SERMÓN 194

Traductor: Pío de Luis, OSA

El nacimiento del Señor

1. 1. Escuchad, hijos de la Luz, adoptados para el reino de Dios; escuchad, hermanos amadísimos; escuchad y exultad, justos, en el Señor1, de modo que la alabanza vaya a tono con vuestra bondad. Escuchad lo que ya sabéis, recordad lo que escuchasteis, amad lo que creéis, anunciad lo que amáis. Puesto que celebramos este día aniversario, esperad el sermón que él se merece. Ha nacido Cristo: como Dios, del Padre; como hombre, de madre; de la inmortalidad del Padre y de la virginidad de la madre. Del Padre, sin madre, y de la madre, sin padre; del Padre, sin tiempo; de la madre, sin semen; en cuanto nacido del Padre es principio de vida; en cuanto nacido de la madre, fin de la muerte; nacido del Padre, ordena todos los días; nacido de la madre, consagra este día.

2. Envió por delante a un hombre, a Juan, que nació justamente cuando los días comienzan a menguar; y él mismo nació cuando los días empiezan a crecer, simbolizando en este hecho lo que dice Juan mismo: Conviene que él crezca y que yo disminuya2. La vida humana debe decrecer en sí misma y aumentar la de Cristo, para que quienes viven, no vivan ya para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por todos3, y pueda repetir cada uno de nosotros lo dicho por el Apóstol: Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí4. Conviene, pues, que él crezca y que yo disminuya.

2. Lo alaban como merece todos sus ángeles, de los cuales es alimento eterno y a los que vivifica con alimento incorruptible. Él es, en efecto, la Palabra de Dios, de cuya vida viven, por cuya eternidad viven siempre y por cuya bondad viven en perpetua felicidad. Ellos lo alaban como se merece, como Dios junto a Dios, y dan gloria a Dios en las alturas. Nosotros, en cambio, pueblo suyo y ovejas de su rebaño5, reconciliados por la buena voluntad, merezcamos la paz en la medida de nuestra debilidad. De los mismos ángeles son las palabras que escuchamos hoy y que profirieron llenos de gozo cuando nos nació el Salvador: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad6. Si ellos lo alaban debidamente, alabémoslo también nosotros obedientemente. Ellos son sus mensajeros, nosotros somos sus ovejas. En el cielo llenó la mesa para ellos, en la tierra llenó nuestro pesebre. Para ellos es mesa llena de alimentos, porque en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios7; para nosotros es pesebre lleno, porque la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros8. Para que el hombre pudiera comer el pan de los ángeles, se hizo hombre el creador de los ángeles. Ellos lo alaban viviendo, nosotros creyendo; ellos gozando, nosotros pidiendo; ellos comprendiendo, nosotros buscando; ellos entrando, nosotros llamando a la puerta.

3. 3. ¿Qué hombre conocerá todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, ocultos en Cristo y escondidos en la pobreza de su carne? En efecto, siendo rico, por nosotros se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza9. Cuando asumió la mortalidad y destruyó la muerte, se manifestó en pobreza, pero no perdió las riquezas, como si se las hubieran quitado, sino que las prometió, aunque diferidas. ¡Cuán grande es su dulzura que esconde a los que lo temen y plenifica a favor de quienes ponen su esperanza en él!10 Nuestro conocimiento es parcial hasta que llegue la plenitud. Para hacernos capaces de alcanzarla, el que era igual al Padre en la forma de Dios, hecho semejante a nosotros en la forma de siervo, nos restaura en la semejanza de Dios. Haciéndose hijo del hombre el Hijo único de Dios, convierte en hijos de Dios a muchos hijos de los hombres, y nutriendo, mediante la forma visible de siervo, a quienes son esclavos, los hace totalmente libres para ver la forma de Dios. Somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es11. En efecto, ¿por qué son tesoros de sabiduría y de ciencia, de riquezas divinas, sino porque nos bastan? Y ¿por qué dulzura tan abundante, sino porque nos sacia? Así pues, muéstranos al Padre y nos basta12. En cierto salmo le dice uno, o en lugar nuestro o en nosotros o por nosotros: Me saciaré cuando se manifieste tu gloria13. Él y el Padre son una sola cosa14, y quien lo ve a él ve también al Padre15. Luego el Señor del poder es el mismo rey de la gloria16. Si él nos convierte, nos mostrará su rostro, seremos salvos17, y quedaremos saciados y nos bastará.

4. 4. Dígale, pues, nuestro corazón: He buscado tu rostro; tu rostro buscaré, Señor; no apartes de mí tu faz18. Sea ésta su respuesta a nuestro corazón: Quien me ama guarda mis mandatos; quien me ama será amado por mi Padre y también yo lo amaré y me mostraré a él19. Sin duda alguna, lo estaban viendo con los ojos aquellos a quienes decía esto y escuchaban con su oído el sonido de su voz, y en su corazón humano pensaban que era sólo un hombre; pero a quienes lo amaban les prometió mostrárseles a sí mismo, es decir, lo que jamás ojo vio, ni oído escuchó, ni llegó al corazón del hombre20. Hasta que esto suceda, hasta que nos muestre lo que nos baste, hasta que bebamos y nos saciemos de él, fuente de la vida; mientras, caminando en la fe, peregrinamos hacia él, mientras sentimos hambre y sed de justicia y deseamos con indecible ardor la hermosura de la forma de Dios, celebremos con obsequiosa devoción su nacimiento en la forma de siervo. Aún no podemos contemplarlo en cuanto engendrado del Padre antes de la aurora; acudamos todos a celebrarlo en cuanto nacido de la virgen en las horas nocturnas. Aún no lo comprendemos porque su nombre permanece antes del sol21; reconozcamos su tienda puesta en el sol. Aún no lo vemos como hijo único que permanece en su Padre, recordémoslo como esposo que sale de su lecho nupcial22. Aún no estamos capacitados para el banquete de nuestro Padre, reconozcamos el pesebre de nuestro Señor Jesucristo.