LIBRO II
Plan de este libro
I. 1. Entro ya en la materia que, según mi plan, me propuse desarrollar en tercer lugar. Con la ayuda de Dios, confío, ¡oh Juliano!, destruir tus ardides mediante testimonios tomados de los escritos de egregios obispos que con gran competencia han comentado las Sagradas Escrituras. No pretendo ahora hacer ver que su pensamiento acerca del pecado de origen armoniza con la fe católica, porque ya en la primera parte de esta obra quedó esto bien probado y es patente a cuántos ilustres doctores de la Iglesia y santos das el odioso nombre de maniqueos. Demostraré, pues, que, con perversa intención de perjudicar, acusas de herejes ante los indoctos a los que con gran celo han defendido la doctrina y la fe de la Iglesia católica contra los heterodoxos. Mi objetivo actual es refutar con palabras de estos santos doctores todos los argumentos que aducís para no creer que el hombre al nacer está contaminado por el pecado original. Y no dudo que el pueblo cristiano prefiera adherirse al sentir de estos eximios varones y no a vuestras profanas novedades.
2. Estos son vuestros formidables argumentos básicos con los que atemorizáis a los débiles y a los poco versados en las Escrituras para que no puedan contestar a vuestros razonamientos. Decís que nosotros, al confesar el dogma del pecado original, "reconocemos al diablo como creador de los hombres; condenamos el matrimonio; no admitimos que en el bautismo se perdonen todos los pecados; acusamos a Dios de injusticia y quitamos a los hombres la esperanza de llegar a la perfección". Estas son las consecuencias que sacáis si nosotros creemos que los niños nacen con el pecado del primer hombre y bajo el poder del diablo si no son regenerados en Cristo.
Decís: "El creador de los niños es el diablo, si traen su origen de la herida que el diablo causó a la naturaleza humana en el momento de la creación. Se condena el matrimonio si se afirma que hay en él algo que hace culpables a los que nacen en él. No se perdonan todos los pecados en el bautismo, si en los esposos bautizados permanece un vicio que transmiten a sus hijos, fruto de su unión. Y ¿cómo no va a ser Dios injusto, si a los bautizados perdona sus pecados personales, si condena a un niño creado por él, porque contrae un pecado ajeno, que ni conoce ni quiere, al nacer de unos padres a quienes les han sido perdonados todos sus pecados personales? Ni la virtud, que se opone al vicio, puede llegar a la perfección, pues los vicios connaturales no pueden desaparecer; de manera que no pueden considerarse como vicios. No peca el que no puede ser sino como ha sido creado".
3. Si con fiel solicitud indagarais estas cosas y no impugnarais, con la audacia de un infiel, verdades admitidas en todos los tiempos por la fe católica, sostenido por la gracia de Cristo podías llegar un día a penetrar en los misterios escondidos a sabios y prudentes, pero revelados a los pequeñuelos 1. Y, aunque el Señor no quiere privar a nadie de la abundancia de sus dulzuras, las reserva, sin embargo, para los que le temen, plenifica a los que ponen en él su esperanza y no en sí mismos.
Nosotros decimos lo que dice la fe, de la que está escrito: Si no creéis, no entenderéis 2. No es el diablo, sino el Dios verdadero, verdaderamente bueno, el Creador de los hombres y el que de una manera inefable sabe hacer de las inmundicias cosas puras; ningún hombre nace limpio, y ha de permanecer bajo el dominio del espíritu impuro hasta ser purificado por el Espíritu Santo. Afirmamos más: no hay crimen en el matrimonio cualquiera que sea la contaminación de la naturaleza, porque el bien del matrimonio se distingue del vicio de la naturaleza. Decimos: no hay en Dios iniquidad cuando castiga como merecen ya sea el pecado original, ya sean los pecados personales; pero sí se mostraría injusto y débil si admitiéramos que los hijos de Adán no fueran culpables del pecado de origen ni de pecados personales, y, sin embargo, permitiese o hiciese pesar sobre ellos un yugo pesado desde el día de su nacimiento hasta el día de su retorno al seno de la madre de todos 3. Ni debemos desesperar de alcanzar la perfección en la virtud ayudados por la gracia del que puede cambiar, mejorándola, y sanar la naturaleza, viciada desde su origen.
Combate Ambrosio el error pelagiano
II. 4. Cumplo mi promesa. No es mi intención refutar, por el testimonio de los santos, vuestros cinco argumentos uno por uno, en los que resumís todo cuanto se refiere a la cuestión que nos ocupa, y en los que largamente discutís contra la fe católica. Rechazaré vuestras objeciones con textos de obispos católicos, y, según la naturaleza de sus testimonios me lo permita, pienso demoler y arrasar uno por uno vuestros argumentos o el conjunto en bloque. Como, por ejemplo, este del bienaventurado Ambrosio, tomado de su libro De arca Noé: "Por uno, el Señor Jesús, vino la salvación a las naciones; el único justo, que no lo sería, en medio de la corrupción del género humano, de no nacer de una Virgen, y si por este nacimiento milagroso no estuviera exento de la condenación común a todos los hombres. En iniquidades he sido concebido y en delitos me parió mi madre 4, dice el hombre tenido por el más santo de todos. ¿A quién llamar justo sino al que siempre estuvo libre de ataduras vinculantes de la madre naturaleza? Todos los hombres gemimos bajo la ley del pecado. Después de Adán reinó la muerte en todos. Venga un solo justo a la presencia de Dios, del que no sólo se pueda decir sin reservas que no pecó con sus labios 5, sino sencillamente que no pecó 6.
Di ahora, si te atreves, que el bienaventurado Ambrosio tiene al diablo por creador de todos los hombres que nacen por ayuntamiento de los dos sexos porque enseña que, a excepción de Cristo, por su concepción en el seno de una Virgen, se vio libre de la común condena de los hombres, todos los demás nacidos de Adán vienen al mundo con la cédula del pecado, siembra del diablo en el mundo. Acúsale de condenar el matrimonio porque enseña que sólo el hijo nacido de una virgen está sin pecado. Acúsale de haber negado sea al hombre posible progresar en la virtud porque afirma que desde el instante de su concepción llevan los niños el germen de los vicios connaturales al hombre. Dile lo que piensas me has dicho a mí con delicada firmeza en el primero de tus libros. "No pecan -dices- los que nosotros afirmamos que pecan, porque cada uno, no importa por quién sea creado, se encuentra en la necesidad de vivir según la condición en que fue creado, y nadie puede actuar contra su naturaleza". Di todo esto al bienaventurado Ambrosio, o di, junto con él, lo que con tanto orgullo y en términos tan injuriosos, procaces y petulantes has dicho de mí. Quizá se puede decir de Ambrosio que en sus palabras no infama el sacramento del bautismo, como si no hubiera en él plena remisión de pecados; ni acusa a Dios de injusticia, como si castigase en los hijos pecados ajenos, ya en los padres perdonados, porque en este pasaje no habla de los hijos de los bautizados.
Es cierto, Ambrosio no dice nunca que el diablo sea el creador del hombre, ni condena el matrimonio, ni cree que la naturaleza humana sea incapaz de progresar en la virtud: al contrario, reconoce y confiesa que existe un Dios supremo, soberanamente bueno, creador del hombre entero; esto es, alma y cuerpo; y honra el matrimonio en lo que tiene en sí de bueno y no arrebata al hombre la esperanza de alcanzar la perfección de la justicia. Quedan, pues, anulados vuestros tres argumentos por la autoridad de varón tan ilustre, y no puedes ya reprocharme por decir sobre el pecado original lo que él dice, sin atribuir al diablo la creación del hombre, ni condenar el matrimonio, ni considerar un imposible que el hombre alcance la perfección de la justicia.
Testimonios de Cipriano y Gregorio de Nacianzo
III. 5. En relación con vuestros dos argumentos que se refieren al bautismo, vamos a ver en seguida qué dice este santo varón y cómo os aplasta con el ingente peso de su autoridad. Dice en su libro contra los novacianos: "Todos los hombres nacemos en pecado y nadie es concebido sin pecado, como lo vemos por las palabras de David: He sido concebido en iniquidades y en delitos me alumbró mi madre 7. Por eso, la carne de Pablo era un cuerpo de muerte, como el mismo declara: ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? 8 Pero la carne de Cristo no conoció pecado, y lo crucificó en su muerte para que de nuestra carne, degradada antes por la culpa, surgiese la justificación por la gracia".
Bastan estas palabras para desarbolar de un golpe todos vuestros argumentos. Si todos, en efecto, en cuanto hombres, nacemos en pecado y nadie es concebido sin pecado, ¿por qué me acusas como si yo dijera que el diablo es creador del hombre, si no he dicho otra cosa que lo que dice este doctor, que ni por sueños piensa en la posibilidad de que sea el diablo el creador del hombre? Si, pues, todo hombre viene al mundo bajo la ley del pecado, y David lo proclama cuando dice que ha sido concebido en iniquidades y en delitos lo parió su madre 9, y estas palabras no condenan el matrimonio, ¿por qué entonces me acusas de condenar el matrimonio y no te atreves a decirlo de Ambrosio? En consecuencia, si todos nacemos en pecado y nuestra misma concepción está viciada, con razón llama Pablo a su carne cuerpo de muerte, según sus palabras: ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? 10 ¿Ves cómo Pablo quiere ser incluido en estas palabras? Su hombre interior se deleitaba en la ley de Dios, pero en sus miembros sentía otra ley que luchaba contra la ley de su espíritu, y por eso llamaba a su carne "cuerpo de muerte". No habitaba el bien en su carne, y por eso, no obraba el bien que quería, sino que hacía el mal que odiaba 11. He aquí triturada vuestra causa, y, arrebatada como tamo que lleva el viento sobre haz de la tierra 12, desaparecerá de los corazones, que habíais empezado a deslumbrar, si es que quieren renunciar a todo espíritu de tozudez y controversia.
¿Es que Pablo no estaba bautizado? ¿O es que aún quedaba en él un resto de pecado original o de pecados personales cometidos por ignorancia o con plena advertencia, y no le habían sido perdonados del todo? ¿Por qué, pues, este lenguaje sino porque lo que yo escribí en mi libro, que te jactas de haber impugnado, es la verdad? La ley del pecado habita, en efecto, en los miembros de este cuerpo de muerte; se nos perdonan, sí, los pecados en el sacramento de nuestra regeneración espiritual, pero habita siempre en nuestro cuerpo de muerte, la mancha que nos hacía reos queda lavada en el sacramento, que confiere nueva vida a los fieles; pero permanece en nosotros y azuza las pasiones, contra las que han de combatir los fieles.
