DEL LIBRE ALBEDRÍO

Traductor: P. Evaristo Seijas, OSA

LIBRO I

¿Es Dios el autor del mal?

I 1. Evodio: —Dime, por favor, ¿puede ser Dios el autor del mal?

Agustín: —Te lo diré, si antes me dices tú a qué mal te refieres, porque dos son los significados que solemos dar a la palabra mal: uno, cuando decimos que «alguien ha obrado mal»; otro, cuando afirmamos que «alguien ha sufrido algún mal».

Ev: —De uno y otro lo deseo saber.

Ag: —Siendo Dios bueno, como tú sabes o crees, y ciertamente no es lícito creer lo contrario, es claro que no puede obrar mal. Además, si confesamos que Dios es justo —y negarlo sería una blasfemia—, así como premia a los buenos, así también castiga a los malos; y es indudable que las penas con que los aflige son para ellos un mal.

Ahora bien, nadie es castigado injustamente, como nos vemos obligados a confesar, pues creemos en la providencia divina, reguladora de cuanto en el mundo acontece. Síguese, pues, que de ningún modo es Dios autor del primer género de mal, y sí del segundo.

Ev: —¿Y hay otro autor de aquel primer género de mal, del que está averiguado que no es Dios el autor?

Ag: —Sí, ciertamente, ya que no puede ser hecho sino por alguien. Pero si me preguntas quién sea éste en concreto, no te lo puedo decir, por la sencilla razón de que no es uno determinado y único, sino que cada hombre que no obra rectamente es el verdadero y propio autor de sus malos actos. Y si lo dudas, considera lo que antes dijimos, a saber: que la justicia de Dios castiga las malas acciones. Y claro está que serían justamente castigadas si no procedieran de la voluntad.

2. Ev: —Mas no sé yo que peque alguien si no ha aprendido a pecar. Y si esto es verdad, dime, ¿quién es aquel de quien hemos aprendido a pecar?

Ag: —¿Crees tú que el aprendizaje es un bien?

Ev: —¿Quién se atreverá a decir que es un mal?

Ag: —¿Y si no fuera ni un bien ni un mal?

Ev: —A mí me parece que es un bien.

Ag: —Y con mucha razón, puesto que por él se nos comunica la ciencia o se enciende en nosotros el deseo de adquirirla, y nadie adquiere conocimiento alguno sino mediante el aprendizaje. ¿O piensas tú de otro modo?

Ev: —Yo pienso que mediante el aprendizaje no aprendemos sino el bien.

Ag: —Mira, por tanto, no se aprenda también el mal, ya que aprendizaje no procede sino de aprender.

Ev: —¿De dónde procede, pues, que el hombre obre el mal, si no lo ha aprendido?

Ag: —Quizá de que se aparta del aprendizaje y se hace completamente extraño a él. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que el aprendizaje es un bien, y que se deriva de aprender, y que el mal no se puede en modo alguno aprender; porque, si se aprendiera, estaría contenido en el aprendizaje, y entonces no sería éste un bien, como tú mismo acabas de decirme. No se aprende, pues, el mal, y es, por tanto, inútil que preguntes quién es aquel de quien aprendemos a hacer el mal; y si aprendemos el mal, lo aprendemos para evitarlo, no para hacerlo. De donde se infiere que obrar mal no es otra cosa que alejarse del aprendizaje.

3. Ev: —Yo creo ciertamente que hay dos enseñanzas: una por la cual aprendemos a obrar el bien y otra, por la que aprendemos a obrar mal. Lo que ha ocurrido es que, al preguntarme tú si la enseñanza era un bien, el mismo amor del bien cautivó de tal modo mi atención, que, fijándome en aquella que nos enseña a obrar bien, contesté que era un bien; pero ahora me doy cuenta de que hay otro aprendizaje, de la cual afirmo que indudablemente es un mal; y es de éste precisamente de quien deseo saber quién es el autor.

Ag: —Pero al menos admitirás sin distingos que la inteligencia es un bien.

Ev: —Sí, y la considero un bien tan grande, que no sé que en el hombre pueda haber otro mayor, ni diré jamás que inteligencia alguna puede ser mala.

Ag: —Dime entonces, cuando se trata de instruir a alguien, si no entiende lo que se le enseña, ¿podrá parecerte docto?

Ev: —No, de ningún modo.

Ag: —Si, pues, toda inteligencia es buena, y nadie aprende sin entender, síguese que todo aquel que aprende obra bien. Porque todo el que aprende, entiende, y todo el que entiende, obra bien. Por consiguiente, desear saber quién es el origen de nuestro conocimiento, es lo mismo que desear saber quién es el origen de nuestro bien obrar. Desiste, pues, de preguntar por no sé qué mal maestro, porque, si es malo, no es maestro, y si es maestro, no es malo.

Investigación previa: qué debemos creer acerca de Dios

II 4. Ev: —Ea, y puesto que me acosas hasta verme obligado a confesar que no aprendemos el mal, dime: ¿cuál es el origen de nuestras malas acciones?

Ag: —Suscitas precisamente aquella cuestión que tanto me atormentó a mí siendo aún muy joven, y que, después de haberme fatigado inútilmente en resolverla, me empujó hasta caer en la herejía de los maniqueos. Quedé deshecho de esta caída y tan abrumado bajo el peso de un tal acervo de estúpidas fábulas. Y si mi ardiente deseo de encontrar la verdad no me hubiera obtenido el auxilio divino, no habría podido desentenderme de ellos ni aspirar a aquella mi primera libertad de buscarla.

Y porque en orden a mí actuó con tanta eficacia que resolví satisfactoriamente esta cuestión, seguiré contigo el mismo orden que yo seguí y que me puso a salvo. Séanos Dios propicio y nos ayude a entender lo que hemos creído, ya que estamos ciertos de seguir en esto el camino trazado por el profeta, que dice: Si no creéis, no entenderéis1. Y creemos que cuanto existe procede del único Dios y que, no obstante, no es Dios el autor del mal. Turba, sin embargo, nuestro ánimo esta cuestión: Si el pecado procede de las almas que Dios creó, y las almas vienen de Dios, ¿cómo, en una relación tan íntima no referir a Dios el pecado?

5. Ev: —Acabas de formular claramente la duda que cruelmente atormenta mi pensamiento, y que me ha obligado y empeñado en esta discusión.

Ag: —¡Animo! No desmayes y mantente firme en lo que crees, pues no hay creencia alguna más fundamental que ésta, aunque se te oculte el porqué ha de ser así: el concebir a Dios como la cosa más excelente que se puede decir ni pensar, es el verdadero y sólido principio de la religión, y no tiene esta idea óptima de Dios quien no crea que es omnipotente y absolutamente inconmutable, creador de todos los bienes, —a todos los cuales aventaja infinitamente— y gobernador justísimo de todo cuanto creó, y que no recibió ayuda de naturaleza alguna en la creación, como si a sí mismo no se bastara.

De donde se sigue que creó todas las cosas de la nada, mas no de sí mismo. De sí mismo engendró sólo al que es igual a él, y a quien nosotros decimos Hijo único de Dios, y al que, deseando señalar más claramente, llamamos «Virtud de Dios» y «Sabiduría de Dios», por medio de la cual hizo todas las cosas que fueron hechas de la nada. Sentado esto, y contando con el auxilio divino, esforcémonos en llegar por este orden a la inteligencia de la cuestión que propones.

La concupiscencia, el origen del mal

III 6. Ag: —Deseas saber, sin duda, cuál es el origen del mal que hacemos. Pero antes es preciso saber qué se entiende por obrar mal. Dime, ¿cuál es tu parecer sobre este particular? Y si no puedes resumir todo tu pensamiento en pocas palabras, dámelo a entender enumerando al menos particularmente algunas acciones malas.

Ev: —Omitiendo algunas por falta de tiempo y de memoria, ¿quién duda que son obras malas los adulterios, los homicidios, y los sacrilegios?

Ag: —Dime, por tanto, y en primer lugar, por qué te parece a ti que el adulterio es una acción mala. ¿Acaso porque la ley lo prohíbe?

Ev: —Es malo, no ciertamente porque la ley lo prohíba, sino que la ley lo prohíbe porque es malo.

