Comentario de San Agustín en las «Retractaciones» (1,25)
Ya había emprendido la Exposición de la Carta a los Romanos, lo mismo que hice con la Exposición de la Carta a los Gálatas.Pero serían muchos los libros de esa obra, si hubiera acabado toda la Carta; de ellos solamente concluí uno, que es el comentario al saludo inicial, hasta las palabras: La gracia y la paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo esté con vosotros1. Sucedió, por cierto, que me detuve al intentar resolver la tan difícil cuestión -tangencial a las palabras de nuestro pasaje- sobre el pecado contra el Espíritu Santo, que no se perdona en este mundo ni en el otro2. Pero luego desistí de añadir más volúmenes para exponer la Carta entera, asustado por la magnitud y dificultad de la empresa, desviándome hacia otros trabajos más fáciles. Resultó así que el libro primero, ya concluido, quedó en solitario. Elegí como título: Exposición incoada de la Carta a los Romanos.
Digo allí que «la gracia está en la remisión de los pecados y la paz en la reconciliación con Dios»3. Donde haya hecho esta afirmación, no debe ser tomada como si la paz misma y la reconciliación no entraran dentro del concepto general de gracia, sino que hubiera un nombre específico de gracia para designar la remisión de los pecados. Es como cuando decimos «la Ley», de forma específica, en relación con la expresión: La Ley y los Profetas4, queriendo incluir también a los Profetas. Este libro comienza así: «En la Carta que el apóstol Pablo escribió a los Romanos».
Exposición incoada a la Carta a los Romanos
Prólogo
1. En la Carta que el apóstol Pablo escribió a los Romanos, según puede deducirse de su contenido, se plantea esta cuestión: ¿Son los judíos los únicos destinatarios del Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, por haberlo ellos merecido con su observancia de la Ley? ¿O son todos los gentiles, quienes sin mérito alguno de obras precedentes, son los destinatarios de la justificación por la fe en Cristo Jesús, teniendo en cuenta que esta fe no les vino por ser ya justos, sino que, creyendo, recibieron la justificación y comenzaron a vivir como justos? Lo que realmente intenta el Apóstol demostrar es que la gracia de nuestro Señor Jesucristo ha venido para toda la humanidad. Y lo clarifica diciendo que precisamente la gracia tiene este nombre porque no es algo que se pague en justicia como una deuda contraída; no, es un don gratuito. Resulta que algunos de los creyentes, procedentes del judaísmo, habían comenzado a sublevarse contra los de la gentilidad, y sobre todo contra el apóstol Pablo, porque admitía a incircuncisos a la gracia del Evangelio, sin someterles a las ataduras de la antigua Ley. Les predicaba que creyeran en Cristo, y que no había por qué someterse al yugo de la circuncisión carnal. Pero lo hace con tal equilibrio, que a los judíos no les tolera el orgullo de mérito alguno por observar la Ley, ni deja que los gentiles, por el mérito de su fe, se vuelvan arrogantes contra los judíos por haber aceptado a Cristo, a quien los judíos crucificaron. La misma idea desarrolla en otro lugar, donde dice que se pone como embajador del mismo Señor5, piedra angular6, que une a ambos pueblos, tanto a los judíos como a los gentiles en Cristo, mediante el vínculo de la gracia. A unos y otros les arranca toda posible soberbia, nacida de sus méritos; a unos y otros los hace discípulos de la humildad, para que sean capaces de la justificación.
2. [1,1] Así comienza su Carta: Pablo, servidor de Jesucristo, llamado a ser apóstol, segregado para el Evangelio de Dios.Concisamente distingue en dos palabras la dignidad de la Iglesia y la decrepitud de la Sinagoga. La Iglesia recibe este nombre por haber sido llamada. La Sinagoga, en cambio, hace referencia a lo gregario. Ser convocados es propio de hombres; agregarse hace más bien referencia a los animales: de hecho la grey o rebaño se aplica con más propiedad al ganado. Es cierto que en numerosos pasajes de la Escritura a la Iglesia se la llama «grey de Dios», «rebaño de Dios» y «redil de Dios». Sin embargo, cuando metafóricamente a los hombres se les llama con el nombre de algún ganado, es porque todavía forman parte de la vida antigua. Y se puede observar cómo estos hombres no aspiran al alimento perdurable de la verdad, sino que se contentan con el pan terreno de promesas temporales. Así pues, Pablo, servidor de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, vocación que lo incorporó a la Iglesia. Pero fue segregado para proclamar el Evangelio de Dios. ¿De dónde lo fue, sino de la grey de la Sinagoga? Si es que el significado griego de estas palabras concuerda plenamente con su sentido latino.
3. [1,2] Pablo, sin duda, avala con la autoridad de los profetas la fuerza del Evangelio de Dios, para cuyo servicio él nos dice haber sido escogido. De esta forma les hace a los paganos una nueva recomendación para no enorgullecerse, ya que a los creyentes en Cristo, de los cuales él se siente llamado a formar parte, los antepuso a los judíos, de quienes él dice haber sido separado. En realidad los profetas forman parte del pueblo judío. Y ya ellos antiguamente habían prometido el Evangelio, que trae la justificación a quienes crean en él. Así lo dice: Segregado para el Evangelio de Dios, que anteriormente había sido ya prometido por sus profetas7. Hubo también algunos profetas que no procedían de Dios. En sus escritos se encuentran varias expresiones acerca de Cristo, que ellos habían oído y luego las plasmaron en sus cánticos, como se dice, por ejemplo, de la Sibila. Yo no me inclinaría fácilmente a creerlo, si no lo citase el poeta más ilustre de la lengua romana. En efecto, antes de hablar sobre la renovación del mundo, cuyos versos se podrían muy bien llamar un canto al reino de nuestro Señor Jesucristo, adelanta este verso: Llegó ya la edad postrera del canto de Cumas.
Todo el mundo sabe que el Canto Cumano es el de la Sibila. El Apóstol sabía que se encontraban estos testimonios acerca de la verdad en los escritos de los gentiles; lo manifestó explícita- mente hablando a los Atenienses, como consta en los Hechos de los Apóstoles8. Por eso no sólo dice: Por sus profetas, sino que añade: En las santas Escrituras, no sea que alguien, seducido por ciertos atisbos de verdad de los falsos profetas, cayera en alguna clase de impiedad. Es también su intención manifestar que los escritos de la gentilidad están plagados de una supersticiosa idolatría, no pudiéndose calificarlos de santos por el hecho de que en ellos se encuentre alguna alusión que hace referencia a Cristo.