Esta doctrina arrasa hasta los cimientos vuestra herejía. Y esto hasta tal punto lo veis y teméis que para escapar al bloqueo de estas palabras del Apóstol ponéis sumo empeño en probar que no se trata en esta perícopa de la persona del Apóstol, sino de un judío cualquiera que vive aún bajo el imperio de la ley, no de la gracia, y, en consecuencia, ha de luchar contra las inveteradas costumbres de una vida licenciosa, como si la misma violencia de la costumbre desapareciese en el bautismo y los bautizados no tuvieran que luchar contra ella, y con tanto más ardor y coraje cuanto más agradables desean ser a los ojos de aquel que con su gracia les ayuda a salir vencedores del combate que han de sostener. Si con atención y sin contumacia consideraras esta verdad, descubrirías en la misma fuerza de la costumbre cómo la concupiscencia no se nos imputa a pecado aunque permanezca en nosotros. No se puede decir que no pasa nada en el hombre cuando se sienten los alfilerazos de su concupiscencia, aunque la voluntad no consienta en sus apetencias. Pero no es la fuerza de la costumbre lo que hace llamar San Pablo cuerpo de muerte a su carne, sino, como muy bien comprendió Ambrosio, porque todos nacemos en pecado y la misma concepción está viciada. En verdad que no duda el Apóstol le haya sido perdonado el pecado original en el bautismo; pero, al combatir contra los movimientos de la concupiscencia, y primero, temiendo sucumbir, luego no combatir tanto tiempo contra el enemigo aunque saliera triunfador, exclama: ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? La gracia de Dios, por Jesucristo nuestro Señor 13. Sabía él que no podíamos ser curados de estos movimientos de la concupiscencia si no es por aquel que nos sanó por la regeneración espiritual del pecado de origen. Es innegable que la sienten todos los que combaten con vigor la libido, no sus panegiristas impúdicos.
6. En su tratado De dominica oratione escribe el gran triunfador Cipriano: "Pedimos se cumpla la voluntad de Dios en el cielo y en la tierra. Ambas peticiones pertenecen a la perfección de nuestra incolumidad y salud. Porque tenemos un cuerpo, que viene de la tierra, y un espíritu, que viene del cielo. Por eso pedimos a Dios se cumpla su voluntad en uno y otro, es decir, en el cuerpo y en el espíritu. Existe lucha sin cuartel entre la carne y el espíritu; la concordia cotidiana es una mutua discordancia, y así no podemos hacer lo que queramos, porque mientras el espíritu busca las cosas celestes y divinas, la carne codicia las terrenas y perecederas. Por eso pedimos a Dios restablezca, con su gracia y ayuda, la paz y la concordia entre estas dos partes de nuestro ser, para que la voluntad de Dios tenga cabal cumplimiento en la carne y en el espíritu, y así el alma conserve su vigor de regenerada. Es lo que abiertamente declara el Apóstol cuando dice: La carne codicia contra el espíritu y el espíritu codicia contra la carne; los dos son entre sí contrarios, de suerte que no hacéis lo que queréis" 14.
¿Ves cómo instruye al pueblo de bautizados este eximio doctor? ¿Qué cristiano ignora que la oración dominical es la plegaria de un bautizado? Con estas palabras se quiere dar a entender que para la conservación y salud de la naturaleza humana no es necesario que la carne sea separada del espíritu, como si estas dos partes, una vez curado el hombre del vicio de la discordia, no pudieran coexistir en paz, como Manés necea. Esto significa ser librado de este cuerpo de muerte: para que lo que antes era cuerpo de muerte, se convierta en cuerpo de vida por la muerte, que pone fin a la discordia, no a la naturaleza. Por eso se puede clamar con el Apóstol: ¿Dónde está, muerte, tu guerrear? 15
No es en esta vida cuando se llega a la perfección, como lo declara el mismo mártir en su carta sobre la muerte. El Apóstol, dice, deseaba verse libre de las ataduras del cuerpo para estar con Cristo y no estar expuesto al pecado y a los vicios de la carne. ¡Con qué cuidado habla en esta oración dominical contra vuestro dogma, porque en vuestra fuerza ponéis vuestra confianza! Oíd cómo se expresa: "En vez de confiar en nosotros mismos, pidamos a Dios haga reinar, con su divina gracia la concordia entre carne y espíritu". Rima con lo que dice el Apóstol: ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? La gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor 16.
7. De estas verdades da testimonio San Gregorio (Nacianceno): "El alma -dice- se encuentra en trabajos y dificultades; y, cuando es hostilmente acosada por la carne, se refugia en Dios, pues sabe bien a quién debe pedir ayuda". Y para que nadie sospeche del obispo Gregorio en estas palabras sobre la hostilidad de la carne una naturaleza mala, según la absurda doctrina de los maniqueos, ve cómo sus sentimientos concuerdan en todos sus números con los de sus hermanos y colegas en el episcopado. Enseña, en efecto, que, si la carne codicia contra el espíritu, es para que una y otro se reúnan, al final de los tiempos, con su Creador después de librar rudos combates en la tierra; combates de los que ni los santos estuvieron inmunes durante su existencia.
Y en su Apologético escribe: "No menciono los combates que en nosotros libran nuestros propios vicios y pasiones, porque día y noche nos vemos asaeteados por rejones de fuego que atormentan nuestro cuerpo miserable; cuerpo de muerte ora de una manera solapada, ora a cara descubierta, cuando por todas partes nos incitan y encienden los halagos de las cosas visibles, y la viscosidad nos imana y como un hedor de estiércol circula por nuestras venas. Suma la ley del pecado, que habita en nuestros miembros y guerrea contra la ley del espíritu para esclavizar la imagen real que está dentro de nosotros con el fin de desvestirnos de nuestra primitiva condición divina. Por esto, apenas si se encontrará alguien que, a pesar de una conducta ajustada, durante largo tiempo, a los preceptos de una austera filosofía y por el conocimiento adquirido poco a poco sobre la nobleza del alma, enfoque los rayos de la luz que hay en él, unida ahora con el lodo y las tinieblas de su cuerpo, y los proyecte y refleje hacia Dios. Pero si, con la ayuda y la gracia de Dios, camina por la senda del bien, un día su cuerpo y su alma quedarán reunidos en su Creador; pues, tras larga y asidua meditación, se acostumbrará a elevar sus ojos al cielo y a despegarse de esta materia, a la que está fuertemente adherido y lo curva a las cosas de la tierra".
Reconoce, Juliano, hijo mío, el consenso que reina en este lenguaje católico y no quieras desafinar en este concierto. Cuando dice San Gregorio: "Somos combatidos dentro de nosotros mismos por nuestros propios vicios y pasiones; noche y día nos asaetean rejones de fuego que atormentan este cuerpo miserable, cuerpo de muerte", habla un bautizado de los que están bautizados. Y cuando dice: "La ley del pecado que habita en nuestros miembros combate la ley del espíritu 17", habla un bautizado y a los bautizados. Lucha es ésta de fieles cristianos, no de infieles judíos.
Si no luchas, cree; si luchas, reconócelo; ataca con valor la rebelde soberbia del error pelagiano. ¿No ves, no distingues, no reconoces que en el bautismo se perdonan todos los pecados, pero que en los bautizados permanecen aún deseos que se han de combatir, como si existiese una especie de guerra civil que se ha de sostener contra los vicios? Vicios, cierto, que no se pueden imputar como pecados si no arrastran el espíritu a ilícitas acciones y no le hacen concebir y parir el pecado. Se deben hacer todos los esfuerzos para triunfar de estos enemigos que no cesan de combatirnos. No están fuera de nosotros; son vicios nuestros, pasiones nuestras que hemos de frenar, encadenar, sanar; pero, mientras se curan, males nuestros son. Y, si pierden virulencia a medida que progresamos en la virtud, no desaparecen del todo mientras vivimos en la tierra. Cesarán, sí, por completo cuando el alma piadosa parta de este mundo, y ya no revivirán en un cuerpo resucitado.
Retorno a San Ambrosio
IV. 8. Retornemos a San Ambrosio. "La carne -dice- de Pablo era cuerpo de muerte, como él mismo lo grita: ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" 18 Así lo entendieron también Ambrosio, Cipriano, Gregorio, sin mencionar otros doctores de no menor autoridad. A esta muerte se le podrá decir al final de los tiempos: ¿Dónde está, muerte, tu agresividad? 19 Pero ésta es la gracia de los regenerados, no la de los engendrados. Porque, como añade San Ambrosio, "la carne de Cristo condenó el pecado, que él no pudo cometer en su nacimiento y muriendo crucificó". Al nacer no lo sintió en sí, al morir lo crucificó en nosotros. Por eso, la ley del pecado, en guerra contra la ley del espíritu, habitaba en los miembros del gran apóstol Pablo y se perdona en el bautismo, no desaparece. El cuerpo de Cristo estuvo exento de esta ley de la carne que codicia contra la ley del espíritu, porque la Virgen concibió sin estar sujeta a dicha ley. Pero, a excepción de María, ninguna otra mujer ha concebido sin estar sometida a esta ley, y, por eso, ningún hombre, excepto Cristo, está exento, en su primer nacimiento, de esta ley de la carne que combate contra la ley del espíritu.
Por esta razón, el venerable Hilario no tiene reparo en decir: "Toda carne viene del pecado". ¿Niega por esto que sea Dios autor de esta carne? Cuando decimos que la carne viene de la carne y que la carne viene del hombre, ¿negamos que venga de Dios? Viene, sí, de Dios, porque Dios la creó; viene del hombre, porque el hombre la engendra; viene del pecado, porque el pecado la corrompió. Mas Dios, que engendró un Hijo a él coeterno, pues en el principio existía ya la Palabra, por la que creó todo lo que no existía, creó en la persona de su Hijo, al hombre sin defecto, haciéndole nacer en el seno de una virgen, sin concurso de varón. Por él es el hombre regenerado después de su nacimiento; sana las heridas que le hacían culpable y, paulatinamente, la flaqueza que le queda.
Contra esta flaqueza del hombre regenerado, si tiene ya uso de razón, ha de luchar sin desmayo, como en combate que sostiene bajo la mirada y protección del Señor, porque la fuerza brilla en la debilidad 20. Y esto acaece cuando lo que en nosotros se aparta de la justicia es combatido por lo que en nosotros progresa hacia la justicia; para que en sucesivos avances, al triunfar, nuestro ser se mejore y no se deje, derrotado, resbalar por la pendiente del pecado. El niño, como aún no tiene uso de razón, no puede tomar parte, por propia iniciativa, ni en el bien ni en el mal; sus pensamientos no se inclinan a una u otra parte.
La razón, bien natural, y el mal del pecado de origen están en ellos como adormecidos; pero, a medida que los años avanzan y la razón se despierta, viene el mandato y revive el pecado. Y es entonces cuando, si son vencidos en el combate, serán condenados, y, si triunfan, serán salvos. No quiere esto decir que estarán libres de toda pena, aunque el niño abandone esta vida antes de despertarse el mal en él agazapado, porque el reato de este mal se contrae por generación y lo hace criminal, a no ser que por el sacramento de la regeneración se le perdone. Por esta causa son bautizados los niños, y no sólo para que puedan disfrutar de los bienes del reino de Cristo, sino para verse libres del reino de la muerte. Y eso sólo es posible "por aquel que en su carne condenó el pecado y en él no hizo presa al nacer, mas con su muerte lo crucificó; y así, por gracia, hizo florecer en nuestra carne la justicia, donde antes, por el pecado, reinaba la inmundicia".
9. En estas palabras de San Ambrosio vemos claro que el diablo no creó al hombre por bondad, pero sí lo vició con su malicia; que el mal de la concupiscencia no priva de su bondad al matrimonio; que en el sacramento del bautismo no queda sin lavar mancha alguna; que Dios no es injusto si, por ley de justicia, condena al que es culpable por ley del pecado, aunque esta ley, bajo cuyo imperio nace el hombre, no pueda hacer culpables a los renacidos en Cristo. Y, si es verdad que la virtud se perfecciona en la flaqueza, no podemos perder la esperanza de alcanzarla, pues la carne de Cristo, que condena y crucifica en su muerte lo que él no conoció, nos comunica, por gracia, la justicia, y en una carne donde antes reinaba el pecado.
