LIBRO II
CAPÍTULO I
Qué es y de cuántas maneras es el signo
1. Al escribir el libro anterior sobre las cosas, procuré prevenir que no se atendiese en ellas sino lo que son, prescindiendo de que, además, puedan significar alguna otra cosa distinta de ellas. Ahora, al tratar de los signos, advierto que nadie atienda a lo que en sí son, sino únicamente a que son signos, es decir, a lo que simbolizan. El signo es toda cosa que, además de la fisonomía que en sí tiene y presenta a nuestros sentidos, hace que nos venga al pensamiento otra cosa distinta. Así, cuando vemos una huella, pensamos que pasó un animal que la imprimió; al ver el humo, conocemos que debajo hay fuego; al oír la voz de un animal, nos damos cuenta de la afección de su ánimo; cuando suena la corneta, saben los soldados si deben avanzar o retirarse o hacer otro movimiento que exige la batalla.
2. Los signos, unos son naturales, y otros instituidos por los hombres. Los naturales son aquellos que, sin elección ni deseo alguno, hacen que se conozca mediante ellos otra cosa fuera de lo que en sí son. El humo es señal de fuego, sin que él quiera significarlo; nosotros, con la observación y la experiencia de las cosas comprobadas, reconocemos que en tal lugar hay fuego, aunque allí únicamente aparezca el humo. A este género de signos pertenece la huella impresa del animal que pasa; lo mismo que el rostro airado o triste demuestra la afección del alma, aunque no quisiera significarlo el que se halla airado o triste; como también cualquier otro movimiento del alma que, saliendo fuera, se manifiesta en la cara, aunque no hagamos nosotros para que se manifieste. No es mi idea tratar ahora de este género de signos; como pertenecen a la división que hemos hecho, ni pude en absoluto pasarlos por alto, pero es suficiente lo que hasta aquí se dijo de ellos.
CAPÍTULO II
De la clase de signos que se ha de tratar aquí
3. Los signos convencionales son los que mutuamente se dan todos los vivientes para manifestar, en cuanto les es posible, los movimientos del alma como son las sensaciones y los pensamientos. No tenemos otra razón para señalar, es decir, para dar un signo, sino el sacar y trasladar al ánimo de otro lo que tenía en el suyo aquel que dio tal señal. De esta clase de signos, por lo que toca a los hombres, he determinado tratar y reflexionar ahora; porque aun los signos que nos han sido dados sobrenaturalmente y que se hallan en las santas Escrituras, se nos comunicaron por los que las escribieron. También los animales usan entre sí de esta clase de signos, por los que manifiestan el apetito de su alma. El gallo, cuando encuentra alimento, con el signo de su voz manifiesta a la gallina que acuda a comer; el palomo con su arrullo llama a la paloma, o, al contrario, ella le llama; existen otros muchos signos de esta clase que pueden y suelen notarse. Es una cuestión que no atañe al asunto que tratamos si estos signos, como por ejemplo el semblante y el quejido de un doliente, sigan espontáneamente el movimiento del alma sin intención de significar, o se den ex profeso para significar. Como cosa no necesaria, la omitiremos en esta obra.
CAPÍTULO III
Entre los signos, la palabra ocupa el primer lugar
4. De los signos con que los hombres comunican entre sí sus pensamientos, unos pertenecen al sentido de la vista, otros al del oído, muy pocos a los demás sentidos. Efectivamente, al hacer una señal con la cabeza, solamente damos signo a los ojos de la persona a quien queremos comunicar nuestra voluntad. También algunos dan a conocer no pocas cosas con el movimiento de las manos: los cómicos, con los movimientos de todos sus miembros, dan signos a los espectadores, hablando casi con los ojos de los que los miran. Las banderas e insignias militares declaran a los ojos la voluntad del jefe, de modo que todos estos signos son como ciertas palabras visibles. Los signos que pertenecen al oído, como dije antes, son mayores en número, y principalmente los constituyen las palabras; la trompeta, la flauta y la cítara dan muchas veces no solamente un sonido suave, sino también significativo, pero toda esta clase de signos, en comparación con las palabras, son poquísimos. Las palabras han logrado ser entre los hombres los signos más principales para dar a conocer todos los pensamientos del alma, siempre que cada uno quiera manifestarlos. El Señor dio un signo del olfato con el olor del ungüento derramado en sus pies1. Al sentido del gusto también le dio un signo con el sacramento de su cuerpo y sangre comido por Él de antemano, con el cual significó lo que quiso hicieran sus discípulos2. También al sentido del tacto le dio un signo, cuando la mujer, tocando la orla de su vestidura, recibió la salud3. Pero la innumerable multitud de signos con que los hombres declaran sus pensamientos se funda en las palabras, pues toda esta clase de signos que por encima he señalado los pude dar a conocer con palabras, pero de ningún modo podría dar a entender las palabras con aquellos signos.
CAPÍTULO IV
Origen de las letras
5. Como las palabras pasan herido el aire y no duran más tiempo del que están sonando, se inventaron letras, que son signos de las palabras. De este modo, las voces se manifiestan a los ojos, no por sí mismas, sino por estos sus signos propios. Estos signos no pudieron ser comunes a todos los pueblos a causa de aquel pecado de soberbia que motivó la disensión entre los hombres queriendo cada uno de ellos usurpar para sí el dominio. De esta soberbia es signo aquella torre que edificaban con ánimo de que llegase al cielo, en la cual merecieron aquellos hombres impíos no sólo tener voluntades opuestas, sino también diferentes palabras4.
CAPÍTULO V
La diversidad de lenguas
6. De aquí provino que también la divina escritura, la cual socorre tantas enfermedades de las humanas voluntades, habiendo sido escrita en una sola lengua en la cual oportunamente hubiera podido extenderse por la redondez de la tierra, se conociera para salud de las naciones divulgada por todas partes debido a las diversas lenguas de los intérpretes. Los que la leen no apetecen encontrar en ella más que el pensamiento y voluntad de los que la escribieron, y de este modo llegar a conocer la voluntad de Dios, según la cual creemos que hablaron aquellos hombres.
CAPÍTULO VI
Cómo es útil la obscuridad que tiene la Escritura a causa de las figuras y tropos
7. Los que leen inconsideradamente se engañan en muchos y polifacéticos pasajes obscuros y ambiguos, sintiendo una cosa por otra, y en algunos lugares no encuentran una interpretación, aun sospechando que sea ella incierta; así es de oscura la espesa niebla con que están rodeados ciertos pasajes. No dudo que todo esto ha sido dispuesto por la Providencia divina para quebrantar la soberbia con el trabajo, y para apartar el desdén del entendimiento, el cual no pocas veces estima en muy poco las cosas que entiende con facilidad. Y si no, ¿en que consiste, pregunto, que si alguno dijese que hay hombres santos y perfectos con cuya vida y costumbres la Iglesia de Cristo rompe con sus dientes y separa de cualquiera clase de supersticiones a los que vienen a ella; y, por lo tanto, con esta imitación de los buenos, en cierto modo, los incorpora a su seno; los cuales, hechos ya buenos fieles y verdaderos siervos de Dios, por haber depuesto las cargas del siglo, vienen a la sagrada fuente de purificación bautismal, de donde suben fecundizados por la gracia del Espíritu Santo y engendran el fruto de la doble caridad, es decir, de Dios y del prójimo? ¿En qué consiste, repito, que si alguno dijere esto que acabo de escribir, agrade menos al que lo oye, que si al hablar de lo mismo le presentara el pasaje del Cantar de los Cantares donde se dijo a la Iglesia, como si se alabara a una hermosa mujer: Tus dientes son como un rebaño de ovejas esquiladas que sube del lavadero; las cuales crían todas gemelos, y no hay entre ella estéril?5 ¿Pero acaso el hombre aprende alguna otra cosa con el auxilio de esta semejanza, que la que oyó con palabras sencillas y llanas? Sin embargo, no sé por qué contemplo con más atractivo a los santos cuando me los figuro como dientes de la Iglesia que desgajan de los errores a los hombres, y ablandada su dureza y como triturados y masticados, los introducen en el cuerpo de la Iglesia. También me agrada mucho cuando contemplo las esquiladas ovejas, que habiendo dejado sus vellones como carga de este mundo, suben del lavadero, es decir, del bautismo y crían ya todas mellizos, esto es, los dos preceptos del amor, y que ninguna de ellas es estéril de este santo fruto.
8. Pero ¿en qué consiste que lo perciba con más placer de este modo que si no se propusiera bajo una tal semejanza sacada de los divinos libros, siendo así que el asunto es el mismo y el conocimiento igual? Difícil es de explicar y distinta cuestión de lo que tratamos ahora. Basta, pues, con decir que nadie duda que se conoce cualquiera cosa con más gusto por semejanzas; y que las cosas que se buscan con trabajo se encuentran con mucho más agrado. Los que de ningún modo encuentran lo que buscan sienten hambre; y los que no buscan porque lo tienen a la mano, muchas veces por el hastío desfallecen. En uno y otro caso se ha de evitar la inacción. Por eso el Espíritu Santo magnífica y saludablemente ordenó de tal modo las santas Escrituras, que, por los lugares claros, satisfizo nuestra hambre, y por los oscuros, nos desvaneció el fastidio. En verdad, casi nada sale a la luz de aquellos pasajes oscuros que no se halle ya dicho clarísimamente en otro lugar.
CAPÍTULO VII
Los grados para llegar a la sabiduría son: el primero, el temor; los segundos, por orden, la piedad, la ciencia, la fortaleza, el consejo, la pureza de corazón; y el último, la sabiduría
9. Ante todo, es preciso que el temor de Dios nos lleve a conocer su voluntad y así sepamos qué nos manda apetecer y de qué huir. Es necesario que este temor infunda en el alma el pensamiento de nuestra mortalidad y el de la futura muerte, y que, como habiendo clavado las carnes, incruste en el madero de la cruz todos los movimientos de soberbia. Luego, es menester amansarse con el don de la piedad para no contradecir a la divina Escritura cuando, entendiéndola, reprende algún vicio nuestro, o cuando, no entendiéndola, creemos que nosotros podemos saber más y mandar mejor que ella. Antes bien, debemos pensar que es mucho mejor y más cierto lo que allí está escrito, aunque aparezca oculto, que cuanto podamos saber por nosotros mismos.
10. Después de estos dos grados, del temor y la piedad, se sube al tercero, que es el de la ciencia, del cual he determinado hablar ahora. Porque en éste se ejercita todo el estudioso de las divinas Escrituras, no encontrando en ellas otra cosa más que se ha de amar a Dios por Dios y al prójimo por Dios: A éste, con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente; al prójimo como a nosotros mismos6, es decir, que todo amor al prójimo como a nosotros ha de referirse a Dios. De estos dos preceptos hemos tratado en el libro anterior al hablar de las cosas. Es, pues, necesario que ante todo cada uno vea, estudiando las divinas Escrituras, que si se halla enredado en el amor del mundo, es decir, en el de las cosas temporales, está tanto más alejado del amor de Dios y del prójimo cuanto lo prescribe la misma Escritura. Luego entonces, aquel temor que hace pensar en el juicio de Dios, y la piedad por la que no puede menos de creer y someterse a la autoridad de los libros santos, le obligan a llorarse a sí mismo. Porque esta ciencia de útil esperanza no hace al hombre jactarse, sino lamentarse de sí mismo; con cuyo afecto obtiene, mediante diligentes súplicas, la consolación del divino auxilio, para que no caiga en la desesperación, y de este modo, comienza a estar en el cuarto grado, es decir, en la fortaleza, por el cual se tiene hambre y sed de justicia. Este afecto arranca al hombre de toda mortífera alegría de las cosas temporales, y, apartándose de ellas, se dirige al amor de las eternas, es decir, a la inmudable unidad y Trinidad.
