LIBRO I
EL ARTE DE LA MÚSICA
PRIMERA PARTE
LA MÚSICA ES UN ARTE LIBERAL
El ritmo de los sonidos es, con razón, parte de la Música
1 1. M(Maestro): —El vocablo modus, ¿qué pie es?
D(Discípulo): —Un pirriquio.
M.: —¿De cuántos tiempos consta?
D.: —De dos.
M.: —Bonus, ¿qué pie es?
D.: —El mismo también que modus.
M.: —Por tanto, modus es lo mismo que bonus.
D.: —No.
M.: —¿Por qué, pues, es el mismo?
D.: —Porque lo es en el sonido; en el sentido es algo diferente.
M.: —Luego admites que hay el mismo sonido cuando pronunciamos modus y bonus.
D.: —En el sonido de las letras veo que suenan de distinto modo, pero en lo demás son iguales.
M.: —¿Cómo? Cuando pronunciamos el verbo pone y el adverbio pone, ¿además de que en el sentido es diferente, en nada te parece diferenciarse el sonido?
D.: —Se diferencia de todo en todo.
M.: —¿De dónde la diferencia, cuando uno y otro constan tanto de los mismos tiempos como de las mismas letras?
D.: —Consiste la diferencia en que tienen el acento en diversos lugares.
M.: —¿A qué ciencia, por último, pertenece hacer esas distinciones?
D.: —Costumbre tengo de oírlas a los gramáticos, y en su escuela las aprendí; pero ignoro si es cosa exclusiva de esta misma ciencia o si está tomado de otra.
M.: —Después veremos esto. Ahora voy a preguntar lo siguiente: si hago dos percusiones de tambor o de cuerda, tan ligera y velozmente como cuando pronunciamos modus y bonus, ¿también conocerías que hay en ellos los mismos tiempos o no?
D.: —Lo conocería.
M.: —Por tanto, lo llamarías pie «pirriquio».
D.: —Lo llamaría.
M.: —¿De quién sino del gramático aprendiste el nombre de este pie?
D.: —Por supuesto.
M.: —Luego de todos los sonidos de este género deberá emitir juicios el gramático. ¿O acaso aprendiste por ti mismo esas pulsaciones, mientras del gramático oíste el nombre que deberías darle?
D.: —Así es.
M.: —¿Y has osado transferir el nombre, que te enseñó la gramática, a una materia que confiesas no pertenece a la gramática?
D.: —Veo que el nombre atribuido a ese pie no es por otra cosa que a causa de la medida de los tiempos. Si me fuere posible conocerla en cualquier materia, ¿por qué no voy a osar aplicarle aquel nombre? Pero aunque deben darse denominaciones diferentes, tratándose de sonidos de la misma medida, mas que no son materia de gramáticos, ¿qué me importa preocuparme de los nombres, cuando la cosa está patente?
M.: —Ni yo lo quiero. Pero, sin embargo, cuando ves innumerables clases de sonidos, en los que se pueden notar medidas fijas, clases que reconocemos no deben atribuirse a la gramática, ¿no piensas que hay alguna otra ciencia que comprenda lo que hay en las palabras de esta clase conforme al ritmo y a la norma del arte?
D.: — Probable me parece.
M.: —¿Qué nombre estimas propio de ella? Pues opino no te es algo nuevo que a las Musas se suele atribuir una cierta omnipotencia en el canto. Es ésta, si no me engaño, la que recibe el nombre de Música.
D.: —También yo pienso que es ella.
Definición de Música
2 2. M.: —Pero ya está bien de preocuparnos del nombre en absoluto. Investiguemos ahora, si te parece, con la mayor exactitud que podamos, la esencia y naturaleza de esta ciencia, como quiera sea.
D.: —Investiguemos, sí. Pues cualquiera cosa que ello sea, mucho deseo conocerlo del todo.
M.: —Define, pues, la Música.
D.: —No me atrevo.
M.: —¿Puedes al menos juzgar mi definición?
D.: —Intentaré, si la dices.
M.: —Música es la ciencia de modular bien. ¿No te parece?
D.: —Me parecería, quizá, si me fuese evidente qué es la modulación en sí.
M.: —¿Será posible que este verbo, denominado modular, jamás lo hayas oído, o en algún otro tema, si no es en lo que atañe al canto y la danza?
D.: —Así es, por cierto. Pero como veo que modular se deriva de modus (medida), puesto que en toda obra bien hecha se debe guardar la medida, y también muchas composiciones en el canto y la danza, aunque nos deleiten, son muy vulgares, quiero oír con la mayor amplitud qué es exactamente la modulación en sí, en qué palabra, casi única, se contiene la definición de tan importante ciencia. Pues no se trata de aprender aquí algo parecido a lo que conocen cantores e histriones cualesquiera.
M.: —No te haga vacilar lo que antes dijiste, que en toda obra bien hecha, aun fuera de la música, hay que guardar la medida, y que, aun siendo así, el vocablo modulación se emplea en música; si es que no ignoras acaso que, en sentido propio, es un término del orador.
D.: —No lo ignoro. Pero ¿adónde va esto?
M.: —Porque también tu esclavo, aunque muy inculto y palurdísimo, si con una sola palabra responde a una pregunta tuya, admites que dice algo.
D.: —Lo admito.
M.: —¿Luego también él es orador?
D.: —No.
M.: —Así, pues, «no hizo uso de la palabra» cuando habló algo, aunque hacer uso de la palabra, de una dicción, admitamos que viene del verbo decir.
D.: —Lo concedo. Pero también vuelvo a preguntar a dónde va esto.
M.: —A que entiendas que la modulación puede pertenecer a sólo la música, aunque la medida de donde se deriva el vocablo pueda hallarse también en otras materias. Lo mismo que el término dicción se atribuye, en sentido propio, a los oradores, aunque diga algo todo el que habla, y la expresión dicción se derive de decir.
D.: —Ya entiendo.
Análisis de la definición
3. M.: —Lo que en seguida dijiste a propósito de que en el canto y en la danza hay muchos elementos vulgares, en los que aceptamos, sí, el nombre de modulación, pero se degrada esa ciencia casi divina, es una observación tuya realmente prudentísima. Así, pues, discutamos primero qué es modular, después qué se entiende por modular bien, ya que no en vano se añadió este matiz a la definición. Por último, tampoco hay que menospreciar que se emplee en este caso el término ciencia, pues en estos tres elementos, si no me engaño, está configurada la definición.
D.: —Sea en buena hora.
Qué es modular
M.: —En vista de esto, ya que admitimos que modulación se deriva de modus (medida), ¿no te parece obligado nuestro temor a que se sobrepase la medida, o que no se realice plenamente sino en aquellas cosas que son fruto de un movimiento? ¿O, si nada se mueve, podemos echarnos a temblar de que se haga cosa alguna contra la medida?
D.: —De ninguna manera.
M.: —Por tanto, no incongruentemente se define la modulación como una cierta habilidad de movimiento, o con toda seguridad aquello de lo que resulta que algo se mueve bien. Pues no podemos decir que una cosa se mueve bien si no guarda medida.
D.: —No podemos, es verdad. Pero necesario será, por otra parte, reconocer en toda obra bien hecha esa modulación. Pues veo que nada se hace bien si no es con buen movimiento.
M.: —¿Qué diremos si acaso todo eso se hace por medio de la música, aunque el término modulación esté más trillado para hablar de sus instrumentos, y no sin razón? Pues creo te parece algo diferente que se haga a torno un objeto de madera, de plata o de otro material cualquiera, y otra cosa distinta el mismo movimiento del artista mientras los objetos se están elaborando en el torno.
D.: —Estoy de acuerdo en que hay mucha diferencia.
M.: —Por tanto, ¿acaso ese movimiento se pretende en razón de sí mismo y no a causa del objeto que quiere ser formado en el torno?
D.: —Es evidente.
