LIBRO III
SOBRE EL RITMO Y EL METRO
Introducción: Qué es ritmo, metro y verso.
Diferencia entre ritmo y metro
1 1. M.: —Este diálogo tercero exige que, ya que hemos hablado suficientemente acerca de una cierta amistad y concordia de los pies, veamos qué es lo que nace de su entrelazamiento y continuación combinada.
Por ello te pregunto en primer lugar si los pies, unidos entre sí -los que conviene unir-, pueden crear un cierto ritmo continuo de suerte que no aparezca un límite fijo. Como ocurre cuando los músicos golpean con su pie escabelos y címbalos, y lo hacen, por cierto, con unos ritmos fijos y con aquellos que se aúnan con placer de oídos. Pero, con todo, sucede esto en una ininterrumpida secuencia, de modo que, si no oyes el sonido de la flauta, en absoluto puedes percibir ahí hasta dónde se extiende la conexión de pies y por dónde viene a referirse a su principio. Es igual que si tú quisieras poner en una serie ininterrumpida cien o más pirriquios, como te venga en gana, u otros pies que son entre sí afines.
D.: —Ya comprendo, y admito que puede darse una serie de pies, en la que está claro hasta qué número de pies se puede llegar y de ahí volver al principio.
M.: —¿Y dudas de la realidad de este hecho, una vez que reconoces existe una determinada ciencia de la versificación, y siendo tú quien ha confesado escuchar siempre los versos con placer?
D.: —Cosa manifiesta es que esa serie existe y que difiere de aquella otra antes mencionada.
2. M.: —Luego ya que debe distinguirse también en el lenguaje lo que la realidad distingue, sábete que el primer género de unión es lo que los griegos llaman ritmo, y al segundo metro. Por su parte, en latín podrían denominarse numerus (número) lo uno, lo otro mensio o mensura (medida). Pero como estas palabras tienen entre nosotros un sentido muy amplio y hemos de evitar hablar de manera equívoca, preferimos emplear términos griegos.
Ves entonces, según me parece, con qué precisión se ha dado estos dos nombres a esos conceptos. Efectivamente, cuando se desarrolla una serie en pies fijos y se nota el fallo, si se combinan pies diferentes, esa serie se llama correctamente ritmo, es decir, numerus. Pero como ese mismo rodar de pies no tiene límite y no se ha fijado en qué pie debe resaltar un fin, a causa de que falta la medida de la serie continua, no se permitió que se le llamara metro. El metro, pues, comprende dos cosas: efectivamente, por un lado, corre sobre pies fijos y se detiene en un límite fijo. Así, no sólo es metro por su final claro, sino también ritmo por la combinación regular de pies. Por tal razón, todo metro es ritmo, pero no todo ritmo es también un metro.
De hecho, el nombre de ritmo tiene en música un sentido tan largo que toda esa su parte, que atañe al tiempo largo y al tiempo no largo, ha venido a llamarse ritmo. Pero, cuando la cosa está clara, no hay que andar empeñados en nombres, que así plugo a entendidos y sabios. ¿Piensas que puede aducirse objeción o duda alguna a lo que llevo dicho?
D.: —Antes bien, estoy plenamente de acuerdo.
Sobre si todo metro es también verso
2 3. M.: —Ahora, pues, considera conmigo si, igual que todo verso es un metro, también todo metro es un verso.
D.: —Considerándolo estoy, por cierto; pero no hallo respuesta.
M.: —¿Y de dónde crees que te ocurre eso? ¿Se trata de una mera cuestión de palabras? Porque si contestamos a preguntas sobre las ideas que atañen a una ciencia, no podemos hacer lo mismo respecto a los nombres. La razón es que las ideas están universalmente impresas en la mente de todos; los nombres, en cambio, han sido impuestos como plugo a cada uno, y su valor estriba principalmente en la autoridad y la costumbre. De ahí que puede darse también la diversidad de lenguas, pero no ciertamente de ideas, fundadas como están en la verdad en sí.
Distinción entre el metro y el verso
M.: —Oye, pues, de mí lo que de ninguna manera podrías responder por ti mismo: los antiguos no llamaron metro a sólo el verso. A vista de esto, en lo que a ti concierne, mira y responde -pues ya no se trata de meros nombres-, si hay alguna diferencia entre estas dos cosas: que una serie de pies concluya de tal manera en un final determinado, que para nada importe dónde debe hacerse un corte antes de llegar a su final, y que otra serie no sólo se concluya en un final determinado, sino que también, antes de ese final, aparezca una cierta división suya en un lugar fijo, de suerte que esté compuesta como en dos miembros.
D.: —No lo entiendo.
M.: —Presta, pues, atención a estos ejemplos:
Ite igitur, Camoenae
Fonticolae puellae,
Quae canitis sub antris
Mellifluos sonores
Quae lavitis capillum
Purpureum Hyppocrene
Fonte, ubi fusus olim
Spumea lavit almus
Ora iubis aquosis
Pegasus, in nitentem
Pervolaturus aethram.
Distingues, efectivamente, que los cinco primeros versecillos tienen en el mismo lugar el final de un miembro de frase, es decir, después del coriambo, al que se le une un baquio, para completar el versecillo (pues todos los once constan de coriambo y baquio); pero todos los demás, a excepción de uno solo, o sea, ora iubis aquosis, no tienen en el mismo lugar la misma terminación de frase.
D.: —Lo distingo, ciertamente, pero no veo a qué lleva tu observación.
