CONTRA LOS ACADÉMICOS

Traductor: Victorino Capánaga, OAR

LIBRO III

De la sabiduría y bienaventuranza

CAPITULO I

Hay que buscar la verdad con ahínco

1. Cuando después de aquel discurso, contenido en el segundo libro, nos sentamos otro día en los baños-pues el cielo estaba nublado y no era agradable bajar al prado-, di comienzo a mi discurso de esta manera:

-Ya creo que os habéis dado bastante cuenta de la cuestión que quedó planteada entre nosotros para debatirse. Pero antes de venir al desarrollo de sus partes, os ruego prestéis gustosa atención a unas observaciones, relativas a nuestro asunto sobre la esperanza de la vida y los propósitos que nos animan. Creo que nuestra ocupación, no leve y superflua, sino necesaria y suprema, es buscar con todo empeño la verdad; sobre este punto convenimos Alipio y yo. Pues los demás filósofos dijeron que su sabio la había conseguido; según los académicos, el sabio debe desplegar todo su conato en buscarla, y su acción debe ordenarse a semejante fin; mas como la verdad se halla oculta o cubierta, o es confusa e indiscernible, para ordenar su vida, el sabio debe atenerse a lo que le parezca probable o verosímil.

Tal fue igualmente el resultado de la discusión de ayer. Pues el uno aseguraba que el hombre se hace feliz hallando la verdad, y el otro que con sólo buscarla diligentemente; luego está fuera de toda duda que nada se ha de anteponer a esta ocupación. Por lo cual os pregunto: ¿Qué tal os pareció la jornada que llevamos ayer? Vosotros vivisteis enfrascados en vuestros estudios.

Tú, Trigecio, te deleitaste con el poema de Virgilio, y Licencio se entretuvo componiendo versos, afición que le arrebata con tal fuerza, que por él principalmente he querido hacer este discurso, a fin de que en su ánimo la filosofía ocupe y reclame-pues ya es tiempo-asiento más principal que el arte poético y que toda otra disciplina.

CAPITULO II

La sabiduría y la fortuna

2. ¿Y no lamentáis que anteayer nos fuimos a dormir con la intención de levantarnos a discutir la cuestión propuesta, y para ninguna otra cosa, pero se interpusieron tantos quehaceres relativos a nuestra administración familiar, que, absorbidos totalmente por ellos, apenas tuvimos, al fin, a la tarde, dos horas para respirar un poco y dedicarlas a vosotros? Fundándome en esto, siempre opiné que el sabio ya no tiene necesidad de nada; mas para llegar a hacerse tal, necesita los bienes de fortuna, a no ser que opine de otro modo Alipio.

-Todavía no he averiguado bien, respondió el aludido, qué importancia das a la fortuna. Pues si para menospreciar sus bienes, crees que ella es necesaria, me declaro compañero tuyo en esta opinión. Si, al contrario, no atribuyes a la fortuna más que el suministro de los bienes para subvenir a las necesidades corporales, que no pueden tenerse a mano sin su favor, no me arrimo a tu parecer. En efecto, o bien el que no es sabio, pero aspira a la sabiduría, puede, aun a contracorriente de la fortuna, adquirir lo que necesita para su vida, o bien se ha de conceder que aun en la vida de todo sabio ella domina, pues no puede éste renunciar a las cosas necesarias para su cuerpo.

3. -Dices, pues, tú, le repliqué yo, que la fortuna es necesaria al estudioso de la sabiduría, pero no al sabio.

-No será inoportuno volver a lo dicho, respondió él. Así que ahora te pregunto: ¿Crees que la fortuna ayuda al menosprecio de la misma? Si te agrada la afirmativa, digo que el aspirante a la sabiduría tiene gran necesidad de la fortuna.

-Así lo creo, dije, pues por ella será tal que pueda despreciar la fortuna. Y esto no es un absurdo, pues también nosotros, cuando somos párvulos, necesitamos el pecho maternal; gracias a él podemos después vivir y valemos sin él.

-Para mí es manifiesto, notó Alipio, que nuestras opiniones se armonizan entre sí si reflejan nuestra manera de pensar, a no ser que a alguien le parezca bien discernir que no es el pecho maternal, o la fortuna, sino otra cosa la que nos hace despreciar a aquél y a ésta.

-No es difícil echar mano de otra comparación, advertí yo. Por ejemplo, así como sin nave u otro vehículo o instrumento adaptado a ello, para no temer al mismo Dédalo, o sin la ayuda de alguna potencia oculta, nadie puede atravesar el mar Egeo, aunque no tenga otro deseo que llegar al término, y, una vez logrado el fin, se halla dispuesto a arrojar y a desprenderse de los aparatos que le han servido para la travesía, de análogo modo, quien quisiere llegar al puerto y, digámoslo así, tierra firme y tranquilísima de la sabiduría (pues para callar otras cosas, si fuere ciego o sordo, no le es posible, lo cual depende de la fortuna), me parece necesaria la ayuda de ésta, si ha de lograr lo que quiere. Una vez conseguido este fin, aunque se vea necesitado de algunas cosas concernientes a su bienestar corporal, con todo, es evidente que ya no las necesita para ser sabio, sino para la buena convivencia social.

-Antes bien, dijo Alipio, si es sordo o ciego, con razón despreciará la consecución de la sabiduría, y aun la misma vida, para la cual se busca.

4. -No obstante eso, le repliqué yo, como nuestra vida, mientras estamos aquí, se halla regida por la fortuna, y nadie sin vivir puede hacerse sabio, ¿no se concluye de esto que necesitamos su favor para ser guiados a la sabiduría?

-Pero, respondió él, no siendo necesaria la sabiduría sino a los que viven, pues sin la vida nadie la echa en falta, no temo a la fortuna, al prolongar la vida. Pues porque vivo, deseo la sabiduría, no por desear la sabiduría quiero la vida. Si, pues, la fortuna me quita la vida, me privará del motivo de buscar la sabiduría. Para ser sabio, pues, no tengo por qué desear el favor de la fortuna o temer sus reveses, a no ser que me des otras razones.

-¿No crees, pues, le repliqué yo, que al aspirante a la sabiduría pueda impedir la fortuna misma llegar a ella, aun sin privarle de la vida?

-No creo, dijo él.

CAPITULO III

El sabio conoce la sabiduría

5. -Quiero que me digas, le dije yo, la diferencia que hay entre el filósofo y el sabio.

-Entre el sabio y el aspirante a la sabiduría no hallo sino esta diferencia: las cosas que el sabio posee como hábito, el aspirante las tiene en el ardor del deseo.

-Pero, en fin, ¿a qué cosas te refieres? Pues para mí la diferencia es: el uno conoce la sabiduría, el otro quiere conocerla.

-Si defines lo que es la ciencia con discreta conclusión, quedará la cosa bien declarada.

-Defínala como quiera, le dije, todos convienen en que de las cosas falsas no puede haber ciencia.

-En esto me pareció bien objetarte la advertencia, para que, con mi imprudente consentimiento, tú no echases a galopar sin freno por los campos de la cuestión principal.