M.: —¿Y qué? Si el tornero no moviese sus miembros sino para que se muevan hermosa y convenientemente, ¿qué otra cosa diríamos está haciendo sino danzar?
D.: —Así parece.
M.: —En consecuencia, ¿cuándo crees que una cosa tiene mayor rango y una especie de dominio? ¿Cuando se busca por sí misma o por causa de otra?
D.: —¿Quién niega que cuando se busca por sí misma?
M.: —Recuerda ahora lo que antes dijimos sobre la modulación. Porque la habíamos presentado como una habilidad de movimiento, y mira dónde debe tener más asiento este nombre: en aquel movimiento que es, por así decirlo, libre, o sea, que se busca por razón de sí mismo y por sí mismo deleita. ¿O habrá que ponerlo en aquel otro que de algún modo ejerce una función de servicio? Porque en una especie de servicio están todas las cosas que no existen para sí, sino que se aplican a otra diferente.
D.: —Es claro que debe ponerse en el que se busca por razón de sí mismo.
M.: —Por tanto, es ya razonable que la ciencia de modular sea la ciencia de mover bien, de tal manera que el movimiento se desee por razón de sí mismo y, por esta causa, por sí mismo deleite.
D.: —Es muy razonable.
Por qué se añade «bene» (bien)
3 4. M.: —¿Por qué, pues, se añade bene, cuando la modulación ya en sí misma no puede existir sin el movimiento ordenado?
D.: —No sé, e ignoro cómo se me escapó este detalle, porque fijo tenía en mi mente que era necesaria esta pregunta.
M.: —Podía no tener lugar en absoluto discusión alguna acerca de esta palabra, de tal manera que suprimiendo el adverbio bene, que se añadió, definiésemos ya la música solamente como el arte de modular.
D.: —¿Quién, efectivamente, iba a mantener tal discusión, si quieres dar así una explicación completa?
M.: —La Música es el arte del movimiento ordenado, Y se puede decir que tiene movimiento ordenado todo aquello que se mueve armoniosamente, guardadas las proporciones de tiempos e intervalos (ya, en efecto, deleita, y por esta razón se puede denominar ya modulación sin inconveniente alguno); pero puede ocurrir, por otra parte, que esa armonía y proporción cause deleite cuando no es necesario. Por ejemplo, si alguien que canta con voz dulcísima y danza con gracia quiere con ello causar diversión, cuando la situación reclama seriedad, no emplea bien, por cierto, la modulación armoniosa; es decir, puede afirmarse que tal artista emplea mal, o sea, inconvenientemente, ese movimiento, que es ya bueno por el hecho de que es armonioso. De ahí que una cosa es modular; otra, modular bien. Pues es preciso considerar que la modulación es propia de todo cantor, con tal que no se equivoque en las medidas de las palabras y de los sonidos; pero la buena modulación pertenece a esta disciplina liberal, es decir, a la Música. Y si no te parece bueno aquel movimiento, porque está fuera de propósito, aunque reconozcas que es armonioso según las normas del arte, mantengamos nuestro principio que en todas partes hay que observar, para que no nos atormente el debate por una palabra, cuando la cosa está bastante clara; y nada nos preocupe si la música se define como el arte de modular o el arte de modular bien.
D.: —Prefiero, por cierto, dejar a un lado y tener en poco las disputas sobre palabras; sin embargo, no me desagrada esa distinción.
Por qué aparece el vocablo «ciencia» en la definición
4 5. M.: —Falta que investiguemos por qué ocurre en la definición el vocablo scientia (ciencia).
D.: —Hagámoslo, pues tengo en mente que lo exige el orden.
M.: —Responde, pues. ¿Te parece que el ruiseñor modula bien su voz en la estación primaveral del año? Pues aquel canto suyo es armonioso y dulcísimo, y si no me engaño, conviene a ese tiempo.
D.: —Me parece, de todo en todo.
M.: —Pero ¿conoce el ruiseñor este arte liberal?
D.: —No.
M.: —Ves, en consecuencia, que la noción de ciencia es muy necesaria a la definición.
D.: —Lo veo, enteramente.
M.: —Dime, por tanto, te lo ruego. ¿No te parecen ser semejantes, como es el ruiseñor aquel, cuantos, guiados por cierto instinto, cantan bien, es decir, lo hacen armoniosa y suavemente, aunque no pueden dar respuesta alguna a quien les pregunta sobre los ritmos en sí o sobre los intervalos de los sonidos agudos y graves?
D.: —Pienso que se parecen muchísimo.
M.: —¿Qué diremos de aquellos que, sin tener esta ciencia, los escuchan gustosamente? Cuando vemos que los elefantes, los osos y algunas otras especies de animales se mueven al ritmo del canto, y que hasta las aves mismas se deleitan en sus propias voces (pues si en ellos no hubiese, además, algún provecho, no harían esto tan intensamente sin placer alguno), ¿no habrá que compararlos a estos animales?
D.: —Así lo estimo. Pero este reproche apunta a casi todo el género humano.
M.: —No es como piensas. Pues los grandes hombres, aunque no entienden de música, o bien se adaptan al pueblo, que no dista mucho de los animales y cuyo número es inmenso, pero lo hacen de una manera muy mesurada y prudente (y ahora no es oportuno hablar de este asunto), o bien después de grandes preocupaciones, para aliviar su espíritu y recobrar fuerzas, se toman así muy moderadamente algún placer. Tomárselo así de vez en cuando es cosa muy honesta; pero dejarse cautivar por él, aunque sea pocas veces, es una torpeza y además algo vergonzoso.
¿Es el arte producto de la imitación o de la razón?
6. Pero ¿qué te parece? Los que tocan la flauta o la cítara, e instrumentos de esta clase, ¿pueden ser comparados con el ruiseñor?
D.: —No.
M.: —Pues ¿en qué se diferencian?
D.: —Porque en éstos veo que hay cierto arte; en el ruiseñor, en cambio, sola la naturaleza.
M.: —Algo muy verosímil dices. Pero ¿te parece que debe llamarse arte, aunque lo ejecutan en virtud de cierta imitación?
D.: —¿Por qué no? Pues veo que la imitación tiene tanta importancia en las artes que, si se la suprime, morirían casi todas ellas. Los maestros, efectivamente, se ofrecen como modelos que imitar, y es esto mismo lo que ellos llaman enseñar.
M.: —¿Te parece ser el arte un cierto producto de la razón, y los que se sirven del arte se sirven de la razón, o piensas algo distinto?
D.: —Así parece.
M.: —Por tanto, quien no se sirve de la razón, no hace uso del arte.
D.: —También concedo esto.
M.: —¿Y piensas que los animales mudos, los que se llaman también irracionales, pueden hacer uso de la razón?
D.: —De ningún modo.
M.: —En consecuencia, o tendrás que decir que las picazas, los papagayos y los cuervos son animales racionales, o atrevidamente llamaste arte la imitación. Pues vemos que estas aves cantan y emiten muchos sonidos de una cierta manera parecida a la del hombre, y que no lo hacen sino en virtud de la imitación. A no ser que tú creas otra cosa.
D.: —Todavía no acabo de entender claramente cómo has sacado tal conclusión y qué puede valer contra mi respuesta.
M.: —Te había preguntado si tú dices que tienen arte los citaristas, flautistas y otros músicos de esta clase, aunque lo que hacen con el canto de sus instrumentos, lo han logrado a fuerza de la imitación. Dijiste que es arte, y afirmaste que esto tiene tanta importancia que, si se suprimiese la imitación, te parecerían estar en peligro casi todas las artes. De lo cual puede ya colegirse que todo el que consigue algo por medio de la imitación está haciendo uso del arte; aunque quizá no todo el que hace uso del arte lo adquiere por imitación. Ahora bien: si toda imitación es arte y todo arte es razón, toda imitación es razón. Por otra parte, el animal irracional no hace uso de la razón. Por tanto, no tiene arte. Pero tiene capacidad de imitación. Luego el arte no es imitación.