4. [1,3] Podría suceder también que alguien tuviera preferencia por un profeta de la antigüedad, ajeno al pueblo judío, en cuyos escritos no hay culto alguno a los ídolos, producto de la mano del hombre; porque en lo que se refiere a los simulacros de sus fantasías, todo error engaña a sus seguidores. Pues bien, para evitar que alguien se deje llevar por preferencias de este tipo, al encontrarse allí el nombre de Cristo, y las califique de Escrituras santas, con exclusión de las que divinamente se le confiaron al pueblo Hebreo, me parece muy oportuno que, después de haber dicho en las santas Escrituras, añadió: Acerca de su Hijo, nacido de la estirpe de David según la carne9. David, lo sabemos, fue rey de los judíos. Era, pues, conveniente que los profetas anunciadores de Cristo fueran oriundos del mismo pueblo en el que iba a encarnarse aquel a quien anunciaban. Había que salir al paso de aquellos que, en su impiedad, sólo aceptan a nuestro Señor Jesucristo en su humanidad, por él asumida, pero no reconocen su divinidad, que lo distingue y lo separa de toda la creación. Así opinaban los judíos, para quienes Cristo era sólo hijo de David, ajenos a la dignidad por la que es Señor del mismo David, siendo Hijo de Dios. Por eso les argumenta en el Evangelio, utilizando las mismas palabras proféticas, salidas de la boca de David. Les pregunta, en efecto, cómo puede ser su hijo, siendo así que el mismo David le llama Señor10. Su respuesta debería ser que es su hijo según la carne, pero en cuanto a su divinidad es Hijo de Dios y Señor del propio David. El apóstol Pablo, que de sobra sabía esto, sale al paso tratando de evitar la creencia de que Cristo era sólo y exclusivamente un hombre de carne y hueso. De ahí que primero diga: para el Evangelio de Dios, que había sido prometido por sus profetas en las santas Escrituras acerca de su Hijo, que se hizo hombre de la estirpe de David, y luego añade: según la carne. Al añadir esta expresión, según la carne, dejó a salvo su rango divino. De este rango carece no sólo la estirpe de David, sino la de toda criatura, ya sea angélica u otra cualquiera por muy alta que sea su excelencia. Se trata de la Palabra misma de Dios, por medio de la cual fueron creadas todas las cosas11. Esta Palabra se hizo hombre de la estirpe de David y habitó en medio de nosotros12; pero no se cambió, convirtiéndose en carne, sino que se revistió de carne para manifestarse en la forma adecuada a los hombres carnales. El Apóstol distingue bien la humanidad de la divinidad, no sólo en estas palabras: según la carne, sino en aquellas otras: se hizo. Porque no se hizo (o fue hecha)en su ser de Palabra de Dios, no: por ella fueron hechas todas las cosas, y no es posible que ella sea hecha junto con todas las demás. Ni tampoco fue hecha antes de todas ellas, para que todas las demás, excepto ella, pudieran existir por medio de ella. Porque si ella, antes que las demás, fue creada, no podrían ser las demás cosas creadas por su medio, ni se podría decir que todo fue hecho por medio de ella, si ella también fue hecha. He aquí por qué el Apóstol al hablar de «hacerse» refiriéndose a Cristo, añade: según la carne, para dejar bien claro que en cuanto que es Palabra de Dios, es decir, Hijo de Dios, no fue creado por Dios, sino que de él nació.
5. [1,4] De este mismo Cristo, que según la carne nació de la estirpe de David, sigue diciendo que fue predestinado con poder a ser Hijo de Dios; y esto no según la carne, sino según el Espíritu; pero no cualquier espíritu, sino el Espíritu santificador en la resurrección de los muertos.La resurrección hace resaltar el poder del que muere, y por eso dice: Predestinado con poder, según el Espíritu santificador, en la resurrección de los muertos. Después, la santificación trajo la nueva vida, que fue rubricada por la resurrección de nuestro Señor. A esto se refiere el Apóstol en otro lugar: Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios13. El orden de las palabras podría en realidad ser éste: a la expresión: Espíritu santificador no añadirle en la resurrección de los muertos, sino: fue predestinado; entonces el orden de la frase sería así: que fue predestinado en la resurrección de los muertos, quedando como un inciso las palabras: Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santificación. Este orden de la frase parece más acertado por adaptarse mejor a su significado, ya que así es hijo de David según la debilidad de su carne, e Hijo de Dios con el poder del Espíritu santificador. Por tanto nació de la estirpe de David, es decir, es hijo de David en su cuerpo mortal, por lo que también murió. Pero fue predestinado a ser Hijo de Dios -y Señor del mismo David-en la resurrección de los muertos.El hecho de haber muerto hace referencia a que es hijo de David; en cambio, su resurrección de entre los muertos se refiere a su filiación divina, siendo también Señor del mismo David. Como en otro pasaje dice el Apóstol: Pues aunque murió por su debilidad, sigue vivo por el poder de Dios14. Así su debilidad pertenece a David, y su vida eterna al poder de Dios. Por eso David, aludiendo a él en las palabras ya citadas, le llama Señor: Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos bajo tus pies15. Por el hecho de haber resucitado de entre los muertos, está sentado a la derecha del Padre. David, inspirado por el Espíritu, al ver al predestinado a sentarse a la diestra del Padre, en la resurrección de los muertos, no tuvo la osadía de llamarle hijo suyo, sino su Señor. Y por eso con la misma razón añadió el Apóstol: De Jesucristo nuestro Señor, después de decir: en la resurrección de los muertos.Como si con ello nos quisiera recordar por qué David da testimonio de que es su Señor, más bien que su hijo. Pablo no dice de Él que fue predestinado en la resurrección «de entre» los muertos, sino que dice en la resurrección de los muertos.En efecto, no es por su propia resurrección por lo que queda patente su filiación divina, con aquella altísima dignidad propia y exclusiva suya, por la que es también cabeza de la Iglesia, dado que los demás muertos también resucitarán. En realidad fue predestinado a ser Hijo de Dios con una cierta primacía en la resurrección, ya que su predestinación lo fue de entre la resurrección de todos los muertos, es decir, estaba designado a resucitar por encima de los demás y antes que los demás. Las palabras Hijo de Dios, puestas detrás de fue predestinado, son como la confirmación de tan alta dignidad. Sólo el Hijo de Dios podía ser predestinado a esto, ya que también es la cabeza de la Iglesia, y el mismo Apóstol en otro lugar le llama primogénito de entre los muertos16. Era conveniente que el juez de los resucitados fuera el que les había precedido como modelo. Pero no como modelo de todos los resucitados, sino como ejemplo de los que han de resucitar para con él vivir y reinar eternamente: él es precisamente su cabeza, y ellos su cuerpo. Fue predestinado en la resurrección, de en medio de todos ellos para ser su príncipe, mientras que para el resto de los resucitados será no su príncipe, sino su juez. No fue predestinado precisamente en la resurrección de aquellos muertos a quienes había de condenar. Al decir el Apóstol que había sido predestinado en la resurrección de los muertos, quiere dar a entender que se adelantaría en la resurrección de los muertos. Pero a quienes ha precedido ha sido a aquellos que le habían de seguir en la posesión del reino celestial. Por eso no dice: El cual fue predestinado como Hijo de Dios en la resurrección de los muertos, Jesucristo Señor nuestro, sino que dice: En la resurrección de los muertos de Jesucristo Señor nuestro. Como queriendo decir: «El cual ha sido predestinado como Hijo de Dios en la resurrección de sus muertos», es decir, de los que le pertenecen para la vida eterna. Como adelantándose a la pregunta: «¿De qué muertos?» da esta respuesta: «De los de Jesucristo nuestro Señor». En la resurrección de los restantes muertos, no ha sido predestinado, no los ha precedido en la gloria de la vida eterna, puesto que ellos no lo seguirán: la resurrección de los impíos será para el castigo. Así pues, como Hijo Unigénito de Dios, y primogénito de entre los muertos, fue predestinado en la resurrección de los muertos.¿De qué muertos, sino de los de Jesucristo, nuestro Señor?
6. [1,5-6] Por él -sigue diciendo- hemos recibido la gracia y el ministerio apostólico; la gracia en común con todos los fieles; el ministerio apostólico sólo con algunos. Si únicamente hubiera dicho que recibió el ministerio apostólico, habría sido ingrato a la gracia, por la cual se le perdonaron los pecados, y daría la impresión de que el ministerio apostólico se le había otorgado como premio a los méritos de su conducta anterior. Por eso se centra bien en este punto, para que nadie se atreva a afirmar que ha sido llamado al Evangelio por los méritos de su vida precedente. Ni siquiera los mismos Apóstoles, que, después de la cabeza, son los miembros más eminentes del cuerpo, fueron capaces propiamente de recibir el encargo apostólico, sin haber recibido previamente, como todos los demás, la gracia que justifica y sana a los pecadores. Y prosigue: Para que entre todos los gentiles haya una obediencia a la fe para gloria de su nombre.Con este fin dice haber recibido el ministerio apostólico, para que se obedezca a la fe por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, es decir, para que todos los que desean la salvación crean en Cristo y se signen en su nombre. Esta salvación no ha venido sólo a los judíos, como algunos de ellos creían, cosa que deja bien patente al decir: Entre todos los gentiles, de los cuales formáis parte también vosotros, llamados por Jesucristo17. En otras palabras: para que también vosotros pertenezcáis a aquel Jesucristo que es la salvación de todas las gentes, aunque no forméis parte del número de los judíos, sino del resto de los pueblos paganos.