Ag: —Y ¿qué decir si alguien nos apremiara exagerando el placer del adulterio y preguntándonos por qué lo juzgamos un mal, y un mal digno de condenación? ¿Crees tú que habrías respondido satisfactoriamente a los que desean no sólo creer, sino también entender, escudándote ante ellos con la autoridad de la ley? Porque yo creo contigo, y creo indubitablemente, y digo muy alto a todos los pueblos y naciones que deben creer que el adulterio es un mal. Pero ahora tratamos de saber y entender y tener por certísimo lo que hemos recibido por la fe. Así, pues, reflexiona cuanto puedas, y dime luego por qué razón te parece que es un mal el adulterio.

Ev: — Sé con certeza que es un mal esto, que yo no quisiera soportar en mi esposa; y el que hace a otro lo que no quiere que se haga con él, obra ciertamente mal.

Ag: —Y ¿qué dirías de cualquier hombre cuya lujuria llegara a tanto que de buen grado prestara a otro su mujer para que libremente abusara de ella, a condición de tener él, a su vez la misma libertad respecto a la mujer del otro? ¿Te parece que nada malo hay en eso?

Ev: —Al contrario, muchísimo mal.

Ag: —Pues, como ves, éste no peca contra el principio que acabas de citar, puesto que no hace lo que no querría que se hiciera con él. Así que debes buscar otra razón que me convenza de que el adulterio es un mal.

7. Ev: —Me parece un mal, porque con frecuencia he visto que han sido condenados los hombres acusados de este crimen.

Ag: —Y qué, ¿no se ha condenado también con frecuencia a muchos hombres por sus buenas acciones? Recuerda la historia, y no digo la profana, sino la que goza de autoridad divina; verás cuán mal tendríamos que juzgar de los apóstoles y de todos los mártires, si es que hemos de considerar la condenación de unos hombres por otros como una prueba cierta de alguna mala acción de los condenados, siendo así que todos aquéllos fueron hallados dignos de condenación por haber confesado la fe de Jesucristo.

Si es malo todo cuanto los hombres condenan, síguese que en aquel tiempo era un crimen el creer en Jesucristo y confesar esta fe. Si no todo lo que los hombres condenan es malo, preciso es que aduzcas otra razón para probar que el adulterio es un mal.

Ev: —No sé qué responderte.

8. Ag: —Tal vez la malicia del adulterio proceda de la pasión, y así, como ves, te has encontrado con dificultades insuperables al querer dar una razón extrínseca de la malicia de este hecho, que por lo demás te parece evidentemente malo. Y para que entiendas mejor que la malicia del adulterio procede de la libídine, te diré que, si alguien deseara eficazmente abusar de la mujer de su prójimo y de algún modo llegara a saberse su intento, y que lo hubiera llevado a cabo de haber podido, éste no sería ciertamente menos culpable que si realmente hubiera sido sorprendido en flagrante delito, aunque de hecho no hubiera podido realizar sus deseos.

Ev: —Nada más claro, y ya veo que no es necesario un largo discurso para convencerme de lo mismo respecto del homicidio y del sacrilegio, y así de todos los demás pecados, pues es evidente que la libídine es el origen único de toda suerte de pecados.

Objeción: el homicidio cometido por miedo. qué concupiscencia es culpable

IV 9. Ag: —¿Sabes que a esta pasión se la llama también por otro nombre concupiscencia?

Ev: —Lo sé.

Ag: —Y qué te parece, ¿hay entre ella y el miedo alguna diferencia, o no hay ninguna?

Ev: —Al contrario, me parece que distan mucho entre sí estas dos cosas.

Ag: —Pienso que opinas así porque el apetito tiende hacia algo, y el miedo huye de ello.

Ev: —Así es, como tú dices.

Ag: —Ahora bien, si un hombre mata a otro, no por el deseo de conseguir algún bien, sino por el temor de que le suceda algún mal, ¿acaso no sería éste homicida?

Ev: —Lo sería ciertamente, mas no por esta razón dejaría de ser este acto imperado por el apetito, porque el hombre que por temor a otro le mata, es evidente que desea vivir sin temor.

Ag: —¿Y te parece un bien pequeño el vivir sin temor?

Ev: —Al contrario, me parece un bien muy grande; pero en modo alguno puede aquel supuesto homicida obtenerlo a costa de su crimen.

Ag: —No digo yo que así pueda obtenerlo, sino que lo que él desea es vivir sin temor. Sin duda desea un bien el que desea vivir sin temor, y he aquí por qué este deseo no es culpable; de lo contrario teníamos que culpar a todos cuantos desean el bien. Nos vemos, por tanto, obligados a confesar que se dan homicidios en los que no hallamos como factor el deseo de hacer mal, y que es falso aquello de que la pasión constituya el fondo de la malicia de todo pecado; pues de otro modo se daría algún homicidio que pudiera no ser pecado.

Ev: —Si el homicidio consiste en matar a un hombre, puede darse alguna vez sin pecado. A mí no me parece que peque el soldado que mata a su enemigo, ni el juez o su ministro que da muerte al malhechor, ni aquel a quien involuntariamente y por fatalidad se le dispara la flecha.

Ag: —De acuerdo. Pero, de ordinario, a éstos no los llamamos homicidas. Así que dime si el siervo que mata al señor de quien teme graves tormentos, debe ser o no incluido, según tú, en el número de los que matan a un hombre en circunstancias tales que de ningún modo debe dárseles el calificativo de homicidas.

Ev: —Veo que éste dista mucho de aquéllos, pues aquéllos lo hacen o en virtud de las leyes o contra la ley; en cambio, no hay ley alguna que justifique el homicidio de éste.

10. Ag: —Otra vez me remites a la autoridad como a razón última. Pero conviene tengas presente que lo que ahora nos preocupa es entender lo que creemos, Y puesto que damos crédito a las leyes, es preciso intentar ver, en la medida de lo posible, si las leyes que castigan este hecho, lo hacen o no con justicia.

Ev: —La ley no castiga injustamente cuando castiga al que a ciencia y conciencia mata a su señor, lo que no hace ninguno de los antes citados.

Ag: —¡Qué!, ¿acaso no te acuerdas de lo que poco ha dijiste: que en todo acto malo dominaba la pasión y que precisamente por eso era malo?

Ev: —Me acuerdo perfectamente.

Ag: —¿Y no acabas de conceder también que no es un deseo malo el deseo del que anhela vivir sin miedo?

Ev: —También lo recuerdo.

Ag: —Según eso, cuando el siervo mata a su señor por ese deseo, no lo mata por un deseo culpable. Por consiguiente, no hemos dado aún con el porqué de la malicia de este homicidio. Convenimos ambos en que toda acción mala no es mala por otra causa sino porque se realiza bajo el influjo de la pasión, o sea, de un deseo reprobable.

Ev: —Ya me parece ver que injustamente se condena a este siervo, lo que, a la verdad, no me atrevería a decir si tuviera alguna otra razón que dar.

Ag: —¿Es posible que así te hayas convencido de que deba declararse impune un crimen tan grande antes de ver despacio si aquel siervo no deseaba verse libre del miedo a su señor con el fin de saciar sus desordenados apetitos? Porque el deseo de vivir sin miedo no sólo es propio de los buenos, sino también de los malos, pero con esta diferencia: que los buenos lo desean renunciando al amor de aquellas cosas que no se pueden poseer sin peligro de perderlas, mientras que los malos, a fin de gozar plena y seguramente de ellas, se esfuerzan en remover los obstáculos, y por eso llevan una vida malvada y criminal, que, más bien que vida, debería llamarse muerte.

Ev: —Confieso mi error, y me alegro muchísimo de haber visto al fin claramente qué es aquel deseo culpable que llamamos pasión (libido). Ahora veo con evidencia que consiste en el amor de aquellas cosas que podemos perder contra nuestra propia voluntad.

Segunda objeción: la muerte del injusto agresor

V 11. Ev: —Veamos, pues, ahora, si te parece, si la pasión impera también en los sacrilegios, que vemos se cometen en gran número por las personas supersticiosas.

Ag: —Mira no sea prematuro plantear esta cuestión: creo que debemos discutir antes si en defensa de la propia vida, de la libertad o de la pureza se puede matar sin concupiscencia alguna al enemigo que se lanza sobre nosotros o al sicario que nos pone emboscadas.

Ev: —¿Cómo puedes pensar que se hallan exentos de pasión quienes luchan por estas cosas que pueden perder contra su voluntad? Y si no pueden perderlas, ¿qué necesidad hay de llegar por ellas hasta la muerte de un hombre?

