SOBRE LA DOCTRINA CRISTIANA

Traducción: Balbino Martín Pérez, OSA

LIBRO III

CAPÍTULO I

Recopilación de los libros anteriores y objeto del tercero

1. El hombre que teme a Dios indaga con diligencia su voluntad en las Santas Escrituras. Pero antes, hágase por la piedad manso en el trato para no amar las contiendas; fortifíquese de antemano con el conocimiento de las lenguas, a fin de no vacilar en las palabras y expresiones desconocidas; prevéngase por la instrucción de ciertas cosas necesarias para no ignorar la virtud y naturaleza de aquellas cosas que se aducen por vía de semejanza; y, finalmente, ayudándole la veracidad de los códices, a los que procurará depurar con una cuidadosa diligencia, acérquese ya pertrechado de este modo a discutir y solucionar los pasajes ambiguos de las Santas Escrituras. Para que no se engañe con los signos ambiguos, debo decirles algo en cuanto pueda ser instruido por mí, porque puede suceder que se burle de estas reglas que deseamos presentarle nosotros, por parecerle pueriles debido a la grandeza de su ingenio o a la claridad de mayor iluminación. Pero, como iba diciendo, sepa, en cuanto pueda ser en algo instruido por mí y se halle en este estado de ánimo de poderlo ser, que la ambigüedad de las Escrituras está en las palabras propias o en las metafóricas o trasladadas, de cuyos géneros hablamos en el libro segundo.

CAPÍTULO II

De cómo se ha de quitar la ambigüedad por la distinción de las palabras

2. Cuando las palabras propias hacen ambigua la Santa Escritura, lo primero que se ha de ver es si puntuamos o pronunciamos mal. Si, prestada la atención necesaria, todavía aparece incierto cómo haya de puntuarse o pronunciarse, consulte el estudioso las reglas de la fe que adquirió de otros lugares más claros de la Escritura o de la autoridad de la Iglesia, de cuyas reglas tratamos bastante al hablar en el primer libro sobre las «cosas». Pero si ambos sentidos o todos, en el caso de que hubiere muchos, resultan ambiguos sin salirnos de la fe, nos resta consultar el contexto de lo que antecede y sigue al pasaje en donde está la ambigüedad, a fin de que veamos a qué sentido de los muchos que se ofrecen favorezca y con cuál se armoniza mejor.

3. Consideremos algunos ejemplos. Sea el primero aquella puntuación herética: En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y Dios era. El Verbo este estaba en el principio en Dios. Escrito así, tenemos un sentido distinto al verdadero, por el cual se pretende no confesar la divinidad del Verbo. Semejante puntuación debe rechazarse en virtud de la regla de la fe, que nos prescribe confesar la igualdad de la Trinidad. Y, por lo tanto, puntuaremos de este modo ...y el Verbo era Dios. Y añadamos a continuación: Éste estaba en el principio en Dios1.

4. Caso distinto de ambigüedad procedente de la puntuación, que de ningún modo se opone a la fe y, por consiguiente, debe resolverse por el mismo contexto de la sentencia, existe donde dice el Apóstol: No sé qué he de escoger; porque de ambos lados me veo apremiado; tengo vehemente deseo de ser desatado y estar con Cristo, porque esto es con mucho lo mejor; pero permanecer en la carne es necesario para vosotros2. Lo dudoso es si se ha de entender de ambos lados tengo vehemente deseo, o soy apremiado de ambos lados, de modo que a esto se añada: Tengo vehemente deseo de ser desatado y estar con Cristo. Mas como prosigue diciendo porque esto es con mucho lo mejor, se ve claramente que San Pablo dice que tenía vehemente deseo de esto mejor, de suerte que al ser empujado de ambos lados, tenía del uno deseo y del otro necesidad; deseo de estar con Cristo; necesidad de permanecer en la carne. Esta ambigüedad se resuelve con sólo la palabra que sigue: Enim, porque, que se halla en el texto. Los traductores que suprimieron esta palabra lo hicieron más bien llevados por la sentencia en la que se diese a entender que el Apóstol no sólo se sentía apremiado de ambos lados, sino también que tenía gran deseo de ambas. La puntuación ha de ser la siguiente: No sé qué cosa elija; me veo apremiado de ambos lados, y a esta puntuación sigue tengo deseo de ser desatado y estar con Cristo. Y como si se le preguntara por qué tenía más bien deseo de esto último, dice porque esto es con mucho lo mejor. Pero entonces, ¿por qué se ve apremiado de dos cosas? Porque tenía necesidad de quedarse, según añadió: Permanecer en la carne es necesario por vosotros.

5. Cuando ni por la prescripción de la fe ni por el contexto del discurso puede resolverse la ambigüedad, nada impide puntuar conforme a cualquiera de los sentidos que se presentan. Tal acontece con aquel pasaje de la epístola a los Corintios: Teniendo estas promesas, amados míos, purifiquémonos de toda mancha de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios. Dadnos cabida: a nadie hemos agraviado3. Es ciertamente dudoso si se ha de leer, purifiquémonos de toda mancha de carne y espíritu, concordando con aquella sentencia del apóstol que dice en otro lugar que sea santo en el cuerpo y en el espíritu4; o se ha de separar así: Purifiquémonos de toda mancha de carne; y luego, haciendo otra sentencia, digamos: Y perfeccionando la santidad del espíritu en el temor de Dios, dadnos cabida. Tales ambigüedades de puntuación quedan al arbitrio del lector.

CAPÍTULO III

De cómo se han de quitar las ambigüedades provenientes de la pronunciación. En qué difieren la interrogación y la pregunta

6. Las reglas que dimos sobre la ambigüedad nacida de la puntuación deben también observarse en la ambigüedad proveniente de la pronunciación. Pues, a no ser que por la demasiada negligencia del lector se vicien las palabras, pueden corregirse, o por las reglas de fe, o por el contexto de lo que antecede o sigue. Si ninguno de estos medios aplicados a la corrección corrigen la ambigüedad, de tal modo que aun quedara dudosa la pronunciación, entonces, de cualquier forma que el lector pronuncie, no será culpable. Si la fe, por la que creemos que Dios no ha de acusar a sus elegidos, ni Cristo condenarlos, no lo impidiese, pudiera pronunciarse el siguiente texto con una pregunta y una respuesta afirmativa de este modo: ¿Quién acusará a los elegidos de Dios?, de suerte que a esta interrogación siguiera la respuesta: Dios que los justifica. Y de nuevo preguntando: ¿Quién hay que los condene?, se respondiese: Cristo Jesús que murió. Pero como creer esto es una locura, de tal modo se debe pronunciar, que preceda una pregunta y siga una interrogación. Entre pregunta (percontatio) e interrogación (interrogatio) dijeron los antiguos que existía esta diferencia: Que a la pregunta se pueden dar muchas respuestas, pero a la interrogación sólo se responde: sí o no. Se pronunciará, pues, el pasaje citado, de modo que después de la pregunta ¿quién acusará a los elegidos de Dios?, se enuncie lo que sigue en tono interrogante: ¿Dios que justifica?, de suerte que tácitamente se responda: No. Igualmente preguntaremos: ¿Quién hay que los condene?, y volviendo a interrogar diremos: ¿Cristo Jesús que murió, mejor dicho, que resucitó, que está sentado a la diestra de Dios y que intercede por nosotros?5, a lo cual también tácitamente se responda: No. Por el contrario, en aquel pasaje donde dice el Apóstol: ¿Qué diremos? Que los gentiles, que no iban en busca de la justicia, alcanzaron justicia6; si después de la pregunta «¿qué diremos?» no se añadiera como respuesta «que los gentiles, que no iban en busca de la justicia, alcanzaron justicia», no tendría el contexto que sigue sentido perfecto. No veo con qué entonación se pronuncie lo que dijo Natanael: De Nazaret puede haber algo bueno7; si en sentido afirmativo, de tal modo que únicamente lleve interrogante «¿de Nazaret?»; o bien todo con la duda de interrogante. Pues ni uno ni otro sentido son contrarios a la fe.

7. Hay asimismo ambigüedad en el sonido obscuro de las sílabas; y, por lo tanto, esto también pertenece a la pronunciación. Así el verso del salmo non est absconditum a te os meum, quod fecisti in abscondito8, no se patentiza al lector si la sílaba os ha de pronunciarse breve o larga. Si se la abrevia, es el singular de «ossa», huesos; si se alarga es el de ora, bocas. Pero tales ambigüedades se resuelven consultando la lengua original. Y el texto griego no dice stoma boca, sino osteon hueso. De aquí que muchas veces el lenguaje del vulgo es más útil para expresar las cosas que la pulcritud literaria. Yo más quisiera decir cometiendo un barbarismo «non est absconditum a te ossum meum», no se halla escondido para ti mi hueso, que ser menos claro por ser más latino. Algunas veces el sonido dudoso de una sílaba se aclara por otra palabra cercana que pertenece a la misma sentencia, como en aquel pasaje del apóstol San Pablo: Quae praedico vobis, sicut praedixi, quoniam qui talia agunt, regnum, Dei non possidebunt9, los que hacen las cosas que os digo, como ya os lo dije, no poseerán el reino de los cielos. Si hubiera dicho solamente quae praedico vobis, y no hubiera añadido sicut praedixi, sería necesario recurrir al códice de la lengua original para saber si en la palabra «praedico» la sílaba segunda era larga o breve, pero ahora ya está claro que es larga, pues no dijo sicut praedicavi, sino sicut praedixi.