7. [1,1-7] Lo que ha dicho hasta aquí es quién es el autor de la Carta, es decir, Pablo, servidor de Jesucristo, llamado a ser apóstol, escogido para el Evangelio de Dios.Y como la pregunta parecía espontánea: ¿Qué clase de evangelio?, respondió: El que había sido prometido por sus profetas en las santas Escrituras acerca de su Hijo.Y de nuevo venía la pregunta: ¿Quién es este su Hijo? A lo que contesta: El que se hizo hombre de la estirpe de David según la carne, predestinado a ser Hijo de Dios con poder, según el Espíritu santificador, en la resurrección de los muertos de Jesucristo nuestro Señor. De nuevo otra supuesta pregunta: Y tú ¿cómo le perteneces? Él contesta: Por medio del cual hemos recibido la gracia y el ministerio apostólico, para que entre todos los gentiles haya una obediencia a la fe para gloria de su nombre. Y como si nuevamente se le preguntase: ¿Cuál es la razón por la que nos escribes?, responde: Entre los cuales estáis también vosotros, llamados por Jesucristo.A continuación, y según el estilo epistolar, menciona a los destinatarios: A todos los amados por Dios, que están en Roma, santos por vocación.También aquí subraya la bondad de Dios por encima de los méritos propios. No dice: A los que aman a Dios, sino: A los amados por Dios. Él nos amó primero, antes de todo mérito, para que a su vez nosotros, los amados, le amásemos a Él18. Lo reafirman las palabras que siguen: Santos por vocación.Y aunque alguien se atribuya a sí mismo el obedecer a quien lo llama, nadie podrá atribuirse el haber sido llamado. Santos por vocación no debe entenderse como llamados por ser ya santos, sino que han llegado a ser santos por haber sido llamados.
8. [1,7] Para terminar, como de costumbre, el encabezamiento de una carta, sólo queda el saludo, como un deseo de salud a los destinatarios. En lugar de él, y a fuer de saludo, les dice: La gracia y la paz a vosotros, de parte de nuestro Padre y del Señor Jesucristo.Porque no toda gracia viene de Dios. Los jueces malvados, por ejemplo, favorecen a algunas personas con su gracia, seducidos por la codicia o acobardados por el miedo. Ni tampoco toda paz es de Dios o procede de él. El mismo Señor hace distinción, cuando dice: Mi paz os doy, añadiendo, además, que no les da la misma paz que da este mundo19. Se trata, pues, de la gracia que nace de Dios Padre y del Señor Jesucristo, por la cual nos viene el perdón de los pecados, que nos hacían enemigos de Dios; y la paz es el fruto mismo de la reconciliación con Dios. Cuando por la gracia se nos hayan perdonado los pecados y haya desaparecido nuestra enemistad, no queda sino adherirnos en paz a Dios, de quien únicamente nos separaba el pecado. Así lo dice el profeta: No se tapa los oídos para no oír; lo que pasa es que vuestros pecados ponen distancia entre Dios y vosotros20. Cuando ya hayan sido perdonados por la fe en nuestro Señor Jesucristo, sin que medie separación alguna, entonces vendrá la paz.
9. [1,7] Quizá alguno se pregunte extrañado cómo se puede entender la justicia de Dios como juez, siendo así que concede su gracia perdonando los pecados. En Dios esto es totalmente justo; sí, porque es verdaderamente justo que, cuando todavía no ha aparecido claramente el miedo al castigo, los que ya están arrepentidos de sus pecados, sean misericordiosamente apartados de quienes pertinazmente están buscando excusas para seguir pecando, sin intención alguna de arrepentirse ni corregirse. Sería injusto, por otra parte, que corrieran estos últimos la misma suerte en el castigo que aquellos que no despreciaron la invitación de Dios, y, conscientes de ser pecadores, se disgustaron de sí mismos, hasta el punto de odiar sus propios pecados como Dios los odia. La doctrina, en fin, de la justicia para el hombre, se resume en esto: amar en sí mismo sólo lo que hay de Dios, y odiar lo que es propio del hombre; no aprobar sus propios pecados, y en ellos no echarle la culpa a nadie más que a sí mismo; ni pensar que le basta con estar en desacuerdo con sus pecados, si no trata de evitarlos en el futuro con una cuidadosa vigilancia; que no vaya a pensar que para evitarlos le basta con sus propios recursos, sino que debe buscar la ayuda divina. Es, pues, justo que Dios a éstos les perdone, cualesquiera fueran sus pecados cometidos en la vida pasada; y sería una gran injusticia confundirlos y equipararlos con los que no se han arrepentido. Por consiguiente, el no perdonar a unos es justicia de Dios, y el perdonar a los otros es gracia de Dios. Así, la gracia de Dios es justa, y la justicia gratificante, puesto que en el pecador la gracia precede al mérito del arrepentimiento: nadie podría arrepentirse de sus pecados, si de alguna manera Dios no lo hubiera invitado con una llamada.
10. [1,7] No debemos perder de vista, además, que la justicia de Dios sigue firme, y si bien al arrepentido se le ha absuelto la pena eterna y espiritual, nadie se ve libre de los dolores, y a veces torturas, corporales -bien sabemos cómo los mártires fueron probados en ellas- y por fin la muerte misma, que nuestra naturaleza humana mereció por el pecado. El hecho de que también los buenos y los piadosos pasen por estos sufrimientos, hemos de creerlo como un justo juicio de Dios. Es esto lo que se llama en la Sagrada Escritura aprendizaje (disciplina), del que no se permite librarse a ningún justo. Nadie queda exceptuado de aquel dicho: Dios a quien ama lo corrige, y azota a todos los que reconoce como hijos21. El mismo Job, que tanto sufrió, hasta brillar como un dechado de fortaleza y de siervo de Dios, nos deja constancia frecuente de que sus tormentos corporales son debidos a sus pecados. También el apóstol Pedro exhorta a sus hermanos a sobrellevar los padecimientos por el nombre de Cristo, y dice así: Que ninguno de vosotros tenga que sufrir por ser homicida, ladrón o maldecir a otros, ni por entrometido en asuntos ajenos; pero si es por ser cristiano, que no se avergüence de ello; glorifique a Dios por llevar este nombre. Ha llegado el momento de comenzar el juicio por la casa de Dios. Y si el comienzo es por nosotros, ¿cuál será el final de aquellos que no creen en el Evangelio de Dios? Si el justo apenas se salva, ¿en qué pararán el impío y el pecador?22 Claramente se ve que los padecimientos de los justos se deben a un justo juicio de Dios, juicio que comienza, dice, por su casa, para que deduzcamos de ahí cuán grandes serán las penas reservadas a los impíos. Ya Pablo dice a los tesalonicenses: Nosotros mismos nos gloriamos de vosotros en las iglesias de Dios, por vuestra tenacidad y vuestra fe en las persecuciones que estáis sufriendo, como testimonio del justo juicio de Dios23. Está totalmente de acuerdo con lo que dice Pedro: Ha llegado el momento de comenzar el juicio por la casa de Dios, y con la cita que él hace del profeta: si el justo apenas se salva, ¿en qué pararán el impío y el pecador?24 Y creo que vienen al caso aquí las amenazas que Dios le profirió a David por medio del profeta Natán. A pesar de que se arrepintió inmediatamente y fue perdonado, no obstante le sobrevinieron todas ellas25, para dejar constancia de que el perdón que se le concedía espiritualmente, lo era atendiendo al juicio venidero de las penas que aguardan a quienes en el tiempo presente se niegan a corregirse. Así dice Pedro en otro lugar: Éste es el motivo por el que se proclamó el Evangelio también a los muertos: para recibir la sentencia en su carne como hombres, y vivir según Dios en su espíritu26. He dicho todo esto, para aclarar, según mi capacidad y en cuanto lo consiente el presente pasaje de la Escritura, que cuando se habla de la justicia y la paz de Dios, no vayan a creer los humanos que Dios puede apartarse de la justicia. De hecho, al prometer el Señor la paz, dice: Os he dicho esto para que en mí tengáis paz, aunque en el mundo vais a tener sufrimientos27. Cuando llegan las tribulaciones y molestias por causa de los pecados, según la justicia de Dios, no les hacen recaer en el pecado. Al contrario, a todos éstos, ya buenos y justos, y a quienes les causan más desagrado sus propios pecados que ningún sufrimiento corporal, esas tribulaciones los purifican completamente de toda mancha. La paz perfecta, incluso la paz del cuerpo, a su debido tiempo se hará firme, si ahora nuestro espíritu mantiene de una forma constante e inmutable la paz que el Señor se ha dignado concedernos mediante la fe.