Vuestros cinco argumentos no atemorizarán ya a los hombres, ni turbarán sus conciencias, ni os engañarán a vosotros mismos si prestáis fe a los obispos Ambrosio, Cipriano, Gregorio y a todos los santos e ilustres doctores de la Iglesia católica. Vosotros mismos sentís la ley del pecado que existe en los miembros del hombre carnal 21; ley que inspira a la carne apetencias contrarias a la ley del espíritu 22 e impone, incluso a los santos bautizados, la necesidad de combatirlas sin tregua. ¿Contra qué luchar, si el mal no existe? Pero el mal no es sustancia, sino un defecto en la sustancia; mal no imputable a los que han sido regenerados por la gracia de Dios; mal que la gracia nos ayuda a frenar; mal del que, por el don del Dios remunerador, hemos de ser definitivamente curados.
Continúa Ambrosio en el uso de la palabra
V. 10. Acaso digas: "Si los bautizados tienen aún que sostener combates, es contra los malos hábitos contraídos en su vida anterior y no contra el mal que traen de su nacimiento". Si esto afirmas, sin duda ves ya y concedes que existe en el hombre algo malo que no ha desaparecido, sino sólo en su reato, que hace al hombre culpable y se borra en el bautismo. Mas como esto apenas influye en la solución de nuestra causa, a no ser que se demuestre que este mal en nosotros innato es una consecuencia del pecado del primer hombre, escucha lo que dice con toda claridad Ambrosio en su Tratado sobre el evangelio de San Lucas, al explicar, en formas muy diversas, estas palabras de Cristo: En una misma casa estarán divididos tres contra dos y dos contra tres 23. Escribe: "Se pueden entender estas palabras del alma y de la carne separadas del gusto, del tacto y del regodeo de la lujuria, los cuales, en una misma casa, están en lucha contra los vicios y pasiones que les asaltan, y así cuerpo y alma se someten a la ley de Dios y se apartan de la ley del pecado. Aunque la discordia haya sido introducida en nuestra naturaleza por la prevaricación del primer hombre, de suerte que, si cada uno ama sus apetencias, no pueden caminar juntos hacia la virtud. Sin embargo, Cristo, nuestro salvador, nuestra paz, al descender del cielo, es para que abandonemos nuestras discordias y la ley cargada de preceptos, y por su cruz restableció la unión y concordia social e hizo de dos uno 24".
Y en otro pasaje de la misma obra, cuando habla de un manjar espiritual e incorruptible, dice: "La sabiduría es alimento del alma de exquisita dulzura, pues no causa pesadez al cuerpo ni excita torpes movimientos, sino que la transforma en ornato de la naturaleza; y lo que antes era posada de todos los vicios, se convierte en santuario de virtudes. Esto sucede cuando la carne, recobrado el vigor primitivo de su naturaleza, renuncia a toda rebelión contra el espíritu y se deja gobernar a voluntad del alma que la gobierna. Tal era la carne cuando Dios le dio por morada la soledad secreta del paraíso, hasta que, infatuado por el veneno de la serpiente maligna, causa de su ruina, sintió hambre sacrílega, se olvidó de los preceptos divinos, grabados en su corazón por mano de Dios, y se apagó a sus voraces deseos. Por esto, el pecado debe su nacimiento al cuerpo y al alma, pues ambos son sus progenitores. Cuando el cuerpo fue tentado, sintió el alma una morbosa compasión. Si hubiese frenado el apetito de su cuerpo, hubiese, en su nacimiento, ahogado el pecado, que se comunicó, como por un acto de virilidad corporal, al alma, y, debilitado su vigor, quedó empreñada y parió pesadas cargas para los demás".
11. En este pasaje, el doctor San Ambrosio, del que tu doctor hace grandes elogios, declara con toda nitidez y hasta la saciedad la naturaleza y origen del pecado original. ¿De dónde viene esta confusión primera y esta rebelión causadas contra el espíritu? Por la desobediencia de la carne, discordia que sólo la gracia de Dios puede sanar por Jesucristo nuestro Señor. Ves cómo la carne codicia contra el espíritu; ves de dónde viene esa ley que habita en nuestros miembros y lucha contra la ley del espíritu; ves cómo esta discordia entre carne y espíritu se ha convertido, por decirlo así, en una segunda naturaleza, cómo estas enemistades entre las dos partes de nuestro ser son fuente de todas las miserias que nos consumen, y a las que sólo la misericordia de Dios puede poner fin. No te opongas a mí, porque, si lo haces, considera a quién y a quiénes te opones. De mí has dicho "que todos mis esfuerzos tienden a no hacerme comprender"; y en algunos pasajes interpretas a tu talante mis palabras, abusando de los mermados de luces, y contestas a un breve opúsculo mío con la mole de tus cuatro libros.
Ambrosio derrama claridad, como un surtidor de luz, sobre todas estas cuestiones; no hay en sus palabras duda alguna para el lector, nieblas para el que escucha. Con toda claridad afirma que cuando grita el Apóstol: ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? 25, es porque todos nacemos en pecado y nuestra misma concepción está viciada. Dice muy claro que Cristo, el Señor, no tuvo pecado, porque al nacer de una virgen quedó libre de las ataduras de la esclavitud, común a la naturaleza humana; pecado que condenó en su nacimiento, sin contraer sus inmundicias. Dice muy claro que la discordia entre alma y cuerpo, consecuencia de la prevaricación del primer hombre, es como una segunda naturaleza. Dice muy claro que la carne, pocilga de lujuria, mesón de vicios inconfesable, se transforma en templo de Dios y santuario de virtudes cuando, retornando a la naturaleza y vigor perdidos, reconoce su dignidad, renuncia a toda lucha contra su espíritu, se deja dirigir con agrado por el alma que la gobierna y dice que así era el cuerpo cuando Dios le dio por morada la deliciosa soledad del paraíso hasta el día que se dejó babear por la serpiente, causa de su ruina. ¿Por qué andar cavilando en los libros que vas a escribir contra mí? Mira y atrévete a decir algo con el que, ya antes de nacer vuestra venenosa herejía, preparó la tisana con que neutralizar el veneno. Y, si todo lo dicho no es suficiente, escucha lo que escribe en el libro De Isaac et anima:
12. "Un buen jinete sabe frenar y retener los caballos indómitos y animar a los dóciles. Cuatro son los buenos alazanes: prudencia, templanza, justicia y fortaleza. Los salvajes son: ira, concupiscencia, temor e iniquidad". ¿Dice, por ventura, que un buen jinete sólo tiene caballos dóciles y ninguno salvaje? No. Dice: "Un buen jinete frena y retiene los indómitos y anima a los dóciles". ¿De dónde vienen los salvajes? Si decimos o creemos que son sustancias malas, favorecemos y nos adherimos a la locura de los maniqueos. ¡Lo que Dios no permita! Si sentimos en católico, estos caballos salvajes son nuestros vicios y pasiones, rebeldes a la ley del espíritu por la ley del pecado. Vicios que habitan en nosotros y no podemos despojarnos de ellos y subsistirán en esta vida; cuando estén totalmente curados dejarán de existir. ¿Por qué no desaparecen en el bautismo? ¿No reconoces aún que la culpa pasa, la enfermedad permanece? No digo que después del bautismo no permanezca algo malo en nosotros, porque las pasiones que nos arrastran a obras malas son algo malo. Y no es porque permanezca en nosotros la flaqueza, como en las enfermedades que afligen a los caballos. Nuestra flaqueza es nuestra dolencia. Y no creamos que, al referirse a los caballos salvajes, haya querido Ambrosio dar a entender que la iniquidad no se perdona en el bautismo, porque esta iniquidad no es otra cosa que la inmundicia del pecado, que nos hace culpables desde el momento de cometer el pecado, pero que nos es perdonado y ya no existe, y la culpa permanece cuando se peca y pasa la acción. Da Ambrosio el nombre de iniquidad a esta ley de pecado, cuya inmundicia, que nos hacía ser criminales, es lavada en la fuente del bautismo y la llama iniquidad porque es inicuo que la carne codicie contra el espíritu, aunque florezca con nuestra renovación la justicia, cuando lo justo es que el espíritu codicie contra la carne y no realicemos las obras de la carne. De esta justicia pretende hablar Ambrosio cuando menciona los caballos domesticados.
13. Escucha aún lo que escribe en su obra El paraíso: "Es posible haya dicho San Pablo que oyó palabras arcanas que el hombre no puede expresar 26 porque vivía aún en su cuerpo, esto es, sentía las pasiones en su cuerpo y la ley de la carne, que combatía contra la ley de su espíritu". Y en otro lugar: "Cuando dice la Escritura que la serpiente era la más astuta 27 entre todos los animales, ya sabes de quién habla; esto es, se trata de nuestro enemigo, que tiene la sabiduría de este mundo; porque la voluptuosidad y el amor de los placeres diversos se llaman sabiduría, pues existe una sabiduría de la carne, enemiga de Dios" 28. "Y los que sueñan con los placeres son astutos en procurarse sensaciones venusinas diversas. Si se entiende, pues, por sabiduría de la carne el disfrute del placer, cierto, esta sabiduría es contraria a la ley de Dios y enemiga de nuestra alma. Esto hace decir a San Pablo: Veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza a la ley del pecado" 29. A qué placeres se refiere este doctor es claro; para que lo entendamos cita el testimonio del Apóstol: Veo otra ley en mis miembros contraria a la ley de mi espíritu, que me esclaviza a la ley del pecado. De esta concupiscencia haces tú grandes elogios, aunque condenas sus excesos. Y con tu actitud confiesas lo que es; pero con tantos rodeos, que la defiendes y alabas si es moderada, como si esta moderación constituyese su esencia, y no el espíritu, que lucha contra sus embestidas. Y contra esta concupiscencia, tu protegida, luchaba con virilidad aquel que gritó: Veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu. Si no se pone cuidado en frenar sus rebeldes movimientos, ¿en qué inmundicias no acaba? ¿A qué precipicios no arrastra? Pero en lo que ahora insisto es que no se trata de un judío, como vosotros decís, sino del mismo Pablo, como afirma Ambrosio, cuando escribe: Siento en los miembros de mi cuerpo otra ley que combate la ley de mi espíritu y me esclaviza a la ley del pecado. Y en otro pasaje del mismo libro se expresa así el santo doctor: "Pablo ha de sostener rudos combates, y siente en los miembros de su cuerpo la ley de su carne, que lucha contra la ley de su espíritu y lo esclaviza bajo la ley del pecado". No presume de sus fuerzas; confía en la gracia de Cristo para verse libre de este cuerpo de muerte. ¿Cómo dices tú que un sabio no puede pecar? Pablo afirma: No hago el bien que quiero, sino que hago el mal que no quiero 30. Y ¿piensas que la ciencia puede ser útil al hombre, cuando, por el contrario, sólo hace aumentar el pecado?"
En la misma obra se dirige a todos nosotros el santo doctor, y, tomando a su cargo la defensa común, dice: "Lucha la ley de la carne contra la ley del espíritu, y debemos trabajar y sudar para sujetar nuestro cuerpo y reducirlo a servidumbre y sembrar realidades del espíritu".
14. Y en otro de sus libros, titulado El sacramento de la regeneración o La filosofía, escribe: "Muerte feliz que nos rescata del pecado para remodelarnos en Dios. El que está muerto, justificado está del pecado" 31. ¿Querrá decir que aquel que muere está libre de pecado? De ninguna manera, porque quien muere en pecado permanece en pecado. Sólo queda justificado del pecado aquel a quien se le perdonan todas sus culpas por el bautismo.