-Ciertamente, le respondí yo, no me has dejado ningún espacio para la equitación. Pues, salvo error, hemos llegado al fin que buscaba. Porque si, como sutil y verdaderamente has dicho, ninguna diferencia separa al sabio del estudioso de la sabiduría, fuera de que éste ama y aquél posee la disciplina de la sabiduría-y por eso no dudaste en darle el nombre de hábito-, y nadie puede poseer en su ánimo la disciplina sin haberla aprendido, y nada aprende el que nada conoce, y nadie puede conocer lo falso, luego conoce el sabio la verdad, pues has reconocido que tiene en su ánimo la disciplina o el hábito de la sabiduría.

-No sé hasta dónde llegaría mi audacia, dijo él, si negase que el sabio posee el hábito de la investigación de la verdad de las cosas divinas y humanas. Pero no veo cómo puedes sostener que no hay hábito de las probabilidades que se han adquirido.

-¿Me concedes, le dije yo, que nadie sabe cosas falsas?

- Sin dificultad ninguna.

-Atrévete, pues, a decir que el sabio ignora la sabiduría, añadí yo.

-Mas ¿por qué, me dijo él, lo encierras todo dentro de estos límites, de modo que no pueda parecer al sabio que él ha comprendido la sabiduría?

-Dame la mano, le dije yo entonces. Porque si tú recuerdas, esto es lo que ayer te prometí demostrar, y ahora me alegro de que venga, no como una conclusión mía, sino como una espontánea concesión suya. Pues habiendo asegurado que la diferencia entre la posición de los académicos y la mía es que a ellos les pareció probable que no es posible la percep­ción de la verdad, y a mí, aun cuando todavía no la haya halla­do, me parece que el sabio puede hallarla, ahora tú, apremiado por mi pregunta sobre si el sabio conoce la sabiduría, has dado un parecer afirmativo.

-¿Y qué se sigue de ahí?, inquirió Alipio.

-Si, pues, le parece que conoce la sabiduría-le argüí yo-, no opinará que el sabio no puede saber nada. O atrévete a decir que no es nada la sabiduría.

6. -Creería en verdad, dijo, que hemos llegado a la conclusión; pero, de improviso, al cruzar nuestras manos, veo que estamos muy distantes uno del otro y que hemos ido muy lejos. Ayer, al parecer, entre nosotros no había otra cuestión sino que el sabio puede llegar a la comprensión de lo verdadero, según tu opinión, en contraste con la mía; y ahora me parece no haberte concedido más que esto: que puede pareceral sabio que ha logrado la sabiduría de las cosas probables, siendo cosa convenida entre ambos y fuera de toda duda que la sabiduría debe consistir en la investigación de las cosas divinas y humanas.

-Con tales evasivas, le respondí yo, complicas más las cosas; pues me parece que no discutes sino por deporte de ejercicio. Y como tú sabes muy bien que estos jóvenes no pueden todavía seguir disertaciones sutiles y levantadas, abusas, por decirlo así, de la ignorancia de los jueces, siéndote lícito hablar cuanto deseas sin reclamación de nadie. Pues poco antes dijiste, al preguntarte si el sabio conocía la sabiduría, que le parece a él que la conoce. Luego al que le parece que conoce la sabiduría, no puede parecerle que no conoce nada el sabio. Esto no puede sostenerse sino a condición de afirmar que es nada la sabiduría. De donde se sigue que ambos profesamos la misma opinión, pues a mí me parece que el sabio conoce algo, y creo que a ti también, porque sientes que le parece al sabio que conoce la sabiduría.

-Ambos creo, dijo entonces, que queremos ejercitar nuestro ingenio, y esto me sorprende, pues tú no tienes ninguna necesidad de ejercitarte en este punto. Pues para mí, tal vez por falta de luces aún, hay diferencia entre creer que se sabe y saber, y entre la sabiduría, que consiste en la investigación, y la verdad; estas dos opiniones, alternativamente expresadas por nosotros, no hallo modo de concordarlas.

Entonces, al ver que nos llamaban a comer, le dije yo:

-No me desagrada que me contradigas tanto, porque o ninguno de los dos sabemos lo que decimos, y hemos de evitar semejante torpeza, o no lo sabe uno de nosotros, y tampoco conviene dejar la cosa así. A la tarde volveremos al tema. Yo creía que estábamos al cabo de la cuestión, cuando ahora me muestras los puños.

Riéronse con esto y nos retiramos

CAPITULO IV

Sobre el mismo argumento

7. Al volver al mismo lugar hallamos a Licencio, para cuya sed no bastaba la fuente de Helicón, todo embebido en componer versos. Pues casi a mitad de la comida-aunque en ella coincidieron el principio y el fin-se levantó disimuladamente, sin beber. Yo le dije:

-Yo deseo que alguna vez poseas perfectamente el arte poética, por la que te afanas tanto; no es que me agrade demasiado esta perfección, pero veo que en adquirirla pones tanto entusiasmo, que sólo la saciedad podrá librarte de semejante pasión, lo cual suele ocurrir con facilidad cuando se ha logrado aquélla. Además, porque tienes una bonita voz, preferiría oírte declamar tus propios versos a verte cantar sin entender pasajes de las tragedias griegas, a estilo de papagayo. Sin embargo, te aconsejo que vayas a beber, si quieres, y vuelve a nuestra escuela, si conservas alguna estimación del Hortensio y de la filosofía, a la que has consagrado tus primicias más dulces en aquel vuestro discurso, pues, te inflamó de ardor para dedicarte con más ahínco al estudio de las cuestiones graves y provechosas que a la poesía. Pero, deseando aficionaros a estas disciplinas, con que se adorna el espíritu, quiero volveros a su estima; pues temo meteros en un laberinto, y ya casi me arrepiento de haber frenado tus ímpetus.

Sonrojóse el muchacho con esto, y se retiró a beber, porque tenía una gran sed, evitándome la ocasión de decirle tal vez otras muchas cosas y más duras.

8. Cuando retornó Licencio, estando todos atentos, reanudé así mi discurso:

-¿Es verdad, Alipio, que disentimos los dos en cosa que a mí me parece clarísima?

-No es nada extraño, dijo él, que sea obscuro para mí lo que tú tienes por evidente; pues muchas cosas claras pueden serlo más para otros, y digamos lo mismo de las obscuras. Pues si lo que dices es manifiesto para ti, créeme, no faltará alguien para quien lo sea más; y habrá igualmente a quien mi obscuridad sea más obscura. Pero yo no quiero pasar por obstinado a tus ojos por más tiempo; te ruego, pues, des más relieve a esa verdad evidente.

-Escucha con atención, le repliqué, dejando a un lado el cuidado de responder. Pues si ambos nos conocemos bien, con leve esfuerzo se hará patente lo que digo, y pronto del uno al otro pasará la persuasión.

-¿No dijiste al fin, o estaba yo sordo, que al sabio le parece que conoce la sabiduría?

Se mostró conforme Alipio.

-Dejemos a un lado a este sabio. ¿Tú misino eres sabio o no?

-De ningún modo.

-Con todo, quiero que me digas qué sientes del sabio académico: ¿te parece que conoce la sabiduría?

-¿Y a ti te parece, me dijo a su vez, que son lo mismo o diferente cosa creer que se sabe y saber? Pues temo que esta confusión sirva de escapatoria a uno de los dos.