11. [1,7]El hecho de que el Apóstol desee la paz de parte de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo, sin nombrar también al Espíritu Santo, no tiene otra razón, creo yo, sino que el mismo don de Dios lo identificamos con el Espíritu Santo. ¿Qué otra cosa son la gracia y la paz, sino un don de Dios? De ningún modo se puede dar la gracia, que nos libera de nuestros pecados, ni la paz, por la que nos reconciliamos con Dios, si no es en el Espíritu Santo. Así pues, en este saludo se trasluce la entera Trinidad y su unidad inmutable. Ésta es principalmente la razón por la que yo creo que incluye el mismo saludo en todas las Cartas que las iglesias, sin excepción, reconocen ciertamente como del apóstol Pablo. Se exceptúa la Carta que escribió a los Hebreos, donde se dice que omitió a propósito este saludo, para evitar que los judíos, quienes sañudamente le criticaban, se sintieran ofendidos al ver el nombre de Cristo, o bien leyesen la Carta con ánimo hostil, o ni se molestasen siquiera en leerla, a pesar de que la había escrito mirando a su salvación. Éste es el motivo por el que algunos han vacilado en incluir esta Carta en el canon de las Escrituras. En fin, sea lo que fuere de esta cuestión, lo cierto es que en todas repite el mismo saludo; sólo en las dos escritas a Timoteo añade la misericordia. Dice así: La gracia, la misericordia y la paz de parte de Dios Padre y de Jesucristo nuestro Señor28. Cuanto más familiarmente, tanto con más cariño le escribe a Timoteo, intercalando esta palabra, para demostrar claramente con ello que el Espíritu Santo no se nos da por los méritos de nuestra conducta precedente, sino por la misericordia de Dios con nosotros. De este modo se nos concede la anulación de los pecados, que nos separaban de Dios, y la reconciliación, para unirnos a él.
Cómo todas las Cartas canónicas, en su comienzo,
mencionan de algún modo a la Trinidad
12. Pero tampoco las otras Cartas de los Apóstoles, aceptadas comúnmente por la Iglesia, dejan de mencionarnos la Trinidad en sus comienzos. Pedro, por ejemplo, dice: La gracia y la paz a vosotros en abundancia; e inmediatamente añade: Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo29. En la gracia y la paz sobreentiende el Espíritu Santo, de manera que la mención del Padre y del Hijo sugiere a nuestra mente la Trinidad. La otra de Pedro dice así: A vosotros la gracia y la paz se multipliquen por el conocimiento de Dios y de Jesucristo nuestro Señor30. Juan, en cambio, no sé por qué, omitió comenzar de este modo, y sin embargo no omite el mencionar la Trinidad, substituyendo gracia y paz por la palabra «comunión»: Lo que hemos visto -dice- os lo anunciamos a vosotros, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros, y nuestra comunión sea con el Padre y su Hijo Jesucristo31. En su segunda Carta coincide con las palabras de Pablo a Timoteo: Que la gracia, la misericordia y la paz de parte de Dios Padre, y de su Hijo Jesucristo estén con vosotros32. Sin embargo en el comienzo de la tercera Carta, Juan no menciona en absoluto la Trinidad. Y creo que sea por razón de su extrema brevedad. Así comienza: El presbítero al querido Gayo, a quien amo en la verdad33. El término verdad me parece que substituye al de Trinidad. Judas, en su Carta, después de nombrar al Padre y al Señor Jesucristo, pone tres palabras para dar a entender el Espíritu Santo, es decir, el don de Dios. Comienza así: Judas, servidor de Jesucristo y hermano de Santiago, a los amados de Dios Padre, y guardados y llamados para Jesucristo: lleguen en vosotros a su plenitud la misericordia, la paz y la caridad34. La gracia y la paz no se pueden concebir sin la misericordia y la caridad. Santiago, en cambio, formula en su Carta el exordio acostumbrado: Santiago, servidor de Dios y de nuestro Señor Jesucristo, a las doce tribus que están en la dispersión, salud35. Creo que menciona la salud o salvación, teniendo en cuenta que no se da a no ser por un don de Dios, que incluye la gracia y la paz. Antes de la salud nombra a Dios y a nuestro Señor Jesucristo, pero como ninguna gracia ni paz pueden salvar a los hombres, sino las que proceden de Dios Padre y del Señor Jesucristo, utiliza probablemente el término salud para designar, creo yo, la Trinidad, lo mismo que Juan utiliza verdad en su tercera Carta.
La palabra «salud» y la Trinidad
13. Llegados a este punto, creo que no hay que pasar por alto lo que el venerable Valerio nos cuenta, sorprendido, del diálogo entre unos campesinos. Sucedió que al decirse el uno al otro: «¡Salud!»,uno de ellos le preguntó al que sabía a la vez latín y púnico, cuál era el equivalente en púnico del vocablo salus [salud]latino.Le contestó que en púnico se dice tria [tres, en latín]. Entonces, todo contento, sabiendo que nuestra salud es la Trinidad, le pareció que no era casual esta coincidencia en el sonido de las dos lenguas, sino que era un oculto designio de la divina Providencia el que al decir salus en latín, los púnicos entienden tres [la Trinidad];y viceversa, cuando los púnicos, en su lengua, dicen tria, los latinos entienden la salvación.Ya la mujer cananea, o sea, púnica, venida de la región de Tiro y Sidón, que según el Evangelio representa a los paganos, suplica la salud para su hija. Y el Señor le responde: No está bien tirar a los perros el pan de los hijos36. Ella, sin negar ese grave pecado que se le echaba en cara, y como queriendo alcanzar, con la confesión de sus pecados, la salud para su hija, y también, la nueva vida para ella, le replica: Así es, Señor, pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus señores37. Cuando aquella mujer cananea decía tria quería decir «salvación, salud». Y si les preguntamos a nuestros campesinos qué son, responden en púnico que «cananos», omitiendo una letra, como es su costumbre. Pero ¿qué otra cosa quieren decir, sino que son «cananeos»? Al pedir, pues, aquella mujer la salud y la salvación, lo que pedía realmente era la Trinidad: la lengua de Roma -cuya palabra «salud» a los púnicos les suena «Trinidad»- en tiempos de la venida del Señor era la cabeza de la gentilidad. Ya dijimos que la mujer cananea representaba en su persona la gentilidad. Y cuando el Señor llama pan a lo mismo que pedía la mujer, ¿a qué otra cosa se está refiriendo, más que a la Trinidad? En efecto, en otro pasaje nos enseña claramente cómo debe entenderse la Trinidad en los tres panes. Pero esta consonancia de las palabras, bien sea por casualidad, o como resultado de la investigación, no debe pretenderse a toda costa que sea universalmente aceptada. No: hay un límite marcado por estas dos coordenadas: que el exégeta no se pase de raya, y que lo acepte el buen ánimo del que lo escucha.