D.: —Yo dije que muchas artes tienen su fundamento en la imitación; a la imitación en sí no la llamé arte.
M.: —Pues las artes que se fundamentan en la imitación, ¿no crees que se fundamentan en la razón?
D.: —Sin duda alguna pienso que tienen su fundamento en ambas.
M.: —En nada me opongo. Pero ¿dónde colocas tú la ciencia: en la razón o en la imitación?
D.: —También en una y otra.
M.: —Por tanto, concederás ciencia a aquellas aves a las que no quitas la imitación.
D.: —No la concederé. Pues dije que la ciencia reside en una y otra, de tal manera que no puede estar en la imitación sola.
M.: —¿Pues qué? ¿Te parece que puede estar en sola la razón?
D.: —Así me parece.
M.: —Por consiguiente, piensas que una cosa es el arte y otra la ciencia, ya que la ciencia puede también estar en sola la razón, mientras el arte une la imitación a la razón.
D.: —No veo que exista tal consecuencia. Pues yo no había dicho «todas las artes», sino «muchas artes» se basan al mismo tiempo en la razón y en la imitación.
M.: —¿Cómo? ¿También llamarás ciencia aquella que se basa a la vez en estos dos elementos, o le atribuirás sola la parte de la razón?
D.: —¿Qué me impide, en efecto, hablar de ciencia cuando la imitación se une a la razón?
El flautista no tiene ciencia en su espíritu
7. M.: —Puesto que estamos tratando ahora de quien tañe la cítara y toca la flauta, es decir, de cuestiones musicales, quiero me digas si hay que atribuir al cuerpo, o sea, a una cierta obediencia del cuerpo, lo que esos artistas hacen por medio de la imitación.
D.: —Yo pienso que esa obediencia debe atribuirse por igual tanto al espíritu como al cuerpo, aunque con bastante propiedad empleaste esa misma palabra, que has llamado obediencia del cuerpo, porque éste a ningún otro puede obedecer sino al espíritu.
M.: —Veo que con muchísima cautela no has querido admitir la imitación para el cuerpo solo. Pero ¿vas a negar que la ciencia pertenece sólo al espíritu?
D.: —¿Quién podría negarlo?
M.: —Por consiguiente, de ningún modo permitirías atribuir la ciencia o conocimiento de los instrumentos de cuerda y de flautas a la razón y a la imitación al mismo tiempo. Pues aquella imitación, como has confesado, no existe sin el cuerpo; la ciencia, en cambio, dijiste que pertenecía a solo el espíritu.
D.: —Ciertamente, por todo lo que te he admitido, confieso que es ésa la conclusión. Pero ¿qué importa ello a nuestra cuestión? Pues también el flautista tendrá ciencia en su espíritu. Porque cuando a él se agrega la imitación, que admití no poder darse sin el cuerpo, no por ello va a perder lo que tiene abrazado en su espíritu.
M.: —No lo perderá, es cierto. Ni yo afirmo que aquellos que manejan estos instrumentos carecen todos de ciencia, pero digo que no todos la tienen. Pero damos vueltas a esa cuestión con este fin: para que entendamos, si podemos, con cuánta razón está puesto el término ciencia dentro de la definición de música. Si todos los flautistas, tañedores de lira y otros cualesquiera de estos artistas poseen la música, pienso que nada hay más vil ni más despreciable que esa disciplina.
8. Pero atiende con la mayor solicitud posible, para que aparezca lo que ya hace tiempo estamos intentando. Tú, efectivamente, me has concedido ya que la ciencia reside en solo el espíritu.
D.: —¿Cómo no lo habré de conceder?
M.: —A ver qué dices a esto: ¿A quién atribuyes el sentido del oído: al espíritu o al cuerpo? ¿O acaso a los dos?
D.: —A los dos.
M.: —Y ¿qué dices de la memoria?
D.: —Pienso que debe atribuirse al espíritu. Porque no por el hecho de percibir por medio de los sentidos algo que confiamos a la memoria hay que pensar por esta razón que la memoria reside en el cuerpo.
M.: —Difícil probablemente es esa cuestión, y no a propósito ahora de nuestra conversación. Pero en cuanto punto suficiente al actual tema, pienso que tú no puedes negar que los animales tengan memoria. Pues hasta las golondrinas vuelven a ver sus nidos al cabo de un año, y de las cabras se ha dicho con muchísima verdad: «y a los albergues, por sí mismas, memoriosas retornan las cabras». También es celebrado aquel perro que reconoció al héroe su señor, olvidado ya por su propio pueblo. Y si quisiéramos, podemos observar innumerables detalles por los que se pone de manifiesto lo que estoy diciendo.
D.: —Ni yo lo niego, y con harto deseo espero ver de qué te pueda servir esto.
M.: —¿Qué puedes pensar sino que quien atribuye la ciencia a solo el espíritu, y la excluye de todos los animales irracionales, no puso la sede de ésta en el sentido ni en la memoria (pues el sentido no puede existir sin el cuerpo y ambas facultades se hallan también en el animal), sino en la inteligencia sola?
D.: —También espero de qué puede servirte esta reflexión.
M.: —De nada más que lo siguiente: todos los que siguen el sentido o percepción y confían a la memoria cuanto en él produce deleite, y al mover el cuerpo de acuerdo con ella aportan un cierto talento imitativo, no poseen ciencia, aunque parezcan hacer muchas cosas con pericia y amaestramiento, a menos que dominen con claridad y verdad de conocimiento el arte mismo que profesan o exhiben en público. Ahora bien: si la razón nos demuestra que éste es el caso de los actores de teatro, no habrá motivo, según opino, para que dudes en negarles la ciencia, y por esta causa, tampoco la música, que es la ciencia de la modulación, podrás en modo alguno concederla.
D.: —Desarrolla este punto; veamos cuál es su contenido.
La virtuosidad del flautista se debe al ejercicio y a la imitación
9. M.: —Creo que tú atribuyes la movilidad de los dedos, ya sea más ágil o más lenta, no a la ciencia, sino al ejercicio.
D.: —¿Por qué lo crees así?
M.: —Porque poco antes atribuías la ciencia al espíritu solo, y esta movilidad, por otra parte, aunque se realiza por orden del espíritu, ves que es una propiedad del cuerpo.
D.: —Pero cuando el espíritu da a sabiendas una orden al cuerpo, pienso que este mandato debe atribuirse más al espíritu consciente que a los miembros que le sirven.
M.: —Pero ¿no juzgas posible que un hombre supere a otro en ciencia, mientras este último, menos instruido, mueve sus dedos con mucha más facilidad y destreza?
D.: —Posible lo juzgo.
M.: —Pero si el movimiento rápido y más expedito de los dedos ha de atribuirse a la ciencia, tanto más se destacará en ella cuanto más sabio sea.
D.: —Lo admito.
M.: —Atiende también a esto. Porque pienso que alguna vez habrás observado cómo los carpinteros, o artesanos de parecidos oficios, insisten en desbastar con la azuela y en golpear con el hacha el mismo sitio, y que no dan el golpe en ningún otro lugar que al que su espíritu apunta. Y nosotros, cuando lo intentamos sin poder conseguirlo, somos con frecuencia objeto de sus risas.
D.: —Es así como dices.
M.: —Entonces, cuando nosotros no podemos hacer eso, ¿es que ignoramos en qué punto debe darse el golpe o qué porción debe ser cortada?
D.: —Muchas veces lo ignoramos, otras muchas lo sabemos.
M.: —Suponte, pues, que alguien conoce todo lo que deben hacer los carpinteros, y que lo conoce perfectamente, pero que, sin embargo, es menos eficaz en el trabajo; a pesar de ello, a los mismos obreros que trabajan con mayor habilidad sabe dar indicaciones múltiples, mucho más ingeniosas que las que ellos podrían determinar por sí mismos. ¿Niegas que esto proviene del ejercicio?