11. Tan pronto como el hombre, en cuanto le es posible, llega a divisar de lejos el fulgor de esta Trinidad y reconoce que no puede soportar la flaqueza de su vista aquella luz, asciende al quinto grado, es decir, al consejo de la misericordia, donde purifica su alma alborotada y como desasosegada por los gritos de la conciencia, de las inmundicias contraídas debidas al apetito de las cosas inferiores. Aquí se ejercita denodadamente en el amor del prójimo y se perfecciona en él, y, lleno de esperanza e íntegro en sus fuerzas, llega hasta el amor del enemigo; y de aquí sube al sexto grado, donde purifica el ojo mismo con que puede ver a Dios, como pueden verle aquellos que, en cuanto pueden, mueren a este mundo. Porque, ciertamente, en tanto le ven en cuanto mueren a este siglo, y no le ven mientras viven para el mundo. Y por esto, aunque la luz divina comience a mostrarse no sólo más cierta y tolerable, sino más agradable, sin embargo, aún se dice que todavía se la ve en enigma y por espejo7, porque mientras peregrinamos en esta vida, más bien caminamos por la fe que por realidad8, aunque nuestra conversación sea celestial9. En este sexto grado, de tal forma purifica el hombre el ojo de su alma, que ni prefiere ni compara al prójimo con la verdad; luego ni a sí mismo, puesto que ni prefiere ni compara al que amó como a sí mismo. Este justo tendrá un corazón tan puro y tan sencillo que no se apartará de la verdad, ni por interés de agradar a los hombres ni por miras de evitar alguna molestia propia que se oponga a esta vida de perfección. Un tal hijo de Dios sube a la sabiduría, que es el séptimo y último grado, de la cual gozará tranquilo en paz. El comienzo de la sabiduría es el temor de Dios10. Desde él, hasta llegar a la sabiduría, se camina por estos grados.
CAPÍTULO VIII
Cuáles son los libros canónicos
12. Volvamos, pues, la consideración al tercer grado del cual propuse tratar y exponer lo que el Señor me sugiriese. El más diligente investigador de las Sagradas Escrituras será, en primer lugar, el que las hubiere leído íntegramente y las tenga presentes, si no en la memoria, a lo menos con la constante lectura, sobre todo aquellas que se llaman canónicas. Porque las demás las leerá con más seguridad una vez instruido en la fe de la verdad, y así no se adueñarán de su débil ánimo, ni perjudicarán en algo contra la sana inteligencia burlándose de él con peligrosas mentiras y falsas alucinaciones. En cuanto a las Escrituras canónicas, siga la autoridad de la mayoría de las Iglesias católicas, entre las cuales sin duda se cuentan las que merecieron tener sillas apostólicas y recibir cartas de los apóstoles. El método que ha de observarse en el discernimiento de las Escrituras canónicas es el siguiente: Aquellas que se admiten por todas las Iglesias católicas, se antepongan a las que no se acepten en algunas; entre las que algunas Iglesias no admiten, se prefieren las que son aceptadas por las más y más graves Iglesias, a las que únicamente lo son por las menos y de menor autoridad. Si se hallare que unas son recibidas por muchas Iglesias y otras por las más autorizadas, aunque esto es difícil, opino que ambas se tengan por de igual autoridad.
13. El canon completo de las Sagradas Escrituras, sobre el que ha de versar nuestra consideración, se contiene en los libros siguientes: Los cinco de Moisés, a saber: el Génesis, el Éxodo, el Levítico, los Números, y el Deuteronomio; un libro de Jesús hijo de Nave; uno de los Jueces; un librito que se titula de Ruth, el cual parece más bien que es el principio de los Reyes; siguen los cuatro de los Reyes y dos de Paralipómenos que no siguen desligados a los de los Reyes, sino que, como compañeros, marchan juntos. Estos libros son la historia que contiene los tiempos enlazados entre sí y los sucesos, ordenados, acaecidos en tales tiempos. Hay otras historias de distinta clase que no tienen conexión con el orden de sucesos anteriores; ni se relacionan entre sí, como son los libros de Job, de Tobías, de Ester y de Judit y los dos libros de los Macabeos, y los dos de Esdras, los cuales parece que siguen más bien el orden de aquella historia que termina con los libros de los Reyes y Paralipómenos. Siguen los profetas, entre los cuales se encuentra un libro de Salmos de David; tres de Salomón: los Proverbios, el Cantar de los cantares y el Eclesiastés; los otros dos libros, de los cuales uno es la Sabiduría y el otro el Eclesiástico, se dicen de Salomón por cierta semejanza, pero comúnmente se asegura que los escribió Jesús hijo de Sirach, y como merecieron ser recibidos en la autoridad canónica, deben contarse entre los proféticos. Los restantes libros son de aquellos que propiamente se llaman profetas. Doce son los libros de los profetas, correspondiendo cada uno a cada profeta; pero como se enlazan entre sí y nunca han estado separados, se cuentan por un libro. Los nombres de los profetas son: Oseas, Joel, Amos, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Aggeo, Zacarías y Malaquías. A estos siguen otros cuatro profetas, cada uno con su libro de mayor volumen: Isaías, Jeremías, Daniel y Ezequiel. En estos cuarenta y cuatro libros, se encierra la autoridad del Viejo Testamento. La del Nuevo Testamento se contiene en los cuatro libros del Evangelio según San Mateo, según San Marcos, según San Lucas y según San Juan; en las catorce Epístolas de san Pablo, una a los romanos, dos a los corintios, una a los gálatas, una a los efesios, una a los filipenses, dos a los tesalonicenses, una a los colosenses, dos a Timoteo, una a Tito, una a Filemón, y una a los hebreos; en las dos de San Pedro; en las tres de San Juan; una de San Judas y en otra de Santiago; en un libro de los Hechos Apostólicos y en otro de San Juan titulado Apocalipsis.
CAPÍTULO IX
De qué modo se ha de dedicar al estudio de la sagrada Escritura
14. En todos estos libros, los que temen a Dios y los mansos por la piedad, buscan la voluntad de Dios. Lo primero que se ha de procurar en esta empresa es, como dijimos, conocer los libros, si no de suerte que se entiendan, a lo menos leyéndolos y aprendiéndolos de memoria o no ignorándolos por completo. Después se han de investigar con gran cuidado y diligencia aquellos preceptos de bien vivir y reglas de fe que propone con claridad la Escritura, los cuales serán encontrados en tanto mayor número, en cuanto sea la capacidad del que busca. En estos pasajes que con claridad ofrece la Escritura se encuentran todos aquellos preceptos pertenecientes a la fe y a las costumbres, a la esperanza y a la caridad, de las cuales hemos tratado en el libro anterior. Después, habiendo adquirido ya cierta familiaridad con la lengua de las divinas Escrituras, se ha de pasar a declarar y explicar los preceptos que en ellas hay obscuros, tomando ejemplos de las locuciones claras, con el fin de ilustrar las expresiones obscuras, y así los testimonios de las sentencias evidentes harán desaparecer la duda de las inciertas. En este asunto la memoria es de un gran valor, pues si falta no puede adquirirse con estos preceptos.
CAPÍTULO X
Acontece no entender la Escritura por usar signos desconocidos o ambiguos
15. Por dos causas no se entiende lo que está escrito: Por la ambigüedad o por el desconocimiento de los signos que velan el sentido. Los signos son o propios o metafóricos. Se llaman propios cuando se emplean a fin de denotar las cosas para que fueron instituidos; por ejemplo, decimos «bovem», buey, y entendemos el animal que todos los hombres conocedores con nosotros de la lengua latina designan con este nombre. Los signos son metafóricos o trasladados cuando las mismas cosas que denominamos con sus propios nombres se toman para significar alguna otra cosa; como si decimos bovem, buey, y por estas dos sílabas entendemos el animal que suele llamarse con este nombre; pero además, por aquel animal entendemos al predicador del Evangelio, conforme lo dio a entender la Escritura según la interpretación del Apóstol que dice: No pongas bozal al buey que trilla11.
CAPÍTULO XI
Para que desaparezca la ignorancia de los signos en la Escritura, es necesario el conocimiento de las lenguas, principalmente la griega y la hebrea
16. El mejor remedio contra la ignorancia de los signos propios es el conocimiento de las lenguas. Los que saben la lengua latina, a quienes intentamos instruir ahora, necesitan para conocer las divinas Escrituras las lenguas hebrea y griega. De este modo podrán recurrir a los originales cuando la infinita variedad de los traductores latinos ofrezcan alguna duda. Es cierto que encontramos muchas veces en los Libros santos palabras hebreas no traducidas, como amén, aleluya, roca, hosanna, etc. Algunas, aunque hubieran podido traducirse, conservaron su forma antigua, como acontece con amén y aleluya, por la mayor reverencia de su autoridad; de otras se dice que no pudieron ser traducidas a otra lengua, como ocurre con las dos últimas. Existen palabras de ciertas lenguas que no pueden trasladarse con significación adecuada a otro idioma. Esto sucede principalmente con las interjecciones, puesto que más bien tales palabras significan un afecto del alma, que declaran parte alguna de nuestros conceptos. Tales muestran ser las dos que adujimos, pues dicen que roca es voz de indignación y hosanna de alegría. Mas no por estas pocas, que son fáciles de notar y preguntar, sino por las discrepancias de los traductores, es necesario, según se dijo, el conocimiento de las mencionadas lenguas. Los que tradujeron las Sagradas Escrituras de la lengua hebrea a la griega pueden contarse, pero de ningún modo pueden serlo los traductores latinos. Porque, en los primeros tiempos de la fe, quien creía poseer cierto conocimiento de una y otra lengua se atrevía a traducir el códice griego que caía en sus manos.
CAPÍTULO XII
Es útil la diversidad de versiones. El error de los traductores tiene lugar por la ambigüedad de las palabras
17. La variedad de versiones ayudó, más que impidió, al conocimiento del texto original, siempre que los lectores no fueron negligentes. Porque el cotejo de los diferentes códices ha aclarado muchos pasajes obscuros; como aquel de Isaías que un intérprete dice no desprecies a los domésticos de tu linaje y otro dice no desprecies tu carne12; por lo que cada uno mutuamente se atestiguan, pues la traducción del uno aclara la del otro. Porque la carne puede tomarse en sentido propio de modo que cada cual juzgue que se le amonesta no despreciar su cuerpo; y los domésticos de tu linaje pudiera entenderse de los cristianos en sentido metafórico; ya que nacieron espiritualmente de la misma semilla de la palabra que nosotros. Pero, cotejando el sentido de los dos traductores, se descubre como sentencia más probable que el precepto es propiamente, no despreciar a los consanguíneos, porque al relacionar los domésticos de tu linaje con la carne, los primeros que se presentan al pensamiento son los parientes. A esto juzgo que alude aquello del Apóstol: Si de algún modo puedo arrastrar a emulación a mi carne para salvar alguno de ellos13, es decir, que, imitando a los que creyeron, crean ellos también. Llama, pues, carne suya a los judíos, por la consanguinidad. Igualmente sucede con aquel otro pasaje del mismo Isaías: Si no creyeseis no entenderéis, pues otro tradujo: Si no creyeseis no permaneceréis14. ¿Quién de los dos siguió la letra?; no lo sabemos, si no leemos los ejemplares de la lengua original. Sin embargo, de entrambas versiones se insinúa algo grande a los que saben leer. Porque es muy difícil que los traductores discrepen de tal forma que no convengan entre sí de algún modo. Luego como el entender, de que habla una versión, consiste en la mirada sempiterna, y la fe, mientras estamos envueltos en pañales en la cuna de las cosas temporales, nos alimenta con leche como a niños, y ahora caminamos por la fe no por la visión15; y como, asimismo, si no caminásemos por medio de la fe no podríamos llegar a la visión que eternamente permanecerá cuando, purificado el entendimiento, nos unamos a la verdad, por eso dijo el uno: Si no creyereis no permaneceréis, y el otro: Si no creyereis no entenderéis.