M.: —A que entiendas, sin duda, que este verso no tiene un lugar aproximadamente fijo en el que termine una parte del discurso antes del fin de verso; porque, si así fuera, tendrían todos este final en el mismo sitio, o al menos muy rara vez se hallaría entre ellos quien no lo tuviese. Ahora, en nuestro caso, entre los once versos, seis tienen ese final, cinco no lo tienen.
D.: —También esto lo entiendo, y aún estoy esperando adónde se dirige tu razonamiento.
M.: —Pues escucha también tú estas conocidísimas palabras: arma virumque cano, Troiae qui primus ab oris. Y para no extendernos demasiado, ya que el poema es de público dominio, a partir de este verso considera cada uno de ellos hasta el que tú quisieres. Encontrarás el fin de palabra en el quinto medio pie, es decir, después de dos pies y medio. Pues estos pies constan de pies de cuatro tiempos. Por tanto, este fin de palabra de que estamos tratando ocurre casi regularmente en el tiempo décimo.
D.: —Es evidente.
El verso consta de dos miembros unidos en una proporción fija
4. M.: —Al fin entiendes, por tanto, que hay alguna diferencia entre esas dos clases de metros que te había presentado antes de estos ejemplos, a saber: que el primer metro, antes de llegar a su fin, no tiene una división determinada y fija, como hemos reconocido en aquellos once versecillos. Pero lo tiene el segundo, como lo indica suficientemente el quinto semipié en el verso heroico.
D.: —Al fin está claro lo que dices.
M.: —Y con todo es preciso que conozcas cómo los antiguos especialistas, en los que se pone gran autoridad, no dieron nombre de verso a la primera clase de metro, sino que definieron y llamaron verso al metro que se componía como de dos miembros, unidos en una medida y proporción determinada.
Pero no te preocupes mucho por una designación acerca de la cual, si nada te hubiese sugerido yo o alguna otra persona, de ninguna manera serías capaz de dar respuesta si alguien te preguntase. Más bien aplica principalmente y sobre todo la atención a lo que la razón enseña, como es esto mismo que ahora estamos tratando. Pues la razón nos enseña que hay diferencia entre estas dos clases de metros, cualquiera sea el nombre con que se les llame. Así, pues, si se te hubiese preguntado, habrías respondido bien, confiado en la verdad en sí, en lo que toca a la cuestión fundamental, pero no habrías podido responder a la cuestión de la designación, a no ser que siguieses a la autoridad.
D.: —Muy claramente he venido ya a conocer ese matiz, y por fin estoy apreciando cuánta importancia das a ese punto sobre el que con tanta frecuencia me pones sobre aviso.
M.: —Querría yo, por consiguiente, que grabaras en tu memoria estos tres términos, de los que por necesidad tendremos de servirnos con motivo de nuestra discusión: ritmo, metro, verso. Los tres se distinguen, de manera que todo metro es también un ritmo, no que todo ritmo sea a su vez un metro. De igual modo, que todo verso es también un metro, no que todo metro sea también un verso. Por tanto, todo verso es un ritmo y un metro. Porque, según pienso, estás viendo que se trata de algo lógico.
D.: —Lo estoy viendo, sin duda, porque está más claro que la luz.
PRIMERA PARTE
DISCUSIÓN ACERCA DEL RITMO
Ritmo de los pirriquios
3 5. M.: —De consiguiente, si te place, primeramente tratemos, en cuanto seamos capaces, acerca del ritmo en el que no se da el metro; después, sobre el metro en que no hay verso; por último, del verso en sí.
D.: —Me place de veras.
Comienzo por los versos pirriquios
M.: —Cógete, pues, para comenzar, pies pirriquios y trenza con ellos un ritmo.
D.: —Aun en caso de que pudiera hacerlo, ¿cuál habrá de ser su límite?
M.: —Basta con que lo extiendas hasta diez pies (pues para poner un ejemplo hacemos esto). Porque hasta este número de pies no llega el verso, como atentamente se estudiará en su lugar debido.
D.: —Buenamente, por cierto, no me has propuesto tú ensamblar muchos pies, pero paréceme no recordar que ya has distinguido con suficiencia la diferencia existente entre el gramático y el músico, cuando yo te respondí no tener conocimiento de las sílabas largas y breves, como enseñan los gramáticos. A menos que me permitas mostrar este ritmo no con palabras, sino con palmadas. Porque no niego que puedo tener el criterio del oído para medir la cuantidad breve y larga de los tiempos, pero ignoro en absoluto qué sílaba debe alargarse o abreviarse, cosa que es asunto basado en la autoridad.
M.: —Confieso, como dices, que ya hemos hecho esa distinción entre el gramático y el músico, y que en esta materia has declarado tu ignorancia. Escúchame, pues, esta clase de ejemplo: ago celeriter agile quod ago tibi quod anima velit.
D.: —Hasta ahí lo retengo.
Por el ictus de la mano se percibe el ritmo del pie
6. M.: —De consiguiente, cuantas veces te plazca repetir esas palabras, harás este ritmo tan largo como quieras, aunque para ejemplo basten estos diez pies. Pero he aquí mi pregunta: si alguien te dijera que este ritmo se compone no de pirriquios, sino de proceleusmáticos, ¿qué responderás?