D.: —No lo niego.
M.: —Por tanto, no sólo la rapidez y habilidad de movimiento, sino también la medida misma del movimiento en los miembros debe atribuirse más al ejercicio que a la ciencia. Pues si fuese de otro modo, todo el que se sirva mejor de sus manos sería asimismo el más instruido. Justo es aplicar este pensamiento al tema de las flautas o las cítaras, no vayamos a pensar que lo que en estas artes llevan a cabo los dedos y sus articulaciones, por el hecho de que no sea cosa fácil a nosotros, es más bien resultado de la ciencia que del ejercicio y de la cuidadosa imitación y reflexión.
D.: —No puedo oponerme. Pues también suelo oír que los médicos, hombres doctísimos, en operaciones de sajar, o de cualquier otro modo en hacer fuertes vendajes a los miembros, se dejan aventajar muchas veces por otros menos conocedores que ellos, porque todo ello se hace a fuerza de mano y de cuchillo. Cirugía llaman esta rama de la medicina, cuyo término da a entender suficientemente una cierta rutina de curar con el trabajo de las manos. Así, pues, pasa a lo restante y termina ya esta cuestión.
El sentido de la Música es innato al hombre
5 10. M.: —En mi opinión, nos queda por averiguar, si podemos, que estas mismas artes, que nos producen placer por la habilidad de las manos, para tener completo dominio de aquel ejercicio han seguido siempre el dictado de la razón y no el del instinto y el de la memoria; no sea que me repliques que puede darse el caso cierto de que exista la ciencia sin el ejercicio, y a veces en mayor grado que en aquellos que sobresalen por su virtuosidad; pero que, a pesar de ello, tampoco estos últimos pudieron llegar a tamaña pericia sin alguna ciencia.
D.: —Acomete la cuestión. Porque es cosa manifiesta que debe ser así.
M.: —¿Nunca escuchaste con más afición a histriones de esta clase?
D.: —Más quizá de lo que quisiera.
M.: —¿De dónde piensas viene a ocurrir que toda una multitud, carente de ciencia, desapruebe muchas veces a gritos a un flautista que emite mala música y, a su vez, aplauda al que toca bien, y precisamente cuanto con más dulzura se oye tocar al músico, con tanta mayor elevación y placer se emociona la gente? ¿Habrá que pensar que el vulgo reacciona así de acuerdo con las normas del arte musical?
D.: —No.
M.: —¿Por qué, pues?
D.: —Pienso que ocurre esto a causa de la naturaleza, que a todos otorgó el sentido del oído con que se juzgan esas diferencias.
M.: —Rectamente piensas. Pero mira ya también la otra cuestión: si el flautista, a su vez, está dotado de este sentido. Porque si es así, puede el flautista, siguiendo su juicio, mover los dedos cuando empezare a tocar la flauta, y lo que a su juicio haya sonado bastante bien anotarlo y retenerlo en la memoria, y repitiendo todo esto habituar sus dedos a dirigirse al punto debido sin temor ni equivocación, sea que tome de otro lo que toca, sea lo que él componga, bajo la guía y aprobación de la que antes hemos hablado, de la naturaleza. Así, pues, cuando la memoria sigue al sentido, y las articulaciones, ya cultivadas y entrenadas por el ejercicio, obedecen a la memoria, el flautista, cuando lo desea, toca tanto mejor y más agradablemente cuanto él aventaja en todos aquellos dones que, según nos enseñó antes la razón, tenemos en común con los seres irracionales; es decir, el gusto de la imitación, el sentido y la memoria. ¿Tienes algo que objetar contra esto?
D.: —Yo, en verdad, nada tengo. Ya estoy deseando oír de qué naturaleza sea esa disciplina, que por cierto veo ha sido alejada, con muy juicioso criterio, del conocimiento de esos espíritus vulgarísimos.
Por qué los histriones no conocen la Música
6 11. M.: —Todavía no es suficiente lo que hemos hecho, ni permitiré pasemos a su explicación si no ha quedado claro entre nosotros cómo los histriones, sin tener esta ciencia, pueden poner ahítos de placer los oídos del pueblo; hasta que no quede también firme que los histriones de ninguna manera pueden ser amantes y conocedores de la música.
D.: —Una maravilla si lo consigues.
M.: —Cosa fácil, por cierto, pero necesito que prestes más atención.
D.: —Jamás, en verdad, que yo sepa, estuve más dispuesto a escuchar desde que dio comienzo esta conversación. Pero ahora, lo confieso, me has puesto mucho más despierto.
M.: —Te lo agradezco, aunque te vayas a disponer más en tu propio provecho. Así, pues, responde, si te place: ¿te parece conocer qué es un áureo puro (moneda de oro de ley) quien, deseando venderlo en su justo precio, ha pensado que vale «diez numos» (monedas de plata)?
D.: —¿A quién puede parecer tal cosa?
M.: —Ahora veamos, dime qué debe ser tenido en mayor estimación: ¿lo que realmente hay en nuestra inteligencia o lo que casualmente nos atribuye el juicio de los ignorantes?
D.: —A nadie le cabe duda que lo que has mencionado en primer lugar está por encima de todas las demás cosas, que ni siquiera deben considerarse nuestras.
M.: —¿Niegas, por consiguiente, que toda ciencia se contiene en la inteligencia?
D.: —¿Quién lo negará?
M.: — ¡Pues también la Música está allí contenida!
D.: —Veo que esto resulta de su definición.
M.: —¿Y qué? El aplauso del pueblo y todos aquellos premios del teatro, ¿no te parecen ser de esa categoría que se pone en el dominio del azar y en el juicio de los ignorantes?
D.: —Nada tengo por más fortuito y propenso a los fracasos y sujeto a la tiranía de la plebe y a sus caprichos, que lo son todas esas cosas.
M.: —Por consiguiente, ¿venderían a este precio sus cantos los histriones si conocieran la música?
D.: —No es poco, por cierto, lo que me hace vacilar esta conclusión, pero algo en contra tengo que decir. Porque aquel vendedor del áureo no parece que debe ser comparado con el histrión: pues por el hecho de recibir aplauso o por el dinero que se le haya dado no pierde la ciencia, si es que tiene alguna con la que deleitó al pueblo, sino que más cargado de dinero y más satisfecho por la alabanza de la gente se retira a casa con la misma ciencia, incólume y entera. Necio sería, por otra parte, si despreciara esas ventajas, que, de no haber conseguido, le harían más desconocido y más pobre, y que, aun conseguidas, no le hacen menos sabio.
12. M.: —Mira, pues, si con esta reflexión podemos lograr lo que queremos. Pues creo que te parece ser mucho más importante aquello por cuyo fin hacemos algo que la cosa misma en sí que hacemos.
D.: —Es manifiesto.
M.: —Entonces, quien canta o aprende a cantar, no por ninguna otra razón sino para ser alabado del pueblo o de cualquier hombre en general, ¿no juzga que es mejor la alabanza que el canto?
D.: —No lo puedo negar.
M.: —¿Y qué? El que juzga mal sobre una materia, ¿te parece que la conoce?
D.: —De ninguna manera, a menos que por cualquier razón no se halle ofuscado.
M.: —Luego quien verdaderamente piensa que lo mejor es lo peor, sin duda carece del conocimiento de lo mejor.
D.: —Así es.
M.: —Pues bien: cuando me hayas persuadido o probado que un histrión no ha adquirido esta facultad de cantar, si es que tiene alguna, o que no la exhibe para dar gusto al pueblo por causa de la ganancia o de la fama, yo reconoceré que se puede a la vez poseer la ciencia de la música y ser histrión. Pero si es muy probable que no hay histrión alguno que no fije y ponga el fin de su profesión en el dinero o en la gloria, necesario te es admitir esto: o que los histriones ignoran la música, o bien que es preferible desear apasionadamente la alabanza dispensada por otros, o cualquier otro bien incierto, que hallar por nosotros mismos el de la inteligencia.
