Razón de la obra y su finalidad
I 1. En varias ocasiones he tratado ya multitud de cuestiones contra los donatistas, sea de palabra o por escrito, según las posibilidades que el Señor me va ofreciendo. Y ahora ha venido a parar a mis manos la carta de un tal Parmeniano, obispo suyo en tiempos pasados. La escribe a Ticonio, hombre agudo e ingenioso y de abundante elocuencia, pero donatista. Cree que Ticonio está en el error en un punto que Parmeniano se ve obligado a confesar como cierto. Mis hermanos en la fe me pidieron, y hasta me suplicaron, que escribiese una réplica a la carta de Parmeniano, sobre todo porque no interpreta ciertos pasajes de la Sagrada Escritura como se debe. Y me ha parecido bien hacerlo en esta obra.
En efecto, Ticonio, asediado por los testimonios de las sagradas páginas, que le gritan por todas partes, despertó y cayó en la cuenta de que la Iglesia de Dios está difundida por todo el mundo, como hace ya mucho tiempo lo han visto los santos en su corazón y lo han anunciado con sus labios. A la luz de estos hechos se propuso demostrar y mantener, en contra de sus mismos correligionarios, que ningún pecado humano, por cruel y afrentoso que sea, puede poner coto a las promesas de Dios; que ninguna impiedad de entre los miembros de la Iglesia puede ser obstáculo a la fidelidad de Dios sobre la difusión de la Iglesia por todos los confines del orbe, contenida en las promesas de los Padres y que ha sido ahora puesta en claro.
Todo esto Ticonio lo trata con gran fuerza y abundancia de argumentos, tapando la boca a sus adversarios con enorme cantidad de testimonios, profundos y claros, tomados de la Sagrada Escritura. Pero se queda sin ver lo que, en buena lógica, debía haber visto: que pertenecen a esa Iglesia, extendida por todo el mundo, los cristianos del África, que se unen no precisamente a ellos, los donatistas, separados de la comunión universal, sino a quienes entran en comunión con el mundo entero.
Pero Parmeniano y los restantes donatistas se dieron cuenta de que ésta era la consecuencia lógica, y prefirieron quedarse en su postura endurecida contra la verdad más clara que la luz del día, afirmada por Ticonio, antes que aceptar el triunfo de las Iglesias africanas que gozan de la unidad común, patrocinada por Ticonio, y de la cual ellos se habían separado. Parmeniano entonces pensó que debía escribirle primero una carta en son de corrección. Luego se nos muestra incluso su condena en un concilio donatista.
Así, pues, me he propuesto en esta obra dar respuesta a la carta que Parmeniano dirige a Ticonio como reprensión por predicar que la Iglesia está difundida en todo el mundo, conminándole a que no tenga la osadía de hacer tal cosa.
Parmeniano traiciona el sentido de las Sagradas Escrituras
II. 2. Examinemos primeramente qué hay de verdad en esta afirmación de que, según él, galos, españoles, italianos y sus aliados, todos, en fin, quienes él entiende por el mundo entero, son lo mismo que los traditores africanos, porque entre ellos se da un consorcio criminal y una comunicación de los pecados. Parece mentira que a un hombre como Ticonio, que le aduce multitud de textos sagrados y argumentos de tanto peso, él le conteste con simples palabras, sin aducir pruebas, y encima quiere que se le crea. Le invita además a imitarle a él, que ha dado crédito a simples palabras de unos cuantos obispos, en contra de tantas y tantas iglesias difundidas por la inmensa extensión de toda la tierra. ¿Podrá encontrarse algo más falto de reflexión que esta credulidad?
Afirma que se han desplazado a esas mismas regiones, en calidad de emisarios, algunos "testigos fidelísimos", como él los llama. Luego, en un segundo viaje de los "muy santos sacerdotes del Señor" -son sus mismas palabras- han sido publicadas todas sus objeciones con todo detalle, tanto en circunstancias como en veracidad. ¡Qué ceguera la de este hombre, que llega a obligar a que se le crea a él antes que a Dios! Hace sonar Ticonio los truenos del testamento divino, lo que ocurrió en la promesa a Abraham, en la promesa a Isaac y en la promesa a Jacob, de las que se proclama el Dios de ellas, cuando dice: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob; éste es mi nombre para siempre 1; y este Parmeniano opone los relatos de sus compañeros de sacerdocio.
¿Qué se le dijo a Abraham? En tu descendencia serán benditas todas las naciones 2. ¿Qué se le dijo a Isaac? También en tu descendencia serán benditas todas las naciones de la tierra, porque tu padre Abraham puso atención a mi voz 3. ¿Qué se le dijo a Jacob? Yo soy el Dios de Abraham, tu padre, y el Dios de Isaac; no tengas miedo. La tierra sobre la que estás durmiendo te la daré a ti y a tu descendencia. Será tu posteridad como el polvo de la tierra, y se extenderá hasta llenar la tierra en dirección al mar, y hacia el viento ábrego, y hacia el norte y hacia el oriente. En ti y en tu posteridad quedarán benditas todas las familias de la tierra 4.
Para que no piensen los donatistas que este oráculo fue dicho sólo a los judíos, explíquenos el Apóstol cuál es el sentido del término "descendencia de Abraham", por la cual serían benditos todos los pueblos: A Abraham -dice- le han sido hechas promesas, así como a su descendencia. No dice "descendencias", como si fueran varias, sino "en tu descendencia", en singular, refiriéndose a una sola. Esta descendencia es Cristo 5. Porque es en Cristo donde está prometido con aplastante autoridad, y demostrado con la realidad más palmaria, que todas las razas alcanzarían la bendición de Dios. ¡Y todavía lo niegan quienes desean llamarse cristianos!
¿Qué es lo que tienen que oponer a estos testimonios? "Se han desplazado -dice Parmeniano- a esas mismas regiones, en calidad de emisarios, algunos testigos fidelísimos. Luego en un segundo viaje de estos muy santos sacerdotes del Señor, se ha hecho público con todo detalle, tanto en circunstancias como en veracidad". ¿Qué es -te pregunto yo ahora- lo que se ha hecho público por medio de estos testigos fieles, fidelísimos a Dios, como queréis vosotros? ¿Será tal vez que a la descendencia de Abraham, es decir, Cristo, al pasar a través de los traditores africanos, se le ha cortado el paso hacia todos los pueblos y se ha quedado como disecada en el punto adonde había llegado? Ya podéis proclamar que son más dignos de crédito vuestros colegas que el testamento divino. Al hablar así os gloriáis de haber salvado de las llamas el mismo testamento que ahora procuráis destruir con vuestra lengua.
