RÉPLICA A LA CARTA LLAMADA «DEL FUNDAMENTO»

Tomado de las Revisiones II 28

1. El libro en réplica a la Carta de Manés llamada «del Fundamento» refuta solamente su comienzo; pero en el resto de la misma, donde me pareció oportuno, puse unas notas al margen con las que se la derriba completamente. Ellas me habrían servido de orientación, si alguna vez hubiese tenido el tiempo para refutarla en su totalidad.

2. Este libro empieza con estas palabras: Unum verum Deum omnipotentem.

Hay que buscar la curación, no la perdición de los herejes

1. He suplicado y suplico al único y verdadero Dios todopoderoso de quien, por quien y en quien existen todas las cosas, que me otorgue un espíritu pacífico y sereno que piense más en corregiros que en derribaros, a la hora de refutar y rebatir vuestra herejía, a la que quizá también vosotros, ¡oh maniqueos!, os adheristeis más por imprudencia que por malicia. Pues aunque el Señor derribe por medio de sus siervos el error, manda que a los hombres, en cuanto hombres, se les corrija y no que se les procure la perdición. Todo castigo que impone Dios antes del último juicio, ya por medio de los malos, ya por medio de los justos, sea que ellos lo ignoren sea que lo sepan, ya en privado ya en público, hay que creer que no está dirigido a la perdición de los hombres, sino que tiene valor de medicina. Quienes la rechacen se están preparando para el tormento final. En nuestro universo hay unas cosas que sirven para castigo corporal, como el fuego, el veneno, la enfermedad y cosas por el estilo, y otras con las que el alma se castiga a sí misma no con molestias en su cuerpo, sino con los lazos de sus apetencias, como es el daño en sus bienes, el exilio, la pérdida de los padres, las afrentas y realidades semejantes. Otras cosas, por el contrario, no son tormentos, sino lenitivos y calmantes para los que sufren, como los consuelos, los ánimos, las discusiones y cosas parecidas. De todas ellas, unas las obra la suma justicia de Dios mediante los malos, sin que ellos se den cuenta, y otras por los buenos, sabiéndolo ellos. Tarea mía fue sólo elegir y desear lo mejor para tener acceso a vuestra corrección, no con ánimo de polemizar, de rivalizar o de perseguiros, sino consolándoos con mansedumbre, exhortándoos con benevolencia y discutiendo con suavidad, según está escrito: No conviene que el siervo del Señor entre en disputas; antes bien, sea manso con todos, dócil, paciente, y corrija con modestia a quienes tienen otras opiniones1. Cosa mía fue querer y solicitar este papel; a Dios incumbe otorgar lo que es bueno a quienes lo quieren y lo piden.

Los maniqueos han de ser tratados con dulzura

2. Sean crueles con vosotros quienes ignoran con cuánta fatiga se halla la verdad y cuan difícilmente se evitan los errores. Sean crueles con vosotros quienes ignoran cuan raro y arduo es superar las imaginaciones de la carne con la serenidad de una mente piadosa. Sean crueles con vosotros quienes ignoran cuán difícil es curar el ojo del hombre interior para que pueda ver el sol que le es propio —no este que adoráis, que brilla y resplandece a los ojos de carne de los hombres y de los animales, sino aquel otro del que dijo el profeta: Ha salido para mí el sol de justicia2, y del que se dice en el Evangelio: Era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo3—. Sean crueles con vosotros quienes ignoran tras cuántos suspiros y gemidos acontece el poder comprender, por poco que sea, a Dios. Finalmente, sean crueles con vosotros quienes nunca se vieron engañados en error tal cual es ese en que os ven a vosotros.

Agustín, maniqueo en otro tiempo

3. Pero yo, que, errante por tanto tiempo, pude ver al fin en qué consiste esa verdad que se percibe sin relatos de fábulas vacías de contenido; yo, que, miserable, apenas merecí superar, con la ayuda del Señor, las vanas imaginaciones de mi alma, coleccionadas en mis variadas opiniones y errores; yo, que tan tarde me sometí a médico tan clementísimo que me llamaba y halagaba para eliminar las tinieblas de mi mente; yo, que tanto tiempo lloré para que la sustancia inmutable e incapaz de mancillarse se dignase manifestarse a mi interior, testimoniándola los libros divinos; yo, en fin, que busqué con curiosidad, escuché con atención y creí con temeridad todas aquellas fantasías en que vosotros os halláis enredados y atados por la larga costumbre, y que me afané por persuadir a cuantospude y defendí con animosidad y terquedad contra otros; yoen ningún modo puedo ser cruel con vosotros a quienes ahoradebo soportar como en otro tiempo a mí mismo, y debo usarcon vosotros de la misma paciencia de que usaron conmigomis cercanos cuando erraba, lleno de rabia y ceguera, en vuestras doctrinas.

Mas para que la mansedumbre os resulte más fácil y no os opongáis a mí con espíritu hostil, dañoso para vosotros, es conveniente pediros que, ante un juez cualquiera, puesto por ambas partes, depongamos toda arrogancia. Ninguno de nosotros afirme haber hallado la verdad; busquémosla como si unos y otros la desconociésemos. Se la podrá investigar con esmero y concordia, si no se cree, con temeraria presunción, haberla hallado y conocido ya. Y si no puedo conseguir esto de vosotros, concededme al menos que os escuche ahora como si fuese la primera vez y me resultaseis desconocidos, y que como si fuese la primera vez os examine. Creo que es justo lo que pido; pero con la única condición de no orar en vuestra compañía, no asistir a vuestras reuniones, de no llamarme maniqueo, si no me dais una razón clara, sin oscuridad alguna, acerca de cuanto concierne a la salud del alma.

Qué le sujeta a la Iglesia Católica

4. Dejando de lado la purísima sabiduría a cuyo conocimiento sólo llegan en esta vida unos pocos espirituales, de modo que la conocen sin duda alguna, pero, por ser hombres, sólo en una pequeñísima parte —a la multitud le otorga la máxima seguridad no la agudeza de la inteligencia, sino la simplicidad de la fe—; aun dejando de lado, repito, esta sabiduría que vosotros no creéis que se halle en la Iglesia católica, hay muchas otras cosas que me sujetan justamente en su seno. Me sujeta el consenso de los pueblos y las naciones; me sujeta su autoridad incoada con milagros, nutrida con la esperanza, acrecentada con el amor y asentada con la antigüedad. Me sujeta la sucesión de sacerdotes desde la misma cátedra del apóstol Pedro a quien el Señor confió, después de su resurrección, el pastoreo de sus ovejas, hasta el episcopado actual. Me sujeta finalmente el mismo nombre de «católica» que no sin motivo sólo esta Iglesia obtuvo entre tantas herejías. Así, no obstante que todos los herejes quieren llamarse católicos, cuando algún forastero pregunta dónde se reúne la católica, ninguno de ellos osa indicarle la propia basílica o casa. Por tanto, esas cadenas del nombre cristiano, tan numerosas y tan fuertes, sujetan en la Iglesia católica al hombre de recta fe, incluso si por la lentitud de nuestra inteligencia o por los méritos de nuestra vida aún no se manifiesta la verdad en todo su resplandor. Entre vosotros, en cambio, entre quienes no existe ninguna de esas realidades que me inviten y me sujeten, no se oye otra cosa que la promesa de la verdad; verdad que si se manifiesta tan a las claras que no quepa la duda ha de ser antepuesta a todas aquellas realidades que me mantienen en la católica. Pero si sólo se promete y no se muestra, nadie me apartará de aquella fe que ata mi alma a la religión cristiana con tantos y tan poderosos lazos.

Contra el título de la carta de Manés

5. Veamos, pues, lo que me enseña Manés. Examinemos ante todo aquel libro al que denomináis Carta del Fundamento, en la que se contiene casi todo lo que vosotros creéis. Cuando se nos leía en aquel tiempo de mi miseria, nos decíais que éramos iluminados por vosotros. Comienza así: «Manés, apóstol de Jesucristo por la providencia de Dios Padre. Estas son las palabras saludables que manan de la fuente perenne y viva». Si os place, considerad con buena paciencia qué es lo que pregunto. No veo que él sea apóstol de Cristo. Os suplico que no os enojéis y comencéis a maldecirme. Sabéis que me he propuesto no creer temerariamente nada de lo dicho por vosotros. Pregunto, pues, quién es ese Manés. Respondéis: El apóstol de Cristo. No lo creo. No tendrás ya qué decir o hacer. Me prometes la ciencia de la verdad y ahora me obligas a que crea lo que ignoro. Quizá me leas el Evangelio e intentes mostrarme en él quién es Manés. Y si te encontrases con alguien que aún no cree en el Evangelio, ¿qué harías si te dijese: No lo creo? Yo, en verdad, no creería en el Evangelio si no me impulsase a ello la autoridad de la Iglesia católica". Por tanto, si obedecí a los que me decían que creyese al Evangelio, ¿por qué no he de obedecer a los que me dicen: «No creas a los maniqueos»? Elige lo que quieras. Si dices: «Cree a los católicos», ellos me amonestan a que no os otorgue la más mínima fe; por tanto, creyéndoles a ellos, no puedo creerte a ti; si dices: «No creas a los católicos», no obrarás rectamente al obligarme a creer a Manés en virtud del Evangelio, porque he creído en él por la predicación de la Católica. Si, por el contrario, dice: «Hiciste bien en creer a los católicos en cuanto alaban el Evangelio, pero no hiciste bien en creerlos cuando vituperan a Manés», ¿me crees tan necio como para creer lo que tú quieras y no creer lo que tú no quieras, sin dar razón alguna? Mi comportamiento es, pues, mucho más justo y más cauto al no pasar a ti, dado que al menos una vez he creído a los católicos, a no ser que en vez de mandarme creer, me hagas saber algo con toda claridad y evidencia. En consecuencia, si has de darme alguna razón, deja de lado el Evangelio. Si te agarras al Evangelio, yo me agarraré a aquellos por cuyo mandato creí al Evangelio, y por cuya orden en ningún modo te creeré a ti. Porque si, casualmente, pudieras hallar algo claro en el Evangelio sobre la condición de apóstol de Manes, tendrás que quitar peso ante mí a la autoridad de los católicos que me ordenan que no te crea; pero disminuida esa autoridad ya no podré creer ni en el Evangelio, puesto que había creído en él amparándome en la autoridad de ellos. Y de esa manera, ningún valor tendrá para mí lo que saques de él. Por tanto, si en el Evangelio no se habla nada claro sobre la condición de apóstol de Manés, creeré a los católicos antes que a ti. Si, en cambio, lees en él algo claro en favor de Manés, no te creeré ni a ti ni a ellos. A ellos no les creeré porque me engañaron respecto a ti; a ti tampoco porque me presentas una Escritura en la que había creído gracias a aquellos que me han mentido. Pero ¡lejos de mí no creer al Evangelio! Creyendo en él no hallo modo de poder creer también en ti. Entre los nombres de los apóstoles que allí se leen4 no se halla el de Manés. En los Hechos de los Apóstoles leemos quién ocupó el lugar del que entregó a Cristo5. Si creo en el Evangelio, necesariamente he de creer en ese libro porque la autoridad católica me encarece igualmente uno y otro escrito. En el mismo libro leemos también el relato conocidísimo de la vocación y apostolado de Pablo6. Léeme ya, si puedes, un texto del Evangelio donde se nombre a Manés como apóstol, o de cualquier otro libro en el que confiese haber creído ya. ¿Vas a leerme, acaso, aquel en el que el Señor prometió a los apóstoles el Paráclito? Respecto a ese texto, considera cuántas y de cuan gran peso son las razones que me apartan y me impiden creer a Manes.

Por qué Manés se designa «apóstol de Cristo»

6. Pregunto, pues, ¿por qué la carta comienza con estas palabras: «Manés, apóstol de Jesucristo», y no con éstas: el Paráclito, apóstol de Jesucristo? Si fue el Paráclito enviado por Cristo quien envió a Manés, ¿por qué se lee: «Manes, apóstol de Jesucristo», y no más bien: Manés, apóstol del Paráclito? Si afirmas que Cristo y el Espíritu Santo son la misma cosa, contradices a la Escritura en la que dice el Señor: Y os enviaré otro Paráclito7. Si, por el contrario, piensas que el nombre de Cristo está bien puesto ahí, no porque Cristo sea el mismo sujeto que el Paráclito, sino porque uno y otro son de la misma sustancia, es decir, no porque sean uno, sino porque son una misma cosa, también Pablo podría decir: Pablo, apóstol de Dios Padre, puesto que el Señor dijo: Yo y el Padre somos una sola cosa8. Pero nunca habla de esa manera y ningún otro apóstol se llama apóstol del Padre. ¿Qué significa, pues, esta novedad? ¿No os parece que huele a no sé qué engaño? Si opinaba que no había diferencia, ¿por qué no se denomina indistintamente en unas cartas apóstol de Cristo y en otras del Paráclito? Yo, siempre que le he oído, le he oído llamarse apóstol de Cristo, nunca del Paráclito. ¿Cuál piensas que es la causa de ello, sino que la soberbia, madre de todas las herejías, indujo a ese hombre a querer presentarse no como enviado por el Paráclito, sino como asumido por él, hasta el punto de llamarse a sí mismo el Paráclito? Como el hombre Jesucristo no fue enviado por el Hijo de Dios, es decir, por el Poder y la Sabiduría de Dios por la que fueron hechas todas las cosas, sino —de acuerdo con la fe católica— asumido de tal forma que él es el mismo Hijo de Dios, es decir, que en él se hizo presente la Sabiduría de Dios para sanar a los pecadores, así también Manés quiso parecer como asumido por el Espíritu Santo prometido por Cristo, de forma que cuando oímos que Manés es el Espíritu Santo, comprendamos que es apóstol de Jesucristo, es decir, enviado por Jesucristo, que había prometido su envío futuro. ¡Audacia singular y sacrilegio inefable!