D.: —Veo que, habiendo concedido todo lo anterior, debo ceder también a estas conclusiones. Pues de ningún modo me parece posible encontrar un hombre tal, procedente del teatro, que ame su arte por el arte mismo, no por las demás ventajas fijadas, mientras apenas cabe hallar tal persona proveniente de la escuela; aunque si alguno existe, o ha existido, no por ello hay que despreciar a estos músicos, sino que alguna vez puede haber, al parecer, histriones que merezcan nuestros honores.
Por esta razón explica ya, si te place, esa disciplina de tan alto rango que ya no me puede parecer un arte vulgar.
SEGUNDA PARTE
LOS MOVIMIENTOS RÍTMICOS
Forma y proporción de los movimientos rítmicos
7 13. M.: —Lo haré, o más bien lo harás tú. Porque yo no haré otra cosa que preguntarte e inquirirte todo; tú, en cambio, con tus respuestas vas a explicar todo, como quiera que ello sea, y que tú pareces indagar como si lo desconocieses ahora.
La duración del tiempo, mayor o menor, constituye los ritmos
Así, pues, te pregunto ya: ¿puede alguien correr mucho tiempo y con velocidad?
D.: —Puede.
M.: —¿Y cómo? ¿Lenta y velozmente?
D.: —De ninguna manera.
M.: —Por tanto, una cosa es mucho tiempo, otra lentamente.
D.: —Otra, de todo en todo.
M.: —Del mismo modo te pregunto qué piensas tú se opone al término mucho tiempo, así como rapidez es contrario a lentitud.
D.: —No me viene un nombre que esté en uso. En este caso, nada veo que pueda oponer a tiempo prolongado si no es tiempo no prolongado, de manera que a lo que se llama «mucho tiempo» es contrario «no mucho tiempo», porque aun si yo no quisiera decir velozmente y, en lugar de ello, dijese no lentamente, nada diferente habría dado a entender.
M.: —Cosa verdadera dices. Pues nada se le quita a la verdad cuando así hablamos. Porque si existe ese nombre, que no te viene, como dices, o yo lo ignoro o tampoco ahora mismo me viene a la mente. Por tal razón tratemos esta cuestión de manera que llamemos estos dos contrarios así: mucho tiempo y no mucho tiempo, lenta y velozmente. Y discurramos primero, si te place, sobre prolongado y no prolongado.
D.: —Sea así.
Proporción en el movimiento duradero y no duradero
8 14. M.: —¿Te es evidente que se llama mucho tiempo lo que tiene lugar durante largo tiempo, y no mucho tiempo lo que pasa durante breve espacio del mismo?
D.: —Evidente.
M.: —Por tanto, el movimiento que se realiza, por ejemplo, durante dos horas, ¿no abarca el doble de tiempo con relación a aquel que se hace en una sola?
D.: —¿Quién de ahí podría tener duda?
M.: —Por tanto, lo que llamamos mucho tiempo y no mucho tiempo puede adoptar medidas y números en el mismo sentido, de modo que un movimiento es a otro como 2 es a 1; es decir, que tiene tantas veces dos como el otro unidades. Asimismo, un movimiento es a otro como 3 es a 2, o sea, tiene tantas veces tres unidades de tiempo como el otro dos. Y así cabe discurrir por los restantes números, sin que existan espacios indeterminados e indefinidos, sino que dos movimientos tienen siempre una proporción entre sí: proporción de igualdad como 1 a 1, 2 a 2, 3 a 3, 4 a 4; o de desigualdad como 1 a 2, 2 a 3, 3 a 4; o 1 a 3, 2 a 6, o toda cosa que puede guardar alguna medida en relación mutua.
D.: —Explica más esto, te lo ruego.
M.: —Vuelve, pues, al ejemplo de las horas antedichas, y considera en todo su contenido lo que creía suficientemente expuesto cuando hablé de una sola hora y de dos. Pues ciertamente no vas a negar que un movimiento se puede hacer en una hora y otro en dos.
D.: —Es verdad.
M.: —¿Y qué? ¿No admites uno de dos horas y otro de tres?
D.: —Lo admito.
M.: —¿Y otro de tres horas y otro de cuatro? ¿Y de nuevo uno de una sola hora y otro de tres? ¿U otro de dos y otro de seis? ¿No es cosa manifiesta?
D.: —Manifiesta.
M.: —¿Por qué, pues, no es también manifiesto lo restante? Porque esto decía yo cuando decía que dos movimientos pueden tener entre sí una proporción, como la de 1 a 2, 2 a 3, 3 a 4; de 1 a 3, 2 a 6, y los demás que quieras poner a cálculo. Reconocidos, pues, estos principios, es también potestativo perseguir las demás proporciones como de 7 a 10, de 5 a 8, y todo lo que existe absolutamente entre dos movimientos que tienen en común partes mensurables, de suerte que se puedan denominar tanto a tanto, sean iguales los números, o uno sea mayor y otro menor.
D.: —Ahora entiendo, y admito que puede ser real.
Movimientos racionales, iguales o desiguales
9 15. M.: —También entiendes esto otro, según pienso: que toda medida y proporción se antepone con toda razón al exceso y a la infinidad.
D.: —Es evidentísimo.
M.: —Por consiguiente, dos movimientos que, como se ha dicho, tienen entre sí una medida numérica proporcionada, deben ser antepuestos a los que no la tienen.
D.: —También esto es evidente y lógico: pues una medida cierta, y la proporción que hay en los números, une entre sí a los primeros. Los que carecen de proporción no se unen de hecho entre sí por razón alguna.
M.: —Llamemos, por tanto, si estamos de acuerdo, racionales a los movimientos que son entre sí mensurables; irracionales, por otro lado, los que carecen de esa medida.
D.: —En verdad estoy de acuerdo.
M.: —Ahora considera otra cuestión: si te parece mayor la armonía en los movimientos racionales, que son iguales entre sí, que la de aquellos que son desiguales.
D.: —¿A quién no parecería?
M.: —Además, ¿no hay, entre los movimientos desiguales, unos de los que podemos decir en qué parte suya, en cuanto más grande, iguala al más pequeño o lo sobrepasa, como 2 y 4, o 6 y 8, y otros de los que no cabe decir lo mismo como 3 y 10, 4 y 11? Distingues ciertamente en los dos números primeros que el mayor iguala al menor en la mitad; a su vez, en los que mencioné en segundo lugar, el menor es sobrepasado por el mayor en una cuarta parte. Pero en estos otros, como son 3 y 10, o 4 y 11, vemos alguna correspondencia, porque entre sí tienen partes de las que puede decirse de tanto a tanto. Pero ¿acaso encontramos la misma correspondencia que en los primeros? Porque de ningún modo puede decirse en qué fracción iguala el mayor al menor ni en qué otra sobrepasa al menor el mayor. Pues nadie sabría decir qué fracción del número 10 es el 3 ni qué fracción de 11 es el 4. Y cuando digo que consideres qué fracción hay, quiero decir fracción pura y sin adición alguna, como es 1/2, 1/3, 1/4, 1/5, 1/6 y todo lo que sigue; no que se le añada una tercera parte de fracción y una vigésima cuarta o ésta cualquier clase de fracciones.
D.: —Ahora entiendo.
Qué movimientos deben ser preferidos
16. M.: —En consecuencia, de estos movimientos racionales desiguales, de los que he indicado dos clases, poniendo además ejemplos abajo, ¿cuáles piensas deben tener preferencia ante los otros? ¿Aquellos en los que puede indicarse la fracción o aquellos otros en los que no cabe tal cosa?