Ag: —Luego no es justa la ley que permite al viajero dar muerte al ladrón antes de que éste le mate a él; o a un hombre o mujer matar, si puede, al agresor que los ataca violentamente, antes que se consume la deshonra. Igualmente, la ley manda al soldado que mate a su enemigo, y si no lo hace, es castigado por sus jefes. ¿Acaso nos atreveremos a decir que estas leyes son injustas, o más bien que son nulas? Pues a mí me parece que no es la ley la que es injusta.

12. Ev: —Creo que se halla suficientemente a cubierto de tal acusación la ley que, en la nación para la que se da, permite males menores a fin de evitar otros mayores. Mucho menor mal es, evidentemente, matar al que pone asechanzas a la vida ajena que al que defiende la propia. Y mucho más criminal es el estupro padecido por un hombre contra su voluntad que el que éste mate a quien violentamente pretende semejante agravio.

Por lo que hace al soldado, al matar a su enemigo, no es más que un mero ejecutor de la ley, por lo que le es fácil cumplir su oficio sin pasión alguna. Aún más, a la ley, que ha sido dada para defensa del pueblo, no se la puede argüir de apasionada; porque si el que la dio lo hizo por orden de Dios, de acuerdo con los principios de la eterna justicia, pudo hacerlo absolutamente libre de toda pasión; y si lo hizo movido por alguna pasión, no se sigue que haya que obrar con pasión al obedecer a la ley, ya que un legislador malo puede dar leyes buenas. Si un tirano de usurpación, por ejemplo, recibe de un interesado ciudadano una suma de dinero para que decrete que a nadie le sea lícito raptar a una mujer, ni aun para casarse con ella, no será mala esta ley por el hecho de haber sido dada por aquel injusto y corrompido tirano. Se puede, por consiguiente, cumplir sin pasión la ley que manda repeler la fuerza con la misma fuerza, para seguridad de los ciudadanos. Y dígase lo mismo de todos los ministros subalternos que jurídica y jerárquicamente están sujetos a cualesquiera potestades.

Pero en cuanto a los demás, aun siendo justa la ley, no veo cómo puedan ellos justificarse; porque la ley no los obliga a matar, sino que los deja en libertad de hacerlo o no hacerlo. En su mano está, por consiguiente, no matar a nadie por defender aquellas cosas que pueden perder en contra de su voluntad, y que por esto mismo no deben amarlas. Por lo que hace a la vida, alguno dudará de si se le puede quitar o no la vida al alma de algún modo al dar muerte al cuerpo; en caso afirmativo debe menospreciársela; y si no se puede, no hay por qué temer.

En cuanto a la pureza, ¿quién duda que radica en el alma misma, puesto que es una virtud? Consecuencia: no se nos puede arrebatar por la violencia de un malvado. Luego no está en nuestra mano poder retener todo lo que nos puede arrebatar el injusto agresor a quien damos muerte. Así que no entiendo en qué sentido podemos llamarlo nuestro. Por esta razón no es que condene yo las leyes que permiten matar tales agresores; pero no encuentro cómo disculpar a los que de hecho los matan.

13. Ag: —Mucho menos puedo yo comprender por qué has de intentar justificar a quienes no están sujetos a ley alguna.

Ev: —Ninguna quizá, pero de aquellas que nos son conocidas externamente y promulgadas por los hombres; porque no sé yo que no estén sujetos a alguna otra ley mucho más obligatoria y secreta, puesto que no hay cosa que no gobierne la divina providencia. ¿Cómo pueden hallarse limpios de pecado ante esta ley quienes, por defender las cosas que conviene despreciar han manchado sus manos con la sangre de un hombre?

Paréceme, según esto, que la ley, dada para el buen gobierno de un pueblo, autoriza legítimamente estos actos que, no obstante, castiga la providencia divina. Porque, sin duda, la ley humana se propone castigar no más que en la medida de lo preciso para mantener la paz entre los hombres sin experiencia, y sólo en aquellas cosas que están al alcance del legislador. Mas en cuanto a otras culpas, es indudable que tienen otras penas, de las que únicamente puede absolver la sabiduría divina.

Ag: —Alabo y apruebo esta tu distinción, que, aunque sólo incoada e imperfecta, es confiada y alcanza sublimes alturas. Te parece bien que la ley humana, que tiene sólo por fin el gobierno de los pueblos, permite v deja impunes muchos actos que castiga la providencia divina; y con razón. Porque si esta ley no lo alcanza todo, no por eso debe reprobarse lo que ordena.

La ley eterna, moderadora de la vida humana

VI 14. Examinemos ahora cuidadosamente, si te place, hasta qué punto deba castigar las malas acciones esta ley por la que se gobiernan los pueblos en la presente vida; y luego qué es lo que queda para ser castigado inexorable y secretamente por la divina providencia.

Ev: —Es lo que deseo, si al menos es posible llegar a los límites de cuestión tan importante, ya que yo considero esto ilimitado.

Ag: —Antes bien, presta atención y entra por los caminos de la razón confiado en el auxilio de Dios. En efecto, no hay nada tan arduo y difícil que con su ayuda no se haga totalmente llano y fácil. Así que, pendientes siempre de él e implorando su auxilio, investiguemos lo que nos hemos propuesto. Y antes de nada, dime si esta ley que se promulga por escrito es útil a todos los que viven la vida temporal.

Ev: —Es claro que sí; porque de estos hombres precisamente se componen los pueblos y las naciones.

Ag: —¿Y qué te parece? Estos mismos hombres y pueblos, ¿pertenecen a aquellas cosas que no pueden ni perecer, ni cambiarse y que son, por tanto, eternas; o, por el contrario, son mudables y están sujetas al tiempo?

Ev: —¿Quién puede dudar de que el hombre es evidentemente mudable y que está sujeto al tiempo?

Ag: —Ahora bien, si se diera pueblo tan morigerado y grave, y custodio tan fiel del bien común, que cada ciudadano tuviera en más la utilidad pública que la privada, ¿no sería justa una ley por la que se le permitiera a este pueblo elegir magistrados que administraran la hacienda pública del mismo?

Ev: —Sería muy justa.

Ag: —Pero, si este mismo pueblo llegara poco a poco a depravarse de manera que prefiriese el bien privado al público y vendiera su voto al mejor postor, y, sobornado por los que ambicionan el poder, entregara el gobierno de sí mismo a hombres viciosos y criminales, ¿acaso no obraría igualmente bien el varón que, conservándose incontaminado en medio de la general corrupción y gozando a la vez de gran poder, privase a este pueblo de la facultad de conferir honores, para depositarla en manos de unos pocos buenos, incluso de uno solo?

Ev: —Sí, obraría igualmente bien.

Ag: —Pero siendo, al parecer, estar dos leyes tan contrarias entre sí, que una de ellas otorga al pueblo el poder de elegir magistrados, y la otra se lo quita, y habiendo sido dada la segunda en condiciones tales que no pueden existir ambas en un mismo pueblo, ¿podemos decir que una de las dos es injusta y que no debía haberse dado?

Ev: —De ningún modo.

Ag: —Llamemos, pues, si te parece, ley temporal a la que, aun siendo justa, puede, no obstante, modificarse justamente según lo exijan las circunstancias de los tiempos.

Ev: —Llamémosla así.

15. Ag: —Y aquella ley de la cual decimos que es la razón suprema de todo, a la cual se debe obedecer siempre, y que castiga a los malos con una vida infeliz y miserable, y premia a los buenos con una vida bienaventurada; y en virtud de la cual justamente se da aquella que hemos llamado ley temporal, y justamente también se la cambia, ¿dudará de que es inmutable y eterna cualquiera persona inteligente? ¿O puede ser alguna vez injusto el hecho de ser desventurados los malos y bienaventurados los buenos; o que al pueblo ordenado y sensato se le faculte para elegir sus magistrados y, por el contrario, se prive de este derecho al disoluto y malvado?

Ev: —Veo que ésta es la ley eterna e inmutable.

Ag: —También te darás cuenta, creo, de que nada hay justo y legítimo que no lo hayan deducido los hombres de esta ley eterna; porque si el pueblo al que aludimos en un tiempo gozó justamente del derecho de elegir a sus magistrados, y en otro distinto se vio justamente privado de este derecho, la justicia de esta vicisitud temporal arranca de la ley eterna, según la cual siempre es justo que el pueblo juicioso elija a sus magistrados y que se vea privado de esta facultad el que no lo es, ¿no te parece?