D.: —Absolutamente lo ignoro. Porque donde hay diez pirriquios, mido cinco proceleusmáticos. Y la duda es tanto mayor porque nos estamos preguntando acerca de un ritmo que fluye, cabalmente, sin detenerse. Y es que once pirriquios o trece, y en cualquier caso de número impar, no pueden formar un número exacto de proceleusmáticos. Por tanto, si hubiese un límite fijo en este ritmo del que estamos tratando, podríamos decir al menos que el ritmo fluye a base del pirriquio, más que del proceleusmático, ahí donde no se encontraran exactos todos los proceleusmáticos. Pero, en este momento, aun esa misma sucesión sin fin nos llena de confusión el criterio, y si en algún caso se nos dice exactamente el número de pies, se nos proponen en número par, como son estos diez citados.
M.: —Y, con todo, ni siquiera es evidente eso mismo que tú has pensado acerca del número impar de pirriquios. Porque, ¿qué ocurre si en esa sucesión de diez pirriquios se dice que el ritmo tiene cinco proceleusmáticos y un semipié? ¿Puede haber en esto alguna contradicción, cuando encontramos que muchos versos se cierran con un semipié?
D.: —Ya dije ignorar qué deba decirse acerca de este tema.
M.: —¿También ignoras que el pirriquio precede al proceleusmático? Con dos pirriquios se forma un proceleusmático, y como el 1 está antes que el 2, y el 2 antes que el 4, así el pirriquio precede al proceleusmático.
D.: —Certísimo es.
M.: —En consecuencia, cuando venimos a dar en esa alternativa de poder medir en un ritmo el pirriquio y el proceleusmático, ¿a cuál daremos preferencia? ¿Al primero, del que se compone el proceleusmático, o al segundo, del que no se forma el pirriquio?
D.: —Nadie dudará que es obligado dar preferencia al primero.
M.: —Así, pues, ¿por qué vacilas en responder a mi pregunta, que ese ritmo debe más bien recibir el nombre de pirriquio con preferencia al de proceleusmático?
D.: —Ya no lo dudo en absoluto. Vergüenza me da no haber advertido pronto una razón tan manifiesta.
Ritmo continuo
4 7. M.: —¿No ves que ese razonamiento nos obliga asimismo a admitir que existen ciertos pies que no pueden formar un ritmo continuo? Porque lo que se ha constatado acerca del proceleusmático, al que el pirriquio quita la prioridad, pienso que se halla también constatado en lo que concierne al diyambo y al dicoreo y al dispondeo. A no ser que te parezca otra cosa.
D.: —¿Qué otra cosa puede parecerme, cuando, una vez que he aprobado ese razonamiento, no puedo desaprobar la consecuencia?
M.: —Mira también tal cosa, y compara y juzga. Porque cuando tal alternativa se presenta, parece que debe distinguirse con el ictus de la mano en qué pie se mueve el ritmo. De modo que si quieres moverte con pirriquio, debes marcar un tiempo alzando la mano y otro bajándola; si lo haces con proceleusmático, dos arriba y dos abajo, y así aparecerá el pie y ninguno de éstos será excluido de la serie del ritmo.
D.: —Más favorable soy a esta opinión, que a ningún pie deja libre de esta uniforme composición rítmica.
M.: —Haces bien, y para que sea mayor tu aprobación, considera qué podemos decir acerca del tríbraco, si a pesar de lo expuesto alguien viene a sostener que ese ritmo no se mueve en pirriquio o proceleusmático, sino en tríbraco.
D.: —Veo que el criterio ha de buscarse de nuevo en la señalación de aquel ictus de la mano, de suerte que si hay un tiempo al levantarla y dos al bajarla, es decir, una y dos sílabas, o, por el contrario, dos sílabas en el arsis y una en la tesis, diríase que es ritmo de tríbraco.
Pies combinados en ritmo sin adquirir prioridad
8. M.: —Perfectamente comprendes. Por lo cual dime ahora si el espondeo puede unirse al ritmo del pirriquio.
D.: —De ninguna manera, pues el ictus no se continuará igual, ya que el arsis y la tesis tienen un solo tiempo en el pirriquio y dos en el espondeo.
M.: —Entonces se podrá combinar con el proceleusmático.
D.: —Se puede.
M.: —¿Qué pasa si se combina? Cuando se nos pregunta si se trata del ritmo proceleusmático o del espondaico, ¿qué respuesta daremos?
D.: —¿Qué otra cosa juzgas tú si no que debe darse preferencia al espondeo? Porque si esta discusión no puede dirimirse a base del ictus, ya que en ambos ritmos ponemos dos tiempos en el arsis y en la tesis, ¿qué otra cosa queda sino que se alce con el cetro aquel que tiene prioridad en el orden mismo de los pies?
M.: —Asaz apruebo que hayas seguido la razón; y ves, según pienso, cuál es la consecuencia.
D.: —¿Cuál, pues?
M.: —¿Qué otra cosa piensas, si ningún otro pie puede combinarse con el ritmo del proceleusmático? Porque cualquier ritmo que se combine teniendo los mismos tiempos -pues de otro modo no puede combinarse-, necesariamente pasará a tener el nombre de aquel ritmo. En efecto, tienen prioridad sobre él todos los pies que constan de iguales tiempos. Y como la razón que tú has visto nos obliga a dar prioridad a aquellos pies que fueron descubiertos como primeros, es decir, a denominar el ritmo por tal prioridad, ya no tendrá lugar el ritmo proceleusmático, si se le combina otro pie de cuatro tiempos, sino el espondaico o dactílico o anapéstico. En realidad, es justamente conveniente excluir al anfíbraco de esta unión de números.
D.: —Confieso que es así.