El pecado no está en la palabra,
sino en la intención del pecador
14. Es evidente, por tanto, que si el Apóstol intenta evocar toda la Trinidad en los términos de «gracia y paz», incluyendo, como si lo nombrara, al Espíritu Santo, debe ser tenido en cuenta con toda la atención de nuestra alma, y aceptarlo con una piedad profunda. Y esto hasta el punto de que todo aquel que pierde la esperanza, o se burla o desprecia este anuncio de la gracia, que nos borra los pecados, y de la paz, que nos trae la reconciliación con Dios, rehusando el arrepentimiento de sus pecados, y decidiendo permanecer hasta el final en su impío y venenoso, aunque agradable, atractivo, este tal peca contra el Espíritu Santo. No debemos, por tanto, prestar oídos sordos a la palabra del Señor, cuando dice que se le perdonará al hombre toda palabra proferida contra el Hijo del hombre; pero que si profiere una palabra contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el futuro, sino que será reo eterno de pecado38. Supongamos un individuo, ignorante de la lengua latina, y que oye la locución «Espíritu Santo». Empieza a preguntar por el significado de estas sílabas que ha oído; y otro, burlón él, con impía sorna le responde algo diverso de la verdad, por ejemplo algo vil y repugnante, para engañarlo, como suele ocurrir con gente de esta calaña, que quieren reírse de alguien. Y el primero, supongamos, desprecia el nombre de «Espíritu Santo» por su ignorancia de tales palabras, lanzando, incluso, algún improperio contra él. No creo que haya nadie tan irreflexivo y desconsiderado que culpe a este hombre de crimen alguno contra la religión. Y al revés, si éste mismo, aunque se le oculte el nombre, pero llegando a conocer la realidad con vocablos a su alcance, profiriese injurias de palabra o de obra contra tan alta santidad, será tenido por culpable. Según esto, si alguien, después de oír «Espíritu Santo», piensa que tiene un significado diverso, y lanza alguna palabra contra esta realidad por él pensada, es evidente, creo yo, que no peca hasta el punto de considerarlo como pecado contra el Espíritu Santo. Igualmente, si se diera el caso de uno que pregunta qué es el Espíritu Santo, y le dice un ignorante que es el Hijo de Dios, por medio del cual todo se hizo, y que a su debido tiempo nació de la Virgen, que fue muerto por los judíos y resucitó; pero él, después de oírlo, se niega a creerlo o se ríe de todo esto, no se le debe juzgar como si hubiera blasfemado contra el Espíritu Santo, sino contra el Hijo de Dios o el Hijo del hombre, como él se dignó llamarse y serlo realmente. Se debe atender no a lo que las palabras, dichas a un ignorante, significaban, sino a lo que él se figuraba en su mente. Contra lo que él iba en sus maldiciones, era contra lo que había en su imaginación, después de lo que se le había explicado. Llámese como quiera, lo que aquí importa es si la realidad en sí él pretendía venerarla, negarla o vituperarla. Porque de este mismo modo, si uno pregunta quién es Jesucristo, y alguien le contesta que no se trata del Hijo de Dios, sino del Espíritu Santo, y, después de oírlo, empieza a blasfemar contra él, sus palabras no serán consideradas contra el Hijo de Dios, sino contra el Espíritu Santo.
Al que se convierte también se le perdonan
los pecados contra el Espíritu Santo
15. Si miramos a la ligera y sin reflexión la frase de la Escritura: Al que diga una palabra contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el futuro39, ¿a quién podríamos asegurar que Dios le concede el perdón de los pecados? Ahí están, por ejemplo, los llamados paganos, que hasta el día de hoy tienen prohibida por completo, con las armas y hasta la sangre, nuestra religión. Maldicen, profieren injurias contra ella, y, con desprecio y blasfemias, niegan todo lo que nosotros afirmamos sobre la Trinidad. No excluyen, por cierto, al Espíritu Santo, para rendirle veneración y ensañarse con el resto; al contrario, maldicen con toda su impía locura de todo aquello, sin excepción, que nosotros, con todo cuidado, afirmamos sobre la trina majestad de Dios. No es que tengan un concepto digno de Dios Padre: porque o lo niegan totalmente, como hacen algunos, o lo confiesan otros, sí, pero con falsas imaginaciones, y lo que veneran no es al Padre, sino las imágenes de su fantasía. Y en lo referente a nuestra doctrina sobre el Hijo de Dios o el Espíritu Santo, han preferido mucho más reírse de ello, como es su costumbre, que darle culto en comunión con nosotros. Nosotros, no obstante, les animamos en lo posible a descubrir a Cristo, y por él a Dios Padre; tratamos de convencerles de que hay que militar bajo la bandera del supremo y verdadero Emperador, y les invitamos a abrazar la fe, prometiéndoles la remisión de todos sus pecados anteriores. Cuando alguno de ellos se hace cristiano, nosotros no tenemos la más leve duda de que se le perdonan incluso las blasfemias contra el Espíritu Santo, que haya proferido durante el período de sus sacrílegas supersticiones. Esteban es testigo de hasta qué punto los judíos se oponían al Espíritu Santo: ellos lo lapidaron, lleno como estaba del Espíritu Santo, puesto que fue él quien habló lo que Esteban pronunciaba contra ellos. En aquel discurso les dijo abiertamente a los judíos: Vosotros siempre ofrecéis resistencia al Espíritu Santo40. El apóstol Pablo formó parte del número de los judíos que resistían al Espíritu Santo, y que, precisamente por estar lleno de él, lapidaron a Esteban, verdadero vaso colmado del Espíritu. Pablo estaba en las manos de todos al custodiar sus vestiduras. Más tarde, cuando ya él estaba lleno de ese mismo Espíritu, al que antes había opuesto una inútil resistencia, se lo echa a sí mismo en cara, arrepentido como estaba, dispuesto ya a ser lapidado por defender las mismas verdades que antaño le habían hecho a él lapidar a quien las predicaba. ¿Y el caso de los samaritanos? ¿No se oponen al Espíritu Santo, hasta intentar extinguir totalmente el mismo don de profecía, que se nos ha concedido por obra del Espíritu Santo? Eso sí, el mismo Señor da testimonio de su salvación, cuando en el episodio de los diez leprosos limpios, sólo uno, precisamente samaritano, volvió para dar gracias41. Y lo mismo en el pasaje de la mujer aquella, con la que estuvo hablando junto al pozo a la hora de sexta, y también los que por ella luego abrazaron la fe42. Después de la Ascensión del Señor, según está escrito en los Hechos de los Apóstoles, ¡cuál no fue la alegría de los santos, al ver cómo Samaria acogía la Palabra de Dios! Está el caso de Simón Mago, a quien Pedro le reprendió por tener un pésimo concepto del Espíritu Santo: lo creyó una mercancía a la venta, que él podía comprar con dinero. Pues bien, ni siquiera de él desesperó de encontrarle un lugar para el perdón. De hecho le amonestó con mansedumbre para que se arrepintiera43. Fijémonos, en último término, en la autoridad y prestigio de la Iglesia Católica, que en virtud del mismo don del Espíritu Santo, se difunde por el orbe entero como madre fecunda de todos los santos. ¿A qué hereje o cismático, si se corrige, le ha cortado jamás el hilo de la esperanza de salvación? ¿A quién le cerró las puertas de acceso a la misericordia de Dios? ¿No les llama con lágrimas a que vuelvan a sus pechos de madre, que con enojado orgullo abandonaron? ¿Y quién hay entre los herejes o sus cabecillas, que no se haya opuesto al Espíritu Santo? A no ser que alguien tenga un sentido tan disparatado, que para él son culpables los que hablan alguna palabra, y no los que con su reiterada conducta ofenden al Espíritu Santo. ¿Quiénes luchan tan abiertamente contra el Espíritu Santo como los que, con disputas llenas de soberbia, se ensañan contra la paz de la Iglesia? Pero si de palabras se trata, pregunto yo a ver si algunos no ofenden verbalmente al Espíritu Santo, cuando niegan rotundamente la existencia de todo aquello que propiamente lo distingue, y que Dios es uno solo, de forma que al mismo Dios unas veces lo llamamos Padre, otras Hijo y otras Espíritu Santo. Los hay que reconocen la existencia del Espíritu Santo, pero niegan que sea igual al Hijo, o en todo caso que no es Dios en absoluto. Hay otros que confiesan que en la Trinidad hay una sola e idéntica naturaleza, pero sus ideas acerca de esa naturaleza divina son tan impías, que la tienen como algo mudable y corruptible; y con relación al Espíritu Santo, que el Señor prometió enviar a sus discípulos, ellos se han inventado que no fue pasados cincuenta días después de su resurrección, como atestiguan los Hechos de los Apóstoles44, sino unos trescientos años después y por medio de no sé qué individuo. Los hay también que niegan la venida del Espíritu Santo, cosa que nosotros mantenemos, pero que eligió a unos profetas en Frigia, mucho tiempo después, por medio de los cuales fue hablando. Y otros eliminan como de un soplo sus sacramentos, y, sin pensarlo dos veces, bautizan de nuevo a los ya bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Pero no voy a recorrer una por una todas las desviaciones, ya que son innumerables. Lo que sí aseguro es que a todos éstos, que apenas he citado, para no alargarme, cuando vuelven a la Esposa de Cristo, y se arrepienten y condenan su error y su impiedad, no existe disciplina católica alguna que les niegue la paz y les cierre las entrañas de la misericordia.