D.: —Me parece que la razón manda deben preferirse aquellos de los que puede afirmarse, como queda demostrado, en qué parte suya el mayor iguala al menor o lo sobrepasa, frente a los otros en los que no ocurre lo mismo.
M.: —Correcto. Pero ¿quieres que les demos también nombre, para que cuando haya después necesidad de recordarlos podamos hablar con más soltura?
D.: —Sí, quiero.
M.: —Llamemos, pues, a los que hemos preferido connumerados, y a los menos preferidos, dinumerados. Porque los primeros no solamente se miden y cuentan cada uno por sí, sino también en aquella parte que iguala por mayor al menor o lo sobrepasa; los últimos, en cambio, se relacionan numéricamente sólo uno a uno, pero no se miden ni cuentan por la fracción en la que el mayor iguala al menor o lo sobrepasa. Pues en éstos no se puede indicar cuántas veces contiene el mayor al menor o, en lo que el mayor sobrepasa al menor, cuántas veces el mayor y el menor contienen su propia diferencia.
D.: —Acepto también esos vocablos y, en la medida de mis fuerzas, haré por recordarlos.
Movimientos multiplicados y sesquiálteros
10 17. M.: —Bien, veamos ahora qué clasificación puede haber de los movimientos connumerados, pues yo creo que es bien clara. Hay, efectivamente, una clase de connumerados, en la que el número menor mide al mayor, es decir, el mayor lo contiene algunas veces, como dijimos son los números 2 y 4, pues vemos que el 2 es contenido dos veces por el 4; lo sería tres veces si al 2, en lugar del 4, le ponemos el 6; y cuatro veces si es el 8, y cinco si es el 10. Otra clase es aquella en la que la parte, en que el mayor sobrepasa al menor, mide a los dos, es decir, el mayor y el menor la contienen varias veces, cosa que ya vimos claramente en los números 6 y 8. Porque aquella parte, en que el menor es sobrepasado, contiene como diferencia 2: el número que ves está cuatro veces en el 8 y tres veces en el 6.
Por tal consideración, señalemos y designemos con vocablos particulares cada uno de estos movimientos de que tratamos y los números por los que se pone en claro lo que queremos aprender en los movimientos. Pues su diferencia, si no me engaño, hace tiempo está apareciendo. Por lo cual, si ya te parece bien, llámense multiplicados aquellos en que el mayor es múltiplo del menor, y los otros sesquiálteros, con su ya vieja denominación. Pues se emplea el término sesqui cuando dos números se relacionan entre sí con tal proporción que el mayor tiene respecto al menor tantas partes como la cifra de partes en que le sobrepasa: porque si es el 3 respecto al 2, el mayor precede al menor en un tercio; si la relación es de 4 a 3, en un cuarto; si es de 5 a 4, en un quinto, y así en los demás. El mismo cálculo hay también en la relación de 6 a 4, 8 a 6, 10 a 8. Y en tal caso cabe observar y estudiar este cálculo tanto en los números siguientes como en los más elevados.
Por otro lado, no sabría decir fácilmente el origen de este término sesqui, a menos que sesqui (sesque) se haya dicho por se absque, es decir, absque se (sin sí mismo), ya que en 5 con relación a 4 la parte mayor, sin su quinta, es igual que la menor. Mi pregunta es qué te parece de todo esto.
D.: —A mí, en verdad, me parece muy exacto, tanto el cálculo de las medidas como de los números. También los nombres que les diste me parecen convenientes para recordar las realidades que hemos distinguido. Hasta el origen del término, que ahora has desarrollado, no es absurdo, aunque no sea ésa la etimología que siguió el que formó esta palabra.
El número y el movimiento, aunque vayan al infinito, son mensurables
11 18. M.: —Apruebo y acepto tu juicio. Pero ¿ves que todos esos movimientos racionales, es decir, los que entre sí tienen una medida numérica, pueden ir de un número a otro al infinito, a no ser que los restrinja una regla fija y los someta a una medida y forma concreta? Porque, para hablar primero de esos mismos movimientos iguales, si yo digo 1 a 1, 2 a 2, 3 a 3, 4 a 4, y así continúo por todos los siguientes, ¿cuál será el fin, cuando el número mismo no tiene fin? Porque ésta es la fuerza inherente al número: que todo número pronunciado es finito, y no pronunciado, infinito. Y lo que ocurre con los iguales puedes observar que ocurre asimismo con los desiguales, sean multiplicados o sesquiálteros, sean connumerados o dinumerados. Si, efectivamente, estableces la relación de 1 a 2 y quieres continuar en esa creciente operación diciendo 1 a 3, 1 a 4, 1 a 5, y así en los demás, la cuenta no tendrá fin. Si pones solos los duplos, como 1 a 2, 2 a 4, 4 a 8, 8 a 16 y siguientes, tampoco habrá fin aquí. Y lo mismo si se trata de solos triples y solos cuádruplos, y cualquiera de estas operaciones que ensayes, todos van al infinito. Lo mismo ofrecen también los sesqui, si decimos 2 a 3, 3 a 4, 4 a 5; ves que nada impide continuar en todos los restantes sin que nos detenga límite alguno: sea que de esta manera quieras perseverar en la misma serie, como 2 a 3, 4 a 6, 6 a 9, 8 a 12, 10 a 15, y los siguientes, sea en esta o en las otras, ningún límite nos sale al encuentro. ¿Y qué necesidad hay de hablar ya de los dinumerados, cuando de todo lo antedicho puede cualquiera comprender que tampoco puede haber límite en los que gradualmente van aumentando. ¿No te parece así?
Los hombres establecieron series de decenas en la enumeración
19. D.: —¿Qué puede haber realmente más verdadero que lo expuesto? Pero ya espero conocer con vivísimo deseo la regla que somete esa infinidad a una medida fija y le traza una forma, que no se debe sobrepasar.
M.: —Descubrirás que por ti mismo conoces esta regla, como lo demás, conforme vayas dando exacta respuesta a mis preguntas. Porque, en primer lugar, voy a preguntarte, ya que tratamos de movimientos mensurables en números, si debemos atenernos a estos números mismos para decidir que en aquellos movimientos hay que tener presentes y guardar las leyes determinadas y fijas que los números revelan.
D.: —Me gusta la propuesta, sí. No creo, en efecto, que pueda procederse con más orden.
M.: —Tomemos, pues, si te parece, como punto introductorio de esta consideración, el principio mismo de los números y veamos, en la medida que, según las fuerzas de nuestra inteligencia, podemos contemplar tales ideas, cuál es la razón para que, aunque el número, como se ha dicho, se extienda hasta el infinito, hayan establecido los hombres ciertas cifras en la numeración, a partir de las cuales se reducen a la unidad, que es principio de los números. Efectivamente, al contar pasamos de 1 hasta 10, y de aquí volvemos al 1. Y si quieres seguir la serie de decenas, para avanzar de este modo de 10 a 20, 30, 40, la progresión llega hasta 100. Si sigues la serie de centenas, tendrás 200, 300, 400. En 1.000 hay otra cifra en la que se vuelve a la unidad. ¿Para qué buscar ya más? Estás viendo seguramente qué cifras quiero decir, cuyo primer límite está fijado por el número 10: porque así como 10 contiene diez veces a 1, 100 contiene diez veces a 10 y 1.000 diez veces a 100. Y así cabe avanzar a voluntad de uno; el cálculo irá en esta serie de cifras, cuyo fundamento está fijado en el número 10. ¿Hay algo de todo esto que no entiendes?
D.: —Todo es evidentísimo y exactísimo.
Por qué se procede de 1 a 10 y por qué el 3 es número perfecto
12 20. M.: —Indaguemos, por tanto, con nuestra mayor atención posible, por qué razón el número va de 1 a 10 y desde éste se vuelve de nuevo al 1. Te pregunto si lo que llamamos principio puede existir en absoluto sin ser el principio de algo.
D.: —De ninguna manera puede.