Pies en combinación con el ritmo yámbico
9. M.: —Ahora, consiguientemente, considera por su orden el ritmo yámbico, pues ya hemos discutido a satisfacción el pirriquio y el proceleusmático que nace del doble pirriquio. Por ello quiero que me digas qué pies crees tú deben unirse al yambo, de suerte que el ritmo yámbico mantenga su propia designación.
D.: —¿Qué otro diría yo sino el tríbraco, que coincide tanto en los tiempos como en el ictus, y que por ser posterior a él no puede obtener el reinado? Pues el coreo es de cierto posterior al yambo y consta de los mismos tiempos, pero su ritmo no se marca de la misma manera.
M.: —Veamos: contempla ahora el ritmo trocaico y responde acerca de éste en lo que concierne al mismo problema.
D.: —Lo mismo voy a responder, pues también con éste se halla el tríbraco en armonía, no sólo en la duración del tiempo, sino además en el ictus. Por otro lado, ¿quién no ve que debe evitarse el yambo? Aun en el caso de que se marcase con igual ictus, se abrogaría, sin embargo, el predominio al mezclarse con el troqueo.
M.: —Y bien, ¿qué pie uniremos al fin con el ritmo espondaico?
D.: —En este punto, la abundancia es ciertamente generosísima, porque veo que con éste pueden combinarse el dáctilo y el anapesto y el proceleusmático sin que lo impida la desigualdad de los tiempos, sin menoscabo del ictus, sin pérdida alguna de su predominio.
Ordenada discusión de los demás ritmos
10. M.: — Veo que ya puedes fácilmente exponer por orden los demás ritmos. Por lo que, sin que yo te pregunte, o más bien como si te hubiese preguntado acerca de todos ellos, responde con brevedad, y con la claridad que te sea posible, cómo cada uno de los pies restantes, aun introducidos otros distintos legítimamente, mantiene su propio nombre en el ritmo.
D.: —Lo haré, pues esto no es asunto difícil una vez que hemos adelantado tamaña luz de razonamientos.
En efecto, ningún pie podrá mezclarse con el tríbraco, pues anteriores a él son todos los que le son iguales en tiempos. Con el dáctilo puede el anapesto, porque también le es posterior, y fluye de igual modo en el tiempo y el ictus. Además, por la misma razón, con ambos se combina cabalmente el proceleusmático.
En cuanto al baquio, pueden unírsele el crético y, entre los peones, el primero, el segundo y el cuarto. Con el crético mismo, por cierto, se mezclan con todo derecho todos los pies de cinco tiempos que vienen tras él, pero no todos según la misma división. Pues unos se dividen en dos y tres tiempos, otros en tres y dos. El crético, por su parte, se puede dividir de las dos maneras, porque la vocal breve del medio se puede atribuir a la primera o a la postrera parte. El antibaquio, por su lado, como su división comienza por dos tiempos para terminar en tres, tiene favorables y combinables todos los peones, excepto el segundo.
Como pie de tres sílabas queda el moloso, el primero con el que empiezan los pies de seis tiempos, que todos pueden unirse a él, en parte a causa de la proporción de 1 a 2, en parte por aquella división de la sílaba larga que nos muestra el ictus, ya que esta sílaba da un tiempo a cada una de las partes, porque en el número 6 el medio es igual a los lados.
Por esta razón también el moloso y los dos jónicos se dividen no sólo en la proporción de 1 a 2, sino también en partes iguales de tres tiempos cada uno. De aquí resulta que a todos los pies de seis tiempos se les pueden unir sucesivamente todos los pies de iguales tiempos que vienen de seguidas; y sólo queda el antipasto, que no quiere se le mezcle ninguno.
A éstos siguen los cuatro epítritos: el primero de ellos admite al segundo, el segundo a ninguno, el tercero al cuarto, el cuarto a ninguno. Resta el dispondeo, que también habrá de formar él solo un ritmo, ya que ni encuentra siguiente ni igual.
Así, pues, hay ocho, entre todos los pies, que forman ritmo sin mezclarse con ningún otro, a saber: pirriquio, tríbraco, proceleusmático, peón cuarto, antipasto, los epítritos segundo y cuarto y el dispondeo. Los restantes consienten en que se les unan los que les son posteriores, de suerte que mantengan el nombre del ritmo, aunque se cuenten en más pequeño número dentro de ese grupo.
Esto es, según pienso, lo que he aclarado y clasificado suficientemente, como quisiste. Cosa tuya es ahora ver lo que resta.
Pies con más de cuatro sílabas no forman ritmo propio
5 11. M.: —Sí, pero también lo es tuya conmigo, que entrambos estamos investigando. Mas ¿qué es, a tu parecer, lo que resta en lo que concierne al ritmo? ¿No habrá que considerar si existe la medida de un pie que, aunque no sobrepase los ocho tiempos que ocupa el dispondeo, exceda, sin embargo, el número de cuatro sílabas?
D.: —¿Por qué? Dime.
M.: —Más bien, dilo tú. ¿Por qué me haces la pregunta en vez de interrogarte a ti mismo? ¿No te parece, sin que sea delito alguno o tropiezo a los oídos, que se pueden poner dos sílabas breves en vez de una larga, tanto en lo que atañe al ictus y división de los pies como en lo que toca a la duración del tiempo?
D.: —¿Quién podría negarlo?
M.: —De ahí, pues, se explica que pongamos un tríbraco en lugar del yambo o del coreo y, en vez del espondeo, el dáctilo, el anapesto o el proceleusmático, sea que pongamos dos breves por la segunda o primera larga o cuatro breves por las dos.