La ignorancia, antes y después del bautismo
16. Alguien podrá opinar que sólo hay blasfemia contra el Espíritu Santo, cuando la profiere quien ya tiene los pecados perdonados por el bautismo. Pero fíjese que tampoco a éstos se les quita la posibilidad de arrepentirse, en virtud de la santidad de la Iglesia. Podrá argumentarse que se le niega el perdón porque, después de recibir la gracia de la fe y los sacramentos de los fieles, no puede decirse que peca por ignorancia. Pero aquí hay dos cosas diversas: una es decir que no hay perdón por haber pecado fuera del período de su ignorancia, y otra distinta es decir que no hay perdón por haber proferido una blasfemia contra el Espíritu Santo. Porque si el perdón se merece sólo cuando ha habido ignorancia, y la ignorancia se supone únicamente antes del bautismo, entonces no hay posibilidad de curación por el arrepentimiento, no sólo si se ofende de palabra al Espíritu Santo, después del bautismo, sino tampoco si la ofensa es contra el Hijo del hombre, y de ninguna manera si se contrae algún otro delito, sea por fornicación, homicidio, o por cualquier otra ignominia o pecado grave cometido después del bautismo. Quienes esto mantienen, están excluidos de la comunión católica, y con toda certeza se puede decir que los defensores de una tal crueldad, no pueden ser partícipes de la divina misericordia. En cambio, si se opina que el pecado de blasfemia contra el Espíritu Santo no tiene perdón después de recibido el bautismo, es de observar en primer lugar que el Señor, al referirse a tal pecado, no exceptúa ningún tiempo, sino que afirma de manera universal: El que diga una palabra contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón ni en este mundo ni en el futuro45. Simón Mago, a quien he recordado poco antes, había ya recibido el bautismo, cuando se imaginó al Espíritu Santo sometido al más vil de los mercados. Y no obstante, Pedro, después de corregirlo, le aconsejó arrepentirse. Ahora bien, ¿qué haremos de aquellos que recibieron el bautismo siendo adolescentes o niños, y luego no tuvieron una educación esmerada, viviendo en las tinieblas de la ignorancia, y como consecuencia han llevado una vida totalmente depravada, ignorando por completo lo que la doctrina cristiana manda o prohíbe, promete o amenaza, ignorando qué se debe creer, esperar y amar? ¿Llegaremos a pensar que por el hecho de estar bautizados, no deben ser considerados sus pecados como consecuencia de la ignorancia? ¿No los dominaba un profundo error al pecar, cuando su ignorancia era tal, que no sabían, como se suele decir, ni dónde tenían la cabeza?
La deliberación por sí misma
no hace irremisible ningún pecado
17. Alguien podrá decir que el pecado es deliberado, cuando uno conoce la maldad del acto y, no obstante, lo realiza; pero ¿por qué se tiene como irremisible solamente el pecado cometido contra el Espíritu Santo, y no también el cometido contra el Señor Jesucristo? Supongamos esta disyuntiva: que el pecar o proferir alguna palabra contra el Espíritu Santo sea pecar a sabiendas, es decir, que los pecados por ignorancia son contra el Hijo, y los deliberados son contra el Espíritu Santo. Ahora pregunto yo: ¿Quién ignora que es malo, por ejemplo, profanar la castidad de la mujer ajena? Al menos sí sabe que eso no lo toleraría en su propia esposa... ¿Quién no sabe que está mal estafar al prójimo, o engañarlo con la mentira, o dañarlo con testimonios falsos, o tenderle trampas para robarle, o incluso el matar a uno, o, en fin, todo aquello que uno no quiere que le hagan a sí mismo, y que, si se entera de alguien que lo ha cometido, sin vacilar lo acusa como culpable? Porque si llegamos a decir que tales aberraciones han sido cometidas por ignorancia, ¿cuándo daremos con algún caso en que claramente los hombres pequen a sabiendas? La consecuencia sería ésta: si el pecado contra el Espíritu Santo es pecar con deliberación, no hay lugar al arrepentimiento para los pecados que acabo de citar, ya que el Señor, al pecado contra el Espíritu Santo le arrancó toda esperanza de perdón. Ahora bien, la norma cristiana es contraria a esto, y no cesa de llamar a enmendar su vida a todos los que cometen estos pecados; necesitamos, por lo tanto, saber en qué consiste el pecado contra el Espíritu Santo, ese pecado privado de todo perdón.
El conocimiento de la voluntad de Dios
tampoco es decisivo
18. ¿No es cierto que peca deliberadamente el que, conociendo la maldad del pecado, lo comete, aunque no conozca a Dios ni su voluntad? Es lo que parece decir también la Carta a los Hebreos: A los que pecamos voluntariamente, después de recibir el conocimiento de la verdad, no nos queda ya sacrificio por el pecado46. No quedaría del todo claro con haber dicho únicamente: A los que pecamos voluntariamente; de ahí que añadió: después de recibir el conocimiento de la verdad, que comprende el conocimiento de Dios y de su voluntad. Este conocimiento parece coincidir con el de la sentencia aquella del Señor: El siervo que desconoce lo que quiere su señor, y tiene un comportamiento merecedor de azotes, recibirá pocos; no así el siervo que conoce lo que quiere su señor, y su comportamiento es digno de azotes: éste recibirá muchos azotes47. Como si al decir: recibirá pocos azotes, hubiera querido decir: «Con una ligera corrección alcanzará el perdón», mientras que el otro de quien se dijo: recibirá muchos azotes, sería castigado eternamente, castigo prometido a los que pecan contra el Espíritu Santo. A ellos les dice que jamás les podrá ser indultado este pecado; o sea que pecar contra el Espíritu Santo, sería pecar a sabiendas de cuál es la voluntad de Dios. Si esto es así, será preciso reflexionar y aclarar ante todo cuándo se da este conocimiento de la voluntad de Dios. Hay algunos que ya antes de recibir el sacramento del bautismo han llegado a este conocimiento. El centurión Cornelio, por ejemplo, conoció la voluntad de Dios bajo la enseñanza del apóstol Pedro, incluso antes de ser bautizado, y recibió el Espíritu Santo con gran manifestación de signos que le acompañaron. Y no por ello retrasó en absoluto, como despreciándolos, la recepción de tales sacramentos; al contrario, se bautizó con mucha más convicción, para que esos signos sagrados, cuya realidad ya poseía en sí mismo, le llevasen a completar el conocimiento de la verdad48. En cambio hay muchos que ni siquiera después de recibir el bautismo, se preocupan de conocer la voluntad de Dios. Por lo tanto de todo el que peca antes de su bautismo, conociendo la voluntad de Dios, no podemos decir o sospechar en modo alguno que no se le perdonen todos sus pecados al acercarse a la fuente bautismal. A esto se añade que a los ya creyentes se les enseña, como resumen de la divina voluntad, el amor a Dios y al prójimo, diciéndoles que en estos dos preceptos se contiene toda la Ley y los Profetas49. Pero el amor que el Señor nos inculca hacia el prójimo, es decir, hacia el hombre, llega hasta el amor al enemigo50. Y podemos comprobar que muchos de los ya bautizados confiesan todo esto como verdadero, y hasta veneran estos preceptos como venidos del Señor. Y sin embargo, cuando llega el momento de sufrir algún ataque del enemigo, ¡hay que ver cómo se encienden en deseos de odio y de venganza! No son capaces de aplacarse ni siquiera recitándoles el pasaje del Evangelio. ¡Y de esta clase de bautizados, están llenas las iglesias! Por eso hay hombres de profunda vida espiritual que les amonestan sin cesar, enseñándoles una y otra vez el espíritu de mansedumbre51, para que estén preparados a hacer frente a estas tentaciones con valentía, y prefieran reinar con Cristo en paz, antes que alegrarse de la derrota del enemigo. Pero todo este trabajo no tendría sentido, si para tales pecados no quedase un resquicio de perdón, una esperanza de curación con el arrepentimiento. A los defensores de esta forma de pensar, no se les ocurra afirmar que ignoraba la voluntad de Dios el patriarca David, un hombre elegido, probado y elogiado por Dios, cuando, vencido por la pasión hacia la mujer ajena, buscó el engaño y la muerte de su marido. Pero fue él mismo el primero en reconocer y condenar su crimen, antes que la voz del profeta; pero fue absuelto de su pecado por haberlo confesado con humilde arrepentimiento. Sí, recibió, es verdad, severos castigos52, pero su ejemplo nos ayuda a entender que no hay que interpretar como referidas a la condenación eterna, sino a una formación más rigurosa, aquellas palabras del Señor: El que conociendo la voluntad de su señor, se hace merecedor de azotes, recibirá muchos53.