Ev: —Conforme.

Ag: —Según esto, para dar verbalmente, y en cuanto me es posible, una noción breve de la ley eterna, que llevamos impresa en nuestra alma, diré que es aquélla en virtud de la cual es justo que todas las cosas estén perfectamente ordenadas. Si tu opinión es distinta de ésta, exponía.

Ev: —No tengo nada que oponerte; es verdad lo que dices.

Ag: —Y siendo ésta la ley única, de la cual se originan, diversificándose, todas aquellas temporales para el gobierno de los hombres, ¿puede ella acaso por esto variar de algún modo?

Ev: —Entiendo que en absoluto, ya que ninguna fuerza, ningún acontecimiento, ningún fallo de cosa alguna llegará nunca a convertir en injusto el que todas las cosas estén perfectamente ordenadas.

Ordenación del hombre a un fin, según la ley eterna.
¿Qué vale más: la vida o la sabiduría?

VII 16. Ag: —Continuemos y veamos ahora cómo el hombre está perfectamente ordenado en relación consigo mismo; pues ya vemos que un pueblo consta de hombres unidos entre sí por el vínculo de una sola ley, que es, según dijimos, la ley temporal. Pero dime si tienes alguna duda de que vives.

Ev: —¿Qué cosa podría yo asegurar con más certeza que esto?

Ag: —¿Y alcanzas tú a distinguir que una cosa es vivir y otra muy distinta saber que vivimos?

Ev: —Conozco ciertamente que nadie sabe que vive, sino el que realmente vive; pero ignoro si todo ser viviente se da cuenta de que vive.

Ag: —Cuánto quisiera yo que, así como crees, así también supieras que las bestias carecen de razón; pasaríamos entonces rápidamente por esta cuestión; mas al decir que no lo sabes, tendremos que detenernos mucho en ella. La cuestión, en efecto, no es de tan poca monta que pasándola por alto, podamos continuar la empresa que traemos entre manos con la fuerza lógica que veo es necesaria.

Así que dime: al ver a las bestias tan frecuentemente como las vemos domadas por el hombre, es decir, sujetas a él no sólo en cuanto al cuerpo, sino también en cuanto al alma, y tan sujetas que, plegándose completamente a su dominio, le obedecen como por una especie de instinto y de hábito, ¿no te parece posible que alguna bestia extraordinaria por su fiereza o corpulencia (o por instinto de crueldad), intente subyugar a su vez al hombre, ya que hay tantas que por su fuerza o por astucia pueden dar muerte al cuerpo humano?

Ev: —Estoy segurísimo de que este caso no puede darse nunca.

Ag: —Muy bien; pero siendo evidente que muchos animales aventajan al hombre en fuerzas y demás habilidades corporales, dime: ¿en qué aventaja al bruto de manera que ninguno de éstos puede dominar al hombre y, sin embargo, el hombre puede dominar a muchos de aquéllos? ¿Será lo que solemos llamar razón o inteligencia?

Ev: —Puesto que al alma pertenece aquello por lo que somos superiores a las bestias, no veo que pueda ser otra cosa; pero también, si fueran inanimados, diría que los aventajamos en que nosotros tenemos alma y ellos no. Ahora bien, siendo ellos animados como nosotros, y siendo, por otra parte, evidente que no puede menos de ser algo, y algo muy importante, aquella realidad, cuya ausencia en su alma es causa de que estén sometidos a nosotros y cuya presencia en la nuestra constituye el por qué de nuestra superioridad sobre ellos, ¿qué nombre le daré que mejor le cuadre que el de razón?

Ag: —Mira cuan fácil es, con la ayuda de Dios, lo que los hombres tienen por muy difícil. Te lo confieso: creí que esta cuestión, que considero ya resuelta, nos iba a llevar tanto tiempo como quizá todo el tratado desde el principio de nuestra discusión. Así, pues, ten esta verdad muy en cuenta para continuar ahora lógicamente nuestro discurso. Creo que ya no ignoras que lo que llamamos saberno es otra cosa que percibir por la razón.

Ev: —Así es.

Ag: —Por tanto, el que sabe que vive, no carece de razón.

Ev: —Es una conclusión muy natural.

Ag: —Pero también las bestias, como ya hemos visto claramente, carecen de razón.

Ev: —Es claro que sí.

Ag: —Ya conoces, pues, lo que habías dicho que ignorabas: que no todo viviente sabe que vive, aunque todo el que sabe que vive, necesariamente vive.

17. Ev: —Ya no me cabe duda. Continúa lo que habías comenzado: ya he visto con claridad que una cosa es vivir y otra muy distinta saber que se vive.

Ag: —¿Y cuál de estas cosas te parece más digna?

Ev: —¿Cuál te parece a ti, sino la ciencia de la vida?

Ag: —Dices que te parece que es mejor la ciencia de la vida que la misma vida; ¿o tal vez quieres decir que la vida más elevada y pura consiste en la ciencia, que sólo pueden alcanzar los dotados de inteligencia? ¿Y qué es entender, sino vivir, por la luz misma de la mente, una vida más noble y perfecta? Por lo que, si no me engaño, no has preferido a la vida ninguna otra cosa distinta de la misma vida, sino una vida mejor a cualquier vida.

Ev: —Muy bien has entendido y explicado mi pensamiento, si es que la ciencia no puede ser mala alguna vez.

Ag: —Eso creo yo firmemente; a no ser que, tomando una palabra por otra, confundamos la ciencia con la experiencia. El experimentar no siempre es un bien, como, por ejemplo, experimentar suplicios. Pero la que propia y verdaderamente llamamos ciencia, porque se adquiere por la razón y la inteligencia, ¿cómo puede ser mala?

Ev: —Veo también esta diferencia; sigue adelante.

La razón debe prevalecer en el hombre

VIII 18. Ag: —He aquí lo que quiero explicar: Cuando lo que hace al hombre superior a las bestias, llámese mente o espíritu, o con más razón, ambas cosas —ya que una y otra encontramos también indistintamente en los libros divinos— domina en él e impera a todos los demás elementos de que consta el hombre, es entonces cuando éste se halla perfectamente ordenado.

Es indudable, en efecto, que tenemos mucho en común, no sólo con los brutos, sino también con las plantas y semillas. Y así vemos que también las plantas, que se hallan en la escala ínfima de los vivientes, se alimentan, crecen, se robustecen y se multiplican, v que las bestias ven y oyen, y sienten la presencia de los objetos corporales por el olfato, por el gusto. y por el tacto; y vemos —y lo tenemos que confesar— que la mayor parte de ellas tienen los sentidos mucho más despiertos y agudos que nosotros.

Añade a esto la fuerza y robustez, la solidez de sus miembros y la celeridad y agilidad de los movimientos de su cuerpo, en todo lo cual superamos a algunos, igualamos a otros y somos inferiores a no pocos. Tenemos, además, de común con las bestias el género a que pertenecemos. Pero, al fin y al cabo, toda la actividad de la vida animal se reduce a procurarse los placeres del cuerpo y evitar las molestias.

Hay algunas otras acciones que ya no parece que sean propias de los animales, pero que tampoco son en el hombre el exponente de su mayor perfección, v.gr., el bromear y el reír, actos propios del hombre, sí, pero que, a juicio de cualquiera que tenga un concepto cabal de la naturaleza humana, son una de sus más ínfimas perfecciones.

Observamos también en el hombre amor a la alabanza y a la gloria v el deseo de dominar, tendencias que, si bien no son propias de los brutos, no debemos, sin embargo, pensar que sean ellas lo que nos hace superiores a las bestias. En efecto, cuando la apetencia de éstas no se halla subordinada a la razón, nos hace desgraciados, y claro está que a nadie se le ha ocurrido nunca el hacer título de su miseria para preferirse a los demás.

Por consiguiente, cuando la razón domina todas estas concupiscencias del alma, entonces se dice que el hombre está perfectamente ordenado. Porque es claro que no hay buen orden, ni siquiera puede decirse que haya orden, allí donde lo más digno se halla subordinado a lo menos digno, si es que a ti no te parece otra cosa.

Ev: —Es evidente que no.