Mentiras y odio de los donatistas
3. Pues bien, elija cada uno a su gusto: si el humo de un embuste terreno puede lograr algo más poderoso que los rayos del cielo, que abandone el cielo y se esfume en el viento. Si Parmeniano no estuviese tan apegado a su sede, más bien daría crédito a la divina Escritura que a sus compañeros de episcopado. Porque Dios dice a Jacob: No dejaré de estar contigo hasta que se cumpla lo que te he dicho 6.
Mucho más digno de crédito es lo siguiente: como ya habían sido condenados en justo juicio estos buenos compañeros suyos, no se les permitió asociarse en comunión con aquellas regiones donde ya Dios estaba dando cumplimiento a lo que había prometido a nuestros padres. En consecuencia, lanzaron contra aquellos santos obispos de quienes no merecieron ser recibidos, infundios de tal magnitud, que turbaron los espíritus ya débiles de las gentes engañadas por ellos con falsos rumores. De esta manera les hicieron romper la paz con el mundo entero, encerrando temerariamente sus incautas mentes en la red de su hinchado nombre. ¿Habrá locura mayor que esta insensatez, más aún, que esta demencia? Ha cumplido Dios y está cumpliendo en gran parte todavía sus promesas entre tan gran número de pueblos de toda la tierra, hasta que llegue a todos sin excepción, cuando dice: No dejaré de estar contigo hasta que cumpla todo lo que te he dicho 7, y ¡hete aquí a éstos creyendo a quienes traen la noticia de que no se llevan a efecto las promesas de Dios! Y con el agravante de que la descendencia de Abraham, es decir, Cristo, ha desaparecido de las regiones en las que ya se había realizado: que quedan sin cumplimiento las promesas de Dios, porque ellos no han sido admitidos a la comunión de quienes ya la tierra toda gozaba entre ellos del cumplimiento de la profecía. Y, sin embargo, nadie replica a estos mensajeros: "Sólo Dios es veraz y todo hombre es mentiroso 8. Esto lo decís por vuestra propia iniciativa, puesto que quien dice mentiras, habla lo que le sale de dentro 9. Vosotros mentís, como hombres que sois, porque como hombres os enfurecéis". No solamente no se sale al paso de estos obispos, sino que encima se les da crédito de que Cristo ha desaparecido del orbe entero donde ya había comenzado a reinar. Y quienes así lo creen, primero tienen el atrevimiento de decir: "somos cristianos", y luego la insolencia de afirmar: "solamente nosotros lo somos".
¿Fue necesario el cisma de África?
III. 4. Sigue afirmando Parmeniano: Se puede probar que toda la tierra quedó contaminada con el delito de la entrega de las Escrituras y con otros delitos, porque después de haberse cometido muchos pecados de igual magnitud durante la persecución, no ha habido ninguna ruptura de unos pueblos con otros. ¡Como si no hubiese podido suceder de otra manera! Por ejemplo, que algunos de los malvados se escondiesen y no pudieran ser acusados y, por lo tanto, condenados a ciencia cierta, o también desenmascarados y condenados, y luego, al ver que se les echaban en cara delitos manifiestos, dejasen de perturbar y dividir a las Iglesias. También pudo ocurrir que, al no ser acusados algunos de los delincuentes se dejasen al juicio de Dios unos delitos inseguros a cambio de una paz segura; o, en otros casos, los pecados castigados eran tan notorios y confesados, que ningún condenado pudiera engañar a la gente con una pretendida inocencia, en cuyo caso tampoco se rompía el vínculo de la unidad. Estoy seguro de que ni siquiera en África se habría dado esta inhumana plaga de la división de no haber prevalecido la secta de los embaucadores de la mentira sobre la fuerza de los razonadores de la verdad.
Intrigas de los primeros donatistas. Deposición de Ceciliano y origen del cisma
5. Lean quienes lo deseen la obra de Optato, obispo de Milevi, de venerada memoria y en comunión con la Iglesia católica. Allí verán probadas con documentos bien claros muchas cosas acerca de Lucila, una mujer riquísima e intrigante en aquel entonces, a quien el santo Ceciliano, todavía diácono, había causado agravios por mantener la disciplina eclesiástica. Y cómo sus compañeros de secta, ladrones del dinero de la Iglesia, dolidos de no haber podido ellos alcanzar el episcopado, perseguían a Ceciliano, ya obispo, con todos los ataques posibles; vean cómo los obispos de Numidia, convocados por esta secta con intención de eliminar a Ceciliano, lo depusieron, consagrándoles otro obispo. Llegan éstos con su cabecilla, Segundo Tigisitano, y algunos más a quienes Segundo en persona, con apariencia de guardar la paz, los había absuelto del delito de entrega por ellos confesado, según consta por las actas eclesiásticas, y declaran traditor a Ceciliano ausente, sin lugar alguno a una investigación cuidadosa, sin darle ninguna oportunidad a la propia defensa. Así, a un ausente le imputan el crimen de entrega de los Santos Libros, por simples acusaciones, cuando a ellos mismos, estando presentes, se concedieron mutuamente el perdón de sus reconocidos delitos.
Aquí tenéis cómo ordenan a otro obispo enfrentándolo al que continuaba en posesión de su sede y en comunión con todo el orbe cristiano, esparcido en las Iglesias de allende el mar y en los más remotos países, e incluso entre los mismos africanos de más peso, y que se habían mantenido firmes en contra de todo este montón de embustes. De esta manera podía oponerse, en provecho propio, a las promesas de Dios, y que en la estirpe de Abraham no quedaran benditas todas las naciones, y llamar contaminadas a otras regiones de la tierra a causa de los traditores africanos, incluso a aquellas regiones que ni habían oído hablar de Ceciliano ni, desde luego, sabían nada de su vida, y al no haberles probado éstos ningún delito, su nombre sonaría como el de un inocente.