18. Muchas veces el intérprete se engaña por la ambigüedad de la lengua original, pues, no calando bien en el pasaje, traduce dando una significación que está muy lejos de la del autor. Así algunos códices traducen «agudos sus pies para derramar la sangre». Y en griego oxys significa agudo y veloz. Por lo tanto, comprendió el sentido el que tradujo «veloces son sus pies para derramar la sangre»16, y el otro erró, al ser llevado al otro significado de aquel signo. Tales traducciones no son obscuras sino falsas, y con ellas se ha de observar otra actitud, es decir, no se ha de mandar que tales códices sean aclarados, sino enmendados. Por lo mismo que acabamos de decir, ciertos intérpretes, sabiendo que el griego, mosjos, significa «novillo» tradujeron, mosjeumata, por rebaño de terneros, no entendiendo que significa plantíos. Este error se ha extendido por tantos códices que apenas se halla traducido de otro modo, a pesar de que el sentido es clarísimo y lo evidencian las palabras que a continuación se ponen, pues el texto dice: Las plantáis adulterinas, no echarán hondas raíces17, lo que está mejor dicho que «novilladas» que andan con sus pies sobre la tierra pero no echan raíces. Esta traducción la confirman en aquel sitio todas las palabras del contexto.
CAPÍTULO XIII
Cómo puede corregirse un error de traducción
19. Acontece que no se ve cuál sea el verdadero sentido de un mismo pasaje cuando muchos autores intentan darlo a conocer, según la capacidad y el discernimiento de cada uno, si no se coteja con el original la sentencia traducida por ellos; y muchas veces, si el traductor no es doctísimo, se aparta del sentido del autor; por esto, para conocer el sentido, es preciso recurrir a las lenguas de donde se tradujo al latín; o consultar las versiones de aquellos que se ciñeron más a la letra, no porque basten éstas, sino porque mediante ellas se descubrirá la verdad o el error de los otros, que al traducir prefirieron seguir el sentido que verter las palabras. Porque muchas veces, no sólo se traducen las palabras, sino también los modismos que no pueden en modo alguno trasladarse al pie de la letra al latín, si se quiere guardar la costumbre de los antiguos oradores latinos. Estos giros algunas veces no hacen cambiar el sentido, pero ofenden a los que se deleitan más en las cosas cuando se guarda cierta propia integridad en los signos de ellas. Lo que se llama solecismo no es más que enlazar las palabras sin aquella norma con que las acoplaron los que, anteriores a nosotros, no sin autoridad, hablaron la lengua. Así, por ejemplo, nada le interesa al que intenta el conocimiento de las cosas el que se diga inter homines o inter hominibus, entre los hombres. ¿Y qué cosa es el barbarismo sino el escribir una palabra con distintas letras o pronunciarla con distinto sonido con que la escribieron o pronunciaron los que antes de nosotros hablaron latín? El que pide perdón de sus pecados a Dios poco se preocupa de cualquier modo que suene la palabra ignoscere, perdonar, ya se pronuncie larga o breve la tercera sílaba. Luego ¿en qué consiste la pureza en el hablar, sino en la observancia de la costumbre ajena, confirmada por la autoridad de los antiguos que hablaron la lengua?
20. Sin embargo, tanto más se ofenden los hombres por estos defectos cuanto son de menores alcances, y tanto son más pedantes, cuanto quieren aparentar más instruidos, no en la ciencia de las cosas que nos edifican, sino en el conocimiento de los signos, que es en absoluto difícil que no nos hinche, ya que la misma ciencia de las cosas no pocas veces levantará nuestra cerviz, a no ser que el yugo del Señor la doblegue. ¿Pues qué estorbo encuentra el entendedor, porque halle escrito: Quae est terra in qua isti insidunt «super eam» si bona est an nequam; et quae sunt civitates in quibus ipsi inhabitant «in ipsis»?18; qué tal es la tierra en la cual éstos se asientan en ella, si es buena o mala; y qué tales son las ciudades en las que se habitan en ellas?19 Este modo de hablar juzgo más bien que es propio de la lengua extranjera, que encierra algún otro sentido más elevado. Lo mismo digo de aquello que ya no podemos quitar de la boca del pueblo que canta «super ipsum autem floriet sanctificatio mea»20: sobre él florecerá mi santificación; ciertamente que nada empaña el sentido, pero el oyente instruido deseará corregir esta sentencia de modo que no se diga «floriet», sino «florebit»; y nada impide el corregirla a no ser la costumbre de los que cantan. Estos defectos, que no quitan el verdadero sentido, fácilmente pueden ser pasados por alto, si alguno se empeña en dejarlos. No sucede esto con aquel pasaje del Apóstol: «Quod stultum est Dei, sapientius est hominibus, et quod infirmum est Dei, fortius est hominibus», lo que es necio en Dios, es más sabio que los hombres; y lo que es flaco en Dios es más fuerte que los hombres21; porque si alguno hubiera querido conservar la construcción griega, diciendo: «Quod stultum est Dei, sapientius est hominum; et quod infirmum est Dei, fortius est hominum», ciertamente el lector avispado daría con el verdadero sentido de la sentencia; pero otro más lerdo no entendería, o lo entendería mal. Porque tal locución «sapientius est hominum» no solamente es viciosa en la lengua latina, sino también ambigua, pues pudiera darse a entender que lo necio y lo flaco de los hombres era más sabio y fuerte que lo de Dios. Sin embargo, aunque la expresión «sapientius est hominibus» no está exenta de ambigüedad, no obstante lo está de solecismo. Pues, a no ser por la luz que brota de la sentencia, no aparecería si «hominibus» es dativo o ablativo, procediendo del singular «huic homini» o de «ab hoc homine». Por lo tanto, mejor se diría «sapientius est quam homines, et fortius est quam homines».
CAPÍTULO XIV
Cómo debe desvanecerse la ignorancia de una palabra o de una locución desconocida
21. De los signos ambiguos hablaremos después; ahora sólo tratamos de los conocidos, los cuales tienen dos formas por lo que toca a las palabras. Lo que hace vacilar al lector es una palabra o una locución desconocida. Si esto procede de lenguas extrañas, se ha de preguntar el significado a hombres que las conozcan perfectamente, o aprender tales lenguas, si hay tiempo e ingenio, o confrontar las versiones de varios traductores. Si ignoramos las palabras y los giros de nuestra propia lengua, vendremos a conocerlos con la costumbre de oír y de leer. Ninguna otra cosa ciertamente hemos de encomendar con más cuidado a la memoria de esta clase de palabras y expresiones que ignoramos, a fin de que, cuando encontráremos a alguno que esté más instruido a quien le podamos preguntar, o nos hallamos con tal expresión en la lectura que por lo que procede o lo que sigue o en fin por el contexto se manifiesta el significado y valor de la palabra que ignoramos, podemos fácilmente mediante la memoria advertirlo y aprenderlo. Tan grande es el valor del trato con alguna cosa para aprender, que los mismos que fueron como criados y alimentados en las Santas Escrituras se maravillan más de otras expresiones y las tienen por menos latinas que las que aprendieron en las Escrituras y no se hallan en los autores latinos. Aquí ayuda mucho mirar y examinar la variedad de traductores cotejando sus versiones; para esto, sólo se requiere que no haya error en ellos. Porque el primer cuidado de los que desean conocer las Divinas Escrituras debe ser corregir los ejemplares para que se prefieran los ya enmendados a los no enmendados, si proceden de un mismo origen de traducción.
CAPÍTULO XV
se recomienda la versión latina «itálica» y la griega de los setenta
22. Entre todas las traducciones, la «Ítala» ha de preferirse a las demás, porque es la más precisa en las palabras y más clara en las sentencias. Para corregir cualquiera versión latina se ha de recurrir a las griegas, entre las cuales, por lo que toca al Antiguo Testamento, goza de mayor autoridad la versión de los Setenta, de los cuales es ya tradición de las Iglesias más sabias, que tradujeron con tan singular asistencia del Espíritu Santo, que de tantos hombres aparece solamente un decir. Porque si, como se cuenta y lo refieren hombres no indignos de crédito, que cada uno se hallaba separado de otro en celdas distintas cuando hacían la versión y nada se encontró en la traducción de cada uno que no se hallase con el mismo orden y palabras en las de los otros, ¿quién se atreverá a comparar, no digo a preferir, alguna otra versión, a esta de tal autoridad? Y si únicamente se entendieron para que de común consentimiento fuese una la voz de todos, ni aún así conviene, ni está bien que algún otro cualquiera, por mucha pericia que tenga, aspire a corregir la conformidad de hombres tan sabios y provectos. Por lo tanto, aunque en los ejemplares hebreos se encuentre algo distinto a lo que escribieron éstos, juzgo que debe cederse a la divina ordenación ejecutada por medio de ellos, para que los libros que el pueblo judío no quería dar a conocer, por religión o por envidia a las demás naciones, se entregasen con tanta antelación, por el ministerio del rey Tolomeo, a los gentiles que habían de creer en el Señor. Por lo tanto, pudo suceder que ellos tradujesen del modo que juzgó el Espíritu Santo convenía a los gentiles, el cual los movió e hizo por todos ellos una sola boca. Sin embargo, como anteriormente dije, tampoco será inútil, para aclarar muchas veces el sentido, la confrontación de aquellos traductores que firmemente se pegaron a la letra. Si fuese necesario, los códices latinos del Antiguo Testamento, como dije en un principio, deben corregirse por la autoridad de los griegos y, sobre todo, por la de aquellos que siendo setenta se afirma tradujeron por una sola boca. Por lo que se refiere a los libros del Nuevo Testamento, si hay algo dudoso en las diferentes versiones de los latinos, no hay duda que deben ceder a los griegos y, sobre todo, a los que se hallan en las Iglesias más doctas y cuidadosas.
CAPÍTULO XVI
E l conocimiento de las lenguas y de las cosas ayuda a entender los signos figurados
23. Respecto a los signos figurados, decimos que, cuando algunos que son desconocidos obliguen al lector a vacilar, deberán ser desentrañados o por el estudio de las lenguas o por el conocimiento de las cosas. La piscina Siloé en la que mandó el Señor lavar la cara al que untó los ojos con el lodo que confeccionó de su saliva22, sin duda encierra algún misterio, y sirve en algo de comparación. Pero si el evangelista no hubiera interpretado el nombre de lengua extraña quedaría ignorado el gran pensamiento que encerraba. Igualmente sucede con otros muchos nombres de la lengua hebrea que no fueron interpretados por los autores de los mismos libros, pues no debe dudarse que, si alguno pudiera interpretarlos, tendrían gran valor y servirían de no pequeña ayuda para resolver los enigmas de las Escrituras. Muchos varones instruidos en la lengua hebrea prestaron un gran beneficio a los venideros, entresacando de las Sagradas Escrituras todos los nombres de esta clase e interpretándolos. Y así nos dijeron qué cosa signifique Adán, Eva, Abrahán, Moisés; lo mismo hicieron con los nombres de lugares, diciéndonos qué significa Jerusalén, Sión, Jericó, Sinaí, Líbano, Jordán; y todos los demás que de aquella lengua a nosotros nos son desconocidos. Los cuales, aclarados e interpretados, nos dan a conocer muchas locuciones figuradas de las Escrituras.