Ag: —Por lo tanto, cuando la razón, mente o espíritu gobierna los movimientos irracionales del alma, entonces, y sólo entonces, es cuando se puede decir que domina en el hombre lo que debe dominar, y domina en virtud de aquella ley que dijimos que era la ley eterna.

Ev: —Te comprendo y sigo tu razonamiento.

El necio y el sabio se distinguen por el vasallaje o señorío de la mente

IX 19. Ag: —Cuando, pues, el hombre se halla así dispuesto y ordenado, ¿no te parece que es entonces sabio?

Ev: —No sé qué otro hombre pueda parecerme sabio, si éste no me lo parece.

Ag: —Creo que sabes también que existen muchos hombres necios.

Ev: —También esto es mucha verdad.

Ag: —Pues bien, si el necio es contrario al sabio, como ya hemos descubierto al sabio, debes entender también quién es el necio.

Ev: —¿Y quién no ve que es aquel en quien la mente no tiene el mando supremo?

Ag: —Y al toparnos con un hombre así, ¿Qué se puede decir: que no tiene mente o que, aunque la tenga, carece ésta de aquel control?

Ev: —Más bien esto último que acabas de decir.

Ag: —Quisiera oír de ti en qué te fundas para decir que tiene mente el hombre en el que ésta no ejerce el principado.

Ev: —Ojalá quisieras tomar a tu cargo estos razonamientos, pues a mí no me es fácil defender lo que pretendes.

Ag: —Al menos te será fácil recordar lo que poco ha dijimos: cómo los animales domesticados y amansados por el hombre le sirven, y también —así lo demostró la razón— que había de soportar inconvenientes de ellos, si no les fuera superior en algo. Pero este algo no lo encontrábamos en el cuerpo; y como era evidente que debía hallarse en el alma, juzgamos que no podríamos darle un nombre más adecuado que el de razón. Recordamos en seguida que se llama también mente y espíritu. Aunque, si bien es verdad que una cosa es la razón y otra la mente, consta, sin embargo, con certeza que la mente es la única que puede usar de la razón. De donde se sigue que al que tiene razón no puede faltarle la mente.

Ev: —Recuerdo y comprendo perfectamente todo esto.

Ag: —¿Y crees tú que los domadores de animales no pueden ser sino hombres sabios? Porque yo llamo sabios a quienes la verdad manda llamar sabios, esto es, a los que mediante el reinado del espíritu han conquistado la paz subyugando todas sus pasiones.

Ev: —Es ridículo considerar como sabios a los que vulgarmente llamamos domadores, pastores, boyeros o aurigas, por el hecho de que se les sujeten los animales domados y logren domar con su habilidad a los indómitos.

Ag: —Aquí tienes una prueba bien clara de que existe mente en el hombre, aunque no tenga aquel mando. En éstos existe ciertamente, pues llevan a cabo tales cosas que no podrían realizarse si no la tuvieran; y sin, embargo, no ejerce ese principado, pues son insensatos, y es bien conocido que el reinado de la mente no es propio sino de los sabios.

Ev: —Parece mentira que, habiendo tratado ya esto mismo poco antes, no se me ocurriera nada que responder.

Nada puede someter la razón a la pasión

X 20. Ev: —Pero continuemos con otras cuestiones. Ya ha quedado averiguado que la sabiduría humana consiste en el señorío de la mente, aunque puede ocurrir que no lo ejercite.

Ag: —¿Crees tú que sea la pasión más poderosa que la mente, a la que sabemos que por ley eterna le ha sido dado el dominio sobre todas las pasiones? Por lo que a mí toca, de ningún modo lo creo, porque no sería un orden cabal que una facultad de menos capacidad dominara sobre otra de capacidad superior. Juzgo necesario que la mente sea más poderosa que el apetito desordenado, y esto por el hecho mismo de que lo domina con razón y justicia.

Ev: —También yo soy del mismo parecer.

Ag: —¿Y podremos dudar en preferir toda virtud a todo vicio, de suerte que la virtud, cuanto mejor y más sublime, tanto sea más firme e invencible?

Ev: —¿Quién puede dudarlo?

Ag: —Ningún espíritu vicioso puede, por consiguiente, dominar a otro virtuoso.

Ev: —Ciertísimo.

Ag: —Tampoco osarás negar, según creo, que cualquier espíritu es mejor y más poderoso que cualquier cuerpo.

Ev: —No negará esto nadie que entienda lo cual es fácil, que la sustancia viviente es preferible a la no viviente y que la que da la vida es preferible a aquella que la recibe.

Ag: —Mucho menos, por consiguiente, vencerá un cuerpo, cualquiera que sea, a un espíritu virtuoso.

Ev: —Es bien evidente.

Ag: —¿Y podrá un alma justa y una mente que sea custodio fiel de sus derechos y de su señorío, derribar de su estado virtuoso y someter a los bajos instintos a otra mente que reina asimismo en el hombre con igual justicia y fortaleza?

Ev: —De ningún modo; no ya sólo por la igual excelencia de ambas, sino porque se apartaría de su primera justicia y se convertiría en una mente viciosa la que pretendiera arrastrar al vicio a otra, y que, por lo mismo, se convertiría en inferior a ella.

21. Ag: —Entiendes perfectamente esto, por lo cual, no resta sino que me digas, si puedes: ¿te parece que hay cosa alguna superior a la mente racional v sabia?

Ev: —Creo que ninguna, excepto Dios.

Ag: —Este es también mi pensamiento; pero es una cuestión difícil y no ha llegado aún el momento oportuno de tratarla hasta comprenderla. Es cierto que es una de las verdades que creemos con fe firme, continuemos, pues, desarrollando diligente y cautamente, hasta darle cima, la cuestión que ahora nos ocupa.

Justo castigo de la mente que se entrega a las bajas pasiones

XI. Al presente, sí podemos afirmar que no puede ser injusta aquella naturaleza, sea cual fuere, que justamente es superior a la mente virtuosa. Por tanto, ni ésta, por muy poderosa que sea, obligará a la mente a servir a la pasión.

Ev: —No hay nadie en absoluto que no confiese esto sin vacilación alguna.

Ag: —Resta, pues, concluir: si todo cuanto es igual o superior a la mente, con su natural señorío y siendo virtuosa, no la puede hacer esclava de las pasiones, porque su misma justicia se lo impide; y todo lo que le es inferior tampoco puede conseguirlo, por su misma inferioridad, como lo demuestra lo que antes dejamos firmemente sentado, se sigue que ninguna otra cosa hace a la mente cómplice de las pasiones sino la propia voluntad y libre albedrío.

Ev: —Veo con claridad la lógica de esta conclusión.

22. Ag: —Igualmente lógico te parecerá que sufra justamente las penas por un pecado tan grande.

Ev: —No puedo negarlo.

Ag: —Pues bien, ¿debe acaso considerarse pequeño castigo el que los bajos instintos dominen a la mente, y el que después de haberla despojado del caudal de su virtud, como a miserable e indigente, la arrastren de acá para allá, ya aprobando y defendiendo lo falso por verdadero;ya desaprobando poco después lo que antes había aprobado, precipitándose, no obstante, en nuevos errores; ya suspendiendo su juicio, dudando las más de las veces de razonamientos clarísimos; ya desesperando en absoluto de encontrar la verdad, sumiéndola por completo en las tinieblas de la estulticia; o bien tomando con empeño el abrirse paso hacia la luz, para caer de nuevo extenuada por la fatiga?

Teniendo además en cuenta que las pasiones ejercen sobre ella su cruel y tiránico dominio, y que a través de mil encontradas tempestades perturban profundamente el ánimo y vida del hombre, de una parte con un gran temor, y de otra con el deseo; de una con una angustia mortal, y de otra con una vana y falsa alegría; de una con el tormento de lo perdido sumamente amado, y de otra con un ardiente deseo de poseer lo que no tiene; de una con un sumo dolor por la injuria recibida, y de otra con un insaciable deseo de venganza. Adondequiera que este hombre se vuelva, la avaricia lo acosa, la lujuria lo consume, la ambición lo cautiva, la soberbia lo hincha, la envidia lo atormenta, la desidia lo anula, la obstinación lo aguijonea, la humillación lo aflige, y es, finalmente, el blanco de otros innumerables males que lleva consigo el imperio de la pasión. ¿Podemos, digo, tener en nada este castigo, al que, como ves, se hallan necesariamente sometidos todos los que no poseen la verdadera sabiduría?