Más aún, llegan incluso a echar contra el mundo entero que les dice: "En cuanto a las acusaciones que tú tienes contra tus conciudadanos, ni yo las he podido conocer ni debo condenar a nadie desconocido". Ellos oponen un testimonio del Apóstol que dice: No solamente quienes realizan estas cosas, sino también quienes consienten con los realizadores 10. No les bastaba con condenar a tantos y tan extensos pueblos cristianos sin oírlos, que han tenido la osadía de contradecir al propio apóstol Pablo con sus mismas palabras, bien que con distinto sentido. Porque si dar consentimiento a los realizadores del mal equivale a estar con ellos en la Iglesia, también él daba su consentimiento a los falsos hermanos, entre quienes manifestaba que corría peligro y a quienes consintió predicar el Evangelio, aunque bien sabía que no lo hacían con pureza de intención, sino por envidia y sin caridad. Pero si para consentir con los realizadores del mal hace falta aprobar y alabar sus hechos, no consintió el mundo entero en los delitos de los africanos aunque los hubiese conocido, pero, a ejemplo del Apóstol, los toleraron por la paz de la Iglesia. Pero los donatistas no prueban siquiera que los haya cometido el resto del mundo, aunque sí puedan demostrar que existieron realmente.
Los donatistas acusan al mundo entero
IV. 6. No tiene razón alguna Parmeniano al decir que los traditores fueron condenados en África y luego recibidos a la comunión santa por los países de ultramar. Esto es lo que jamás debemos creer, apoyados solamente en su falsa acusación, so pena de condenar con sacrílega impiedad al mundo entero, edificado sobre la unidad de Cristo, en lugar de amarlo fundados en la verdad de la promesa divina. Vamos a ver, ¿qué es más digno de crédito, lo que dijo Dios: En tu descendencia serán benditos todos los pueblos 11, o lo que éstos dicen: "En la descendencia de los traditores africanos serán malditos todos los pueblos?" ¿Es que van a tener más fuerza las obras de la iniquidad que las promesas de la Verdad? Más verosímil es pensar de los recibidos en comunión por los países de ultramar lo siguiente: o que siendo inocentes no se dejaron vencer por sus calumniadores -y esto se puede probar con más garantía por multitud de documentos-; o bien siendo malos realmente, pero no pudiendo ser convictos de su maldad, fueron tenidos por inocentes y aceptados en la misma comunión sin lugar a contagio alguno.
Pero admitamos un supuesto más. Si por causa de algunos hermanos corrompidos -como el Apóstol toleró en la unidad de la Iglesia, o como el mártir Cipriano lamenta en su epístola De lapsis-, si por tales cristianos, incluso entre los mismos jueces, hubiese ocurrido por alguna refinada maldad que los traditores no hubieran podido ser convictos y apartados, de forma que el mundo cristiano quedase engañado por su aparente inocencia, aun en este supuesto el mundo no habría perdido su propia inocencia.
El caso de Osio de Córdoba
7. Analicemos el caso del católico Osio, obispo que fue de Córdoba. En lo que dice de él Parmeniano, exijo que se pruebe no sólo que fue realmente como ellos dicen, sino también que quienes estaban en comunión con él conocían este aspecto de su persona. Mientras no prueben esto, es inútil que afirmen haberlo conocido con profundidad, porque no puede hacer daño a quienes lo ignoran. En cambio, separándose los donatistas de estos inocentes, nunca podrán ya ser ellos inocentes a causa del pecado sacrílego que constituye su propio cisma.
Pero lo más verosímil -si es que Osio fue condenado por los españoles y absuelto por los galos- es lo siguiente: puede muy bien suceder que los españoles, equivocados por un sinfín de acusaciones que venían de todas partes, en un ataque perfectamente tramado por la mentira, dieron sentencia condenatoria contra el inocente; luego, ante la comprobación de su inocencia por sus colegas galos, se pusieron de acuerdo en anular la condena movidos por la paz y humildad cristianas. De otro modo, aferrados a su sentencia anterior, con terca y animosa perversidad, caerían con impía ceguera en el sacrilegio del cisma, que es el peor de todos los crímenes, lo mismo que hicieron estos miserables, que ni tarde siquiera llegan a reconocer lo que han hecho, después de estar tantas veces divididos y hechos pedazos.
Los donatistas no tienen solución
8. Bien a las claras muestran por qué se han hecho incurables: para no verse obligados a rechazar las anteriores condenaciones que profirieron sin examen de la causa contra Ceciliano ausente. Así sucedería si, por consideración a la verdad y a la paz, se sometiesen al juicio de ultramar, donde, presente ya Ceciliano, fueron vencidos por él. Mayor victoria sería para ellos vencer su propio rencor de hombres después del juicio que vencer a un hombre en el juicio mismo. En efecto, no hay más encumbrada victoria, ni coronada de un más elevado triunfo, que la que ha logrado subyugar no sólo a un hombre, sino a una ciudad entera, como dice la Escritura: Más valiente es quien reprime su cólera que quien toma una ciudad 12. Ellos ansiaban derrotar a un hombre, y eran derrotados de su propio rencor. Peor aún, no pudieron derrotar al hombre y quedaron derrotados por el hombre y por su odio: por el hombre, porque fueron vencidos en el juicio; por el rencor, porque ni aun después de vencidos se han apaciguado. Han leído y escuchado con perverso corazón aquella frase del Apóstol, que dice: Si vuelvo a edificar lo que antaño destruí, a mí mismo me declaro transgresor 13. Estas palabras, si el mismo Apóstol las interpretase con un espíritu tan retorcido como ellos, ni se hubiera hecho apóstol ni con su palabra hubiera fundado las Iglesias que antaño trataba de destruir como perseguidor. Realmente en ninguna parte han dejado tan manifiesta la razón de por qué no quieren desdecirse, ni siquiera después de la derrota, como cuando maldicen de los españoles, porque, tras una posterior puesta en claro, cambiaron sus propias sentencias poniéndolas de acuerdo con las de sus colegas de Francia. Ved aquí el fruto de la mansedumbre cristiana, y allí, el de la discordia diabólica. No tiene nada de extraño que aquí, con una humildad así, se haya conservado la paz, y allí, en cambio, se haya destrozado con una soberbia como la suya.
Y, en consecuencia, se les paga con la misma moneda que ellos pagaron: sus discípulos aprendieron bien la lección. En efecto, los maximianistas no quisieron ceder ante un concilio de 310 colegas en el episcopado. Este declaró inocente a Primiano, condenado antes por los donatistas. ¿Cuál fue el motivo? La entumecida contumacia que les hacía salir al paso a los ignorantes, contándoles esta frase del Apóstol: Si vuelvo a edificar lo que antaño destruí, a mí mismo me declaro transgresor 14. Habían "destruido" a Primiano cien obispos, y ellos, por esto precisamente, se niegan a "edificarlo" de nuevo con trescientos. Es así como, mientras ponen cuidado en no edificar al hombre que habían arruinado, se han destruido a sí mismos, cayendo en otro cisma con mayor sacrilegio.
