos; hasta que, advertidos por la santa Escritura o por alguna otra razón cierta y evidente, al conocer aquello que le desagrada, con dolor le pedimos que nos perdone. De tales enseñanzas está llena la vida humana.

Y ¿de dónde proviene el que conozcamos de una manera tan imperfecta qué es lo que a Dios agrada sino de que le conocemos a él muy imperfectamente? Pues le vemos ahora como a través de espejo y como en enigma, mas entonces cara a cara. ¿Quién osará afirmar que, cuando se realizare aquélla palabra que dice: Le conoceré al modo que yo mismo fui conocido249, entonces el amor que a Dios tendrán los que le contemplaren cara a cara será lo mismo que el de los fieles en esta vida? ¿O que en algún modo este amor será comparable al que ahora se tiene al prójimo? Por consiguiente, si cuanto más perfecto es el conocimiento tanto más perfecto es el amor, sin duda alguna, cuanto es lo que nos falta ahora para la caridad perfecta, tanto debemos creer que nos falta para la perfecta justicia.

Porque puede ser conocida y creída un cosa, y sin embargo, no ser amada; pero amar lo que de ninguna manera es conocido o creído no es posible. Pues si mediante la fe pudieron los santos llegar a una caridad tan perfecta que, según el testimonio de Jesucristo, no es posible tenerla mayor en esta vida, hasta el punto de dar la misma vida por la fe o por sus hermanos250; cuando de este mundo en que por la fe vamos peregrinando hubiéramos llegado a la divina contemplación251, que aun no experimentada esperamos, y la esperamos sí, mediante la paciencia252, sin duda que entonces aquella caridad ha de ser no solamente mayor que la que ahora tenemos, sino incomparablemente más perfecta de la que nosotros pedimos y alcanzamos a comprender253; tal, por consiguiente, que no podrá ser mayor de la que es capaz todo nuestro corazón, toda nuestra alma y toda nuestra mente. Ni será posible que reste en nosotros algo que pueda añadirse al todo; pues si algo restase, ya aquello no sería todo.

Así es, por tanto, cómo este primer precepto, por el que se nos ordena amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, y del cual resulta, como consecuencia, el del amor al prójimo, tendrá su perfecto cumplimiento en la otra vida, cuando veamos a Dios cara a cara. Y por esto se nos ha dado también en esta vida este precepto, para que estemos advertidos de lo que debemos pedir mediante la fe, prevenir mediante la esperanza y, olvidando las cosas que atrás dejamos, cuáles sean las cosas venideras a las que debemos aspirar254. Y por eso —a lo que yo entiendo—, mucho lleva adelantado en la perfección de la justicia en esta vida quien, perfeccionándose más y más en ella, conoce cuan distante se halla de su absoluta y última perfección.

65. Pero si puede afirmarse que a la vida presente corresponde una justicia menos perfecta, de la cual vive el justo mediante la fe255 mientras es todavía peregrino del Señor, y, por consiguiente, mientras camina guiado por la luz de la fe y no por visión, no es, sin embargo, absurdo afirmar que a ella pertenece el abstenerse del pecado. Pues no se ha de imputar a culpa el que este amor de Dios no sea tan perfecto aquí abajo cual conviene que lo sea el que corresponde al conocimiento pleno y perfecto de la otra vida. Porque una cosa es no alcanzar la suma perfección de la caridad y otra no incurrir en ninguna defectuosa codicia. Por eso aunque el hombre ame a Dios aquí abajo incomparablemente menos de lo que podrá amarle cuando le contemple cara a cara, no por eso debe apetecer cosa alguna ilícita; a la manera que ocurre también entre estas cosas que afectan a los sentidos corporales; porque puede la vista no complacerse en una obscuridad absoluta, aun cuando no pueda, por otra parte, contemplar fijamente o de hito en hito el resplandor de una luz fulgidísima.

Mas demos aquí por sentado que el alma humana, revestida de este cuerpo corruptible, no haya conseguido refrenar y extinguir todos los movimientos do la liviandad terrena con aquella perfección supereminente del amor de Dios; sin embargo, no debe dejarse arrastrar por ninguna inclinación hacia aquella liviandad obrando alguna cosa que sea ilícita; de suerte que a aquella vida ya inmortal pertenezca el que se cumpla perfectamente: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas256; y a ésta, en cambio, pertenezca: No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de suerte que obedezcáis a sus concupiscencias257; a aquélla: No codiciarás258; a ésta: No vayas tras tus concupiscencias259; a aquélla, el no buscar ya ninguna otra cosa, sino permanecer en su absoluta perfección; a ésta, el conservar el valor de las obras, esperando la perfección de aquélla según los méritos adquiridos; de suerte que por aquélla viva el justo sin fin, gozando de la contemplación intuitiva que deseó en esta vida, y por ésta viva de la fe, por la cual aspira con seguro fin a la posesión de aquélla.