24. También la ignorancia de las «cosas» nos hace obscuras las expresiones figuradas, cuando ignoramos la naturaleza de los animales, de las piedras, de las plantas o de otras cosas, que se aducen muchas veces en las Escrituras como objeto de comparaciones. Así el hecho conocido de que la serpiente expone todo el cuerpo a los que la hieren guardando su cabeza, ¡cuánto no esclarece el sentido del pasaje en que Dios manda que seamos prudentes como la serpiente23; a saber, ofrezcamos nuestro cuerpo a los que nos persiguen antes que nuestra cabeza, que es Cristo, para que no muera en nosotros la fe cristiana si, por conservar el cuerpo, negamos al Señor! Lo mismo aquello que se dice de ella que se mete por las rendijas de las cavernas y dejando la piel vieja recibe nuevas fuerzas, ¡qué bien concuerda para que, imitando esta misma maña de la serpiente, pasando por las estrechuras conforme afirma el Señor «entrad por la puerta estrecha»24, cada uno se desnude del hombre viejo, según dice el Apóstol, y nos vistamos del nuevo25. Así como el conocimiento de la naturaleza de la serpiente aclara muchas semejanzas que de este animal suele traer la Escritura, igualmente la ignorancia de la naturaleza de no pocos animales, de que también hace mención, con no menor frecuencia, impide no poco el entenderla. Lo mismo se ha de decir respecto de las piedras, de las hierbas y de cualquiera cosa que se sostiene por raíces. El conocimiento del carbúnculo que brilla en las tinieblas aclara muchos pasajes obscuros de las Escrituras dondequiera que se pone como semejanza. El desconocimiento del berilo o del diamante cierra muchas veces las puertas a toda inteligencia. No es por otro motivo fácil entender que la perpetua paz está representada en la rama del olivo que llevó la paloma al regresar al arca26, sino porque sabemos que el suave contacto del aceite no se corrompe fácilmente por otro líquido extraño y porque el mismo árbol perennemente está frondoso. Muchos, porque ignoran la naturaleza del hisopo y por desconocer qué eficacia tiene, o para purgar el pulmón o, según se dice, para introducir sus raíces en las rocas, a pesar de ser una hierba menuda y rastrera, no pueden entender en modo alguno por qué se dijo rocíame con el hisopo y seré limpio27.
25. La ignorancia de los números también impide el conocimiento de muchas cosas estampadas en las Escrituras con sentido trasladado o místico. Así, pues, el ingenio, y, por decirlo así, ingénito, no puede menos de investigar qué quiera significar el que Moisés, Elías y el mismo Señor ayunaron por espacio de cuarenta días28. El nudo figurado de esta acción no llega a desatarse, si no es por el conocimiento y la consideración del mismo número. Cuatro veces incluye al diez, como si tuviera entretejido el conocimiento de todas las cosas con el tiempo. En el número cuatro se ejecuta la carrera de los días y los años; la del día se completa con los espacios de las horas matutinas, meridianas, vespertinas y nocturnas; la del año, con los tiempos de las estaciones, de la primavera, del verano, del otoño y del invierno. Mientras vivimos en el tiempo, debemos abstenernos y ayunar de los deleites temporales, por amor a la eternidad en que deseamos vivir, aunque ya también el mismo desvanecimiento de los tiempos nos insinúa la misma doctrina de despreciar lo temporal y apetecer lo eterno. Por otra parte, el número diez significa el conocimiento del Creador y de la criatura, pues el tres se refiere al Creador y el siete a la criatura, por el alma y cuerpo. En ésta hay tres operaciones y por eso se le manda amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente29; en el cuerpo clarísimamente se descubren los cuatro elementos de que consta. Este número denario, cuando se nos presenta como tiempo, es decir, multiplicado por cuatro, nos avisa que vivamos en castidad y continencia de los deleites temporales. Esto lo enseña la ley que está representada en Moisés; esto los profetas, representados en Elías; esto el mismo Señor, el que como teniendo de testigo a la ley y los profetas apareció transformado en medio de ellos en el monte, ante la vista y estupor de los tres discípulos30. Después se pregunta cómo del número cuarenta sale el cincuenta, que no es poco sagrado en nuestra religión por causa de Pentecostés31, y de qué modo multiplicado por tres en gracia de las tres edades, a saber, antes de la ley escrita, en la ley y en la ley de gracia; o también, por causa del nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, agregada de modo más excelente la misma Trinidad, se refiera al misterio de la Iglesia ya purificada, representada en los ciento cincuenta y tres peces que después de la resurrección del Señor recogieron las redes arrojadas hacia la derecha32. De este modo, y en otras muchas formas de números, se encierran en los Libros santos ciertos secretos de semejanzas, que son impenetrables para los lectores por la ignorancia de los números.
26. La ignorancia de algunas cosas que pertenecen a la música ocultan y velan no pocas sentencias. Pues algunos, basados en la diferencia del salterio y de la cítara, no sin elegancia explicaron algunas figuras de las cosas. Y no se disputa fuera de propósito entre los doctos, si hay alguna ley de música que obligue a que el salterio, que consta de diez cuerdas33, tenga tan gran número de cuerdas; y si no existe por esto mismo, aquel número diez debe ser tenido por sagrado, o por el decálogo de la ley sobre el que, si se investiga, no quedará más remedio que referirlo al Creador y la criatura, o por lo expuesto anteriormente sobre el mismo diez. Aquel número de cuarenta y seis años que duró la edificación del templo34 y que conmemora el Evangelio, no sé por qué me suena a música; y referido a la formación del cuerpo del Señor, por causa de la cual se hizo aquí mención del templo, obliga a no pocos herejes a confesar que el Hijo de Dios no se vistió de un cuerpo falso, sino humano y verdadero. En fin, la música y los números los hallamos colocados con honor en muchos lugares de las Santas Escrituras.
CAPÍTULO XVII
Origen de la fábula de las nueve musas
27. No debemos dar oídos a los errores de los supersticiosos gentiles que fingieron que las nueve musas fueron hijas de Júpiter y de Memoria. A éstos refuta Varrón, y no sé que entre los gentiles pueda haber alguno más docto e investigador de tales cosas. Dice él que una ciudad, no sé cuál, pues no recuerdo el nombre, mandó a tres artífices que hiciese cada uno tres estatuas de las musas para colocarlas como ofrenda en el templo de Apolo, con la condición de que el artífice que las hubiera hecho más hermosas sería el preferido y a él habrían de comprárselas. Así el asunto, sucedió que los artífices presentaron sus trabajos con igual belleza, y agradando a la ciudad todas las nueve, todas las compró para colocarlas en el templo de Apolo, a las cuales dice que más tarde el poeta Hesiodo las impuso nombres. Luego no fue Júpiter el padre de las nueve musas, sino tres artífices que esculpieron cada uno tres. Pero aquella ciudad no contrató precisamente a tres, porque hubiera visto alguno en sueños a tres musas, o éstas se hubieran presentado ante los ojos en tal número; sino porque es fácil de notar que todo sonido que es base de la música, es por naturaleza de tres modos. Porque o se produce con la voz, como sucede a los que cantan sin instrumento alguno, o con el soplo, como en las trompetas y flautas; o con la pulsación, como en los timbales y las cítaras; o en cualquiera otra clase de instrumentos que pulsados son sonoros.
CAPÍTULO XVIII
No debe despreciarse lo bueno que dijeron los autores profanos
28. Pero sea cierto o no lo que contó Varrón, nosotros no debemos rehusar la música por la superstición que de ella tengan los profanos, siempre que podamos sacar alguna utilidad para entender las Santas Escrituras. Pues no porque tratemos de las cítaras y otros instrumentos que nos valen para conseguir el conocimiento de las cosas espirituales, nos mezclamos en las frívolas canciones teatrales de ellos. Tampoco debemos dejar de aprender a leer porque, según dicen, haya sido Mercurio el que inventó las letras. Asimismo no hemos de huir de la justicia ni de la virtud porque los gentiles les edificaron templos y prefirieron adorarlas en piedras antes que llevarlas en el corazón. Antes bien, el cristiano bueno y verdadero ha de entender que en cualquiera parte donde hallare la verdad, es cosa propia de su Señor; cuya verdad, una vez conocida y confesada, le hará repudiar las ficciones supersticiosas que hallare aun en los Libros sagrados. Duélase y apártese de los hombres que «conociendo a Dios no le glorificaron ni le dieron gracias como a tal, sino que se envanecieron en sus pensamientos y entenebrecieron su corazón; y diciendo dentro de sí mismos, somos sabios, se hicieron necios, y trocaron la gloria del Dios incorruptible por un remedo de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de serpientes»35.
CAPÍTULO XIX
Dos clases de ciencias que se hallan en los gentiles
29. Para explicar mejor el pasaje anterior, que es de máxima importancia, diremos que existen dos géneros de ciencias que se cultivan también en las costumbres de los gentiles. Uno es el de aquellas cosas que han sido instituidas por los hombres. El otro es el de aquellas que notaron se hallaban ya instituidas o lo fueron por Dios. Lo que fue instituido por los hombres en parte es supersticioso y en parte no lo es.
CAPÍTULO XX
Algunas ciencias instituidas por los hombres están llenas de supersticiones. El ingenioso dicho de Catón
30. Es supersticioso todo aquello que los hombres han instituido para hacer y adorar a los ídolos, o para dar culto a una criatura o parte de ella, como si fuera Dios; o también las consultas y pactos de adivinación que decretaron y convinieron con los demonios, como son los asuntos de las artes mágicas, las cuales suelen más bien los poetas conmemorar que enseñar. A esta clase pertenecen los libros de los adivinos y agoreros llenos de vanidad desenfrenada. Asimismo pertenecentambién a este género todos los vendajes y remedios que condena la ciencia médica, ya consistan en ciertas cantinelas o en ciertos signos que llaman caracteres, o en colgarse o atarse algún objeto o también en acomodarse de algún modo otras cosas, no para la salud del cuerpo, sino para ciertos simbolismos ocultos o manifiestos, las que con un nombre más dulce llaman «físicas», de suerte que parezca que no implican superstición alguna, sino que son saludables por su naturaleza, como son los zarcillos colocados en la parte superior de ambas orejas, o los anillos de huesos de avestruz puestos en los dedos, o el decirle a uno que tiene hipo, que se agarre con la mano derecha el pulgar de la mano izquierda.
31. A estas supersticiones hay que añadir mil vanísimas observaciones; por ejemplo, si algún miembro casquea, si entre dos amigos que pasean juntos se interpone una piedra, o un perro, o un niño; en este caso es más tolerable que pisen la piedra a quien miran como destructora de su amistad, que el que den una bofetada a un niño inocente que pasó por intermedio de los que paseaban. Lo gracioso es que algunas veces los niños son vengados por los perros, puesto que muchas veces hay ciertos hombres tan supersticiosos que también al perro que atravesó por medio de ellos se atreven a herirle, aunque no impunemente, pues de vez en cuando el perro herido envía a quien le pegó, inmediatamente de este remedio falso, al verdadero médico. De la misma clase son aquellas prácticas de pisar el umbral cuando se pasa por delante de la propia casa; volver a la cama si alguno estornudó mientras se calzaba; de regresar a la casa si se tropieza caminando; de temer más por la sospecha de que sobrevenga un mal, cuando los ratones roen los vestidos, que sentir menos el presente daño. De aquí procede el dicho gracioso de Catón el cual, habiendo sido consultado por cierto hombre que deseaba conocer la significación de haberle roído las polainas los ratones, le respondió: Esto nada tiene de particular, lo portentoso hubiera sido que las polainas hubiesen roído a los ratones.
