SOBRE LA DOCTRINA CRISTIANA

Traducción: Balbino Martín Pérez, OSA

LIBRO IV

CAPÍTULO I

No intenta dar preceptos retóricos

1. Esta obra nuestra que lleva el título de Doctrina Cristiana, desde el comienzo la dividí en dos partes. Por eso después del prólogo en que respondí a los que podrían censurar esta mi obra, dije: «Dos son las cosas en que se funda todo estudio de las Escrituras: El modo de hallar las cosas que se han de entender y el modo de exponer las ya entendidas. Primero trataremos del modo de encontrarlas; después del modo de exponerlas». Como hemos dicho muchas cosas sobre la invención y hemos completado tres volúmenes en la primera parte acerca de este asunto, trataremos, con la ayuda del Señor, más concisamente sobre la exposición, a fin de que, si pudiera ser, se reduzca a un solo libro, y la obra entera a cuatro volúmenes.

2. Lo primero que prevengo en este prólogo a mis lectores, los que quizá piensen que he de darles los preceptos retóricos que aprendí y enseñé en las escuelas del siglo, es que no esperen de mí tal cosa, no porque no tengan alguna utilidad, sino porque, si la tienen, deben aprenderse aparte. Si por casualidad a algún buen hombre le sobra tiempo para aprenderlas, no debe requerírmelas ni en ésta ni en otra obra mía.

CAPÍTULO II

Es conveniente que el orador cristiano use la retórica

3. Como por el arte de la retórica se persuade la verdad y la mentira, ¿quién se atreverá a decir que la verdad debe hallarse inerme en sus defensores contra la mentira, y que, por tanto, los que intentan persuadir falsedades deben saber en el exordio de la oración hacer al oyente benévolo, atento y dócil; y los que exponen la verdad han de ignorarlo? ¿Quién dirá que los que inculcan la mentira han de saber exponerla con brevedad, claridad, verosimilitud, y los otros que cuentan las verdades de tal modo lo han de hacer que produzca hastío el escucharlas, trabajo el entenderlas y por fin repugnancia el adoptarlas? ¿Quien dirá que aquéllos han de rebatir la verdad con falsos argumentos y afianzar la mentira, y éstos no podrán defender la verdad ni refutar los errores? ¿Quién dirá que aquéllos, al hablar moviendo y empujando al error los ánimos de los oyentes, los han de aterrar, contristar, alegrar y exhortar con ardor y éstos, defendiendo la verdad, han de dormitar con languidez y frialdad? ¿Quién será tan insensato que así sienta? Ocupando un puesto medio el arte del discurso y sirviendo en gran manera para persuadir las cosas buenas o las malas, ¿por qué los buenos no se dedican a conseguirle para que sirva a la virtud, cuando los malos le emplean en uso de la iniquidad y del error para defender vanas y perversas causas?

CAPÍTULO III

En qué edad y por qué medio pueden aprenderse los preceptos de la retórica

4. Sin embargo, todas las reglas y observancias que sobre este asunto prescribe la retórica, a las cuales, si se añade el hábito diligentísimo de explicarse con abundancia de voces escogidas y de adornos de palabras, constituyen aquella que se llama facundia o elocuencia, han de aprenderlas aquellos que puedan aprender con brevedad, fuera de esta obra mía, en edad apta y competente y escogiendo para ello el espacio de tiempo conveniente. Pues los mismos príncipes de la elocuencia romana no dudaron afirmar que quien no puede aprender este arte con prontitud, jamás lo aprenderá perfectamente1. Que sea verdad esto no tenemos necesidad de averiguarlo. Pues, aunque también puedan aprender después de tiempo estas reglas los más tardos de ingenio, sin embargo, no las tenemos en tanto que queramos malgastar en aprenderlas la edad madura y grave de los hombres. Basta que éste sea el cuidado de los jóvenes, mas no de todos los que deseamos instruir para provecho de la Iglesia, sino de aquellos que todavía no están ocupados en cosa que siendo más urgente se deba anteponer sin duda a ésta. Porque si hay ingenio agudo y entusiasta, más fácilmente se consigue la elocuencia leyendo y oyendo a los que hablan elocuentemente, que siguiendo los preceptos de la elocuencia. No deja de haber escritos eclesiásticos, aun fuera del canon, colocados saludablemente en la atalaya de la autoridad, que leyéndolos un hombre capaz, aunque él no lo procure, sino sólo con estar atento a las cosas que allí lee se irá imbuyendo, mientras se entretiene en su lectura, en el estilo con que están escritas, y sobre todo si se junta a esto el ejercicio de escribir, o de dictar, o finalmente de recitar lo que siente según la norma de la piedad y de la fe. Si falta un tal ingenio, ni se aprenderán aquellos preceptos retóricos, ni aprovecharán para nada si después de grandes y machacones trabajos llegan a entenderse en algo. Pues también de los mismos que los aprendieron y que hablan copiosa y elegantemente, no todos cuando hablan pueden pensar en los preceptos, para hablar conforme a ellos, a no ser que traten de los mismos; aún más, creo que apenas habrá alguno de ellos que al mismo tiempo sea capaz de hablar bien y de pensar mientras habla en aquellos preceptos que es menester observar para hablar bien. Se ha de pensar evitar que escapen de la memoria las cosas que han de decirse por atender a decirlas con arte. Sin embargo, en los discursos y charlas de los oradores, se hallan empleadas las reglas de la elocuencia, de las cuales ni se acordaron para hablar, ni cuando hablaban, ya las hubieran aprendido, ya ni siquiera las hubieran saludado. Puesto que las observan porque son elocuentes, no es que las empleen para serlo.

5. Si los infantes no aprenden a hablar a no ser oyendo a los que hablan, ¿por qué no podrán hacerse elocuentes los hombres sin enseñarles arte alguna de elocuencia, sino leyendo, oyendo y, en cuanto sea posible, imitando el estilo de los elocuentes? La experiencia nos dice en repetidos ejemplos que ello es así. Conocemos a muchos que, sin aprender preceptos retóricos, son más elocuentes que otros muchísimos que los han estudiado. Sin embargo, a nadie hemos visto que sin leer ni oír las oraciones y discursos de los elocuentes haya llegado él a serlo. Tampoco necesitarían los niños el arte de la gramática en la que se enseña la integridad de las expresiones, si pudieran vivir y crecer entre hombres que hablan con propiedad. Ya que, ignorando hasta los nombres de los vicios del lenguaje, corregirían y evitarían por su buena costumbre de hablar lo que de vicioso oyesen de los labios de alguno que habla; al modo que los campesinos son corregidos por los que viven en la ciudad, aunque éstos ignoren las letras.

CAPÍTULO IV

Oficio del doctor cristiano

6. El doctor y expositor de las Escrituras divinas, como defensor que es de la fe y debelador del error, debe enseñar lo bueno y desenseñar lo malo, y asimismo mediante el discurso, apaciguar a los contrarios, alentar a los tibios y enunciar a los ignorantes de qué se trata y qué deben esperar. Después que haya hecho o hallado a sus oyentes benévolos, atentos y dóciles, habrá de llevar a cabo el asunto conforme lo pidiere la causa. Si los oyentes que escuchan deben ser enseñados, dado caso que lo necesiten, ha de hacerse por medio de la narración, a fin de dar a conocer el asunto de que se trata. Mas para que lo dudoso se haga cierto, se ha de reaccionar aduciendo pruebas. Pero si los oyentes deben ser excitados más bien que enseñados, a fin de que no sean remisos en cumplir lo que ya saben y presten asentimiento a las cosas que confiesan verdaderas, entonces se requieren mayores arrestos de elocuencia. Aquí son necesarios los ruegos y las súplicas, las reprensiones y amenazas y todos los demás recursos que sirven para conmover los ánimos.

7. Casi todos los hombres, en los asuntos que ventilan de palabra, no se cansan de poner en práctica todas estas cosas que acabo de decir.

CAPÍTULO V

Interesa que el orador cristiano hable más sabia que elocuentemente. Cómo podrá conseguir esto

Pero como algunos lo hacen con rudeza, con tosquedad y frialdad, y otros aguda, elegante y vehementemente, resulta que conviene que afronte el cargo de la predicación, de que ahora tratamos, para que aproveche al auditor, el que pueda hablar y razonar sabiamente, aun cuando no lo sepa hacer con elocuencia y aproveche menos que si lo pudiera hacer con ella. El orador que deja fluir de sus labios una necia elocuencia tanto más debe evitarse cuanto más se deleita el oyente en las cosas inútiles que de él oye, pues como le oyen hablar con elegancia, juzgan que también dice verdad. Éste pensamiento no escapó de la mente de aquellos que juzgaron debía ser enseñado el arte de la retórica, pues declararon que la sabiduría sin elocuencia aprovecha poco a los Estados; la elocuencia sin la sabiduría las más de las veces daña, y nunca aprovecha2. Luego si los mismos que enseñaron los preceptos de la retórica, instigados por la verdad, se vieron obligados a confesar esto en los mismos libros que escribieron sobre la elocuencia, a pesar de no conocer la verdadera sabiduría, es decir, la celeste que desciende del Padre de las luces, ¿cuánto más lo debemos confesar nosotros que somos hijos y ministros de tal sabiduría? Tanto más o menos sabiamente habla un hombre cuanto más o menos hubiere aprovechado en las Santas Escrituras. No digo en tenerlas muy leídas y en saberlas de memoria, sino en calar bien su esencia y en indagar con ahínco sus sentidos. Porque hay algunos que las leen y las descuidan; las leen para retenerlas de memoria, y descuidan entenderlas. A los cuales sin duda deben preferirse los que no tienen tan en la memoria sus palabras, pero ven el corazón de ellas con los ojos de su espíritu. Pero mejor que ambos es aquel que cuando quiere las expone y las entiende a perfección.

8. A éste, pues, que está obligado a decir con sabiduría lo que no puede expresar con elocuencia, le es en sumo grado necesario retener las palabras de las Escrituras, porque, cuanto mas pobre se ve en las suyas, tanto más debe enriquecerse en aquéllas, a fin de que lo que dijere con las propias lo pruebe con aquéllas, y así el que era pequeño con las propias crezca en cierto modo con el testimonio de las grandes. Deleitará probando el que no puede deleitar diciendo. Ahora bien, el que quiera hablar no sólo con sabiduría, sino también con elocuencia, y hará sin duda más provecho si pudiera adunar una y otra cosa, con más gusto le remito a que lea, oiga o imite con el ejercicio a los elocuentes, que le mande entregarse a profesores de elocuencia, con tal que los autores que se lean o se oigan sean alabados con motivo verdadero de que hablaron o hablan no sólo elocuente, sino sabiamente. Los que hablan con elocuencia son oídos con gusto. Los que hablan sabiamente, con provecho. Por eso no dice la Escritura que la multitud de los elocuentes, sino que la multitud de los sabios es la salud del universo3. Pues así como muchas veces deben tomarse las cosas amargas por ser saludables, así también siempre debe evitarse lo dulce que es pernicioso. ¿Y qué cosa mejor que una saludable suavidad o una suave salubridad? En este caso, cuanto más se apetece la suavidad, tanto más fácilmente aprovecha la salubridad. Hay varones eclesiásticos que trataron las palabras divinas no sólo sabia sino también elocuentemente, y para leerlos, antes faltará tiempo que pueden faltar sus escritos a los estudiosos y dedicados a ellos.

CAPÍTULO VI

En los autores sagrados se halla la sabiduría junto con la elocuencia

9. Ahora tal vez pregunte alguno si nuestros autores, cuyos escritos divinamente inspirados componen nuestro canon de provechosísima autoridad, han de ser llamados solamente sabios o también elocuentes. Fácilmente se descubre esta cuestión por lo que a mí toca y a los que conmigo sienten lo que digo. Donde les entiendo, me parece que no sólo no puede darse otra cosa más sabia, sino ni más elocuente. Y me atrevo a decir que todos los que entiendan bien lo que ellos dicen, al mismo tiempo entienden que no debieron haber hablado de otro modo. Pues, así como hay cierta elocuencia que es más propia de la edad juvenil y otra que conviene a la senil, y no puede llamarse con tal nombre si no corresponde al orador, así también hay una elocuencia que conviene a estos hombres dignísimos de suma autoridad y profundamente divinos. Con esta elocuencia hablaron aquellos autores sagrados, y ni a ellos convenía otra, ni a otros convenía ésta. A ellos les viene exactamente; a los otros, cuanto más baja les parece, tanto ella es más alta, no por la inflación de sus palabras, sino por la solidez de su sustancia. Donde no los entiendo, ciertamente me parece menor su elocuencia; sin embargo, no dudo que ella es tal, cual es donde los entiendo. Esa misma obscuridad de los dichos saludables y divinos debía mezclarse con tal elocuencia con el fin de que nuestro entendimiento no sólo aprovechase con la invención, sino también con el ejercicio.