¿Tienes algo que responder a esto? ¿No ves cómo se expresa este venerable varón cuando dice que en el bautismo ha lugar una muerte dichosa al perdonársele todos los pecados? Escucha aún algo que no te agradará oír. "Vimos -dice- cómo se muere místicamente, examinemos ahora cómo debe ser la sepultura; porque no basta que mueran los vicios; es preciso se marchite la lozanía del cuerpo, se desbarate el entramado de todas las ataduras carnales y se corte el nudo de todo uso corporal. Que nadie se jacte de haber reformado su conducta, de haber recibido místicos preceptos y de someter su espíritu a normas de continencia. No hacemos lo que queremos, sino que hacemos lo que odiamos. Muchos males obra en nosotros el pecado. Contra nuestro querer, con frecuencia, resucitan, pujantes los placeres. Hemos de luchar contra la carne. Contra ella lucha San Pablo cuando exclama: Siento otra ley en mis miembros contraria a la ley de mi espíritu que me esclaviza a la ley del pecado. ¿Eres tú, acaso, más fuerte que Pablo? No confíes en tu carne amansada; da fe al Apóstol, que grita: Sé que no habita en mí, esto es, en mi carne, el bien que quiero; porque querer el bien está a mi alcance, pero no el realizarlo, pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí" 32.
¡Oh Juliano! Sea la que sea la obstinación de tu alma y tu contumacia en defender contra nosotros el error de Pelagio, el bienaventurado Ambrosio ha hecho brillar la verdad ante tus ojos con tanta nitidez, evidencia y autoridad que si ni la razón, ni la reflexión, ni otra cualquier consideración de índole religiosa, humanitaria o de piedad que debiera conmover tu espíritu no es capaz de hacerte abandonar tu pertinacia, te muestre al menos, cómo uno de los mayores males del hombre es comprometerse en una causa en la que no es lícito permanecer y de la que se siente rubor en retractarse. Tal pienso debe ser la situación de tu espíritu. ¡Ojalá triunfe en tu corazón la paz de Cristo y una saludable penitencia lleve la palma sobre tu culpable pudor!
Testimonios de Ambrosio, Crisóstomo y Cipriano
VI. 15. Presta, por favor, un poco de atención, y verás cómo de esta ley de pecado, cuyos embates el hombre mortal casto ha de sufrir y la continencia conyugal trata de moderar, y la concupiscencia de la carne y la voluptuosidad que alabas, lanza, cuando se excita, violentos ataques contra la fortaleza de la voluntad, aunque no consiga realizar acto alguno al verse frenada. Atiende un momento, y verás qué dice San Ambrosio en el mismo libro Sobre el Sacramento de la regeneración o La filosofía, en el que declara que todos los hombres, que son engendrados por esta ley del pecado, "la sabiduría -dice- construyó una casa 33 con mesa bien abastecida de sacramentos celestiales, en la que el justo disfruta de un alimento de divinos deleites y paladea el vino generoso de la gracia si goza de la abundancia de sus buenas obras. Estos son los hijos que David anhelaba engendrar, mientras sentía horror a una unión carnal; y por eso desea ser purificado en las aguas de una fuente sagrada y lavar las manchas carnales y terrenas con la gracia espiritual. He sido -dijo- concebido en iniquidades y en delitos me alumbró mi madre 34. Al tener Eva un mal parto, dejó a las mujeres la triste herencia de concebir como ella, de suerte que todos los hombres, fruto de una concupiscencia voluptuosa, formados con sangre de iniquidad en el seno de sus madres, envueltos en amplia túnica de miserias, patrimonio común de todos, han contraído la mancha del pecado antes aún de respirar el aura vital".
Si te queda un átomo de sentido común, debes comprender lo que sobre esta voluptuosidad concupiscente, de la que eres su panegirista, dice este venerable doctor San Ambrosio, a quien tu maestro le prodiga tan grandes elogios, cosa que no me canso de repetir. Todos los hombres, fruto del placer que acompaña a la concupiscencia, formados con sangre de iniquidad en el seno de sus madres, envueltos en pañales no de lino, lana o telas semejantes, en las que suelen ser envueltos los niños, sino en los amplios pliegues de una miseria común, han contraído la mancha del pecado antes aún de haber respirado el aura vital, que es como un manantial inmenso de alimento común y perpetuo en el que se abreva la vida, y los niños, después de vivir ocultos en el seno materno, empiezan a respirar y a llorar por el pecado contraído antes de su nacimiento. Luego, ¿no se ruborizarían aquellos hombres primeros al sentir despertarse en sus cuerpos el movimiento de esta concupiscencia carnal, que los evidenció culpables e hizo sufrir a sus hijos el castigo de sus padres? ¡Ojalá que así como ellos sintieron pudor al ver sus partes íntimas desnudas, partes en las que el movimiento de la carne se hace patente, así tú, obediente a los postulados de la fe católica, debieras sentir sonrojo por alabar lo que causa rubor!
16. Advierte lo que en su libro El Paraíso escribe este santo doctor a propósito del vestido tejido con hojas de higuera: "Lo que es más grave -dice- es que Adán, en vez de taparse con hojas, debió cubrirse con el peto de la castidad. Se dice que los riñones, en torno a los cuales ponemos ceñidor, contienen ciertas semillas aptas para la generación. Fue, pues inútil que Adán se ciñera ciertas partes con hojas, porque indicaba así no el fruto venidero de una futura generación, sino cierta especie de pecados".
Estas palabras del santo varón anulan tus estudiados razonamientos, muy extensos, con los que pretendes hacernos creer que, si Adán y Eva cubrieron sus desnudeces, no fue porque sus ojos se hayan abierto después del pecado 35. Con una increíble locuacidad vas contra el sentir de todos y quieres entontecernos con tu charlatanería. ¿Qué más usual que el ajustarse a la cintura una especie de ceñidor, que los griegos llaman B , D 4 . f : " J " y el vulgo taparrabos? Este hombre de Dios, cuya doctrina te asfixia, se explica en un tema oscuro y nos hace ver se trata de algo que todos comprendemos. Repito sus palabras: "Se dice que los riñones, en torno a los cuales ponemos un ceñidor, contienen ciertas semillas aptas para la generación. Fue, pues, inútil que Adán se tapara ciertas partes con hojas, porque indicaba así no el fruto venidero de una generación futura, sino cierta especie de pecados".
¿Tienes algo que oponer a esto? He aquí de dónde viene a los descendientes de Adán la confusión, el ceñidor tejido de hojas, el pecado original.
17. San Juan, obispo de Constantinopla, cuanto lo permite el pudor, explica con claridad en dos palabras qué fue lo que a nuestros padres hizo enrojecer. "Se taparon con hojas de higuera, lo que era símbolo de su pecado". ¿Quién no comprende cuál es el símbolo de su pecado que el pudor forzó a cubrir la región de los riñones, a los que antes del pecado estaban desnudos y no sentían sonrojo? Comprended, por favor, y mejor, no impidáis comprender a los hombres lo que ellos entienden tan bien como vosotros, y no me obliguéis a entretenerme más sobre materias que apenas se pueden discutir sin rozar los límites del pudor.
18. Con razón, el mismo San Juan, de acuerdo con el mártir Cipriano, recuerda que la circuncisión fue impuesta como figura del bautismo. "Ve -dice- cómo un judío no difiere ser circuncidado ante la amenaza de la ley, porque el que no fuera circuncidado al octavo día será borrado de su pueblo 36. Y tú -añade- difieres recibir una circuncisión no hecha por mano de hombre, que consiste en el despojo de cuanto hay en nosotros de carnal, cuando oyes decir al Señor: En verdad, en verdad os digo: el que no renazca del agua y del Espíritu Santo no entrará en el reino de los cielos" 37.
Ves cómo este varón, adornado con saberes de la Iglesia, compara dos circuncisiones y dos amenazas. Lo que para un judío significaba ser no circuncidado al octavo día, es para el cristiano no ser bautizado en Cristo, y lo que era ser borrado de su pueblo para un judío, es no entrar en el reino de los cielos para un cristiano. Sin embargo, vosotros no queréis ver en el bautismo un despojo de la carne, es decir, una circuncisión no hecha por mano de hombres, pues afirmáis que los niños nada tienen de qué despojarse. Ni confesáis que estén muertos en el prepucio de su carne, signo del pecado, sobre todo el original; porque nuestro cuerpo por este pecado es un cuerpo de pecado, anulado, como dice el Apóstol, por la cruz de Cristo.
Destruye Ambrosio los cinco argumentos propuestos por Juliano
VII. 19. Mi intención es combatir tu doctrina con testimonios de obispos que vivieron antes que nosotros y que han interpretado con exactitud y fidelidad las Sagradas Escrituras. Retornamos, pues, al obispo Ambrosio. No duda que todo lo que constituye el hombre, alma y cuerpo, es obra de Dios. Reconoce que el matrimonio es un bien. Confiesa que todos los pecados son perdonados en el bautismo de Cristo. Sabe que Dios es justo y no niega que la naturaleza humana sea capaz de perfeccionarse en la virtud con la ayuda de la gracia de Dios. Todas estas afirmaciones van contra vuestros cinco argumentos, pues juzgáis que ninguna puede ser verdadera, sino falsa la afirmación que sostiene que los niños contraen, en su nacimiento, el pecado original. Sin embargo, esto que tratáis de impugnar con vuestros cinco argumentos, Ambrosio, cuantas veces es necesario, lo explica con tanta claridad en sus sermones que es fácil reconocer lo que la fe católica enseña y lo que una novedad profana se empeña en destruir. ¿Dudas, acaso, que Ambrosio haya creído que Dios es el creador del cuerpo y del alma? Escucha lo que dice en su tratado La filosofía contra el filósofo Platón cuando enseña que las almas de los hombres se encarnan en animales, y opina que Dios es sólo creador de las almas, mientras los cuerpos son creación de dioses de segunda categoría. "Me asombra -dice- que filósofo de tan gran talla encarne las almas, a las que atribuye el don de la inmortalidad en lechuzas o ranillas, y hasta les atribuya la ferocidad de los animales salvajes, cuando en el Timeo dice que son obra de Dios y son una de sus obras inmortales. Por el contrario el cuerpo no parece sea obra de Dios excelso, porque la naturaleza de la carne humana no difiere en nada de los cuerpos de los animales. Y si el alma merece ser considerada obra de Dios ¿por qué va a ser indigna de ser vestida con un cuerpo que es también obra de Dios?"
Ves, pues, cómo Ambrosio defiende, contra los platónicos, que no sólo el alma, sino también el cuerpo, es obra de Dios.
20. ¿Vas a decir que el santo doctor condena como crimen el matrimonio, porque enseña que los niños al nacer son fruto de la concupiscencia carnal y traen el pecado de origen? Escucha lo que piensa acerca del matrimonio en la Apología del santo rey David: "Bueno es el matrimonio, y santa la unión la unión de los esposos". Sin embargo, "los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran". El tálamo nupcial ha de ser limpio y los esposos no deben defraudarse mutuamente, a no ser por cierto tiempo, para vacar a la oración 38. Y no se da a la oración, según el Apóstol, quien al mismo tiempo se entrega a esa unión corporal. Escucha aún lo que escribe en su libro La filosofía: "Buena es la continencia, fundamento de la piedad. Protege contra todo riesgo a los que pueden despeñarse en los precipicios de que está llena la vida. Como vigilante guardiana, cuida sin cesar para que no hagamos nunca nada ilícito. Por el contrario, la incontinencia es madre de todos los vicios y hace ilícito incluso lo que está permitido. Por eso nos recomienda el Apóstol evitar no sólo la fornicación, sino guardar también una cierta templanza entre los casados y les prescribe un tiempo para vacar a la oración. Porque ¿qué es un marido que abusa del acto carnal sino un adúltero de su esposa?"