9. -Eso suele llamarse, le dije, contienda toscana, cuando a una cuestión propuesta no se da una solución, sino se propone otra cuestión. Y para halagar los oídos de Licencio, diré que este artificio lo usó también nuestro poeta en sus Bucólicas, juzgándolo propio del género campesino y pastoril; cuando el uno pregunta al otro qué región del cielo no tiene más que tres codos, a su vez le responde el interrogado: Dime en qué tierra nacen las flores, llevando inscrito el nombre de los reyes.

Por eso, te ruego, Alipio, no creas que nos es permitido aun en el campo, si bien estos modestos baños nos recuerdan un poco la belleza de los gimnasios. Responde, pues, si te place, a mi cuestión: ¿A tu parecer, el sabio académico conoce la sabiduría?

-Para no ir demasiado lejos, ensartando palabras con palabras, me parece a mí que el sabio cree que conoce la sabiduría.

-¿Luego te parece a ti que no la conoce? No te pregunto qué le parece al sabio, según tu parecer, sino si te parece que el sabio conoce la sabiduría. Puedes aquí afirmar o negar simplemente.

-¡Ojalá que eso me fuera tan fácil como a ti, o a ti tan difícil como a mí! No serías tan importuno, ni fundarías tu esperanza en tales cosas. Pues cuando me preguntaste tú qué pensaba del sabio académico, respondí que, según opino, le parece que posee la sabiduría, para no afirmar temerariamente que yo lo sabía o sostener no menos temerariamente que el sabio la conoce.

-Te pido, por gran favor, que respondas a lo que yo te pregunto, no a la cuestión que te propones tú; después deja a un lado mis esperanzas, que, sin duda, no te inquietan menos que las tuyas (pues, ciertamente, si yo claudico en esta cuestión, me pasaré a tu lado al punto, y quedará terminada la disputa); finalmente, echa de ti no sé qué inquietud que veo te afecta, y presta mayor atención para que fácilmente entiendas lo que has de responder, según mi deseo.

Porque decías que no quieres afirmar ni negar (según debieras hacerlo para satisfacer a mi pregunta), para no decir a la ligera que sabes lo que no sabes: como si yo te hubiese preguntado no lo que sabes, sino lo que te parece.

Así que vuelvo a formular con mayor claridad, si es posible, mi pregunta:

-¿Te parece a ti que conoce o no el sabio la sabiduría?

-Si puede hallarse un sabio cual lo exige la razón, puedo decir de él que conoce la sabiduría.

-Luego la razón, le dije yo, te representa un tipo de sabio que no ignora la sabiduría. Perfectamente: ni convenía opinar de otro modo.

10. Ahora, pues, te pregunto si puede darse un sabio. Pues, en caso afirmativo, podrá también conocer la sabiduría, y toda la cuestión entre nosotros está resuelta. Si, al contrario, sostienes que es imposible el sabio, entonces la cuestión primera no será si sabe algo, sino si alguien puede ser sabio.

Asentado esto, habrá que retirarse de los académicos y resolver entre los dos este problema, según nuestras fuerzas, con cautela y atención. Pues les agradó a ellos o más bien les pareció que puede ser un hombre sabio, y, con todo, la ciencia no puede ser dote de los hombres. Por lo cual afirmaron que el sabio nada sabe. A ti, en cambio, te parece que el sabioconoce la sabiduría, y esto ya es saber algo. Pues también estamos de acuerdo ambos, siguiendo a todos los antiguos filósofos, y entre ellos a los académicos, que nadie puede tener ciencia de cosas falsas. No te queda, pues, otra salida sino decir que o es nada la sabiduría o que el sabio concebido por los académicos no es conforme a razón. Y omitiendo estas cuestiones, convengamos en indagar si el hombre puede alcanzar la sabiduría, tal cual la describe la razón. Porque, hablando bien, no debemos o podemos llamar con este nombre a otra clase de sabiduría.

CAPÍTULO V

Vano subterfugio de los académicos

11. -Aun cuando te conceda, dijo Alipio, lo que tanto te empeñas en arrancarme, conviene a saber, que el sabio percibe la sabiduría y que nosotros hemos hallado algo que el sabio puede percibir, con todo, no creo de ningún modo arruinada la concepción de los académicos. Porque veo que todavía les queda una considerable línea de defensa, ni se les ha quitado la razón de suspender el asentimiento, pues no pueden ellos abandonar su causa por el argumento con que tú los das por vencidos. Pues ellos dirán que tienen por tan segura la imposibilidad de la verdadera percepción y que a nada se debe asentir, de modo que aun el mismo principio de la imposibilidad del conocimiento cierto-cuya probable persuasión han mantenido hasta aquí durante su vida-les ha sido arrancado ahora con tu conclusión; de suerte que, ya entonces como ahora, la fuerza de este argumento sigue invencible, ora por la debilidad de mi ingenio, ora por la consistencia propia, y no se les podrá desalojar de su posición, pues pueden seguir afirmando que aun ahora no debe asentirse a ninguna cosa. Quizás alguna vez contra esta doctrina podrán alegar ellos u otros razones sutiles y probables, y su retrato y como cierto espejo convendrá verse en aquel Proteo, de quien se cuenta que solía ser cogido donde menos podía esperarse, y que sus seguidores no le hubieran podido nunca echar mano sino por indicación de alguna divinidad. La cual si nos socorre y se digna mostrarnos aquella verdad que nos origina tantos desvelos, también confesaré que los académicos, aun contra su propia voluntad, lo cual no creo, han sido superados.

12. -Está bien, le respondí yo; no he deseado otra cosa. Porque notad, os ruego, cuántas y cuan grandes concesiones se me han hecho. La primera es afirmar que los académicos han sido vencidos de tal modo que no les queda para su defensa sino lo que es imposible. Pues ¿quién puede entender o creer de algún modo que el que ha sido vencido, por el mismo hecho de la derrota, se gloría de vencedor? En segundo lugar, si resta algún elemento de combate contra ellos, no proviene de lo que dicen, que nada se puede saber, sino de lo que pretenden asegurar, que a ninguna cosa se debe prestar asentimiento.

Así, pues, ahora ya estamos concordes. Pues tanto a mí como a ellos les parece que el sabio conoce la sabiduría. Pero amonestan que se modere todo asentimiento. Dicen que así les parece, no que lo saben; como si yo profesase semejante ciencia. Yo también digo que me parece ser así, porque pertenezco al número de los necios, como ellos, si no poseen la sabiduría. Pero yo sostengo que debemos afirmar alguna cosa, esto es, la verdad.

Y sobre esto les interrogo si ellos están por la negativa, quiero decir, si les place que no debe asentirse a la verdad. Nunca dirán eso, si no que la verdad no puede hallarse. Luego, en cierto aspecto, me tienen aquí por compañero, pues a ninguno desagrada, y por tanto a todos agrada, mantener el asentimiento a la verdad. Pero ¿quién la demostrará?, preguntan ellos.

En este punto no discutiré con ellos: me basta con que no es probable que nada conoce el sabio, para no verse obligados a sacar una conclusión absurdísima, cual es que o no es nada la sabiduría o que el sabio está privado de ella.