CAPÍTULO IV

De cómo se ha de esclarecer otro género de ambigüedad

8. No sólo estas, sino también aquellas otras ambigüedades que no provienen de la puntuación o pronunciación, deben ser examinadas de modo semejante. Así, veamos aquel pasaje del Apóstol a los Tesalonicenses: Propterea consolati sumus, fratres, in vobis10, por eso nos hemos consolado, hermanos, en vosotros. Es dudoso si se ha de entender «o fratres» en vocativo, u «hos fratres» en acusativo, aunque ni una ni otra lectura se opone a la fe. Pero la lengua griega no tiene estos dos casos iguales; por eso, consultando el texto griego, se ve que «fratres» es vocativo. Si el intérprete hubiera preferido traducir «propterea consolationem habuimus fratres in vobis», no se hubiera ajustado tanto a las palabras, pero se dudaría menos del sentido; o si hubiera añadido nostri, casi nadie hubiera dudado ser vocativo, al oír «propterea consolati sumus, fratres nostri, in vobis»; pero el añadir es concesión más peligrosa. Así aconteció en aquella sentencia de San Pablo a los corintios: Quotidie morior, per vestram gloriam, fratres, quam habeo in Christo Jesu, cada día muero, hermanos, por vuestra gloria, la cual tengo en Cristo Jesús11. El traductor dice así: «Quotidie morior, per vestram juro gloriam», porque en el texto griego se halla sin ambigüedad la palabra ne propia del juramento. Difícil y rarísimamente podrá hallarse ambigüedad en las palabras propias, por lo que a los libros divinos se refiere, que no pueda resolverse, o por el contexto del discurso, que nos manifiesta la intención del escritor; o por el cotejo de los traductores, o por el examen de la lengua del texto original.

CAPÍTULO V

Es una lastimosa servidumbre tomar al pie de la letra las locuciones figuradas de la Escritura

9. Las ambigüedades provenientes de las palabras metafóricas o trasladadas, de las que a seguida vamos a tratar, requieren un cuidado y diligencia no medianos. Lo primero que hemos de evitar es el tomar al pie de la letra la sentencia figurada; por eso el Apóstol dice: La letra mata, el espíritu vivifica12. Cuando lo dicho figuradamente se toma como si se hubiera dicho en sentido literal, conocemos sólo según la carne. Ninguna cosa puede llamarse con más exactitud muerte del alma, que sometimiento de la inteligencia a la carne siguiendo la letra, por cuya facultad el hombre es superior a las bestias. El que sigue la letra entiende las palabras trasladadas o metafóricas como si fueran propias, y no sabe dar la significación verdadera a lo que está escrito con palabras propias. Si oye, por ejemplo, la palabra «sábado» no entiende otra cosa, sino uno de los siete días que continuamente se repiten en el desenvolvimiento del tiempo; y cuando oye la palabra «sacrificio» no trasciende con el pensamiento más allá del que suele hacerse de víctimas de animales o de frutos de la tierra. En fin, es una miserable servidumbre del alma tomar los signos por las mismas cosas, y no poder elevar por encima de las criaturas corpórea el ojo de la mente para percibir la luz eterna.

CAPÍTULO VI

Sumisión de los judíos a unos signos que eran útiles

10. La servidumbre que conservó a los signos el pueblo judío era muy distinta de la que acostumbraban a seguir las demás naciones, pues, de tal modo estaban sometidos a las cosas temporales, que en todas ellas se les recomendaba un solo Dios. Y aunque tomasen los signos de las cosas espirituales por las mismas cosas, por no saber lo que representaban, sin embargo, tenían grabado en su alma que con tal servidumbre agradaban al único Dios de todas las cosas a quien no veían. Este cuidado de la observancia de la ley, escribe el Apóstol, fue como ponerlos bajo un pedagogo de niños13. Y, por tanto, los que se aferraron pertinazmente a tales signos no pudieron soportar al Señor que menospreciaba estos signos por haber llegado ya el tiempo de la revelación de ellos14. De aquí las calumnias que los príncipes del pueblo le levantaron porque curaba en sábado15; y por eso también el pueblo, adherido a tales signos como a cosas, no creía que era Dios, ni que hubiera venido enviado por Él el que no atendía a la observancia de los signos como lo hacían los judíos. Los que creyeron en Él, y de ellos se formó la primera Iglesia de Jerusalén, suficientemente demostraron cuánta fue la utilidad de haber sido custodiados de aquel modo con la ley como párvulos bajo pedagogo, con el fin de que aquellos signos, que temporalmente habían sido impuestos a los servidores, sujetasen al culto del único Dios, que hizo el cielo y la tierra, el pensamiento de los que los observaban. Porque aquellos primeros fieles judíos, aunque ignorasen en aquellos signos y oblaciones temporales y carnales que ejecutaban cómo habían de ser entendidos espiritualmente, sin embargo, habían aprendido a venerar al Dios eterno, y, por estar tan próximos a las cosas espirituales, se hallaron tan capaces de recibir el Espíritu Santo, que vendieron todos sus bienes y colocaron el precio de ellos a los pies de los apóstoles para ser distribuido entre los menesterosos16; y ellos mismos se consagraron por completo a Dios como nuevo templo, a cuya imagen terrena, es decir, al templo antiguo, habían servido.

11. No se ha escrito que hiciesen algo de esto las iglesias de los gentiles, porque no se hallaron tan cerca de lo espiritual los que habían tenido por dioses a los ídolos, que eran obra de sus manos.

CAPÍTULO VII

Servidumbre de los gentiles a los signos inútiles

Si de vez en cuando algunos gentiles pretendieron interpretar aquellos simulacros mirándolos solamente como signos, sin embargo, siempre los ordenaban al culto de alguna criatura. Porque qué me importa que el simulacro de Neptuno, por ejemplo, no haya de ser tenido por Dios, sino que en él se halle significado todo el mar, o todas las demás aguas que brotan de las fuentes, como lo describe, si mal no recuerdo, uno de sus poetas cuando dice: «Tú, oh padre Neptuno, a quien resuenan las canas sienes ceñidas con el mar estruendoso; de tu barba perenne brota el océano inmenso, y los ríos corren entre tus cabellos». Pero esto es una bellota dentro de cuya fina cáscara agita piedrecillas sonoras; mas ella no es alimento de hombres, sino de puercos. El que conozca el Evangelio entenderá lo que digo17. Qué me aprovecha el que la estatua de Neptuno represente las aguas de los ríos y los mares, si no es para no adorar ni los unos ni los otros, pues para mí tan lejos está de ser Dios cualquier estatua como todo el mar. Sin embargo, confieso que están mucho más sumergidos los que juzgan por dioses las obras de los hombres, que aquellos que adoran las obras de Dios. A nosotros se nos manda amar y adorar a un solo Dios18 que hizo todas estas cosas; mas los gentiles veneran los simulacros de ellas o como Dios, o como signos, o como imágenes de dioses. Y si es carnal servidumbre tomar un signo útilmente instituido con el fin de significar una cosa en lugar de la misma cosa, cuánto más lo será tomar por las mismas cosas los signos de cosas inútiles. Pues aunque los ordenes a las cosas significadas por ellos, si obligas a tu alma a darles culto, no te verás libre de la carga servil y carnal, ni carecerás del velo idolátrico.

CAPÍTULO VIII

De un modo fueron libertados los judíos y de otro los gentiles de la servidumbre de los signos

12. Por lo cual, la libertad cristiana libró de la servidumbre a los que halló sometidos a los signos útiles como a gente que estaba más cerca de ella, interpretándoles los signos a que estaban sujetos, y elevándolos a las realidades representadas por ellos; y de estos libertados se formaron las Iglesias de los santos israelitas. Mas a los gentiles que halló bajo el yugo de los signos inútiles no sólo los sacó de la servidumbre de tales signos, sino que removió y extirpó todas estas vanidades, para que de aquella corrupción de venerar a infinidad de falsos dioses, a cuya adoración llama la Escritura frecuentemente y con propiedad fornicación, se convirtiesen al culto del único Dios, no ya para seguir bajo la esclavitud de los signos útiles, sino más bien para ejercitar su alma en el conocimiento espiritual de ellos.

CAPÍTULO IX

Quién es esclavo de los signos y quién no lo es. Bautismo. Eucaristía

13. Es esclavo de los signos el que hace o venera alguna cosa significativa, ignorando lo que signifique. El que hace o venera algún signo útil instituido por Dios, entendiendo su valor y significación, no adora lo que se ve y es transitorio, sino más bien aquello a que se han de referir todos estos signos. Un hombre así es libre y espiritual y lo es en el tiempo de la servidumbre, cuando aún no conviene revelar a los espíritus carnales aquellos signos que son el yugo por el que han de ser domados. Por lo tanto, espirituales fueron los Patriarcas y Profetas y todos los del pueblo de Israel por quienes el Espíritu Santo nos dio los auxilios y consuelos de las Santas Escrituras. Mas en este tiempo, cuando por la resurrección de nuestro Señor Jesucristo brilló clarísimo el signo de nuestra libertad, no estamos ya oprimidos con el grave peso de aquellos signos cuya inteligencia tenemos, sino que el mismo Señor y la enseñanza apostólica nos transmitieron unos pocos entre tantos antiguos, y estos facilísimos de cumplir, sacratísimos en su significación y purísimos en su observancia, como son el sacramento del bautismo y la celebración del Cuerpo y la Sangre del Señor. Cualquiera que los recibe bien instruido sabe a qué se refiere, de modo que no los venera con carnal servidumbre, sino más bien con la libertad espiritual. Así como seguir materialmente la letra y tomar los signos por las cosas que significan denota debilidad servil, así interpretar inútilmente los signos es propio del error miserablemente libre. El que no entiende lo que significa un signo y, sin embargo, conoce que aquello es signo, éste no está agobiado por la servidumbre. Mejor es verse agobiado por signos desconocidos pero útiles, que no, interpretándolos inútilmente, enredar en los lazos del error la cerviz que salió del yugo de la servidumbre.