D.: —De acuerdo.
M.: —Haz, pues, lo mismo en un jónico, o en cualquier otro pie tetrasílabo de seis tiempos, y coloca dos breves por una larga cualquiera de dicho pie. ¿Hay menoscabo alguno de su medida o algo que se oponga al ictus?
D.: —Nada en absoluto.
M.: —Mira, por tanto, cuántas sílabas resultan.
D.: —Veo que son cinco.
M.: —Viendo estás, por cierto, que sobrepasan el número de cuatro sílabas.
D.: —Lo veo, sí.
M.: —¿Qué ocurre si, en lugar de las dos que ahí son largas, hubieses puesto cuatro breves? ¿No hay que contar seis sílabas en un solo pie?
D.: —Así es.
M.: —¿Y qué pasa si descompones todas las largas de cualquier epítrito? ¿Aún habrá duda de que tendremos siete sílabas?
D.: —De ninguna manera.
M.: —¿Qué ofrece de su parte el dispondeo? ¿No da lugar a ocho sílabas, cuando sustituimos dos breves por cada una de sus largas?
D.: —Certísimo.
12. M.: —¿Cuál es, por consiguiente, la razón que nos obliga a medir pies de tanto número de sílabas y por la que admitimos que el pie adaptado a relaciones numéricas no sobrepasa cuatro sílabas de acuerdo con nuestro anterior razonamiento? ¿Es que no te parece existir contradicción en todo eso?
D.: —Sí, muchísima, y no sé cómo pueda ponerse de acuerdo.
M.: —También es esto fácil a condición de que te vuelvas a preguntar de nuevo si poco antes quedó entre nosotros racionalmente firme que el pirriquio y el proceleusmático deban por ello ser señalados y distinguidos en virtud del ictus, para que no haya un pie de división regular que no forme ritmo, es decir, que el ritmo no reciba de él su propio nombre.
D.: —Sí, lo tengo presente, y no veo por qué razón deba pesarme el estar satisfecho de tal razón. Pero ¿adónde van a parar estas cosas?
M.: —Sin duda, a que todos estos pies de cuatro sílabas, con excepción del anfíbraco, forman un ritmo, es decir, retienen la primacía en el ritmo y lo constituyen tanto por su empleo como por el nombre que le dan. Por el contrario, muchos de los que tienen más de cuatro sílabas pueden ser sustituidos en lugar de éstos, pero ellos de por sí no forman ritmo y, además, no pueden abrogarse el nombre de este ritmo. Y por ello ni siquiera podría pensar que se les deba dar el nombre de pies.
Por este razonamiento, la contradicción aquella, que nos desazonaba, queda al fin, según mi parecer, resuelta y calmada, ya que, por un lado, está permitido poner más de cuatro sílabas en un pie, y por otro, no dar, sin embargo, el nombre de pie sino a aquel con que se forma un ritmo.
El pie, por su naturaleza, se extiende hasta cuatro sílabas, aunque pueden ponerse dos breves en vez de una larga
Convenía, en efecto, que al pie se le fijara cierto límite de crecimiento en el número de sílabas. Y con óptima solución pudo establecerse aquel límite que, tomado de la proporción numérica en sí misma, queda fijo en el número 4. De esta manera pudo existir un pie de cuatro sílabas largas. Y cuando en su lugar ponemos ocho breves, ya que ocupan la misma duración de tiempo, por otro segundo pie también pueden ponerse. Pero como sobrepasan su progresión regular, es decir, el número 4, se les prohíbe que se pongan en virtud de sí mismos y que puedan crear un ritmo, no porque esto vaya contra la percepción del oído, sino por legítima exigencia del arte. Si es que no estás preparando alguna objeción.
13. D.: —Preparándola estoy, sí, y ya voy a presentarla. Porque, ¿qué impedimento había para que aumentara el pie hasta el número de ocho sílabas, cuando vemos que ese mismo número se puede aceptar para el ritmo? Y realmente no me hace vacilar el que tú digas que se acepta como suplente de otro. Lejos de eso, me pones más sobre aviso a que siga investigando, o, mejor, a quejarme de que no se acepte también por su propio nombre el que puede aparecer supliendo al otro.
M.: —No es de extrañar que aquí te equivoques, si bien es fácil aclarar la verdad. Efectivamente, para dejar ya a un lado nuestras importantes discusiones anteriores sobre el número 4, acerca de por qué se debe limitar a ese número la progresión de las sílabas, supón que al fin he cedido a tu opinión y que estoy de acuerdo contigo en que la extensión del pie debe llegar a ocho sílabas. ¿Podrás oponerte a que pueda haber, a partir de ahora, un pie de ocho sílabas largas?
Porque si un pie llega ciertamente a un número de sílabas, no llega sólo el que se compone de sílabas breves, sino también el que está formado por largas. De lo cual resulta que, si aplicamos de nuevo aquella ley que no puede ser abrogada y por la que cabe poner dos breves en vez de una larga, llegamos a dieciséis sílabas. Por lo que si quieres formar un nuevo aumento del pie, pasamos a treinta y dos sílabas breves: también hasta este extremo te fuerza tu razonamiento a extender el pie, y aquella regla conocida a que pongas, a su vez, doble número de sílabas breves en lugar de las largas. Y así no podrá fijarse límite alguno.
D.: —Al fin me rindo a tu razonamiento, por el que extendemos el número de sílabas a cuatro. Y, en suma, no me opongo a que en lugar de estos pies regulares conviene poner otros pies que tengan más sílabas, con tal que dos breves ocupen el lugar de una larga.