¿Ves cómo Ambrosio desea se observe en el matrimonio la ley de la honestidad? ¿Ves cómo afirma que la incontinencia convierte lo permitido en vicio y, aun cuando demuestra que el matrimonio es bueno, no quiere ensucie la pasión lo que hay de limpio en el acto conyugal? ¿No adviertes, lo que tú debes comprender tan bien como nosotros, cómo el Apóstol anhela preservarnos del virus de un mal deseo al recomendar un uso honesto de nuestro cuerpo, y no como lo hacen los paganos, que no conocen a Dios 39? A ti sólo te parece culpable la concupiscencia fuera del matrimonio. ¿Qué opinión te merece San Ambrosio cuando llama al marido abusón, adúltero de su mujer? ¿Es que honras tú más el matrimonio cuando abres la puerta a una desbocada intemperancia y te conviertes en defensor de lo que es ofensa de Dios? No has querido ni de lejos rozar un texto del Apóstol citado por mí, en el que se otorga a los cónyuges perdón, lo que indica una culpa; o aquel otro pasaje que pose íntegro, en el que recomienda a los esposos se abstengan de todo acto carnal con el fin de vacar a la oración 40; texto que en tu respuesta no te atreves a contradecir, creo por miedo a torcer el sentido de sus palabras, si en tu confesión la libido, que no te sonrojas en alabar, se revela como impedimento para la oración de los cónyuges, y así optas por silenciar el testimonio del Apóstol. ¿Honrarás tú más el matrimonio, cuya dignidad pierde color si lo consideras como revolcadero irreprensible de concupiscencias carnales, o este santo varón, que lo considera no sólo como lícito, sino como un bien, y santa la unión, recomendando a los esposos abstenerse un tiempo del acto entre ellos para poder vacar a la oración, como aconseja el Apóstol? Lo honra más que vosotros aquel que recomienda a los esposos no se abandonen a las apetencias desordenadas de la concupiscencia, transmisora del pecado por generación; aquel que, según el consejo del mismo Apóstol, encarece, a los que tienen mujer, vivan como si no la tuvieran; aquel que no teme llamar adúltero al marido que abusa de su esposa; aquel que hace consentir el bien del matrimonio no en el placer desordenado de la carne, sino en la continencia y en la fe conyugal; no en el desenfreno de la pasión, sino en la santidad de los lazos que unen a los esposos entre sí, no el placer de la libido, sino en la voluntad de tener hijos, porque con este fin fue la mujer dada al hombre, verdad que vosotros discutís larga e inútilmente, como si alguno de los nuestros la negara.
Estas son palabras de Ambrosio en su libro El paraíso: "Si la mujer fue para el hombre causa de pecado, ¿cómo se puede decir que fue creada para su bien? Mas, si consideras que la providencia de Dios se extiende a todo el universo, verás cómo fue más agradable a Dios crear una criatura que contribuía al bien del universo, que condenarla, al ser causa de pecado y ruina de todos. Y como el hombre en soledad no podía propagar la especie humana, dijo el Señor: No es bueno que el hombre esté solo 41. Prefirió Dios la existencia de muchos, a quienes podía salvar perdonándoles sus pecados, que formar a Adán solo, libre de culpa. Por último, siendo Dios autor del hombre, macho y hembra, vino a este mundo para salvar pecadores. Ni siquiera quiso exterminar a Caín antes de engendrar hijos. Fue, pues, necesario -concluye Ambrosio- dar al hombre una mujer para una progresiva propagación del género humano".
21. Tienes, pues, a mi doctor Ambrosio, elogiado por tu maestro, que enseña ser obra de Dios la creación del hombre y de la carne humana y dice ser el matrimonio un bien en sí mismo; y no sólo confiesa esta verdad, sino que la defiende. Más arriba demostré que, al admitir el dogma del pecado original, nada resta al santo bautismo, porque positivamente afirma que no hay pecado en aquel a quien se le perdonan todos en el bautismo, y cité sus palabras. ¿En qué pasaje de sus escritos no declara en alta voz que nadie puede encontrar injusticia en Dios? ¿Qué cristiano, fiel a la fe católica, puede dudar de esta verdad, si hasta los impíos la confiesan?
Puede la naturaleza humana progresar en virtud y santidad
VIII. 22. El quinto punto a examinar es constatar si admite Ambrosio en la naturaleza humana verdadera capacidad de progreso en virtud y santidad. No se contradice cuando, con frecuencia y de mil maneras diferentes, repite que todos los hombres nacen bajo la ley del pecado y su misma concepción está viciada. Esto queda demostrado con anterioridad, al recordar otro lugar del mismo pasaje. Escribe: "El pecado fue condenado por la carne de Cristo; pecado que él no conoció en su nacimiento y crucificó al morir, para que reinase, por gracia, la justificación en nuestra carne, en la que antes reinaba, por el pecado, la culpa".
En estas palabras hace ver cómo esta misma naturaleza, nacida bajo la ley del pecado y cuyo nacimiento se realiza en el pecado, es, sin embargo, capaz de adquirir la justicia, con la ayuda de la gracia divina; verdad que vosotros no queréis reconocer, porque sois enemigos jurados de la gracia que viene de Dios. Y si te parece poco aún todo esto, escucha lo que dice en un comentario al profeta Isaías: "Veamos cómo, después de esta vida, existe una regeneración, de la que se dice: En la regeneración cuando el Hijo del Hombre se siente en su trono de gloria... 42 Se dice que existe una regeneración por el bautismo, que lava las manchas incontables de nuestros pecados y somos enteramente renovados, y lo mismo se puede decir que existe una regeneración cuando, purificados de toda inmundicia, renacemos con el alma limpia a una vida nueva y eterna".
Distingue este veraz y santo varón entre una justificación en esta vida, que ha lugar en la fuente bautismal, y una regeneración y la perfección de un nuevo nacimiento, cuando nuestros cuerpos mortales sean revestidos de inmortalidad. Reconoce Ambrosio la existencia del pecado original en todo hombre, pero no tiene por imposible el progreso en la santidad. La razón es clara: si Dios pudo crear la naturaleza humana, la puede sanar redimiéndola.
23. Mas vosotros os precipitáis, y al apresuraros comprometéis vuestra opinión. Queréis se perfeccione el hombre, y ¡ojalá fuera con la ayuda de la gracia divina y no obra del libre o, mejor, esclavo albedrío! Pero de esta perfección os sentís ciertamente muy lejos, porque hay engaño en vuestros labios, ora os confeséis pecadores, ora os creáis justos, ora hagáis profesión de justicia, cuando vuestra conciencia clama contra vosotros lo contrario. Se alcanza en esta vida la justificación por uno de estos tres medios: primero, por el sacramento del bautismo, en el que se perdonan todos los pecados; segundo, por la lucha contra los vicios, cuyo tanto de culpa nos ha sido perdonada; tercero, cuando Dios escucha nuestra oración al implorar nos perdone nuestras deudas, porque, aunque luchemos con fortaleza contra los vicios, somos hombres. Mientras vivimos en este cuerpo corruptible, la gracia de Dios viene en ayuda de los que combaten y no abandona a los que imploran su perdón. Vosotros no juzgáis necesaria esta misericordia divina sobre nosotros porque sois del número de los que se dice en el salmo: Ponen en su fuerza la confianza 43. ¡Cuánto mejor es escuchar lo que dice Ambrosio en su libro De fuga saeculi!: "Con frecuencia hablo de la necesidad de huir de este siglo. ¡Ojalá fuera tan intensa la solicitud en el obrar como fácil y sencillo es hablar! El mal está en que, con frecuencia, los encantos de los placeres terrenos y los vapores de sus vanidades se introducen en nuestro espíritu, de suerte que el pensamiento de las cosas que se quieren evitar ocupan nuestro corazón y dan vueltas en el alma. Difícil es al hombre evitar estas tentaciones, e imposible desembarazarse de ellas. Que el bien tenga más de anhelo que de realidad, lo declara el salmista cuerdo dice: Inclina mi corazón a tus preceptos y no a la avaricia 44. No somos, en efecto, dueños de nuestro corazón; ni de los pensamientos, que vienen de improviso a ofuscar y turbar el ánimo y la mente y te llevan a donde tú no quieres; nos impulsan hacia lo temporal, siembran en nosotros pensamientos mundanos e introducen en nosotros sensaciones placenteras y nos encadenan con sus hechizos; y cuando empezamos a levantar nuestro corazón a las cosas del cielo, estos vanos pensamientos nos hacen tropezar en lo terreno".
Si nos decís que no padecéis estas debilidades, perdonad; pero no os creo. Por pequeño que sea nuestro progreso en la verdad, vemos en este pasaje como un espejo de la flaqueza, común a todos los hombres. Y si, por otra parte, damos fe a vuestras palabras y os decimos: "Rogad por nosotros para que también nos veamos libres de estas flaquezas", el orgullo que os señorea y os hace poner la confianza en vuestra sabiduría nos responderá que no sólo estáis al abrigo de estas debilidades sino que incluso está en poder del hombre no tenerlas, y, en consecuencia, no es necesario implorar la ayuda del cielo.
24. ¡Con cuánto mayor agrado escuchamos a San Ambrosio, que confiesa la gracia de Dios y no confía en su poder! Dichas las anteriores palabras, añade: "¿Quién es tan feliz que ascienda siempre en su corazón? ¿Puede esto ser posible sin el auxilio del cielo? Sin duda, no. La misma Escritura lo afirma cuando dice: Dichoso el hombre que pone en el Señor su fortaleza y en su corazón están sus sendas 45. Dice Ambrosio en su libro El sacramento de la regeneración: ¿Quién se sirve de las operaciones de la carne sino el alma? Es el alma dueña y princesa natural de la carne, que debe domar y gobernar. Por eso, apoyada en el Espíritu Santo, exclama en un salmo: No temeré lo que pueda hacerme mi carne 46. Y por boca de San Pablo: Castigo mi cuerpo y lo esclavizo 47. Castiga Pablo lo que hay en él, no lo que él es; porque una cosa es lo que tiene, otra lo que es. Castiga lo que hay en él para que el justo, que es él, haga morir en él los movimientos lascivos de su carne".
Al decir esto, ¿no lucha Ambrosio contra el pecado? ¿No triunfa del mal? ¿No combate como un valiente soldado de Cristo, dentro de sí mismo, a una falange de variadas apetencias? ¿No azotaba su cuerpo? Y su alma, obra de Dios, después de triunfar de las astucias del diablo, ¿qué buscaba en su cuerpo, también creado por Dios, sino la paz de la justicia; de suerte que no pusiera su confianza en sus fuerzas, sino que, fuerte con la protección del Espíritu Santo, grite: No temeré lo que me haga mi carne? 48 He aquí cómo la naturaleza humana es capaz de justificación, cómo la virtud se perfecciona en la debilidad.