CAPITULO VI

Necesidad de un divino socorro para conocer la verdad

13. Pero quién puede mostrarnos la verdad, lo has dicho tú, Alipio, cuyo disentimiento evitaré con ahínco. Porque has dicho, tan breve como religiosamente, que sólo algún divino numen puede manifestar al hombre lo que es la verdad. En este discurso nuestro, ninguna otra proposición he oído tan grata, tan grave, tan probable, y si nos asiste esa divinidad, ninguna tan verdadera. Pues aquel Proteo a quien acabas de evocar-y ¡con qué elevación de espíritu y fina intención en la mejor clase de filosofía!-, aquel Proteo, digo--y notad, jóvenes, que la filosofía no desdeña absolutamente a los poetas-, es traído como imagen de la verdad. En las ficciones poéticas, Proteo representa y sostiene el papel de la verdad, a la que nadie apresa si, engañado por falsas apariencias, deja o suelta los lazos para prenderlo. Porque son esas imágenes las que por nuestra costumbre de usar de las cosas corporales para las necesidades de nuestra vida, por ministerio de los sentidos, se esfuerzan en seducirnos e ilusionarnos, aun cuando se tiene y en cierto modo se toca la verdad con las manos.

Y ésta es la tercera concesión que se me ha hecho, y que no puedo estimar en su justo valor. Porque mi amigo familiarísimo no sólo está conforme conmigo en lo que atañe a la probabilidad de la vida humana, mas también en lo relativo a la religión, lo cual es indicio clarísimo de la verdadera amistad. Porque ésta fue definida muy bien y santamente como un acuerdo benévolo y caritativo sobre las cosas divinas y humanas.

CAPITULO VII

Una opinión de Cicerón

14. No obstante lo dicho, para que ni los argumentos de los académicos nos impidan, como con ciertas nieblas, el avance, ni yo parezca resistir orgullosamente a la autoridad de algunos sabios-y entre ellos la de Cicerón no deja de hacernos fuerza-, si os place, antes disertaré un poco contra quienes creen que aquellas discusiones van contra la verdad. Después expondré yo mi parecer acerca del motivo que tuvieron los académicos para ocultar su manera de pensar. Así, pues, Alipio, aunque veo que estás enteramente a mi lado, toma un momento la carga de su defensa y respóndeme.

-Como hoy, respondió Alipio, has avanzado con afortunado pie, según suele decirse, no me opondré a tu completo triunfo, y tomaré el partido de los académicos, tanto más seguro cuanto me lo impones, con la condición, sin embargo, de que conviertas en discurso continuo lo que te propones desarrollar en forma de preguntas-si te parece bien eso-, para que yo, como enemigo terco, hecho prisionero tuyo, no me vea acribillado con tus pequeños dardos, cosa que es muy contraria a tus sentimientos de humanidad.

15. Yo al verlos en expectativa, como entrando en un nuevo exordio, les dije:

-Os daré gusto. Y aunque después de la fatiga de mi escuela de retórica presumí tomar descanso con esta ligera armadura, desarrollando los temas de que tratamos, en forma de interrogación más bien que de discurso, con todo, porque somos tan pocos, que no tengo necesidad de esforzarme en la voz con perjuicio de mi salud, y como precisamente a causa de ella he querido que el estilete sea el auriga y moderador del discurso, para que no me deje arrastrar de la celeridad y vehemencia más de lo que me consiente el estado de mi cuerpo, oíd, si queréis, en discurso continuo lo que yo siento.

Y veamos en primer lugar lo que da a los secuaces de la Academia motivo de gloriarse demasiado. Porque hay en los libros que escribió Cicerón en defensa de su causa cierto lugar compuesto, a mi parecer, con maravillosa elegancia, y, según algunos, dotado de poderosa robustez. Difícilmente habrá alguien a quien no impresione lo que allí se dice, conviene a saber, que todas las sectas que se creen en posesión de la sabiduría, dan al sabio académico el segundo rango, porque, naturalmente, el primero se lo reclaman para sí. De lo cual concluye, muy probablemente, que con derecho, a su juicio, es el primero, por ser el segundo a juicio de todos los demás.

16. Imagínate, por ejemplo, que hay un sabio estoico, pues contra ellos se disparó principalmente la agudeza de los académicos; si se pregunta a Zenón o a Crisipo quién es sabio, responderán que el que han descrito ellos. Les llevarán la contra Epicuro y otros adversarios, porfiando en que para ellos es sabio el más refinado cazador de placeres. De aquí nace la controversia. Clama Zenón y toda la Stoa o el Pórtico grita tumultuosamente que el hombre no ha nacido sino para la virtud; que ella atrae a las almas con su propio brillo, sin proponer ninguna ventaja externa ni halago de recompensa; que el placer de Epicuro sólo es propio de las bestias, y que es cosa impía rebajar al hombre y al sabio para incorporarlo a ellas. Al contrario, Epicuro, como un Baco, reúne en su apoyo de los jardines la turbamulta de sus discípulos vinolentos, que buscan en su furor a quien dar un zarpazo con sus uñas sucias y su dañina boca, exagerando con el testimonio del vulgo el valor del deleite, la suavidad y el reposo que produce, e insistiendo acremente en que nadie sin él puede ser feliz.

Si un académico entra en esta disputa, oirá a las dos partes que le quieren atraer a sí; pero si cede a unos o a otros, aquellos a quienes abandona lo tildarán de mentecato, ignorante y cabeza ligera. Y así, después de escuchar por aquí y por allí a unos y a otros, preguntado qué le parece, dirá que duda.

Ahora preguntad a un estoico quién es mejor: si Epicuro, quien dice de él que es un loco, o el académico, el cual pide todavía tiempo para deliberar acerca de un apunto tan grave. Nadie duda de que será preferido el académico.

Ahora vuélvete a Epicuro y pregúntale a quién prefiere: si a Zenón, que le trata de bestia, o a Arquesilao, que dice: Tú tal vez tienes razón, pero ya la examinaré más despacio. ¿No es evidente que Epicuro considerará a los estoicos como locos y a los académicos por más moderados y prudentes que ellos?

Casi igualmente, Cicerón presenta a los ojos de los lectores un espectáculo amenísimo a todas las sectas, como manifestando que todos sus secuaces, después de reclamar para sí el primer puesto de honor, cosa inevitable, están de acuerdo en asignar el segundo lugar de preferencia, no al que los contradice, sino al que ven vacilante. No les contradiré en esto ni les quitaré ninguna gloria.

CAPITULO VIII

Rebátese el pasaje de Cicerón

17. Bien que crean algunos que en este lugar Cicerón no se chanceó, sino quiso mostrar y recoger algunos argumentos vacíos e hinchados, porque aborrecía la ligereza de los griegos. ¿Pues qué me impide a mí, si quiero oponer resistencia a la vanidad de los académicos, probar cuánto menos mal es ser indocto que indócil? De lo que resulta que cuando aquel académico jactancioso se ofrece como discípulo a unos y otros, sin que nadie pueda persuadirle la ciencia que creen poseer, al fin todos hacen coro para burlarse de él. Porque cada uno pensará que cualquiera de los otros adversarios nada aprendió, pero que éste es incapaz de aprender. Por lo cual después, a consecuencia de ello, será arrojado de las escuelas de todos, no con férulas, lo cual sería más vergonzoso que molesto, sino a palos y garrotazos de los mismos que llevan el manto. No será, en efecto, gran negocio contra una peste común reclamar las fuerzas hercúleas de los cínicos.