Todo pie de más de cuatro sílabas,
cuando dos breves sustituyen a la larga, no crea ritmo
6 14. M.: —Fácil tarea es, por tanto, que veas también y reconozcas que unos pies sustituyen a otros que retienen la primacía del ritmo y que otros sirven de acompañamiento a estos últimos. Porque cuando se duplican las breves en lugar de las largas, sustituimos un pie por aquel que mantiene el ritmo, como hacemos con el tríbraco en vez del yambo o el troqueo, o con el dáctilo, anapesto o proceleusmático sustituyendo al espondeo.
Pero cuando no sucede así, no se pone en su lugar, sino en compañía suya, cualquier pie menos importante que con él se combina: como el anapesto con el dáctilo, y el diyambo y el dicoreo con uno u otro jónico. También los restantes pies lo hacen con derecho propio con todos los demás. ¿Te parece poco claro o hasta falso?
D.: —Al fin lo entiendo.
M.: —Responde, pues, ahora si los pies que sustituyen a otros pueden también, por sí mismos, formar un ritmo.
D.: —Pueden.
M.: —¿Todos?
D.: —Todos.
M.: —Luego también el pie de cinco sílabas puede en nombre propio formar un ritmo, puesto que puede sustituir al baquio, al crético o a cualquiera de los peones.
D.: —Es verdad que no puede, pero a ése no le damos ya el nombre de pie, si es que recuerdo bien que su aumento llega hasta el número 4. Sin embargo, cuando yo repliqué que podían todos, repliqué que podían los que eran verdaderos pies.
M.: —Alabo también tu cuidado y atención en retener ese nombre. Pero sábete que a muchos pareció debía darse el nombre de pies a los de seis sílabas; pero nadie, que yo sepa, lo hizo para los de más sílabas. Y aun los mismos a quienes tal cosa plugo negaron que fuese conveniente emplear pies tan largos para generar por sí un ritmo o un metro. En consecuencia, ni siquiera les dieron nombre.
Por todo lo cual, es justísimo aquel límite de progresión que llega hasta cuatro sílabas, ya que todos estos pies, de cuya división no pueden resultar dos, pudieron al unirse formar un pie; y de esta suerte, los que admitieron la progresión hasta la sílaba sexta han osado atribuir solamente el nombre de pie a aquellos que sobrepasaron la cuarta. Pero de ningún modo les permitieron aspirar al rango existente en los ritmos y metros. Por otra parte, cuando en lugar de las largas se duplican las breves, se llega también a siete y ocho sílabas, como demuestra la razón, pero nadie extendió el pie hasta ese número. Mas como veo que ambos estamos de acuerdo en que un pie de más de cuatro sílabas, cuando ponemos dos breves por una larga, no se puede colocar junto a pies regulares, sino en sustitución de ellos, y en que por sí mismos no crean ritmo, para que no se haga interminable lo que en virtud de la razón debe terminar, y porque creo que ya hemos discutido asaz acerca del ritmo, pasemos a los metros, si te place.
D.: —Realmente me place.
SEGUNDA PARTE
CONSIDERACIONES SOBRE EL METRO
De qué pies como mínimo se constituye el metro
7 15. M.: —Dime, pues, si el metro resulta de los pies o los pies del metro.
D.: —No lo entiendo.
M.: —¿Forman un metro las combinaciones de pies, o son los pies los que se forman combinando metros?
D.: —Ahora sé lo que dices, y pienso que el metro resulta de la reunión de píes. M.: —¿Por qué piensas cabalmente eso?
D.: —Porque entre el ritmo y el metro dijiste tú que había esta diferencia: el entretejimiento de pies no tiene límite fijo en el ritmo, sí en el metro. Así, ese entretejimiento de pies se entiende tanto respecto al ritmo como al metro, pero en uno se mantiene ilimitado y limitado en el otro.
El pie y semipié con relación al metro
M.: —Por tanto, un solo pie no es un metro.
D.: —No, generalmente.
M.: —¿Y un pie y medio?
D.: —Tampoco.
M.: —¿Por qué? ¿Porque el metro se compone de muchos pies y en general no se puede hablar de pies cuando hay menos de dos?
D.: —Así es.
M.: —Miremos, pues, atentamente aquellos metros que yo he recordado poco antes y veamos de qué pies se componen, pues ya no está bien que seas inexperto en este género de observaciones. Estos son, repito:
Ite igitur, Camoenae
Fonticolae puellae,
Quae canitis sub antris
Mellifluos sonores..
Creo son suficientes para lo que pretendemos. Mídelos tú ahora y dime qué pies tienen.
D.: —No puedo en absoluto. Pues creo que deben medirse los que pueden unirse regularmente, y no soy capaz de salir de este embrollo. Porque si hiciere del primero un coreo, sigue un yambo, que es igual en los tiempos, pero su ictus no se marca de igual manera; si hago un dáctilo, no sigue otro pie que le iguale al menos en los tiempos; si hago un coriambo, hay la misma dificultad, porque lo que resta ni coincide en los tiempos ni en el ictus. En consecuencia, o esto no es un metro, o es falso lo que entre nosotros hemos discurrido acerca de la unión de los pies. Realmente no hallo otra cosa que decir.
Duraciones fijas de silencio en los metros
16. M.: —Que es ciertamente un metro; y el hecho de que es más de un píe y tiene un fin marcado, hasta por el testimonio de nuestros oídos se demuestra convincentemente. Pues no sonaría con tan dulce regularidad ni se marcaría con cadencia tan agradable si no hubiese en él esa armoniosidad de números, que de hecho no puede existir más que en esta parte de la música.