25. Escuchemos también lo que dice sobre esta materia el invicto mártir Cipriano en su carta De mortalitate: "Nuestro combate es contra la avaricia, la lujuria, la ira, la ambición; hemos de luchar sin desmayo, y es lucha penosa, contra las pasiones de la carne y los hechizos del mundo. Asediada la mente y cercada en derredor por las ataduras del diablo, apenas si puede resistir y combatir uno por uno los vicios. Si vence la avaricia, se rebela la concupiscencia; si sale triunfante de la lujuria, le emplaza la ambición; si frena la ambición, se enciende la ira, te infla la soberbia, te tienta el vicio, la envidia perturba tu paz y los celos rompen la amistad. Te ves obligado a maldecir, cosa que la ley divina prohíbe; te ves forzado a jurar, lo que no es lícito. El alma, cada amanecer, está expuesta a todas estas persecuciones y nuestro corazón está abierto a todos estos peligros; agrada estar largo tiempo bajo la amenaza del diablo cuando es más beneficioso ir, desatados los lazos de la muerte, con paso rápido, al encuentro de Cristo".
No permite Dios pensemos en un Cipriano avaro, impúdico, iracundo, ambicioso, carnal, amador de este siglo, lujurioso, soberbio, dado al vino o envidioso, porque fue un luchador, y tuvo que combatir contra la avaricia, la impureza, la ira, la ambición, los vicios de la carne, los encantos del mundo, la voluptuosidad, la soberbia, la intemperancia o la envidia. En ninguno de estos vicios se enlodó el glorioso mártir, pues resistió con fortaleza a todos estos movimientos, que traen su origen del pecado original o de las malas costumbres, y jamás consintió caminar por las sendas del vicio. Sin embargo, en tan prolongado y rudo combate pudo alcanzarle alguna saeta lanzada contra él por su enemigo, pues en su carta sobre la limosna escribe: "Nadie blasone tener un corazón puro y sin mancha; ni, confiado en su inocencia, crea puede vivir sin aplicar a las heridas el remedio, porque está escrito: ¿Quién se puede gloriar de tener un corazón casto o quién se jactará de estar limpio de pecado?" 49 Y en su primera carta dice San Juan: Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no hay verdad en nosotros 50. Si nadie puede vivir sin pecado sólo un soberbio o un mentecato se puede considerar exento de pecado. Nos es, pues, necesaria la divina misericordia, que sabiendo no pueden faltar heridas diversas en los sanos, prepara remedios saludables para restañarlas. ¡Oh doctor preclarísimo y mártir gloriosísimo!; éstos son tus consejos, éstas tus lecciones, éstos los ejemplos a imitar que nos has dado.
Después de salir victorioso de todos los combates que has sostenido contra tan diversas pasiones, curadas las heridas que el pecado había causado en tu alma, te resta librar aún una lucha feroz, la última, la más violenta de todas; el amor a la vida que has sacrificado por defender, con la gracia, la verdad de Cristo. Segura está tu corona; tu doctrina triunfa en toda línea de estos engolados que ponen la confianza en sus propias fuerzas. Estos gritan: "La perfección es obra nuestra". Tú replicas: "Nadie es fuerte por su poder, y, si estás seguro, es por la bondad y misericordia del Señor".
26. Escucha también al bienaventurado Hilario, y sabrás de quién espera la perfección. Habla de la paz evangélica, cita las palabras del Señor: Mi paz os dejo 51, y escribe: "Siendo la ley sombra de los bienes futuros, Dios ha querido enseñarnos, mediante estos signos-figura, que, mientras vivimos en la tienda de nuestro cuerpo mortal, no podemos ser puros si, por la misericordia divina, no somos purificados; cuando nuestro cuerpo terreno, el día de la resurrección, sea revestido de una naturaleza gloriosa e inmortal". Y en el mismo comentario escribe: "Aunque los apóstoles estaban ya purificados y santificados por la palabra de la fe, no están aún exentos de toda malicia, secuela del pecado original, a todos común. Es lo que el Señor nos enseña cuando dice: Si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos" 52.
Ves cómo este venerable defensor de la fe católica no niega se pueda alcanzar la pureza en esta vida; sin embargo, reconoce que esta pureza en la naturaleza del hombre no será perfecta hasta el día de la resurrección.
27. Escucha lo que dice aún en una homilía sobre el libro del santo Job. Medita en la conclusión que saca de la guerra que el diablo no cesa de hacernos azuzando contra nosotros las pasiones que existen dentro de nosotros. Todo ello es, dice para utilidad del hombre, al transformar la misericordia divina la maldad del diablo en purificación nuestra. Atiende: "¡Qué grande y admirable es su misericordia y su bondad para con nosotros! Nos permite recuperar la dignidad y el estado feliz de nuestra primera creación por el mismo medio que la habíamos perdido al pecar Adán. Envidioso entonces de nuestra felicidad, el diablo nos perjudicó, y ahora, cuando intenta dañarnos, es derrotado. Lanza contra la debilidad de nuestra carne todos los dardos de su poder, enciende nuestra lujuria, nos empuja a la bebida, azuza nuestros odios, provoca nuestra avaricia, nos excita a la matanza, acidula nuestro carácter hasta la maldición. Pero, si con firmeza resistimos los asaltos de todos estos movimientos pasionales, somos purificados de todo pecado y triunfamos con gloria sobre el diablo. Porque está escrito: ¿Cómo puede ser puro el nacido de mujer? 53 Si no hay enemigo no hay combate, y sin combate no hay victoria. Sin triunfo sobre las pasiones no hay purificación de pecados. Pero, una vez victoriosos de los dardos que el pirata enemigo lanza contra nosotros, quedamos purificados por la misma resistencia que oponemos a nuestras pasiones. Si somos conscientes y recordamos que nuestro cuerpo es materia apta para todos los vicios, sin que haya en nosotros nada puro, nada inocente, debemos alegrarnos exista este enemigo, contra el cual libramos encarnizado combate y nos proporciona una espléndida ocasión de luchar contra nuestras propias pasiones".
28. En su comentario al primer salmo no duda en afirmar el mismo doctor que nuestra naturaleza, al contraer su enfermedad de otra enfermedad, nos arrastra al pecado, y para no pecar hemos de luchar contra ella con las armas de la fe y de la piedad. "Hay muchos -dice- que por su fe en Dios están alejados de la impiedad, pero no libres de pecado, porque no observan la disciplina de la Iglesia, como son los avaros, borrachos, alborotadores, insolentes, soberbios, hipócritas, mentirosos y ladrones; vicios todos a los que nos inclina el instinto de nuestro natural. Es muy provechoso alejarnos de este camino que nos atrae y no detenernos con la intención de apartarnos al momento. Por eso se lee en el salmo: Bienaventurado el varón que no se detiene en la senda de los pecadores 54. Si la naturaleza nos pide caminar por esta senda, la fe y la piedad nos aparten de ella".
¿Hemos de creer que Hilario condena la naturaleza humana, obra de Dios? ¡Ni por sueños! No duda que la naturaleza humana es creación de Dios, pero condena los vicios que traemos al nacer, a tenor del testimonio del Apóstol: Fuimos también nosotros hijos de ira, como todos los demás 55. Si estas palabras que acabo de citar, tomadas de un sermón de San Hilario, fuesen mías, ¿qué no dirías contra mí? ¡Con qué gozo vocearías a pleno pulmón que soy un maniqueo y un defensor de la impiedad! Mas si por temor a una indigestión, no se te rompa un órgano interno, vomita, si te atreves, contra Hilario tus vanas maldiciones y demenciales mentiras. "A estos vicios nos empuja el instinto natural". ¿De qué naturaleza se trata? ¿Será acaso, de una raza de tinieblas que la fábula de los maniqueos inventó? No. Habla un católico, habla un insigne doctor de la Iglesia, habla Hilario. Nuestra naturaleza fue viciada por la prevaricación del primer hombre; pero no por eso hemos de creer que ha de ser separada de alguna otra, sino que ella misma ha de ser sanada; de esta naturaleza a la que tú nos acusas falsamente de dar por autor el diablo y de la que niegas sea Cristo salvador; de esta naturaleza que, según tu sentir, puede vivir en esta vida exenta de pecado en plena perfección.
29. Escucha aún lo que te dice el bienaventurado Hilario en su comentario al salmo 51: Mi esperanza en la misericordia del Señor por los siglos de los siglos 56: "Nuestras obras de justicia no bastarían para hacernos merecedores de una felicidad perfecta si la misericordia de Dios no nos imputara a pecado nuestras infidelidades para con él y nuestras humanas flaquezas incluso cuando nuestra intención es practicar la justicia. Rima con la sentencia del profeta: Mejor es tu misericordia que la vida" 57.
¿Ves cómo este hombre de Dios pertenece al número de aquellos bienaventurados de quienes está escrito: Dichoso el hombre al que el Señor no imputa su pecado y en sus labios no se encontró engaño? 58 Confiesa, pues, que los justos no están exentos de pecado y asegura que ponen su esperanza más en la misericordia de Dios que en sus propias fuerzas. Por eso no hay engaño en sus labios, o mejor, en todos aquellos en los que se encuentra un testimonio de verdadera humildad y de humilde verdad. La mentira abunda en vuestros labios. Donde no hay virtud hay jactancia e hipocresía, y donde hay hipocresía hay mentira. Cuanto más presumen los santos de la misericordia de Dios, menos confían en sus fuerzas, que son nulas. Y cuanto más se esfuerzan en combatir, con la gracia de Dios, los vicios que traen al nacer, tanto más vosotros os declaráis enemigos de la gracia divina. ¡Ojalá que esta gracia, así como os vence en sus fieles, os venza en vosotros haciéndoos suyos!
30. ¿Osaréis decir en vuestro corazón que los hombres que os escuchan se encienden en deseos de progresar en la virtud, mientras, si escuchan a varones de la categoría de un Cipriano, de un Hilario, de un Gregorio o de un Ambrosio y de tantos otros sacerdotes del Señor, caen en desesperación y han de renunciar a la santidad? ¿Pensamientos tan monstruosos ascienden en vuestro corazón y no enrojecéis de vergüenza? ¿Honráis vosotros a los santos de Dios, patriarcas, profetas y apóstoles, al alabar las fuerzas de la naturaleza, mientras estas lumbreras de la Iglesia la decoloran al censurarla, porque enseñan que los santos, para conservar el bien de la pureza en este cuerpo de muerte, tuvieron que combatir contra el mal de la concupiscencia; mal en nosotros innato, contra el cual es necesario luchar, para poder triunfar, con la ayuda de la gracia divina, para ser definitivamente sanados en la última regeneración?
Según tu parecer, es un judío el que dice: No hago el bien que quiero. Y con esta bella interpretación pretendes exonerar la naturaleza de las inmundicias de una vida desordenada y no aminorar la afrenta al injuriar a los apóstoles y a todos los santos. Y estos males que tú no sufres los sentían Ambrosio y todos sus colegas en el episcopado que piensan como él, pues Ambrosio entiende del Apóstol estas palabras suyas: No hago el bien que quiero, sino que hago el mal que no quiero. O estas otras: Veo otra ley en mis miembros en lucha contra la ley de mi espíritu 59.
Y estos santos, cuando enseñan estas verdades, ¿"socavan", como me objetas, "el muro del pudor", y vosotros sois víctimas de la envidia porque exhortáis a los hombres a la perfección? Pero tú -dices- te consuelas, sobre toda ponderación, porque piensas es una gloria disgustar a uno que ni a los apóstoles perdona". Si yo, hablando como hablo, no perdono a los apóstoles, tú tampoco perdonas a San Ambrosio ni a los obispos que piensan como él. Pero si ellos aprendieron todo esto de los apóstoles y enseñan lo que los apóstoles enseñaron, ¿por qué diriges tus ataques contra mí solo? Echa una mirada en torno a estos grandes hombres, míralos de hito en hito una y otra vez, amansa tu orgullo. Joven presuntuoso, ¿debes consolarte o llorar por haber disgustado a tan preclaros varones?