CAPÍTULO X

De cómo se conoce la locución figurada. Regla general

14. A la observación que hicimos de no tomar la expresión figurada, es decir, la trasladada, como propia, se ha de añadir también la de no tomar la propia como figurada. Luego lo primero que se ha de explicar es el modo de conocer cuándo una expresión es propia o figurada. La regla general es que todo cuanto en la divina palabra no pueda referirse en un sentido propio a la bondad de las costumbres ni a las verdades de la fe, hay que tomarlo en sentido figurado. La pureza de las costumbres tiene por objeto el amor de Dios y del prójimo; y la verdad de la fe, el conocimiento de Dios y del prójimo. En cuanto a la esperanza, cada uno la tiene diferente en su propia conciencia, conforme se da cuenta que aprovecha en el conocimiento y en el amor de Dios y del prójimo. De todo lo cual se trató en el libro primero.

15. Pero como el género humano propende a juzgar los pecados no por la gravedad de la misma pasión sino más bien por la costumbre y uso de su tiempo, sucede muchas veces que cada uno de los hombres únicamente juzga reprensibles aquellos pecados que los hombres de su tiempo y región acostumbraron a vituperar y condenar; y sólo aprueban y alaban las acciones que como tales admite la costumbre de aquellos que viven con él. De aquí resulta que, si aquellos a quienes la autoridad de la divina palabra tiene ya convencidos encuentran en la Escritura que manda algo que se opone a las costumbres de los oyentes, o vitupera lo que tales costumbres no reprueban, lo juzgan como expresión figurada. Mas la Escritura no manda, sino la caridad; ni reprende, sino la codicia, y de este modo forma las costumbres de los hombres. Igualmente, si el rumor de un error se ha apoderado del ánimo, todo cuanto la Escritura afirme en contrario lo toman los hombres por expresión figurada. Pues bien, la Escritura no afirma en todas las cosas presentes, pasadas y futuras, sino únicamente la fe católica. Narra las cosas pasadas, anuncia las venideras y muestra las presentes, pero todo esto se encamina a nutrir y fortalecer la misma caridad, y a vencer y a extinguir la codicia.

16. Llamo caridad al movimiento del alma que nos conduce a gozar de Dios por Él mismo, y de nosotros y del prójimo por Dios. Y llamo codicia al movimiento del alma que arrastra al hombre al goce de sí mismo y del prójimo y cualquiera otra cosa corpórea sin preocuparse de Dios. Lo que hace la indómita concupiscencia o codicia para corromper su alma y su cuerpo se llama vicio o maldad; y lo que hace para dañar al prójimo se llama agravio o iniquidad. Aquí están patentes los dos géneros que hay de pecados; pero las maldades o vicios son anteriores. Cuando éstos han devastado el alma y la han reducido a la pobreza y miseria, se lanza a las iniquidades o agravios para remover con ellos los obstáculos de los vicios, o para buscar apoyo a fin de cometerlos. Asimismo, lo que hace la caridad en provecho propio se denomina utilidad; y lo que ejecuta en provecho del prójimo, beneficencia; pero la utilidad precede a la beneficencia porque nadie puede aprovechar a otro con aquello que él no tiene. Cuanto más se destruye el imperio de la concupiscencia tanto más se acrecienta el de la caridad.

CAPÍTULO XI

Regla para entender las locuciones que exhalan crueldad y, no obstante, se atributen a Dios o a sus santos

17. Todo lo que en las Santas Escrituras se lee de áspero y cruel en hechos y dichos atribuyéndolo a Dios o a los santos sirve para destruir el imperio de la concupiscencia o codicia. Cuando esto es claro y patente, no se ha de aplicar a otra cosa como si se hubiera dicho figuradamente. Así es aquello que dijo el Apóstol: Atesoras ira para el día de la venganza y de la manifestación del justo juicio de Dios, el cual dará a cada uno según sus obras. A los que perseveraron en el bien obrar buscando la gloria, el honor y la corrupción, se les dará la vida eterna; a quienes son contenciosos y desconfían de la verdad y creen a la iniquidad, se les otorgará la ira y la indignación. La tribulación y la angustia serán para toda alma del hombre que obra el mal, ante todo para el judío y el griego19. Todo esto lo dice el Apóstol de aquellos que perecerán con la misma concupiscencia porque no quisieron vencerla. Mas cuando el imperio de la concupiscencia ha sido destruido en el hombre sobre quien antes mandaba, entonces se cumple aquella evidente sentencia: Los que son de Jesucristo crucificaron su carne con sus pasiones y apetitos20. Ciertamente que en estos pasajes se hallan algunas palabras metafóricas, como son ira de Dios y crucificaron; pero ni son tantas, ni de tal modo traídas que obscurezcan el sentido y constituyan una alegoría o enigma, que es lo que llamo propiamente expresión figurada. Lo que se dijo a Jeremías: He aquí que hoy te constituí sobre los pueblos y las naciones para que arranques y destruyas, desbarates y derrames21, sin duda toda esta expresión no es figurada y debe referirse al fin que dijimos.

CAPÍTULO XII

Regla para entender los dichos y hechos que parecen inicuos, a juicio de los ignorantes, atribuídos a Dios o a los santos. Los hechos deben juzgarse por las circunstancias

18. Las cosas que a los ignorantes les parecen delitos, ya se trate de palabras o hechos que la Escritura aplica a Dios o a los hombres, cuya santidad nos recomienda ella misma, se han de tener todas ellas por locuciones figuradas que encierran secretos, los cuales deben esclarecerse para sustento de la caridad. Todo el que usa de las cosas transitorias con más moderación que aquella que exigen las costumbres de los que viven con él, o es un penitente o un supersticioso; pero el que usa de ellas de modo que traspasa los límites de la costumbre de los hombres buenos entre quienes convive, o manifiesta algo simbólico o es un vicioso. Porque en todas estas cosas no está la culpa en el uso de ellas, sino en la pasión viciosa del que las usa. Así, ningún hombre de juicio pensará en modo alguno que la mujer que ungió los pies del Señor con el ungüento precioso22 lo hizo al modo como suelen hacerlo los hombres malvados y lujuriosos en sus banquetes lascivos que detestamos. El buen olor es la buena fama, y el que siguiendo las huellas de Cristo la adquiere con las obras de su buena vida, unge en cierto modo los pies del Señor con preciosísimo ungüento. Asimismo, lo que en otras personas es no pocas veces un vicio, en una persona divina o profética es signo de una cosa grande. Una cosa es sin duda juntarse el hombre en las depravadas costumbres a una ramera, y otra distinta que lo haga en sentido profético Oseas23. No porque en los convites se desnuden pecaminosamente los cuerpos de los borrachos y lascivos, será pecado estar desnudo en los baños.

19. Por lo tanto, es necesario considerar con cuidado qué cosa convenga a cada lugar, tiempo y persona para no condenarla temerariamente por vicio. Puede suceder que, sin asomos de glotonería o voracidad, un hombre sabio coma un manjar exquisito, y en cambio, un necio arda en la llama de feísima gula ante un vil manjar. Todo hombre prudente preferirá comer un pez al modo de Cristo24, que no lentejas al modo de Esaú, nieto de Abrahán25; o cebada como las caballerías. No porque muchas bestias se sustenten con alimentos más viles, por eso son más morigeradas en la comida que nosotros. En todas las cosas de esta especie, se ha de aprobar o reprobar lo que hacemos atendiendo, no a la naturaleza de las cosas que usamos, sino al motivo de su uso y al modo de apetecerlas.

20. Los antiguos justos, contemplando el reino de la tierra, se imaginaban el reino celestial y lo profetizaban así. La causa de la necesidad de sucesión hacía inculpable la costumbre de que un hombre pudiera tener muchas mujeres a la vez26; por la misma razón no se tenía por honesto el que una mujer pudiera tener muchos maridos. Como la mujer no es más fecunda por tener muchos maridos, por eso más bien es torpeza de ramera buscar ganancia o hijos públicamente. La Sagrada Escritura no culpa lo que en este linaje de costumbres hacían los santos de aquel tiempo sin liviandad, aunque eran cosas que no pueden hacerse ahora sino por liviandad. Además, todo lo que allí se nos cuenta referente a esto, ya sea tomado en sentido propio o histórico, ya en figurado o profético, se ha de interpretar teniendo por fin el amor de Dios o del prójimo, o el de los dos a la vez. Porque así como entre los antiguos romanos era un escándalo llevar la túnica hasta los tobillos y con mangas, y ahora no lo es cuando la visten gentes de alcurnia, al parigual, en todo el demás uso de las cosas se ha de procurar advertir que no intervenga la liviandad, la cual no sólo abusa perversamente de las costumbres de aquellos entre quienes vive, sino que también muchas veces, traspasando sus límites, manifiesta en su brote maligno la fealdad que se oculta dentro del recinto de las costumbres legítimas.

CAPÍTULO XIII

Continúa el mismo asunto

21. Todo lo que está conforme a la costumbre de aquellos con quienes tenemos que pasar la vida, ya lo imponga la necesidad o se acepte por deber, ha de ser ordenado por los buenos y grandes hombres a la utilidad y a la beneficencia; ya sea tomándolo en sentido propio, como es nuestro deber, o en sentido figurado, como se les permitía a los profetas.