Mas si se quiere disputar con ellos, buscando tan ínfima gloria-cosa que fácilmente se me otorgará, por ser yo amante de la sabiduría, aunque no sabio-, ¿qué podrán alegar ellos para refutarme? Pues supongamos que yo con un académico entro en liza en una de aquellas escuelas de filósofos; todos se hallan presentes; exponga cada cual su doctrina brevemente conforme al tiempo que se les concede. Preguntemos a Carnéades qué piensa. Dirá que duda. Así cada cual le preferirá a los demás. Luego todos le preferirán a todos: he aquí una grande y altísima gloria. ¿Quién no quisiera imitarlo? Y si a mí me preguntan, responderé lo mismo. Igual, pues, será la alabanza. ¿Goza, pues, el sabio de una gloria que le iguala con el necio? ¿Y qué diremos si fácilmente le supera? ¿No hará nada la vergüenza? Pues a este académico, cuando abandone su tribunal, lo detendré yo, porque la necedad se complace con este género de victorias. Luego, habiéndole yo retenido, manifestaré a los jueces lo que ignoran, y les diré: «Yo, excelentísimos varones, tengo de común con éste la duda sobre quién de vosotros profesa la verdadera doctrina. Pero tenemos también nuestras opiniones particulares, y os pido que juzguéis. Pues para mí es cosa incierta, aunque he oído vuestras disertaciones, dónde está la verdad, mas es porque realmente ignoro dónde entre vosotros está el sabio. Pero éste asegura que el sabio nada sabe, ni siquiera conoce la sabiduría, de la que recibe su nombre.»

Todos ven quién se llevará la palma. Porque si esto dice mi adversario, lo aventajaré en la gloria; pero si él, avergonzado, confiesa que el sabio conoce la sabiduría, será mi opinión la que triunfe de él.

CAPITULO IX

La definición de Zenón

18. Pero retirémonos de este quisquilloso tribunal a algún lugar donde no nos molesten las multitudes, y ojalá que a la misma escuela de Platón, la cual se dice que recibió su nombre por haberse retirado del pueblo.

Y allí disputemos según nuestras fuerzas no de la gloria, que es cosa leve y pueril, sino de la misma vida y de la esperanza que tenemos de ser dichosos.

Niegan los académicos que pueda saberse algo. ¿Qué apoyo tenéis para decir eso, oh hombres estudiosísimos y doctísimos? «Nuestro apoyo es, dicen, la definición de Zenón». Mas ¿por qué? Decidme. Pues si es verdadera, alguna verdad admite quien la admite; si es falsa, no debió haceros mella a vosotros, que os preciáis de vuestra constancia. Pero veamos lo que dice Zenón: sólo puede percibirse y comprenderse un objeto que no ofrece caracteres comunes con lo falso.

¿Esto te movió, ¡oh discípulo de Platón!, para que con todo empeño retrajeras a los amigos de saber de toda esperanza de ciencia, para que, dominados por una lamentable pereza espiritual, abandonasen toda investigación filosófica?

19. Pero ¿cómo no había de turbarle que no pueda hallarse un objeto de tal condición, si, por otra parte, no puede conocerse sino lo que es tal? De ser así, mejor sería decir que el hombre no puede alcanzar la sabiduría que sostener que el sabio no sabe por qué vive, cómo vive, ni si vive, y, finalmente-y esto supera toda perversidad e insensatez-, que a la par es sabio y que ignora la sabiduría. Porque ¿qué es más chocante, decir que el hombre no puede ser sabio, o que el sabio no posee la sabiduría? Toda disputa queda cortada, si no se plantea la cuestión en estos términos para juzgarla. Mas si tal vez se hablase tan claramente, se retraerían los hombres totalmente de filosofar; y hay que inducirlos a ello con el dulcísimo y santo nombre de la sabiduría, para que cuando, quebrantados por el trabajo y la edad, nada hayan aprendido, te colmen de execración a ti, a quien te han seguido, renunciando a los placeres del cuerpo y abrazando los tormentos del espíritu.

20. Pero examinemos quién los aparta más bien de la filosofía: si el que dijo: «Escucha, amigo mío: la filosofía no es la misma sabiduría, sino el estudio de ella, al que si te aplicas, nunca llegarás a ser sabio mientras vivas (y así la sabiduría reside en Dios y no puede ser patrimonio del hombre), mas luego que con tal ejercicio te hayas adiestrado y purificado bastante, tu alma disfrutará fácilmente de la verdad, después de la vida presente, esto es, cuando hayas dejado de ser hombre», o tal vez el que dijo: «Venid, mortales, consagraos a la filosofía, porque en ella hay gran provecho. Pues ¿qué cosa más amable que la sabiduría para el hombre? Venid, pues, para que seáis sabios y no conozcáis la sabiduría.»

No sería yo quien hablase así, dice él (el académico). Eso es engañar, pues otra cosa no hallarán en ti.

Así, pues, si hablases de ese modo, huirían de ti como de un demente; si por otros medios los contagias con tu persuasión, los volverás locos. Pero admitamos que ambas doctrinas apartan igualmente a los hombres de la filosofía. Mas si la definición de Zenón obligaba a enunciar algo pernicioso para la causa de la sabiduría, ¡oh amigo!, ¿había necesidad de decir al hombre lo que era motivo de dolor o más bien lo que era para ti motivo de escarnio?

21. Pero discutamos la definición de Zenón según nos permite nuestra ignorancia. Sólo puede comprenderse un objeto que de tal modo resplandece de evidencia a los ojos, que no puede aparecer como falso.

Evidente cosa es que fuera de esto nada puede percibirse.

-Lo mismo pienso yo, dice Arquesilao, y por esto, enseño que nada puede percibirse, pues nada puede hallarse que reúna tales condiciones.

-Tal vez no lo halles tú y otros necios; pero el sabio, ¿por qué no ha de poder hallarlo? Aunque al mismo necio creo que nada puede responderse si te pide que con tu reconocida agudeza refutes dicha definición de Zenón, mostrándole que también puede ser falsa; y si no puedes lograr ese intento, ya tienes en ella una proposición cierta; pero, si la refutares, quedas libre del obstáculo de conocer la verdad. Luego no sé cómo pueda refutarse y la juzgo muy verdadera dicha definición. Así, pues, si la conozco, aunque necio, alguna verdad conozco. Pero imagínate que ella cede a tus argucias. Me valdré entonces de un dilema segurísimo. Porque dicha definición o es verdadera o falsa: si es verdadera, mantengo mi posición; si falsa, luego puede percibirse algo, aun cuando ofrezca caracteres comunes con lo falso.

-¿Cómo puede ser eso?, pregunta él.

-Luego muy acertado anduvo Zenón en su definición, ni se engañó alguien al darle asentimiento. ¿Tal vez condenaremos como poco recomendable y neta una definición, la cual, contra los que habían de formular muchas objeciones contra la percepción, se presenta en sí misma dotada de aquellas cualidades que requería como propias de un objeto perceptible? Luego ella es a la par una definición y un ejemplo de cosas comprensibles.

-Yo no sé, dice Arquesilao, si ella es verdadera; mas por ser probable, aceptándola, demuestro que nada existe semejante a lo que ella exige como comprensible.