10. Bien pudiera, si tuviese tiempo, hacer ver a los que anteponen su lenguaje al de nuestros autores no por su grandeza, sino por la hinchazón, que todas las gracias y adornos de la elocuencia de los que se jactan se hallan en los escritos sagrados de estos que la divina Providencia destinó para nuestra enseñanza y para conducirnos de este depravado siglo al siglo bienaventurado. Pero lo que en esta elocuencia me deleita más de lo que puede ponderarse, no es lo que tienen de común nuestros autores con los oradores y poetas gentiles; lo que más me aturde y maravilla es que de tal modo usaron de la elocuencia nuestra, moldeándola con otra cierta y propia suya, que ni faltó en ellos ni tampoco descolló; pues no era conveniente que desaprobasen la mundana ni que hicieran ostentación de ella; y hubiera sucedido lo primero si la hubieran evitado, y pudiera pensarse lo segundo si se hubiera visto fácilmente en sus escritos. En los pasajes en que los doctos la descubren, se dicen tales cosas que las palabras con que se dicen no parecen empleadas por el que las dice, sino como naturalmente unidas a las cosas, como si se nos quisiera dar a entender que la sabiduría sale de su misma casa, es decir, del corazón del sabio, y que la elocuencia, como criada inseparable, la sigue aun sin ser llamada.

CAPÍTULO VII

Enseña bellamente, con ejemplos de la Escritura, que a la sabiduría acompaña, como compañera inseparable, su hermana la elocuencia

11. ¿Quién no verá lo que quiso decir el Apóstol, y cuán sabiamente lo dijo al escribir: Nos gloriamos en las tribulaciones sabiendo que la tribulación labra la paciencia, la paciencia la prueba, la prueba la esperanza, y la esperanza no nos engaña porque el amor de Dios se difundió en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado?4 Si alguno, por decirlo así, indoctamente docto, se empeña en sostener que el Apóstol siguió en este lugar las reglas del arte de la elocuencia, ¿no sería la irrisión de los cristianos doctos e indoctos? Y, sin embargo, aquí tenemos la figura que los griegos llaman klimax y en latín se denomina «gradación», porque algunos no quisieron denominarla «escalera», siendo así que consiste en conectar las palabras o sentencias de tal modo, que se van trabando unas con otras, como vemos que sucede aquí, pues enlaza con la tribulación la paciencia, con la paciencia la prueba y con la prueba la esperanza. Se nota aquí además otro adorno, que consiste en que, después de haber sido pronunciadas cada una de las frases o sentencias separadamente, lo que los latinos llaman miembros o incisos y los griegos kola o kommata, sigue el «circuito» o cláusula, que los griegos llamar periodon período, cuyos miembros los suspende el orador hasta cerrar el período con el último; así aquí, el primer miembro de los que preceden al período es la tribulación labra la paciencia; el segundo, la paciencia obra la prueba; y el tercero, la prueba, la esperanza. A continuación sigue el período que contiene otros tres miembros, de los cuales el primero es la esperanza no nos engaña; el segundo porque el amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones; y el tercero por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. Todas estas cosas y otras por el estilo se enseñan en el arte de hablar. Pues bien, así como no decimos que el Apóstol siguió los preceptos retóricos, tampoco negamos que la elocuencia siguió a la sabiduría.

12. Escribiendo a los corintios, en la carta segunda reprende a ciertos pseudoapóstoles judíos que murmuraban de él; y al verse precisado a hacer su elogio, se atribuye a sí mismo esta como ignorancia. ¡Pero cuán sabia y cuán elocuentemente lo dice!; le acompaña la sabiduría y le guía la elocuencia; sigue a aquélla, precede a ésta, y siguiéndole ésta no la desprecia; pues dice: Os vuelvo a decir que ninguno me tenga por necio, sino que, aunque sea como necio, toleradme que yo también me gloríe un poquito. Lo que digo (ahora) no lo digo según el Señor, sino como en fatuidad en este asunto de gloriarme. Muchos ciertamente se glorían según la carne, yo también me gloriaré. Porque sufrís de buena gana a los fatuos, siendo vosotros cuerdos. Porque toleráis si alguno os reduce a servidumbre, si alguno os devora, si alguno toma (lo vuestro), si alguno se engríe; si alguno os hiere en el rostro. Por deshonra lo digo, como si nosotros hubiéramos sido débiles. A lo que alguien se atreva, con fatuidad lo digo, también yo me atrevo. ¿Son hebreos?, también yo lo soy. ¿Son israelitas?, también yo. ¿Son del linaje de Abraham?, yo también. ¿Son ministros de Cristo?, como necio hablo, yo por encima. En trabajos los excedo muchísimo, en cárceles mucho más, en recibir golpes muchísimo más, en peligros de muerte muchas veces. Por cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé en lo profundo del mar. Muchas veces en caminos (he tenido) peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi linaje, peligros de los gentiles; peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre los falsos hermanos. He pasado por toda suerte de trabajos y miserias, por vigilias frecuentes, por hambre y sed, por no tener que comer muchas veces, por frío y por desnudez. Y aparte de estas cosas exteriores, el combate diario sobre mí, el cuidado de todas las Iglesias. ¿Quién no enferma que yo no me enferme? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase? Si conviene gloriarme en estas cosas que pertenecen a mi debilidad, me gloriaré5. Con cuánta sabiduría han sido dichas estas cosas, lo verán los dispuestos. Cuál sea el río de elocuencia formado con estas palabras, lo advertirá el profundamente dormido.

13. Pues bien, el que entiende conocerá que cuando se entrevean con variedad convenientísima aquellos incisos que los griegos llaman cómmata, y los miembros y períodos de los cuales tratamos poco antes, se forma esta especie y como semblante hermoso de dicción que conmueve y deleita también a los indoctos. Porque, desde que comenzamos a insertar el pasaje arriba citado, comienzan los períodos; el primero es el más pequeño, pues consta de dos miembros que es lo menos que puede tener, aunque puede tener más. El primero es os vuelvo a decir que ninguno me tenga por necio. A éste sigue otro período de tres miembros, y sino aunque sea como necio toleradme que yo también me gloríe un poquito. El tercero que sigue tiene cuatro miembros: Lo que digo (ahora) no lo digo según el Señor, sino como con fatuidad, en este asunto de gloriarme. El período cuarto tiene dos: Muchos ciertamente se glorían según la carne, yo también me gloriaré. El quinto tiene también dos: Pues sufrís de buena gana a los fatuos, siendo vosotros cuerdos. El sexto tiene asimismo dos: Pues toleráis si alguno os reduce a servidumbre. A esto siguen tres incisos: Si alguno os devora, si alguno toma lo (vuestro), si alguno se engríe. Después vienen otros tres miembros: Si alguno os hiere en el rostro, por deshonra lo digo, como si nosotros hubiéramos sido débiles. A esto se añade un período con otros tres miembros, a lo que alguien se atreva, con fatuidad lo digo, también yo me atrevo. Desde aquí, a tres incisos que pone preguntando, corresponden otros tres respondiendo: ¿Son hebreos?, también yo lo soy; ¿son israelitas?, también yo; ¿son del linaje de Abraham?, yo también. Al cuarto inciso, puesto también en forma de interrogación, no responde con otro inciso, sino con la oposición de un miembro: ¿Son ministros de Cristo?, como necio hablo, yo por encima. A esto siguen otros cuatro incisos, habiendo suprimido con gran primor la interrogación: En trabajos los excedo muchísimo, en cárceles mucho más, en recibir golpes muchísimo más, en peligros de muerte muchas veces. Luego se pone un corto período distinguiendo con entonación cortada: Por cinco veces recibí de los judíos, siendo este miembro el primero a quien se enlaza el segundo, cuarenta azotes menos uno. De aquí vuelve a los incisos y se ponen tres diciendo: Tres veces fui azotado con varas, una vez apedreado, tres veces naufragué. A esto sigue un miembro solo: Un día y una noche pasé en lo profundo del mar. Luego, con graciosísimo ímpetu, fluyen catorce incisos: Muchas veces en caminos (he tenido) peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre los falsos hermanos. He pasado por toda suerte de trabajos y miserias, por vigilias frecuentes, por hambre y sed, por no tener qué comer muchas veces, por frío y desnudez. Después de estos incisos interpone un período de tres miembros, y, aparte de estas cosas exteriores, el combate diario sobre mí, el cuidado de todas las Iglesias. A este período añade dos miembros preguntando: ¿Quién se enferma que yo no me enferme?, ¿quién se escandaliza que yo no me abrase? Finalmente, todo este pasaje se termina, como anhelando el descanso, con un período de dos miembros: Si conviene gloriarse, en estas cosas que pertenecen a mi debilidad me gloriaré. No puede explicarse cuál sea la elegancia y cuál sea el deleite que tenga el que después de un impetuoso torrente de elocuencia, interponiendo una narracioncilla, descanse por decirlo así, y haga descansar al auditorio. Pues sigue diciendo: El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el que es bendito por todos los siglos sabe que no miento6. A seguida narra con suma brevedad cómo estuvo en un grave peligro y la forma como se libró de él.

14. Sería muy largo analizar los demás adornos literarios, o exponer estos mismos en otros pasajes de las Santas Escrituras. ¿Qué no diría si quisiera ir señalando, a lo menos en todo este pasaje apostólico, las figuras de dicción que enseña el arte de la retórica? ¿No me tendrían los hombres serios por meticuloso en lugar de poder satisfacer el deseo de algún estudioso? Cuando todas estas cosas se enseñan por los maestros del arte, se tienen por grandes, se compran a precio elevado y se venden con harta jactancia; la que yo mismo temo también exhalar al tratar de estas cosas. Pero debí responder a hombres malamente doctos, que juzgan que nuestros autores deben ser despreciados, no porque carezcan, sino porque no ostentan la elocuencia, que ellos estiman más de la cuenta.

15. Quizá piense alguno que yo elegí al apóstol San Pablo como el único elocuente de nuestros autores. Porque donde dice aunque yo soy ignorante en el discurso, pero no lo soy en ciencia7, parece que habló de tal manera como quien concede a los detractores, no como quien confiesa que él lo tiene por verdad. Si hubiera dicho soy ciertamente ignorante en el discurso, pero en la ciencia no lo soy, de ningún modo hubiera podido entenderse otra cosa. No vaciló en confesar llanamente su ciencia, sin la cual no hubiera podido ser el Doctor de las Gentes. Ciertamente que, si presentamos algo de él para ejemplo de elocuencia, lo tomamos de las cartas que sus mismos detractores, despreciando su palabra cuando les hablaba, confesaron que eran eficaces y graves8. Veo, por lo tanto, que tengo que decir algo sobre la elocuencia de los profetas en quienes, por medio de locuciones figuradas, se ocultan muchísimas cosas, las cuales, cuanto más ocultas aparecen bajo palabras metafóricas, tanto más agradan al ser descubiertas. Pero lo que debo mencionar aquí ha de ser tal que no me obligue a explicar, sino sólo recordar de qué forma está dicho. Y lo voy a tomar principalmente del libro de aquel profeta que dice de sí mismo haber sido pastor o vaquero, el cual fue divinamente sacado de aquel menester y enviado a profetizar al pueblo de Dios9. Pero no haré la cita conforme a la versión de los Setenta, pues como ellos tradujeron con espíritu divino, parece que por esto dijeron algunas cosas de distinta manera, a fin de que la atención del lector se previniese para ir más bien en busca del sentido espiritual, lo cual hace que algunos pasajes de ellos sean más obscuros, porque son más trópicos y figurados; haré, pues, la cita de la versión latina hecha del hebreo por el presbítero Jerónimo, instruido en una y otra lengua.

16. Cuando este profeta rústico o hijo de rústicos arguye a los impíos, a los soberbios, a los lujuriosos, y, por tanto, descuidadísimos de la caridad fraterna, exclama diciendo: Ay de los que sois opulentos en Sión, y confiáis en el monte de Samaria, Nobles, cabezas de los pueblos, los que entráis pomposamente en la casa de Israel. Pasad a Calanna y contemplad, y desde allí marchad a Emath la grande, y bajad a Geth la de los palestinos, y a sus mejores reinos, por si el territorio de ellos es más dilatado que el vuestro. Los que estáis separados para el día malo y os acercáis al solio de la iniquidad. Los que dormís en lechos de marfil, y os holgáis libidinosamente en vuestros aposentos, los que coméis el cordero del rebaño y los novillos de en medio de la vacada; los que cantáis al sonido del salterio. Juzgaron que, como David, tenían instrumentos musicales, bebiendo el vino en tazas, y ungiéndose con el más precioso ungüento, y permanecían impasibles ante el aplastamiento de José10. ¿Por ventura aquellos que, teniéndose por sabios y elocuentes, desprecian a nuestros profetas por indoctos e ignorantes del lenguaje, si hubieran tenido que decir algo semejante y a semejantes hombres, hubieran deseado decirlo de otro modo, sin querer ser tenidos por necios?

17. Porque, a la verdad, ¿qué más pueden desear unos prudentes oídos que la locución transcrita? En primer lugar, ¡con qué ímpetu la invectiva golpea los sentidos como adormecidos para que despierten. ¡Ay de los que sois opulentos en Sión y confiáis en el monte de Samaría, Nobles, cabezas de los pueblos, los que entráis pomposamente en la casa de Israel! Después, para demostrar que eran ingratos a los beneficios de Dios que les había dado un extenso reino, pues confiaban en el monte de Samaría donde se adoraban los ídolos, dice: Pasad a Calanna y contemplad, y desde allí marchad a Emath la grande, y bajad a Geth la de los palestinos, y a sus mejores reinos, por si el territorio de ellos es más dilatado que el vuestro. Al mismo tiempoque se dicen estas cosas, se adorna el discurso como con antorchas con los nombres de los sitios de Sión, Samaría, Calanna, Emath la grande y Geth de Palestina. Además los verbos que se juntan a estos nombres se varían bellamente; sois opulentos, confiáis, pasad, marchad, bajad.