CAPÍTULO XIV

Error de los que opinan que no existe la justicia por sí misma

22. Cuando los ignorantes de .costumbres ajenas leen tales hechos, si la autoridad no los refrena, los juzgan torpezas; no son capaces de caer en la cuenta que toda su propia conducta, en el matrimonio, en los convites, en el vestido y en todo lo demás perteneciente al sustento y adorno humano, pudiera parecer torpeza a otras gentes y a otros tiempos. Ciertos hombres adormitados, por decirlo así, que ni estaban enteramente poseídos del sueño de la ignorancia ni podían por completo despertar a la luz de la sabiduría, ante la innumerable variedad de costumbres, juzgaron que no existía la justicia en sí misma, sino que, para cada nación, su propia costumbre era justicia. Como la costumbre es diversa para cada nación y la justicia debe permanecer inmutable, es evidente que jamás existió la justicia. Los que tal pensaron no entendieron, por no citar, otras muchas, la siguiente máxima: Lo que no quieras que hagan contigo, no lo hagas tú a otros27, la cual no puede en modo alguno variar, por mucha que sea la diversidad de naciones. Cuando esta sentencia se refiere al amor de Dios, mueren todos los vicios; cuando se aplica al amor del prójimo, perecen todas las iniquidades o crímenes. Nadie quiere que le corrompan su morada, luego no debe él corromper la morada de Dios, es decir, su propia alma. Y como nadie quiere ser perjudicado por otro, tampoco él debe perjudicar a ninguno.

CAPÍTULO XV

Regla que debe observarse en las locuciones figuradas

23. Así, después de haber sido ya destruida la tiranía de la concupiscencia, reina la caridad con las justísimas leyes del amor de Dios por Dios, y de sí mismo y del prójimo por Dios. Para ello, se ha de observar en las locuciones figuradas la regla siguiente, que ha de examinarse con diligente consideración lo que se lee, durante el tiempo que sea necesario para llegar a una interpretación que nos conduzca al reino de la caridad. Mas si la expresión ya tiene este propio sentido, no se juzgue que allí hay locución figurada.

CAPÍTULO XVI

Regla sobre las locuciones preceptivas

24. Si la locución es preceptiva y prohíbe la maldad o vicio, o la iniquidad o crimen, o manda la utilidad o la beneficencia, entonces la locución no es figurada. Pero si aparenta mandar la maldad o la iniquidad, o prohibir la utilidad o beneficencia, en este caso es figurada. Dice el Señor: Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros28. Aquí parece mandarse una iniquidad o una maldad; luego es una locución figurada por la que se nos recomienda la participación en la pasión del Señor, y se nos amonesta que suave y útilmente retengamos en nuestra memoria que su carne fue llagada y crucificada por nosotros. Asimismo dice la Escritura: Si tu enemigo está hambriento dale de comer, si tiene sed dale de beber. Nadie duda que aquí se manda la beneficencia; pero en lo siguiente: Haciendo esto amontonarás carbones de fuego sobre su cabeza29, tal vez pensarás que se te manda la iniquidad de un maleficio; pues no dudes que se dijo figuradamente. Si puedes interpretarlo en doble sentido, en el de hacer daño y en el de prestar un beneficio, inclínete más bien la caridad a la beneficencia; de suerte que entiendas que los carbones de fuego son los gemidos ardientes de la penitencia, con los cuales se cura la soberbia de aquel que se duele de haber sido enemigo del hombre por quien se ve socorrido de su miseria. Igualmente cuando dice el Señor: Quien ama su alma, la perderá30, no se ha de pensar que prohíbe nuestra propia utilidad por la que cada uno ha de conservar su alma, sino que figuradamente se dijo «la perderá», a saber, que ha de perder y destruir el uso de ella que hace en esta vida, es decir, el uso indebido y perverso por el que se inclina a las cosas temporales de modo que no busca las eternas. También se escribió da al misericordioso y no recibas al pecador31; la última parte de esta sentencia parece prohibir la beneficencia, pues dice no recibas al pecador, luego debes entender que se puso figuradamente pecador por pecado; y, por tanto, el sentido será que no recibas su pecado.

CAPÍTULO XVII

Unas cosas se mandan a todos en general y otras a cada uno en particular

25. Acontece muchas veces que quien se encuentra o figura encontrarse en un grado superior de vida espiritual, juzga que se han dicho figuradamente las cosas que fueron preceptuadas a los grados inferiores; como por ejemplo, el que abrazó la vida célibe y se mutiló a sí mismo por el reino de los cielos32, estimará que todo lo que mandan los divinos Libros sobre el amor a la mujer y la forma de gobernarla, no se ha de tomar en sentido propio, sino figurado. Asimismo, si alguno determinó guardar soltera a su doncella, se esforzará en interpretar como expresión figurada aquella por la que se dice entrega a tu hija y harás una gran obra33; luego entre las reglas para entender las Escrituras ha de hallarse ésta, que sepamos que se mandan unas cosas a todos en general, y otras a cada una de las clases diferentes de personas, a fin de que la medicina doctrinal no sólo se extienda al estado universal de salud, sino también a la enfermedad propia de cada miembro. Es que ha de ser curado en su propio estado el que no puede elevarse a otro mejor.

CAPÍTULO XVIII

Se ha de considerar el tiempo en que algo fue mandado o permitido

26. También se ha de evitar el que alguno piense que puede tal vez ponerse en uso en los tiempos de la vida presente lo que en el Antiguo Testamento, dada la condición de los tiempos, no era maldad ni iniquidad, aunque se entienda en sentido propio, no figurado. Lo cual nadie lo intentará, a no ser el que, dominado por la concupiscencia, busca el apoyo de las Escrituras, con las que precisamente debiera ser combatida. Este desgraciado no entiende que aquellos hechos se refieren de este modo para que los hombres de buena esperanza vean la utilidad y conozcan que la costumbre vituperada por ellos puede tener un uso bueno y la que abrazan puede tenerlo condenable, si allí se atiende a la caridad y aquí a la concupiscencia de los que la usan.

27. Si conforme a aquel tiempo pudo alguno usar castamente de muchas mujeres, ahora puede otro usar libidinosamente de una. Yo apruebo mejor al que usa de la fecundidad de muchas por otro fin, que el que usa de la carne de una con liviandad. Allí se buscaba lo más útil conforme a las circunstancias de los tiempos, aquí se busca únicamente saciar la concupiscencia, enredada en los deleites temporales. También están en grado inferior para con Dios aquellos a quienes por condescendencia, permite el Apóstol el acto carnal con su propia mujer a causa de la intemperancia de ellos34, que los que teniendo muchas no intentaban en el comercio carnal otra cosa que la procreación de los hijos, a la manera que el sabio no busca en la comida y la bebida sino la salud corporal. De suerte que si estos hombres hubieran llegado a alcanzar en su vida la venida del Señor, siendo ya tiempo de recoger y no de esparcir las piedras35, inmediatamente se hubieran mutilado por el reino de los cielos; pues no hay dificultad en carecer de una cosa, si no es cuando existe el deseo de poseerla. Sabían muy bien aquellos hombres que entre los mismos cónyuges se da la lujuria por el abuso intemperante, como lo atestigua la oración que hizo Tobías a Dios cuando se unió con su esposa, pues dice: Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, y bendito es tu nombre por todos los siglos de los siglos. Bendígante el cielo y toda criatura. Tú hiciste a Adán y le diste a Eva como ayuda, y ahora tú sabes, Señor, que no recibo a mi pariente por mujer por motivo de lujuria, sino por lo mandado, para que tengas, Señor, misericordia de nosotros36.

CAPÍTULO XIX

Los malos juzgan que los demás son de la misma condición que ellos

28. Los que con desenfrenada sensualidad andan corriendo de adulterio en adulterio, o los que en el uso de su misma y única mujer no sólo exceden la medida conveniente para la procreación de los hijos, sino que acumulan con desvergüenza absoluta y desenfreno servil de no sé qué libertad torpezas de la inhumana intemperancia, éstos, digo, no creen que pudo haber sucedido que los antiguos varones usaran con tal templanza de varias mujeres, que observasen en aquel uso únicamente el deber según el tiempo de la propagación de la prole, y asimismo juzgan que lo que ellos, aprisionados con los lazos de la lascivia no cumplen con una sola mujer, en modo alguno era posible practicarlo con muchas.

29. Pero éstos también pudieran decir que no conviene honrar y alabar a los buenos y santos varones, puesto que ellos, al ser alabados y honrados, se hinchan de soberbia; y son tanto más codiciosos de vanísima gloria, cuanto con más frecuencia y abundancia sopla el viento suave de la lisonja; con lo cual se hacen tan leves, que la brisa de la fama, ya sople próspera o adversa, los precipita en la vorágine de las maldades o vicios, o los estrella contra las rocas de las iniquidades o crímenes. Vean, pues, cuan arduo y difícil es para ellos no dejarse llevar del cebo de la alabanza y no sentir el aguijón de las injurias; pero no midan por sí a los demás.

CAPÍTULO XX

Los buenos son semejantes en cualquiera clase de vida que lleven

Crean más bien que nuestros apóstoles, ni se hincharon al ser alabados por los hombres, ni se abatieron al ser despreciados. Y, ciertamente, ni una ni otra prueba les faltó a aquellos varones; pues fueron ensalzados con los elogios de los creyentes y difamados con los vituperios de los perseguidores. Luego como los apóstoles usaban, conforme a las circunstancias, de los elogios y de los vituperios y no se relajaron, así aquellos antiguos varones, ordenando el uso de las mujeres a la conveniencia de su tiempo, no eran dominados por la lascivia, a la cual sirven los que no creen estas cosas.

30. Asimismo, estos tales de ningún modo reprimirían su odio implacable contra los hijos, al saber que algún hijo solicitó o violó a sus mujeres o concubinas si les hubiera sucedido este hecho.

CAPÍTULO XXI

Aunque David cayó en adulterio, estuvo muy lejos de la incontinencia de los lascivos

Habiendo padecido el rey David este agravio de un hijo impío y cruel (Absalón), no sólo soportó a quien era cruel, sino que incluso lo lloró muerto37. Y es que no estaba enredado en los lazos de un celo carnal el que en modo alguno se conmovía ante su injuria, sino únicamente ante los pecados del hijo. Por eso había ordenado que no le quitasen la vida, si fuere vencido, a fin de que, domado por la derrota, tuviera lugar para el arrepentimiento, y al no lograr esto, no se dolió en la muerte por la ausencia de él, sino porque conocía las penas a las que sería arrebatada el alma tan impíamente adúltera y parricida. Lo cual se comprueba porque anteriormente por otro hijo inocente se afligió durante la enfermedad, pero al morir se alegró.