CAPÍTULO XXI
Supersticiones de los astrólogos
32. Tampoco pueden excluirse de esta clase de superstición perversa los llamados genetlíacos porque se dedican a la observación de los días de los nacimientos, y que ahora se llaman por el vulgo matemáticos. Pues si es cierto que ellos investigan y algunas veces averiguan la verdadera posición de las estrellas cuando nace alguno, sin embargo, sobremanera se equivocan al intentar por esto pronosticar nuestras acciones, o los sucesos que de ellas se deriven, vendiendo así a los hombres ignorantes una miserable servidumbre. Porque cualquiera que entra libremente a la casa de estos matemáticos da dinero para salir de allí esclavo de Marte o de Venus; o más bien de todos los restantes astros, a quienes los primeros que se equivocaron y propinaron el error a los sucesores impusieron nombre ya de bestias por alguna semejanza, ya de hombres para honrar a los mismos hombres, lo cual no es de admirar cuando en tiempos más cercanos y recientes intentaron los romanos dedicar a honor y nombre de César la estrella que llamamos lucero. Y tal vez se hubiera conseguido y hubiera llegado a ser cosa usual e inveterada, si su abuela Venus no hubiera poseído ya este nombre, el que por ningún derecho podía transmitir a sus herederos, porque no le poseyó en vida ni pretendió poseerle. Sin embargo, cuando había un puesto libre y no estaba ocupado con el nombre de alguno de los héroes ya difuntos, se hacía lo que en tales casos suele hacerse. Así, en lugar de nombrar quintil y sextil a los meses quinto y sexto, los llamamos julio y agosto, en honor dado por los hombres a Julio—César y César—Augusto. De aquí fácilmente el que quiera puede entender que también todos los astros recorrían antes sus órbitas sin tener nombre alguno; pero, habiendo muerto aquellos a cuya memoria fueron obligados los hombres a honrar por regio mandato o por la voluntaria vanidad humana, impusieron los nombres de los héroes a los astros, pareciéndoles que así elevaban a sus muertos hasta el cielo. Pero llámense como se quieran por los hombres, lo cierto es que ellos son astros, a los cuales Dios creó y ordenó conforme quiso; y que tienen movimiento manifiesto, por el cual se distinguen y varían los tiempos. Es fácil, pues, notar en qué estado se halle el movimiento de los astros cuando alguno nace, si se siguen las reglas inventadas y escritas por los matemáticos, a quienes condena la Santa Escritura cuando dice: Si pudieron saber tanto que supieron calcular el siglo, ¿cómo no encontraron más fácilmente al Señor de él?36
CAPÍTULO XXII
Vana es la observación de las estrellas para conocer los sucesos de la vida
33. Esun error craso y una gran locura querer pronosticar las costumbres, las acciones y los acontecimientos de los que nacen fundándose en esta observación. Y no hay duda que esta superstición se rechaza por aquellos que aprendieron tales cosas dignas de ser desaprendidas. Las que llaman constelaciones no es más que el observar la situación de los astros al tiempo de nacer aquel sobre quien consultaron a estos infelices otros más infelices. Puede suceder que algunos mellizos salgan tan seguidamente del seno de la madre que no pueda percibirse intervalo alguno de tiempo entre ellos. Por lo tanto, es necesario que no pocos gemelos tengan idénticas constelaciones sin tener iguales los sucesos de la vida, ni lo que ellos hagan, ni lo que padezcan, antes bien la mayor parte de las veces tan distintos, que el uno vive felicísimo y el otro sumamente miserable. De Esaú y Jacob sabemos que nacieron tan gemelos, que Jacob, que nació el segundo, salió teniendo asido con su mano el pie de su hermano que nació primero37. Ciertamente que no podía ser notado el día ni la hora del nacimiento de estos dos hermanos y, por lo tanto, la misma única constelación era la de ambos; sin embargo, ¡cuánta no fue la diferencia de costumbres, de acciones, de trabajos y sucesos entre ambos! La Escritura lo atestigua y ya anda en boca de todas las naciones.
34. Y no hace al caso lo que dicen que el momento más pequeño y reducido de tiempo que separa el parto de los gemelos es de suma importancia en la naturaleza de los seres y en la velocidad rapidísima de los cuerpos celestes. Aunque les conceda que esa diferencia es importantísima, sin embargo, el matemático no puede percibirla en las constelaciones, de las cuales, observadas, dice que deduce los hados. Luego si nada halla en las constelaciones, las que por fuerza se le han de presentar unas mismas cuando se le consulta sobre Jacob o su hermano, ¿de qué le sirve que exista en el cielo el intervalo de tiempo que él anuncia con seguridad temeraria, si no existe en su tabla, que en vano escudriña? Por lo tanto, la fe que se presta a ciertos signos de cosas, inventados por la presunción humana, se debe contar entre aquellos como pactos y convenios que se hacen con los demonios.
CAPÍTULO XXIII
Por qué debe ser repudiada la ciencia de los genetlíacos
35. De aquí proviene que, por un cierto y oculto juicio de Dios, los hombres ambiciosos de semejantes perversidades sean entregados, según lo merecen sus apetitos, a la burla y engaño de los ángeles prevaricadores, que los escarnecen y engañan; a cuyos ángeles, por ley de la divina Providencia está sometida, conforme a un bello orden del universo, esta parte inferior del mundo por tales ilusiones y engaños. Por eso sucede que en estos géneros perversos y supersticiosos de adivinaciones digan muchas cosas pasadas y futuras que acontecen en la forma en que se dicen; y como observando ellos muchas cosas se cumplan conforme a sus observaciones, con ello se vuelven cada vez más curiosos, y se enredan más y más en los infinitos lazos del error más pernicioso. En vistas a nuestra salud, no calló la Divina Escritura esté género de fornicación del alma; ni apartó alalma de esta infidelidad, prohibiéndola seguir tales inventos, porque fuesen falsas las cosas que dicen los que las profesan, pues añadió: Aunque os anuncien algo y suceda como ellos dijeren, no los creáis38. No porque la imagen del difunto Samuel profetizase al rey Saúl la verdad39, son menos de execrar los sacrilegios con que se evocó la aparición de aquella imagen. Ni porque la mujer pitonisa dio testimonio de los apóstoles del Señor, según se refiere en los Hechos Apostólicos, perdonó el apóstol San Pablo a aquel espíritu, ni dejó de increpar y expulsar al demonio, purificando así a la mujer40.
36. Por lo tanto, el cristiano debe huir y repudiar en absoluto todas las artes de esta clase de superstición engañosa o perniciosa, como de sociedad pestilente de hombres y demonios constituida con ciertos pactos de infidelidad y de pérfida amistad. El Apóstol dice: No es que el ídolo sea algo, mas porque las cosas que se inmolan por los gentiles, se inmolan a los demonios y no a Dios, por esto, no quiero que os hagáis socios de los demonios41. Lo que dijo el Apóstol de los demonios y de los sacrificios que se ofrecen en su honor, eso mismo ha de sentirse de todos los signos de imágenes que arrastran o al culto de los ídolos, o a adorar como a Dios a la criatura y a sus partes; o pertenecen a la solicitud de remedios y de otras observancias. Todas estas cosas no fueron instituidas, por decirlo así, públicamente por Dios para amar a Dios y al prójimo, sino por los privados apetitos de las cosas temporales, que disipan los corazones de los miserables. En todas estas creencias se ha de temer y evitar la sociedad con los demonios que con su príncipe el diablo no intentan otra cosa más que obstruirnos y cercarnos el paso de la patria. Así como de las estrellas que Dios creó y ordenó establecieron los hombres conjeturas humanas y engañosas, de igual modo también de todas cuantas cosas nacen o de cualquier modo que existan, por disposición de la divina Providencia, muchos, si por casualidad han sucedido cosas insólitas, como por ejemplo si parió una mula o un rayo hirió a algo, han escrito muchas cosas por humanas conjeturas, como si fuesen conclusiones lógicamente deducidas.
CAPÍTULO XXIV
En el uso supersticioso de las cosas se incluye la sociedad y pacto con el demonio
37. Todos estos signos valen tanto en cuanto que por soberbia de las almas han sido convenidos con los demonios, formando como cierta lengua común para entenderse. Todos ellos están llenos de curiosidad pestilente, de solicitud molesta y de servidumbre mortífera. Porque no se observaron porque tuvieran algún valor, sino que, observándolos y simbolizándolos, se hizo que adquirieran valor; y por esto a distintas gentes se muestran diferentes conforme sean .los pensamientos y opiniones de cada sujeto. Porque aquellos espíritus que sólo quieren engañar, a cada uno le proporcionan las cosas conforme a las sospechas y convenios en que le ven enredado. Así como, por ejemplo, la figura de la letra X, que se escribe en forma de aspa, tiene un valor entre los griegos y otro distinto entre los latinos, no por su naturaleza, sino por el querer y consentimiento de los que le asignaron un significado y, por tanto, el que sabe ambas lenguas, si quiere dar a entender algo a un griego, no usará de esta letra con la misma significación que la usaría escribiendo a un latino. Y también la palabra «beta» con un mismo sonido; para los griegos es el nombre de una letra, mientras que para los latinos es el de una legumbre. Y asimismo cuando digo «lege», una cosa entiende en estas dos sílabas el griego y otra el latino. Luego, así como todas estas significaciones mueven los ánimos conforme al convenio de la sociedad de cada uno, y, por ser diverso el convenio, mueven con diversidad, y además no convinieron los hombres en sus significados porque ya eran aptas para significar, sino que lo fueron por convenio, así también aquellos signos, con los que se adquiere la perniciosa sociedad con los demonios, no tienen más valor que el que según las vanas observancias les atribuye cada uno. Esto lo demuestra hasta la saciedad el rito de los agoreros, los cuales, antes de observar los signos y después de haberlos observado, procuran no ver el vuelo de las aves ni oír sus voces, porque estos signos no tienen valor alguno si no se añade el consentimiento del observador.
CAPÍTULO XXV
En las instituciones humanas no supersticiosas, unas son superfluas, otras útiles y necesarias
38. Cortadas y arrancadas del alma cristiana estas supersticiones, veamos ya las restantes instituciones humanas no supersticiosas, es decir, las no fundadas en pactos con los demonios, sino con los hombres. Todas las que tienen algún valor entre los hombres porque convinieron entre ellos que le tengan, son instituciones humanas, de las cuales parte son superfluas y de puro lujo, parte útiles y necesarias. Si todos aquellos ademanes que hacen al saltar los cómicos tuvieran significación por naturaleza y no por institución y convención humana, no hubiera sido necesario que en los primeros tiempos, al saltar el pantomimo, explicara el pregonero a los habitantes de Cartago qué quería dar a entender el bailarín; lo cual recuerdan todavía no pocos ancianos, de cuyos labios solemos nosotros escucharlo. Y es tanto más digno de crédito cuanto que, aún ahora, si entrare en un teatro un ignorante en tales bufonadas, a no ser que alguno le vaya explicando el significado de aquellos movimientos, en vano atendería en cuerpo y alma. Por eso todas desean quehaya alguna semejanza entre el signo y lo significado, para que los mismos signos, en cuanto se pueda, sean semejantes a las cosas que señalan. Pero como puede ser de muchos modos una cosa semejante a otra, tales signos no tienen valor entre los hombres, si no se viene a un acuerdo.