El bautismo es irrepetible
19. El texto a los Hebreos: Ya no queda sacrificio por los pecados54, quienes lo estudian atentamente no lo aplican al sacrificio del corazón contrito por el arrepentimiento, sino al sacrificio del que viene hablando el Apóstol en el contexto, que es el holocausto del Señor en su pasión, y que ofrece cada uno por sus pecados, cuando se consagra en virtud de la fe en esa misma pasión. Es entonces cuando el bautizado participa del nombre cristiano de los fieles. Quiso el Apóstol significar que el que peca después del bautismo, ya no tiene posibilidad de recurrir a él de nuevo para purificarse. Con esta interpretación no se cierra la posibilidad a la reconciliación, pero hay que reconocer también, que quienes no han recibido el bautismo, tampoco poseen la plenitud del conocimiento de la verdad. Dicho de otro modo, que todo el que ha recibido el conocimiento de la verdad, se supone que también ha recibido el bautismo. Mas no necesariamente sucede al revés, es decir, que todo bautizado está ya en posesión de la verdad, puesto que algunos, con el pasar del tiempo, van progresando, y otros, en cambio, son víctimas de un deplorable abandono. A pesar de todo, el sacrificio del que venimos hablando, es decir, el holocausto del Señor, que de alguna manera se ofrece también por cada uno, cuando en el bautismo se recibe la impronta de su nombre, ya no se puede ofrecer nuevamente, aunque el bautizado reincida en el pecado. No, no es posible bautizar por segunda vez a quienes ya fueron bautizados, aunque, después de su bautismo, hayan caído en pecado por ignorancia de la verdad. Por eso, no se puede asegurar de nadie que ya posee el conocimiento de la verdad antes del bautismo; pero sí tenemos por cierto que el que ya lo recibió, no tiene una segunda oportunidad de sacrificio por sus pecados; en otras palabras, no se puede volver a bautizar. Pero tampoco los que, por falta de una catequesis adecuada, ignoran la verdad, van a creer posible el ofrecer por ellos un sacrificio que ya fue ofrecido -en el caso de que ya estuvieran bautizados-. Después del bautismo, y recibidos a continuación los misterios de la verdad, nadie se puede bautizar de nuevo. Pongamos un ejemplo: tras afirmar que el hombre no es cuadrúpedo, no por ello podríamos concluir que todo viviente no humano, ha de ser necesariamente cuadrúpedo. De los que ya están bautizados, decimos que se curan por la penitencia, pero no que se rehacen de nuevo. El hombre nuevo surge, como desde sus cimientos, en el bautismo con la conversión. Cuando quedan los cimientos, un edificio se puede restaurar; pero si uno quisiera edificar nuevamente los cimientos, entonces el edificio habría que derribarlo por completo. Los hebreos convertidos daban la impresión de quererse pasar del sacerdocio del Nuevo Testamento, al del Antiguo otra vez; por eso se les dice en la Carta a ellos dirigida: Dejando, por tanto, la enseñanza elemental sobre Cristo, pongamos la mirada en lo que ya ha llegado a su consumación, sin volver a echar los cimientos al arrepentimiento por las obras muertas, a la fe en Dios, a la doctrina sobre las purificaciones, a la imposición de manos, a la resurrección de los muertos y al juicio eterno55. Todo esto se les enseñaba en el bautismo, y el autor se niega a que haya que repetirlo en lo que se refiere a la consagración bautismal de los fieles. Otra cosa es en lo referente a la exposición de la Palabra de Dios y de la enseñanza doctrinal: ésa habrá que estar repitiéndola no una, sino mil veces, según lo exija la conveniencia de la materia tratada.
Los judíos, desconocedores del Espíritu Santo
20. Sería hora de concluir ya de lo dicho, que el pecado no perdonable no es cualquiera que se cometa conscientemente, sino el cometido conscientemente contra el Espíritu Santo. Y a propósito de esto surge la pregunta: ¿Sabían los judíos que el Señor obraba movido por el Espíritu Santo, cuando le acusaban de arrojar los demonios por obra del príncipe de los demonios?56 Me extraña que pudieran reconocer en él la presencia del Espíritu Santo, ignorantes como estaban que el Señor era el Hijo de Dios, hundidos en aquella su ceguera, en la que una parte de Israel está sumido, hasta que entren en la fe la totalidad de los gentiles57. De esta ceguera, si Dios quiere, y con su ayuda, trataremos en su momento. Por otra parte, el discernimiento de espíritus es aquel por el que uno distingue si en una persona está obrando el Espíritu Santo u otro espíritu falso. Notemos que este discernimiento por obra del Espíritu Santo, se da a los fieles en algunos momentos, como lo atestigua el mismo Apóstol en otro lugar58. ¿Cómo podían los judíos, incrédulos como eran, privados de este don, discernir si el Señor obraba movido por el Espíritu Santo? Además se dieron en ellos, para su justo castigo, evidentes indicios de malevolencia, cuando compraron testigos falsos en su contra59, cuando le mandaban simulados interlocutores, para sorprenderle en sus palabras60. Y luego, cuando tuvieron noticia de los asombrosos milagros sucedidos en la resurrección, intentaron corromper a los guardias para que hicieran correr noticias falsas61, y ocultar así la verdad. Estos y otros indicios, consignados en la narración evangélica, nos dejan ver cómo su intención era maligna y envenenada.
¿Cuál es el pecado que no merece perdón?
21. Parece que ya comienza a esclarecerse quién peca contra el Espíritu Santo: peca aquel que, con malvada intención, se opone a las obras del Espíritu Santo. Y esto aunque ignore si se trata o no del Espíritu Santo. Pero está en una tal disposición interior, que odia esas obras, y preferiría que no fueran del Espíritu Santo; y ello no porque sean malas, sino porque las odia; y las odia porque en su malvada actitud, se opone precisamente a la Bondad personificada. A éste es a quien se considera reo de pecado contra el Espíritu Santo. Pero ahora digo yo: bien, supongamos que uno formaba parte de aquel grupo a quienes el Señor echó en cara este delito; pero luego quiere acercarse a la fe de Cristo, pidiendo con lágrimas la salvación, sumido en el dolor del arrepentimiento y habiendo vencido ya aquellos odios -cosa que bien pudo suceder en algunos del grupo-. Yo pregunto: ¿Habrá alguien tan ofuscado en su error, que niegue la conveniencia de admitirlos al bautismo de Cristo, o que esté convencido de que su admisión fue inútil? Es verdad que si alguien, movido por antipatía, maldice contra el divino proceder, porque su perversidad se opone a las obras buenas de Dios, es decir, a sus dones, este tal peca contra el Espíritu Santo, por lo que debe pensarse que no tiene esperanza de perdón. Y ahora miremos a ver si el mismo Pablo no formó parte de este número. Dice él: Yo fui antaño un blasfemo, un perseguidor y un insolente; pero he alcanzado misericordia, porque obré con ignorancia, cuando todavía no era creyente62. ¿Dejó acaso de cometer esta clase de pecado, porque no tuvo ese odio? Escuchemos lo que en otro lugar nos dice: También nosotros fuimos en otro tiempo insensatos, incrédulos, descarriados, esclavos de toda suerte de pasiones y deseos, obrando con malicia y antipatía, detestándonos y teniéndonos odio unos a otros63.