31. Señaladamente aparece la moderación y templanza con que aquellos varones usaban de las mujeres, en el hecho de que el mismo rey, llevado de cierto ardor de la edad y de la prosperidad de sus empresas temporales, habiendo caído con una y habiendo mandado dar muerte al marido de ella, fue reprendido por el profeta. El cual, habiendo venido a él para convencerle del pecado, le propuso la parábola del pobre que tenía una oveja y del vecino que tenía muchas, a quien acercándose un huésped amigo le presentó en la cena la única oveja de su pobre vecino más bien que una suya. Irritado David contra aquel hombre inicuo, le condena a pena de muerte y a dar cuatro ovejas al pobre, condenándose de este modo a sí mismo, sin advertirlo, el que a sabiendas había pecado. Tan pronto como el profeta le declaró su parábola y le anunció de parte de Dios el castigo, borró con su arrepentimiento el pecado38. Se ha de advertir que en esta parábola únicamente se hace notar el adulterio en la oveja robada del vecino pobre, mas no se reconvino a David en la parábola por la muerte del marido de la mujer, es decir, de aquel pobre matado dueño de la única oveja, para que la sentencia de su propia condenación recayese únicamente sobre el adulterio. De aquí se colige con cuánta templanza tuvo él muchas mujeres, ya que se vio obligado a castigarse a sí mismo por haberse propasado con una. Pero en este varón no fue cosa habitual sino pasajera la inmoderada pasión; por eso, aquel apetito ilícito fue denominado huésped por el profeta que le reprende; pues no dijo que el rico presentó en el banquete la oveja del vecino pobre a su rey, sino a su huésped. Al contrario, en su hijo Salomón esta pasión no estuvo de paso, como huésped, sino que como reina dominó su corazón, lo cual no lo calló la Escritura, pues le culpa de haber sido amador de mujeres39. Y aun cuando al principio tuvo ardientes deseos de la sabiduría40, la que consiguió por el amor espiritual, sin embargo, la perdió por el amor carnal.

CAPÍTULO XXII

Regla sobre los hechos que en la Escritura se alaban, los cuales hoy día son contrarios a las costumbres

32. Luego, aunque todos o casi todos los hechos que se relatan en el Antiguo Testamento han de entenderse no sólo en sentido propio, sino también figurado, sin embargo, aquellos hechos que el lector hubiera tomado en sentido propio, si son alabados los que los hicieron, pero no obstante disienten de las costumbres de los hombres buenos que guardan los divinos mandamientos después de la venida del Señor, encamine la figura a entender, pero no traslade el mismo hecho a las costumbres, porque muchas cosas hay que en aquel tiempo se hicieron por deber, las cuales no pueden actualmente ejecutarse sin liviandad.

CAPÍTULO XXIII

Regla de los textos en que se refieren pecados de los grandes hombres

33. Si topase el lector con algunos pecados de grandes varones, aunque pueda indagar y descubrir en ellos alguna figura de cosas futuras, sin embargo, tome el hecho a la letra, sacando de él el provecho de no atreverse a jactarse jamás de sus buenas acciones, y de no despreciar por su rectitud a los demás como pecadores, al ver a tan grandes varones envueltos en tempestades que deben ser evitadas, o en naufragios dignos de llorarse. Para esto se consignaron los pecados de aquellos hombres, para que en todo el mundo sea temida aquella sentencia apostólica que dice: El que juzgue estar firme vea no caiga41. Casi no hay página alguna en los Libros sagrados en la cual no resueneque Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes42.

CAPÍTULO XXIV

Ante todo se ha de considerar el género de locución

34. Así pues, lo que más nos interesa averiguar es si la locución que se desea entender es propia o figurada. Porque averiguando que tal locución es figurada, aplicadas las reglas que dejamos expuestas en el libro primero al tratar de las cosas, es fácil considerarla por todos los lados hasta llegar al verdadero sentido, sobre todo cuando el uso que hagamos de tales reglas va reforzado con el ejercicio de la piedad. Conoceremos, pues, si una locución es propia o figurada con sólo observar las reglas anteriormente expuestas.

CAPÍTULO XXV

La misma palabra no significa siempre lo mismo

Averiguado si una expresión es o no es figurada, se conocerá que las palabras que constituyen la locución han sido tomadas de cosas semejantes, o de cosas que tienen algún parecido.

35. Mas como las cosas pueden ser semejantes de distintas maneras, no juzguemos que es ley terminante que lo que una cosa significa en determinado pasaje, por semejanza, esto mismo lo ha de significar siempre. Así, pues, el Señor usó de la comparación de la levadura por vía de reproche al decir: Guardaos de la levadura de los fariseos43; y por alabanza cuando dijo: Semejante es el reino de los cielos a una mujer que esconde la levadura en tres medidas de harina, hasta que fermentó toda la masa44.

36. Esta consideración de diversas significaciones puede ser de dos formas. Cada cosa puede significar otra, o de modo contrario, o sólo diverso. De modo contrario, cuando la misma cosa se pone por semejanza, unas veces de bien, otras de mal, como en el ejemplo que acabamos de traer sobre la levadura. Igualmente sucede con la palabra «león», que designa a Cristo cuando se dice: Venció el león de la tribu de Judá45; y al diablo donde se escribe: Vuestro enemigo el diablo, como león rugiente, da vueltas buscando a quien devorar46. Asimismo, la palabra serpiente se halla también en buen sentido al decir sed astutos como las serpientes47; y en malo donde se lee: La serpiente con su astucia engañó a Eva48. En buen sentido se dijo del pan: Yo soy el pan vivo que descendió del cielo49, y en malo: Comed alegremente los panes ocultos50; y así otras muchas sentencias. Todos estos pasajes citados no tienen significación dudosa porque, traídos por vía de ejemplo, no debieron ponerse sino con claridad. Pero hay otros que es incierto el sentido en que deban tomarse, como aquél: El cáliz de vino puro en la mano del Señor está lleno de mixtura51; es dudoso si esto significa la ira de Dios, no hasta el castigo postrero, es decir, hasta las heces; o más bien la gracia de las Escrituras que pasa de los judíos a los gentiles, pues dice que lo inclinó de una parte a la otra, quedándose entre los judíos las ceremonias que practican carnalmente, pues la hez de este cáliz no se apuró del todo. En cuanto a la diversidad de significaciones no contrarias sino diversas que puede tener una misma cosa, tenemos el ejemplo del agua, la cual unas veces significa el pueblo, como leemos en el Apocalipsis52; y otras el Espíritu Santo, y así dijo: Ríos de agua viva fluirán de su vientre53. Esto mismo se ha de decir de otros pasajes en los que el agua significa ya una cosa, ya otra.

37. También existen otras cosas que, consideradas no en compañía de otras, sino cada una de por sí, significan no sólo dos cosas diversas, sino muchas más algunas veces, según el lugar de la sentencia en que se hallen colocadas.

CAPÍTULO XXVI

Los lugares obscuros deben explicarse por otros más claros

En los pasajes más claros se ha de aprender el modo de entender los obscuros. El mejor modo de poder entender lo que se dice al Señor: Toma el escudo y las armas y ven en mi ayuda54, es aquel otro pasaje en que se lee: Señor, nos coronaste con el escudo de tu buena voluntad55. Sin embargo, no se ha de entender que dondequiera que leamos escudo, significando defensa, se ha de tomar por la buena voluntad de Dios, pues también está escrito: Tomad el escudo de la fe para que podáis apagar todas las saetas de fuego del enemigo56. Ni tampoco debemos atribuir únicamente a estas armas espirituales representadas en el escudo el significado de la fe, porque en otro lugar se habló de la coraza de la fe: Vestíos, dice el Apóstol, de la coraza de la fe y la caridad57.

CAPÍTULO XXVII

Nada prohibe entender el mismo lugar de varias maneras

38. Cuando de las mismas palabras de la Escritura se deducen, no uno, sino dos o más sentidos, aunque no se descubra cuál fue el del escritor, no hay peligro en adoptar cualesquiera de ellos, si puede mostrarse por otros lugares de las Santas Escrituras que todos convienen con la verdad. Sin embargo, el que investiga la palabra divina ponga todo su empeño en llegar a lo que quiso decir el autor, por quien el Espíritu Santo compuso aquella Escritura; ya lo consiga, o ya obtenga otro sentido de aquellas palabras que no se oponga a la pureza de la fe, teniendo un testimonio de cualquier otro lugar de la divina Escritura. Porque tal vez el autor, en aquellas palabras que pretendemos esclarecer, vio el mismo sentido que nosotros les damos; por lo menos es cierto que el Espíritu Santo, que las compuso por medio de él, previó sin lugar a duda ésta que había de ocurrírsele al lector o al oyente; es más, puesto que se halla fundada en la verdad, proveyó para que se le ocurriera. ¿Pues qué cosa pudo Dios proveer con más abundancia y liberalidad en las divinas letras que el hacer que unas mismas palabras se entiendan de modos distintos, los cuales son confirmados por otras no menos divinas palabras contestes de la Escritura?

CAPÍTULO XXVIII

El pasaje incierto se aclara mejor por otros lugares de la Escritura que por la luz del entendimiento

39. Cuando se deduce un sentido cuya certeza no puede aclararse por otros pasajes ciertos de las Santas Escrituras, queda el remedio de aclararlo con razones, aunque el autor, de quien pretendemos entender las palabras, quizá no les dio tal sentido. Este modo de proceder es peligroso, pues es más seguro caminar por las Escrituras divinas. Por lo tanto, cuando intentamos desentrañar los pasajes que se hallan obscuros por sus locuciones metafóricas, hay que investigar de suerte que el sentido sacado de allí no ofrezca controversia; y si la ofrece, debe zanjarse con testimonios hallados y aducidos procedentes de cualquiera parte de la misma Escritura.