39. En las pinturas, en las estatuas y en otras obras semejantes que imitan el original, si se deben sobre todo a artífices diestros, nadie yerra al ver la semejanza, de modo que por ellas conoce a quienes representan. Toda esta clase debe ser contada entre las instituciones superfluas de los hombres, a no ser que interese alguno de estos signos por el fin, lugar y tiempo o por la autoridad de quien mandó hacerlos. En fin, las mil fábulas falsas y ficciosas con cuyas mentiras se deleitan los hombres, también son instituciones humanas. Y a la verdad, ninguna cosa se ha de juzgar más propia de los hombres que las falsedades y mentiras, pues les pertenecen por derecho propio. Las instituciones de los hombres útiles y necesarias, que fueron convenidas de mutuo acuerdo, son el vestido y el adorno corporal, cuya distinción convino hacerse para diferenciar las dignidades y el sexo; también se cuentan entre ellas todos los innumerables géneros de signos, sin los cuales o no habría en absoluto, o sería menos cómoda la sociedad humana; añadamos los signos que son propios de cada ciudad y pueblo en todo lo que se refiere a los pesos y medidas, y a las efigies y valor de las monedas, y a tantos otros de esta clase que, a no haber sido establecidos por los hombres, ni serían tan variados en los diferentes pueblos, ni se mudarían en cada uno de ellos al arbitrio de los respectivos príncipes.
40. Toda esta parte de instituciones humanas que son convenientes para las necesidades de la vida, jamás debe evitarlas el cristiano; es más, en cuanto le sea necesario, debe dedicarse a su estudio y aprenderlas de memoria.
CAPÍTULO XXVI
Qué instituciones humanas se han de evitar y cuáles seguir
Porque algunas están bosquejadas en las cosas naturales y son semejantes a ellas de cualquier modo que hayan sido instituidas por los hombres. Las que pertenecen a la sociedad con los demonios, como se dijo, deben en absoluto ser repudiadas y detestadas; y las que los hombres usan entre sí, deben aceptarse en cuanto no son superfluas y de puro lujo, sobre todo las formas de las letras, sin las cuales no podríamos leer; y también la diversidad de lenguas en cuanto sea suficiente a cada uno, sobre lo que ya hemos hablado anteriormente. A esta clase pertenecen las «notas» (signos taquigráficos) por las que se llamaron notarios a los que las aprendieron. Todos estos signos son útiles y no es cosa ilícita saberlos, ni nos enredan en superstición, ni relajan con el lujo, a condición de que no nos ocupen de tal modo que lleguen a ser impedimentos para dedicarnos a otras cosas de más importancia a las que deben servir para conseguirlas.
CAPÍTULO XXVII
Algunas ciencias no instituidas por los hombres ayudan a la inteligencia de las Escrituras
41. Aquellas otras cosas que los hombres conocieron y publicaron sin inventarlas ellos, sino que acaecieron en los tiempos pasados o fueron instituidas por Dios, donde quiera que se aprendan, no deben considerarse como instituciones de los hombres. De ellas, unas pertenecen a los sentidos corporales, otras al entendimiento. Las que se perciben por el sentido corporal, o las creemos por haber sido narradas, o las percibimos como demostradas, o las presentamos como experimentadas.
CAPÍTULO XXVIII
En cuánto ayuda la historia
42. Todo cuanto nos refiere la que se llama historia sobre lo sucedido en los tiempos pasados, nos ayuda en gran manera para entender los Libros santos, aunque se aprenda fuera de la Iglesia, en la instrucción escolar de la puericia. Pues por las olimpíadas y nombres de los cónsules, no pocas veces averiguamos muchas cosas; así la ignorancia del consulado en que nació el Señor y en que murió, llevó a muchos al error, juzgando que el Señor padeció a los cuarenta y seis años de edad, por haber dicho los judíos que esos años tardaron en edificar el templo, el cual era imagen del cuerpo del Señor. Ahora bien, sabemos por la autoridad del Evangelio que se bautizó alrededor de los treinta años42; pero cuántos años vivió en el mundo después de este hecho, aunque pueda colegirse por el mismo texto de la relación de sus acciones, sin embargo, para que no aparezca niebla alguna que obscurezca la verdad, por la historia profana comparada con el Evangelio, se conoce más clara y ciertamente. Entonces se verá que no se dice en vano que el templo fue edificado en cuarenta y seis años, pues no pudiendo referirse este número a la edad de Jesucristo, se refiere a otra enseñanza más oculta del cuerpo humano, del que no se desdeñó vestirse por nosotros el Hijo Unigénito de Dios, por quien todas las cosas fueron hechas.
43. Ya que hablo de la utilidad de la historia, dejando a un lado la de los griegos, ¡cuan grave cuestión resolvió nuestro Ambrosio a los calumniadores del Evangelio que leían y admiraban a Platón, los cuales se atrevieron a decir que todas las sentencias de nuestro Señor Jesucristo, que se veían obligados a propagar y admirar, las aprendió de los libros de Platón, dando por razón que no puede negarse que Platón existió mucho antes de la venida humana del Señor! ¿Acaso el mencionado obispo, considerada la historia profana y viendo que Platón fue en tiempo de Jeremías a Egipto, donde se hallaba por aquel entonces el profeta, no demostró que es mucho más probable que más bien Platón bebió en nuestra doctrina mediante Jeremías, de modo que así bien pudo enseñar y escribir las cosas que se alaban con razón en sus escritos? Anterior a los libros del pueblo hebreo, en quien resplandeció el culto de un solo Dios y de quien según la carne descendió nuestro Señor, no fue ni aun Pitágoras, de cuyos sucesores aseguran los gentiles que Platón aprendió la teología. Por tanto, examinados los tiempos, resulta mucho más creíble que Platón y Pitágoras más bien tomaron de nuestros libros todo lo bueno y verdadero que dijeron ellos, que no nuestro Señor Jesucristo de los de Platón, lo que sería una locura creerlo.
44. Aun cuando en la narración histórica se cuentan también las instituciones humanas pasadas, no por esto se ha de contar la misma historia entre las instituciones humanas, porque las cosas que ya pasaron y no pueden menos de haberse cumplido, deben colocarse en el orden de los tiempos, de los cuales Dios es el creador y administrador. Una cosa es la narración de las cosas sucedidas y otra enseñar las por hacer. La historia narra fiel y útilmente los hechos; los libros de los agoreros y todos los de tal jaez intentan enseñar, con la arrogancia de un instructor y no con la fidelidad de un testigo, las cosas que han de suceder o han de observarse,
CAPÍTULO XXIX
Cuánto contribuye a la inteligencia de las Escrituras el conocimiento de los animales, hierbas, etc. y, sobre todo, de los astros
45. Hay también una narración semejante a una explicación en la que se enseña a los ignorantes no las cosas pasadas, sino las presentes. A este género pertenece todo lo que se escribió de la situación de los lugares, de la naturaleza de los animales, de los árboles, de las hierbas, de las piedras y demás cuerpos. De toda esta clase ya hemos tratado anteriormente, y enseñamos que el conocimiento de estas cosas ayudaba a resolver las dificultades de las Escrituras, no usándolas como signos para remedios o instrumentos de alguna superstición, pues ya hemos distinguido y separado aquel género supersticioso de este libre y lícito. Una cosa es decir «si bebes la infusión de esta hierba machacada no te dolerá el vientre», y otra distinta decir «si te cuelgas al cuello esta hierba no te dolerá el vientre». En el primer caso, se aprueba el zumo saludable de la hierba; en el segundo, se condena la significación supersticiosa. Es cierto que cuando no hay encantos, invocaciones y «caracteres», no pocas veces es dudoso si las cosas que se atan o de cualquiera manera se aplican al cuerpo para sanarle, obran o en virtud de su naturaleza, y en tal caso pueden aplicarse libremente, o proviene aquel efecto de alguna ligadura significativa, lo cual con tanto más cuidado ha de evitarlo el cristiano, cuanto más eficaz y provechoso aparece el remedio. Cuando se halla oculta la causa de la virtud, lo interesante es la intención con la que cada cual lo usa, pero sólo si se trata de la salud y del buen estado de los cuerpos, ya sea respecto a la medicina o a la agricultura.
46. Tampoco el conocimiento de los astros es una narración histórica, sino más bien una descripción; de ellos, pocos son los que menciona la Escritura. Así como es conocido por muchos el movimiento de la luna, el cual se aplica para celebrar solemnemente todos los años la Pasión del Señor, así también por muy pocos es conocido sin error alguno el nacimiento y el ocaso y las demás posiciones de los astros. Este conocimiento, aunque de suyo no tenga que ver con la superstición, sin embargo, en poco o casi en nada ayuda al esclarecimiento de las Divinas Escrituras; es más, en gran manera le impide, por la atención infructuosa que requiere; por esto y por la relación que tiene con el perniciosísimo error de los que predicen los fatuos hados, es más útil y decoroso despreciarlo. Tiene también esta creencia, aparte de la exposición de las cosas presentes, algo semejante a la narración de las cosas pasadas, porque en la posición y movimiento actual de los astros, puede llegarse sin vacilación al conocimiento de sus carreras pasadas. Tiene también el estudio exactas conjeturas de cosas venideras, no supersticiosas y de mal agüero, sino calculadas y ciertas, no para que intentemos aplicarlas al conocimiento de nuestros hechos y eventos, como hacen los genetlíacos en sus delirios, sino en cuanto pertenece al conocimiento de los mismos astros. Porque, así como el que hace cálculos sobre la luna al observar la luz que hoy tiene puede decir la magnitud que tuvo hace tantos años y la que tendrá muchos años después en igual día, igualmente suelen responder de cada uno de los astros los peritos en el cálculo de ellos. Por lo tanto, ya queda dicho lo que a mí me parece del estudio y del uso que puede hacerse de esta ciencia.
CAPÍTULO XXX
De la utilidad que suelen reportar las artes mecánicas
47. Existe otra clase de artes que tiene por objeto la fabricación de alguna cosa, ya permanezca después del trabajo del artífice, como por ejemplo una casa, un banco, un vaso y otras muchas cosas semejantes, o ya presten algún ministerio a la operación de Dios, como la medicina, la agricultura y el gobierno; o, finalmente, terminen con la acción todo su efecto, como los bailes, las carreras y las luchas. En todas estas artes, la experiencia de lo pasado hace conjeturar también lo por venir, pues ningún artífice de ellas mueve los miembros cuando trabaja, si no enlaza la memoria de lo pasado con la esperanza de lo venidero. El conocimiento de estas artes se ha de tomar de paso y como a la ligera en la vida humana, no para ejercerlas, a no ser que algún deber nos obligue a ello, de lo cual no tratamos al presente, sino para poder juzgar y no ignorar por completo lo que la Escritura pretende insinuar, cuando inserta expresiones figuradas tomadas de estas artes.