18. Como consecuencia, se anuncia la llegada próxima de la cautividad bajo un rey impío al añadir: Los que estáis separados para el día malo, y os acercáis al solio de la iniquidad. A continuación, menciona la cualidad del desenfreno: Los que dormís en lechos de marfil, y os holgáis libidinosamente en vuestros aposentos, los que coméis el cordero del rebaño y los novillos de en medio de la vacada. Estos seis miembros componen tres períodos de dos miembros cada uno. Pues no dice los que estáis separados para el día malo, los que os acercáis al solio de la iniquidad, los que dormís en lechos de marfil, los que os holgáis libidinosamente en vuestros aposentos, los que coméis el cordero del rebaño y los novillos de en medio de la vacada; aunque estuviera dicho así, también hubiera sido hermoso, porque de un mismo pronombre repetido se derivarían cada uno de los seis miembros restantes, terminando cada uno de ellos suspendiendo el tono de la voz del que pronuncia. Pero se hizo mucho más hermosamente juntando al mismo pronombre de dos en dos los miembros, desarrollando tres sentencias; una anunciándoles la cautividad: Los que estáis separados para el día malo, y os acercáis al solio de la iniquidad; la otra reprendiendo su molicie: Los que dormís en lechos de marfil y os holgáis libidinosamente en vuestros aposentos; la tercera, echándoles en cara su gula: Los que coméis el cordero del rebaño y los novillos de en medio de la vacada. De suerte que deja a voluntad del que declama, o dar entonación final a cada miembro, resultando de este modo seis, o suspender con la entonación el primero, tercero y quinto, juntando el segundo al primero, el cuarto al tercero, y el sexto al quinto, formando así bellísimamente tres períodos bimembres; uno en que se patentiza la calamidad inminente; otro en que se les delata su lecho impuro, y el tercero en que les denuncia el sibaritismo de la mesa.

19. Después reprende el placer desenfrenado del oído, cuando allí dijo: Los que cantáis al sonido del salterio. Pero como la música puede ejecutarse sabiamente por sabios, refrenando el ímpetu de la invectiva con admirable primor de elocuencia, y hablando ya no con ellos, sino de ellos, para enseñarnos a distinguir la música del sabio de la del lujurioso, no dice los que cantáis al sonido del salterio, y pensáis como David tener instrumentos de música; sino que habiéndoles dicho aquello que como lujuriosos debían oír: Los que cantáis al sonido del salterio, también indicó en cierto modo a otros la poca destreza de ellos, diciendo: Juzgaron que, como David, tenían instrumentos musicales. Esas tres sentencias se pronuncian mejor, si dejando en suspenso los dos primeros miembros, se termina el período con el tercero.

20. Lo que a todo esto se añade: Y permanecían impasibles ante el aplastamiento de José, ya se pronuncie seguido, de modo que forme un solo miembro, ya con más graciasesuspenda la voz después de y permanecían impasibles, prosiguiendo después de esta pausa ante el aplastamiento de José, formando así un período de dos miembros, siempre resulta bellísimo no haber dicho, y permanecían impasibles ante el aplastamiento de su hermano; sino más bien haber puesto en lugar de hermano José, a fin de que cualquier hermano se significase con el nombre propio de aquel que entre sus hermanos goza de fama preclara, ya por los males que de ellos recibió, ya por los bienes que en pago les devolvió. No sé si en el arte de la retórica que aprendimos y enseñamos se hable de éste tal tropo, en el que se da a entender cualquier hermano con el nombre de José. ¡Cuán hermoso sea, y cuánto impresione a los lectores que lo entienden, es inútil explicárselo a ninguno, si él mismo no lo advierte.

21. Ciertamente, otros muchos adornos que atañen a las normas de elocuencia pudieran anotarse en este mismo pasaje que como ejemplo adujimos. Pero al buen oyente no es tanto lo que le instruye el examen diligente de un pasaje, como le excita pronunciado con entusiasmo. Estas palabras no han sido compuestas por industria humana, sino que emanaron sabia y elocuentemente de la mente divina, no intentando la sabiduría que a ella le siguiese la elocuencia, sino que la elocuencia no se apartó de la sabiduría. Porque si es cierto, como pudieron decirlo y observarlo ciertos varones sapientísimos y agudísimos, que no se hubieran observado y anotado aquellas reglas que se aprenden en el arte de la oratoria, ni se hubieran reducido a este cuerpo de doctrina, si antes no se hubieran encontrado en los ingenios de los oradores, ¿por qué se ha de admirar que se encuentren en los ingenios de estos hombres a quienes envió Aquel que hace los mismos ingenios? Por lo tanto, confesemos que nuestros autores y doctores canónicos no sólo son ciertamente sabios, sino también elocuentes, pero con tal elocuencia cual convenía a semejantes personas.

CAPÍTULO VIII

Aunque la obscuridad de los autores sagrados sea elocuente, no debe ser imitada por los autores cristianos

22. Pero si hemos tomado por vía de ejemplo de los autores sagrados algunos pasajes de elocuencia que se entienden sin dificultad, sin embargo, de ningún modo se ha de pensar que debemos imitarlos en aquellos pasajes que escribieron con útil y saludable obscuridad con el fin de ejercitar y en cierto modo aguzar las mentes de los lectores y al mismo tiempo quebrantar el fastidio y avivar el deseo de los que quieren aprender; o también para ocultarlos a los ánimos de los impíos con el fin de que se conviertan a la piedad o se aparten de los misterios. Aquéllos hablaron de esta manera para que los sucesores que los entendieren y explicaren rectamente hallasen en la Iglesia de Dios otra gracia, desigual ciertamente, pero subsecuente a la de ellos. Luego los expositores de los autores sagrados no deben hablar de tal modo que se propongan a sí mismos, como si ellos debieran ser explicados con igual autoridad a la de aquéllos; antes bien, en todos sus discursos han de procurar ante todo y sobre todo que se les entienda, hablando en lo posible con tal claridad que, o ha de ser muy rudo el que no entienda, o que en la dificultad y sutileza de las cosas que pretendemos manifestar y explicar no sea nuestra locución la causa de que pueda ser entendido menos y con más tardanza.

CAPÍTULO IX

Entre quiénes y de qué modo deban ser tratadas las cosas difíciles de entender

23. Hay ciertas cosas que por su misma naturaleza no se entienden o apenas pueden entenderse por más vueltas y revueltas que les dé el expositor con palabras llanísimas; las cuales nunca jamás han de trasmitirse a los oídos del pueblo, o rarísimamente, y esto, si apremia alguna circunstancia. Al contrario, en los libros que se escriben para que retengan en cierto modo al lector si se entienden, y si no se entienden no molestan al que no tenga ganas de leer; y asimismo, en las conversaciones particulares, no se ha de omitir a costa de cualquier trabajo que nos cueste la disertación, este deber de llevar al conocimiento de otros las verdades que nosotros ya entendimos, por difíciles que sean de entender, si el oyente o interlocutor tiene deseos de aprender y no le falta la capacidad mental para percibirlas de cualquier modo que se le propongan. En este caso, el que enseña no debe preocuparse de la elocuencia en exponerlo, sino de la claridad en explicarlo.

CAPÍTULO X

Empeño de explicar con claridad

24. El deseo diligente de dar claridad al discurso descuida a veces las palabras más cultas, y no se preocupa de cuán bien suenen, sino de cuán bien declaren y expliquen lo que se intenta manifestar. Por eso dijo cierto autor al tratar de esta clase de locución, que hay en ella cierta diligente negligencia11. Sin embargo esta negligencia, de tal suerte se despoja del adorno, que no se viste con desdoros. Aunque entre los buenos maestros hay tanto cuidado de enseñar, o a lo menos lo debe haber, que si alguna palabra, por conservar su pureza latina, resulta obscura o ambigua, y en el lenguaje del vulgo se dice de modo que se evita la ambigüedad y la obscuridad, prefieren más bien la forma con que la usan rústicos al modo con que la expresan los doctos. Y así nuestros intérpretes no tuvieron reparo en traducir: non congregabo conventícula eorum de sanguinibus12, no congregaré o frecuentaré sus juntas de «sangres», porque juzgaron que hacía al caso se dijese en aquel sitio en plural el nombre «sanguis», el cual en la lengua latina sólo se usa en singular. ¿Por qué ha de pesar a un maestro de piedad que hablando a gente ruda diga «ossum», hueso, en lugar de «os», a fin de que no entienda que esta sílaba «os» es el singular de «ora» bocas, sino el de «ossa» huesos?; sobre todo cuando los oídos africanos no distinguen de vocales breves o largas. Porque ¿de qué sirve una exacta locución que no entiende el auditorio, siendo así que no hay motivo en absoluto para hablar cuando no entienden lo que hablamos aquellos por cuyo motivo hablamos para que nos entiendan? Luego el que enseña debe evitar todas aquellas palabras que no enseñan, y si en lugar de estas palabras puede valerse de otras correctas que se entiendan, éstas debe elegir precisamente; pero si no pudiere hacerlo o porque no existen o porque no se le ocurren de momento, use de palabras menos puras, siempre que se enseñe bien y se aprenda exactamente.

25. Este empeño de que se nos entienda bien hay que procurarlo no sólo en las conversaciones, ya sean con uno solo o con muchos, sino también, y mucho más, cuando se dirige la palabra al pueblo. Porque en la conversación particular, cada uno tiene la facultad de preguntar, pero cuando todos callan para oír a uno solo teniendo a todos pendientes de su boca, ni hay costumbre ni es decente que cada cual pregunte allí lo que no entiende, y por eso mismo debe empeñarse el orador sobremanera de venir en ayuda del que calla. Suele el auditorio, ávido de instrucción, significar con algún movimiento personal si ha entendido; y hasta que no lo manifieste debe dar vueltas al asunto de que trata, variando la explicación de muchos modos; lo que no podrán hacer los que pronuncian sus discursos preparados y aprendidos de memoria. Tan pronto como se conozca que se entendió el discurso, se debe terminar o pasar a otro asunto. Porque así como se nos hace grato el que nos esclarece lo desconocido, así también se hace pesado el que machaca sobre lo conocido, sobre todo a aquellos cuya expectación pendía toda ella de la solución de la dificultad que se ha explicado. Ciertamente que se dicen cosas sabidas con el fin de deleitar, pero en este caso no se atiende a ellas sino al modode decirlas. Y si éste es ya conocido y agrada a los oyentes, apenas interesa nada que el que habla recite o simplemente lea. Porque las cosas que se hallan elegantemente escritas suelen leerlas con agrado, no sólo los que las conocen por primera vez, sino también las vuelven a leer con gusto los que ya las conocían y el olvido aún no se las borró de la memoria. Asimismo unos y otros se complacen en oírlas. En cambio, cuando se recuerda a alguno las cosas que tenía ya olvidadas, se enseña. Pero ahora no trato del modo de agradar, hablo, sí, del modo cómo haya de enseñarse a los que desean aprender. Pues bien, la mejor forma de enseñar es aquella por la cual hace que el que oye oiga la verdad y entienda lo que oye. Conseguido esto, ya no se debe trabajar más en este asunto, como si aún debiera emplearse más tiempo en enseñarla, a lo más se detendrá en recomendarla para imprimirla en el corazón; lo cual, si se juzga que debe hacerse, se ha de ejecutar con tal moderación que no se llegue a causar aburrimiento.

CAPÍTULO XI

Por qué el que intenta enseñar ha de hablar con claridad y de modo que agrade

26. Absolutamente hablando, la elocuencia tratando de enseñar no consiste en que agrade lo que se aborrecía o en que se haga lo que se rehusaba, sino en hacer que se descubra lo que estaba oculto. Sin embargo, si se hace esto toscamente, el fruto de la enseñanza llegará a muy pocos: A los que desean saber las cosas que deben aprenderse, aunque se digan con estilo bajo e inculto. Cierto que, al conseguir esto, se deleitan con el pasto de la misma verdad, pues es índole propia de los buenos ingenios amar la verdad en las palabras, mas no las palabras por sí mismas. ¿De qué sirve una llave de oro si con ella no se puede abrir lo que queremos? ¿Y qué nos da que sea de madera si con ella lo podemos, cuando precisamente no buscamos otra cosa sino es abrir lo que está cerrado? Pero como existe no pequeña semejanza entre los que comen y los que aprenden, de ahí que, para evitar la desgana de los más, no hay otro remedio que condimentar los alimentos sin los cuales no se puede vivir.