23. Ev: —Sí, comprendo que es éste un muy grande, a la vez que muy justo castigo para los que, colocados ya en el trono de la sabiduría, han optado por descender de él para hacerse esclavos del vicio; pero me parece imposible que pueda haber alguien que haya querido o quiera obrar así. Y creo firmemente que, no obstante haber creado Dios al hombre tan perfecto como lo creó y haberle colocado en un estado de vida feliz, él por su propia voluntad se precipitó de aquí a las miserias de esta vida mortal. Pero, aún no lo he podido comprender. Así que, si piensas diferir el examen serio de esta cuestión, lo harás muy a pesar mío.

los esclavos de las pasiones reciben justo castigo en esta vida mortal,
aunque nunca hayan sido sabios

XII 24. Pero lo que no te concederé en manera alguna es que la difieras y continúes sin que antes me expliques, si puedes, lo que más a mí me intriga: por qué padecemos penas tan acerbísimas nosotros, que somos insensatos, es verdad, pero que tampoco fuimos nunca sabios. No podemos decir que las padecemos por haber abandonado el reino de la virtud y haber elegido servir a los instintos.

Ag: —Esto dices corno si tuvieras por muy averiguado que nunca hemos sido sabios, teniendo en cuenta únicamente el tiempo que ha vivimos en esta vida. Pero, como sabes, la sabiduría tiene su asiento en el alma, y precisamente es hoy una cuestión batallona, un gran misterio, que trataremos en su propio lugar, si el alma ha vivido o no otra vida antes de su unión con el cuerpo, y, por tanto, si en algún tiempo ha vivido sabiamente. Sin embargo, esto no nos impide que tratemos de esclarecer en lo posible el problema que ahora traemos entre manos.

25. Así que dime: ¿tenemos nosotros alguna voluntad?

Ev: —No lo sé.

Ag: —¿Quieres saberlo?

Ev: —Tampoco sé esto.

Ag: —Pues no vuelvas a preguntarme nada.

Ev: —¿Por qué?

Ag: —Primeramente porque no debo contestarte a lo que me preguntas, si tú no quieres saber lo que preguntas. En segundo lugar, si no quieres llegar a la sabiduría, no hay para qué tratar contigo de estas cosas. Y, finalmente, no podrás ser amigo mío si no quieres mi felicidad. En cuanto a ti, tú verás si no tienes voluntad ninguna de ser dichoso.

Ev: —Confieso algo innegable: todos tenemos esta voluntad. Continúa y veamos qué conclusión pretendes sacar de aquí.

Ag: —Continuaré; pero antes dime también si sabes que tienes buena voluntad.

Ev: —¿Qué es la buena voluntad?

Ag: —Es la voluntad por la que deseamos vivir recta y honestamente y llegar a la suma sabiduría. Considera ahora si no deseas una vida recta y honesta, o si no tienes vehementes deseos de ser sabio, o si te atreves a negar que tenemos buena voluntad cuando queremos estas cosas.

Ev: —Nada de esto niego, y reconozco, por tanto, que tengo no sólo voluntad, sino buena voluntad.

Ag: —Dime, ¿en cuánto aprecias esta voluntad? ¿Te parece por ventura que puedan compararse con ella en algo las riquezas, los honores, los placeres del cuerpo o todas estas cosas juntas?

Ev: —Líbreme Dios de semejante demencia.

Ag: —¿No hemos, pues, de alegrarnos sobremanera de tener en el alma un algo, esta misma buena voluntad, en cuya comparación han de tenerse por abyectísimas las cosas antes citadas, y por cuya consecución vemos que no rehúsan trabajo ni peligro alguno la mayor parte de los hombres?

Ev: —Debemos alegrarnos, y mucho.

Ag: —Y ¿qué dices de aquellos que no tienen este gozo? ¿te parece que padecen pequeño daño, hallándose privados de bien tan grande?

Ev: —Al contrario, grandísimo.

26. Ag: —Ya ves, por tanto, según creo, que de nuestra voluntad depende el que gocemos o carezcamos de un bien tan grande y tan verdadero. Porque ¿qué es lo que está en nuestra voluntad tanto como la misma voluntad? El que tiene esta buena voluntad tiene ciertamente un bien, que debe preferir con mucho a todos los reinos terrenos y a todos los placeres del cuerpo. Mas el que no la tiene, carece, sin duda, de lo que es superior a todos los bienes, que no está en nuestra mano poseer, y que únicamente podría darle la voluntad por sí misma.

Ahora bien, al hombre que se tiene a sí mismo por el más miserable, si ha llegado a perder un glorioso renombre, grandes riquezas y todos los bienes del cuerpo, ¿no lo tendrías tú también por muy miserable, aunque abundase en todas estas cosas, por el hecho de hallarse unido a lo que facilísimamente puede perder, y que no está en su mano tenerlo cuando quisiere, careciendo, por otra parte, de buena voluntad, la cual no admite comparación con los bienes antes dichos, y que, no obstante ser un bien tan grande, basta quererlo para tenerlo?

Ev: —Es esto una gran verdad.

Ag: —Con razón, pues, y con justicia padecen semejante miseria los hombres necios, aunque nunca hayan sido sabios. Cuestión llena de dudas y de misterios.

Ev: —Así es.

La propia voluntad, factor decisivo para la felicidad o la desgracia del hombre

XIII 27. Ag: —Considera ahora a ver si no te parece que la prudencia es el conocimiento de las cosas que debemos apetecer y de las que debemos evitar.

Ev: —Eso me parece.

Ag: —Y la fortaleza, ¿no es acaso aquel sentimiento del alma por el que despreciamos todas las incomodidades y la pérdida de las cosas cuya posesión no depende de nuestra voluntad?

Ev: —Tal creo.

Ag: —Ahora bien, la templanza es la virtud que modera y aparta el apetito de las cosas que se apetecen desordenadamente; ¿piensas tú otra cosa?

Ev: —Estoy de acuerdo contigo.

Ag: —¿Qué hemos de decir, finalmente, de la justicia, sino que es la virtud que manda dar a cada uno lo suyo?

Ev: —Este es el concepto que tengo yo de la justicia.

Ag: —Y si uno, con buena voluntad —ya hemos hablado largo y tendido de su excelencia—, se abraza a la justicia únicamente con amor, sabiendo que nada hay mejor que ella, y en ella se recrea, y en ella encuentra, en fin, su bienestar y su alegría, abismado en su consideración y en la ponderación de su excelencia y de que no le puede ser arrebatada contra su voluntad, ¿podremos dudar de que sea enemigo declarado de cuanto se oponga a este bien único?

Ev: —Es de todo punto necesario que sea un enemigo declarado.

Ag: —¿Podemos considerar falto de prudencia a tal hombre, que estima este bien como superior a todos y rechazable cuanto a él se oponga?

Ev: —No creo en absoluto que pueda obrar así quien no sea prudente.

Ag: —Perfectamente. Mas, ¿por qué no hemos de concederle también la fortaleza? La razón es porque no puede este hombre amar ni tener en mucho ninguna de las cosas cuya posesión no depende de nuestra voluntad: no pueden ser amadas sino por una voluntad mala, y a ésta es preciso que él resista, como al enemigo de su bien más querido; y porque no las ama cuando las tiene, no las llora cuando las pierde; antes bien las desprecia. Esto, según antes dijimos y convinimos, es propio de la fortaleza.

Ev: —Concedámosle también sin dificultad la virtud de la fortaleza, pues no sé yo a quién pueda llamársele fuerte con más verdad que a quien con ánimo igual y sereno soporta la carencia de las cosas que no está en nuestra mano ni conseguir ni retener, cosa que, evidentemente, tiene que hacer este hombre.

Ag: —Veamos ahora si puede serle ajena la templanza, siendo ésta la virtud que refrena las pasiones. ¿Qué hay más opuesto a la buena voluntad que la concupiscencia? Por donde fácilmente comprenderás que este amante de la buena voluntad ha de resistir y combatir las pasiones por todos los medios posibles; justamente, por tanto, se dice que tiene la virtud de la templanza.

Ev: —Estamos de acuerdo; sigue.