Resumen de este segundo libro
IX. 31. Hora es ya de resumir, con la brevedad posible, todo lo dicho en este libro. Mi propósito fue refutar vuestros argumentos por la autoridad de obispos santos que vivieron antes que nosotros, y que en sermones predicados en vida y en sus escritos legados a la posteridad han defendido con ardor la fe católica. Vuestros argumentos se reducen a cinco. "Si Dios -decís- es el creador de los hombres, no es posible nazcan con defecto alguno. Si el matrimonio es un bien, nada malo puede nacer de él. Si en el bautismo se perdonan todos los pecados, los nacidos de padres bautizados no pueden contraer el pecado original. Si Dios es justo, no puede castigar en los hijos los pecados de los padres, pues perdona a los padres sus propios pecados. Si la naturaleza humana es capaz de llegar a la perfección, no puede tener vicios naturales".
Respondemos: Dios es creador del hombre, esto es, del alma y del cuerpo; el matrimonio es un bien, el bautismo de Cristo perdona todos los pecados; Dios es justo, y la naturaleza humana es capaz de llegar a la perfección de la justicia. Y siendo todo esto verdad, sin embargo, los hombres nacen en pecado original, heredado del primer hombre, y, en consecuencia, si no renacen en Cristo, se condenan. Esto lo probé con palabras y escritos de autores católicos, cuya autoridad confirma nuestra doctrina sobre el pecado original y confiesan ser verdaderas las cinco proposiciones mencionadas. Y no porque sean verdaderas se sigue que el pecado original no exista. Uno y otras son verdad, como lo confiesa la fe católica, extendida por todo el orbe desde los primeros tiempos, como lo afirman estos insignes varones.
Su autoridad es suficiente para pulverizar vuestra frágil y casi aguda novedad. Sumad a todo esto que la misma verdad da testimonio al hablar por su boca. Al presente nos contentamos con aducir el peso el peso de su autoridad para reprimir vuestra audacia y haceros cejar en vuestra orgullosa presunción al confiar en vuestras propias fuerzas, y sintáis la herida que os hacéis, creyendo que estos hombres de Dios, instruidos en la fe católica, hayan podido engañarse hasta tal punto que enseñen que Dios no es el creador de los hombres, ni el matrimonio es un bien, o que el bautismo no perdona todos los pecados, ni Dios es justo, o que la naturaleza humana no es capaz de alcanzar la perfección ni practicar la virtud. Embridad vuestros juicios audaces y precipitados, despertad de esta especie de furor, repensad, advertid y comprended la verdad en la que habéis sido amamantados.
32. Dice el bienaventurado Ambrosio que sólo hay un hombre, mediador entre Dios y los hombres, nacido de una virgen, sin conocer en su nacimiento el pecado, y está libre de las ataduras de una generación culpable. Todos los demás hombres nacen bajo la ley del pecado y su mismo nacimiento está viciado, porque, concebidos por el placer de la concupiscencia, contraen la mancha del pecado aun antes de respirar el aura vital. La concupiscencia es como una ley de pecado en un cuerpo de muerte, combate contra la ley del espíritu, y no sólo los simples fieles, sino los varones más egregios y de apostólicas virtudes, han de luchar sin descanso contra ella para que la carne ande sometida al espíritu por la gracia de Cristo y se restablezca la paz entre estas dos partes de un mismo ser. Creadas ambas sin pecado, rompieron su armonía por el pecado del primer hombre.
Y ¿quién dice estas cosas? Un hombre de Dios, un católico, un defensor intrépido de la fe cristiana, incluso con peligro de su vida; celebrado por tu maestro, que llega a decir: "Jamás nadie se atrevió a reprender la sinceridad de su fe, ni su fidelidad y pureza en interpretar el sentido de las Escrituras". Un doctor que defendió, contra el error de los filósofos platónicos que Dios es no sólo el creador de las almas, sino también de los cuerpos; un predicador santo que proclama ser un bien el matrimonio, instituido por Dios para la propagación del género humano y santificado por la castidad conyugal. Un venerable obispo que enseña que nadie puede ser justificado del pecado si en el bautismo no se perdonan todos los pecados; un hombre santo que rinde culto a un Dios justo por la práctica de la justicia, que no ha querido privar a los hombres de la esperanza de perfeccionarse en la virtud y en la justicia; pero una perfección plena, a la que nada se le pueda añadir, sólo es posible en la otra vida, cuando resuciten los muertos.
En la vida presente, Ambrosio hace consistir la justicia humana en la lucha que hemos de sostener no sólo contra las potestades aéreas, sino contra nuestras concupiscencias, de las cuales estos enemigos se sirven desde fuera para precipitarnos e introducirse en nuestro castillo interior. Dice también que en esta lucha tenemos en nuestra misma carne un enemigo peligroso, cuya naturaleza, sin embargo, tal como fue creada en el principio del mundo, habría permanecido muy en armonía con nosotros de no haber sido viciada por la prevaricación del primer hombre, que dejó en nosotros flaquezas que nos afligen.
Para triunfar en esta guerra, dice este santo varón, es necesario huir de este siglo; y nos advierte además de la dificultad, o mejor imposibilidad, que encontraremos en nuestra fuga, a no ser que acuda en nuestro socorro la gracia de Dios. Confiesa él que nuestros vicios mueren en el bautismo al perdonarse todos los pecados; pero es aún necesario darles sepultura, porque, aun muertos, nos mueven guerra feroz, de manera que no hacemos lo que queremos, sino que hacemos lo que odiamos.
Muchas cosas obra en nosotros el pecado, a pesar de nuestras resistencias, y con frecuencia brotan pujantes las pasiones. Debemos combatir sin descanso contra la carne, como lo hacía San Pablo cuando escribe a los Romanos y dice: Siento otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu. En consecuencia, San Ambrosio nos recomienda desconfiar de nuestra carne, porque el Apóstol mismo grita: Sé que no habita en mí, es decir, en mi carne, el bien; a mi alcance está el querer, pero no el realizarlo 60.
Tal es la violencia de los combates que hemos de librar con los pecados muertos, que este valiente soldado de Cristo y fiel doctor de la Iglesia señala. Pero si el pecado está muerto en nosotros, ¿cómo obra en nosotros muchas veces contra nuestro querer? Y ¿cuáles son estas muchas sino los torpes y malvados deseos, que, consentidos, nos sumergen en el abismo de la perdición 61? Sufrir sus embates y no consentirlos supone una lucha, un conflicto, una guerra. Lucha no entre dos naturalezas, sino entre el bien y el mal. Lucha de la naturaleza contra el pecado ya muerto, pero no sepultado; es decir, que no desaparece por completo hasta que esté perfectamente curado.
Y ¿cómo decimos, con este santo varón, que el pecado murió en el bautismo, si confesamos que aún habita en nuestros miembros y aviva en nosotros un deseo que hemos de resistir, negándole nuestro consentimiento, sino porque, aunque muerto, no ceja de revolverse contra nosotros hasta que no esté enterrado mediante una perfecta curación? Llamamos pecado a la concupiscencia no porque nos haga culpables, sino porque, fruto como es de la culpa del primer hombre, con sus rebeliones trabaja por arrastrarnos al pecado si no resistimos a sus apetencias con el auxilio de la gracia de nuestro Señor Jesucristo, para que, muerto el pecado, no reviva y se rebele, y reine, si triunfa.
Ley de pecado
X. 33. Enrolados en esta milicia, pues la vida del hombre es una lucha sobre la tierra 62, no podemos estar sin pecado, y actúa en nuestros miembros corporales la concupiscencia contra la ley del espíritu, aunque no consintamos en nada ilícito. Pero, aunque no estemos perfectamente curados del mal de esta concupiscencia, no tendríamos, en lo que de nosotros depende, pecado si nuestra voluntad no consintiese nunca en los deseos desordenados que ella inspira. Mas en la lucha que sin pausa nos declara somos con frecuencia vencidos y arrastrados a pecaminosas acciones, y, si no siempre son las faltas graves, sí son, al menos, veniales y nuestras deudas son realidad, y así podemos decir cada día al Señor con toda verdad: Perdónanos nuestras deudas 63.
En este estado se encuentran los esposos cuando usan del matrimonio exclusivamente por placer, y también los que guardan castidad, si se deleitan morosamente en pensamientos voluptuosos, sin darles con plena advertencia entrada, pero sin apartar la mente tan pronto se den cuenta.
De esta ley del pecado, que, por otro nombre, se llama también pecado, que lucha contra la ley del espíritu, dice muchas cosas el bienaventurado Ambrosio, y con él los santos Cipriano, Hilario, Gregorio y muchos otros. Todo el que sea engendrado en Adán ha de ser regenerado en Cristo y el que muere en Adán ha de ser vivificado en Cristo, porque es prisionero del pecado de origen, y, nacido del mal, tiene deseos contrarios a los del espíritu y no del bien, que hace al espíritu codiciar contra la carne 64.
¿Qué tiene, pues, de asombroso que al hombre nacido de aquel mal, contra el que lucha el hombre renacido, le tenga esclavizado, si no fuere librado por un nuevo nacimiento en Cristo? Con todo, este mal no es obra del Dios creador, sino herida del diablo, que vicia la materia. Y no viene este mal del matrimonio, sino del pecado de nuestros primeros padres, que lo han transmitido, por generación, a todos sus descendientes. Pero todo lo que de culpable hay en él se perdona por la santificación del bautismo.
Dios, que es la misma justicia, ¿no aparecerá como injusto haciendo sufrir a los niños males que no puedo enumerar, si estos niños, ya antes de nacer, no hubiesen contraído pecado alguno? Mas de todo esto no se deduce que el hombre sea incapaz de alcanzar la perfección de la justicia cuando hay un médico todopoderoso, ni se puede perder la esperanza de ser un día totalmente curados de todos los vicios. Esta verdad católica ha sido reconocida por todos los santos doctores e ilustres sacerdotes expertos en las Sagradas Escrituras: Ireneo, Cipriano, Reticio, Olimpio, Hilario, Ambrosio, Gregorio, Inocencio, Juan y Basilio; a los que añado, lo quieras o no, a Jerónimo, sin hablar de los que aún no han muerto. Todos, a una voz, proclaman, contra vuestra doctrina, que todos los hombres traen al nacer, la mancha del pecado original. Nadie está exento de esta ley, sino aquel que fue concebido por una virgen, sin intervención de esta ley del pecado que codicia contra el espíritu.
34. ¿Por qué te alegras y me insultas con aires de triunfador, "como si yo no encontrase qué decir ni tuviera adónde huir si me viera forzado a comparecer ante unos jueces, o si me encontrase contigo ante una asamblea de sabios y escuchase como dices, la trompeta de la razón -tocada por un hábil trompetero como tú-, y los oyentes que nos rodean entrechocasen sus armas para testimoniar su asentimiento a tu favor?" Así te place imaginar nuestra lucha cuando contra mí argumentas, mientras yo no podría responderte ni media palabra. Estas son tus vanas y locas fantasías que volteas en tu imaginación, como si me emplazaras ante unos jueces pelagianos, cuyos aplausos te permitirían hacer oír tu voz como una trompeta y clamar contra la fe católica y la gracia de Cristo, por la que pequeños y grandes son rescatados del mal, y así podrías divulgar los impíos errores de la nueva doctrina que vosotros defendéis.