Parmeniano, condenado por la propia historia del donatismo
9. Pero si viviese Parmeniano, no se atrevería ya a reprender a los hispanos y a llamarlos prevaricadores porque cambiaron su sentencia por la de sus colegas. Si así fuera, ofendería a sus propios compañeros, quienes mejorando su conducta se pasaron en número considerable al concilio de los trescientos, tras haber condenado a Primiano. Prefirieron con ello la unidad pacífica, incluso dentro de la secta de Donato, antes que replegarse en su sentencia apresurada.
Parmeniano, sobre todo, sería indulgente con Pretextato Asuritano y Feliciano Mustitano. También éstos fueron condenados por los trescientos diez obispos compañeros suyos, pero volvieron luego, en bien de la concordia, a los mismos que los habían condenado, quienes, con el mismo interés, los recibieron por el bien de la paz y sin detrimento de su propia honra. Y nadie pensó en rebautizar a quienes ellos, ya separados por su cisma, habían bautizado antes. Con muy malos ojos ve Parmeniano a quienes corrigen su propia sentencia y, torciendo las palabras del Apóstol, los llama prevaricadores. Pues bien, ¿maldeciría a estos dos obispos porque prefirieron reintegrarse de nuevo antes que quedarse fuera, y entonces se juntaría con unos cuantos camaradas de su misma calaña, y crearía la secta de los parmenianistas, rompiendo un trozo más de la gran porción del África, hecha ya mil pedazos por todas partes? ¡A esto, a esto se llega irremediablemente! Divididos trozo a trozo, pulverizados, llegarán a desaparecer quienes han preferido la hinchazón de su odio antes que el vínculo santo de la paz católica. Verdaderamente es más digno de atención lo que Parmeniano confiesa que de temor lo que él recrimina.
Prestemos atención a las declaraciones de Parmeniano
V.10. Dice Parmeniano que se le prestó ayuda a Ceciliano por medio del español Osio, para obligar a un gran número de santos y puros a entrar en comunión con ellos, y que la fe de esos siervos de Dios se mantuvo incólume ante tal impiedad. Esto es una confesión espontánea de que también sus partidarios acudieron a Constantino, para que, haciendo él de árbitro, la causa fuera estudiada por un tribunal de obispos que presidió Milcíades, obispo de Roma. Este juicio, según consta por las actas eclesiásticas, ellos lo perdieron y fue declarado inocente Ceciliano. Entonces se pusieron a acusar a Milcíades de reo de entrega de las Escrituras.
Yo me pregunto cuándo lo pudieron conocer. Porque, si fue antes del juicio, no debían haberse perjudicado a sí mismos comenzando el proceso judicial en manos de un tal juez y someterse a un juicio de esa clase por mandato del emperador, a quien ellos habían acudido. Pero si, después de promulgada la causa y dictada la sentencia, manifiestan haberse dado cuenta de que era traditor, ¿tan tontos son algunos que sigan creyendo a unos intrigantes vencidos en juicio, en contra de los jueces que los condenaron? Y, sin embargo, de esto acusan, con increíble osadía, a italianos, franceses y españoles. Dejan, en cambio, a un lado a un gran número de países y razas, de quienes se han separado con horrible sacrilegio, a quienes nunca podrán hacer daño los crímenes italianos, galos e hispanos aunque se declarasen ciertos. Mirad cómo acusan y se ensañan con las restantes regiones de la tierra por esa su ciega costumbre, mejor dicho, por esa su locura, porque estando dividida el África en dos partes -como ellos dicen: una la de los traditores y otra la de los inocentes- han preferido afiliarse con los traditores antes que con los inocentes. Esta acusación, falta de fundamento, se rechaza con toda brevedad y justicia así: tenían entendido que había dos partidos en África, el de los traditores y el de los inocentes. Ahora bien, creyeron inocente al que había sido absuelto en el proceso llevado por los vecinos jueces eclesiásticos. He ahí por qué éstos han permanecido siempre inocentes, y ante la ignorancia de todo lo que ocurría en África, han creído lo que pacífica y religiosamente debieron creer. En cambio, la ruptura con estos inocentes de ningún modo puede ser ella inocente.
¿Qué es el donatismo sino una secta de rebeldes fracasados?
VI. 11. Todavía confiesa algo más Parmeniano. Se reunieron en Arlés, dice, los obispos designados como jueces y las partes de África en litigio, es decir, Ceciliano y los donatistas. Pero él cree ciegamente a los de su partido, que, tras haber perdido en el juicio, no tenían otra salida más que protestar contra los jueces. Y no niega Parmeniano que habían recurrido de nuevo y venido a Constantino: pero, como también allí perdieron el juicio definitivo, se atreve a acusar al mismo emperador de corrupción por favoritismo.
Ahora, a la vista de estos hechos, el que se crea imparcial ¿por quién se decidirá a dar fe de las dos partes? ¿A los jueces que dictaron la sentencia, o a los pleitistas contra quienes ella ha recaído y que nunca están dispuestos a terminar el litigio? Lo que sí está fuera de duda es que el mundo entero ha dado crédito a los jueces. Ahora bien, quienes dan su consentimiento y defienden a los donatistas están confesando que prestan fe a individuos que no han podido ganar su causa, sea la que sea, en el juicio de ultramar, a pesar de tantas disputas, y, además, que aceptan con ingenua ligereza todas las protestas y acusaciones contra sus jueces. Si en este punto se tienen por inocentes y se niegan a creer a la ligera que los vencidos lo sean por el peso de la verdad, ¡cuánto más inocentes no serán quienes se resisten a creer a la ligera algo contra los mismos jueces! Porque es inevitable que se quejen de ellos quienes han recibido sentencia desfavorable. El que pierde una causa justa se queja del juez por su parcialidad, por su lentitud o su negligencia; pero incluso hasta el que con toda justicia sale derrotado en un juicio protesta contra el inocente juez, presa de la misma ceguera con la que pleiteaba con su adversario inocente. Por eso el crimen de los donatistas no está precisamente en haberse negado a creer a la ligera las acusaciones contra unos hombres que perdieron la causa judicial, sino en separarse por la locura del cisma de aquellos inocentes que, con mucha más razón, se niegan a dar crédito a semejantes acusaciones contra las personas mismas de los jueces.