Los maniqueos creyeron que Manés era el Espíritu Santo

7. Con todo, teniendo en cuenta que, por confesión vuestra, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se hallan unidos por una naturaleza idéntica, yo pregunto: ¿por qué no consideráis como cosa deshonrosa proclamar que el hombre Manés, asumido por el Espíritu Santo, nació de la unión de ambos sexos, si teméis creer que haya nacido de una virgen el hombre asumido por la Sabiduría unigénita de Dios? Si la carne humana, si la unión con varón, si el seno de una mujer no pudo mancillar al Espíritu Santo, ¿cómo pudo mancillar a la Sabiduría de Dios el seno de una virgen? Así pues, ese Manés que pone su gloria en la vinculación con el Espíritu Santo y en el apoyo del texto evangélico ha de concedernos necesariamente que fue enviado o asumido por el Espíritu Santo. Si fue enviado, ha de proclamarse apóstol del Paráclito; si asumido, conceda que haya tenido madre humana el hombre asumido por el Hijo unigénito de Dios, si concede que ha tenido padre aquel a quien asumió el Espíritu Santo. Crea que la virginidad de María no mancilló a la Palabra de Dios, si nos exhorta a creer que la unión carnal de los padres de Manés no pudo mancillar al Espíritu Santo. Y si decís que el Espíritu Santo asumió a Manés, no cuando estaba en el seno de su madre o incluso antes, sino después de haber nacido, me basta que admitáis que tuvo carne originada de la unión del varón y de la mujer. Si vosotros no teméis a las entrañas y a la sangre de Manés, que procede de la unión carnal humana, ni los intestinos llenos de suciedad de que era portadora aquella carne, y no creéis que todas estas cosas hayan contaminado al Espíritu Santo, que, a vuestro parecer, asumió a aquel hombre, ¿por qué he de temer yo el seno virginal y los miembros genitales intactos, y por qué no he de creer más bien que la Sabiduría de Dios permaneció, una vez asumido el hombre, inmaculada y pura en las mismas entrañas maternas? Sea que vuestro Manés se considere enviado, sea que se considere asumido por el Espíritu Santo, ni una ni otra cosa podrá obtener para sí. Por eso, yo, hecho ya más cauto, no creo ni que haya sido enviado ni que haya sido asumido.

La fiesta de la muerte de Manés

8. A continuación añadió: «Por la providencia de Dios Padre». ¿Qué otra cosa pretendía con estas palabras, al nombrar a Jesucristo de quien se dice apóstol, y a Dios Padre, por cuya providencia afirma que le envió el Hijo, sino que le creyéramos que él era el tercero, es decir, el Espíritu Santo? Así escribe, en efecto: «Manés, apóstol de Jesucristo por la providencia de Dios Padre». No aparece nombrado el Espíritu Santo a quien debió mencionar sobre todo quien nos encarece su condición de apóstol amparándose en la promesa del Paráclito, para aplastar a los ignorantes con la autoridad evangélica. Cuando se os pregunta, respondéis que ciertamente al nombrar a Manes como apóstol se nombra al Espíritu Santo Paráclito, que se dignó venir a él. Volviendo a lo de antes, pregunto por qué sentís ese horror cuando la Católica proclama que nació de una virgen aquel en quien vino la Sabiduría divina, si no os horroriza lo más mínimo el que haya nacido de una mujer unida al varón aquel en quien pregonáis que vino el Espíritu Santo. No sé qué otra cosa pueda sospechar, si no que ese Manés que busca tener acceso a los ignorantes sirviéndose del nombre de Cristo quiso ser adorado en vez del mismo Cristo. Diré en pocas palabras en qué se basa mi conjetura. Cuando era oyente vuestro, os preguntaba con frecuencia cuál era el motivo por el que celebráis la Pascua del Señor la mayor parte de las veces sin ninguna solemnidad, otras veces muy tibiamente y sin apenas concurrencia, sin vigilias, sin un ayuno de mayor duración para los oyentes, y, en definitiva, sin ninguna manifestación festiva, mientras que vuestro bema, es decir, el día en que Manés fue asesinado lo celebráis con grandes honores, levantando un estrado de cinco peldaños a modo de tribunal, que adornáis con telas preciosas, lo ponéis a la vista de todos y lo ofrecéis para que lo adoren. Cuando hacía tal pregunta se me respondía que había que celebrar el día de la pasión de quien había padecido la pasión en verdad. Pues Cristo, puesto que ni nació, ni mostró a los ojos humanos carne verdadera, sino simulada, tampoco sufrió la pasión, sino que la simuló. ¿Quién no gemirá por unos hombres que queriendo pasar por cristianos temen que se mancille la Verdad al contacto con el seno de una virgen y no temen que se mancille con la mentira? Mas, para volver al asunto, ¿quién, si lo considera atentamente, no sospechará que Manés negó que Cristo hubiera nacido de mujer y que tuviera carne humana para evitar que quienes creyesen en él celebrasen su pasión, que ya es la máxima fiesta de todo el orbe, y que no se celebrase con tanta devoción y con la solemnidad deseada el día de su propia muerte? En aquella festividad del bema nos agradaba sobre todo el celebrarla en lugar de la pascua, puesto que si deseábamos tan ardientemente aquel día de fiesta se debía a que había sustituido a otro que solía ser también muy dulce.

Cuándo fue enviado el Espíritu Santo

9. Quizá me preguntes: «¿Cuándo vino el Paráclito prometido por el Señor?» Si no tuviese otra cosa que creer al respecto, antes de conceder que ya había venido a través de Manés, esperaría todavía su llegada. Pero ahora que con toda claridad se pregona en los Hechos de los Apóstoles la llegada del Espíritu Santo, ¿qué necesidad puede obligarme a creer con tanto riesgo y facilidad a los herejes? En el libro mencionado está escrito: Primeramente, oh Teófilo, hablé sobre todo lo que Jesús comenzó a hacer y a enseñar en el día en que eligió a los apóstoles por el Espíritu Santo, y les mandó predicar el Evangelio. A ellos se manifestó vivo después de su pasión con muchas pruebas. Se les apareció durante cuarenta días, instruyéndoles acerca del reino de Dios; narré cómo vivió con ellos y les mandó que no se alejasen de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre que habéis oído —les dijo— de mi boca. Porque Juan bautizó ciertamente con agua, mas vosotros comenzaréis a ser bautizados con el Espíritu Santo que vais a recibir después de no muchos días, en el día de Pentecostés. Ellos vinieron y les interrogaban diciéndole: Señor, ¿restablecerás en este tiempo el reino de Israel? ¿Cuándo? Pero él les contestó: Nadie puede conocer el momento que el Padre dejó en su poder; pero recibiréis el poder del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, llegando hasta toda la tierra9. Aquí tienes el momento en que recordó a los discípulos la promesa del Padre que, acerca de la venida del Espíritu Santo, habían oído de su boca. Veamos ahora cuándo fue enviado. Poco después sigue con estas palabras: En aquel tiempo, cuando llegó el día de Pentecostés, se hallaban todos reunidos en unidad con unos mismos sentimientos, y de repente se produjo un sonido procedente del cielo, como si soplase un viento impetuoso, y llenó todo aquel lugar en que estaban sentados. Y vieron diversas lenguas como de fuego que se posó sobre cada uno de ellos. Y se llenaron todos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas, según el Espíritu les concedía el pronunciarlas. En Jerusalén había habitantes de Judea, hombres de todas las naciones que existen bajo el cielo. Y como se corriese la voz, se reunió una gran muchedumbre que se llenó de pavor, porque cada uno los oía hablar en su idioma y en sus lenguas. Se llenaban de estupor y admiración, diciéndose unos a otros: ¿No son galileos estos que hablan? ¿Cómo reconocemos en ellos el idioma en que hemos nacido? Partos, medas, elamitas, y los habitantes de Mesopotamia, Armenia, Capadocia, Ponto, Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las regiones de África que están junto a Cirene; los romanos allí presentes, los judíos del país, los cretenses y los árabes: todos los oían proclamar las maravillas de Dios en sus propias lenguas. Llenos de estupor, dudaban sobre lo acontecido, preguntándose: ¿qué significa esto? Otros, en cambio, se mofaban de ellos diciendo: Todos ellos están cargados de vino10. He aquí cuándo vino el Espíritu Santo. ¿Qué más queréis? Si hay que creer a las Escrituras, ¿por qué no he de creer a estas cosas, que están confirmadas por una robustísima autoridad, que merecieron brillar ante los pueblos y ser encarecidas y anunciadas a la posteridad, juntamente con el Evangelio, según el cual creemos también que el Espíritu Santo fue prometido? Cuando leo estos Hechos de los Apóstoles, unidos al Evangelio por una misma autoridad, hallo no sólo que el Espíritu Santo fue prometido a aquellos verdaderos apóstoles, sino también que fue tan claramente enviado que no queda lugar alguno para el error al respecto.

Doble donación del Espíritu Santo

10. La glorificación de nuestro Señor ante los hombres es su resurrección de los muertos y su ascensión al cielo. Está escrito en el mismo Evangelio según Juan: El Espíritu aún no había sido otorgado, porque Jesús aún no había sido glorificado11. Sí aún no había sido otorgado porque Jesús aún no había sido glorificado, necesariamente fue otorgado inmediatamente después de glorificado Jesús. Y, en atención a su doble glorificación, en cuanto hombre y en cuanto Dios, se otorgó dos veces ese Espíritu Santo. Una vez, después de resucitado de los muertos, cuando sopló al rostro de los discípulos, diciendo: Recibid el Espíritu Santo12; y otra, diez días después de haber ascendido al cielo. Este número simboliza la perfección, puesto que para formarlo se añade a la trinidad del creador el número siete en el que se sostiene toda la creación. Muchos son los comentarios escritos sobre estos temas con piedad y prudencia por varones llenos de espíritu. Pero yo no me apartaré de mi propósito. Me propuse actuar de entrada con vosotros no en plan de enseñaros algo, cosa que quizá juzguéis fruto del orgullo, sino como intentando aprender de vosotros lo que no fui capaz de hacer en nueve años. Así pues, tengo Escrituras a qué creer respecto a la llegada del Espíritu Santo. Si me prohibís creer en ellas, para no creer temerariamente lo que desconozco —es exhortación habitual vuestra—, mucho menos creeré a las vuestras. Por tanto, o quitad todos los libros de en medio y descubrid con la discusión la verdad de la que no me sea posible dudar, o presentadme tales libros que no me impongan con arrogancia lo que he de creer, sino que me muestren sin engaño lo que he de aprender. Dirás quizá que esta carta es tal. No quiero demorarme más en su umbral; veamos su interior.

Primeras declaraciones de la carta

11. «Estas son —dice— las palabras saludables que manan de la fuente perenne y viva; quien las oiga y primeramente las crea y luego cumpla lo que ordenan, nunca estará sujeto a la muerte, antes bien disfrutará de una vida eterna y gloriosa. En efecto, ha de ser considerado justamente dichoso quien haya sido instruido por este divino conocimiento; liberado por él permanecerá en la vida sempiterna». También esto, como veis, es una promesa, aún no la manifestación de la verdad; y también vosotros podéis advertir muy facilísimamente que bajo ese velo se pueden disimular cualesquiera errores, para que se deslicen, sin advertirlo, a las almas de los ignorantes por una puerta engalanada. Si dijere: «Estas son las palabras pestíferas que manan de una fuente venenosa; quien las oiga y primeramente las crea y luego cumpla lo que ordenan, nunca será restablecido en la vida, antes bien, sufrirá el castigo de una muerte penosa» —pues efectivamente hay que considerar miserable a quien se vea enredado en esta infernal ignorancia, que le hundirá en los tormentos eternos en que tendrá que permanecer—; si, pues, dijese eso, diría la verdad, pero no sólo no conquistaría ningún lector para tal libro, sino que incitaría a que le odiasen intensamente todos aquellos a cuyas manos fuese a parar. Pasemos, por tanto, a lo siguiente, y no nos dejemos engañar por estas palabras que pueden ser comunes a buenos y malos, a sabios y a ignorantes. ¿Cómo sigue, entonces? «La paz de Dios invisible y el conocimiento de la verdad esté con todos los santos y queridísimos hermanos que creen y sirven juntamente a los mandatos celestiales». Sea así como dice, pues se trata de un deseo bueno y muy aceptable. Recordemos simplemente que tales palabras pueden decirlas tanto los buenos doctores como los engañadores. Y así, si no dijeran otras palabras fuera de éstas, concedería que todos deberían leerlas y abrazarlas. Tampoco reprobaría las que siguen. Continúa así: «La diestra de la luz os defienda y os libre de toda incursión del maligno y de los lazos del mundo». No quiero reprender nada absolutamente de lo que contiene el comienzo de esta carta, hasta llegar a lo que es la causa del mismo, para no consumir gran parte de la obra en asuntos de menor importancia. Veamos ya la evidentísima promesa de ese hombre.