-Tú la utilizas para todo menos para ella, y ves la consecuencia, según creo. Pues aun estando inciertos de ella, no nos desampara por eso la ciencia, porque sabemos que es verdadera o falsa. Luego sabemos algo. Aunque nunca logrará hacerme un ingrato, juzgo dicha definición como absolutamente verdadera. Pues o pueden percibirse las cosas falsas, hipótesis a que tienen pavor los académicos, y realmente es absurda, o tampoco pueden percibirse las cosas semejantes a lo falso; luego aquella definición es verdadera. Mas pasemos a lo demás.

CAPITULO X

Contra una objeción de los académicos

22. Aunque estas observaciones, si no me engaño, bastan para la victoria, pero tal vez no para la perfección de la misma. Dos afirmaciones hacen los académicos contra las cuales nos hemos propuesto luchar aquí: Nada puede percibirse; A ninguna cosa se debe prestar asenso. Sobre el asentimiento volveremos pronto; digamos ahora algo sobre la percepción.

¿Decís que absolutamente nada puede percibirse? Aquí anduvo despierto Carnéades (pues nadie entre ellos se sumió en menos profundo sueño que él) y fue más circunspecto ente la evidencia de las cosas. Así, pues, hablando consigo mismo, como ocurre, se dijo: ¿Luego, Carnéades, vas a decir que no sabes si eres hombre u hormiga? ¿O triunfará de ti Crisipo? Digamos que nosotros no sabemos lo que indagan los filósofos; lo demás no nos atañe, de modo que, si titubeare en la luz cotidiana y usual, apelaré a aquellas tinieblas de los ignorantes, donde sólo ven ciertos divinos ojos; los cuales, aun cuando me vieren vacilar y caer, no me pueden entregar a la irrisión de los ciegos y sobre todo a los arrogantes, que no se avergüenzan de ser enseñados.

Tú avanzas en verdad, ¡oh astucia griega!, elegantemente ceñida y bien dispuesta; pero no reparas en que aquella definición es obra de un filósofo, fijada y apoyada en el mismo vestíbulo de la filosofía; si quieres quitarle esa espada de doble filo, rasgará tu propia carne; porque, destruida ella, no sólo puede percibirse algo, sino también puede percibirse lo que es parecidísimo a lo falso, si no te atreves a deshacerte de ella enteramente.

Es tu escondrijo, de donde sales e irrumpes con fuerza sobre los incautos que quieren pasar; mas no faltará un Hércules que te sofocará en tu caverna como al semihombre Caco, aplastándole con sus piedras, enseñando que hay algo en filosofía que no puedes reducir a incertidumbre, por ser semejante a lo falso.

Verdad es que apresuraba el paso para llegar a otras cosas; mas el que viene aquí con urgencias, Carnéades, te injuria, tomándote por un muerto, que dondequiera y de cualquier manera puede ser vencido por mí. Y si no lo considera tal, no tiene compasión, pues me obliga a mí de improviso a abandonar mis fortalezas y a luchar contigo en campo raso. Y apenas comencé a descender allí, víctima del terror de tu nombre, eché atrás el pie, y desde la altura te arrojé no sé qué dardo; vean los que presencian nuestro combate si llegó hasta ti y los efectos que produjo. Mas, ¿a qué semejantes temores e inepcias? Si bien recuerdo, muerto estás, ni Alipio tiene derecho a combatir por tu cadáver. Dios me socorrerá seguramente contra tu sombra.

23. Aseguras que nada puede saberse de cierto en filosofía, y para propagar tu razonamiento a lo largo y a lo ancho apelas a las reyertas y disensiones de las escuelas, creyendo que son las mejores armas contra los filósofos.

¿Cómo vamos a juzgar de la disidencia entre Demócrito y los antiguos físicos sobre la unidad o pluralidad incontable del mundo, cuando entre él y su heredero Epicuro no pudo mantenerse la concordia? Pues aquél, partidario de la vida muelle, cuando a los átomos, que son como sus esclavas, esto es, a los corpúsculos que él tan satisfactoriamente se imagina en los pliegues recónditos de las cosas, les permite cambiar de dirección y desviarse espontáneamente de aquí para allá en otras direcciones, disipó todo el patrimonio con esta escisión.

Mas nada de esto me interesa a mí. Pues si corresponde a la sabiduría el saber algo de estas cosas, no puede faltar al sabio dicha ciencia. Y si otra cosa es la sabiduría, el sabio la conoce, y menosprecia tales bagatelas.

Con lodo, yo, que estoy lejos aún de la proximidad del sabio, en estas cosas de la naturaleza alguna ciencia de cuestiones físicas poseo. Pues por cierta cosa tengo que el mundo es uno o no es, y que si hay muchos mundos son de número finito o infinito. Venga a decirme Carnéades que esta opinión tiene todos los visos de falsa.

Igualmente sé que este nuestro mundo está dispuesto así o por la naturaleza de los cuerpos o por alguna providencia, y que o siempre existió y ha de existir o que habiendo comenzado, no acabará nunca; o que no tuvo principio temporal, pero que tendrá fin; o que comenzó a subsistir y su permanencia no será perpetua. Yo poseo una suma innumerable de esta clase de conocimientos relativos al mundo. Porque son verdaderas estas proposiciones disyuntivas y nadie las puede confundir con lo falso, so pretexto de alguna semejanza con él.

-Pero toma aisladamente una de ellas, dice el académico.

-No me place; porque eso es decir: deja lo que sabes y afirma lo que ignoras.

-Luego tu opinión se halla en suspenso.

-Más vale que esté suspensa que derribada en tierra; porque ella es clara y puede llamarse o verdadera o falsa. Y ésta digo que sé. Tú, que no niegas que ellas pertenezcan a la filosofía, pruébame que no las sé: di que estas proposiciones disyuntivas, o que son falsas o que tienen algo común con la falsedad, que las hace enteramente indiscernibles.

CAPITULO XI

L a certeza del mundo y de las verdades matemáticas

24. -¿Cómo sabes, objeta el académico, que existe este mundo, si los sentidos engañan?

-Nunca vuestros razonamientos han podido debilitar el testimonio de los sentidos, hasta convencernos que nada nos aparece a nosotros, ni vosotros os habéis atrevido a tanto; pero habéis puesto grande ahínco en persuadirnos de la diferencia entre ser y parecer.

Yo, pues, llamo mundo a todo esto, sea lo que fuere, que nos contiene y sustenta; a todo eso, digo, que aparece a mis ojos y es advertido por mí con su tierra y su cielo, o lo que parece tierra y cielo. Si tú dices que nada se me aparece, entonces nunca podré errar, pues yerra el que a la ligera aprueba lo aparente. Porque sostenéis que lo falso puede parecer verdadero a los sentidos, pero no negáis el hecho mismo del aparecer. Y absolutamente desaparece todo motivo de discusión donde a vosotros os gusta triunfar, si no sólo nada sabemos, sino que también se suprime toda apariencia. Pero si tú niegas lo que a mí me parece sea el mundo, es una cuestión de nombres, pues ya te he dicho que a eso que se me aparece a mí doy el nombre de mundo.