Y me maravillo de que aprecies como falsas las conclusiones que entre nosotros dejamos asentadas, pues nada hay más seguro que los números, nada mejor ordenado que este recuento y disposición de los pies. Porque desde la misma naturaleza intrínseca de los números, que en modo alguno yerra, brota como expresión lo que en ellos hemos distinguido que tiene poder para encantar los oídos y para ocupar el primer rango en el ritmo. Pero mejor experiméntalo tú al repetir yo muchas veces quae canitis sub antris y al acariciar tu sensibilidad con esta armonía. ¿Qué diferencia habría en ese verso si añadiese una breve a su final y si de igual modo lo repitiese así: quae canitis sub antrisve?
D.: —El uno y el otro me entrará con placer a los oídos. Pero este último, al que añadiste una sílaba breve, me obliga a confesar que ocupa más duración y tiempo, ya que ha resultado más extenso.
M.: —Y cuando yo repito el primer texto, quae canitis sub antris, sin hacer un silencio al final, ¿qué ocurre? ¿Te llega el mismo placer?
D.: —Lejos de eso, no sé qué impresión cojitranca me molesta, a no ser que hicieres durar la última más que las restantes largas.
M.: —Por tanto, ya sea que se la alargue de ese modo, sea que haya un silencio, ¿concluyes que todo ello asume un espacio de tiempo?
D.: —¿Cómo puede ser de otro modo?
Los silencios en los metros
8 17. M.: —Recta conclusión la tuya. Pero dime, asimismo, cómo es de largo, a tu parecer, ese tiempo.
D.: —Muy difícil es medirlo.
M.: —Dices verdad. Pero ¿no te parece que eso lo mide aquella sílaba breve, ya que, cuando la hemos añadido, ni nuestro sentido acústico echó de menos el alargamiento de la última larga más allá de lo acostumbrado ni tampoco un silencio en la repetición del mismo metro?
D.: —Enteramente de acuerdo contigo. Porque cuando tú declamabas y repetías la versión primera, yo, por mi parte, repetía en mi interior la segunda al par contigo. Así percibí que para ambas versiones corría el mismo espacio de tiempo, puesto que mi última breve coincidía con tu silencio.
M.: —Conviene, pues, que retengas que en los metros hay espacios fijos de silencio. En consecuencia, cuando hallares que falta algo al pie regular, te será necesario considerar si esa ausencia queda compensada con el silencio medido y contado.
D.: —Ya lo retengo, continúa lo que resta.
Cómo medir el silencio
18. M.: —Estoy viendo ya que debemos investigar la medida de este silencio, porque en este metro, donde encontramos un baquio después del coriambo, ya que a éste le falta un tiempo para que tenga la duración de seis tiempos, como el coriambo, lo percibieron muy fácilmente nuestros oídos y nos obligaron a intercalar en la repetición un silencio de igual duración a la que ocupaba una sílaba breve. Pero si después del coriambo se pone un espondeo, habremos de intercalar dos tiempos en ese silencio si volvemos al metro del principio, como es quae canitis fontem.
En realidad, creo que percibes ya la necesidad de este silencio, de modo que, cuando volvemos al principio, no quede cojeando el ictus. Mas para que puedas experimentar cuál es la medida de este silencio, añade una sílaba larga para que resulte quae canitis fontem vos. Y repítelo marcando el ictus. Verás que éste ocupa tanta duración como ocupaba antes, cuando allí había puestas dos sílabas largas después del coriambo y aquí son tres. De donde queda claro que allí se intercalaba un silencio de dos tiempos.
Pero si después del coriambo se pone un yambo como éste, quae canitis locos, estamos obligados a guardar un silencio de tres tiempos. Para que se dé uno cuenta de ello, se les rellena con un segundo yambo, o por un coreo o por un tríbraco, de suerte que leamos: quae canitis locos bonos, o quae canitis locos monte, o quae canitis locos nemore.
Con estas adiciones, efectivamente, si la repetición del metro sin el silencio impresiona por su ritmo agradable y equilibrado, también nos encontramos con que esas tres individuales añadiduras, por el empleo del ictus, ocupan el mismo espacio de tiempo que aquel en que hacíamos silencio, y se hace evidente que allí había un silencio de tres tiempos.
Después del coriambo sólo puede ponerse una sílaba larga para que haya un silencio de cuatro tiempos. Porque también el coriambo puede dividirse de manera que el arsis y la tesis se correspondan en la proporción de 1 a 2. Ejemplo de este metro es el siguiente: quae canitis res. Si le añades dos largas o una larga y dos breves, o una breve, una larga y una breve, o dos breves y una larga, o cuatro breves, completarás un pie de seis tiempos, de manera que se repita sin que se eche de menos el silencio. Ejemplos como éstos: quae canitis res pulchras, quae canitis res in bona, quae canitis res bonumve, quae canitis res teneras, quae canitis res modo bene.
Después de conocer y aceptar todo lo dicho, creo que te queda ya suficientemente aclarado que el silencio no puede ocupar menos de un tiempo y que no se debe extender a más de cuatro. Porque ésta es precisamente aquella regular progresión de la que ya hemos hablado tanto. Por otra parte, en toda clase de pies ningún arsis o tesis ocupa más de cuatro tiempos.