Manés dice cosas no sólo inciertas, sino también increíbles

12. «Me indicaste, queridísimo hermano Paticio, que deseabas saber cómo fue el nacimiento de Adán y Eva, es decir, si fueron proferidos por la Palabra, o engendrados del cuerpo. Al respecto se te responderá como conviene. Muchos, en distintos escritos y revelaciones, han introducido y mencionado datos dispares. Por ello casi todas las gentes ignoran la verdad del caso, incluidas todas aquellas que por largo tiempo y abundantemente discutieron sobre ello. Pues si a ellos les hubiese acontecido conocer lo concerniente al nacimiento de Adán y de Eva, nunca hubiesen estado sometidos a la corrupción yala muerte». Así pues, se nos promete un conocimiento claro de esa realidad para no quedar sometidos a la corrupción y a la muerte. Y, por si aún fuera poco, mira cómo sigue: «Necesariamente —dice— han de mencionarse muchas otras cosas para poder llegar a tal misterio sin ambigüedad». Esto es lo que decía, a saber, que se me debía mostrar la verdad de tal modo que llegase a ella sin ambigüedad alguna. Aunque él no lo hubiese prometido, convenía que yo exigiese y reclamase eso mismo, para que, ante la gran recompensa de un conocimiento evidente y asegurado, no fuese para mí motivo de vergüenza el pasar de cristiano católico a maniqueo, cualesquiera que fuesen los que se opusiesen. Oigamos ya lo que aporta.

«Por eso, si te parece —dice— escucha primero lo que aconteció antes de la formación del mundo y de qué modo se entabló un combate, para que puedas discernir la naturaleza de la luz y la de las tinieblas». Ya acaba de proponer cosas increíbles y absolutamente falsas. ¿Quién puede creer que haya tenido lugar un combate antes de la creación del mundo? Y, aunque fuese creíble, ahora lo que queremos es no creerlo, sino saberlo. Quien dice que hace muchos años combatieron entre sí los persas y los escitas, dice algo creíble; algo que, sin embargo, podemos creer por haberlo oído o leído, pero no conocer por haberlo vivido y comprendido por experiencia. Si, pues, rehusaría dar fe a Manés si me hubiese dicho algo de ese estilo —no prometió algo que me viese obligado a creer, sino cosas que podía conocer sin ambigüedad—, ¿cómo no voy a rehusarle mi asentimiento, si no sólo dice cosas inciertas, sino incluso increíbles? Pero ¿qué estoy diciendo? ¿Y si adujera algunas razones que lo hiciera evidente y comprensible? Escuchemos, pues, con toda paciencia y suavidad, si podemos, lo que sigue.

Las dos sustancias contrarias

13. «Al comienzo —dice— hubo dos sustancias, distintas la una de la otra. Dios Padre eterno en su santa estirpe, magnífico por su poder, verdadero por su misma naturaleza, siempre exultante por su propia eternidad, poseía el imperio de la luz. El contenía en sí la sabiduría y los sentidos de la vida, por los que abarca también los doce miembros de su luz, es decir, las riquezas desbordantes de su propio reino. En cada uno de esos reinos están escondidos miles de innumerables e inmensos tesoros. El mismo padre, el primero en la alabanza, inabarcable por su grandeza, tiene unidos a sí los siglos bienaventurados y gloriosos, no estimables por su número ni por su duración, con los cuales vive el mismo Padre y engendrador, santo y resplandeciente, sin que se halle nadie indigente o inferior en sus insignes reinos. Sus resplandecientes reinos están fundamentados sobre la tierra luminosa y bienaventurada, de modo que nadie podrá nunca ni agitarlos ni sacudirlos». ¿Cómo me probará tales cosas? O ¿cómo las conoció él mismo? No me aterrorices con el nombre del Paráclito. En primer lugar porque no me acerqué a vosotros para creer lo desconocido, sino para conocer con certeza, habiéndome hecho vosotros mismos más receloso. Vosotros sabéis con cuánta vehemencia acostumbráis a mofaros de quienes creen temerariamente, sobre todo en el caso de que haya prometido poco antes la ciencia plena y segura quien ya comienza narrando cosas inciertas.

Manés impone la fe

14. Luego porque si me imponéis el que crea, me aterroriza aún más aquella Escritura en la que leo que ya vino el Espíritu Santo e inspiró a los Apóstoles13, a quienes el Señor había prometido enviarlo14. Por tanto, o bien pruébame que es verdad lo que dice, para demostrarme lo que no puedo creer, o bien pruébame que quien lo dice es el Espíritu Santo para que crea lo que no puedes demostrarme. Yo, en efecto, profeso la fe católica y tengo la seguridad de que por ella he de llegar a la ciencia cierta; tú, en cambio, que intentas arruinar mi fe, comunícame la ciencia cierta, si puedes, para convencerme de que he creído temerariamente lo que he creído. Dos son las cosas que me presentas. Una: dices que es el Espíritu Santo quien habla, y otra: afirmas que lo que dice es evidente. Una y otra cosa debí conocerlas de ti sin que me quedase duda alguna. Pero no soy avaro, muéstrame tan sólo una de ellas. Muéstrame que Manés es el Espíritu Santo y creeré que es verdad todo lo que dice, aunque ignore si es así; o muéstrame que es verdad todo lo que dice, y creeré que es el Espíritu Santo, aunque lo ignore. ¿Puedo comportarme contigo de forma más justa y benévola? Pero tú no eres capaz de mostrarme ni una cosa ni otra. No has elegido otra cosa sino alabar lo que crees tú y mofarte de lo que creo yo. Por tanto, si también yo, a mi vez, alabase lo que creo yo y me mofase de lo que crees tú, ¿quépiensas que deberíamos juzgar o hacer, sino abandonar a los que nos invitan a conocer con certeza y luego nos imponen el creer cosas inciertas, y seguir a quienes nos invitan a creer primero lo que aún no estamos capacitados para ver, a fin de que, aumentada nuestra capacidad por la misma fe, merezcamos comprender lo que creemos, iluminando y afianzando interiormente nuestra mente no ya hombres, sino el mismo Dios?

Y dado que pregunté ya cómo se prueba, pregunto ahora cómo lo conoció él. Si me dice que se lo reveló el Espíritu Santo y que Dios iluminó su mente, para conocer con certeza y evidencia lo que dice, él mismo está indicando la diferencia que existe entre conocer y creer. En efecto, conoce aquel a quien se le muestran esas cosas con toda claridad; en cambio, a aquellos a quienes se las relata, no les otorga el conocimiento, sino que les exhorta a que le crean. Y si alguien le da su asentimiento temerariamente, se hace maniqueo no ya conociendo cosas ciertas, sino creyendo otras inciertas. Así me engañó a mí en otro tiempo, cuando era un jovencito ignorante. Él no debió prometernos la ciencia, ni el conocimiento claro, ni el llegar sin duda alguna a aquello que se busca, sino más bien decir que a él se le había mostrado y que aquellos a quienes se les relatan debían de creerle en lo que ignoran. Pero si hubiese dicho tal cosa, ¿quién no le hubiese respondido: «Si tengo que creer cosas desconocidas, por qué no he de creer más bien aquellas que ya celebra el consenso de doctos e indoctos, y están ya afianzadas en todos los pueblos por una autoridad de gran peso?» El, temiendo que se le arguyese de esa manera, cubre de nieblas a los ignorantes, primero prometiéndoles el conocimiento de cosas ciertas, y luego imponiéndoles la fe de cosas inciertas. Si se le dice que al menos haga saber que le fueron mostradas esas cosas, desfallece de idéntica manera y manda que creamos también eso. ¿Quién podía soportar tan grande falacia y tamaña soberbia?

Manés no dice sólo cosas inciertas, sino falsas

15. ¿Qué estoy diciendo? Con la ayuda de nuestro Dios y Señor, estoy afirmando que cuanto dice Manés no sólo es incierto, sino incluso falso. ¿Puede hallarse cosa más desdichada que esta superstición que no sólo no muestra la ciencia y la verdad que promete, sino que afirma cosas que contradicen abiertamente a la ciencia y a la verdad? Esto aparecerá más claramente en lo que sigue. Dice así: «A una parte y a un lado de aquella tierra santa y luminosa se hallaba la tierra de las tinieblas, profunda e inmensa por su grandeza, en la que habitaban los cuerpos ígneos, es decir, las razas pestíferas. Aquí existían tinieblas infinitas, brotando de la misma naturaleza, inmensas y con sus propios vástagos. Más allá de ellos estaban las aguas cenagosas y turbias con sus habitantes; dentro de ellas vientos horribles e impetuosos con su propio príncipe y padres. Dentro, a su vez, se hallaba la región del fuego, incorruptible, con sus jefes y naciones. De igual manera, más dentro, una raza llena de oscuridad y humo, en que moraba el cruel príncipe y jefe de todos, teniendo a su lado otros innumerables príncipes, de los cuales él era la mente y el origen. Estas fueron las cinco naturalezas de la tierra pestífera». Si hubiese dicho que la naturaleza de Dios era un cuerpo aéreo o incluso etéreo, sin duda se habrían reído de él todos los que son capaces de ver con cualquier mirada de una mente ya más serena la naturaleza de esa sabiduría y de la verdad, que no se extiende ni difunde por espacios de lugares, grande y magnífica sin mole alguna, no menor en una parte y mayor en otra, sino igual en todo al Padre sumo, que no tiene una cosa en un lugar y otra en otro, sino que está íntegro y presente en todas partes.

El alma, aunque inmutable, no se extiende espacialmente

16. Pero ¿qué diré acerca de la verdad y la sabiduría que sobrepasa a todas las potencias del alma, si la naturaleza del alma misma, cuya mutabilidad salta a la vista, no ocupa, con cierta mole propia, lugar en el espacio? Todo lo que posee algún volumen no puede sino ser menor en sus partes, teniendo una cosa en un lugar y otra en otro. En efecto, el dedo es menor que la mano entera y un dedo menor que dos y un dedo ocupa un lugar y otro dedo otro, y otro el resto de la mano. Esto lo vemos sólo en las moles articuladas de los cuerpos. Tampoco una parte de la tierra está donde se halla la otra, porque cada una tiene su propio lugar; y una parte menor de un líquido ocupa un lugar menor y una parte mayor otro mayor, y una parte de él está en el fondo del recipiente mientras que otra se halla al borde del mismo. Igualmente las partes del aire llenan cada una su lugar, y no puede darse que el aire del que está llena esta casa pueda tener consigo al mismo tiempo en la misma casa también el aire que tienen las vecinas. Respecto a la luz, una parte penetra por esta ventana, otra por aquélla, la mayor por la mayor y la menor por la menor. No puede darse en absoluto ningún cuerpo, celeste o terrestre, gaseoso o líquido, que no sea menor en una parte que en la totalidad, ni puede tener tampoco al mismo tiempo una parte en el lugar de otra, sino que al tener una en un sitio y otra en otro, se extiende gracias a su mole distante por lugares espaciales y divisible o, por decir así, seccionable.

La naturaleza del alma, en cambio, aunque no se considere aquella su facultad por la que comprende la verdad, sino aquella otra inferior mediante la cual contiene el cuerpo y siente en él, en ningún modo se da que se extienda por el espacio en virtud de mole alguna. Ella está presente a sí misma en su totalidad en cada una de sus partes, puesto que siente toda ella en cada una de ellas, ni una parte de ella es menor en el dedo y mayor en el brazo, en la proporción en que el dedo es menor que el brazo, sino que en todo lugar es igual, porque en todo lugar está entera. Cuando se toca a un dedo, el alma no siente mediante el cuerpo entero y, sin embargo, siente toda entera. Aquel contacto no se le oculta a ella entera, cosa que no sería posible si ella no estuviese presente a sí misma toda entera. Ni estaría presente a sí misma entera cuando se toca el dedo y siente en el dedo, de forma que abandone el resto del cuerpo para concentrarse en aquel único lugar en que siente. Antes bien, cuando toda ella siente en el dedo de la mano, si se toca otro lugar en el pie, no deja de sentir toda ella en tal lugar. Y si ella está entera al mismo tiempo en los distintos lugares, alejados unos de otros, sin abandonar a uno para estar entera en otro, ni tiene uno y otro en modo de tener aquí una parte y allí otra, sino que es capaz de mostrarse toda entera al mismo tiempo en los distintos lugares; como siente entera en cada uno de ellos, muestra con suficiencia que no está ligada al espacio.

Capacidad de la memoria

17. ¿Qué decir? Si pensamos en su memoria, no la referida a las realidades inteligibles, sino la referida a estas corpóreas que vemos que tienen también las bestias —pues los jumentos caminan sin equivocarse por los parajes conocidos, las bestias vuelven a sus madrigueras, los perros reconocen los cuerpos de sus amos y durmiendo emiten sonidos y a veces hasta rompen a ladrar, cosa que no podrían hacer si no hallasen en su memoria las imágenes de las cosas vistas o de algún modo percibidas por el cuerpo—, ¿quién será capaz de considerar como se merece de dónde se toman esas imágenes, dónde se tienen y de dónde se forman? En efecto, si no pudiesen ser mayores de lo que admite el volumen de nuestro cuerpo, alguien podría decir que el alma forma y guarda esas imágenes en los espacios interiores de su cuerpo dentro del cual ella misma se encuentra. Mas, no obstante que el cuerpo ocupa una pequeñísima parte de la tierra, el alma quiso formar imágenes de las inmensas regiones del cielo y de la tierra, para las cuales no resulta estrecha ni cuando se van o se suceden en tropel; por aquí muestra que ella no estaba extendida por lugares, puesto que no son las imágenes de esos lugares ingentes las que en cierto modo la acogen a ella, sino ella a esas imágenes, no en seno alguno, sino en virtud de una fuerza y poder admirable por la que está capacitada para añadirles o quitarles algo, reducirlas amuy poco o extenderlas y ordenarlas por espacios inmensos, según quiera, y cambiarlas, multiplicarlas y reducirlas de nuevo a muy pocas o a una sola.