CAPÍTULO XXIX

Necesidad de conocer las figuras o tropos

40. Sepan los hombres de letras que nuestros autores usaron de todos los modos de hablar a los que los gramáticos llaman con el nombre griego tropos; y los emplearon en mayor número y con más frecuencia que pueden pensar y creer los que no saludaron a nuestros autores y los aprendieron en otros escritos. Los que conocen los tropos los descubren en las Santas Escrituras, y el conocimiento de ellos les ayuda no poco para entenderlas. Pero ahora no conviene enseñarlos a los que no los conocen, para que no parezca que nos ponemos a enseñar la gramática. Aconsejo que se aprendan en otro lugar, como ya anteriormente lo amonesté en el libro segundo, cuando diserté sobre la necesidad de conocer las lenguas. Porque las letras, de quienes la gramática toma su nombre, ya que se llaman en griego grammata, son ciertamente signos de los sonidos que hacemos con voz articulada al hablar. De estos tropos no sólo se hallan ejemplos, como de todas las cosas, en los Libros divinos, sino que también se expresan los nombres de algunos, como alegoría, enigma, parábola. Aunque ciertamente casi todos estos tropos que se conocen, según dicen, por las artes liberales, también se hallan usados en las conversaciones de aquellos que jamás oyeron a los retóricos y se contentaron con la lengua que usa el vulgo. ¿Quién hay que no diga «así florezcas»? Pues esto es un tropo que se llama metáfora. ¿Quién no llama piscina a un estanque, aunque no tenga peces, ni se haya hecho para los peces, no obstante que recibió de ellos el nombre? Pues este tropo se llama catacresis.

41. Sería asunto muy largo proseguir de este modo exponiendo uno por uno todos los tropos; porque aun el lenguaje del vulgo llega hasta usar aquellos que son más de notar porque significan lo contrario de lo que suenan, como sucede con el tropo que se llama ironía o antífrasis. La ironía, por el tono, indica lo que quiere dar a entender, como cuando decimos a un hombre que obra mal «buena la has hecho». La antífrasis, para significar lo contrario, no se vale del tono de la voz, sino que o cuenta con palabras propias cuyo origen es de significación contraria, como se llama a la selva lucus (bosque) porque carece de luz; o se acostumbra a llamar a una cosa significando lo opuesto, aunque no se diga con palabras contrarias, como, por ejemplo, sucede cuando buscamos algo que en aquel sitio no hay, y se nos responde, abunda; o, finalmente, cuando añadiendo palabras, hacemos que se entienda lo contrario de lo que hablamos, por ejemplo cuando decimos cuidado con éste, porque es un buen hombre. ¿Qué rudo existe que no hable así, aunque ignore en absoluto qué son estos tropos y cómo se llaman? El conocimiento de ellos es necesario para resolver las ambigüedades de la Escritura; porque, si al tomar las palabras al pie de la letra el sentido es absurdo, se ha de indagar si aquello que no entendemos se dijo con este o con aquel otro tropo. De esta manera se han aclarado muchos pasajes que estaban obscuros.

CAPÍTULO XXX

Se examinan las siete reglas del donatista Ticonio

42. Un tal Ticonio, que a pesar de ser él donatista escribió infatigablemente contra los donatistas, y en esto demostró su extraña ceguera al no querer separarse por completo de ellos, compuso un libro que llamó de las «reglas», porque en él expuso ciertas siete reglas que son como las llaves con las que se abren los secretos de las divinas Escrituras. La primera que pone, la denomina «del Señor y su cuerpo»; la segunda, «del cuerpo del Señor dividido en dos»; la tercera, «de la ley y las promesas»; la cuarta, «de la especie y del género»; la quinta, «de los tiempos»; la sexta, «de la recapitulación»; la séptima, «del diablo y su cuerpo». Consideradas estas reglas como él las explica, ayudan no poco para penetrar los pasajes obscuros de la divina Palabra. Sin embargo, no todo lo que está escrito es fácil entenderlo con estas reglas, pero hay otros muchos medios los cuales, hasta tal punto no están comprendidos en este número siete, que el mismo Ticonio expone otros muchos pasajes obscuros sin recurrir a estas reglas, porque ciertamente no es necesario. Ocurre a veces que no se pregunta o se trata algo relacionado con ellas; así, él mismo, en el Apocalipsis de Juan, pregunta cómo debe entenderse lo de los ángeles de las siete Iglesias, a quienes se le mandó a San Juan escribir, y después de muchos razonamientos, concluye que por los ángeles debemos entender las Iglesias58. En cuya extensa disertación, para nada intervienen las reglas a pesar de que lo tratado allí es obscurísimo. Baste este ejemplo, pues recopilar todos los pasajes obscuros que se hallan en los libros canónicos, donde para aclararlos de nada valen las siete reglas, es trabajo demasiado largo y penoso.

43. Cuando Ticonio recomienda estas reglas, les atribuye tanta importancia como si todas las cosas obscuras que se hallan en la ley, es decir, en los Libros divinos, pudiéramos entenderlas conociendo y aplicando bien estas reglas, ya que comienza su libro diciendo: «Ante todo, juzgué necesario escribir el libro de las reglas como a mí me parecen, y fabricar como unas llaves y antorchas para descubrir los secretos de la ley. Hay ciertas reglas místicas que descubren los secretos de toda la ley y hacen patentes los tesoros de la verdad que para algunos estaban ocultos. Si la doctrina de estas reglas se aceptase sin envidias, como yo la comunico, todo lo que está clausurado se abrirá y lo obscuro quedará iluminado, de modo que si alguno camina por la inmensa selva de la profecía, conducido por estas reglas, como por sendas de luz, se librará del error». Si Ticonio hubiera dicho tan sólo: Existen algunas reglas místicas que obtienen la entrada a algunos senos ocultos de la ley o que, sin duda, penetran grandes secretos; pero lo que dice «a todos los secretos de la ley»; y si no hubiera dicho también «todo lo que está clausurado se abrirá», sino muchos pasajes clausurados se abrirán, hubiera dicho verdad, y no hubiera hecho concebir una falsa esperanza al lector y conocedor de su obra, dándole más importancia de la que pide el asunto, aunque es útil y bien trabajada. Juzgué que debía hacer esta advertencia para que lean este libro los estudiosos, ya que ayuda no poco al entendimiento de las Escrituras y para que no se espere de él más de lo que contiene. Sin embargo, se ha de leer con cautela no sólo porque como hombre erró en ciertas cosas, sino principalmente porque habla de otras como hereje donatista. Explicaré brevemente qué prevengan y enseñen estas siete reglas.

CAPÍTULO XXXI

Primera regla de Ticonio

44. La primera regla trata «del Señor y su cuerpo», en la cual se nos anuncia que conociendo que algunas veces se nos habla, como si fuese una sola persona la cabeza y el cuerpo, es decir, Cristo y la Iglesia, pues no en vano se dijo a los fieles sois descendencia de Abrahán59, siendo una sola la descendencia de Abrahán, es decir Cristo; no debe extrañarnos cuando en algún pasaje de la Escritura se pasa de la cabeza al cuerpo o del cuerpo a la cabeza, sin dejar de hablar de una y la misma persona. Así una misma persona es la que habla al decir: Como a esposo me adornó la cabeza con mitra, y como a esposa me engalanó con adornos60, y no obstante se ha de procurar entender qué de estas dos cosas convenga a la cabeza, y qué al cuerpo, es decir, qué a Cristo y qué a la Iglesia.

CAPÍTULO XXXII

Regla segunda de Ticonio

45. La segunda regla es «del doble cuerpo del Señor», la cual no debió llamarse de esta manera porque, a la verdad, no es cuerpo del Señor el que no ha de estar con Él para siempre. Más bien debió decirse «del cuerpo del Señor verdadero y mezclado, o del verdadero y fingido», u otra expresión parecida, porque no se ha de decir que los hipócritas están con Él, no ya eternamente, pues ni ahora lo están, aunque al parecer estén en su Iglesia. De ahí que esta regla pudiera llamarse de tal modo que se intitulase «de la Iglesia mezclada». Esta regla exige un atento lector, cuando la Escritura, hablando ya a otros, parece que habla a aquellos con quienes hablaba primero o parece que habla de los segundos, y habla de los primeros como si unos y otros fuesen un mismo cuerpo por la mezcla temporal y la común participación de sacramentos. A esto pertenece lo del Cantar de los Cantares: Soy morena y hermosa como las tiendas de Cedar, como los tapices de Salomón61. No dice fui morena como las tiendas de Cedar, y soy hermosa como los tapices de Salomón; sino que a la vez es lo uno y lo otro, por causa de la unidad que en el tiempo constituyen los peces buenos y malos dentro de unas mismas redes62. Las tiendas de Cedar pertenecen a Ismael, que no será heredero con el hijo de la libre63. Asimismo, después de haber hablado Dios de los escogidos lo siguiente: Llevaré a los ciegos por el camino que ignoran, y pisarán sendas que desconocen, y cambiaré sus tinieblas en luz, y los caminos torcidos en rectos: Cumpliré estas palabras y no los abandonaré, a seguida habla de la otra parte que tristemente está mezclada, y dice pero ellos no volverán atrás64, cuando en estas palabras se hallan indicados otros. Mas, como ahora están juntos, habla de los últimos como si hablara de los primeros; sin embargo, no siempre permanecerán mezclados. El mismo Ticonio es ciertamente aquel siervo mencionado en el Evangelio, a quien cuando venga el Señor le separará y le pondrá con los hipócritas65.