(Establecidas todas estas cosas, aun podrá pecar el hombre que vive de la fe si consintiere en alguna delectación ilícita; no sólo ejecutando los crímenes e iniquidades más horrendas, sino también las más leves imperfecciones, como prestando oídos a alguna conversación que no debiera ser oída, o pronunciando palabras que no debieran ser proferidas, o concibiendo en su corazón algún pensamiento de tal manera que más querría que fuese lícito el mal que deleita, y que se conoce como ilícito mediante el precepto; porque también inclina a la ejecución del .pecado y es pecado el consentimiento que ciertamente se realizaría si no mediara el temor de la pena.)

¿Acaso los justos que de aquella manera viven por la fe no tienen necesidad de decir: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores?260; ¿o se persuaden de que es falso lo que está escrito: Que no será justificado en tu presencia ningún hombre261; y aquello otro: Si dijéremos que no tenemos pecado, a nosotros mismos nos engañamos y la verdad no está en nosotros262; y aquel otro pasaje: Pues no hay hombre que no peque ("peccabit")263; y aquél: Porque no hay hombre justo en la tierra que haga el bien y que no peque ("peccabit")264 —testimonios los dos últimos que no hablan de tiempo pasado, es decir, no dicen: "pecó", sino de futuro, es decir: "pecará"—, y así cualesquiera otros pasajes que respecto a esta materia se citan en la sagrada Escritura?

Mas como ninguna de estas sentencias puede ser falsa, lógicamente se sigue que, cualquiera que sea el grado o la perfección en que pudiéramos definir o colocar la justicia en esta vida, no se hallará hombre que esté exento absolutamente de todo pecado. Y así, es preciso que tocio hombre dé, para que le sea dado; que perdone, para que sea perdonado265; y si fuere justo, que no presuma tener en sí la justicia como cosa propia, sino por la gracia de Dios, que es quien justifica266, deseando, no obstante, tener más hambre y sed de la justicia de aquel que es el pan vivo267 y en quien está la fuente de la vida268; quien de tal manera obra la justicia en sus santos luchando éstos esforzadamente contra las tentaciones de esta vida, que liberalmente se la otorga a quienes se la piden y piadosamente perdona a quienes con humildad confiesan sus culpas.

66. Que nos presenten ellos (los pelagianos), si pudieren, algún hombre a quien, viviendo bajo el peso de la corrupción de esta carne, no tenga Dios algo que perdonar; a no ser que le confiesen justo después de haber sido ayudado para serlo no sólo por la enseñanza de la ley dada, sino también por la infusión del Espíritu de gracia; pues si aquella doctrina profesaren, no se harán reos de un pecado cualquiera, sino de la misma impiedad. Mas si aceptan como válidos los citados testimonios de la sagrada Escritura, ciertamente que no podrán encontrar un hombre tan perfecto. Mas no por eso se ha de afirmar que le falte a Dios poder para ayudar a la voluntad humana de tal suerte que pueda conseguir la perfecta justicia, no sólo la que resulta de la fe269, sino también aquella por la cual habrá, de gozar después eternamente de la divina contemplación.

Porque si aun en la vida presente pluguiera a Dios alguna vez en cualquiera de estos cuerpos corruptibles revestir al hombre de incorruptibilidad270 y preceptuarle vivir como inmortal entre los demás hombres mortales, de modo que, destruido en él totalmente el hombre viejo, no haya ninguna ley en sus miembros que contradiga a la ley de su razón271 y que vea a Dios presente en todo lugar como le contemplarán los mismos bienaventurados en la vida futura, ¿quién será tan demente que se atreva a negar a Dios este poder? Pero aun hay hombres que preguntan por qué Dios no hace esto; quienes tal cosa preguntan, no consideran que son hombres.

Mas yo sé que en Dios no cabe impotencia, como tampoco injusticia272. Sé que Dios resiste a los soberbios, mas a los humildes otorga su gracia273. Sé que a aquel a quien le había sido dado el aguijón de la carne para que no se ensoberbeciese, el ángel de Satanás para que le abofetease, cuando preguntó a Dios una, dos y hasta tres veces le fue respondido: Bástate mi gracia, porque la virtud se consuma en la flaquera274. Un misterio se oculta, pues, en lo escondido y profundo de los juicios de Dios, para que hasta la boca de los justos enmudezca en sus propias alabanzas y no se abra sino para cantar las alabanzas de Dios. Y ¿quién podría escudriñar este misterio, quién descubrirle, quién comprenderle? ¡Cuán insondables son los juicios de Dios e irrastreables sus caminos! Pues ¿quién conoció el pensamiento del Señor? ¿O quién se hizo consejero suyo? ¿O quién le dio primero y se le pagará en retorno? Porque de Él, y por El, y para El son todas las cosas; a Él la gloria por los siglos de los siglos. Amén275.