Definición del pecado contra el Espíritu Santo
22. Vemos, pues, que ni a los paganos, ni a los hebreos, ni a los herejes o cismáticos sin bautizar, se les cierran las puertas del bautismo cristiano cuando ya han rechazado su vida pasada y se han convertido a una vida mejor. Y esto aunque hayan sido enemigos de la religión cristiana y de la Iglesia de Dios, antes de su purificación en los sacramentos cristianos, incluso aunque hubieran opuesto resistencia al Espíritu Santo, con todos los vejámenes a su alcance. Vemos también cómo los que han sido iniciados en el conocimiento de la verdad, hasta llegar a la recepción de los sacramentos, pero que luego han caído, y han opuesto resistencia al Espíritu Santo, y sin embargo, cuando han retornado buscando su curación y la paz de Dios por el arrepentimiento, no se les niega el auxilio de la misericordia. Vemos, en fin, que en aquellos mismos a quienes el Señor culpó de haber blasfemado contra el Espíritu Santo, si algunos de ellos llegaron a recapacitar y fueron a buscar refugio en la gracia de Dios, encontraron su curación sin género de dudas. Pues bien, siendo esto así, ¿cómo definiremos el pecado contra el Espíritu Santo, que en palabras del Señor no tiene perdón ni en esta vida ni en la otra? Sólo nos queda afirmar que se trata del pecado de contumacia en el mal y en la perversidad, acompañada del rechazo a la esperanza en el perdón de Dios. Esto equivale a la oposición a su gracia y a su paz, palabras que han dado origen a nuestra digresión sobre este tema. Y aquí debemos notar que tampoco a los mismos judíos, acusados por el Señor de blasfemia, se les cerró el acceso a la corrección y a la penitencia, como lo dicen las palabras con que el mismo Señor les reprendió: Si el árbol es bueno, su fruto es bueno; si el árbol es malo, su fruto es también malo64. Y esto nunca se lo habría dicho, si por causa de aquella blasfemia ya no les fuese posible cambiar su alma hacia el bien, produciendo frutos de obras buenas, o pudiéndolos producir, sí, pero en vano, puesto que su pecado estaba sin perdonar.
Conclusión. Obstinación y desesperanza culpable,
elementos esenciales del pecado contra el Espíritu Santo
23. Cuando el Señor, movido por el Espíritu de Dios, expulsaba demonios y curaba las demás enfermedades y dolencias corporales, no pretendía otra cosa, sino que se aceptasen estas sus palabras: Convertíos, está cerca el reino de los cielos65. Cierto que los pecados se perdonan de una forma invisible. Pues bien, Jesús, con milagros visibles, preparaba la fe en ese perdón, cosa que aparece del todo evidente en el episodio del paralítico. Lo primero que al paralítico se le ofrece es el don visible de su salud, que por eso había venido a Jesús. Pero como el Hijo del hombre había venido a salvar al mundo, y no a juzgarlo66, le dijo: Tus pecados están perdonados67. Esto levantó una oleada de críticas e indignación entre los judíos, pareciéndoles que era una arrogancia el atribuirse tamaña potestad. Les replica: ¿Qué es más fácil decir: Tus pecados están perdonados, o decir: Levántate y camina? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene el poder de perdonar pecados, (le dice al paralítico): Yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa68. Tanto con este hecho, como con sus palabras, nos manifestó claramente que lo que realizaba en los cuerpos era para apoyar la fe en la liberación de las almas por el perdón de los pecados. Es decir, que el poder visible hiciera digno de fe al poder invisible. Pues bien, como realizaba todos aquellos portentos, movido por el Espíritu de Dios, como traer la gracia y la paz a los hombres: la gracia del perdón de los pecados, y la paz, fruto de la reconciliación con Dios -de quien sólo nos aleja el pecado-, al decir los judíos que arrojaba los demonios con el poder de Belcebú, los quiso amonestar con misericordia, para que no profirieran palabras blasfemas contra el Espíritu Santo69, es decir, que no opusieran resistencia a la gracia y a la paz de Dios, que el Señor había venido a traer, movido por el Espíritu Santo. No es que ellos hubieran ya cometido el pecado que no tiene perdón ni en este mundo ni en el futuro, no; sino que les inculcaba a no desesperar del perdón, bien sea por presumir de su propia santidad, omitiendo, consiguientemente, el arrepentirse, o bien porque, obstinándose en sus pecados, continuarían obrando de ese modo, y oponiendo resistencia a la gracia como tal y a la paz, prorrumpiendo así en palabras blasfemas contra el Espíritu Santo, que era por quien el Señor hacía tales signos con vistas a darnos la gracia y la paz. Estas palabras blasfemas, de que se habla aquí, no las debemos entender literalmente como pronunciadas por la lengua, sino todo lo que el corazón concibe y lo expresamos luego también con obras. Es lo mismo que a Dios no lo confiesan aquellos que lo hacen sólo con el sonido de la voz, pero no les acompañan las obras. De ellos está escrito: Proclaman que conocen a Dios, pero lo niegan con sus obras70. Se deduce de aquí fácilmente que con hechos se puede afirmar, lo mismo que negar. La expresión del Apóstol: Nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no es movido por el Espíritu Santo71, no se puede entender correctamente, más que con el lenguaje de los hechos. Nadie cree que se expresaban con palabras aquellos a quienes el Señor reprocha: ¿Por qué me andáis diciendo: «Señor, Señor», y no hacéis lo que os digo?72 Y también: No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el reino de los cielos73. Sucede lo mismo con relación a la palabra dicha contra el Espíritu Santo, de la que el Señor advierte que no tiene perdón: debemos entenderla como una actitud de contumacia persistente en el pecado, sin esperanza en la gracia y la paz que nos viene del Espíritu. Pues así como aquéllos niegan al Señor con los hechos, así también éstos afirman con sus hechos que quieren permanecer en su mala vida y perversa conducta. Y de hecho así lo hacen, es decir, perseveran. Con este panorama, ¿a quién le va a extrañar, o cómo va a decir que no entiende a Jesucristo el Señor, cuando a los judíos, con aquellas amenazas, los llamaba a convertirse? Él quería concederles la gracia y la paz, mediante la fe en él. Pero si ellos se empeñaban en ofrecer resistencia a la gracia y a la paz, estaban profiriendo palabras y blasfemias contra el Espíritu Santo con esa actitud desesperada e impía por la obstinación perseverante en sus pecados. Con una actitud así, soberbia y en contra de Dios, con ausencia de arrepentimiento humilde y de confesión de sus pecados, ¿a quién le extrañará, digo, que no haya posibilidad de concederles perdón ni en este mundo ni en el futuro? Pues bien, de este modo acabamos de resolver, con la ayuda del Señor, una cuestión de peso y difícil, con ocasión del tema de la gracia y de la paz, que recibimos de parte de Dios Padre y del Señor nuestro Jesucristo. Si alguno todavía desea que este tan importante tema sea tratado e investigado con mayor profundidad, sepa que sus deseos se verán satisfechos en los tratados sobre el Evangelio, cuando se analicen las palabras de los evangelistas. Recuerde que en esta obra nosotros nos hemos propuesto tratar la Carta del apóstol Pablo a los Romanos. Y continuaremos en los próximos volúmenes, si Dios quiere, la investigación del texto que aún queda de dicha Carta. Pongamos ya fin a este volumen.