CAPÍTULO XII

El deber del orador es enseñar, deleitar y mover

27. Dijo, pues, un maestro de elocuencia, y dijo la verdad, que el orador de tal modo debe hablar que enseñe, deleite y mueva. Y añadió después: «El enseñar es propio de la necesidad, el deleitar de la amenidad y el mover de la victoria»13. De estas tres cosas, la primera que se dijo, esto es, la necesidad de enseñar, se halla situada en las cosas que decimos; las otras dos, en el modo de decirlas. Luego el que habla con intento de enseñar no juzgue haber dicho lo que quiso mientras no sea entendido por aquel a quien quiso enseñar. Pues aunque haya dicho lo que él mismo entendió, todavía no ha de pensar que lo dijo para aquel que no le ha entendido. Si le entendió, de cualquier modo que lo haya dicho, ya lo dijo. Si además quiere deleitar o mover a los que enseña, no es indiferente el modo como hable; para conseguirlo, interesa el modo de decirlo. Así como se ha de deleitar al auditorio a fin de que atienda a lo que oye, del mismo modo se le ha de convencer, para que se mueva a ejecutar lo que ha oído. Y como se deleita si le hablas con amenidad, igualmente (observarás que) se mueve si ama lo que le prometes, teme lo que le amenazas, odia lo que le reprendes, abraza lo que le recomiendas, se duele de lo que le inculcas digno de dolor, se alegra de lo que le propones como objeto de alegría, se conduele de aquellos que le presentas como dignos de misericordia ante sus ojos, huye de aquellos a quienes le has propuesto con terror que se aparte de ellos, y, por fin, si hace caso de todos cuantos medios puede emplear una gran elocuencia para conmover los ánimos de los oyentes, no para enseñarlos qué deban hacer, sino para que ejecuten lo que ya saben que debe ejecutarse.

28. Mas si todavía lo ignoran, sin duda antes hay que enseñarlos que moverlos. Y puede ser que con sólo conocer las cosas, de tal modo se muevan, que ya no sea necesario recurrir a otros mayores esfuerzos de elocuencia para moverlos. Sin embargo, esto último hay que hacerlo cuando sea necesario, y no hay duda que lo es cuando, sabiendo lo que hay que hacer, no lo hacen. Por eso se dijo que enseñar es de necesidad. Los hombres pueden hacer o no hacer lo que saben, mas ¿quién dirá que deben hacer lo que ignoran? Por esto, el persuadir o mover no es de necesidad, porque no siempre es menester, cuando el auditorio da su asentimiento al que enseña o al que deleita. Se dice que el mover es obra de la victoria, porque puede suceder que se enseñe y se deleite, y, sin embargo, no asienta el oyente. ¿Y de qué servirían en tal caso las dos primeras diligencias de enseñar y deleitar, si falta esta tercera? Tampoco el deleitar es de necesidad, ya que cuando en la oración se pone la verdad de manifiesto, lo que pertenece al oficio de enseñar, no se hace por medio del discurso ni se atiende a que deleite el discurso o la verdad, sino que por sí misma, porque es verdad, deleita ya patente. De aquí nace que muchas veces deleitan también las cosas falsas cuando se descubre y se convence que lo son; no deleitan porque sean falsas, sino porque se aclaró que eran falsas; deleita, pues, el raciocinio con el cual se demostró esta verdad.

CAPÍTULO XIII

El fin del orador es mover el ánimo

29. Por causa de aquellos a quienes hastiados no agrade la verdad si no se les dice de tal modo que aun agrade el discurso del que habla, se dio en la elocuencia no poco lugar a la delectación. Y aun esto no basta a ciertas gentes duras, a quienes no les aprovecha ni el entender ni el haber sido deleitadas con la elocuencia del orador. ¿Qué valen, en efecto, estas dos cosas para el hombre que confiesa la verdad y alaba la elocuencia, pero no da su asentimiento, siendo así que a esto solo mira la intención del orador en las cosas que dice para persuadir? Cuando la enseñanza versa sobre cosas que basta creer o conocer, no se pide más del auditorio que confiese ser verdad lo que se propuso. Cuando se enseña lo que ha de hacerse, y se enseña para que se haga, en vano se inculca que lo que se dice es verdadero, en vano se le agrada con el modo de decirlo, si no lo aprende para practicarlo. Conviene, pues, que el orador sagrado, cuando aconseja alguna cosa que debe ejecutarse, no sólo enseñe para instruir y deleite para retener la atención del auditorio, sino también mueva para vencer. Porque a quien ni la verdad demostrada hasta llegar a confesarla, ni la amenidad del lenguaje le movió, no queda otro remedio para reducirle al asentimiento que la majestad de la elocuencia.

CAPÍTULO XIV

La suavidad que se ha de procurar en el discurso ha de ser proporcionada al argumento

30. Tanto empeño han puesto los hombres en esta suavidad o amenidad, que tantas y tan malas y torpes acciones, que han sido aconsejadas con elocuencia extremada a los malos y torpes, las cuales no sólo no deben hacerse, sino que deben huirse y detestarse, se leen y releen no con el fin de imitarlas, sino únicamente para deleitarse con el estilo de ellas. Aleje Dios de su Iglesia lo que de la sinagoga recuerda Jeremías, profeta, diciendo: Cosas pavorosas y horrendas se han hecho sobre la tierra; los profetas profetizaban iniquidades, y los sacerdotes aplaudieron con sus manos, y mi pueblo amó esto mismo. ¿Y qué haréis en adelante?14 ¡Oh elocuencia, tanto más terrible cuanto más pura, y tanto más vehemente cuanto más sólida! ¡Oh hacha, que parte verdaderamente las piedras! A un hacha dijo Dios mismo por este profeta que era semejante su palabra, que habla por los santos profetas15. Aparte, aparte Dios de nosotros que los sacerdotes aplaudan a los que dicen cosas inicuas, y que el pueblo de Dios ame esto mismo. Lejos de nosotros, vuelvo a decir, tanta locura, porque ¿qué haríamos en lo venidero? Concediendo que las cosas que se dicen se entiendan, deleiten y muevan menos, no obstante díganse cosas verdaderas y justas y no se oigan con agrado cosas inicuas, lo que no sucedería si no se dijeran con elegancia.

31. En un pueblo grave, como del que se dijo a Dios ante un pueblo grave te alabaré16, no es deleitable la afectada elocuencia, no ya la que embellece las cosas inicuas, sino tampoco la que adorna con tan espumoso ornato de palabras las buenas, pequeñas y caducas, cual no engalanaría con majestad y decoro las grandes y estables. Algo de esto se encuentra en una carta del beatísimo Cipriano, lo cual me parece que, o sucedió casualmente, o se hizo de intento, para demostrar a la posteridad qué lengua apartó de esta redundancia la pureza de la doctrina cristiana, reduciéndola a una elocuencia más grave y modesta, cual es la que en sus cartas posteriores con seguridad se ama, con veneración se apetece, pero con mucha dificultad se alcanza. Dice, pues, en cierto lugar de la epístola «vayamos a este asiento; la vecina soledad nos ofrece lugar de retiro, donde trepando los vagabundos sarmientos con sus colgantes zarcillos por los enrejados de cañas, han formado un emparrado pórtico con bóveda de verdes pámpanos»17. No es posible hablar de este modo, sino por una admirable y afluentísima fecundidad de facundia, pero por la excesiva profusión desagrada a la gravedad.

Los que gustan de esta afluencia pomposa piensan sin duda que los que no hablan así, sino más sobriamente, no es porque de intento lo eviten, sino porque no pueden hacerlo. Por eso, este santo varón demostró que podía hablar de aquel modo, como lo hizo en el citado lugar; y que no quiso, porque jamás en adelante lo hizo.

CAPÍTULO XV

El orador eclesiástico ha de hacer oración a Dios antes de hablar

32. Ciertamente este nuestro orador, cuando habla cosas justas, santas y buenas, y no debe hablar otras, ejecuta aldecirlas cuanto puede para que se le oiga con inteligencia, con gusto y con docilidad. Pero no dude que si lo puede, y en la medida que lo puede, más lo podrá por el fervor de sus oraciones que por habilidad de la oratoria. Por tanto, orando por sí y por aquellos a quienes ha de hablar, sea antes varón de oración que de peroración. Cuando ya se acerque la hora de hablar, antes de soltar la lengua una palabra, eleve a Dios su alma sedienta para derramar lo que bebió y exhalar de lo que se llenó. Pero, como de cada tema que deba ser tratado conforme a la fe y a la caridad haya muchas cosas que decir y puedan expresarse de modos muy diferentes por aquellos que las saben, ¿quién se dará cuenta perfecta de lo que conviene se diga por nosotros y se oiga por el auditorio en el momento de la locución, sino Él que conoce los corazones de todos? ¿Quién es el que hace que digamos lo que conviene y como conviene, sino Aquel en cuyas manos estamos nosotros y nuestras palabras?18 Por tanto, el que quiere saber y enseñar aprenda todas las cosas que deben ser enseñadas. Adquiera el arte de decir que conviene al orador sagrado, pero, al tiempo mismo de hablar, piense que a una mente buena le conviene más lo que dice el Señor: No queráis pensar qué o cómo habléis; porque se os dará en aquella hora lo que hayáis de hablar, pues no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu del Padre que habla en vosotros19. Pues bien, si el Espíritu Santo habla en aquellos que son entregados a sus perseguidores por amor a Cristo, ¿por qué no ha de hablar también en aquellos que entregan a Cristo a sus oyentes?

CAPÍTULO XVI

No se dan en vano por el hombre preceptos para enseñar aunque Dios sea sólo el que hace doctores

33. Si alguno dijere que no deben darse a los hombres reglas sobre la materia o modo de enseñar, puesto que el Espíritu Santo es el que hace los doctores, también puede decir que no debemos orar, pues dice el Señor: Sabe vuestro Padre qué cosa os es necesaria antes que se la pidáis20; o que tampoco el apóstol San Pablo debió prescribir a Timoteo y a Tito cómo y qué cosas debían enseñar a otros. A quien en la Iglesia se le haya impuesto el deber de enseñar, ha de tener siempre ante sus ojos las tres cartas del Apóstol. Y en la primera a Timoteo, ¿no se lee anuncia y enseña estas cosas?21 Y cuáles sean ellas, arriba lo dijo. ¿No se dice allí al anciano no le reprendas, sino adviértele como a padre?22 ¿No se dice en la segunda conserva la forma de las palabras sanas, que oíste de mí?23 ¿Y no le dice allí mismo esfuérzate en presentarte a ti mismo como obrero probado a Dios, que no se avergüenza y que trata debidamente la palabra de la verdad?24 Allí mismo se escribe: Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, exhorta, reprende con toda paciencia y enseñanza25. Y a Tito ¿no le dice igualmente que el obispo debe ser perseverante conforme a la enseñanza de la palabra de la fe, para que pueda redargüir en la sana doctrina a los que le contradigan?26 Y allí mismo le dice: Tú habla las cosas que convienen a la sana doctrina, que los viejos sean sobrios27 y lo demás que sigue. También allí se dice: Habla estas cosas, y exhorta y arguye con todo imperio. Nadie te menosprecie28. Amonéstalos que estén sujetos a los príncipes y a las autoridades29, etc. ¿Luego qué hemos de pensar? ¿Acaso se contradice a sí mismo el Apóstol diciendo en un lugar que por obra del Espíritu Santo se hacen los doctores, y mandando en otro a éstos cómo y qué deben enseñar? O más bien deberemos entender que el oficio de los hombres de enseñar aun a los mismos doctores mediante la gracia del Espíritu Santo no debe cesar, y que no obstante también ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que da el incremento30. De aquí se sigue que nadie, ni por obra de los mismos hombres santos, ministros de Dios, ni por los mismos ángeles, aprenderá rectamente lo que pertenece a vivir con Dios, a no ser que sea hecho por Dios dócil a Dios, al cual se le dice en el salmo: Enséñame a hacer tu voluntad, porque Tú eres mi Dios31. Por eso el Apóstol decía a Timoteo, hablando como un maestro a su discípulo: Tú persevera en aquellas cosas que aprendiste y te fueron dadas, pues sabes de quién las aprendiste32. Así como las medicinas corporales que los hombres aplican a los hombres no aprovechan sino a quienes Dios da la salud, el cual pudiera curarlos sin ellas, siendo así que ellas no pueden sin Dios, y no obstante se aplican; y tan laudablemente que, si esto se hace prestando un servicio, se computa entre las obras de misericordia o de beneficencia, así las ayudas de enseñanza aplicadas por el hombre entonces aprovecharán al alma cuando Dios haga que le aprovechen, el cual pudo dar a un hombre el evangelio sin ministerio de los hombres y sin intervención de los hombres.

CAPÍTULO XVII

Para enseñar, deleitar y mover, existen tres modos de decir

34. El que hablando intenta persuadir lo que es bueno sin despreciar ninguna de estas tres cualidades, a saber, que enseñe, que deleite y que mueva, ore y trabaje, como hemos dicho arriba, para que le oigan, inteligente, agradable y obedientemente. Si hace esto de modo apto y conveniente, puede ser llamado con derecho elocuente, aun cuando no consiga el asentimiento del oyente. A estas tres cosas de enseñar, de deleitar y de mover, parece que quiso referirse el mismo orador de la romana elocuencia cuando en el mismo lugar elijo: «Aquél será elocuente que pudiere decir las cosas pequeñas con sencillez, las medianas con moderación y las grandes con sublimidad»33. Lo cual es como si juntara a estos preceptos aquellos tres oficios, y de esta suerte expusiera una única sentencia diciendo: Será elocuente aquel que para enseñar pueda decir las cosas pequeñas con sencillez; para deleitar, diga las medianas con moderación; y para mover, exponga las grandes con grandilocuencia.