Vuestro maestro Pelagio no pudo encontrar en la Iglesia de Dios semejantes doctores, sin encontrar también adversarios que le combatiesen. A los ojos de los hombres pudo parecer absuelto; pero, si escapó a su condena, fue porque condenó públicamente vuestro dogma. Por mi parte, dondequiera que te encuentres, dondequiera que puedas leer este escrito mío, te emplazo ante tu conciencia y ante estos jueces, y no como amigos míos y adversarios tuyos. No los cito en mi favor por agradecimiento, ni porque los vea predispuestos en contra tuya por alguna ofensa que les hayas podido haber hecho. Los constituyo jueces en esta disputa no como hombres imaginarios, que jamás hayan existido o que ya no existen, o como si sus opiniones en la materia que discutimos fueran inciertas. Son obispos santos, los he citado por sus nombres, célebres obispos en la Iglesia de Dios; versados no en la filosofía de Platón, Aristóteles, Zenón u otros filósofos, o en letras griegas o latinas, aunque algunos no las ignoraron, sino en el conocimiento de las Escrituras.
He dispuesto, en el orden que me pareció más conveniente, las sentencias en las que se expresan con gran claridad sobre el tema que nos ocupa, con el fin de inspirarte sentimientos de temor y respeto no a unas personas determinadas, sino al que los eligió como instrumentos de su voluntad y los convirtió en templos consagrados a su gloria. Observa que el juicio de estos hombres sobre la cuestión fue expresado en un tiempo en el que nadie puede decir que hayan perjudicado más a uno que a otro. No existíais aún vosotros, contra los que podíamos luchar en este terreno doctrinal, ni, por tanto, podían decir lo que en tus libros escribes: "Que hemos dicho de vosotros cosas falsas a la muchedumbre, y con el nombre de celestianos y pelagianos atemorizamos a los hombres, y mediante el terror les procuramos atraer a nuestro partido".
Tú mismo has dicho, con verdad, que, para juzgar sabiamente, "los jueces han de estar limpios de odios, enemistades amistades o ira". De acuerdo, pero son muy contados los que se pueden encontrar con estas cualidades que mencionas, pero creo que Ambrosio y los colegas que mencioné fueron tales como tú los pides. Y aunque no fueran así en las causas abocadas a su tribunal cuando vivían y sentenciadas, escuchadas las partes, no se puede negar hayan sido jueces como tú los exiges cuando se pronunciaron sobre causas como las que son objeto de nuestra discusión.
No fueron amigos vuestros ni nuestros: ni contra vosotros sintieron enojo o rechazo ni contra nosotros; ni se dejaron influenciar por ninguno de nosotros llevados de la compasión o la benevolencia. Lo que en la Iglesia aprendieron, eso enseñaron; lo que de sus padres recibieron, eso han transmitido a sus hijos. Ninguna causa estaba pendiente entre nosotros ante estos jueces, y habían pronunciado ya sentencia definitiva sobre la materia en discusión. Para ellos, tanto vosotros como nosotros éramos unos desconocidos, y en favor nuestro, contra vosotros, pronunciaron sentencia firme. Ninguna disputa había surgido entre los dos, y su sentencia nos proclamaba vencedores.
35. Dices: "Si hubiera sido yo obligado a comparecer ante jueces -de tu partido se entiende-, no sabría qué hacer, a quién recurrir, ni encontraría palabra que responder a tus argumentos". Te engañas; con toda certeza tendría a quién recurrir, sabría qué hacer. Apelaría de las tinieblas del pelagianismo herético a estas rutilantes lumbreras de la Iglesia católica, y es lo que ahora estoy haciendo. Y tú, ¿qué vas a hacer, a quién vas a recurrir? Apelo yo de los pelagianos a estos sabios doctores; ¿a quién apelarás tú contra su sentencia? O es que no se ha de contar el número, sino pesar las razones, y que para encontrar la verdad no sirve para nada una multitud de ciegos, y en esto estoy también de acuerdo contigo. Pero ¿te atreverás a llamar a estos ilustres prelados ciegos? ¿O confundes la hondonada con las cimas, la luz con las tinieblas, la oscuridad con el resplandor, de suerte que los videntes sean Pelagio, Celestio y Juliano, y los ciegos Hilario, Gregorio y Ambrosio? Te considero todo un hombre, y, como tal, has de sentir sonrojo, si es que toda esperanza de curación no se ha extinguido en ti. Me parece oír tu voz y tu respuesta. Lejos de mí decir que estos hombres estén ciegos. Pesa entonces sus argumentos. No son tantos que te sea difícil contarlos; pero su autoridad vale la pena ser tomada en serio; o mejor, es tan contundente que, bajo su peso, te veo sucumbir. ¿Dirás aún que "soy demasiado débil para defenderme, y por eso te opongo un hombre de mi partido, y que en mi ineptitud, consternado por el miedo, acudo al fácil expediente de nombrar a mis cómplices?"
36. Dices: "Cuando se trata de pronunciar sentencia en una causa importante, se debe reunir, lejos del tumulto de las turbas, una asamblea de hombres de todas las clases sociales: sacerdotes, personas con cargos administrativos, prefectos; y en las discusiones es conveniente tener en cuenta no el número, sino la capacidad; y honrar las minorías que se distingan por su inteligencia, saber y sinceridad, libre de todo prejuicio". Así es como dices; pero no pretenderás que trato de turbarte con el número y la multitud; aunque, gracias a Dios, sobre este artículo de fe que tú contradices, la muchedumbre de católicos tiene un mismo sentir, conforme a la sana doctrina de la Iglesia; y, desde todos los cuadrantes, un gran número de ellos refutan vuestros vanos argumentos, como y donde pueden, con el auxilio del cielo. Pero ¡lejos de mí la presunción que me reprochas, es decir, que "en esta causa que defiendo contra vosotros he prometido actuar sólo en nombre de todos!"
Es, justo, lo que tú haces entre los pelagianos, pues no te da vergüenza decir y escribir "que, ante Dios, tu gloria es mayor, al defender una verdad abandonada". Es preciso caer muy bajo y verse muy abandonado y depender de ti si es que no consideran imperdonable arrogancia el que te juzgues con más autoridad que Pelagio, Celestio y todos vuestros doctores; como si ellos se retiraran del combate y tú permanecieras solo en el campo de batalla para defender una verdad, en tu sentir, abandonada.
Pero como te agrada no contar con la muchedumbre, sino pesar la calidad de la minoría, excepción hecha de los jueces de Palestina que condenaron vuestra doctrina y absolvieron a Pelagio después de obligarle, presa del temor, a condenar sus mismos dogmas pelagianos, sólo te he opuesto diez obispos, ya difuntos, y un presbítero como jueces de causa que en vida pronunciaron sentencia. Si se piensa en vuestra poquedad, son muchos; pero, en comparación de la multitud de obispos católicos, son pocos. Es posible que quieras borrar de esta lista al papa Inocencio y al sacerdote Jerónimo. Al primero, porque en Oriente defendió con celo la verdad de la fe católica contra los errores de Pelagio. Mas lee lo que el mismo Pelagio dice en alabanza del bienaventurado Inocencio, y ve si es posible encontrar jueces como éstos.
En lo que se refiere al santo presbítero Jerónimo que, según la gracia que le fue dada, tanto trabajó en la Iglesia con sus muchas obras en lengua latina con el fin de propagar el conocimiento de la doctrina católica, Pelagio no dice otra cosa sino que este santo varón "le miraba, como rival, a contraluz". Pero ésta no es razón para tachar su nombre del número de los jueces. No cité testimonio alguno suyo perteneciente a la época de sus disputas contra el error de Pelagio, sino que me limité a los que expresan su pensamiento, libre de todo prejuicio, mucho tiempo antes de que pulularan vuestros sacrílegos dogmas.
37. De los restantes jueces nada puedes decir. ¿Son, acaso, Ireneo, Cipriano, Reticio, Olimpio, Hilario, Gregorio, Basilio, Ambrosio y Juan, "de una clase plebeya", como tú, con frase tuliana, gozas llamar a los que contra vosotros son invocados? ¿Vas a decir que son soldados, jóvenes escolares, marinos, mesoneros, pescadores, matarifes, cocineros, gente disoluta arrojada de los monasterios? ¿Dirás que son una pobre turba de clérigos, a quienes haces objeto de tu fina mordacidad, o mejor, de tu vanidad; para los que sólo tienes desprecio "porque no son capaces de razonar sobre el dogma a tenor de las Categorías de Aristóteles?" ¡Cómo si tú, que tanto lamentas se os niegue un sínodo de obispos para que examinen y juzguen vuestra causa, pudieras encontrar una asamblea de peripatéticos donde se pueda discutir sobre el sujeto y cuanto existe en el sujeto, y luego se pronunciase sentencia dialéctica contra el pecado original! Los jueces ante los que te emplazo son obispos, doctores, graves, santos, defensores acérrimos de la verdad contra la garrulería. Son varones en los que la razón, la ciencia y la libertad, tres cualidades que tú juzgas indispensables en un buen juez, son evidentes, y nada tienes que objetar en esta materia.
Si se reuniese un concilio episcopal del mundo entero, sería un milagro pudieran sentarse allí hombres de tanta ciencia y virtud. Porque estos citados no son coetáneos, sino que Dios, como le plugo y juzgó conveniente, eligió, en diversos tiempos y lugares muy lejanos, unos pocos fieles dispensadores de su palabra. Ves, pues, a estos santos obispos, que han vivido en épocas y regiones muy diversas, congregados de Oriente y Occidente no en un lugar a donde sólo por mar pueden llegar los hombres, sino en un libro que puede llegar a ellos dondequiera se encuentren.
Cuanto más amables te sean estos jueces, si profesas la fe católica, tanto más terribles serán para ti si impugnas la fe que ellos mamaron con la leche; que tomaron como alimento; pan y leche que ellos sirvieron a pequeños y grandes; fe que con fortaleza y constancia defendieron contra enemigos que ya existían entonces, e incluso contra vosotros, que no habíais nacido y que hoy os rebeláis contra ella. Merced a estos agricultores, regantes, arquitectos, pastores y proveedores, la santa Iglesia apostólica creció y se propagó. Por eso mira con horror las profanas voces de vuestras novedades; cauta y prudente toma en cuenta el aviso del Apóstol, para no dejarse seducir, como Eva, por la astucia de la serpiente; ni permite se corrompa en su seno la castidad cristiana, que consiste en la pureza de su fe católica. Por eso se horroriza ante las insidias que tendéis al mundo con vuestra doctrina subrepticia y, como si fuera la cabeza de una serpiente, la pisotea, tritura y destruye.
Que las palabras y la autoridad de tantos santos e ilustres doctores te curen con el colirio de la misericordia de Dios, como yo vivamente deseo; o si, lo que detesto, perseveras en lo que a ti te parece gran sabiduría y es una gran necedad, no busques jueces ante los cuales te justifiques, sino donde te sea permitido acusar a tantos santos e insignes doctores, célebres defensores de la fe católica: Ireneo, Cipriano, Reticio, Olimpio, Hilario, Gregorio, Basilio, Ambrosio, Juan, Inocencio, Jerónimo y todos cuantos están unidos en la misma fe. En resumen, toda la Iglesia de Cristo, familia divina a la cual ellos fielmente distribuyeron el pan del Señor, adquiriendo así ante Dios gloria imperecedera. Y, si no quieres abandonar doctrina tan miserable e insensata -pido a Dios te apartes de ella-, me parece que, respondiendo a tus libros, defiendo, contra ti, la fe de estos santos doctores, como se defiende el mismo Evangelio contra los impíos, enemigos declarados de Cristo.