Ag: —Réstanos la justicia, que ciertamente no veo cómo le puede faltar a este hombre. Porque el que tiene buena voluntad y la ama, y se opone a todas aquellas cosas que, como dijimos, son enemigas de ésta, no puede desear mal a nadie. De aquí se sigue que no hace injuria a nadie, lo que no puede ser verdad sino del que da a cada uno lo suyo. Recuerda que tú mismo aprobaste cuando dije que el dar a cada uno lo suyo pertenecía a la justicia.

Ev: —Sí recuerdo, y confieso que en el hombre, que tanto aprecia y ama su buena voluntad, se hallan evidentemente las cuatro virtudes que poco ha describiste, dando yo mi conformidad.

28. Ag: —¿Qué dificultad hay, por tanto, en conceder que la vida de este hombre es laudable?

Ev: —Ninguna en absoluto; al contrario, todo nos invita y obliga a ello.

Ag: —¿Y qué decir de la vida desgraciada? ¿Puedes juzgar de algún modo que no debemos evitarla?

Ev: —A toda costa pienso hemos de evitarla, y juzgo es lo único que tenemos que hacer.

Ag: —Pero seguramente piensas también que no se debe huir la laudable

Ev: —Más bien pienso se debe procurar con diligencia.

Ag: —Por consiguiente, no es desgraciada la vida laudable.

Ev: —Esto es una clara conclusión.

Ag: —No te quedará dificultad alguna, pienso yo, para conceder que es precisamente vida dichosa la que no es desgraciada.

Ev: —Bien claro está.

Ag: —Por consiguiente, aceptas que es dichoso el hombre que ama su buena voluntad, y que en su comparación desprecia cualquier otro supuesto bien cuya pérdida puede sobrevenir a pesar de la voluntad de conservarlo.

Ev: —¿Cómo no aceptarlo, si a ello nos conduce por necesidad lo que antes hemos concedido?

Ag: —Lo has entendido cabalmente; pero dime, por favor: ¿no es también buena voluntad el amar la buena voluntad propia y apreciarla en cuanto queda dicho?

Ev: —Sí, dices verdad.

Ag: —Mas si juzgamos dichoso al hombre de buena voluntad, ¿no debemos tener por desdichado, y con razón, al que es de voluntad contraria a ésta?

Ev: —Y con muchísima razón.

Ag: —¿Qué razón hay, pues, para dudar de que, aun sin haber sido nunca sabios, lleguemos a merecer y a vivir voluntariamente una vida laudable y feliz, o vituperable y desdichada?

Ev: —Confieso que hemos llegado a esta conclusión a través de razonamientos ciertos e innegables.

29. Ag: —Veamos otra cosa: creo recordarás cuál dijimos que era la buena voluntad; me parece que aquella en virtud de la cual deseamos vivir justa y honradamente.

Ev: —Sí lo recuerdo.

Ag: —Si, pues, amamos y abrazamos asimismo esta nuestra buena voluntad, y la preferimos a todas las cosas que no podemos retener con nosotros aunque queramos, síguese que moran en nuestra alma aquellas virtudes en cuya posesión consiste precisamente el vivir justa y honradamente, como la razón nos lo ha demostrado. De aquí se concluye que quien desea vivir recta y honradamente, si desea anteponer este deseo a los bienes fugaces, conseguirá un bienestar grande con tanta facilidad, que es una misma cosa para él el querer algo y el poseerlo.

Ev: —En verdad te digo que apenas puedo contenerme sin gritar de alegría al presentárseme tan de repente un bien tan grande y tan fácil de conseguir.

Ag: —Pues bien, este mismo gozo que engendra la consecución de un bien tan grande, cuando eleva el alma suave, sosegada y continuadamente, es lo que constituye la vida bienaventurada, si piensas que la vida bienaventurada es el gozo de los bienes verdaderos y seguros.

Ev: —Pienso lo mismo que tú.

Todos desean ser felices ¿por qué tan pocos lo consiguen?

XIV 30. Ag: —Muy bien. Pero ¿crees tú que hay hombre alguno que no quiera y no anhele ante todo una vida feliz?

Ev: —¿Quién duda que todo hombre lo quiere?

Ag: —¿Por qué, pues, no lo consiguen todos? Habíamos dicho, y habíamos convenido en que los hombres por su voluntad se hacen dignos de la vida feliz y por la misma voluntad se hacen acreedores a la vida desdichada, y en tal manera la merecen que lo consigue. Pero ahora surge cierta contradicción, que, de no examinarla con minuciosidad, haría tambalearse nuestro razonamiento anterior, tan sólido y meditado.

¿Cómo se explica que los que viven una vida miserable lo hagan por su propia voluntad, siendo así que nadie quiere vivir miserablemente? ¿O cómo es posible que consiga el hombre por su voluntad vivir una vida feliz, siendo así que hay muchos miserables, a pesar de que todos desean ser felices?

Acaso sucederá así porque una cosa es querer vivir bien o mal, y otra muy distinta es merecer algo en virtud de la buena o mala voluntad. En efecto, los que son dichosos —y para serlo es preciso que sean también buenos— no lo son precisamente porque han querido vivir una vida dichosa, —pues esto lo quieren también los malos—, sino porque han querido vivir bien o rectamente, cosa que no quieren los malos.

Por eso no es de extrañar que los hombres desventurados no alcancen lo que quieren, es decir, una vida bienaventurada, ya que, a su vez, no quieren lo que le es inherente y sin lo cual nadie se hace digno de ella y nadie la consigue, a saber, el vivir según la razón. Esto ha establecido con firmeza inconmovible aquella ley eterna, a cuya consideración es ya tiempo que volvamos, a saber, que de parte de la voluntad esté el mérito, y que el premio y el castigo consistan en la bienaventuranza y en la desventura.

Así que, cuando decimos que los hombres son desgraciados por su propia voluntad, no queremos significar que quieran ser desgraciados, sino que son de una voluntad tal, que a ella sigue necesariamente la desgracia, aun sin buscarla ellos. Por tanto, no hay contradicción entre el argumento anterior y el que todos los hombres desean ser felices y no pueden serlo; porque en realidad no todos quieren vivir rectamente, y es a esta voluntad de vivir rectamente a la que se debe la vida feliz.

A no ser que tengas algo que oponer a esto.

Ev: —Por mi parte nada tengo que oponer.

Ley eterna y ley temporal: su extensión y su valor

XV 31. Pero veamos ya cómo estas consideraciones se relacionan con la cuestión de las dos leyes.

Ag: —Sea; pero dime antes si el que ama el vivir rectamente y se complace tanto en ello, que constituya para él no sólo el bien verdadero, sino también el verdadero placer y la verdadera alegría, ama y aprecia sobre todas las cosas esta ley, en virtud de la cual ve que la vida bienaventurada se da como premio a la buena voluntad, y la miserable, a la mala.

Ev: —La ama y sigue con todo empeño, y por eso vive así.

Ag: —Y al amarla de este modo, ¿ama algo que es mudable y temporal o algo que es estable y sempiterno?

Ev: —Algo que es, indudablemente, eterno e inmutable.

Ag: —Y ¿qué dices de los que, perseverando en su mala voluntad, desean, no obstante, ser dichosos? ¿Pueden amar esta ley, según la cual la desdicha es su justa herencia?

Ev: —Creo que de ningún modo.

Ag: —¿No aman ninguna otra cosa?

Ev: —Al contrario, muchas; todas aquellas en cuya consecución y retención persiste la mala voluntad.

Ag: —Supongo que te refieres a las riquezas, los honores, los placeres, la hermosura del cuerpo y a todas las demás cosas, que pueden no conseguirse, aun queriéndolas y perderse aun no queriéndolo.

Ev: —A éstas precisamente me refiero.

Ag: —¿Te parece que serán eternas estas cosas, viendo, como ves, que están sujetas a la volubilidad del tiempo?

Ev: —¿Quién, por insensato que sea, puede pensar así?

Ag: —Es evidente que unos hombres aman las cosas eternas y otros las temporales; y que, según antes hemos visto, existen dos leyes, una eterna y temporal otra. Dime, pues, si tienes idea de la justicia, ¿quiénes de éstos piensas tú que han de ser sujetos de la ley eterna y quiénes de la ley temporal?

Ev: —Me parece que no es difícil contestar a lo que preguntas, pues aquellos a quienes el amor de las cosas eternas hace felices, viven, a mi modo de ver, según los dictados de la ley eterna; mientras que a los infelices se les impone el yugo de la ley temporal.