Palabras en boca de la Iglesia de Filadelfia
VII.12. Que se alce una de las siete Iglesias, nobilísima por el poder de Cristo en aquella región, y, si os parece bien, sea preferentemente la de Filadelfia, cuyo nombre, lleno de misterio, en griego nos inculca el amor entre hermanos. Oigamos, pues, su voz, pero que nos hable no su paja, sino su trigo.
Supongamos que les dice a estos donatistas: "¿Qué es lo que tenéis contra mí, hermanos? ¿De qué me acusáis? Quizá conozcáis de oídas o personalmente la gran distancia geográfica que me separa del África. Ignoro por completo lo que ocurrió con los traditores ni con los acusadores o condenadores de los traditores, ni tampoco con los calumniadores u opresores de los inocentes. Únicamente lo conoce aquel Señor nuestro que compró el mundo entero con el precio de su sangre. De esta operación comercial, tan santa, cantó el profeta hace ya mucho cuando dice: Han taladrado mis manos y mis pies, han contado todos mis huesos. Ellos me han examinado y contemplado, se han dividido mi ropa y sobre mi túnica han echado suertes 15. Entre vosotros y nosotros no han dejado espacios vacíos de cristianos; la santidad de su nombre los llena a todos. Está aclarado en el mismo salmo de su pasión no solamente el precio, sino la extensión de su adquisición. En efecto, poco después sigue diciendo: Se acordarán y volverán al Señor todos los países de la tierra, y vendrán a su presencia para adorarle todas las naciones gentiles, porque suyo es el reinado y Él dominará sobre los gentiles 16.
Tal vez me sintiera obligada a dar mi veredicto sobre vuestra causa si fuésemos vecinos, o si estuviéramos separados, pero sin cristianos en los países intermedios entre nosotros y vosotros, sellados con el mismo nombre y disfrutando de la misma paz. Pero hay intercaladas muchas naciones y razas, compradas juntamente conmigo con la sangre de aquel en cuya presencia se postran conmigo en señal de adoración. El rumor acerca de vosotros me ha llegado a través de ellas; y con ellas quienes han podido examinar de cerca vuestro litigio. Y, si así no se ha hecho, la culpa es vuestra. Porque no ibais a descuidar también venir a nosotros sintiéndoos abandonados de los demás... Pero, si ya se ha declarado en juicio otra cosa, os ruego me perdonéis, pero no tendré la osadía de creeros sin fundamento alguno a vosotros, que habéis perdido el juicio, y condenar con el mismo proceder a los jueces.
Se me ocurre otra cosa de gran fuerza para mí y es la siguiente: Si vosotros, siendo inocentes, hubierais sido víctimas de alguna opresión, al menos a nosotros, hermanos vuestros, y que nada os hemos hecho, nos tendríais amor. Pero ¿cómo podremos nosotros tener buena opinión de aquella famosa causa vuestra, sabiendo como sabemos que el asunto fue confiado a vuestros vecinos, siguiendo el justo derecho de la Iglesia, y ellos saben delante de Dios cómo os han juzgado, y, no obstante, estáis empeñados en nuestra ruina con maldiciones y nos perseguís con odio acerbo, llegando incluso a rebautizar, como si Cristo hubiera dejado perder por vosotros la parte de herencia que tiene en nosotros?
Quienes no dudáis lo más mínimo en condenar a unos hermanos vuestros tan distantes por simples sospechas infundadas, estáis demostrando lo justamente que fuisteis condenados por vuestros vecinos. ¿Cómo no voy a creer en la posibilidad de que el juez vecino, después de oírle, haya condenado justamente a quien no duda en condenarme a mí, su hermano, sin oírme previamente, y a pesar de la enorme distancia?
Además me acusa del tremendo crimen de que, como no pude estar presente, he dado más crédito a los jueces en cuyas manos se puso el pleito que a los pleiteadores sentenciados. Pero hay más. Si yo no hubiera dado crédito a esos jueces por encima de los condenados, aunque éstos fueran inocentes, nunca habría podido serlo yo. Creo que seríamos reos de un gran delito si pusiéramos como razón para no guardar la disciplina de la Iglesia que no podemos escrutar el interior del corazón humano, y así no daríamos crédito a unos jueces por encima de los cuales ya no fue posible elevar la instancia y a través de los cuales ha podido llegar hasta nosotros la noticia del caso. ¿Y tú te llamas inocente, después de haber roto con estos inocentes, en impío desgarro? A buen seguro que, si fueras inocente, leerías en las Santas Escrituras que en la cosecha de tu Señor no se puede separar la paja ni la cizaña hasta la última limpia y segregación final, y en este caso elegirías más bien ser valiente en tolerar a los malos que impío en abandonar a los buenos.
¡Cuántas voces, creo, se levantarían como éstas, y qué llenas de razón, de labios de todas las Iglesias diseminadas a lo largo de la tierra, como las que yo ahora acabo de poner en boca de la Iglesia de Filadelfia!
No se tengan por mártires los donatistas
VIII. 13. Todavía va más allá Parmeniano en su atrevimiento. Llega a quejarse de que Constantino mandó llevar "a la palestra", es decir, al suplicio, a quienes, después de perder el juicio de los tribunales eclesiásticos, tampoco pudieron probar sus cargos ante su propia persona, y continuaban como poseídos de una furiosa manía de dividir la Iglesia con sacrílegos cismas. Y le acusa al español Osio de haber influido en el emperador para que diese esta orden cruel -dicen- fundado, por supuesto, en sus sospechas, y, como siempre, condenando sin oír a sus reos. ¡Como si no fuera más fácil de creer que la intercesión de Osio, como obispo, ante el emperador sería de un tono más humano, para tratar de cambiar la sentencia del emperador por un castigo más suave, a pesar de lo monstruoso que es el cisma sacrílego! ¿Padecen éstos la más mínima injusticia, dado que la sentencia proviene del supremo tribunal de Dios, que es quien preside el juicio? Lo que él busca en realidad con el castigo de los delitos, infligidos por las autoridades establecidas, ¿no es amonestarles para que eviten el fuego eterno?
Den pruebas primero de que no son herejes ni cismáticos; luego podrán levantar la voz para protestar de la desproporción de las penas impuestas, y, en fin, podrán atreverse, ante tales sufrimientos, a llamarse mártires de la verdad. De otro modo, si todo el que está penando por sentencia del emperador o de los jueces por él enviados, ya por eso es un mártir, todas las cárceles están rebosantes de mártires, son mártires también todos los que están penando en las minas; son mártires los deportados a todas las islas; mártires son todos los ajusticiados a espada según la ley en cualquier penal; mártires son los arrojados a las bestias o mandados quemar vivos por sentencia judicial.