CAPÍTULO XXXI
Utilidad de la dialéctica. Y qué debemos decir del sofisma
48. Resta que hablemos de aquellas artes y ciencias que no pertenecen a los sentidos del cuerpo, sino a la razón o potencia intelectiva del alma, entre las cuales se llevan la palma la dialéctica y la aritmética. La dialéctica es de muchísimo valor para penetrar y resolver todo género de dificultades que se presentan en los Libros santos. Sólo que en ella se ha de evitar el prurito de disputa y cierta pueril ostentación de engañar al adversario. Hay muchos llamados sofismas que son falsas conclusiones de un raciocinio, y la mayor parte de las veces, de tal modo imitan a las verdaderas, que no sólo engañan a los lerdos, sino también a los de agudo ingenio, a no ser que estén atentos. Cierto hombre propuso esta cuestión a otro que hablaba con él: «Lo que yo soy, tú no lo eres», el otro convino; en parte era verdad, aunque no fuese más que por ser éste astuto y el otro sencillo. Entonces éste añadió: «Luego yo soy hombre»; habiendo concedido el otro, concluyó el primero: «Luego tú no eres hombre». Este género de conclusiones capciosas lo detesta la Escritura, según creo, en aquel pasaje donde dijo: El que habla sofísticamente es aborrecible43. También suele llamarse sofístico el discurso no capcioso, pero que emplea adornos de palabras con más abundancia de la que conviene a la gravedad.
49. Hay también conclusiones legítimamente deducidas de un raciocinio, que son en sí falsas; pero que se siguen del error de aquel con quien se disputa, las cuales deduce el hombre prudente y docto, para que, avergonzado con ellas aquel de cuyo error se siguieron, abandone el error que sostenía, porque si quisiera permanecer aún en él, tendría por fuerza que admitir aquellas conclusiones que condena. Así el Apóstol no deducía conclusiones verdaderas, cuando decía «ni Cristo resucitó», y al decir «vana es nuestra predicación, vana es vuestra fe»44, y todas las cosas que allí se siguen, las cuales son falsas; porque Cristo resucitó, y tampoco la predicación de los que anunciaban tales cosas era inútil, ni vana la fe de los que las creían. Sin embargo, estas conclusiones verdaderamente falsas se deducían de la relación que tenían con la sentencia de los que afirmaban que no existía la resurrección de los muertos; pero rechazadas estas falsas proposiciones, las que serían verdaderas de no darse la resurrección de los muertos, la consecuencia es que se da la resurrección de los muertos. Luego como exista conexión lógica, no sólo entre las verdaderas conclusiones, sino también entre las falsas, es fácil aprender, aun en las escuelas que no tienen que ver con la Iglesia, la verdad y la lógica de la conexión. Pero la verdad de las sentencias se ha de buscar en los Libros santos y eclesiásticos.
CAPÍTULO XXXII
La verdad de las conexiones no ha sido establecida por los hombres, sino sólo observada
50. La misma verdad de las conexiones no fue instituida por los hombres, sino únicamente advertida y anotada para poderla aprender y enseñar, pues se funda en la razón de las cosas, que es eterna e instituida por Dios. Así como el que narra el orden de los tiempos no los compone y el que nos describe la situación de los lugares o la naturaleza de animales, de las plantas y las piedras, no demuestra cosas instituidas por los hombres y el que declara los astros y sus movimientos no descubre nada que haya sido instituido por él o por hombre alguno, del mismo modo el que dice «si la conclusión es falsa, es necesario que lo sean las premisas», dice algo verdaderísimo, pero él no hace que esto sea así, sino sólo lo declara. Bajo esta ley cae lo que anteriormente citamos del apóstol San Pablo. El precedente que sentaban aquellos cuyo error quería el Apóstol destruir, era que no existía la resurrección de muertos. Luego de aquella premisa, por la que se decían que no se daba la resurrección de muertos, se concluía necesariamente, «luego Jesucristo no resucitó». Esta consecuencia es falsa, porque Jesucristo resucitó; luego es falsa la premisa; y la premisa es, no hay resurrección de muertos; luego hay resurrección de muertos. Todo esto se resume así: «Si no hay resurrección de muertos, Jesucristo no resucitó; pero Cristo resucitó, luego hay resurrección de muertos». Esta natural conexión de que quitada la conclusión viene por necesidad abajo la premisa, no la instituyeron los hombres, sino la mostraron. Esta regla pertenece a la verdad de la conexión, no a la verdad misma de las proposiciones.
CAPÍTULO XXXIII
Pueden darse conexiones verdaderas en proposiciones falsas, y con premisas verdaderas, consecuencias falsas
51. Cuando se trataba ahora de la resurrección, era verdadera no sólo la regla de la consecuencia, sino también la misma sentencia de la conclusión. Pero en las premisas falsas puede darse consecuencia verdadera de este modo: Supongamos que alguno nos concede esta proposición: «Si el caracol es un animal, tiene voz»; concedido esto, y probando que el caracol no tiene voz, como quitado el consiguiente se quita el antecedente, se concluye que el caracol no es animal. Esta sentencia es falsa, pero es verdadera la conexión de la conclusión, deducida de una premisa admitida falsamente. Así pues, la verdad de una proposición o premisa depende de sí misma; la verdad de la conexión depende de la opinión de aquel con quien se disputa y de lo que tiene concedido. Por tanto, como arriba dijimos, sacaremos una consecuencia falsa con verdadera lógica, a fin de que aquel cuyo error queremos corregir se arrepienta de haber concedido una premisa de la cual se sigue una consecuencia que debe rechazar. Por esto se entiende fácilmente que, como hay en las sentencias falsas conclusiones verdaderas, así puede haber en las sentencias verdaderas conclusiones falsas. Concedemos que alguno dice: «Si aquel es justo, es bueno», y se concede esto; y luego dice: «Pero no es justo», y concedido también, saca la conclusión: «Luego no es bueno». Todas estas cosas son ciertamente verdaderas, pero no lo es la regla de la conclusión. Porque si es cierto que, quitado el consiguiente, necesariamente se quita el antecedente, no lo es que quitado el antecedente desaparezca la conclusión. Y así tenemos que es verdad cuando decimos: «Si éste es orador es hombre»; mas si de esta proposición decimos: «Pero es así que no es orador», entonces al quitar el antecedente, no sacaremos la verdadera conclusión diciendo: «Luego no es hombre».
CAPÍTULO XXXIV
Una cosa es conocer las leyes de la conclusión o consecuencia y otra conocer la verdad de las sentencias o premisas
52. Una cosa es conocer las reglas del enlace o de la conexión, y otra conocer la verdad de las premisas. En las premisas se aprende qué es lo consiguiente, qué lo inconsecuente y qué lo absurdo. Consecuencia es «si es orador es hombre»; no consecuencia, «si es hombre, es orador»; contradicción «si es hombre, es un cuadrúpedo». Luego aquí se juzga únicamente de la conexión en sí. En la verdad de las premisas se atiende a las proposiciones en sí mismas y no a su conexión. Pero si a proposiciones ciertas se enlazan con verdadera conexión otras dudosas, necesariamente éstas también se hacen ciertas. Algunos de tal manera se jactan de haber aprendido la verdad de las conexiones, es decir, la lógica, como si ella misma fuera la verdad de las sentencias. Otros, al contrario, teniendo asida muchas veces la verdad de las sentencias se abaten sin razón, porque ignoran las leyes de la conclusión, siendo así que es mejor el que sabe que existe la resurrección de los muertos que el que conoce que hay consecuencia al decir, «si no hay resurrección de muertos, Cristo no resucitó».
CAPÍTULO XXXV
La ciencia de definir y dividir no es falsa, aunque se aplique a cosas falsas. Qué sea lo falso
53. La ciencia de definir, dividir y distribuir, aunque se aplique muchas veces a cosas falsas, ella, sin embargo, no es falsa en sí misma, ni ha sido instituida por los hombres, sino hallada en la naturaleza de las cosas. Pues no porque los poetas la empleen en sus fábulas y los falsos filósofos y los herejes, es decir, las malos cristianos acostumbren a usar de ella en sus opiniones erróneas, por eso es falso que en la definición, división y distribución ha de entrar lo que es propio de la misma cosa, o se ha de omitir algo que le pertenece. Este principio de la dialéctica es verdadero por más que las cosas definidas o divididas sean falsas. Porque también lo mismo falso se define cuando decimos «que falso es la significación de una cosa que no es como se indica», u otra definición por el estilo; cuya definición es verdadera, aunque no pueda ser lo falso verdadero. También podemos dividir lo falso diciendo que hay dos géneros de falsedades; uno, de las cosas que absolutamente no pueden existir; otro, de las que no existen pero pudieron existir. Así, el que dice siete y tres son once, afirma lo que no puede ser jamás; pero el que cuenta, por ejemplo, que llovió el primero de enero, aunque no sucediera, dice una cosa que pudo haber sucedido. Por tanto, la definición de cosas falsas puede ser verdadera, aunque lo falso no sea verdadero.
CAPÍTULO XXXVI
Las reglas de la elocuencia son verdaderas, a pesar de que con ellas se persuaden algunas veces cosas falsas
54. Existen ciertas reglas de una controversia más extensa que se llama elocuencia, las cuales, no obstante, son verdaderas aunque con ellas puedan persuadirse cosas falsas. Y como ellas también pueden persuadir cosas verdaderas, no es culpable la retórica, sino la perversidad de los que usan de ella malamente. Tampoco ha sido instituido por los hombres que las muestras de elocuencia del orador arrastren al oyente; o que una breve y clara narración insinúe fácilmente lo que intenta; y que la variedad mantenga atentos sin fastidio a los oyentes; y otras observaciones semejantes que, ya en asuntos verdaderos, ya en falsos, son siempre verdaderas en cuanto que, o hacen creer o conocer alguna cosa, o mueven los ánimos a desearla o aborrecerla. Estas reglas más bien han sido encontradas existiendo así, que instituidas para que existiesen de esta suerte.
CAPÍTULO XXXVII
Utilidad de la retórica y dialéctica
55. Cuando se aprende la retórica, más bien la debemos emplear para exponer lo que hemos entendido, que para entender lo que ignoramos. Mas aprendidas la lógica y dialéctica que enseñan las reglas de las consecuencias, definiciones y distribuciones, ayudan mucho a quien intenta aprender, con tal que se aparte del error, de los que piensan que, habiendo aprendido estas artes, están ya en posesión de la misma verdad que conduce a la vida eterna. Bien que sucede muchas veces que los hombres consiguen más fácilmente las mismas cosas para cuya consecución se aprenden tales artes, que las complicadas y fastidiosas reglas de tales disciplinas. Como si alguno queriendo dar reglas para andar, avisara que no se debe levantar el pie que queda atrás, a no ser que estuviese ya asentado el de adelante, y después describe minuciosamente de qué modo conviene mover las articulaciones de los pies y las corvas de las rodillas. Sin duda dice verdad, porque no se puede andar de otro modo, pero es más fácil que anden los hombres haciendo esto, que se den cuenta al hacerlo o lo entiendan al oírlo. Los que no pueden andar se preocupan mucho menos de estas cosas que no pueden conocer con la experiencia. Así también, muchas veces ve más pronto el ingenioso que una conclusión no es valedera, que capta las leyes de la consecuencia. El rudo no ve la falsedad de la conclusión, pero mucho menos los preceptos sobre ella. En todas estas reglas, más es muchas veces lo que nos deleita el panorama de la verdad, que lo que nos ayudan ellas al juzgar y disputar; a no ser que cuente a su favor el que con ellas se ejercitan los ingenios si es que no se hacen más malignos y soberbios, es decir, que tiendan a engañar con preguntas y cuestiones aparentes; o que piensen están en posesión de una gran cosa por tener conocimiento de estas reglas, y por ello se antepongan a los hombres buenos e inocentes.