Ag: —Dices bien, a condición, sin embargo, de que tengas por inconcuso lo que la razón nos ha demostrado ya evidentemente: que los que viven según la ley temporal no pueden, sin embargo, quedar libres de la ley eterna, de la cual, como dijimos, procede todo lo que es justo y todo lo que justamente se modifica. En cuanto a los que por su buena voluntad viven sumisos a la ley eterna, me parece ves con suficiente claridad que no necesitan de ley temporal.

Ev: —Entiendo lo que dices.

32. Ag: —¿Prescribe, por consiguiente, la ley eterna que apartemos nuestro amor de las cosas temporales y lo convirtamos purificado a las eternas?

Ev: —Lo prescribe, ciertamente.

Ag: —¿Y qué piensas que manda la ley temporal, sino que, cuando los hombres desean poseer estas cosas —que temporalmente podemos llamar nuestras—, de tal modo las posean, que conserven la paz y convivencia humana en el grado que admiten las cosas temporales?

Estas son, en primer lugar, el cuerpo y los que se llaman bienes del cuerpo, como es una salud perfecta, la agudeza de los sentidos, la fuerza, la hermosura y otras cualidades, de las que unas son necesarias para las artes liberales y, por tanto, más apreciables, y otras que tienen un fin menos noble. En segundo término, la libertad, si bien no hay más libertad verdadera que la de los bienaventurados y la de los que siguen la ley eterna; aunque ahora me refiero a la libertad por la que llamamos libres a los que no sirven a otros hombres y la que apetecen los siervos, que desean ser manumitidos por sus señores.

En tercer lugar, los padres, los hermanos, los hijos, los deudos, los afines, los familiares y todos los que están unidos a nosotros por algún parentesco. Después nuestra misma patria, a la que solemos considerar como a una verdadera madre; los honores y las alabanzas y todo lo que llamamos gloria popular. Y, finalmente, las riquezas, nombre que damos a todas aquellas cosas de las cuales somos dueños legítimos, y de cuya venta o donación parece tenemos facultad.

Cierto que sería difícil y largo de explicar cómo distribuye la ley humana a cada uno lo que le pertenece; aunque tampoco es necesario para nuestro propósito.. Bástenos saber que la potestad vindicativa de esta ley no se extiende más que a poder privar de todos o de parte de estos bienes a aquel a quien castiga. Su fuerza, pues, está en el miedo, y por el miedo inclina y doblega los ánimos para los que fue promulgada a hacer lo que les ordena o prohíbe. Así, temiendo perder estos bienes, usan de ellos según ciertas normas, que son necesarias para mantener la sociedad que es posible constituir con semejantes hombres.

Pero es de advertir que dicha ley no castiga el pecado que se comete amando estos bienes temporales, sino el desorden causado al quitárselos injustamente a los otros. Mira a ver si hemos llegado ya a la que considerabas cuestión interminable. Nos habíamos propuesto investigar si la ley por la que se gobiernan los pueblos y naciones de la tierra, tiene derecho a castigar y hasta qué punto.

Ev: —Sí; veo que ya hemos llegado.

33. Ag: —¿Ves, pues, también que no existiría la pena que a los hombres se les causa, ora cuando injustamente se les priva de sus bienes, ora cuando se les aplica como justo castigo, si no amasen estas cosas que pueden serles arrebatadas en contra de su voluntad?

Ev: —También veo esto.

Ag: —Ahora bien, es claro que de las mismas cosas unos hacen buen uso y otros malo; como también lo es que quien hace mal uso, de tal modo las ama y se compromete con ellas, que queda sometido a las cosas que precisamente debían estarle a él sometidas; mira ya como un bien para sí las cosas a cuya ordenación y buen uso él debiera contribuir. En cambio, el que usa bien de ellas, demuestra que son buenas ciertamente, pero no para él, ya que no le hacen a él bueno ni mejor, sino las hace él a ellas, y que, en consecuencia, no se adhiere a ellas por amor, ni las considera como parte de su alma, consecuencia esta de tenerles amor. Y así, cuando comiencen a faltarle o desvanecerse, no le causará pena su pérdida ni le manchará su corrupción, sino que estará muy por encima de ellas y dispuesto a poseerlas y administrarlas cuando fuere necesario, y más dispuesto a perderlas y no tenerlas.

Siendo todo esto así, como digo, ¿piensas tú que se debe condenar la plata y el oro por causa de los avaros, los manjares por causa de los glotones; el vino por causa de los beodos; la hermosura de las mujeres por causa de los libertinos y adúlteros; y así todas las demás cosas, sobre todo viendo, como vemos, por ejemplo, que el médico hace buen uso del fuego y un envenenador abusa criminalmente del pan?

Ev: —Es muchísima verdad que no son las cosas mismas las condenables, sino los hombres que abusan de ellas.

Conclusión: definición y origen del mal moral

XVI 34. Ag: —Muy bien. Y ahora, según pienso, hemos comenzado ya a comprender cuál es el valor de la ley eterna y hasta dónde se extiende advertir y considerar si el obrar el mal no consiste en otra cosa que en despreciar los bienes eternos en la imposición de castigos la ley temporal; y hemos distinguido bien claramente dos géneros de cosas, eternas y temporales; y también dos suertes de hombres, unos que siguen y aman las eternas y otros las temporales. Por otra parte, ha quedado asentado que se encuentra en la voluntad de cada uno lo que ha de seguir y obrar, y que no hay cosa alguna, si no es la voluntad que pueda derrocar a la mente del trono de su reino y del orden justo. Es claro también que no se debe culpar a las criaturas del mal uso que de ellas hacen, sino al mismo que de ellas abusa. Por consiguiente, volvamos, si te parece, a la cuestión propuesta al principio de esta disquisición, y veamos si queda ya resuelta.

Nos habíamos propuesto en qué consiste obrar mal, y a esto se refiere cuanto hemos dicho. En consecuencia, conviene ahora considerar con atención si el obrar mal no consiste en otra cosa que en despreciar los bienes eternos, de los cuales goza la mente por sí misma y por sí misma percibe, y que no puede perder si los ama; y en procurar, por el contrario, como cosa grande y admirable, los bienes temporales, que se gozan por el cuerpo, la parte más vil del hombre, y que nunca podemos tener como seguros. A mí me parece que todas las malas acciones, es decir, todos los pecados, pueden reducirse a esta sola categoría. Mas cuál sea tu opinión, es lo que espero saber de ti.

35. Ev: —Pienso eso mismo, y estoy conforme en que todos los pecados se reducen a apartarse el hombre de las cosas divinas y de verdad permanentes y entregarse a las mudables e inciertas. Que aunque éstas se encuentren perfectamente jerarquizadas en su naturaleza y tengan su propia belleza, es, sin embargo, propio de un alma perversa y desordenada hacerse esclavo en la búsqueda de aquellos bienes sobre los cuales le constituyó a él el orden y la justicia divina para que los administrara según su beneplácito.

Y al mismo tiempo me parece ya resuelta y esclarecida la cuestión del origen del mal, que nos habíamos propuesto dilucidar después de aquélla, a saber, de dónde procede el mal. Y si no me engaño, tiene su origen, según las razones aducidas, en el libre albedrío de la voluntad. Pero dime si la misma libertad, en lo cual nos vemos obligados a reconocer que tiene su origen el poder pecar, ha podido sernos dada por nuestro Creador. Porque parece indudable que jamás hubiéramos pecado si no la tuviéramos, y así es de temer que por esta razón pueda Dios ser considerado como el verdadero autor de nuestros pecados.

Ag: —No temas nada por esto; pero para tratar más detenidamente esta cuestión, hemos de remitirla a otra oportunidad. En efecto, está ya pidiendo término cumplido esta disquisición, con la que quisiera tuvieras por cierto que hemos llegado a pulsar a las puertas de grandes y profundos misterios. Cuando, guiados por Dios, comencemos a penetrar en ellos, verás sin duda qué gran diferencia existe entre esta disquisición y las que siguen, y cuánto la aventajan, no sólo en la sagacidad de investigación, sino también en la sublimidad de las cosas y la espléndida luz de la verdad. Eso sí, con la condición de que estemos con una actitud religiosa, a fin de que la divina providencia nos permita continuar y terminar felizmente la camino que hemos comenzado.

Ev: —Acepto tu voluntad y a ella uno gustosísimo la mía con rendimiento de juicio y de deseo.