CAPÍTULO XXXIII

Tercera regla de Ticonio

46. La tercera regla trata de «las promesas y la ley», la que puede llamarse de otra manera, «del espíritu y de la letra», conforme la denominé yo en el libro que escribí sobre esta materia. Puede asimismo llamarse «de la gracia y del mandamiento». Esta me parece cuestión más importante que la regla que deba emplearse para resolver cuestiones. Los pelagianos, por no haber entendido esta cuestión o doctrina, inventaron su herejía o la acrecentaron. Ticonio trabajó muy bien por aclararla pero de modo incompleto, porque tratando de la fe y de las obras, nos dijo que las obras se dan por Dios debido al mérito de la fe, pero la misma fe es de tal modo nuestra que no la recibimos de Dios. No atendió, pues, a lo que dice el Apóstol: Paz a los hermanos y caridad junto con la fe de parte del Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo66. Pero Ticonio no conoció esta herejía que nació en nuestro tiempo, y que nos dio no poco que hacer al defender contra ella la gracia de Dios que se da por nuestro Señor Jesucristo. Y cumpliéndose lo que dice el Apóstol conviene que haya herejías para que se descubran entre vosotros los buenos67, nos hizo más despabilados y diligentes para advertir en las Santas Escrituras lo que a este Ticonio menos atento y cuidadoso, pues entonces no tenía enemigo, se le escapó; a saber, que también la fe es don de Aquel que reparte a cada uno la medida de ella68. En este sentido, dijo el Apóstol a algunos: A vosotros se os ha dado por Cristo, no sólo el creer en Él, sino también el que padezcáis por Él69. Luego, ¿quién dudará que lo uno y lo otro es don de Dios, si oye fielmente y con claridad que ambas cosas han sido donadas? Hay otros muchos testimonios con los que se prueba esta verdad, mas ahora no tratamos de ello; muchísimas veces hemos tratado en diferentes lugares.

CAPÍTULO XXXIV

Cuarta regla de Ticonio

47. La cuarta regla de Ticonio trata de «la especie y el género». La llama así queriendo que se entienda por especie la parte y por género el todo, del cual es parte la que denomina especie, así como cada ciudad es ciertamente parte del universo. Él llama especie a la ciudad, y a todas las gentes, género. Pero no se ha de aplicar aquí aquella sutil distinción que se enseña por los dialécticos, los cuales ingeniosísimamente disputan sobre la diferencia que existe entre la parte y la especie. Vale la misma regla cuando se encuentre en las palabras divinas algo parecido, no sólo de una ciudad, sino de cada provincia, nación o reino. Porque no sólo de Jerusalén, por ejemplo, o de una ciudad gentil, como de Tiro, de Babilonia o de otra cualquiera ciudad se dice en las Santas Escrituras algo más de lo que le conviene, lo cual convendría más bien al universo, sino también de la Judea, de Egipto, de Asiría y de cualquiera otra nación, en la cual existen muchas ciudades, mas no son todo el orbe sino partes de él, se dicen cosas que sobrepasan la medida y se adaptan más bien al universo, de quien es parte, o, como Ticonio dice, al género del cual es especie. De aquí que el vulgo ha llegado ya al conocimiento de esta palabra, especie y género; y así, hasta los rústicos entienden en cualquier precepto imperial qué se mandó de modo especial y qué general. Esto mismo acontece al tratar de los hombres, como se ve en las palabras que se dicen de Salomón excediendo sus límites; y más bien refiriéndolas a Cristo o a la Iglesia, de quien él es parte, se entienden con claridad.

48. No siempre se sobrepasa la especie, pues muchas veces se dicen tales cosas que a ella, o quizá únicamente a ella, pueden clarísimamente ser aplicadas. Pero cuando de la especie se pasa al género aparentando como si la Escritura siguiera hablando de la especie, tenga el lector la atención bien dispuesta y no busque en la especie lo que puede mejor y con mayor certeza encontrar en el género. Fácilmente se entiende aquello que dice el profeta a Ezequiel: La casa de Israel habitó en la tierra y la mancharon con sus procederes y con sus ídolos y pecados. Su conducta fue ante mis ojos como la inmundicia de la mujer con flujo de sangre. Yo derramé mi indignación sobre ellos, y los dispersé entre las naciones y los aventé por las regiones. Conforme a su conducta y a sus pecados los juzgué70. Fácilmente, repito, que esto se entiende de la casa de Israel de la cual dice el Apóstol: Mirad a Israel según la carne71, porque todas estas cosas las hizo y padeció el pueblo carnal de Israel. Las otras que siguen también se comprende que convienen al mismo pueblo; pero cuando el profeta comienza a decir: Y santificaré mi nombre santo y grande, que fue mancillado entre las naciones, que mancillasteis vosotros en medio de ellas, y sabrán las gentes que yo soy el Señor, ya debe atender el lector cómo de la especie se pasa al género; pues sigue y dice el profeta: Cuando yo haya sido santificado entre vosotros ante los ojos de ellos, os recogeré de entre las naciones y os congregaré de todas las tierras y os introduciré en vuestra tierra, y os rociaré con agua limpia y seréis purificados de todos los ídolos y os limpiaré. Y os daré un corazón nuevo, y un espíritu nuevo os infundiré. Y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne e infundiré en vosotros mi espíritu. Y haré que caminéis en mis justicias y que guardéis y cumpláis mis decretos y habitaréis la tierra que di a vuestros padres, y seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios y os limpiaré de todas vuestras inmundicias72. Todo esto se profetizó del Nuevo Testamento (al cual no sólo pertenece una porción de aquel pueblo en sus reliquias, de la que se dijo en otro lugar si el número de los hijos de Israel fuera como las arenas del mar, las reliquias se salvarán73, sino también todas las demás naciones que fueron prometidas a sus padres, los cuales también son nuestros), no lo dudará quien considere que se prometió aquí el bautismo de la regeneración, el cual vemos ahora concedido a todas las naciones; y asimismo, no olvide lo que dice el Apóstol al encarecer cuánto sobresale la gracia del Nuevo Testamento en comparación de la del Viejo; vosotros, dice, sois nuestra carta, escrita no con tinta, sino con el espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne del corazón74. A primera vista se conoce que estas palabras del Apóstol están sacadas de donde el profeta dice: Y os daré a vosotros un corazón nuevo, y un nuevo espíritu; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. El corazón de carne de que habla el profeta, de donde tomó el Apóstol su expresión tablas de carne del corazón, se distingue de corazón de piedra por tener vida sensitiva; y por esta vida sensitiva se da a entender la vida intelectiva. De este modo se forma el Israel espiritual, no de una nación, sino de todas las naciones que fueron prometidas a sus padres en aquel que había de descender de ellos, que es Cristo.

49. Este Israel espiritual se distingue de aquel otro Israel carnal formado de una nación por la novedad de la gracia, no por la nobleza de la patria; y por la mente, mas no por la gente. Cuando el profeta, con elevado espíritu, habla de aquel o a aquel viejo Israel, insensiblemente pasa a este nuevo, y cuando ya está hablando de éste o a éste, parece que continúa hablando de aquél o con aquél. Esto no lo hace como enemigo envidioso y hostil que se opone al entendimiento de la Escritura, sino para ejercitar saludablemente el nuestro. Por lo tanto, aquello que dice y os introduciré en vuestra tierra, y lo que poco después como repitiendo añade y habitaréis en la tierra que di a vuestros padres, no lo debemos tomar carnalmente como el Israel carnal, sino espiritualmente como el espiritual. La Iglesia sin mancha ni arruga75 compuesta de todas las gentes, y que ha de reinar eternamente con Cristo, es la tierra de los bienaventurados, la tierra de los que viven76, y es la que debemos entender que fue dada a los padres cuando les fue prometida por la infalible e inmutable voluntad de Dios, pues por la misma firmeza de la promesa y predestinación estaba ya dada, la que se creía por los Patriarcas que a su tiempo había de dárseles. Igual modo de hablar emplea el Apóstol escribiendo a Timoteo sobre la gracia que se da a los santos, pues dice: Dios nos llamó, no según nuestras obras, sino según su propósito y gracia, la cual nos fue dada en Cristo Jesús antes de los siglos eternos y ahora se manifestó por la venida de nuestro Salvador77. Dada fue la gracia, dice el Apóstol, cuando aún no existían a quienes se había de dar, porque, en la disposición y predestinación de Dios, ya estaba hecho lo que en su tiempo había de hacerse, a lo cual llama el Apóstol manifestarse. Aunque estas palabras pudieran entenderse de la tierra del siglo futuro cuando habrá un cielo nuevo y una tierra nueva78, en la cual no podrán habitar los injustos. Y por eso se dice a los justos que ésta es la tierra de ellos, pues los impíos de ningún modo tendrán parte en ella, porque esta misma tierra fue dada igualmente cuando se firmó que había de darse.

CAPÍTULO XXXV

Regla quinta de Ticonio

50. A la quinta regla que establece Ticonio la llama «de los tiempos»; con ella podrá muchas veces hallarse, o a lo menos conjeturarse, la cantidad del tiempo que se halla oculta en los Libros santos. De dos modos, dice, se aplica esta regla: O con la figura sinécdoque o con los números legítimos. Por el tropo sinécdoque, se toma el todo por la parte o la parte por el todo. Así un evangelista dice que sucedió después de ocho días lo que otro dice después de seis días, cuando en el monte el rostro del Señor resplandeció como el sol y sus vestidos se trocaron blancos como la nieve79 ante la presencia de sólo tres de sus discípulos. Las dos cosas que se dijeron del número de días no pueden ser verdaderas, a no ser que el que dijo «después de ocho días» tomara la parte última del día en que Cristo predijo que había de cumplirse este hecho y la parte primera del día que tuvo lugar, por dos días completos e íntegros. Y el que dijo «después de seis días» no contó más que los días enteros que mediaron entre los dos incompletos. Por este modo de hablar en que la parte se toma por el todo, se resuelve también la cuestión de la resurrección del Señor. Porque, a no ser que la última parte del día en que padeció se tome por día completo, es decir, añadiéndole la noche pasada, y si la noche en cuya última parte resucitó no se toma por un día entero juntamente con la mañana del día dominical, no pueden darse los tres días y noches que predijo había de estar en el corazón de la tierra80.