25. Pero dirás: Luego, cuando duermes, ¿también existe ese mundo que ves? Ya lo he dicho: llamo mundo a lo que se me ofrece al espíritu, sea lo que fuere. Pues si os place llamar mundo sólo a lo que ven los despiertos y los sanos, afirma, si te atreves, que los que duermen y los alucinados no se alucinan ni duermen en el mundo. Así, pues, insisto en decir que toda esa masa de cuerpos, toda esta máquina donde estamos, lo mismo en el sueño y en la alucinación que en la vigilia y la salud, o es una o no es una. Explica cómo puede ser falsa esta proposición. Pues si duermo, puede ser que no haya dicho nada; o si al estar dormido se me han escapado de la boca algunas palabras, según suele acontecer, posible que no las haya dicho aquí, sentado como estoy, ni delante de estos oyentes; pero que sea falso lo que digo, es imposible. Pues no digo que tenga estas percepciones, por estar despierto, ya que me podrías objetar que también estando durmiendo me pudo parecer lo mismo, y, por tanto, que puede tener grandes apariencias con lo falso. Pero si hay un mundo más seis mundos, es evidente que hay siete mundos, sea cual fuere la afección de mi ánimo, y afirmo con razón que eso lo sé.

Demuéstrame, pues, que esta conexión o las disyuntivas precedentes pueden ser falsas en el sueño, la locura o la ilusión de los sentidos, y entonces, si al despertar las conservare en la memoria, me daré por vencido. Cosa evidente me parece que pertenecen al dominio de los sentidos corporales las percepciones, producidas en el sueño y la demencia; pero que tres por tres son nueve y cuadrado de números inteligibles, es necesariamente verdadero, aun cuando ronque todo el género humano. Aunque veo también que en favor de los sentidos se pueden decir muchas cosas, no censuradas por los mismos académicos. Tengo para mí que no debe acusarse a los sentidos ni de las imaginaciones falsas que padecen los dementes ni de las ficciones que se forjan en sueños.

Pues si a los despiertos y sanos les informan bien de las cosas, no se les pueden poner en cuenta a ellos lo que forje el ánimo en el sueño o la locura.

26. Queda por averiguar si el testimonio que dan es verdadero. Suponte que dice un epicúreo: Yo no tengo ninguna querella contra los sentidos, pues no es razonable exigir de ellos más de lo que pueden.

Y lo que pueden ver los ojos, cuando ven, es lo verdadero.

-¿Luego testifican la verdad cuando ven el remo quebrado en el agua?

-Ciertamente; pues habiendo una causa para que el remo aparezca tal como se ve allí, si apareciera recto, entonces si se podría acusar a los ojos de dar un informe falso, por no haber visto lo que, habiendo tales causas, debieron ver. ¿Y a qué multiplicar los ejemplos? Extiéndase lo dicho a lo del movimiento de las torres, de las alas de las aves y otras cosas innumerables. Pero dirá alguno: No obstante eso, yo me engaño si doy mi asentimiento. Pues no lleves tu asentimiento más allá de lo que dicta tu persuasión, según la cual así te parece una cosa, y no hay engaño. Pues no hallo cómo un académico puede refutar al que dice: Sé que esto me parece blanco; sé que esto deleita mis oídos; sé que este olor me agrada; sé que esto me sabe dulce; sé que esto es frío para mí.

- Pero di más bien si en sí mismas son amargas las hojas del olivo silvestre, que tanto apetece el macho cabrío.

-¡Oh hombre inmoderado! ¿No es más modesta esa cabra? Yo no sé cómo sabrán esas hojas al animal; para mí son amargas; ¿a qué más averiguaciones?

-Mas tal vez no falte hombre a quien tampoco le sean amargas.

-Pero ¿pretendes agobiarme a preguntas? ¿Acaso dije yo que son amargas para todos? Dije que lo eran para mí, y esto siempre lo afirmo.

¿Y si una misma cosa, unas veces por una causa, otras veces por otra, ora me sabe dulce, ora amarga?

Yo esto es lo que digo: que un hombre, cuando saborea una cosa, puede certificar con rectitud que sabe por el testimonio de su paladar que es suave o al contrario, ni hay sofisma griego que pueda privarle de esta ciencia.

Pues ¿quién hay tan temerario que, al tomar yo una golosina muy dulce, me diga: «Tal vez tú no saboreas nada; eso es cosa de sueño»? ¿Acaso me opongo a él? Con todo, aquello aun en sueños me produciría deleite. Luego ninguna imagen falsa puede confundir mi certeza sobre este hecho.

Y tal vez los epicúreos y cirenaicos darían en favor de los sentidos otras muchas razones, que no me consta hayan sido rebatidas por los académicos. Pero esto a mí, ¿qué me interesa? Cuenten con mi favor si quieren y pueden rebatirlos. Pues todo lo que disputan ellos contra los sentidos no vale igualmente para todos los filósofos. Pues hay quienes estiman que todas las impresiones que el alma recibe por medio de los sentidos corporales pueden engendrar opinión, pero no ciencia, la cual se contiene en el entendimiento y vive en la mente, en región lejana de los sentidos. Y tal vez en el número de ellos se encuentra el sabio en cuya busca vamos. Pero quede este tema para otra ocasión; ahora vengamos a los otros puntos, que, a la luz de lo explicado, fácilmente se aclararán, si no me engaño.

CAPITULO XII

La certeza moral y los sentidos

27. Al filósofo moral, ¿qué le ayudan o le estorban los sentidos? Pues si a los mismos que han puesto el bien supremo del hombre en el placer, ni el cuello de las palomas, o la voz incierta, o el peso grave para el hombre y al mismo tiempo ligero para los camellos, y otras mil cosas por el estilo, les impiden profesar la certidumbre del deleite en lo que les agrada o la de la molestia en lo que les desagrada-y en este punto no creo que puedan ser refutados-, ¿le impresionarán semejantes argumentos al que abraza con la mente el soberano bien? ¿A quién escoges tú entre ellos? Si me pides a mí el parecer, creo que en la mente reside el sumo bien del hombre. Pero ahora nuestra indagación versa sobre la ciencia. Pregunta, pues, al sabio, que no puede desconocer la sabiduría; pero, entre tanto, a mí, torpe e ignorante de ingenio, me es lícito saber que el soberano bien del hombre, en que consiste la vida dichosa, o no existe, o se halla en el alma, o en el cuerpo, o en ambos. Convénceme, si te es posible, de que no sé esto; vuestras razones vulgares se estrellan aquí. Y si no puedes lograr esto, por no haber cosas semejantes falsas, ¿dudaré yo que es muy razonable que el filósofo conozca cuanto hay de verdadero en la filosofía, cuando yo mismo conozco tantas verdades?

28. Pero tal vez a él le asalte el temor de escoger el sumo bien estando dormido. Mas no hay peligro ninguno: al despertarse, rechazará lo que le desplace, abrazará lo que le agrade. Pues ¿quién vituperará con razón al que vio en sueños una cosa falsa? ¿O temerá tal vez perder la sabiduría, durante el sueño, tomando lo falso por verdadero? Pero eso ni un durmiente podrá soñar, dándole el nombre de sabio cuando está despierto y negándoselo cuando está dormido. Lo mismo puede repetirse de la locura; pero nos urge pasar a otras consideraciones. Con todo, formulo aquí una conclusión certísima: Pues o se pierde la sabiduría con la demencia, y entonces no será sabio el que decís que ignora la verdad, o su ciencia permanece en el entendimiento, aun cuando otra porción del alma revuelva en su imaginación durante el sueño figuras que le entraron por los sentidos.