CAPÍTULO XVIII

El orador sagrado siempre trata materias grandes

35. Estos tres géneros de estilo según fueron expuestos por él, pudo muy bien emplearlos en las causas forenses; pero no pueden ser aplicados aquí, es decir, en las cuestiones eclesiásticas sobre que versa el discurso del que nos proponemos ahora informar. Aquellas causas se llaman pequeñas cuando se trata de dinero; grandes, si anda por medio la salud y la vida; pero cuando no se debate nada de esto, ni se trata de persuadir al auditorio que haga o decida algún asunto, sino únicamente deleitarle, por venir a estar estas cosas como en medio de unas y otras las llamaron módicas, esto es, moderadas o medianas. Módico se deriva de modo, y por lo mismo llamar módico a lo pequeño es un abuso. Pero como en nuestros discursos todas las cosas que decimos, y principalmente las que exponemos al pueblo desde el pulpito, las debemos encaminar a la salud no temporal sino eterna, y a apartar de la muerte sempiterna, todas las cosas que decimos son grandes, y hasta tal punto lo son, que ni aun las mismas cosas que el orador sagrado dice sobre el modo de adquirir o de perder los bienes pecuniarios han de parecer pequeñas, ya se trate de cantidad grande o pequeña. Porque no es cosa pequeña la justicia, la cual sin duda debemos observar aun en lo pequeño, habiendo dicho el Señor: «El que es fiel en lo poco también lo es en lo mucho»34. Lo que es mínimo, ciertamente es mínimo; pero ser fiel en lo mínimo es una cosa grande. Porque así como la razón de la redondez, que consiste en que desde un punto céntrico se tiren líneas todas iguales a los extremos, es la misma en un gran disco que en una moneda pequeña, así cuando la justicia se cumple en una cosa pequeña no disminuye la grandeza de la justicia.

36. Finalmente, hablando el Apóstol de los juicios civiles, donde no se ventila otra cosa si no es el dinero, dice: ¿Se atreve alguno de vosotros, teniendo pleito contra otro, a ser juzgado por los inicuos y no ante los santos? ¿Acaso ignoráis que los santos juzgarán al mundo? ¿Y si por vosotros ha de ser juzgado el mundo, seréis indignos de juzgar las cosas mínimas? ¿No sabéis que hemos de juzgar a los ángeles, pues ¿por qué no las cosas temporales? Si tuviereis causas temporales, constituid para juzgar a los que son más inferiores en la Iglesia. Os lo digo para avergonzaros. ¿Es que no hay entre vosotros ni un solo varón sabio que pueda dirimir una contienda entre los hermanos? Pero un hermano litiga contra otro y eso ante los infieles. Desde luego, ya es un verdadero delito que entre vosotros tengáis pleitos. ¿Por qué, más bien, no soportáis la iniquidad? ¿Por qué no toleráis que os defrauden? Pero el caso es que vosotros hacéis la iniquidad y defraudáis, y esto a vuestros hermanos. ¿Por ventura ignoráis que los injustos no han de heredar el reino de los cielos?35 ¿Qué motivo hay para que el Apóstol se indigne tanto, reprenda de este modo, vitupere así, increpe de esta suerte y amenace con tal vehemencia? ¿Qué motivo existe para que demuestre el afecto de su alma en el repetido y fuerte cambio de la voz? En fin, ¿qué motivo tiene para hablar de cosas tan menudas con estilo tan elevado? ¿Acaso los asuntos seculares merecieron del Apóstol una estimación tan grande? Ni pensarlo. Habla así por la justicia, la caridad y la piedad, las cuales, sin que lo dude mente alguna sana, aun en las cosas más pequeñas son grandes.

37. A no dudarlo, si tuviéramos que advertir de qué modo debieran tratar los hombres ante los jueces eclesiásticos los negocios civiles, ya en propio favor ya en el de sus prójimos, haríamos bien en advertirles que, como asuntos pequeños, lo hicieran con sencillez; pero como tratamos de la elocuencia del varón a quien queremos doctor de aquellas cosas que nos libran de los eternos males y nos hacen conseguir los eternos bienes, donde quiera que se traten estas cosas, ya sea ante el pueblo, ya privadamente, ya hablando a uno, ya a muchos, ya a los amigos, ya a los enemigos, ya en peroración seguida, ya en conversación alterna, ya en opúsculos, ya en libros, ya en cartas breves, ya en largas, siempre son cosas grandes. A no ser que digamos que por ser un vaso de agua fría una cosa mínima y de poquísimo valor, por eso también sea mínimo y de poquísimo valor lo que dijo el Señor que cualquiera que lo diere a un discípulo de Él, no perderá su recompensa36. O que cuando este doctor predique en la Iglesia sobre este tema deberá pensar que habla sobre cosa que no tiene importancia y, por lo tanto, que no debe hablar en estilo moderado ni sublime, sino llano. ¿Acaso cuando aconteció que hablase yo sobre esto al pueblo, y Dios me asistió para que hablase como convenía, no se levantó como una cierta llama de aquella agua fría37 que encendió los corazones helados de mis oyentes para hacer obras de misericordia, puesta la mirada en la esperanza de la celestial recompensa?

CAPÍTULO XIX

Se debe variar el estilo según la diversidad del asunto

38. Aunque el autor cristiano debe decir cosas grandes, no siempre ha de decirlas en estilo elevado; sino que, para instruir, usará el estilo llano; para alabar o vituperar, el moderado; al tratar de algo que debe hacerse, si hablamos con los que deben hacerlo y se niegan a ello, entonces las cosas grandes se deben decir con estilo sublime y conveniente para doblegar los ánimos. Algunas veces sucede que de una misma cosa que es grande en sí misma se habla llanamente, si se enseña; moderadamente, si se alaba; y elevadamente, si se impele al alma que estaba alejada de ella a que se convierta. ¿Qué cosa hay más grande que Dios? ¿Y por eso no será objeto de enseñanza? ¿O es que el que enseña la unidad de la Trinidad debe emplear en la exposición otro estilo fuera del llano, a fin de que una cosa tan difícil de conocer pueda entenderse en cuanto sea posible? ¿Acaso se buscan aquí adornos y no más bien testimonios; acaso aquí hay que mover al oyente para que ejecute algo, y no más bien instruirle para que aprenda? En fin, cuando se alaba a Dios en sí o en sus obras, ¡cuánta belleza de hermosa y espléndida dicción se ofrece a aquél que puede alabar, y alaba cuanto puede a quien ninguno alaba dignamente, y ninguno deja de alabarle de algún modo! Si Dios no es adorado, o si con Él, o antes que Él se adora a los ídolos, ya sean demonios o cualquiera otra criatura, entonces es la hora de usar la elocuencia más sublime, para presentar al auditorio la enormidad de este mal y moverle a que se aparte de un mal tan inmenso.

CAPÍTULO XX

Ejemplos de estilo llano, moderado y sublime sacados de las Santas Escrituras

39. Un ejemplo de estilo sencillo, por citar algo llano, del apóstol San Pablo, lo tenemos donde dice: Decidme los que deseáis estar bajo la ley. ¿No habéis oído a la ley? Porque está escrito que Abraham tuvo dos hijos, uno de la esclava y otro de la libre; pero el de la esclava nació según la carne, mas el de la libre, en virtud de la promesa. Estas cosas están dichas en alegoría. Porque ellas son dos testamentos, uno que parte del monte Sinaí, el cual engendra para servidumbre, que es Agar. El Sinaí es un monte de Arabia que está contiguo a la Jerusalén de ahora, que sirve con sus hijos. Pero la Jerusalén que se halla arriba es libre y ella es nuestra madre38, etc. Igualmente es pasaje del mismo estilo donde raciocina y dice: Hermanos, hablo al modo humano, no hay duda que el legítimo testamento de un hombre ninguno le anula ni le añade cláusulas. Pues bien, a Abraham y a su linaje fueron hechas las promesas. No dice la Escritura «y a sus linajes», como si hablara de muchos, sino como hablando de uno, «a tu linaje», que es Cristo. También digo esto: El testamento confirmado por Dios no le anula de modo que invalide las promesas, la ley, que fue dada cuatrocientos treinta años después. Pero si la herencia viene de la ley, entonces no procede de la promesa, mas a Abraham se la donó Dios por la promesa. Y como se le pudiera ocurrir al oyente pensar, ¿luego entonces para qué se dio la ley si no procede de ella la promesa?; el mismo Apóstol se hace esta objeción y dice como quien pregunta: ¿Entonces para qué la ley?, y a continuación responde: Fue dada por motivo de la transgresión, hasta que viniese la semilla a quien se hizo la promesa, ley dispuesta por medio de los ángeles en la mano del Mediador. Mas el mediador no es entre uno solo; y Dios es uno. Asimismo podía ocurrir otra objeción que él mismo se propuso: ¿Luego la ley va contra las promesas de Dios?; y responde: De ningún modo; y dio la razón diciendo: Si hubiera sido dada una ley que pudiera vivificar, la justicia procedería en absoluto de la ley. Pero la Escritura lo encerró todo bajo el pecado para que la promesa se diera a los creyentes por la fe de Jesucristo39. Y así otros pasajes.

Pertenece, pues, al oficio de enseñar, no sólo abrir lo que está cerrado y resolver las dificultades de las cuestiones, sino también, mientras se hace esto, salir al paso de otras cuestiones que tal vez se presenten, no sea que por ellas se condene y refute lo que íbamos diciendo en las primeras; pero con tal que al mismo tiempo se nos ocurra la solución de ellas, no sea que propongamos dificultades que no podamos resolver. Suele suceder que cuando se promueven y resuelven cuestiones incidentales dentro de la principal y de estas secundarias, se suscitan otras incidentales, y resolviéndolas también, se extienda de tal suerte el raciocinio yéndose tan lejos, que si no tiene el orador una memoria grande y vigorosa, no podrá volver al principio de lo que trataba. Sin embargo, es muy bueno refutar cualquier contradicción que pueda presentarse, no sea que al oyente se le ocurra cuando no tenga quien se la refute; o que se le ocurra en el momento, pero, por no poder hablar, salga menos instruido.

40. El estilo moderado lo tenemos en aquellas palabras del Apóstol: No increpes al anciano sino amonéstale como a padre, a los jóvenes trátalos como a hermanos, a las ancianas como a madres, a las jovencitas como a hermanas40. Y en aquellas otras: Os ruego, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa y agradable a Dios. Casi todo este pasaje de la misma exhortación tiene un estilo moderado; pero los trozos son más bellos donde se suceden elegantemente las cosas propias con las propias, como si fuesen tributos que se pagan a un deudor; por ejemplo: Teniendo dones diversos conforme a la gracia que se nos ha dado, ya sea profecía a proporción de la fe, ya ministerio para administrar, el que enseña en la enseñanza, el que exhorta en la exhortación, el que distribuye en la sencillez, el que preside en la solicitud, el que obra misericordia con alegría. El amor sin fingimiento, odiando el mal, apegándoos al bien. En la caridad fraterna, amándoos unos a otros, previniéndoos mutuamente en el honor, en la obligación no perezosos, en el espíritu fervientes, sirviendo al Señor, en la esperanza gozosos, sufridos en la tribulación, en la oración perseverantes, caritativos en las necesidades de los santos, ejercitando la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen, bendecidlos y no los maldigáis. Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran, sintiendo lo mismo unos con otros41; ¡y con qué belleza se termina toda esta afluencia de sentencias con un período de dos miembros!, diciendo: No pongáis el pensamiento en cosas altas, sino sentid con los humildes. Y poco después dice: Perseverando en esto, dad a todos lo debido, a quien tributo tributo, a quien contribución contribución, a quien temor temor, a quien honor honor. Todo este pasaje que fluye por miembros separados se concluye con un período formado de dos miembros: A nadie le debáis cosa alguna, sino el amaros los unos a los otros. Y poco después: La noche ha pasado y se ha acercado el día. Así, pues, desechemos las obras de las tinieblas y nos vistamos con las armas de la luz. Como de día andemos honestamente, no en banquetes y embriagueces, no en lechos y torpezas, no en contiendas y rivalidades, sino vestíos de nuestro Señor Jesucristo y no hagáis caso de la carne en sus deseos42. Si esto último lo hubiera alguno modificado así, y de la carne en sus deseos no hagáis caso, sin duda que hubiera alagado a los oídos con una cláusula mucho más sonora; pero el traductor, con más gravedad, prefirió conservar el orden de las palabras. De qué modo suene esto en el idioma griego en que habló el Apóstol, véanlo los que estén en él tan instruidos que lleguen a percibir estas cadencias, pero a mí, como se nos tradujo siguiendo el orden de las palabras del original, me parece que no termina cadenciosamente.

41. Pues bien, debemos confesar que este adorno de estilo que se hace con cláusulas cadenciosas falta en nuestros autores sagrados. Que esto sea debido a los traductores, o que fueron los mismos autores los que de intento evitaron estas locuciones de aplauso, aunque lo juzgo más cierto, no me atrevo a afirmarlo, pues confieso que lo ignoro. Lo que sé es que si algún perito en esta armonía compusiera las cláusulas de nuestros autores conforme a las reglas de la misma armonía, lo que fácilmente se hace cambiando algunas palabras que significan lo mismo, o mudando el orden en que se hallan, conocería que ninguno de aquellos primores que aprendió como cosas grandes en las escuelas de los gramáticos o retóricos, faltan en los escritos de aquellos divinos varones. Es más, encontrará muchos géneros de locución de tanta belleza, que siendo sobremanera bellos en su propia lengua, también lo son en la nuestra, de los que no hallará rastro en los escritos de los gramáticos de quienes tan vanamente se ufana. Pero se ha de evitar que al añadir armonía a estas sentencias divinas y graves se les disminuya de peso. Tampoco aquel arte de la música, donde se aprende de modo completo esta armonía, faltó en nuestros profetas de tal suerte que Jerónimo, varón doctísimo, cita versos de algunos, en hebreo únicamente43, y no los tradujo de aquel idioma por conservar mejor la verdad de las palabras originales. Yo, expresando mi pensamiento, el que sin duda conozco mejor que otros, y también mejor que el de otros, digo que así como en mi estilo no dejo de usar de números o cadencias de cláusulas en cuanto que juzgo que puede hacerse con moderación, así me agrada mucho más en nuestros autores encontrarlos en ellos rarísima vez.