CAPÍTULO XXXVIII
La ciencia de los números, o aritmética, no es institución humana, sino hallada por los hombres en la misma naturaleza de las cosas
56. La ciencia de los números, a cualquier lerdo se le ocurre que no ha sido instituida, sino más bien indagada y descubierta por los hombres. Pues no acontece como con la primera sílaba de la palabra «Italiae», a la que pronunciaron los antiguos breve, y por el querer de Virgilio se hizo larga. Pero ¿quién podrá hacer, aunque se le antoje, que tres veces tres no sean nueve, o que no pueda constituir el nueve el cuadrado de tres, ni el triple con relación al mismo tres, o uno y medio referente al seis ni el doble de ninguno porque los números impares no tienen mitad exacta? Por lo tanto, ya se consideren en sí mismos, ya se apliquen a las leyes de la geometría o de la música, o de otros movimientos, siempre tienen reglas inmudables que no han sido en modo alguno instituidas por los hombres, sino sólo descubiertas por la sagacidad de los hombres ingeniosos.
57. Cualquiera que ame todas estas cosas de tal suerte que pretenda darse tono entre los ignorantes, y no busque más bien de dónde procede el que sean verdaderas las que él averigua que son tales y de dónde tienen otras el ser no sólo verdaderas, sino también inmudables, como él ha comprendido que lo son; y así, subiendo desde la figura de los cuerpos llegase a la mente humana, y encontrándola mudable, pues unas veces es docta y otras indocta, constituida, sin embargo, entre la inmudable verdad superior a ella y las demás mudables inferiores, y no dirigiera todas estas cosas al amor y alabanza del mismo Dios de quien conoce que proceden todas, este hombre podrá aparecer docto, pero en modo alguno es sabio.
CAPÍTULO XXXIX
A qué ciencias de las anotadas y con qué ánimo podremos entregarnos. Las leyes humanas
58. Por lo expuesto, me parece que a los jóvenes de ingenio, estudiosos y temerosos de Dios que buscan la vida bienaventurada, saludablemente se les amonesta que no se dediquen temerariamente a seguir doctrina alguna de las que se practican fuera de la Iglesia de Cristo, como si con ellas se alcanzase la vida bienaventurada, sino que las examinen con esmero y gran cuidado. Y si encuentran que algunas instituidas por los hombres son variables conforme el distinto parecer de los que las instituyeron, y además poco conocidas dadas las opiniones de los que yerran; y, sobre todo, si tienen contraída sociedad con los demonios por medio de una especie de pactos y convenios de particulares significaciones, las repudien y detesten por completo y se alejen asimismo del estudio de las instituciones humanas superfluas y de puro lujo. Aquellas otras establecidas por los hombres que sirven para la convivencia de la sociedad, no las descuiden en cuanto lo exige la necesidad de la vida. Tocante a las demás ciencias que se hallan entre los gentiles, fuera de la historia de las cosas pasadas o presentes, y que pertenecen a los sentidos del cuerpo, a quienes tenemos que juntar las conjeturas y experiencias de las artes útiles y corporales, y a excepción también de la lógica y de la matemática, juzgo que nada tienen de útil. En todas estas ciencias se ha de observar aquella máxima ne quid nimis, nada con exceso, y, sobre todo, en aquellas cosas que pertenecen a los sentidos corporales, se desenvuelven en los tiempos y ocupan lugares.
59. Al parigual que algunos escritores tradujeron separadamente todas las palabras y los nombres hebreos, sirios, egipcios y de otra lengua que pudieron encontrar en las Sagradas Escrituras sin interpretación alguna; y como Eusebio escribió la historia profana para resolver las dificultades de los divinos Libros que demandan el uso de ella, así lo que éstos hicieron en este asunto con el fin de que el cristiano no se vea obligado a trabajar más de la cuenta en algunas pocas cosas, veo que también pudiera hacerse en otras cosas, si alguno de los que tienen cualidades para ello emprendiese con un caritativo esfuerzo la obra en favor de los hermanos de recopilar en un volumen y explicar por separado los nombres ignorados de todos los lugares de la tierra, de los animales, de las hierbas y los árboles, de las piedras y metales, y de cualquiera otra clase de especies que menciona la Escritura. También pudiera hacerse esto con los números, para que constara por escrito la razón clara de los números que sólo menciona la Escritura. Algunas de estas obras o casi todas ya están hechas, pero sea por la turba de los perezosos, o por las ocultaciones de los envidiosos, el caso es que no se han hecho públicas, como muchas que hemos encontrado, de las cuales ni sospechábamos siquiera que hubieran sido escritas y confeccionadas por cristianos buenos e instruidos. Que pueda hacerse esta recopilación con el arte de disputar o dialéctica, lo ignoro; y me parece que no, porque se halla entretejida a manera de nervios por todo el texto de las Escrituras; y, por tanto, este arte más bien ayuda a los lectores para resolver y explicar los pasajes dudosos, de los que hablaremos más tarde, que para descifrar los signos desconocidos, de los que tratamos ahora.
CAPÍTULO XL
Debemos aprovechar lo bueno que se dijo por los autores paganos
60. Si tal vez los que se llaman filósofos dijeron algunas verdades conformes a nuestra fe, y en especial los platónicos, no sólo no hemos de temerlas, sino reclamarlas de ellos como injustos poseedores y aplicarlas a nuestro uso. Porque así como los egipcios no sólo tenían ídolos y cargas pesadísimas de las cuales huía y detestaba el pueblo de Israel, sino también vasos y alhajas de oro y plata y vestidos, que el pueblo escogido, al salir de Egipto, se llevó consigo ocultamente para hacer de ello mejor uso, no por propia autoridad sino por mandato de Dios, que hizo prestaran los egipcios, sin saberlo, los objetos de que usaban mal; así también todas las ciencias de los gentiles, no sólo contienen fábulas fingidas y supersticiosas y pesadísimas cargas de ejercicios inútiles que cada uno de nosotros, saliendo de la sociedad de los gentiles y llevando a la cabeza a Jesucristo ha de aborrecer y detestar, sino también contienen las ciencias liberales, muy aptas para el uso de la verdad, ciertos preceptos morales utilísimos y hasta se hallan entre ellas algunas verdades tocantes al culto del mismo único Dios. Todo esto es como el oro y plata de ellos y que no lo instituyeron ellos mismos, sino que lo extrajeron de ciertas como minas de la divina Providencia, que se halla infundida en todas partes, de cuya riqueza perversa e injuriosamente abusaron contra Dios para dar culto a los demonios; cuando el cristiano se aparta de todo corazón de la infeliz sociedad de los gentiles, debe arrebatarles estos bienes para el uso justo de la predicación del Evangelio. También es lícito coger y retener para convertir en usos cristianos el vestido de ellos, es decir, sus instituciones puramente humanas, pero provechosas a la sociedad, del que no podemos carecer en la presente vida.
61. ¿Pues qué otra cosa ejecutaron muchos y buenos fieles nuestros? ¿No vemos con cuánto oro, plata y vestidos salió cargado de Egipto el dulcísimo doctor y mártir beatísimo Cipriano? ¿Con cuánto Lactancio, Victorino, Optato e Hilario, sin citar a los que viven? ¿Con cuánto salieron innumerables griegos? Esto lo ejecutó el primero el siervo fidelísimo de Dios, Moisés, de quien se escribió que se hallaba instruido en toda la sabiduría de los egipcios45. Jamás hubiera prestado la inveterada superstición de los gentiles a todos aquellos varones, y sobre todo en aquellos tiempos en que, rechazando el yugo de Cristo perseguía a los cristianos, las ciencias útiles que poseía, si hubiera sospechado que habían de ser empleadas en el culto del único Dios, con el que se destruiría el culto vano de los ídolos. Sin embargo, dieron su oro, plata y vestido al pueblo de Dios que salía de Egipto, ignorando de qué modo todo aquello que daban lo cedían en obsequio de Cristo. Sin duda aquello que tuvo lugar en Egipto y narró el Éxodo, fue una figura presignificativa de esto. He dicho esto sin perjuicio de otra igual o mejor inteligencia.
CAPÍTULO XLI
Qué disposición del alma requiere el estudio de la Sagrada Escritura. Propiedades del hisopo
62. El que se dedica al estudio de las Sagradas Escrituras, una vez que se encuentre instruido de este modo, al comenzar a escudriñarlas no deje de pensar en aquella máxima apostólica: La ciencia hincha, la caridad edifica46, porque sentirá que a pesar de haber salido rico de Egipto, si no celebra la pascua no podrá salvarse. Nuestra pascua es Cristo inmolado47, y ninguna cosa nos enseña más eficazmente la inmolación de Cristo, que aquello que Él dice a grandes voces, como llamando a los que ve abrumados en Egipto bajo Faraón: Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es suave y mi carga ligera48. ¿Y para quiénes lo es, sino para los mansos y humildes de corazón, a los cuales no hincha la ciencia, sino que los edifica la caridad? Acuérdese de aquellos que celebraban en aquel tiempo la pascua en imagen de sombras cuando se les mandó señalar las puertas con la sangre del cordero, lo cual hicieron con hisopo49. Esta hierba es suave y humilde, sin embargo, nada hay más fuerte y penetrante que sus raíces. Lo que nos manifiesta que, estando arraigados y cimentados en la caridad, podemos comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, esto es, la Cruz del Señor, donde se entiende por anchura el madero transversal en que se hallan extendidas las manos; por longitud, lo que hay desde la tierra hasta este madero, y en ella se fija todo el cuerpo de manos abajo; por altura, desde la anchura hasta lo más alto hacia arriba donde se apoya la cabeza; por profundidad, lo que metido en la tierra se oculta a nuestra vista. En este signo de la cruz se encierra toda la vida cristiana, como es el obrar bien en Jesucristo, el estar continuamente unido a Él, el esperar los bienes del cielo, el no divulgar los divinos misterios. Purificados por esta vida, podremos conocer también la supereminente ciencia de la caridad de Cristo, por la cual es igual al Padre y por quien fueron hechas todas las cosas, para que seamos llenos de toda plenitud de Dios50. Tiene también el hisopo una virtud purgativa para que nada respire soberbiamente el pulmón hinchado, al ser inflado con la ciencia de las riquezas sacadas de Egipto. Por esto dice el profeta: Me rociarás, Señor, con el hisopo y seré purificado. Me lavará y blanqueará más que la nieve. Darás a mi oído regocijo y alegría. Después, con el fin de manifestar que en la hierba hisopo está significada la purgación de la soberbia, añade: Y se regocijarán los huesos humillados51.
CAPÍTULO XLII
Comparación de la Sagrada Escritura con los libros profanos
63. Así como es mucho menor la riqueza del oro, de la plata y de los vestidos que el pueblo de Israel sacó de Egipto, en comparación de los bienes que después consiguió en Jerusalén, lo que de un modo especial se manifestó en el reinado de Salomón52, así también es mucho menor toda la ciencia recogida de los libros paganos, aunque sea útil, si se compara con la ciencia de las Escrituras divinas. Porque todo lo que el hombre hubiese aprendido fuera de ellas, si es nocivo, en ellas se condena; si útil, en ellas se encuentra. Y si cada uno encuentra allí cuanto de útil aprendió en otra parte, con mucha más abundancia encontrará allí lo que de ningún modo se aprende en otro lugar, sino únicamente en la admirable sublimidad y sencillez de las divinas Escrituras. No siendo ya un obstáculo los signos desconocidos para el lector dotado de esta instrucción, manso y humilde de corazón, sometido con suavidad al yugo de Cristo y cargado con peso ligero, fundado y afianzado y formado en la caridad, a quien no puede ya hinchar la ciencia, acérquese a considerar y discutir los signos ambiguos que en las Escrituras se hallan, sobre los cuales me propongo hablar en el libro tercero lo que Dios se digne concederme.