Si, como dice el Apóstol, no hay potestad que no venga de Dios, y el ministro de Dios está puesto para vengarse de quien obra mal, y no sin razón lleva espada, ¿quieres no tener miedo a la autoridad? 17 Haz el bien y recibirás su aprobación. El hombre de bien, cuando tiene que sufrir algo de parte de la autoridad, recibe gloria por ello. En cambio, el malo, cuando sufre como castigo de su pecado, no tiene por qué achacarlo a la saña de la autoridad.
Los donatistas, verdugos del alma y también del cuerpo
14. Pero ¿es que lo sufrido por los donatistas es proporcionado a sus delitos? ¿No sucede más bien que la gente tiene puesto su corazón no en el corazón, sino en los ojos? Porque, cuando sale un poco de sangre del cuerpo mortal, todo el que lo presencia siente horror. En cambio, si las almas, desgajadas y separadas de la paz de Cristo por el sacrilegio de la herejía o el cisma, están muriendo, como esto no se ve con los ojos, no lo lamentamos; es más, la muerte más horrible y lamentable y -yo me atrevería a decir claramente- la más verdadera de todas, por la fuerza de la costumbre nos causa hasta risa, cuando estos autores de tantas muertes lo toman públicamente a chirigota y ni siquiera para poner en claro la verdad se dignan tener un diálogo con nosotros. Y, si acaso les ha tocado sufrir alguna molestia pasajera de parte de las autoridades cierta y legítimamente constituidas, a nosotros nos llaman perseguidores de los cuerpos, siendo así que ellos, con sus privadas cuadrillas de energúmenos, están cometiendo a diario y por todas partes desmanes mucho más graves al margen de toda ley civil o eclesiástica. A sí mismos no se llaman verdugos de las almas, cuando por su cuenta ni siquiera perdonan los cuerpos. Pero, como por la mansedumbre cristiana se castiga mucho más severamente la pérdida de un ojo en una refriega que la ceguera de espíritu en el cisma, palabrean y maldicen contra nosotros, mas no dialogan con nosotros. Se explica: la verdad les obliga a enmudecer, mientras que su iniquidad no les deja permanecer callados.
Los falsos mártires
IX. 15. Pasemos a otro asunto. ¿No tiene competencia el emperador, como juez, o sus delegados, en materia de religión? Entonces, ¿por qué vuestros delegados fueron los primeros en acudir al emperador? ¿Por qué lo nombraron juez de sus cargos no estando dispuestos a cumplir su sentencia?
Pero ¿a qué viene todo esto? ¿Acaso aunque logren demostrar que no es competencia del emperador dictaminar algo contra quienes profesan una religión perversa, ya por eso van a ser mártires en el caso de que lo hiciera y les castigase? En esta lógica, todos los herejes reclamarían este título, cuando contra ellos se establecen tantas penas severísimas para castigarlos, salidas del poder oculto de Dios a través del manifiesto poder de los hombres.
Y no me refiero sólo a los herejes, portadores, al menos, del glorioso nombre cristiano, sino incluso a los mismos paganos. Porque también ellos son reos de impiedad por religión falsa en virtud de las recientes leyes, que les obligan a derribar y destrozar sus imágenes, así como a impedirles los sacrificios bajo pena capital. ¿Tendremos que dar el título de mártir a alguno de estos condenados por tal delito, puesto que ha sido castigado por una superstición que él tenía como piadosa creencia? Nadie que se precie de tener algo de cristiano se atrevería a afirmarlo. No se hace uno mártir por el simple hecho de sufrir un castigo del emperador por cualquier causa de religión. No se dan cuenta quienes sostienen tal opinión que por ese camino llegan a dar la posibilidad a los mismos demonios de reclamar para sí la gloria del martirio, ya que padecen una persecución de este tipo por parte de los emperadores cristianos. En efecto, casi en toda la redondez de la tierra sus templos son derribados, sus ídolos hechos pedazos, sus sacrificios prohibidos, y quienes los honran, castigados si son apresados. Afirmar esto sería una locura en sumo grado. La verdadera justicia no es la que nace del sufrimiento; al contrario, sólo hay gloria en el sufrimiento cuando nace de la justicia.
El Señor, por ello, sale al paso de quien pretendiera echar a los ignorantes una cortina de humo en esta materia, reclamando la corona del martirio por la condenación de sus propios delitos, y por eso no dice de una forma genérica: "Dichosos los que padecen persecución", sino que añadió una nota diferencial muy importante para separar claramente el sacrilegio de la piedad. Dice: Dichosos los que padecen persecución a causa de la justicia 18. De ningún modo sufren por la justicia quienes han dividido la Iglesia de Cristo, y, enmascarados de falsa justicia, con apariencias de intentar separarla de la paja antes de tiempo, lo que hacen es atacar a su trigo con falsas acusaciones, y ellos quedarse separados de la Iglesia como paja sin consistencia, arrebatados por el soplo de cualesquiera rumores falsos.
"Pero nosotros -replican- no hemos hecho tal cosa". Que caigan en la cuenta de que deben primero quedar libres de este baldón y después atrévanse, si es que sufren algunas molestias o castigos de los emperadores cristianos, a convertirlas en protesta o a aceptarlas como gloria. Con relación a esto es decir, al problema del cisma como tal, aunque no dijera más, bastaría con lo arriba tratado.
La autoridad civil en asuntos eclesiásticos
X. 16. ¿Continuarán, quizá, replicando que no es la autoridad del emperador la que debe prohibir o castigar en esta materia? (Suponemos que estén ya convictos de sacrílega división, de forma que, si esta demencia les trae algún sufrimiento, no por eso van a ser ya mártires). Ahora yo les exijo una explicación a mi pregunta: ¿Es acaso porque tales poderes civiles no tienen que preocuparse de una religión viciada o falsa? Pero ya hemos tratado largamente de los paganos y sus demonios, cómo sufren persecuciones de los emperadores. ¿También esto les parece mal? ¿Por qué entonces ellos personalmente, siempre que pueden, derriban sus templos y no cesan de hacer lo mismo y de ensañarse valiéndose de las locuras de los circunceliones? ¿Es acaso más justa la violencia privada que la responsabilidad imperial?