El alma juzga de la verdad de las cosas y de sí misma

18. ¿Qué he de decir ya de aquella facultad por la que se comprende la verdad y por la que resiste con gran vivacidad a estas mismas imágenes, figuras obtenidas mediante los sentidos del cuerpo, que se le ofrecen como si fuesen verdad? Mediante ella se ve que una es, por ejemplo, la auténtica Cartago y otra la que se crea con la imaginación, modificándola con suma facilidad según su capricho. De ella proceden fácilmente mundos innumerables por los que vagó sin límite la imaginación de Epicuro; y, para no alargarme, de ella procede fácilmente también esa tierra de la luz difusa por espacios infinitos y los cinco antros de la raza de las tinieblas con sus habitantes, en los que las fantasías de Manes osaron usurpar para sí el nombre de la verdad. ¿Qué cosa es, pues, esa facultad que discierne todo esto? Sea lo grande que sea, es mayor que todas estas cosas y se piensa en ella sin necesidad de imaginarla. Halla espacios para ella, si puedes; extiéndela por lugares y alárgala con la hinchazón de una mole infinita. Si piensas bien, no lo puedes hacer. Cualquier cosa que se te ocurra, con la misma imaginación juzgas que se puede dividir en partes y haces unas mayores, otras menores, a tu gusto. Y ves también que eso mismo con lo que juzgas tales cosas es superior a ellas, no por altura local, sino por la dignidad que le otorgan sus posibilidades.

Si el alma no se extiende en el espacio, menos Dios

19. Por lo tanto, si experimentas que el alma, tantas veces mudable ya por la turba de los distintos quereres, ya por los afectos que ceden ante la abundancia o escasez de cosas, ya por los mismos innumerables juegos de las fantasías, ya porque se olvida y se acuerda, sabe o es ignorante; si experimentamos que el alma, tan mudable, como dije, por estos y otros movimientos parecidos, no se difunde ni extiende por lugares, sino que sobrepasa a todos esos espacios por la vivacidad de su poder, ¿qué se puede pensar o cómo valorar al mismo Dios, quien permaneciendo intocado e inmutable por encima de todas las mentes racionales, da a cada uno lo que se le ha de dar? Al alma le es más fácil hablarle que verlo, y habla de él tanto menos cuanto más puramente es capaz de verlo. Si, como vociferan las imaginaciones de los maniqueos, se extiende, limitado localmente por una parte, mientras por las demás es infinito, entonces las partes que hay en él, por grandes que sean, y sus innumerables fragmentos podrían ser medidas unas como mayores y otras como menores, según el capricho de quien las imagina. Por ejemplo, una parte de dos pies sería menor en ocho pies respecto a otra que tuviese diez. Así acontece necesariamente a todas las naturalezas que, extendidas por tales espacios, no pueden hallarse enteras en todas partes. Nada de esto se halla en el alma, y quienes no son capaces de comprenderlo piensan del alma algo que no corresponde a su forma de ser, e inadecuado.

Fantasías sobre la doble tierra

20. Sin embargo, quizá no haya que obrar así con los espíritus carnales, y sea preferible descender al nivel de las ideas de aquellos que o no se atreven o no pueden alcanzar con su mente la naturaleza incorpórea y espiritual, de forma que ni siquiera reflexionan con el pensamiento sobre su propio pensamiento, y no advierten que, sin espacio alguno de lugar, juzga sobre los mismos espacios locales. Descendamos, pues, hasta el nivel de sus ideas y preguntémosles, junto a qué «parte» y a qué «lado de aquella tierra luminosa y santa» —como dice Manés— «estaba la tierra de las tinieblas». Dice así: «A una parte y a un lado», sin indicar a qué parte o a qué lado, si el derecho o el izquierdo. Pero, elijan el que elijan, es a todas luces claro que no puede hablarse de un lado sino donde hay un segundo lado. En cambio, donde hay tres o más lados, o bien se concibe el ámbito de una figura como limitado por todas partes, o, si aparece como ilimitado por alguna de sus partes, es de todo punto necesario que tenga límites allí donde se habla de lados. Si a un lado estaba la tierra de las tinieblas, digan, pues, qué limitaba con la tierra de la luz en el otro u otros lados. No lo dicen; pero cuando se les fuerza a ello, afirman que los restantes lados de la que llaman tierra de la luz son infinitos, o sea que se extienden por espacios ilimitados y ningún fin les acota. No comprenden que en este caso ya no hay lados, y esto es evidente a cualquier persona por tarda de ingenio que sea; pues sólo habría lados si estuviese acotado por límites. ¿Y qué me importa, dice, el que no haya lados? Al decir «a una parte y a un lado», estabas obligado a pensar también en una segunda o más partes o lados. Si sólo había un lado, debió haber dicho «al lado», no «a un lado». Así, refiriéndonos a nuestro cuerpo, decimos que algo está junto a un ojo porque hay un segundo, o junto a una tetilla porque hay otra. Si, en cambio, decimos «junto a una nariz» o «junto a un ombligo» se reirán de nosotros doctos e indoctos, puesto que no hay más que una y uno. Pero no te apuro con palabras, pues quizá al decir un lado quisiste indicar el único lado.

La tierra de la luz sería corpórea...

21. ¿Qué había, pues, confinando con aquel lado de la tierra a la que llamas luminosa y santa? «La tierra de las tinieblas », responde. ¿Qué has dicho? Respecto a esta tierra me concedes al menos que era corpórea. No puedes no concederlo, puesto que proclamas que todos los cuerpos traen su origen de ella. Entonces ¿qué?, os pregunto. Aunque seáis hombres rudos y carnales, ¿no habéis advertido alguna vez que estas dos tierras no pueden confinar la una con la otra si no son ambas corpóreas? Si ello es así, ¿por qué se nos decía a nosotros, salidos del camino por no sé qué ceguera, que sólo la tierra de las tinieblas había sido o era corpórea, mientras que había que creer que la llamada por vosotros tierra de la luz era incorpórea y espiritual? Despertemos ya, hombres buenos, y, al menos una vez avisados, advirtamos, cosa facilísima, que dos tierras no pueden confinar por sus lados a no ser que sean cuerpos. Si también para esto somos duros y torpes, pregunto si la tierra de las tinieblas tuvo igualmente sólo un lado y en el resto era infinita como la tierra de la luz. No lo creen así, pues temen que parezca igual a Dios. Mantienen que carece de límites en profundidad y en longitud, mientras que por encima existe el vacío infinito. Y para que no parezca que la tierra de las tinieblas es simple respecto a la de la luz que es doble, la limitan todavía por dos lados. Con este ejemplo se puede ver más fácilmente lo dicho: piensa en una hogaza de pan hecha con cuatro partes en forma de cruz, tres de las cuales fueran blancas y una negra. Ahora elimina toda distinción de las tres partes blancas e imagínalasinfinitas en las tresdirecciones: haciaarriba, hacia abajo y hacia atrás. Así creen ellos que es la tierra de la luz. El otro cuarto, de color negro, imagínalo infinito hacia abajo y hacia atrás, pero teniendo encima de sí un vacío inmenso: así piensan que es la tierra de las tinieblas. Estas cosas las revelan, como si fueran secretos, a quienes ponen suma atención e investigan con afán.

Figuración plástica

22. Sin embargo, si ello es así, resulta que a la tierra de las tinieblas la toca la tierra de la luz por dos lados; y si la toca por dos lados, también ella toca a la otra por dos lados. Ciertamente, «a un lado estaba la tierra de las tinieblas». Luego aparece también cuan fea es la forma que posee la tierra de la luz: como la de una pezuña hendida por una cierta cuña negra que se estrecha en dirección hacia abajo, limitada solamente por el lugar por donde está hendida, abierta y descubierta por arriba, interponiéndose el vacío. Todo el espacio que está por encima de la superficie de la tierra de las tinieblas es infinito. Además, ¡cuánto mejor resulta ser la forma de la tierra de las tinieblas! Si ella hiende, la otra es hendida; si ella se introduce, la otra se entreabre; ella no deja en sí espacio alguno vacío, la otra únicamente no está hueca por la parte inferior, en que la llena la cuña enemiga. Así pues, los hombres ignorantes y avaros, al tributar un mayor honor a la multitud de partes que a la unidad, hasta el punto de atribuir seis partes a la tierra de la luz, tres hacia abajo y tres hacia arriba, prefirieron que la tierra de la luz fuese penetrada, antes que fuese ella la que penetrase en la otra. Con tal figuración, aunque nieguen que se halle mezclada, no pueden negar que haya sido penetrada.

El antropomorfismo, más tolerable que el maniqueísmo

23. Establece ahora la comparación no con los varones espirituales de la fe católica, en quienes el alma, en la medida en que le es posible en esta vida, ve que la sustancia y la naturaleza divina no se extiende por lugar alguno, ni tiene figura mensurable por líneas; establece la comparación con los que entre nosotros son carnales y párvulos, quienes, cuando oyen que se mencionan en alegoría algunos miembros del cuerpo humano referidos a Dios —cual los ojos o los oídos—, acostumbran a imaginarse a Dios, según la libertad que les concede su imaginación, con figura de cuerpo humano; compara ya a éstos con aquellos maniqueos que suelen descubrir estas vaciedades, como si fueran grandes secretos, a los hombres atentos y curiosos, y considera qué pensamientos son más tolerables y honestos referidos a Dios: si aquellos que le creen con forma humana dotada de la suma dignidad en su género, o la de aquellos otros que le creen difuso con una mole infinita, pero no en todas las direcciones, sino infinito y sólido por tres de sus cuartos, y por la otra, en cambio, hueco por arriba a causa del vacío y por abajo penetrado por la cuña de la tierra de las tinieblas. O, si es mejor decirlo así, abierto por arriba por su propia naturaleza y penetrado por abajo por una naturaleza extraña.

Mira que yo me río contigo de los hombres carnales que aún no pueden pensar las realidades espirituales y consideran que Dios tiene figura humana; ríete también tú conmigo, si puedes, de aquellos que se imaginan, con un pensamiento mucho más miserable, una fisura o rotura tan deforme y vergonzosa de Dios, tan huecamente abierta por arriba, tan deshonestamente tapada por abajo. Además, existe esta diferencia: estos hombres carnales que consideran a Dios con forma humana, si, contentos con estar en el seno de la Iglesia católica, aunque hayan de ser alimentados con leche, no se precipitan en opiniones temerarias, antes bien nutren en ella el piadoso deseo de buscar, en ella piden para recibir, en ella llaman para que se les abra, comienzan a comprender en sentido espiritual las alegorías y palabras de las Escrituras. Y poco a poco advierten que, de forma congruente, bajo el nombre de oídos, ojos, manos, pies o incluso alas y plumas, según los lugares; o bajo el nombre también de escudo, espada, yelmo se indican los poderes divinos. Cuanto más progresan en esa inteligencia, tanto más se afianzan en su ser católicos; los maniqueos, en cambio, cuando abandonan tal representación imaginaria, no podrán ser ya maniqueos. Atribuyen a su fundador, como alabanza casi exclusiva y excelsa, el que a él, que había de venir en último lugar, le estaban reservados, para que los descifrase y descubriese, los misterios divinos que los antiguos dejaron en sus libros en sentido figurado. Y, en consecuencia, afirman que detrás de él ya no ha de venir ningún otro doctor enviado por Dios, dado que él, Manés, no expresó nada mediante símbolos y alegorías, antes bien fue él quien reveló las de los antiguos y mostró lo suyo de forma clara y manifiesta. Los maniqueos, pues, no tienen posibilidad de recurrir a interpretaciones distintas cuando se leen estas palabras de su fundador: «A una parte y a un lado de aquella tierra santa y luminosa estaba la tierra de las tinieblas». Adondequiera que se vuelvan, necesariamente irán a parar a fisuras o abruptas divisiones y uniones, o a torpísimas apoyaturas, forzados por la miseria de sus imaginaciones. Creer esto, no digo ya de la naturaleza inmutable de Dios, sino de cualquier naturaleza incorpórea, aunque sea mutable, cual es el alma, es el colmo de la miseria. Y, sin embargo, si no me fuera posible dirigir mi mirada hacia las realidades superiores ni encauzar mis pensamientos de las falsas imaginaciones, que llevo fijas en la memoria y que entraron a través de los sentidos corpóreos, hacia la libertad y pureza de la naturaleza espiritual, ¿no sería preferible que considerase a Dios en forma de cuerpo humano, antes que adosarle aquella cuña negra a su fisura en su parte inferior y, no hallando con qué tapar la vastísima apertura superior, dejarla descubierta y abierta con un inmenso vacío? ¿Qué hay más horroroso que esta opinión? ¿Qué puede afirmarse o inventarse más tenebroso que este error?