M.: —Igualmente, lo que llamamos fin, ¿puede existir sin ser fin de otra cosa?
D.: —Tampoco puede.
M.: —¿Y qué? ¿Piensas que se puede llegar de un principio a un fin si no es a través de un medio?
D.: —No lo creo.
M.: —Por consiguiente, para que una cosa sea un todo, debe constar de principio, medio y fin.
D.: —Así parece.
M.: —Di, pues, ahora en qué número te parecen estar contenidos principio, medio y fin.
D.: —Pienso que quieres te responda el número 3, ya que hay tres elementos en lo que tú preguntas.
M.: —Piensas bien. Porque en el número 3 ves que hay una cierta perfección al ser un todo, ya que tiene principio, medio y fin.
D.: —Claramente lo veo
M.: —Y bien. ¿No hemos aprendido ya en nuestra niñez que todo número es par o impar?
D.: —Tienes razón.
M.: —Por tanto, recuerda y dime qué acostumbramos llamar número par y número impar.
D.: —Todo el que puede dividirse en dos partes iguales, se llama número par, y si no puede, impar.
21. M.: —Retienes lo aprendido. En consecuencia, como el 3 es el primer número enteramente impar y consta, como se ha dicho, de principio, medio y fin, ¿no debe haber también un número par que sea entero y perfecto, para que en él haya asimismo principio, medio y fin.
D.: —Sí, debe haberlo.
M.: —Pero ese número, cualquiera que sea, no puede tener un medio indivisible, como tiene el impar, pues si lo tuviera, no podría dividirse en dos partes iguales, cosa propia del número par, según dijimos. Ahora bien: el 1 es un valor indivisible, el 2 divisible. Y en los números es medio aquella cantidad respecto a la cual los dos valores laterales son iguales entre sí. ¿Hay aquí alguna formulación oscura y que comprendes menos?
D.: —Por el contrario, aun éstas me son evidentes, y ahora que estoy buscando un número par que sea un todo perfecto, el primero que se me ocurre es el 4. Porque, ¿cómo en el número 2 se pueden hallar esos tres elementos que constituyen el número perfecto, es decir, principio, medio y fin?
M.: —Eso mismo precisamente es lo que quería como respuesta tuya, y lo que la razón misma obliga a reconocer. Así, pues, retoma lo que hemos tratado a partir de la unidad en sí y reflexiona. Verás ciertamente que el número 1 no tiene medio ni fin en razón a que él es solamente principio, o bien a que es principio porque carece de medio y de fin.
D.: —Es cosa manifiesta.
M.: —¿Pues qué diremos del número 2? ¿Podemos distinguir en él principio y medio, cuando no puede haber medio sino allí donde hay fin? ¿O principio y fin, cuando a un fin no se puede llegar sino a través de un medio?
D.: —La razón apremia a reconocerlo, y me siento absolutamente inseguro qué debo responder acerca de este número.
M.: —Pues mira no sea que este número pueda ser también principio de otros números. Porque si carece de medio y de fin eso que, como tú has dicho, obliga a reconocer la razón, ¿qué resulta sino que es también principio? ¿O dudas en establecer dos principios?
D.: —Dudo muchísimo.
M.: —Harías bien si se pudiesen constituir dos principios entre sí contrarios. Pero, ahora bien, el segundo tiene su principio en el primero, de suerte que éste no procede de otro, mientras el segundo proviene de él: en efecto, 1 y 1 son dos, y estos dos números son principios, de tal manera que todos los números derivan ciertamente del 1. Pero como se forman por multiplicación y adición, y el origen de la multiplicación y adición se atribuye justamente al número 2, la consecuencia es que el 1 constituye el primer principio del que se derivan todos los números, y el 2 el segundo principio por el que se forman los números todos. A no ser que tengas algo que discutir como objeción a lo expuesto.
D.: —Yo, realmente, nada; pero no pienso en estas cosas sin asombro, por más que, interrogado por ti, las vaya respondiendo por mí mismo.
La perfección del número 4
22. M.: —Con mayor exactitud y complejidad se investigan estas cuestiones en esa disciplina que trata de los números, la Aritmética. Aquí, por nuestra parte, volvámonos al tema comenzado lo antes que podamos. Por ello te pregunto: ¿cuántos son 2 y 1?
D.: —Tres.
M.: —Por consiguiente, estos dos principios de números forman, por su unión, un número total y perfecto.
D.: —Así es.
M.: —¿Y qué dices ahora? Si contamos 1 y después 2, ¿qué número tenemos?
D.: —El mismo número, el 3.
M.: —Por consiguiente, el mismo número, que resulta de 1 y 2, se pone en línea después, de modo que no pueda intercalarse ningún otro.
D.: —Así lo veo.
M.: —Pues, sin embargo, es preciso veas también lo que no puede ocurrir en ninguno de los restantes números: que cuando encuentres dos números cualesquiera unidos por orden de enumeración, les siga a éstos el que se forma de la suma de ambos sin que se intercale otro alguno.
D.: —También lo veo, porque 2 y 3, cuando son números unidos, dan en la suma 5, pero el número 5 no sigue inmediatamente, sino el 4. A su vez 3 y 4 son 7, pero entre el 4 y el 7 está el 5 y el 6 en el orden exigido. Y cuando quisiera continuar en este cálculo, tantos más tendremos intercalados.
M.: — ¡Grande armonía, pues, hay en esos tres números primeros! Pues decimos 1, 2, 3 sin que pueda intercalarse nada. Y 1 y 2 hacen lo mismo: ¡3!
M.: —Y ¿qué más diremos? ¿No piensas digna de atención esta otra cosa: que cuanto más estrecha e íntima es esta armonía, tanto más tiende ella a la unidad, y que de muchos elementos forma una totalidad?
D.: —Y aun de atención grandísima; y no sé por qué hasta admiro y amo esa unidad, que tú haces más estimable.
M.: —Y mucho te lo apruebo; pero realmente cualquier unión y enlace de cosas forma a sazón la máxima unidad cuando el medio está en armonía con los extremos y con los extremos los medios.
D.: —Así realmente debe ser.
23. M.: —Presta, pues, atención, para que veamos esta unidad en la conexión tratada. Porque cuando decimos 1, 2, 3, ¿no es superado el 1 por el 2 tanto como el 2 por el 3?
D.: —Muy gran verdad es ésta.
M.: —Dime ya ahora cuántas veces he mencionado el 1 en esta comparación.
D.: —Una vez.
M.: —¿Cuántas el 3?
D.: —Una.
M.: —¿Y el 2?
D.: —Dos veces.
M.: —Por tanto, una vez, dos veces y una vez, ¿cuántas veces suman?
D.: —-Cuatro.
M.: —Justamente, pues, sigue el número 4 a ese 3, porque esa proporción le atribuye la comparación. Cuál sea el valor de dicha proporción, acostúmbrate ya a descubrirla en el hecho de que aquella unidad que tú amas, como dijiste, puede formarse en los objetos colocados en orden gracias a esa cosa única, cuyo nombre en griego es ἀναλογία y algunos de los nuestros llamaron proporción; y este término usemos, si estás de acuerdo, pues en una conversación en lengua latina no me gustaría, sin necesidad, hacer uso de palabras griegas.
D.: —A mí, en cambio, me gusta. Pero sigue adonde habías apuntado.
M.: —Lo haré. Porque con el mayor cuidado investigaremos en esta ciencia, en su debido lugar, qué es la proporción y hasta dónde se extiende el derecho que ella ejerce en las cosas. Y cuanto más avances en su estudio, tanto mejor conocerás su valor y naturaleza. Pero ya estás viendo realmente, y es suficiente por ahora, que aquellos tres números, cuya armonía admirabas, no se pueden comparar entre sí dentro de un mismo grupo si no es por el número 4. Por tal razón, con todo derecho consiguió, como puedes entender, que se le pusiera inmediatamente tras aquéllos, para unirse así a ellos en la más estrecha armonía. De modo que ya no son solamente 1, 2, 3, sino que 1, 2, 3, 4 es una progresión unida en amistad estrechísima.