Pero dejemos esto a un lado. Me interesa otra cuestión. El Apóstol enumera las obras manifiestas de la carne: Estas son -dice- fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, maleficios, enemistades, litigios, envidias, rivalidades, partidismos, herejías, malquerencias, borracheras, comilonas y cosas parecidas 19. Pues bien, ¿qué les parece a éstos? ¿Está el delito de idolatría justamente castigado por los emperadores? O bien, si esto no lo quieren, ¿por qué confiesan que la fuerza de la ley está bien empleada contra los reos de maleficios y, en cambio, no lo quieren confesar contra los herejes ni contra las rupturas impías, cuando están en la misma lista que los frutos de la perversidad hecha por la autoridad del Apóstol? ¿O es que no dejan a tales potestades, humanamente constituidas, intervenir en materias semejantes? ¿Para qué entonces es portador de espada el que se dice ministro de Dios para castigar a los malhechores? A no ser que signifique -como suelen entender muchos de ellos, en una ignorancia superlativa- la magistratura de orden eclesiástico, y entonces la espada significaría el castigo espiritual que aplica la excomunión. Sin embargo, el Apóstol, siempre tan previsor, en el contexto de lo que sigue, explica suficientemente su pensamiento. En efecto, añade allí: He ahí por qué vosotros pagáis impuestos, y continúa: Dad a cada uno lo debido: al que tributo, tributo; al que impuestos, impuestos; al que honor, honor; al que respeto, respeto 20. Sólo faltaba ya que con estas discusiones prohíban a los cristianos pagar tributo, siendo así que el Señor, a los fariseos que pensaban así (y a ellos imitan los donatistas), les respondió teniendo a la vista una moneda: Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios 21. Pero éstos, desobedientes en ambos preceptos y llenos de impiedad, ni dan a Dios el cristiano amor ni a los reyes la humana reverencia. Tan ciegos y locos están, que mientras ellos han expulsado de sus basílicas a los maximianistas, sus propios cismáticos, valiéndose de las autoridades enviadas por los emperadores católicos, y les han obligado a ceder con gran aparato de órdenes y fuerzas, acusan a la Iglesia católica si las autoridades católicas han dado alguna orden para protegerla de una forma parecida.
Los maximianistas, por su parte, antes de serlo, cuando todavía estaban unidos a los donatistas, ¡cuánto hicieron sufrir a aquel famoso Mauro Rogato por medio del rey bárbaro Firmo! ¡Qué refinados y crueles tormentos! Que lo recuerden y se callen. Que no osen levantar la voz con quejas si les toca padecer algo parecido, sea de los primianistas, por su cisma con ellos, sea junto con los primianistas por el común cisma con los donatistas. Y esto no por motivos de religión santa sino por un odio sacrílego.
Los donatistas, autores de más crueldades que los mismos jueces en sus sentencias
XI. 17. Dirán tal vez los donatistas que ellos han soportado de los emperadores católicos agravios mayores que los que éstos han infligido, ya sea a los rogatistas, valiéndose de los reyes bárbaros, ya sea a los maximianistas a través de los jueces católicos, o incluso mayores que el daño que ellos ocasionan a todo el que pueden valiéndose del furor de los circunceliones. Como si se tratase ahora de saber si sufren más de lo que hacen sufrir. Ni esto siquiera les concedería en absoluto.
Muchas son, en efecto, las crueldades despiadadas que podrían enumerarse de su parte, mejor dicho, que no se pueden enumerar. Pues bien, aun suponiendo que estas atrocidades cometidas con sus víctimas disminuyeran en intensidad, serían ciertamente mayores por el hecho de que no están mandadas por las autoridades legales, sino que se cometen como efecto de una locura feroz fuera de toda medida. No han cometido tantas fechorías contra los maximianistas cuando lo han hecho por los jueces humanamente constituidos. Pongan, si les parece, en esta clase de actos todo lo realizado por ellos para perseguir a Rogato Mauro por el bárbaro Firmo, y cuéntenlo también a él entre el número de las autoridades legítimas, a pesar de ser enemigo encarnizado de los romanos. Todo esto no es tan grave como lo perpetrado a diario por las bandas enloquecidas de mozos borrachos, con cabecillas nombrados por los donatistas. En un principio, su arma era el garrote, pero ahora han empezado a usar hierros, y recorren y se ensañan por toda el África con el famosísimo nombre de circunceliones, en contra de todas las leyes oficiales y de toda autoridad. Cuando les traen las noticias de sus crímenes, se ponen a fingir que ignoran la existencia de tal clase de hombres, o bien afirman descaradamente que no tienen nada que ver con ellos, en contra de lo que todo el mundo sabe. Tampoco aceptan esta voz común en todo el mundo, mucho más razonable, que asegura no saber nada de lo ocurrido en África, sea venido del partido de Donato sea contra él. Más probable es esta ignorancia que la de los obispos donatistas en África misma sobre las hazañas de los circunceliones donatistas, con los cuales dicen no tener nada que ver.
Validez de las acciones contra los herejes y cismáticos
18. Como iba diciendo, no se trata aquí de saber si sus sufrimientos son más graves que los que ellos han infligido, sino más bien si está permitido emprender acciones contra los herejes y cismáticos. Si dicen que no lo está, ¿por qué ellos lo hacen? Y si dicen que sí está permitido, que demuestren, si es que pueden -y no lo podrán jamás- que padecen de los emperadores católicos daños más graves que los que ellos, tanto por los jueces imperiales como por los reyes bárbaros, han causado a sus cismáticos, sin contar los ataques a toda clase de hombres por la demencia de los circunceliones.
Pero, aunque así fuera, nada tendría de extraordinario que los jefes de gobierno tengan más poder que sus jueces, y que los emperadores romanos tengan más fuerza que los reyes bárbaros, y que el bandido pague según ley con sufrimientos más duros sus delitos de lo que él delinque contra la ley. Con toda razón, pues, en un sistema de gobierno justo, deberá penar más el apoderado de los circunceliones que los sufrimientos causados por ellos. Y, sin embargo, es tanta la paciencia cristiana que las penas de los donatistas quedan infinitamente por debajo de sus fechorías.