El número de naturalezas en la imaginación de Manés

24. Dado que leo: «Dios Padre y sus reinos fundados sobre la tierra lúcida y bienaventurada», quiero que se me diga si el Padre, sus reinos y la tierra, son de una misma sustancia. Si ello es así, aquella cuña de la raza de las tinieblas no hiende y penetra —lo que sería enormemente vergonzoso por su inefable deformidad— otra naturaleza que sería como el cuerpo de Dios, sino que hendiría y penetraría justamente a la misma naturaleza de Dios. Os ruego que penséis estas cosas, puesto que sois hombres.

Os lo ruego: pensad en ellas y huid de ellas; arrancad y expulsad de vuestra fe los sacrilegios de tales fantasmas, rasgando, si es posible, vuestros corazones. ¿O vais a decir que aquellas tres realidades no son de una e idéntica naturaleza, sino que el Padre es de una, los reinos de otra y la tierra de otra, de forma que cada una de estas tres realidades tenga su naturaleza y sustancias distintas y ordenadas según los grados del ser? Si esto es así, Manés debía haber pregonado no dos, sino cuatro naturalezas. Si, por el contrario, el Padre y sus reinos tienen una única naturaleza, y la tierra otra distinta, tenía que haber hablado de tres. O, si prefirió hablar de dos porque la tierra de las tinieblas no pertenece a Dios, pregunto cómo pertenece a Dios la tierra de la luz. Pues si tiene una naturaleza diversa, y Dios no la engendró ni la hizo, no pertenece a él y sus reinos se ubican en otro ajeno. O si pertenecen a él por su cercanía, ha de pertenecerle también la tierra de las tinieblas que no sólo toca a la tierra de la luz por su cercanía, sino que la surca penetrando en ella. Si, por el contrario, la engendró, no es lógico pensar que tenga una naturaleza diversa. Lo correcto es creer que lo que ha engendrado Dios es lo mismo que es Dios, como se cree en la Iglesia católica acerca del Hijo unigénito. Así la necesidad os convoca a la torpeza detestable y aborrecible de pensar que aquella cuña negra no hiende a otra tierra como distinta, sino a la misma naturaleza de Dios. Porque si Dios no la engendró, sino que la hizo, pregunto de qué la hizo. Si la hizo de sí mismo, ¿qué otra cosa es esto sino engendrar? Si la hizo de alguna otra naturaleza, pregunto si era buena o mala. Si era buena, existía alguna naturaleza buena que no pertenecía a Dios, cosa que absolutamente no os atreveréis a afirmar. Si, al revés, era mala, aquella raza de las tinieblas no era la única naturaleza mala. ¿Oacaso había tomado Dios con anterioridad alguna parte de ella, que habría convertido en tierra de luz y sobre la cual habría establecido sus reinos? Entonces la habría hecho de ella entera, para que desde entonces ya no existiera naturaleza mala alguna. Y si no hizo la tierra de la luz de una sustancia ajena, sólo queda que la haya hecho de la nada.

Dios creó de la nada

25. En consecuencia, si estáis convencidos de que el Dios todopoderoso puede hacer algún bien a partir de la nada, venid a la Iglesia católica y aprended que todas las naturalezas, hechas y creadas por Dios, ordenadas según los grados del ser desde las supremas hasta las ínfimas, son buenas todas, pero unas mejores que otras, y todas ellas hechas de la nada, puesto que el artífice divino obra con su poder, por así decir, mediante su sabiduría, a fin de que pueda ser lo que no era y en cuanto sea, sea bueno; y, por el contrario, en la medida en que es deficiente, muestra que no ha sido engendrado por Dios, sino hecho por él de la nada. Si lo consideráis, no hallaréis nada que os retenga; no podéis afirmar que la tierra de la luz, tal como la describía, sea lo mismo que Dios, para que la fealdad de aquel cuarto no afecte a la misma naturaleza de Dios; ni podéis afirmar tampoco que ha sido engendrado de él, para no veros forzados a entender que es lo mismo que Dios y volváis a parar a la misma deformidad; ni tampoco que es extraña a él para no veros obligados a afirmar que Dios puso sus reinos en otro ajeno y a proclamar no dos naturalezas, sino tres; ni podéis decir que la hizo él de una sustancia ajena para no admitir que había otro bien distinto de Dios u otro mal además de la raza de las tinieblas. Sólo os queda confesar que Dios hizo de la nada la tierra de la luz, pero eso no queréis creerlo. Porque si Dios pudo hacer de la nada algún gran bien, aunque inferior a sí mismo, pudo también, dado que es bueno y de nadie siente envidia, hacer otro bien inferior al primero; pudo también hacer un tercero, al cual se antepondría el segundo y luego un orden de naturalezas creadas descendente hasta llegar al bien ínfimo, de manera que su totalidad no se alargase hacia un número infinito, sino que se contuviese en los límites de uno determinado. O, si no queréis admitir que Dios haya hecho de la nada esa tierra de la luz, no hallaréis salida por donde escapar a tan grandes torpezas y tan sacrílegas opiniones. El pensamiento carnal es libre de crear los fantasmas que le agraden. Por tanto, ved si tal vez os es posible hallar alguna otra representación de la conjunción de las dos tierras, para impedir que se ofrezca al alma esa representación tan detestable y vitanda de la realidad, es decir, una tierra de Dios, sea de la misma naturaleza por la que es Dios, sea de otra distinta sobre la cual, sin embargo, se hallan fundados los reinos de Dios, que yace con su enorme mole en la inmensidad, alargando y abriendo hacia el infinito sus miembros, en los que recibe por la parte inferior de forma torpe y vergonzosa al máximo, incluso aquella inmensa cuña de la tierra de las tinieblas, allí introducida. Mas cualquiera que sea la representación que halléis de la conjunción de estas dos tierras, ciertamente no podéis destruir la carta de Manés: no me refiero a otras en las que hizo una descripción más exacta —quizá parezcan comportar menos peligro, puesto que son menos quienes la conocen—, sino a esta carta del Fundamento que nos ocupa ahora, que suele ser muy conocida por casi todos aquellos a los que vosotros llamáis iluminados. En ella se halla escrito: «A una parte y a un lado de aquella tierra luminosa y santa se hallaba la tierra de las tinieblas, profunda y de inmensa grandeza».

Tres hipótesis sobre la forma de contacto

26. ¿Qué más podemos esperar? Se nos afirma que se hallaba a un lado. Imaginaos las representaciones que se os antojen y describidla con cualesquiera rasgos; lo cierto es que aquella mole inmensa de la tierra de las tinieblas tocaba a la tierra de la luz por un lado que era o recto o torcido; pero si era torcido, también aquella tierra santa tenía un lado torcido, pues si ella tiene un lado recto y le toca el lado torcido de la otra tierra, quedan abiertas ciertas cavernas vacías, de profundidad infinita, y entonces ya no existía sólo el vacío sobre la tierra de las tinieblas como solíamos oír. Y si ello es así, ¡cuánto mejor sería que la tierra de la luz se apartase un tanto y aquel vacío fuese tan grande que hiciese imposible el que la tocase por parte alguna la tierra de las tinieblas! Más aún, que hubiese un espacio de vacío tan profundo, que si aparecía alguna maldad de aquella raza de las tinieblas, aunque sus príncipes quisiesen temerariamente pasar a ella, dado que los cuerpos no pueden volar sí no tienen el soporte corporal del aire, se precipitaban en aquel vacío. Y siendo infinito hacia abajo, nunca llegarían a tocar fondo alguno y, por tanto, aunque pudiesen vivir por siempre, nunca podrían dañar dado que siempre están cayendo hacia abajo.

Otra posibilidad consiste en que se le uniese por un lado torcido y que la tierra de la luz la recibiese, deformada, en su seno torcido. Ahora bien, si esta curva era hacia dentro, a semejanza de un teatro, la tierra de las tinieblas abrazaba la parte torcida de la tierra de la luz recibida en tal seno de una manera no menos deforme. U —otra posibilidad— si la tierra de la luz tenía un lado torcido y la de las tinieblas lo tenía recto, no la tocaba en el lado entero. En verdad, como dije antes, mejor sería que no tocase absolutamente nada y hubiese entre ambos un vacío tan grande que separase con el adecuado espacio una y otra tierra y no permitiese que los que por temeridad o maldad se precipitaban al infinito, hiciesen daño alguno.

Porque si un lado recto se aplicaba a otro recto, no veo, en verdad, ni receptáculo ni aberturas; pero veo, sí, tan grande paz y tan grande concordia entre una y otra tierra, que no puede haber unión más perfecta. En efecto, ¿quéhay más hermoso, qué cosa más ajustada que una cosa recta unida a otra recta, de forma que ninguna sinuosidad o curva rompa por parte alguna o destruya la unión natural y estable en un espacio infinito y desde una eternidad también infinita? Esos lados rectos de ambas tierras, aunque estuviesen separadas por el vacío, no sólo serían por sí mismos bellos al ser tan rectos, sino que, incluso interpuesto ese espacio, se ajustarían entre sí de tal manera que las líneas rectas de una y otra parte se ajustarían produciendo una única belleza por su misma semejanza, aunque no hubiese contacto alguno. Y si, además, tiene lugar ese contacto, no encuentro cosa de la que se pueda afirmar que se halla en mayor concordia y paz que estas dos tierras, nada más hermoso que el contacto de dos lados rectos.

Belleza y sustancia

27. ¿Qué he de hacer con las almas sumamente miserables extraviadas por el error y encadenadas por la costumbre? Estos hombres no saben lo que dicen cuando tales cosas dicen, pues no se fijan. Os suplico: nadie os urge, nadie os apremia al combate, nadie os insulta por errores pasados, a no ser quien no ha experimentado personalmente la misericordia divina. Para carecer del error, preocupémonos sólo de que alguna vez llegue a su fin. Mirad un poco, sin animosidad ni amargura. Todos somos hombres; no nos odiamos a nosotros, sino a los errores y falsedades. Os lo suplico, prestad un poco de atención. El Dios de las misericordias ayuda a los que miran y enciende la luz interior a quienes buscan la verdad. Pues ¿qué podemos entender, si no entendemos que lo recto es mejor que lo torcido? Si aceptáis con modestia y placidez mi pregunta, ésta es: si alguien tuerce este lado del reino de las tinieblas que está en contacto con el lado recto de la tierra de la luz, ¿no le privaría de alguna belleza? Necesariamente habéis de confesar, si no queréis ladrar, que, si se le tuerce, no sólo se le priva de belleza propia, sino también de aquella que pudo tener en común al contacto con el lado recto de la tierra de la luz. Así pues, al quitarle la belleza y volviéndole de recto en torcido, para que desapareciese la concordia donde había concordia y hubiese desajuste donde había ajuste, ¿acaso se le priva de alguna sustancia? Aprended que la sustancia no es un mal, sino que, como un cuerpo que cambia su figura para peor pierde su belleza o, más exactamente, ésta disminuye y se llama feo a lo que antes se llamaba hermoso y desagrada un cuerpo que antes resultaba agradable, así también la hermosura de la voluntad recta presente en el alma, hermosura por la que vive piadosa y justamente, se pierde cuando esa voluntad cambia para peor. Por ese pecado se vuelve miserable el alma que obtenía la felicidad de la honestidad de una recta voluntad, sin que su sustancia aumente o disminuya.

Pensad, además, en lo siguiente. Aunque os concedamos que aquel lado de la tierra de las tinieblas es malo por otros motivos, en cuanto es oscuro, tenebroso o cualquier otra cosa que pueda afirmarse, en cuanto es recto, no es malo. Como yo concedo que existe en su color algo de malo, de igual modo tenéis que concederme vosotros que en su condición de recto hay algo bueno. Por tanto, es absurdo separar este bien, sea cual sea su dimensión, de la autoría de Dios. Si no creemos que procede de Dios todo bien presente en cualquier naturaleza caemos en el más dañino de los errores. ¿Cómo afirma Manés que el sumo mal es esta tierra, si en la rectitud de su lado yo hallo un bien de no pequeña hermosura, por lo que se refiere a un cuerpo? ¿Cómo pretende que esa tierra sea radicalmente extraña al Dios omnipotente y óptimo, si no hallamos otro a quien atribuir ese bien que hay en ella, sino al autor de todos los bienes? Pero también aquel lado era malo, dice. Admitamos que era malo; con toda certeza sería peor, si en lugar de ser recto hubiera sido torcido. ¿Cómo, entonces, es el sumo mal, sí puede pensarse otro peor que él? Es necesario, pues, admitir algún bien por cuya carencia cualquier realidad se hace peor. Si aquel lado hubiese carecido de la rectitud se hubiera hecho peor. Hay, por tanto, en él algún bien, la rectitud, y nunca me indicarás de dónde le llega si no te vuelves a aquel de quien confesamos que proceden todos los bienes, grandes o pequeños. Pero dejemos ya el examen de este lado para pasar a otra cosa.