42. El estilo de hablar elevadamente se diferencia de un modo especial del moderado, del cual acabamos de hablar, no tanto en que se engalana con adornos de voces, sino en cuanto que es vehemente por los afectos del alma. Ciertamente que admite casi todos aquellos adornos, pero si no los tiene, tampoco los busca. Ya que, llevado de su propio ímpetu, si le sale al encuentro la belleza de la expresión, la arrebata por la fuerza de las cosas, mas no la toma por el afán de adornarse. Le basta para el fin que persigue que las palabras convenientes no se escojan por industria del lenguaje, sino que emanen del ardor del corazón. Si un hombre valeroso se arma con espada dorada y guarnecida de perlas, cuando en el ardor de la lucha hace con aquella espada lo que hace, lo hace no porque sea preciosa, sino porque es espada; él es el mismo y tiene el mismo gran valor cuando por la ira hace dardo de lo que encuentra a mano. Persuade el Apóstol a que se toleren pacientemente con el consuelo de los favores de Dios todos los males del tiempo presente en pro del ministerio evangélico. El asunto es grande y lo trata con sublimidad, no faltando adornos de elocuencia, y dice: He aquí presente el tiempo aceptable, he aquí presentes los días de la salud. No deis a nadie ocasión alguna de tropiezo, a fin de que no sea vituperado nuestro ministerio, antes bien, recomendándonos a nosotros mismos como ministros de Dios en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias, en azotes, en cárceles, en sediciones, en trabajos, en vigilias, en ayunos, en castidad, en ciencia, en longanimidad, en benignidad, en el Espíritu Santo, en caridad no fingida, en palabras de verdad, en virtud de Dios, por las armas de la justicia a diestra y siniestra, por la gloria y la afrenta, por la infamia y la buena fama, como seductores aunque veraces, como ignorados pero conocidos, como quienes mueren y, sin embargo, vivimos, como corregidos mas no matados, como tristes pero siempre alegres, como pobres pero que enriquecemos a muchos, como quien no tiene nada y, sin embargo, lo posee todo. Ved todavía al que arde, mi boca, oh corintios, está abierta para vosotros y mi corazón se ha dilatado44. Así va siguiendo, lo que es largo de proferir.

43. Igualmente, escribiendo a los romanos para que venzan las persecuciones de este mundo con la caridad y la esperanza cierta del auxilio de Dios, lo hace también con estilo sublime y además adornado. Pues dice: Sabemos que todas las cosas cooperan en bien de los que aman a Dios, de aquellos que son llamados según la voluntad de Dios. Porque a los que preconoció también los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo; a fin de que Él sea el primogénito entre muchos hermanos. A los que predestinó a ésos llamó, y a los que llamó a los mismos también justificó; a los que justificó también los glorificó. ¿Qué diremos a esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién se opondrá a nosotros? El que a su propio Hijo no perdonó, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas? ¿Quién presentará acusación contra los elegidos de Dios? ¿El Dios que los justifica? ¿Quién hay que los condene? ¿Cristo Jesús que murió, mejor dicho, que resucitó, que está sentado a la diestra de Dios, que también intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Como está escrito, por ti se nos condena a muerte en todo tiempo y se nos mira como ovejas destinadas al matadero45. Pero en todas estas cosas vencemos por Aquel que nos amó. Persuadido estoyqueni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las virtudes, ni lo alto, ni lo profundo, ni criatura alguna podrá separarnos de la caridad de Dios que es en Jesucristo Señor nuestro46.

44. Aunque toda la carta a los Gálatas está escrita en estilo sencillo, a excepción de lo último donde emplea el moderado, sin embargo, inserta en cierto lugar un pasaje con tal afecto de ánimo que, a pesar de no tener tales adornos que existen en aquellos que acabamos de citar, no pudiera decirse sino en estilo elevado: Observáis, dice, los días, los meses, los años y los tiempos. Temo que haya trabajado en vano en vosotros. Haceos como yo, pues yo me hice como vosotros, oh hermanos, os lo ruego. En nada me habéis agraviado. Sabéis que en la debilidad de la carne os evangelicé ha tiempo y no despreciasteis ni desechasteis vuestras pruebas en mi carne, sino que me recibisteis como a un ángel de Dios, como a Jesucristo. ¿Qué se hizo de vuestra alegría? Os doy testimonio que si hubiera sido posible os hubieseis sacado los ojos y me los hubieseis dado. Luego, ¿predicándoos la verdad me he hecho vuestro enemigo? Tienen celo por vosotros, pero no bueno, sino que quieren separaros de mí, para que tengáis celo por ellos. Bueno es emular siempre lo bueno y no sólo cuando estoy yo presente entre vosotros. Hijitos míos, a quienes de nuevo doy a luz hasta que se forme Cristo en vosotros. Quisiera estar ahora entre vosotros y cambiar mi voz, porque estoy perplejo acerca de vosotros47. ¿Acaso en este pasaje se hallan antítesis, es decir, se oponen contrarios a contrarios, o se enlazan los pensamientos con alguna gradación, o aparecen incisos, miembros o períodos? Y, sin embargo, no por eso se entibia el gran afecto con que sentimos que hierve el discurso.

CAPÍTULO XXI

Ejemplos de estos tres géneros de dicción sacados de los doctores eclesiásticos. Se toman de san Cipriano y san Ambrosio

45. Estos pasajes apostólicos, de tal modo son claros, que son al mismo tiempo profundos. Por esto, cuando se hallan escritos o se han aprendido de memoria, requieren no sólo un lector u oyente, sino también un expositor, si alguno busca la profundidad y no quiere contentarse únicamente con la corteza de la letra. Por lo cual, veamos estos tres géneros de estilo en aquellos que con la lectura de los libros inspirados adelantaron en la ciencia de las cosas saludables y divinas y la comunicaron a la Iglesia. El bienaventurado Cipriano, en el libro en que trata del «sacramento del cáliz» usa del estilo llano. Allí resuelve la cuestión sobre la que se pregunta si el cáliz del Señor debe contener agua sola, o mezclada con vino. Pero es preciso que pongamos por vía de ejemplo algo de él. Después de empezada la carta, cuando comienza a resolver la cuestión dice: «Has de saber que estamos advertidos que en el ofrecimiento del cáliz se observa la tradición del Señor, y que no hemos de hacer nosotros sino lo que primero hizo el Señor por nosotros, a saber, que el cáliz que en memoria suya se ofrece, se ofrezca mezclado con vino. Pues, diciendo Cristo yo soy la vid verdadera48, no es el agua sino el vino la sangre de Cristo, ni puede parecer que se halla en el cáliz su sangre con la que fuimos redimidos y vivificados si falta el vino del cáliz, con que se muestra la sangre de Cristo, que es anunciada por el sacramento y testimonio de todas las Escrituras. Así hallamos en el Génesis que esto mismo se anticipó en el suceso misterioso de Noé y que existió igualmente allí una figura de la pasión del Señor en aquello de que bebió vino y se embriagó, que se desnudó en su casa, que se recostó con los muslos desnudos y al descubierto, que la desnudez del padre fue dada a conocer por el hijo segundo, y cubierta por el mayor49, y todo lo demás que se dice y que no es necesario estamparlo, por ser suficiente únicamente deducir que Noé, mostrando una figura de la verdad venidera, no bebió agua sino vino; y de este modo expresó la imagen de la pasión del Señor. Asimismo en el sacerdote Melquisedec vemos prefigurado el sacramento del Señor conforme lo atestigua la divina Escritura diciendo: Melquisedec, rey de Salem, ofreció pan y vino. Pues fue sacerdote del Altísimo Dios, y bendijo a Abraham50; que Melquisedec era imagen de Cristo, lo declara el Espíritu Santo en el salmo, al decir al Hijo en persona del Padre: Antes del lucero te engendré. Tú eres sacerdote eterno, según el orden de Melquisedec51. Todo esto y lo restante de esta carta52 guarda el estilo sencillo, como fácilmente lo pueden advertir los que la lean.

46. También San Ambrosio, tratando de un asunto tan grande como es demostrar la igualdad del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo, usa, no obstante, del estilo sencillo pues el tema emprendido no exige adornos de palabras, ni excitación de efecto para conmover los ánimos, sino testimonios reales. Entre otras cosas, al principio de la obra dice: «Conmovido Gedeón por el oráculo, habiéndole oído decir que, aun cuando faltasen muchos miles de hombres, el Señor libraría a su pueblo de los enemigos con sólo un hombre, ofreció un cabrito, cuya carne junto con ácimos colocó por mandato del ángel sobre una piedra, y todo ello lo roció con caldo, y tan pronto como el ángel le tocó con la punta de la vara que llevaba, saltó fuego de la piedra, y así se consumió el sacrificio que se ofrecía53. Por esta señal, parece que se dio a entender que la piedra aquella prefiguraba el cuerpo de Cristo, conforme está escrito: Bebían de la piedra que los seguía y la piedra era Cristo54. Lo que no se refiere a su divinidad, sino a su carne, que inundó con el río perenne de su sangre los corazones de los pueblos sedientos. Luego ya en esta ocasión se declaró místicamente que el Señor Jesús, crucificado en su carne, borraría los pecados de todo el mundo, no sólo los delitos de obras, sino también los de deseos. Pues la carne del cabrito se refiere a los pecados de obra, y el caldo, a las incitaciones de los deseos, según está escrito: El pueblo codició un deseo malísimo, y dijeron ¿quién nos alimentará con carne?55 Cuando el ángel extendió la vara y tocó la piedra de la cual salió fuego, se prefiguró que la carne del Señor, llena del Espíritu divino, abrasaría todos los pecados de la condición humana. Por esto dice el Señor: He venido a traer fuego sobre la tierra56. Y así habla en lo que sigue cuando principalmente cuida de enseñar y probar el asunto57.

47. Del estilo moderado es aquella alabanza que sobre la virginidad escribió san Cipriano: «El corazón se dirige ahora a las vírgenes, de las que cuanto más sublime es la gloria, tanto mayor ha de ser el cuidado. La virginidad es la flor de la semilla de la Iglesia, gloria y ornato de la gracia espiritual, índole alegre de alabanza y honor, obra íntegra e incorrupta, imagen de Dios que corresponde a la santidad del Señor, la más ilustre porción del rebaño de Cristo. Por ellas se alegra y en ellas florece abundantísimamente la gloriosa fecundidad de nuestra madre la Iglesia; cuanto más aumenta con su número la gloriosa virginidad, tanto más crece el gozo de la madre». Y en otro pasaje, hacia el fin de la carta, dice: «Como hemos llevado la imagen de aquel que procede del limo, asimismo llevamos la imagen del que procede del cielo58. La virginidad lleva esta imagen, la lleva a integridad, la llevan la santidad y la verdad; la llevan los que se acuerdan de las enseñanzas de Dios, los que retienen la justicia con la religión, los que son estables en la fe, humildes en el temor, fuertes para todo sufrimiento, mansos para soportar las injurias, prontos para hacer obras de misericordia, unánimes y concordes en la paz fraterna. Cada una de estas virtudes, vosotras, oh buenas vírgenes, las debéis de observar, amar y cumplir; vosotras que, entregadas a Dios y a Cristo, precedéis en la marcha con la mejor y mayor parte hacia el Señor a quien os habéis consagrado. Las de edad más avanzada enseñad a las jóvenes, las menores de edad prestad vuestro servicio a las mayores, y a las iguales servidles de estímulo, excitaos con mutuas exhortaciones, incitaos a la verdadera gloria con pruebas de emulación en la virtud. Perseverad con fortaleza, caminad con espíritu, llegad con felicidad. Solamente os pido que os acordéis de nosotros cuando la virginidad comience a ser honrada en vosotras con el premio59.