Pero he aquí que, en un concilio habido entre ellos, trescientos diez obispos donatistas condenaron a los maximianistas. Pero éstos se negaban a abandonar las basílicas, pertinaces en su maldad. Se llamó a los jueces, y su concilio fue registrado en las actas proconsulares. Luego se dio la orden de que los condenados por tan gran número de obispos dejaran esos lugares. Quienes cedieron con facilidad no tuvieron que sufrir gran cosa. Pero los que intentaron resistir, ¿quién no recuerda lo que tuvieron que pasar? Ahora bien, si la violencia de los que resistían fuese tanta que llegase hasta atacar a los mismos jueces, ¿no deberían pagarlo más duramente en virtud de las leyes romanas? Así fue como ocurrió antaño, al terminarse el proceso judicial en el que los donatistas se desgajaron de la Iglesia católica. Se comenzó a obrar en consecuencia: que no se quedasen con las basílicas. Pero ellos las mantenían, haciendo frente a los decretos imperiales, y esto de tal manera, que la violencia ya tan famosa de los circunceliones ganó la partida. Pero aún más; se ponían a hostigar a los emisarios del emperador, que llegaron con regalos, yendo y viniendo por el África con toda clase de turbulencias y revoluciones crueles. Pues bien, se promulgaron contra ellos tan duras leyes, que no se les permitía la posesión de las basílicas, no sólo las del tiempo de la unidad, sino ni siquiera las construidas en su propio cisma por los separados. Esta fue la represión que la potestad imperial hizo de sus propias injurias. ¿Qué podrán poseer justamente los enemigos de la justicia?
Las leyes imperiales contra los donatistas
XII. 19. No sabemos de alguien que haya promulgado leyes a su favor más que de Juliano el Apóstata, a quien le disgustaba en extremo la unidad y la paz cristianas. Era la religión misma, de la que él había renegado, la que le disgustaba. A él, por cierto, según consta en las actas de los jueces a quienes encomendaron lo que habían conseguido, estos donatistas elevaron una súplica en tales términos que algunos de mejor gana accederían tal vez a dar culto a los ídolos por temor, antes que adularlo, como lo hicieron éstos. Porque le dijeron que todo lo que había en su persona era justicia. ¿Qué otra cosa han afirmado con ello, sino que la santidad cristiana no es justicia, ya que en su persona no tenía ninguna cabida el cristianismo, o que sí es un acto de justicia la honra a los demonios, la cual sí que ocupaba el primer lugar en su persona?
¿Quién desconoce lo represivas que fueron las leyes promulgadas contra ellos por el resto de los emperadores? Hay una ley general contra todos los que se pretenden llamar cristianos y no están en comunión con la Iglesia católica, sino que se reúnen formando grupos aparte. Esta ley contiene una cláusula por la que el ordenante de un clérigo, o bien el mismo ordenado, debe pagar una multa de diez libras de oro, y que el lugar donde se congrega esta impía secta sea confiscado. Hay asimismo otras órdenes generales privándoles de la facultad de hacer testamento o de transferir algo en calidad de donación, o de recibir donaciones o testamentos. Porque hubo un caso en que un noble había elevado una súplica a los emperadores. En ella se decía que su hermana, miembro del partido donatista, al morir había legado muchos bienes a no sé qué miembros de su secta, especialmente a un tal Agustín, su obispo. Pues bien, en virtud de esa ley general se dio la orden de que todo fuera restituido a su hermano.
Al citar a los circunceliones, por si ofrecieran resistencia brutalmente, como de costumbre, se indica con qué clase de tropas y otros refuerzos deben ser rechazados. Tan célebres eran, tan comprobada estaba su fuerza en multitud de escaramuzas, que no pudieron menos de hacer mención de ellos tanto el que suplicaba al emperador como el emperador mismo.
La aplicación mitigada de la ley
XIII. 20. A pesar de todo esto, condenados como están por las leyes divinas y humanas, tan grande ha sido la benevolencia cristiana que no sólo están en posesión de las basílicas edificadas después de su escisión, sino que ni siquiera han devuelto todas las que pertenecían a la unidad primera. Y habiendo ellos expulsado a los maximianistas de las basílicas propias del partido de Donato, forzándolos por medio de los jueces emisarios de emperadores católicos, ellos, sin embargo, no son excluidos de muchos lugares pertenecientes anteriormente a la unidad católica, ni siquiera con las leyes de los mismos emperadores católicos.
Finalmente, si se han cometido en alguna ocasión contra ellos excesos que sobrepasen la mansedumbre cristiana, esto es causa de disgusto para todos los que son el trigo de la mies del Señor, es decir, para todos los cristianos dignos de elogio según Cristo, trigo que crece por toda la tierra en la Iglesia católica en cosechas de ciento, de sesenta o de treinta por uno.
¿Quiénes son la cizaña, sino los donatistas, en el campo del mundo?
XIV. 21. Quéjense ahora como nosotros y con infinitos discursos de la cizaña o de la paja, sí, pero estén dispuestos también como nosotros a aguantarla con infinita paciencia. Aquel que no quiso antes de tiempo arrancar la cizaña y separarla del trigo con ella mezclado, dijo: Dejadlos crecer juntos hasta la cosecha 22. Y cuando les descorrió el velo de la parábola a los discípulos, ávidos de saber el significado, no dijo: "El campo es África", sino: El campo es este mundo 23. Luego por el mundo entero está sembrada esta mies, por el mundo entero hay cizaña sembrada encima y por el mundo entero crecen los dos hasta la cosecha.
¿Acaso fue Donato el cosechero mayor o, cuando éstos se separaron del resto del mundo, había ya llegado el tiempo de la cosecha? ¿No sucedió más bien que el mismo Señor, para que nadie lo interpretase a su antojo, dijo con toda claridad: La cosecha es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles de Dios? 24 Unos tales segadores no pueden equivocarse, amontonando el trigo en lugar de la cizaña o guardando la cizaña en lugar del trigo. Pero estos donatistas, al pretender evitar la cizaña, han demostrado que son ellos la cizaña, y lo han hecho al predicar con manifiesta impiedad en contra de la sentencia del Señor. Él dice: Dejadlos a los dos crecer hasta la cosecha 25, y ellos, al suponer pretenciosamente que en el gran campo, es decir, en el mundo entero, solamente crece cizaña, y que el trigo está menguado en la sola parcela del África, están haciendo irreverente a nuestro Rey y Príncipe Cristo. Porque está escrito: En un pueblo numeroso está la gloria del rey. Pero su ruina es la mengua de su pueblo 26.
Pero ya es hora, creo yo, de analizar punto por punto los textos mismos de la Escritura, que, al ser mal interpretados, embaucan a los ignorantes y, por la gracia del Señor, explicarlos según el sentir de la verdad católica.