Manés pone cinco naturalezas en la tierra de las tinieblas

28. Continúa el texto: «En aquella tierra habitaban los cuerpos ígneos, es decir, una especie pestífera». Al decir «habitaban » ciertamente quiere que se entienda que se trata de seres con vida. Mas para no dar la impresión de que mi reproche se apoya sólo en el término, fijémonos en cómo distribuye en cinco clases de seres vivos a todos los habitantes de aquella tierra: «Aquí existían tinieblas infinitas, brotando de la misma naturaleza, inmensas y con sus propios vástagos. Más allá de ellos estaban las aguas cenagosas y turbias con sus habitantes; dentro de ellas vientos horribles e impetuosos con su propio príncipe y padres. Dentro, a su vez, se hallaba la región de fuego, incorruptible, con sus jefes y naciones. De igual manera, más dentro, una raza llena de oscuridad y humo, en que moraba el príncipe y jefe de todos, teniendo a su lado otros innumerables príncipes, de los cuales él era la mente y el origen. Estas fueron las cinco naturalezas de la tierra pestífera». Consideramos que esas cinco naturalezas son como partes de una única naturaleza a la que llaman tierra pestífera. Son las siguientes: las tinieblas, las aguas, los vientos, el fuego, el humo. A estas cinco naturalezas las ordena de forma que las tinieblas, por las que comenzó a contar, son exteriores a todas las demás. En el interior de ellas coloca a las aguas; dentro de las aguas los vientos; dentro de los vientos el fuego y dentro del fuego el humo. Cada una de estas cinco naturalezas tenía también sus respectivas clases de moradores; eran cinco, por tanto. Pregunto, pues, si en esas cinco naturalezas había una única clase de habitantes, o eran diversos como diversas eran las naturalezas. Responden que eran diversos, y en otros libros enseñan que las tinieblas contenían las serpientes, las aguas los animales natátiles, como son los peces; los vientos los volátiles, como son las aves; el fuego a los cuadrúpedos, como son los caballos, los leones y otros de la misma especie; el humo a los bípedos, como son los hombres.

Refutación de tales fantasías

29. ¿Quién, pues, estableció este orden? ¿Quién distribuyó y distinguió a las distintas clases? ¿Quién les dio el número, la cualidad, las formas y la vida? Todas estas realidades son buenas en sí mismas y no se halla quien se las haya otorgado a cada naturaleza a no ser Dios, el autor de todos los bienes. En efecto, ellos no la describen como si fuera el caos, ni al modo en que los poetas suelen aludir a cierta materia informe sin forma exterior, sin cualidad, sin medida, sin número y peso, sin orden ni distinción: un no sé qué de confuso y carente de absolutamente toda cualidad —razón por la que ciertos doctores griegos la denominan apoion—. No, no es así como los maniqueos se esfuerzan por hacer entender esa que llaman tierra de las tinieblas; sino de forma completamente distante y distinta. Asocian y alinean un lado a otro, lo que no sólo es diverso, sino también lo contrario. Enumeran cinco naturalezas, las distinguen, las ordenan, enuncian las cualidades que le son propias y ni siquiera les permiten que sean estériles e infecundas; antes bien las llenan de habitantes propios y les asignan las formas adecuadas y acomodadas a esos habitantes. Y, lo que supera a todo lo demás, les otorgan la vida. Enumerar tantos bienes y proclamarlos ajenos a Dios, autor de todos los bienes, equivale a no reconocer ni en las cosas el bien tan grande del orden, ni en sí mismo el mal tan grande del error.

Bienes presentes en las naturalezas malas

30. Sigue: «Pero estas especies que habitaban aquellas cinco naturalezas eran crueles y pestíferas». ¡Como si yo hubiese alabado en ellas la crueldad y la pestilencia! Considera que yo vitupero contigo lo que tú reprochas como males en ellos; alaba tú conmigo los bienes que tú mismo mencionas en ellos: así advertirás que quieres hacer pasar por el sumo y supremo mal a bienes mezclados con males. Yo vitupero contigo la pestilencia que hay allí, alaba tú conmigo la salud; en efecto, aquellas especies no hubieran podido ser engendradas o nutridas, ni poblar aquella tierra si no hubieran gozado de alguna salud. Vitupero contigo las tinieblas allí presentes; alaba tú conmigo su fecundidad. A las tinieblas las denominas «inmensas», pero añades: «con sus propios vástagos», aunque las tinieblas no son corpóreas y todo ese nombre no indica otra cosa que la ausencia de la luz, igual que la desnudez es carencia de vestido y el vacío privación de plenitud corporal. Y por eso las tinieblas no pudieron engendrar nada, no obstante que la tierra, siendo tenebrosa, es decir, careciendo de toda luz, hubiera podido engendrar algo. Pero, de momento, omitamos esto. Cuando nacen hijos, hay unas condiciones aptas para la salud, y una concordia regulada por los números ordena y constituye en unidad los miembros de los que nacen, acomodándose recíprocamente los unos a los otros con la paz, fruto de la justa proporción. ¿Quién no comprende que en todo esto merecen más alabanza que reproche las tinieblas? Allí yo vitupero contigo el cieno revuelto de las aguas; alaba tú allí conmigo la forma, la cualidad de las aguas, los miembros adaptados para nadar de sus habitantes, la vida que contiene y rige el cuerpo y todas las condiciones acomodadas a la salud de cada clase. Por mucho que recrimines a esas aguas cenagosas y turbias, por el mismo hecho de decir que esas aguas son tales que pueden engendrar y contener sus propios seres animados, no les puedes quitar la forma que posee cualquier cuerpo ni la semejanza de sus partes por la que hallan la forma y la paz unidas en una misma cualidad, pues si se la quitas, ya no habrá cuerpo alguno. Si eres hombre, advertirás que todas estas cosas son merecedoras de alabanza. Y por mucho que exageres la crueldad de aquellos habitantes y el ímpetu con que se despedazan y devastan entre sí, no les privas de los límites armoniosos de sus formas por las que cada cuerpo está en paz consigo mismo en virtud del ajuste de sus miembros, ni las condiciones de salud, ni el gobierno por el que el alma mantiene las partes del cuerpo en la unidad de la amistad. Si miras todas estas cosas con sentido humano, ves que esto es más digno de alabanza que lo que en ellas te desagrada de reproche. Yo vitupero allí contigo el horror de los vientos, alaba tú allí conmigo la naturaleza de los mismos, que nos permite el respirar y el nutrirnos, e igualmente la forma de cuerpo que se extiende y difunde por la concordia de sus partes. Gracias a todo esto podían engendrar, alimentar y mantener en salud a sus moradores. Y alaba también conmigo, junto con los demás bienes de aquellos habitantes, bienes que fueron alabados anteriormente en todos los seres animados, los movimientos ágiles y fáciles desde donde quieren hasta donde desean y el esfuerzo concorde y el batir paralelo de las alas cuando vuelan. Yo vitupero allí contigo la corrupción que causa el fuego; alaba allí tú conmigo el calor que permite nacer y da vigor, y su justa medida en los que nacen a fin de que puedan crecer y perfeccionarse en sus proporciones y medidas, y vivir y habitar allí. Tú sabes que hay que admirar y alabar todo esto, no sólo en la morada que es fuego, sino también en los que moran en él. Yo vitupero allí contigo la oscuridad del humo y la crueldad del príncipe que, según dices, moraba en él; alaba tú en él conmigo al menos el que en el mismo humo no puedas hallar una parte no semejante a las demás, por lo que él conserva a su manera el ajuste y proporción de sus partes entre sí, para ser lo que es, en virtud de una cierta unidad. Unidad que nadie considera atentamente sin que la alabe lleno de admiración. ¿Qué más decir? Al humo le añades también la fuerza y el poder de engendrar al atribuirle príncipes como moradores, de forma que —cosa nunca vista aquí— allí el humo es fecundo y ofrece una morada sana a los que lo habitan.

Bienes en las naturalezas malas

31. Centrémonos ahora en el mismo príncipe del humo. Sólo te fijaste en su ferocidad para vituperarla; ¿no debiste fijarte también en las demás cosas que te forzasen a alabar su naturaleza? Esta tenía alma y cuerpo; ella vivificándole a él, él animado por el soplo de vida; ella gobernando, él obedeciendo; ella yendo delante, él detrás; ella manteniendo el cuerpo, él no disolviéndose; ella moviendo el cuerpo en la armonía que le es propia, él manteniéndose estable por la unión armónica de sus miembros. ¿No te sientes movido a alabar la paz en orden o el orden en paz presente en este único príncipe? Y lo que he dicho de uno, es dado entenderlo de todos los restantes. «Pero era feroz y cruel también para con los demás». No es esto lo que yo alabo, sino aquellos bienes tan grandes que no quieres considerar. Cualquiera que haya creído temerariamente a Manés, si, al menos una vez advertido, mira y considera estas cosas, conocerá sin dudar que, cuando habla de estas naturalezas, habla de ciertos bienes, pero no de bienes supremos e increados, cual es Dios, Trinidad una, ni tampoco de aquellos creados que han sido ordenados en las alturas, como son los ángeles santos y las potestades plenamente bienaventuradas, sino de bienes ínfimos y ordenados en la parte más baja de la escala de los seres, según su propia categoría. Si se compara a estas naturalezas con las superiores, los ignorantes las consideran dignas de reproche, y fijándose en cuanto les falta del bien que poseen, denominan con el nombre de mal a esa misma ausencia de bien. Yo hablo así de estas naturalezas porque reciben los nombres de las cosas que conocemos en este mundo. En efecto, conocemos las tinieblas, las aguas, los vientos, el fuego, el humo; conocemos también animales que reptan, nadan, vuelan, cuadrúpedos y bípedos. A excepción de las tinieblas que, como dije, no son otra cosa que la ausencia de luz, que las perciben los ojos, no porque las vean —como también los oídos perciben el silencio, pero no porque lo oigan—, no porque las tinieblas sean algo, sino porque no hay luz —así como tampoco el silencio es algo, sino carencia de sonido—; a excepción, repito, de las tinieblas, todas las otras naturalezas antes elencadas y que todos conocen, son tales que ningún hombre sensato enajena de Dios, autor de todos los bienes, su forma, puesto que, en cuanto es, es laudable y buena.

Origen de las fantasías de Manés

32. Al haber querido ordenar en su imaginación las naturalezas de la raza de las tinieblas como si fuesen iguales a las que ha conocido aquí, Manés queda convicto claramente de error. En primer lugar porque las tinieblas no pueden engendrar nada, como ya he dicho. «Pero —dice— aquellas tinieblas no eran como las que conoces aquí». Entonces, ¿cómo conoces tú eso que me dices? ¿Acaso, mal charlatán que prometes doctrina, me obligas a creer? Suponte que creo. En cualquier caso, creo que si no tenían alguna forma como no la tienen estas tinieblas, nada pudieron engendrar; si, por el contrario, la tenían, eran mejores. Tú, sin embargo, al decir que no eran como éstas, deseas que se piense que eran peores. Podrías decir también que el silencio, que es al oído lo mismo que las tinieblas a los ojos, engendró allí algunos animales sordos o mudos. Así, si alguien te dijera que el silencio no era una naturaleza, responderías: «Pero no se trata de un silencio como el de aquí», para decir absolutamente lo que quisieras a los que ya habías engañado una vez para que te creyeran. Lo que le indujo a imaginarse que las serpientes nacen en las tinieblas, pudo advertirlo bien en los primeros momentos tras su nacimiento. Pero hay serpientes que tienen una vista tan aguda y gozan tanto de la presencia de la luz que este dato parece convertirse en el más definitivo testimonio contra él. En segundo lugar, le fue fácil fijarse en lo que es propio de los animales que nadan en el agua y transferirlo a aquellos fantasmas. De igual manera hizo otro tanto con los que vuelan en los vientos, puesto que se llama viento a la fuerza de este aire más denso en que vuelan las aves; en cambio, ignoro cómo le pudo venir a la mente el poner los cuadrúpedos en el fuego. No lo digo sin más ni más; pero le faltó atención y erró en demasía. La razón que suelen aducir es que los cuadrúpedos son voraces y experimentan un gran ardor en el apareamiento. Pero muchos hombres superan en voracidad a cualquier cuadrúpedo. Ahora bien, los hombres son bípedos, y Manés no les considera hijos del fuego, sino del humo. Por otra parte, difícilmente se hallará otro animal más voraz que los ánsares. Sea que los ponga en el humo en cuanto bípedos, sea en el agua, porque les gusta nadar, sea en el viento, porque tienen alas y a veces vuelan, lo cierto es que no pertenecen al humo, según su distribución. Por lo que se refiere al ardor en el apareamiento pienso que Manés vio a los caballos relinchar y arrojarse sobre sus hembras aun teniendo el freno en la boca. Pero, al querer escribir rápidamente lo visto, no pone atención en el gorrión de pared en comparación del cual cualquier caballo garañón es de hielo. Cuando se le pregunta por qué Manés estableció a los bípedos en el humo, responden que la especie de los bípedos tiende a enaltecerse y es soberbia. De aquí, por tanto, dicen que traen su origen los hombres. Y como el humo se eleva hacia el aire igual que un globo hinchado, no sin fundamento advirtieron su semejanza con los soberbios. Esta observación debió bastarle para mostrar alguna semejanza de lo que es el hombre soberbio, ya para formar, ya para comprender la comparación, pero sin llegar de ahí a creer que los animales bípedos han nacido en el humo y del humo. En verdad, debieron nacer también en el polvo porque con frecuencia se eleva al cielo con no menor amplitud y altura. Y también en la niebla, porque la mayor parte de las veces la exhala la tierra de tal manera que quienes la ven de lejos no tienen la certeza de si se trata de humo o de niebla. Para acabar, ¿por qué se ha pasado el argumento tomado de la capacidad de habitar en las aguas y en los vientos a los habitantes mismos? Porque vemos que los que nadan viven en las aguas y los que vuelan viven en los vientos. Por el contrario, ¿cómo no aterró el fuego y el humo a ese hombre mentiroso, hasta sentir vergüenza de poner en ellos tales habitantes? No podía poner nada más absurdo. En efecto, el fuego hace arder y corrompe al cuadrúpedo, y el humo ahoga y da muerte a los bípedos. Al menos aquí se ve obligado a confesar que según él esas naturalezas eran mejores en la raza de las tinieblas, donde quiere que se crea que todo es peor, pues allí el fuego producía a los cuadrúpedos y los nutría y contenía sin daño para ellos o incluso con gran provecho. De igual manera el humo había producido y contenía no sólo sin molestia, sino incluso otorgándole la vida y la indulgencia hasta concederle el principado a los bípedos engendrados en su seno clementísimo. Así se manifiesta que esas mentiras, concebidas por la observación de las cosas que se ven en el mundo, pero con un sentido carnal poco atento y poco perspicaz, y paridas con la imaginación y sacadas a la luz y escritas con temeridad, han aumentado el número de los herejes.