48. También Ambrosio propone en estilo moderado y adornado a las vírgenes profesas el modelo que deben de imitar en sus costumbres, diciendo: «Había una virgen que lo era no sólo en el cuerpo, sino también en el alma, que no adulteraba la sinceridad de su afecto con ostentación hipócrita, era humilde de corazón, grave en sus palabras, prudente en sus obras, escasa en hablar, aficionada a leer, nada confiaba en lo incierto de las riquezas, sino en los ruegos de los pobres, atenta a su trabajo; modesta en la conversación, acostumbrada a elegir como juez de sus acciones no al hombre, sino a Dios, no a hacer mal a nadie y desear el bien a todos; a respetar a los mayores y no envidiar a los iguales, a huir de la jactancia, a seguir la razón y amar la virtud. ¿Cuándo ofendió a sus padres ni aun con la mirada? ¿Cuándo altercó con sus parientes? ¿Cuándo desdeñó al humilde? ¿Cuándo se burló del flaco? ¿Cuándo alejó al necesitado? Sólo frecuentaba las juntas de los hombres donde estuviera la misericordia sin rubor y no las omitiera la vergüenza. Nada había de torvo en sus ojos, nada de atrevido en su lengua, nada de desvergonzado en su acción; no era desenfrenado su ademán, ni descompuesto su andar, ni su voz petulante, de modo que la forma toda de su cuerpo era una imagen de su alma y una personificación de su probidad. Y es que una buena casa debe darse a conocer desde el mismo pórtico, mostrando desde el primer paso que damos en ella que no hay dentro oscuridad, sino colocada en su interior la luz de una antorcha que luce afuera. Y qué diré yo de la parquedad de su alimento, y de la sobreabundancia de sus ocupaciones, cuando en esto hacía más de lo que permitía su naturaleza y en aquello casi le faltaba lo necesario para sustentarla. Para los trabajos no había ninguna interrupción de tiempo, para los ayunos se seguían unos a otros sin intervalo los días. Y si alguna vez se le presentaba el deseo de comer, su alimento era el primero que encontraba y más bien servía para evitar la muerte que para causar placer»60. He aducido este pasaje como ejemplo de este estilo moderado, por cuanto en él no trata de exhortar y que hagan voto de virginidad las que todavía no lo han hecho, sino de cómo deben ser las que profesaron. Porque para mover al alma a emprender un tal y tan gran designio, no hay duda que debe ser excitada y encendida con el estilo sublime de la elocuencia. Pero el mártir san Cipriano escribió de la vida de las vírgenes, no de tomar la decisión de abrazar el estado virginal. Mas el otro obispo, san Ambrosio, también escribió excitándolas con lenguaje sublime a tomar tal decisión.

49. De lo que ambos escribieron sobre esta materia, pondré algunos ejemplos de estilo sublime. Uno y otro atacaron con reproches a las que se pintaban la cara con mejunjes o, mejor dicho, se la despintaban. San Cipriano, tratando de este asunto, entre otras cosas dice: «Si un excelente pintor hubiera hecho el retrato de la cara y figura de alguno, con color que imitase la naturaleza del cuerpo; y pintado y terminado el retrato, otro, dándoselas de más mérito, pusiese sus manos con el fin de reformar lo ya acabado y perfecto, se tendría por una grave injuria hecha contra el primer maestro, y su indignación sería justísima. ¿Y juzgas tú impune el llevar a cabo la audacia de tan abominable temeridad, ofendiendo al artífice Dios? Pues dado caso que con esos adornos de meretriz no seas impúdica y deshonesta ante los hombres, no obstante, violando y corrompiendo las obras de Dios, serás tenida por peor que una adúltera. Lo que tú crees que te adorna, lo que piensas que te compone es un ataque a la obra divina, es alejarse de la verdad. Voz es del Apóstol que avisa: Purificaos de la levadura antigua para que seáis masa suave, así como sois ácimos. Porque Cristo, que es nuestra pascua, ha sido inmolado por nosotros. Por tanto celebremos fiesta, no con la antigua levadura, no con levadura de malicia y de maldad, sino con ácimos de sinceridad y de verdad61. ¿Y acaso persevera la sinceridad y la verdad cuando se manchan los rostros que son sinceros, y con adulterarlos de colores y falsos adornos de afeites se cambia la verdad en mentira? Tu Señor dice: No puedes convertir un cabello en blanco o en negro62, ¿y tú quieres ser tan poderosa que venzas el mandato de Dios? Con audaz intento y con desprecio sacrílego te pintas tus cabellos; funesto presagio de lo por venir que lleves ya cabellos de color de llamas»63. Sería muy largo insertar lo que sigue.

50. San Ambrosio, dirigiéndose a las mismas dice: «De aquí nacen los incentivos de los vicios, pues, cuando se pintan la cara con colores postizos por temor de no agradar a los hombres, traman con el adulterio del rostro el adulterio de la castidad. ¡Cuánta locura no es pretender cambiar el semblante natural buscando otro pintado! Mientras recelan del juicio que de su belleza pueden dar sus maridos, traicionan el suyo propio. La primera que contra sí pronuncia sentencia es la que desea cambiar el color natural, porque mientras intenta agradar a otros, ella primeramente se desagrada a sí misma. ¿Qué juez más veraz, oh mujer, buscaremos de tu fealdad que a ti misma, que temes ser vista? Si eres hermosa, ¿por qué te escondes? Si fea, ¿por qué te finges hermosa, si no has de tener el consuelo de engañarte a ti misma, ni al conocimiento de nadie? Tu marido ama de este modo a otra, y tú quieres agradar a otro; no te irrites, pues, si ama a otra, porque en ti aprendió a adulterar. Mala maestra eres de tu agravio. Rehúye ser alcahuete aun la misma que toleró al alcahuete, y por vil que sea una mujer, para sí misma peca, no para otro. Casi son más tolerables los crímenes de adulterio pues allí se adultera la honestidad, aquí la misma naturaleza»64. A mi parecer, bastante claro se ve que, con esta arrebatadora elocuencia, se excita a las mujeres al pudor y al temor para que no adulteren con afeites su cara. Por eso reconocemos que este estilo de elocuencia no pertenece al sencillo ni al moderado, sino al sublime. Estos tres modos de hablar pueden encontrarse en muchos escritos y dichos no sólo de estos dos que entre todos quise poner por vía de ejemplo, sino también en otros varones eclesiásticos que han dicho cosas buenas y bien, es decir, que las han dicho con agudeza, con elegancia y con vehemencia conforme pedía el asunto, y que pueden servir a los estudiosos para connaturalizarse con ellos leyéndolos y oyéndolos con frecuencia, uniendo a esto el ejercicio de imitación.

CAPÍTULO XXII

En un mismo discurso se deben variar los estilos

51. Nadie piense que el mezclar esta clase de estilos sea opuesto a las reglas de la retórica; es más, siempre que pueda convenientemente ejecutarse, se ha de variar la dicción con las tres clases de estilos. Pues, cuando se alarga el discurso en un solo estilo, conserva al auditorio menos atento. En cambio, si se pasa de uno a otro, aun cuando se prolongue el discurso, continúa más bellamente, si bien es verdad que cada clase tiene sus propias variantes en el discurso de los elocuentes, por las que se impide que languidezca y se entibie la atención de los oyentes. Sin embargo, más fácilmente puede tolerarse por largo tiempo el estilo sencillo solo, que el elevado. Porque, cuanto más debe ser excitada la emoción de los ánimos para que preste asentimiento el oyente, tanto menos tiempo se le puede tener en esta tensión, una vez que fue excitada lo conveniente. Por tanto, se ha de evitar que no decaiga el ánimo de donde por la excitación había sido elevado, al querer levantarle más alto de lo que estaba elevado. Pero mezclando el estilo sencillo en algunas cosas que deben decirse, se vuelve bien a las que hay necesidad de decir con el sublime, para que así el ímpetu de la dicción vaya alternando como el flujo y reflujo del mar. De donde se sigue que el estilo elevado, si ha de prolongarse por mucho tiempo, no debe usarse solo en él, sino variándole con la intercalación de los otros dos géneros. Mas el discurso completo llevará el nombre del estilo que en él prevalece.

CAPÍTULO XXII

Cómo han de mezclarse estos tres géneros de estilo

52. Importa saber qué género se mezcla con otro, o cuál deba emplearse en determinados y precisos lugares. En el género elevado, siempre o casi siempre, conviene que el principio sea de estilo moderado, quedando al arbitrio del orador el decir no pocas cosas en estilo sencillo, aun de las que pudiera decir en estilo elevado, a fin de que así las cosas que se dicen en estilo sublime aparezcan, en comparación con las otras, mucho más elevadas y se truequen en más luminosas con las sombras de aquéllas. En cualquiera clase de estilo donde haya que resolver las dificultades de algunas cuestiones, es necesario echar mano de la claridad y agudeza de ingenio, lo que es peculiar y reclama para sí el estilo sencillo. Por eso, se ha de usar de este género en los otros dos géneros cuando en ellos, por incidencia, ocurran algunas de estas cuestiones; al parigual, es necesario emplear o intercalar el moderado, en cualquier otro género que ocurra alguna cosa digna de ser alabada o vituperada, siempre que allí no se trate de condenar y absolver a alguno ni de exigir a cualquiera el asentimiento para obrar. Luego en el estilo sublime tienen su asiento propio los otros dos géneros, igualmente que en el sencillo. Sin embargo, el moderado necesita no siempre, pero sí algunas veces, el sencillo; si, como dije, se presenta alguna cuestión cuyo nudo es necesario soltar, o cuando algunas cosas que pueden ser adornadas no se adornan sino que se dicen en estilo sencillo para que sirvan como de boceles o pedestales que hagan resaltar más los adornos. En cambio, el estilo moderado no exige el sublime, ya que se emplea para recrear, no para mover los ánimos.

CAPÍTULO XXIV

Efectos del estilo elevado

53. No porque a un orador se le aclame con frecuencia y entusiasmo se ha de juzgar que habla en estilo elevado, pues también hacen el mismo efecto la agudeza del estilo sencillo y los adornos del moderado. El estilo elevado, por su mismo peso, las más de las veces oprime las voces, pero exprime las lágrimas. Así, pues, estando en Cesárea de Mauritania disuadiendo yo un día al pueblo de una lucha civil o, mejor, más que de una pelea civil, de una a la que llamaban «caterva», donde no solo los ciudadanos, sino también los parientes, los hermanos y, en fin, los padres y los hijos divididos en dos bandos, en cierto tiempo del año y por algunos días continuos, luchaban entre sí a pedradas y cada cual mataba al que podía; hablé en estilo elevado conforme a mis fuerzas, a fin de arrancar y expeler con este modo de hablar un mal tan envejecido y cruel de sus corazones; sin embargo, no me persuadí haber conseguido algún fruto, cuando oí sus aplausos, sino cuando los vi llorando, ya que por las aclamaciones conocí que entendían y se deleitaban, mas por las lágrimas indicaban que estaban vencidos. Tan pronto como vi que lloraban, di por desterrada, antes de demostrarlo en las obras, aquella costumbre inhumana, heredada de padres y abuelos y aun de otros antepasados, que como enemigo sitiaba o más bien poseía sus corazones. Inmediatamente finalizando el discurso, me dirigí a dar gracias a Dios con el corazón y la boca. Y desde entonces, que hace ocho o más años de aquello, por la misericordia de Dios, no se ha intentado semejante cosa en aquel pueblo. Por experiencia he conocido otras muchas circunstancias en las que hombres mostraron, no tanto con aplausos, sino más bien con gemidos, y alguna vez con lágrimas y, por fin, con el cambio de vida, el efecto que hizo en ellos la grandeza de una oración sabia.

54. También con el estilo sencillo se han cambiado muchos, pero sólo conociendo lo que desconocían y creyendo lo que les parecía increíble; mas no han cambiado para hacer lo que sabían debían hacer y no querían hacerlo. Porque para quebrantar esta dureza debe emplearse el estilo elevado. Asimismo las alabanzas y reprensiones, aun perteneciendo al estilo moderado, de tal modo afectan a algunos cuando han sido pronunciadas con elocuencia, que no sólo se deleitan en estas alabanzas o reprensiones, sino que también desean vivir alabados y huyen de vivir reprendidos. ¿Pero acaso todos los que se deleitan se mudan, como lo hacen los que se conmueven con el estilo sublime y como en el estilo sencillo todos los que son enseñados conocen o creen que es verdad lo que ignoran?

CAPÍTULO XXV

A qué fin debe ser encaminado el estilo moderado

55. De lo cual se deduce que lo que intentaban conseguir los otros dos géneros es lo más necesario para los que desean hablar sabia y elocuentemente. Mas lo que se pretende con el estilo moderado, a saber, que la elocuencia misma deleite, no se ha de intentar precisamente sólo por él, sino que por el mismo placer del discurso se determine a obrar más prontamente o se adhiera la mente más tenazmente a las cosas que honesta y útilmente se dicen, si los oyentes no necesitan de un discurso que mueva o enseñe por estar ya enterados y conmovidos. Como el oficio general de la elocuencia es, en cualquiera de estos tres géneros, hablar aptamente para persuadir, y el fin es persuadir con la palabra lo que se intenta, en cualquiera de estos tres géneros, habla sin duda el elocuente como conviene para persuadir, pero, a no ser que persuada, no consigue el fin de la elocuencia. Persuade el orador en el estilo sencillo, que es verdad lo que dice; persuade en el sublime para que se hagan las cosas que se conocen deben ser hechas y no se ponen en práctica; persuade en el moderado, que habla bella y elegantemente; pero ¿qué necesidad tenemos de este fin? Deséenle los que se glorían de su buen lenguaje y se jactan en los panegíricos y en otros semejantes discursos, donde no se trata de enseñar ni de mover a obrar, sino únicamente de deleitar al oyente. Nosotros ordenamos este fin a otro fin, es decir, que lo que pretendemos hacer cuando empleamos el elevado, esto mismo lo pretendemos en éste, a saber, que se amen las buenas costumbres y se eviten las malas; a no ser que los hombres se hallen tan alejados de este modo de obrar que sea preciso urgirlos a obrar con el estilo elevado; o si lo hacen, para que lo ejecuten con más interés y perseveren en ello más firmemente. Así se logra el que usemos del adorno del estilo moderado no con jactancia, sino con prudencia, no contentándonos con su propio fin que es únicamente deleitar al oyente, sino procurando más bien que este fin sirva de medio para ayudar al bien que intentamos persuadir.