D.: —Tienes mi entero asentimiento.
24. M.: —Pero mira atentamente lo restante, no vayas a pensar que el número 4 nada tiene de particular propiedad, de que carezcan todos los demás números, que contribuye eficazmente a esa conexión de la que estoy hablando, de suerte que de 1 a 4 hay un orden determinado y un modo de progresión hermosísimo. Porque antes habíamos convenido en que la más real unidad de muchos elementos se forma cuando con los extremos está en armonía el medio y con el medio los extremos.
D.: —Así es.
M.: —Por consiguiente, cuando ponemos 1, 2 y 3, dime quiénes son los extremos y quién el medio.
D.: —En el 1 y el 3 veo los extremos, en el 2 el medio.
M.: —Responde ahora qué resulta de 1 y 3.
D.: —Cuatro.
M.: —Y bien: el número 2, que está solo en el medio, ¿puede ser comparado con otro número que no sea él mismo? Por lo cual, dime también cuántos son 2 y 2.
D.: —Cuatro.
M.: —Así, pues, el medio está en armonía con los extremos, y con estos extremos el medio. Por tal razón, igual que la nota sobresaliente en el número 3 está en que se coloca después de 1 y 2, porque se compone de 1 y 2, la relevante del 4 reside en que viene después de 1, 2 y 3, porque se compone de 1 y 3, o de dos veces 2. Es ésta la armonía de los extremos con el medio y del medio con los extremos en aquella proporción que en griego se llama ἀναλογία. Dime abiertamente si has entendido.
D.: —Estoy entendiendo bastante.
25. M.: —Intenta, por tanto, en los demás números, si es posible encontrar en ellos lo que dijimos era particular propiedad del número 4.
D.: —Lo haré. En efecto, si ponemos 2, 3, 4, sumados los extremos hacen 6; este mismo es el resultado del medio sumado consigo; y, sin embargo, el número siguiente no es el 6, sino el 5. A su vez, pongo 3, 4 y 5: los extremos suman 8, también el medio multiplicado por 2. Pero entre el 5 y el 8 no veo ya intercalado un número solo, sino dos, a saber: los números 6 y 7. Y por esta razón, a medida que avanzo, estos intervalos se van haciendo más grandes.
M.: —Veo que has entendido y que sabes a la perfección lo dicho. Pero para no detenernos ya, observas ciertamente que del 1 al 4 resulta una progresión justísima, sea por razón del número par e impar, porque el primer número total impar es el 3 y el primer número total par el 4, cuestión que hemos tratado poco antes; sea porque el 1 y el 2 son los principios y como simientes de los números, de los que se forma el 3, de suerte que sean ya tres los números. Cuando éstos se unen en una proporción, se alumbra y nace el número 4, y por esta razón tiene derecho a unirse a ellos, para que, llegando hasta él mismo, resulte aquella equilibrada progresión que estamos investigando.
D.: —Entiendo.
Los cuatro números primeros entre sí forman la decena ordenante
26. M.: —Muy bien. Pero ¿recuerdas al fin qué nos habíamos propuesto indagar? Porque, en mi opinión, era nuestro propósito ver si de alguna manera podíamos hallar -ya que en aquella infinita serie de números hay establecidas cifras determinadas- cuál sería la causa de por qué esa primera cifra determinada está señalada en el número 10, que tiene tantísima importancia entre todos los demás; es decir, por qué avanzando del 1 al 10 al 1 vuelvan otra vez los números.
D.: —Recuerdo claramente que por causa de esta cuestión hemos hecho tan gran rodeo, pero no encuentro qué hayamos logrado en lo que concierne a su solución. Aunque a esta conclusión, al menos, ha llegado todo nuestro razonamiento: la progresión justa y regular de los números no se detiene en el 10, sino en el número 4.
M.: —Pues ¿no ves entonces qué suma resulta de 1 y 2, y de 3 y 4?
D.: —Véola al punto, la veo y me asombro de todo, hasta reconozco que la cuestión surgida queda resuelta, pues 1, 2, 3 y 4 hacen en suma 10.
M.: —Por consiguiente, entre todos los números, es conveniente que esos cuatro primeros, su serie y su conexión sean tenidos en más honor que las demás conexiones, series y números.
Qué movimientos pueden apreciar los sentidos
13 27. Pero tiempo es ya de volver a tratar y discutir aquellos movimientos que con propiedad se atribuyen a esta ciencia (Música), y por los cuales hemos hecho esas consideraciones sobre los números, es decir, sobre una ciencia distinta (Aritmética), en la medida que pareció suficiente a nuestro tema. Así, pues, ya que en gracia de la comprensión establecíamos movimientos en el paso de las horas, movimientos que tenían entre sí una medida numérica, como demostraba nuestro cálculo, ahora te pregunto lo siguiente: si alguien corre durante una hora, y otro seguidamente durante dos, ¿podrías, sin mirar un reloj, o clepsidra, o cualquier otra medida de tiempo, percibir en aquellos dos movimientos que uno es simple y el otro doble? O si no puedes indicar esto, ¿podrías, sin embargo, experimentar encanto en esa armonía y hacerte sensible a cierto placer?
D.: —De ningún modo puedo.
M.: —De otra manera la pregunta: si alguien aplaude rítmicamente, de suerte que el primer sonido tiene un tiempo, el segundo el doble de ese tiempo, lo que llamamos yambos, y los continúa y los enlaza en series, y a su vez otro danza al compás de ese mismo sonido, es decir, moviendo pies y manos en seguimiento de esos tiempos, ¿no advertirías también tú el módulo de los tiempos, o sea, que las medidas van alternando, en los movimientos, el simple con el doble, sea en el aplauso que se oye, sea en la danza que se está contemplando? ¿O sentirías encanto, al menos, en el armonioso ritmo que estás percibiendo, aunque no sepas señalar las cuantidades de esta medida yámbica?
D.: —Así realmente es, como estás diciendo; porque también los que conocen estos ritmos los perciben en el aplauso y en la danza, y con facilidad dicen cuáles son. Y los que no los conocen ni son capaces de indicarlos, no niegan, sin embargo, gozar cierto placer en ellos.
28. M.: —Por consiguiente, como no puede negarse que al raciocinio en sí de esta enseñanza (de la Música) —ya que ella es la ciencia de regular bien el ritmo— pertenecen todos los movimientos que están bien medidos, y muy especialmente los que no se relacionan con un objeto ajeno, sino mantienen en sí mismos el fin de su belleza y de su encanto, estos movimientos, sin embargo, como tú con justeza y verdad has respondido a mi pregunta, si tienen lugar durante un largo espacio de tiempo, y si en su medida misma, que es bella, ocupan una hora o más tiempo todavía, no se pueden acomodar a nuestros sentidos. Por tal razón, si la música que en cierto modo brotó de santuarios secretísimos, ha dejado también ciertas huellas en nuestros sentidos o en los objetos que nosotros sentimos, ¿no es razonable rastrear antes esas mismas huellas, para que sin error alguno nos dejemos conducir más fácilmente, si podemos, hasta el fondo mismo de esos santuarios que yo mencionara?
D.: —Es razonable, en verdad, y con impaciencia te pido que lo hagamos ya, al instante.
M.: —Dejemos, por tanto, a un lado esos alargados espacios de tiempo, que sobrepasan la capacidad de nuestra percepción, y tratemos, cuanto pueda guiarnos la razón, de estos breves espacios de intervalos que en el canto y la danza nos llenan de hechizo. Si es que tú no piensas que es posible indagar de otra manera esas huellas que, como hemos dicho, ha dejado esta ciencia en nuestros sentidos y en los objetos que podemos percibir.
D.: —En modo alguno pienso de otra manera.