Toda naturaleza en cuanto tal es buena

33. Pero se les ha de impeler, sobre todo de una manera, a que comprendan, si son capaces, con cuánta verdad se dice en la Católica que Dios es el autor de todas las naturalezas. Me refiero a aquella de que me ocupé antes cuando decía: Vitupero contigo la pestilencia, la ceguera, el turbio cieno, la horrible impetuosidad, la corruptibilidad, la crueldad de los príncipes y cosas semejantes; alaba tú conmigo la forma, la distinción, el orden, la paz, la unidad de las formas, el ajuste de los miembros, las proporciones, la respiración vital, el justo punto de la salud, la función rectora y moderadora del alma y la servidumbre del cuerpo, la semejanza y concordia de las partes en cada una de las naturalezas, tanto las que habitaban, como las habitadas, etc. Si quisieran prestar atención sin terquedad, comprenderían que ellos misinos mezclan los bienes y los males, cuando hablan de aquella tierra, en la que creen que existía únicamente el mal supremo y que, en consecuencia, si eliminan los males mencionados, quedan sin reproche alguno los bienes que fueron alabados; si, por el contrario, se eliminan los bienes, desaparece la naturaleza misma. De donde ya advierte, quien puede ver, que toda naturaleza en cuanto naturaleza es un bien, puesto que en una y misma cosa en la que yo hallé qué alabar y él qué vituperar, si se le quita aquello que es un bien, desaparece en cuanto naturaleza; si, por el contrario, se elimina lo que desagrada, permanecerá como naturaleza incorrupta. Elimina de las aguas su ser cenagosas y turbias: quedan las aguas limpias y tranquilas; elimina de las aguas la concordia de las partes: no habrá agua. Así pues, si eliminado aquel mal permanece la naturaleza más pura, y eliminado el bien no persiste naturaleza alguna, la naturaleza la constituye el tener un bien, mientras que el tener un mal no pertenece a ella, sino que es contra ella. Elimina del viento el horror que causa y la excesiva impetuosidad que te desagrada: puedes pensar en un viento suave y moderado; elimina del viento la semejanza de sus partes por la que su cuerpo se perpetúa en la unidad y se halla en paz consigo mismo para ser cuerpo: no subsistiría naturaleza alguna de viento en que puedas pensar. Es cosa de nunca acabar el seguir con otras naturalezas, pues es evidente para quienes juzgan sin partidismos que cuando los maniqueos mencionan estas naturalezas les añaden ciertos vicios que las hacen desagradables y que, si los eliminamos, las naturalezas siguen existiendo y mejores. De donde se comprende que las naturalezas en cuanto naturalezas son buenas, puesto que si las quitas alternativamente todo lo que tienen de bueno no habrá naturaleza alguna. Fijaos también, quienes queréis juzgar rectamente, en aquel príncipe feroz. Considerad cuántas cosas dignas de alabanza le quedan, si se le priva de su ferocidad: la estructura del cuerpo, el ajuste de los miembros de una y otra parte, la unidad de su forma y la paz de sus partes unidas entre sí, el orden y la disposición del alma que gobierna y del cuerpo que obedece y es vivificado. Si se le priva de todas estas cosas y de otras que quizá no enumeré, no habrá naturaleza alguna de él.

No hay naturalezas sin algún bien

34. Pero quizá digáis que esos males no pueden eliminarse de esas naturalezas y, por tanto, han de considerarse como naturales. Ahora no se pregunta qué puede o no puede quitarse; pero en verdad no aporta poca luz para comprender que todas las naturalezas en cuanto naturalezas son buenas el hecho de que tales bienes puedan pensarse independientemente de tales males, mientras que ninguna naturaleza puede pensarse sin tales bienes. En efecto, yo puedo pensar en las aguas sin la agitación y el fango, pero no se le ocurre al alma, ni puede experimentarse de modo alguno, alguna especie de cuerpo sin la paz de sus partes unidas. Y por esto mismo, ni siquiera aquellas aguas cenagosas pudieron existir sin ese bien, al cual deben el poder ser una naturaleza corpórea. Afirmáis que esos males no pueden eliminarse de tales naturalezas. Se os responde que tampoco pueden eliminarse de ellas esos bienes. ¿Por qué, pues, queréis que se llamen males naturales a esas realidades en atención a aquellos males que creéis que no se les pueden quitar, y no queréis que se hable de bienes naturales en atención a aquellos bienes que se os demuestra que no se les pueden quitar? Sólo queda que busquéis —pues ésta es la última palabra— de dónde proceden aquellos males que también a mí me desagradan, como yo mismo reconocía. Os responderé quizá, si vosotros me decís antes de dónde proceden aquellos bienes que vosotros mismos os veis obligados a alabar, si no queréis que vuestro corazón caiga en el mayor de los absurdos. Mas ¿por qué he de buscar yo tal cosa, si ambos confesamos que todos los bienes, cualesquiera que sean e independientemente de su grandeza, proceden del único Dios que es sumamente bueno? Ofreced resistencia vosotros mismos a Manes que juzgó que en esa tierra de las tinieblas, inventada por él, hay tantos y tan grandes bienes: los que hemos mencionado y justamente alabado, a saber, la paz y la concordia de las partes en cada una de las naturalezas, la salud y el vigor de los seres animados y demás cosas que ya da vergüenza repetir; pero de tal manera que intentó desvincularla de aquel Dios al que confiesa autor de todos los bienes. No vio tales bienes, al fijarse únicamente en lo que le desagradaba. Es el caso de alguien que, aterrado por el rugido de un león, y viéndole arrastrar y destrozar los cuerpos de las bestias y de los hombres que hubiese apresado, se viese abatido con una como debilidad infantil y con tanto temor en su alma que, considerando sólo su ferocidad y crueldad, y desatendiendo totalmente las demás cosas que posee y pasando por alto la naturaleza de ese ser animado, gritase que era no sólo un mal, sino un gran mal, con exageración proporcionada a su temor. Si, por el contrario, viese llevar un león amansado, domada ya su ferocidad, sobre todo si nunca antes le hubiese aterrorizado, se pararía con tranquilidad y sin temor a contemplar y alabar su belleza. Al respecto yo no diré más de lo que concierne particularmente a este asunto, a saber: que puede acontecer que alguna naturaleza resulte molesta por algún motivo y de ahí nazca la aversión hacia toda ella, no obstante ser claro que es mucho mejor la forma de una bestia viva y verdadera, incluso cuando infunde terror en la selva, que la de otra, pura imitación y simulación, cuando se la alaba pintada en un mural.

Quizá no nos engañe Manés con este error ni nos vuelva ciegos para contemplar la hermosura de las naturalezas, cuando vitupera en ellas algunas cosas de tal manera que obligue a sentir desagrado total frente a lo que no puede vituperar en su totalidad. Y de este modo, situando nuestra alma en un juicio equilibrado, preguntemos ya de dónde proceden los males que acompañan a aquellos bienes y que también yo desapruebo, según he afirmado. Esto lo veremos más fácilmente, si somos capaces de reducirlos todos a un solo término.

El mal y la corrupción

35. ¿Quién dudará de que todo eso a lo que llamamos mal no es otra cosa que la corrupción? Ciertamente los distintos males pueden designarse con distintos términos, pero el mal de todas las cosas en las que se puede advertir alguno es la corrupción. Pero la corrupción de un alma sabia se denomina ignorancia; la corrupción del alma prudente, imprudencia; la corrupción del alma justa, injusticia; la corrupción de la fuerte, flojedad; la corrupción de la que se halla en quietud y tranquilidad, ambición o miedo o tristeza o jactancia; luego, la corrupción de la salud de un cuerpo animado, dolor y enfermedad; la corrupción de las fuerzas, cansancio; la del descanso, fatiga. La corrupción de la hermosura en un único cuerpo, fealdad; la de la rectitud, torcedura; la del orden, perversidad; la de la integridad, división, fractura o disminución. Es cosa larga y difícil mencionar por su nombre todas las corrupciones de estas cosas que he mencionado y de otras innumerables, puesto que muchas que se hallan en el cuerpo pueden hallarse igualmente en el alma. Son innumerables las cosas en las que la corrupción recibe un nombre específico. Con todo, ya es fácil ver que la corrupción no daña nada, sino en cuanto destruye el estado natural, y que, por tanto, ella no es una naturaleza, sino algo contra la naturaleza. Y si no se halla en las cosas otro mal que la corrupción y la corrupción no es una naturaleza, ninguna naturaleza es verdaderamente un mal.

Si quizá no sois capaces de comprender esto, considerad que todo lo que se corrompe, se ve disminuido en algún bien, puesto que si no se corrompiese, estaría incorrupto; si, por el contrario, tampoco pudiese corromperse en absoluto, sería incorruptible. Es necesario, sin embargo, que, si la corrupción es un mal, tanto la incorrupción como la incorruptibilidad sean un bien. Pero ahora no se plantea el problema acerca de la naturaleza incorruptible; tratamos de las naturalezas que pueden corromperse. A éstas, mientras están sin corromperse, se las puede llamar incorruptas, pero no incorruptibles. En efecto, únicamente se llama con propiedad incorruptible a lo que no sólo no se corrompe, sino que tampoco puede corromperse en ninguna de sus partes. Por tanto, cualesquiera naturalezas que se mantengan incorruptas, aunque puedan corromperse, cuando comiencen a sufrir la corrupción, por ese mismo hecho se ven disminuidas en aquel bien por el que eran incorruptas, un bien ciertamente grande, porque la corrupción es un gran mal. Y cuanto sea el tiempo en que la corrupción puede aumentar en ellas, tanto es también el tiempo en que poseen el bien en el que pueden disminuir. En consecuencia, aquellas naturalezas que, según la imaginación de Manes, existían en la tierra de las tinieblas, o podían corromperse o no podían; si no podían, eran incorruptibles, bien mayor que el cual no hay otro; si podían, o bien sufrían la corrupción o bien no la sufrían; si no la sufrían, se mantenían incorruptas, lo que vemos que no puede afirmarse sin que sea objeto de alabanza; si, por el contrario, la sufrían, veían que les disminuía su gran bien. Si disminuían en esos bienes, poseían un bien que les disminuía. Y, si tenían un bien, aquellas naturalezas no eran el sumo mal, y toda la fábula maniquea resulta una falsedad.

Origen del mal, es decir, de la corrupción

36. Mas, después de haber preguntado qué es el mal, y haber conocido que no es una naturaleza, sino algo contra la naturaleza, es lógica la pregunta por su origen. Si Manés se la hubiese hecho así, quizá se hubiese deslizado menos por las estrecheces de tan gran error. El preguntó por la procedencia del mal en el orden y momento indebido, puesto que no se había hecho antes la pregunta sobre qué era. Por eso, al hacerla no le pudieron salir al encuentro otra cosa que vanas imaginaciones, de las que un alma alimentada abundantemente mediante los sentidos de la carne con dificultad podía librarse. Alguien deseando no ya litigar, sino evitar el error, dirá: «¿De dónde procede esta corrupción, que advertimos que es como el mal general de las cosas que son buenas, aunque corruptibles?» Quien pregunta en tales condiciones, al instante hallará la verdad al pedir con gran ardor y pulsar piadosamente con constante perseverancia: Los hombres pueden traer en cierto modo a la memoria las cosas mediante los signos que son las palabras, pero quien enseña es el único verdadero maestro, la misma verdad incorruptible, el único maestro interior. Él se hizo también maestro exterior para llamarnos de lo exterior a lo interior, y tomando la forma de siervo, se dignó aparecer humilde a los que yacían, para que, al levantarse, se les mostrase su sublimidad. Supliquemos en su nombre e, implorando la misericordia del Padre por su mediación, investiguemos estas cosas. A quienes preguntan de dónde procede la corrupción, se les puede responder de entrada brevísimamente, diciéndoles: procede del hecho que estas naturalezas que pueden corromperse no han sido engendradas de Dios, sino que han sido hechas por él de la nada. Puesto que la razón superior sedemostró que eran buenas, nadie puede decir rectamente: «Dios no debía haber hecho estas cosas buenas»; si, por el contrario, dijere: «Las debía de haber hecho sumamente buenas», es preciso que comprenda que el sumo bien es aquel que hizo estas cosas buenas.