51. Números legítimos llama Ticonio a los que la divina Escritura recomienda de un modo más señalado, como el siete, el diez, el doce, y otros que los estudiosos fácilmente reconocen leyendo. Esta clase de números muchas veces se pone para significar un tiempo indefinido, como te alabaré siete veces al día81, y no es más que lo que se dice en otro lugar: Su alabanza estará siempre en mi boca82. Lo mismo valen cuando se multiplican, ya sea por diez, como setenta y setecientos; y así los setenta años de Jeremías83 pueden tomarse espiritualmente por todo el tiempo en que la Iglesia vive entre extraños; ora por sí mismos, como diez por diez, los que son ciento; o doce por doce, ciento cuarenta y cuatro, por cuyo número se significa en el Apocalipsis la universidad de los santos84. De donde se infiere, que no sólo se han de resolver con estos números las cuestiones de tiempos, sino que sus significaciones tienen más amplitud y se ramifican en muchos sentidos. Así este número en el Apocalipsis no se refiere a los tiempos, sino a los hombres.

CAPÍTULO XXXVI

Regla sexta de Ticonio

52. A la sexta regla hallada con bastante ingenio en la oscuridad de las Escrituras la llama Ticonio «recapitulación». Algunas cosas se exponen de tal suerte como si siguieran en el orden del tiempo (a las anteriores), o se narran como continuación de hechos, cuando sin duda la narración ocultamente se refiere a sucesos anteriores que fueron silenciados. Si por esta regla no se repara en ello, se cae en algún error. Así en el Génesis donde se dice: Y plantó el Señor Dios el paraíso en el Edén hacia el oriente, y puso en él al hombre a quien había formado; y produjo Dios aún de la tierra todo árbol hermoso y bueno para comer; de tal manera parece se dijo esto como si ello hubiera sido hecho después de haber puesto Dios al hombre en el paraíso, siendo así que conmemorados brevemente ambos hechos, esto es, que Dios plantó el paraíso y que puso en él al hombre a quien formó, vuelve atrás y recapitulando dice lo que había omitido, a saber, cómo fue plantado el paraíso, produciendo Dios de la tierra todo árbol hermoso y bueno para comer. Después, siguiendo ya el relato añade: Que el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal estaban en medio del paraíso. Luego explica que el río con el que se regaba el paraíso estaba dividido en cuatro fuentes, origen de cuatro ríos; todo lo cual pertenece a la formación del paraíso. Terminada esta narración, repitió lo que ya había dicho y que realmente seguía a esto, diciendo: Y tomó el Señor Dios al hombre a quien formó, y le colocó en el paraíso85, etc. El hombre fue colocado allí después de haber sido hechas todas estas cosas, conforme lo demuestra ahora el orden mismo; y no después de haber sido allí puesto el hombre se hicieron las restantes cosas, como se podría juzgar por lo dicho anteriormente, si no se tuviera cuidado de entender allí una recapitulación por la cual se vuelve a las cosas que antes habían sido omitidas.

53. También en el mismo libro, cuando se conmemoran las generaciones de los hijos de Noé, se dijo: Éstos son los hijos de Cam, por sus tribus, según sus lenguas, sus comarcas y sus naciones. Enumerados igualmente los hijos de Sem, se dice: Éstos son los hijos de Sem, por sus tribus, según sus lenguas, sus comarcas y sus naciones. Y a continuación se añade de todos: Éstas son las tribus de los hijos de Noé según sus generaciones y según sus naciones. De éstas se dispersaron las islas de naciones sobre la tierra después del diluvio. Y toda la tierra tenía un solo labio y todos tenían una sola voz86. Esto último que se añadió y toda la tierra tenía un solo labio y todos tenían una sola voz, es decir, un lenguaje era el de todos, parece que se dijo como si ya en aquel tiempo en que habían sido dispersados por la tierra, formando grupos de naciones, tuvieran todos una lengua común; lo cual sin duda se opone a las palabras anteriores por las que se dijo: Por tribus, según las lenguas. Porque no se diría que tenían ya su lengua propia todas las tribus de las cuales se habían formado las diferentes naciones, si había sólo una lengua común para todos. Por esto recapitulando se dijo: Y toda la tierra era de un solo labio, y todos tenían una sola voz, volviendo disimuladamente la narración a tomar el asunto de atrás para decirnos cómo sucedió que, de una lengua común, se formaron diversas naciones con distintas lenguas. A continuación se relata la edificación de la torre aquella donde, por el juicio de Dios, se impuso esta pena a la soberbia, después de cuyo hecho se dividieron por toda la tierra según sus lenguas.

54. Esta recopilación se hace otras veces más obscuramente, como cuando en el Evangelio dice el Señor: El día en que salió Lot de Sodoma llovió fuego del cielo y abrasó a todos: Conforme a esto, será el día en que se manifestará el Hijo del Hombre. En aquella hora, el que estuviere en el tejado y tuviere sus muebles en casa, no baje a tomarlos; el que se halle en el campo, igualmente no vuelva hacia atrás. Acuérdese de la mujer de Lot87. ¿Acaso cuando se manifieste el Señor se habrán de observar estos preceptos de no volver la vista hacia atrás, es decir, de no mirar a la vida pasada a la cual renunció? Esto más bien se refiere al tiempo presente para que, cuando se manifieste el Señor, reciba cada uno el pago debido a las leyes que observó o despreció. Sin embargo, como se dijo en aquella hora, pudiera pensarse, si la atención del lector no está vigilante para entender la recapitulación ayudándole otro pasaje de la Escritura que desde el tiempo de los Apóstoles gritó: Hijos míos, ésta es la hora postrera88, que han de observarse estos preceptos al tiempo de la manifestación del Señor. Luego el tiempo mismo en el que predica el Evangelio hasta que el Señor se manifieste, es la hora en la cual conviene observar estas cosas, porque la misma manifestación del Señor pertenece a la hora que terminará en el día del juicio89.

CAPÍTULO XXXVII

Séptima regla de Ticonio

55. La séptima y última regla de Ticonio es la que llama «del diablo y su cuerpo». Porque él es la cabeza de los impíos, que han de ir con él al suplicio del fuego eterno90, los cuales son en cierto modo su cuerpo, como Cristo es la cabeza de la Iglesia, la que es cuerpo suyo que ha de ir con Él a su reino y gloria eterna91. Así como en la primera regla que llama «del Señor y su cuerpo», hay que estar con cuidado para entender, cuando la Escritura habla de una y la misma persona, qué sea lo que convenga a la cabeza y qué al cuerpo; al parigual en esta última regla, porque algunas veces se atribuye al diablo lo que no le conviene a él mismo, sino más bien a su cuerpo, que no son únicamente los que con evidencia están fuera de la Iglesia, sino también aquellos que, aunque le pertenecen, sin embargo temporalmente están mezclados en la Iglesia, hasta que cada uno muera y el bieldo postrero separe el grano y la paja92. Lo que se dice en Isaías: Cómo cayó el lucero naciente de la mañana93 y las demás cosas que bajo la figura del rey de Babilonia se dicen sobre la misma persona o a la misma persona en la composición de aquel discurso, se entiende claramente como dicho del diablo. Sin embargo, lo que allí mismo se dice: El que envía embajadas a todas las naciones pulverizado fue sobre la tierra, no todo conviene a la cabeza. Porque, aunque envíe el diablo sus ángeles a todas las naciones, no obstante su cuerpo es el pulverizado sobre la tierra, no el mismo diablo, a no ser en cuanto que él está en su cuerpo, el cual triturado, se hace como polvo a quien esparce sobre la superficie de la tierra94.

56. Todas estas reglas, menos una, la llamada «de la ley y las promesas», sirven para que se entienda de una cosa otra distinta, lo cual es propio de la expresión trópica, la que, a mi ver, se extiende más de lo que puede encerrarse en una regla general. Porque en cualquiera parte donde se diga algo para que se entienda otra cosa distinta de lo dicho, hay locución trópica, aunque no aparezca el nombre de este tropo en el arte de hablar o la retórica. Si este tropo se practica donde suele practicarse, fácilmente se entiende la sentencia, pero cuando se halla donde no suele encontrarse, cuesta trabajo entenderle, a unos más a otros menos, según sean mayores o menores los dones dados por Dios al ingenio de los hombres o los auxilios concedidos. Por lo cual, tanto en las palabras propias, de que arriba hemos tratado, donde se habían de entender las cosas como se decían, como en las palabras metafóricas que constituyen las expresiones trópicas, en las que de una cosa ha de entenderse otra, de las cuales hemos tratado hasta ahora cuanto nos ha parecido suficiente, hemos de advertir a los estudiosos de los Libros santos que no sólo conozcan los géneros de locuciones de la Escritura, y adviertan con cuidado de qué manera suele hablar, y lo retengan de memoria, sino también, y esto es lo principal y lo más necesario, que oren para que entiendan. En estos libros, a cuyo estudio se dedican, podrán leer que el Señor da la sabiduría y de su rostro procede la ciencia y el entendimiento95, de quien también recibieron ese mismo deseo de saber, si es que está acompañado de piedad. Pero basta ya con lo dicho de los signos que se refieren a las palabras. Nos queda ahora disertar en el siguiente volumen lo que el Señor tuviera a bien concedernos sobre el modo de expresar lo que sentimos.