Solución definitiva de la cuestión precedente
19. En consecuencia, cuando se canta o declama un texto que tiene un fin determinado y que ocupa más de un pie, y por su movimiento natural, antes del estudio de los ritmos, cautiva con su armonioso equilibrio nuestro oído, hay ya presente un metro. Pues aunque tenga menos de dos pies, como sobrepasa, sin embargo, una unidad y obliga a hacer un silencio no carente de medida, pero con los tiempos completables iguala los que se deben al primer pie, el oído cuenta por dos pies lo que ocupa los tiempos de dos pies hasta que se vuelve al comienzo, mientras al sonido de la voz se añade también un intervalo de silencio fijo y medido. Pero quisiera me dijeses si estás de acuerdo con estos conocimientos que acabo de formular.
D.: —Los he comprendido y estoy de acuerdo.
M.: —¿Es porque confías en mí o porque por ti mismo estás viendo la verdad?
D.: —Por mí mismo, sin duda, aunque estoy conociendo esta verdad guiado por tu palabra.
Tiempos límite en el metro y pies posibles en el verso
9 20. M.: —Animo, pues, ahora. Ya que hemos hallado de dónde comienza a nacer el metro, hallemos también hasta dónde se extiende. Porque el metro comienza a partir de dos pies, ya sean completos por su mismo sonido, ora haya que completarles lo que les falta añadiendo un silencio. Por esto conviene que vuelvas a mirar aquella progresión del 4 y me digas hasta cuántos pies se debe extender el metro.
D.: —Es cosa fácil, sin duda. Porque asaz nos muestra la razón que llega hasta ocho pies.
M.: —¿Cómo? ¿Recuerdas que dijimos cómo los entendidos en esta materia denominaron verso al que se componía de dos miembros regulados y reunidos en una determinada proporción?
D.: —Lo recuerdo bien.
M.: —Por tanto, cuando se afirma que el verso se compone de dos pies y no de dos miembros, y siendo claro que el verso no tiene un solo pie, sino varios, ¿no indica la cosa en sí misma que el miembro es más largo que el pie?
D.: —Y así es.
M.: —Pero si los miembros son iguales en el verso, ¿no podrá invertirse el orden de manera que la primera parte pase sin distinción alguna a ser la última y la última se convierta en primera?
D.: —Lo entiendo.
M.: —Por consiguiente, para que no ocurra esto y quede suficientemente claro y se distinga en el verso un miembro que lo comienza y otro que lo termina, no podemos negar que debe haber miembros desiguales.
D.: —De ningún modo.
M.: —Consideremos, pues, primeramente este dato en el pirriquio, si te parece bien, en el que tú percibes, según ya creo, que no puede haber un miembro con menos de tres tiempos, porque ese miembro principal se extiende más que el pie.
D.: —De acuerdo.
M.: —Por tanto, ¿cuántos tiempos tendrá el verso más corto?
D.: —Seis, diría yo, si no me detiene aquella inversión del orden. Tendrá, pues, siete, porque un miembro no puede tener menos de tres tiempos, y nada le impide tener todavía más.
M.: —Rectamente comprendes. Pero dime cuántos pirriquios forman siete tiempos. D.: —Tres pirriquios y medio.
M.: —Por tanto, debe añadirse el silencio de un tiempo, hasta que se vuelva a comenzar, para que pueda completarse la duración del pie.
D.: —Es cosa obligada, por cierto.
M.: —Con este silencio añadido, ¿cuántos tiempos habrá?
D.: —Ocho.
M.: —Entonces tiene menos de dos tiempos, como el más corto, que es el primer pie. Del mismo modo, el verso más corto, que es el primero, no puede tener menos de ocho tiempos.
D.: —Así es.
M.: —Y el verso más largo, que no puede sobrepasarse, ¿cuántos tiempos debe tener en último término? ¿No lo verás inmediatamente, si volvemos nuestra atención a aquella progresión de la que tantas veces hemos hablado a bastanza?
D.: —Al fin empiezo a comprender que no puede abarcar más de 32 tiempos.
21. M.: —¿Y qué diremos de la extensión del metro? que debe ser mayor que la del verso, cuando el metro más reducido es a su vez más pequeño que el verso más corto?
D.: —No lo creo.
M.: —Si, pues, el metro comienza a partir de dos pies y el verso por cuatro, o si primero empieza por la duración de dos pies y el segundo por la de cuatro comprendido el silencio, y, por otra parte, el metro no sobrepasa ocho pies, ¿no será necesario que el verso, que es un metro, no sobrepase tampoco los ocho pies?
D.: —Así es.
M.: —Además, si el verso no sobrepasa 32 tiempos y si el metro se identifica con la extensión del verso, cuando ésta no tiene la susodicha reunión de dos miembros que viene reclamada por el verso, sino que concluye en un límite fijo, y si el metro no debe ser más largo que el verso, ¿no es cosa manifiesta que el verso no debe sobrepasar ocho pies, igual que el metro los 32 tiempos?
D.: —De acuerdo.
M.: —En consecuencia, el metro y el verso tendrán la misma duración, y el mismo número de pies, y además el mismo límite, que uno y otro no deben sobrepasar, aunque el metro tenga su límite cuadruplicando el número de pies por los que comenzó, y el verso, por su parte, cuadruplicando el número de tiempos por los que también a su vez empezó. De este modo es claro que, al guardarse aquella proporción del número 4, el metro pone en relación su límite de crecimiento con los pies dentro del verso, éste lo hace con el metro respecto a los tiempos.
D.: —Lo entiendo y apruebo, y me causa placer que sea así esa concordia y sensible armonía.