Sólo Dios es sumamente bueno

37. «¿Qué mal habría —dices tú— en que también estas cosas hubiesen sido hechas sumamente buenas?» Y, sin embargo, si alguien, aceptando y creyendo que Dios Padre es el soberano bien, nos preguntase, en el caso de que existiese alguna otra cosa sumamente buena, de dónde nos parecería a nosotros, juzgando con piedad, que procedía, nuestra respuesta no sería ciertamente recta si no dijéramos que de Dios Padre, que es sumamente bueno. Así pues, recordemos que lo que es de Dios Padre ha nacido de él, sin haber sido hecho por él de la nada y que, por tanto, también es sumamente, es decir, incorruptiblemente bueno, y vemos que es injusto desear que las cosas hechas por él de la nada sean tan sumamente buenas, como es sumamente bueno aquel a quien engendró de sí; pues, si no lo hubiese engendrado único, no hubiese engendrado lo que él es, puesto que él es único. Por tanto, es propio de ignorantes e impíos buscar hermanos al Hijo único por quien el Padre hizo de la nada todas las cosas, a no ser en su condición humana en la que se dignó aparecer. Por eso las Escrituras hablan de él como unigénito y como primogénito: unigénito del Padre, primogénito de entre los muertos. Dice así: Y vimos su gloria, como la del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad15. Y Pablo a su vez: Para que él sea el primogénito entre muchos hermanos16.

Y si dijéramos: «No son buenas estas cosas hechas de la nada, sino sólo la naturaleza de Dios», sería señal de envidia ante tan grandes bienes. Además, es palabra llena de impiedad el considerar una injuria el no ser lo que es Dios y, en consecuencia, no querer ser un cierto bien por el hecho de que se le antepone Dios. Te suplico, naturaleza del alma racional, que toleres el ser un poco menos que Dios. La diferencia es tanto menor cuanto que después de él no hay nada mejor que tú; toléralo, repito, y sé manso con él, no sea que te arroje a los abismos, en donde, por las estrecheces que conlleva el castigo, te parezca cada vez más vil el bien que eres. Si sientes indignación porque Dios te antecede, eres soberbia ante él, y tienes sentimientos injuriosos para con él, si no te congratulas con dicha inefable de que eres un bien tan grande que sólo él es superior a ti. Establecido y asegurado esto, no digas cosas como ésta: «Dios no debió hacer otra naturaleza fuera de mí; no quisiera que hubiese hecho algún bien después de mí», pero no debió ser el último el bien que va a continuación de Dios. Aquí se manifiesta sobre todo cuan gran dignidad te otorgó Dios, el único que por su naturaleza domina sobre ti, al crear otros bienes sobre los cuales también tú tengas dominio. Y no te cause extrañeza el que ahora no te sirvan plenamente y que incluso alguna vez te atormenten. Tu Señor tiene potestad mayor que la tuya sobre las cosas que están a tu servicio, pues la suya es potestad sobre los siervos de tus siervos. ¿Qué tiene de extraño el que aquellas cosas sobre las que tenías dominio se hayan convertido en castigo para ti que has pecado, es decir, desobedecido a tu Señor? ¿Hay cosa más justa? ¿Qué existe más justo que Dios? Eso lo mereció la naturaleza humana en Adán, pero no es el momento para hablar de ello. Dios muestra ser dominador justo en los justos premios y en los justos castigos, en la felicidad de los que viven santamente y en el tormento de quienes pecan. Con todo, no has sido abandonada sin misericordia tú, a quien te llama a que vuelvas mediante ciertas combinaciones de acontecimientos y de tiempos. Así, gracias al justo decreto del altísimo creador, se llegó hasta los bienes terrenos que se corrompen y vuelven a recuperar su forma para que tuvieses mezclados alivio y tormento, a fin de que alabases a Dios al deleitarte por la ordenación de los bienes, y buscases refugio en él, ejercitada por la experiencia de los males. De este modo, en la medida en que te sirven, los bienes terrenos manifiestan que tú eres su señora, y, en cuanto te resultan molestos, te enseñan a servir a tu Señor.

La naturaleza proviene de Dios; la corrupción, de la nada

38. Por lo cual, aunque el mal sea una corrupción y aunque no proceda del creador de las naturalezas, sino que se deba al haber sido hechas de la nada, bajo la dirección y gobierno de todo por parte de Dios, su autor, la misma corrupción está encuadrada en un orden de tal manera que no daña sino a las naturalezas ínfimas para suplicio de los condenados y ejercitación y admonición de los que vuelven (a él), para que se adhieran a Dios incorruptible y permanezcan incorruptos. En esto consiste nuestro único bien, como dice el profeta: Mi bien consiste en adherirme a Dios17. No digas tampoco: «Dios no debía haber hecho naturalezas corruptibles». En cuanto son naturalezas, las hizo Dios; en cuanto son corruptibles, no las hizo él, pues ninguna corrupción procede de él que es el único incorruptible. Si comprendes esto, da gracias a Dios; si no lo comprendes reposa y no condenes temerariamente lo que aún no has entendido. Suplícale a él, luz de la mente; centra tu atención para que puedas comprender. Al decir «naturaleza corruptible» he empleado dos términos, no uno; igualmente, cuando alguien dice «Dios hizo de la nada», no oímos una realidad, sino dos. Asocia, pues, el primer par al segundo y cuando oigas «naturaleza», refiérela a Dios y, cuando oigas «corruptible», a la nada, de manera, sin embargo, que la corrupción misma, aunque no proceda de la obra de Dios, ha de ser dispuesta por su potestad según el orden de las cosas y los méritos de las almas. De esta manera decimos correctamente que de él procede el premio y el suplicio. En consecuencia, él no creó la corrupción, aunque pueda entregar a la corrupción a quien la haya merecido, es decir, a quien personalmente haya de corromperse por el pecado, para que experimente, sin quererlo, la corrupción que le tortura quien, queriendo, ocasionó la corrupción que le halagaba.

En qué sentido vienen los males de Dios

39. Yo hago los bienes y creo los males18. Estas palabras no están escritas sólo en el Antiguo Testamento, sino también, aún más claramente, en el Nuevo. En él dice el Señor: No temáis a quienes dan muerte al cuerpo y no pueden hacer más; temed más bien a quien, tras haber dado muerte al cuerpo, tiene poder para arrojar el alma al infierno19. El apóstol Pablo atestigua con toda evidencia que a la corrupción voluntaria se añade por juicio divino una corrupción punitiva, cuando dice: El templo de Dios es santo y ese templo sois vosotros; a todoel que corrompe el templo de Dios, Dios lo corromperá a él20. Si esto estuviera escrito en el Antiguo Testamento, ¡qué invectivas no lanzarían los maniqueos contra Dios, acusándole de corruptor! Temiendo tal término, muchos traductores latinos no quisieron poner «corromperá», y pusieron: Dios «le hará perecer», y sin desviarse del contenido evitaron la dificultad que ofrecía el término. Pero los maniqueos no se desatarían menos en denuestos contra el Dios que hace perecer si esas palabras las hallasen escritas en la ley antigua o en los profetas. Los ejemplares griegos los declaran convictos. En ellos está escrito con toda claridad: A todo el que corrompe el templo de Dios, Dios le corromperá a él. Si alguien les pregunta en qué sentido se dijo, para no considerar a Dios como corruptor, exponen al instante que «corromperá» se dijo en el sentido de «entregará a la corrupción» o cualquier otro que les sea posible. Si tuviesen esa misma actitud frente a la ley antigua, comprenderían en ella muchas cosas dignas de admiración y, si aún no las hubiesen entendido, no las lacerarían con odio, sino que diferirían su examen, pero siempre respetándolas.

La corrupción tiende al no ser

40. Si alguien no cree todavía que la corrupción proviene de la nada, para comprenderlo ponga ante sí estas dos cosas: «ser» y «no ser», como teniendo un origen diverso. Así caminaremos más lentamente con los lentos. Luego ponga como en el medio algo, por ejemplo, el cuerpo de un ser vivo, y pregúntese a qué parte tiende, si al ser o al no ser, en tanto que se forma y nace, en tanto que aumenta su forma, se nutre, se vigoriza, se fortalece, adquiere hermosura, se afirma, y en la medida en que permanece y en cuanto se estabiliza. Ese no dudaría de que ciertamente hay algo en el mismo comienzo, pero que cuanto más se afianza y se afirma en forma, belleza y valor, tanto más se hace realidad su ser, y tiende hacia aquella parte en que está colocado el ser. Comience ahora a corromperse; debilítese todo su estado, mengüen las fuerzas, agótese la fortaleza, vuélvase fea la forma, destrúyase la trabazón de los miembros, consúmase y desaparezca la concordia de las partes. Pregunte también ahora por esta corrupción: hacia dónde tiende, si hacia el ser o hacia el no ser. No pienso que sea tan ciego y torpe de mente que dude qué ha de responderse a sí mismo, y no experimente que cuanto más se corrompe algo, tanto más tiende hacia la destrucción, hacia el no ser. Si hemos de creer que Dios es inmutable e incorruptible, y es manifiesto que eso a lo que se llama nada no existe en absoluto; y si te colocas ante el ser y el no ser, y conoces que cuanto más se acrecienta la forma de algo tanto más tiende hacia el ser y que cuanto más aumenta la corrupción tanto más tiende al no ser, ¿por qué dudas en decir, respecto a cualquier naturaleza corruptible, qué procede en ella de Dios, qué de la nada, dado que la forma es conforme a la naturaleza y la corrupción contra ella? La forma, al aumentar, fuerza a ser y confesamos que Dios es el sumo ser; en cambio, la corrupción, al aumentar, fuerza a no ser, y consta que lo que no es no es nada. ¿Por qué, repito, dudas en decir qué procede de Dios y qué de la nada en la naturaleza corruptible, de la que afirmas que es naturaleza y que es corruptible? Y ¿por qué buscas una naturaleza contraria a Dios, si, confesando que es el sumo ser, adviertes que nada le es contrario?

La corrupción procede de nosotros con el permiso de Dios

41. «¿Por qué entonces —preguntas— quita la corrupción a la naturaleza lo que Dios le dio?» No se lo quita más que cuando lo permite Dios. Y él lo permite cuando lo juzga conforme al orden y justicia según la jerarquía de los seres y los méritos de las almas. La forma de la voz emitida pasa y perece en el silencio y nuestro hablar se desarrolla por la desaparición y sucesión de las palabras que pasan, y la distinción, hecha con elegancia y suavidad, le viene de los proporcionados espacios de silencio que se intercalan. Tal es el caso también de la hermosura ínfima de las naturalezas temporales: se hace realidad mediante el pasar de las cosas, y la distinción la establece la muerte de los que nacen. Si nuestros sentidos y memoria pudiesen captar el orden y los modos de tal belleza, nos agradaría tanto que ni siquiera osaríamos llamar corrupción a las menguas por las que se establece la distinción. El hecho de que nos causen fatiga en una parte de su belleza, cuando nos abandonan las cosas temporales que fluyen y a las que amamos, es un cumplir el castigo por el pecado y una invitación a amar las realidades sempiternas.

Exhortación a buscar el sumo bien

42. No busquemos, pues, en esta hermosura lo que ella no ha recibido; es ínfima precisamente porque no ha recibido lo que buscamos. Alabemos a Dios en el bien que recibió, dado que, aúneme ínfima, Dios le otorgó el gran bien de la forma. No nos adhiramos a ella como sus amantes, antes bien traspasémosla en cuanto loadores de Dios, para cine, situados sobre ella, la juzguemos a ella en vez de ser juzgados por ella, si nos mantenemos unidos a ella. Apresurémonos por llegar a aquel bien que ni va de un lugar a otro, ni se desarrolla como el tiempo y del que reciben su forma exterior e interior todas las naturalezas sujetas al lugar y al tiempo. Para verle, purifiquemos el corazón por la fe en nuestro Señor Jesucristo que dijo: Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios21. Para contemplar tal bien no es preciso disponer los ojos con los que vemos esta luz que se extiende localmente, aunque no íntegra en todas partes, pues en un lugar tiene una parte y en otro otra. Purifiquemos aquella mirada por la que se puede ver, en la medida en que es posible en esta vida, lo que es justo y piadoso, y cuál es la hermosura de la sabiduría. Quien ve estas realidades 1as antepone con mucho a la plenitud de todos los espacios locales, y experimenta que para verlos no se extiende por ellos la mirada de su mente, sino que queda fija por su poder incorpóreo.

Conclusión

43. Dado que las fantasías que nuestro pensamiento remueve y almacena, extrayéndolas de los sentidos carnales por la imaginación, son grandes enemigas de esta visión espiritual, detestemos esta herejía que, otorgando fe a sus fantasías, no sólo dislocó y extendió por espacios, aunque infinitos, la sustancia divina, cual si fuera una enorme mole, sino que también la truncó por una parte, a fin de hallar un lugar para el mal. No pudo ver que el mal no es una naturaleza, sino algo contra la naturaleza. Al mismo mal lo adornó de tal hermosura, de las formas y la paz de las partes que vige en cada naturaleza —porque sin estos bienes no podría pensar en ninguna naturaleza—, que los males que en ella vitupera quedan sepultados por la abundancia de bienes.

Acabe aquí este volumen; en otros libros, si Dios lo permite y me ayuda, rebatiré los restantes delirios de Manés.