CAPÍTULO XXVI

El orador debe intentar, en cada uno de estos tres géneros de estilo, que los oyentes le entiendan, se deleiten y se muevan

56. Aquellas tres cualidades que propusimos arriba diciendo que el orador que habla con sabiduría, si quiere también hablar con elocuencia debe procurar que se le oiga inteligente, agradable y obedientemente, no se han de tomar como si cada una se distribuya entre aquellos tres géneros de elocuencia, de suerte que pertenezca al estilo sencillo la inteligencia, al moderado el agrado, y al elevado la obediencia; sino que más bien el orador siempre ha de intentar estas tres cosas y, cuanto le fuere posible, llevarlas a cabo en cada uno de aquellos tres diferentes estilos en que hable. Como no queremos disgustar cuando hablamos en estilo sencillo, por eso queremos que se oiga no sólo con inteligencia, sino también con agrado. ¿Qué es lo que pretendemos cuando apoyamos con divinos testimonios lo que decimos, sino que se los crea, es decir, que seamos oídos con obediencia, ayudando a ello aquel a quien se dijo «tus testimonios se han hecho sumamente creíbles»?65 ¿Qué otra cosa desea el que expone a los oyentes, aunque sea en estilo sencillo, algo para ser aprendido, sino que se le crea? ¿Y quién tendrá deseos de oírle, si no retiene al oyente con alguna delectación? Si alguno no es entendido, ¿quién ignora que es imposible escucharle con gusto y con obediencia? Muchas veces el mismo estilo sencillo, cuando resuelve cuestiones dificilísimas y las presenta con claridad inopinada, cuando deduce sentencias ingeniosísimas y las saca de no se qué como cavernas, de donde nadie esperaba, cuando tritura el error del adversario y demuestra ser falso lo que había dicho el otro pareciendo ser irrebatible, sobre todo cuando acompaña al estilo cierta gracia no rebuscada, sino como natural, y alguna armonía en las cláusulas no afectada, sino como connatural y, por decirlo así, como nacida de las mismas cosas expuestas, levanta tantas aclamaciones que apenas se entiende que es estilo sencillo. Pues no porque se presente sin adornos y pelee sin armas, es decir, como desnudo, deja de estrechar con brazos nervudos al adversario, y de derribar y despedazar con sus miembros fortísimos la falsedad que le asediaba. ¿De dónde proviene que tan a menudo y en tal grado se aclame a los que hablan así, si no es porque la verdad así demostrada, así defendida, triunfante, deleita? Luego, en este estilo sencillo, ha de procurar nuestro doctor y orador hablar de modo que se le oiga no sólo inteligente, sino agradable y obedientemente.

57. También a la elocuencia del estilo moderado no la deja el orador eclesiástico inadornada, ni la adorna de modo inconveniente, ni busca que sólo deleite, única cosa que buscan los otros oradores, sino que, en las cosas que alaba o vitupera, quiere sin duda ser oído con obediencia para que apetezcan o retengan firmemente las primeras y eviten o rechacen las segundas; pero si no se le oye inteligentemente, tampoco podrá oírsele laudablemente. Por lo tanto, también en este estilo moderado, donde el fin principal es deleitar, se ha de procurar que tenga aquellas tres cualidades, a saber, que los que oyen entiendan, se deleiten y obedezcan.

58. Por fin, cuando es necesario mover y doblegar al auditorio con el estilo elevado, y lo es precisamente cuando confiesa que lo dicho por el orador es verdadero y deleitable, y, sin embargo, no quiere ejecutar lo que se le dice, sin duda hay que hablar con estilo sublime. ¿Pero quién se moverá si ignora lo que se le dice, o quién se detendrá a escuchar si no es deleitado? De donde se infiere que también en este estilo, en el que hay que doblegar a la obediencia el duro corazón por medio de la grandeza del estilo, si al que habla no se le oye con inteligencia y con agrado, no podrá ser oído con obediencia.

CAPÍTULO XXVII

Se oye con más obediencia al que practica lo que enseña

59. Para que al orador se le oiga obedientemente, más peso tiene su vida que toda cuanta grandilocuencia de estilo posea. Porque el que habla con sabiduría y con elocuencia, pero lleva vida perversa, enseña sin duda a muchos que tienen empeño en saber, aunque para su alma, es inútil66, según está escrito. Por eso también dijo el Apóstol: Siendo Cristo anunciado, no importa que sea por fingimiento o por celo de la verdad67. Cristo es la verdad y, sin embargo, puede ser anunciada la verdad con lo que no sea verdad, es decir, pueden predicarse las cosas rectas y verdaderas con un corazón depravado y falaz. De este modo es Jesucristo anunciado por aquellos que buscan su propio interés y no el de Jesucristo. Mas como los verdaderos fieles no oyen con sumisión a cualquiera clase de hombres, sino al mismo Señor que dice: Haced lo que dicen, mas no hagáis lo que hacen, pues dicen y no hacen, por eso oyen útilmente a los que no obran con utilidad. Procuran buscar sus intereses, pero no se atreven a enseñar sus procederes, a lo menos desde el alto puesto de la cátedra eclesiástica, que ha fundado la sana doctrina. Por eso el mismo Señor antes que dijese de estos tales lo que acabo de conmemorar, había dicho: Sobre la cátedra de Moisés se sentaron68. Luego aquella cátedra, que era de Moisés, mas no de ellos, les obligaba a pronunciar cosas buenas aun a los que no las hacían. Ejecutaban en su vida obras suyas, pero la cátedra ajena no les permitía enseñarlas.

60. Así, predicando lo que no hacen, aprovechan a muchos, pero aprovecharían a muchísimos haciendo lo que dicen. Porque abundan los que buscan abogados de su propia mala vida de entre sus prelados y maestros, diciendo en su corazón, y si a mano viene expresándolo con la boca: Lo que a mí me mandas, ¿por qué no lo haces tú? De aquí procede que no oigan obedientemente al que no se oye a sí mismo, y que desprecien, junto con el mismo que les habla, la palabra de Dios que les predica. Por esto, escribiendo San Pablo a Timoteo, después de haberle dicho nadie desprecie tu juventud, añade el modo de portarse para que no le desprecien: Sé tú el modelo de los fieles en la predicación, en la conducta, en el amor, en la fe, en la castidad69.

CAPÍTULO XXVIII

Se ha de atender más a la verdad de la doctrina que a la pulcritud de las palabras

61. Un orador que posee tales cualidades, para que se le oiga con obediencia, habla con toda razón no sólo en estilo sencillo y moderado, sino también en el sublime, por no vivir despreciablemente. Porque, de tal suerte elige la vida buena, que al mismo tiempo no descuida la buena fama, sino que, en cuanto puede, provee al bien delante de Dios y de los hombres70, temiendo a Dios y mirando por el bien de los hombres. En su mismo sermón, ha de querer agradar más con la doctrina que con las palabras, y ha de juzgar que sólo habla mejor cuando dice la verdad, sin consentir que el orador sea un mero lacayo de las palabras, sino que las palabras sirvan al orador. Esto es lo que dice el Apóstol: No en sabiduría de palabras, no sea que quede vacía la cruz de Jesucristo71. Para esto sirve también lo que dice a Timoteo: No disputes con palabrería, pues no sirve para nada, sino para trastornar a los oyentes72. Mas esto no se dijo de tal modo que al combatir los enemigos la verdad nos callemos nosotros sin salir en su defensa, pues entonces, ¿a dónde queda lo que entre otras cosas dice cuando expone lo que el obispo debe ser, a saber, que sea poderoso en la sana doctrina, y replique a los que la contradicen?73 Contender en palabras es no procurar que la verdad venza al error, sino que tu lenguaje se prefiera al del otro. Ahora bien, el que no contiende por palabras, ya hable con estilo sencillo, moderado o sublime, lo que intenta es que la verdad se patentice, que la verdad deleite, que la verdad conmueva; porque ni aun la misma caridad que es el fin del precepto y la plenitud de la ley74, puede ser en modo alguno recta, si las cosas que se aman no son verdaderas, sino falsas. Así como el que tiene el cuerpo hermoso y el alma fea es más digno de que se le compadezca que si tuviera también el cuerpo feo, de igual modo los que hablan elocuentemente cosas falsas son más dignos de conmiseración que si hablasen tales cosas chabacanamente. ¿Qué es, pues, hablar no sólo con elocuencia, sino también con sabiduría, sino emplear palabras adecuadas en el estilo llano, brillantes en el moderado y vehementes en el sublime, pero aplicadas siempre a cosas verdaderas que convengan ser oídas? El que no pueda las dos cosas diga con sabiduría lo que no pueda decir con elocuencia, antes que decir con elocuencia lo que no dice sabiamente.

CAPÍTULO XXIX

No se ha de reprochar al orador que predica un sermón escrito por otro

Y si ni aun esto puede, viva de tal modo que no sólo granjee para sí el premio divino, sino que también sea ejemplo para otros, siendo de esta manera su modo de vida como la exuberancia de su elocuencia.

62. Hay algunos que pueden muy bien declamar, pero son incapaces de componer lo que han de decir. Por lo tanto, si éstos, al tomar lo que sabia y elocuentemente fue escrito por otros, lo aprenden al pie de la letra y lo declaman al pueblo, no obran mal representando este papel. Pues de esta manera se constituyen muchos predicadores de la verdad y no muchos maestros, lo que sin duda es cosa útil, pero siempre que todos digan lo mismo del único y verdadero Maestro, y no haya división entre ellos75. Estos no se han de aterrar por las palabras del profeta Jeremías, por quien Dios reprende a los que usurpaban las palabras de su prójimo76. Porque los que hurtan toman lo ajeno, mas la palabra de Dios no es ajena para los que la obedecen. Más bien el que habla con palabras ajenas es el que habla bien y vive mal, pues todas las cosas buenas que dice parecen extraídas de su propio ingenio, pero son ajenas a sus costumbres. El Señor dijo que robaban sus palabras los que intentaban aparecer buenos hablando las cosas de Dios, siendo en realidad malos haciendo las obras de ellos. Pero si bien reflexionas, éstos no dicen las cosas que dicen, porque ¿cómo dirán con palabras lo que niegan con obras? No en vano el Apóstol dijo de éstos: Confiesan que conocen a Dios, pero lo niegan con hechos77. Luego ellos en cierto sentido lo dicen y en otro cierto sentido no son ellos los que lo dicen, y lo uno y lo otro es verdadero, como lo dice la misma Verdad. Pues hablando de los tales dice: Las cosas que dicen hacedlas; las que hacen, no las hagáis; es decir, haced lo que oís de su boca, mas lo que veis en sus obras no lo hagáis, pues dicen y no hacen78. Luego, aunque no lo hagan, sin embargo lo dicen. Pero reprendiendo a éstos en otro lugar: Hipócritas, les dice, ¿cómo podéis hablar cosas buenas siendo malos?79 Por lo tanto, las cosas buenas que dicen cuando las dicen, no son ellos los que las dicen, porque con su voluntad y con sus obras niegan lo que dicen. De aquí se deduce que, si un hombre elocuente y malo compone un sermón en el que se anuncia la verdad, el cual ha de ser predicado por otro no elocuente pero bueno, se verifique entonces que el uno da lo que era ajeno de él, y el otro recibe del ajeno lo suyo. Mas cuando los buenos fieles prestan este trabajo a otros buenos fieles, ambos dicen cosas propias de ellos, porque Dios, de quien son las cosas que dicen, es igualmente de ellos y hacen suyas las cosas que no pudieron componer los que viven con arreglo a ellas.

CAPÍTULO XXX

El predicador debe antes orar ante Dios

63. Cuando un orador tenga que hablar al pueblo o a un grupo más reducido, o dictar lo que se ha de decir públicamente, o lo que se ha de leer por otros —si quieren y pueden—, ore para que Dios ponga en sus labios palabras propicias. Porque si la reina Ester, que había de hablar al rey en favor de la salud temporal de su pueblo, oró para que Dios diese a sus labios palabras convenientes80, ¿cuánto más debe orar, a fin de que reciba tal don, el que trabaja con su palabra y doctrina por la eterna salud de los hombres? Aquellos que han de decir lo que recibieron de otros, también oren antes de recibirlo por aquellos de quienes lo reciben, para que se les dé lo que por ellos desean recibir. Y una vez recibido, oren a fin de que ellos mismos lo pronuncien como conviene y lo tomen aquellos para quienes lo pronunciaron. Y, finalmente, den gracias por el feliz éxito del sermón de Aquel de quien no dudan que recibieron el don de hablar, para que así el que se gloría se gloríe en Aquel en cuyas manos estamos nosotros y nuestros discursos81.

CAPÍTULO XXXI

Se disculpa de lo largo del libro

64. Este libro ha salido más extenso de lo que quería y pensé. Pero, para el oyente o lector que le resulte grato, no es largo. Al que le sea largo, léalo por partes, si quiere conocerlo. El que tiene pereza por conocerlo no se queje de su extensión. Yo doy gracias a Dios por haber tratado en estos cuatro libros, según mi poca capacidad, no sobre lo que yo soy, pues me faltan muchas cualidades para orador, sino sobre lo que debe ser el que se dedica a trabajar en la sana doctrina, es decir, en la cristiana, no sólo para sí, sino también para otros.