CAPITULO XIII

Las certezas de la dialéctica

29. Falta la dialéctica, que ciertamente conoce bien el sabio, y nadie puede saber lo falso. Y si no la conoce, su conocimiento no pertenece a la sabiduría, pues sin ella llegó a ser sabio, y es inútil preguntar si es verdadera y puede ser objeto de una percepción cierta.

Tal vez aquí me dirá alguien: Tienes tú costumbre, ¡oh ignorante!, de mostrar lo que sabes; de la dialéctica, ¿no has podido saber nada? Pues yo sé de ella muchas más cosas que de las otras partes de la filosofía. En primer lugar, la dialéctica me enseñó que eran verdades las proposiciones arriba mencionadas. Además, ella me ha enseñado otras muchas verdades. Contadlas, si podéis. Si hay cuatro elementos en el mundo, no hay cinco. Si el sol es único, no hay dos. Una misma alma no puede morir y ser inmortal. No puede ser el hombre al mismo tiempo feliz e infeliz. No es a la vez día y noche. Ahora estamos despiertos o dormidos. Lo que me parece ver, o es cuerpo o no lo es.

Estas y otras muchas proposiciones, que sería larguísimo enumerar, por la dialéctica aprendí que eran verdaderas, en sí mismas verdaderas, sea cual fuere el estado de nuestros sentidos. Ella me enseñó que si en las proposiciones enlazadas que acabo de formular se toma la parte antecedente, arrastra consigo la que la lleva aneja; y las que he enunciado en forma de oposición o disyunción son de tal naturaleza, que, si se niega una de ellas o más, queda algo afirmado en virtud de la misma exclusión de las restantes.

La dialéctica igualmente me enseñó que, cuando hay armonía sobre las cosas de que se disputa, no debe porfiarse acerca de las palabras, y el que lo haga, si es por ignorancia, debe ser enseñado, y si por terquedad, debe ser abandonado; si no puede ser instruido, amonéstesele a que se dedique a alguna cosa de provecho, en vez de perder el tiempo y la obra en cuestiones superfluas; y si se resiste, dejadlo.

Para los discursos capciosos y sofísticos hay un precepto breve: si se introducen por un mal raciocinio que se haya hecho, debe volverse al examen de todo lo concedido; pero si la verdad y la falsedad se chocan en una misma conclusión, tómese lo que se puede comprender; déjese lo que no puede explicarse. Y si la razón de ser de alguna cosa está enteramente oculta para los hombres, debe renunciarse a su conocimiento. Todas estas y otras muchas cosas, que no es necesario mencionar, son objeto de la enseñanza de la dialéctica. Pues yo no debo ser ingrato para con ella. Pero aquel sabio o desdeña estas cosas o, si tal vez la dialéctica es la misma ciencia de la verdad, la conoce bastante para menospreciar y acabar sin piedad con el burdísimo sofisma: Si es verdadero, es falso; si es falso, es verdadero.

Y baste con lo dicho acerca de la percepción, pues al tratar del asentimiento volveré de nuevo a este punto.

CAPITULO XIV

El sabio y el asentimiento a la sabiduría

30. Vengamos, pues, ahora a la parte en que parece titubear todavía Alipio. Y veamos primero lo que tan agudamente influye en ti y te inspira tantas cautelas. Pues si la opinión de los académicos, sostenida, como dijiste, con tantos y tan firmes apoyos, según la cual el sabio nada sabe, queda demolida con el razonamiento que tú has descubierto, con el cual nos fuerzas a confesar que es mucho más probable que el sabio conoce la sabiduría, habrá que suspender más aún todo asentimiento. Porque eso demuestra que ni con los razonamientos más sutiles y copiosos puede mantenerse nada que resista a los ataques no menos fuertes o más fuertes de la parte contraria, si no falta ingenio en ella. De donde resulta que, cuando es vencido un académico, sale entonces vencedor. Y ¡ojalá sea vencido! Pero ni todos los artificios del ingenio griego lograrán que se retire de mí a la vez vencido y vencedor. Ciertamente, si no hay cosa que pueda alegarse contra estos razonamientos, libremente me daré por vencido. Mas no pretendemos aquí buscar la gloria, sino hallar la verdad. Para mí basta superar de algún modo este obstáculo que se opone a los que entran en la filosofía y, sembrándola de no sé qué antros tenebrosos, amenaza obscurecer todo el saber, sofocando la esperanza de hallar la luz de la verdad. Pero mi intento está ya logrado, si es probable que el sabio ya conoce alguna cosa. Pues la única razón verosímil para decir que debía suspender todo asentimiento era que probablemente nada puede comprenderse. Arrumbada esta dificultad, pues el sabio, según se concede, conoce a lo menos la misma sabiduría, ya no subsiste ninguna razón para no asentir a lo menos a la sabiduría. Porque es, sin duda, más absurdo para el sabio no aprobar la sabiduría que el desconocerla.

31. Figurémonos, pues, ante los ojos un poco, si podemos en espectáculo, cierta contienda entre el sabio y la sabiduría. ¿Qué dirá la sabiduría sino que ella es la sabiduría? El sabio, al contrario, dirá: No lo creo. ¿Quién dice a la sabiduría: No creo en la sabiduría? ¿Quién sino aquel con quien ella pudo hablar, dignándose habitar en él, esto es, el sabio?

Id ahora y buscadme a mí, para que pelee contra los académicos: tenéis un nuevo género de combate; el sabio y la sabiduría guerrean entre sí. El sabio no quiere asentir a la sabiduría. Yo espero con vosotros tranquilamente el resultado, pues ¿quién no cree en la fuerza invicta de la sabiduría?

Sin embargo, defendámonos nosotros con algún dilema. En este certamen, o el académico vencerá a la sabiduría, y será vencido por mí, porque no será sabio, o podrá con él la sabiduría, y afirmaremos que el sabio posee la sabiduría. Luego o el académico no es sabio o necesariamente debe rendir su asentimiento a alguna cosa, a no ser que quien se avergonzó de decir que el sabio ignora la sabiduría, no se avergüence de sostener que el sabio no asiente a la sabiduría. Mas si es probable que al sabio pertenece la percepción de la sabiduría y ninguna razón hay para que niegue el asentimiento a lo que puede percibirse, concluyo que es probable lo que quería demostrar, conviene a saber, que el sabio ha de prestar su asentimiento a la sabiduría.

Si me preguntas dónde halla el sabio la sabiduría, te responderé que en sí mismo. Si insistes en decir que él mismo ignora lo que posee, vuelves al absurdo de antes: que el sabio ignora la sabiduría. Si pones en duda la existencia del sabio, entonces tendré que discutir en otra disertación, no ya contra los académicos, sino contra ti, quienquiera que sientas esto. Pues ellos, cuando se enredan en estas cuestiones, tienen la mira puesta en el sabio. Clama Cicerón que él es un gran probabilista, pero que su investigación versa sobre el sabio. Si no lo sabéis aún vosotros, ¡oh jóvenes!, lo habéis leído seguramente en el Hortensio: «Si nada hay de cierto, ni es propio del sabio el opinar, nada aprobará nunca el sabio».

Es, pues, cosa manifiesta que del sabio tratan los académicos en sus disputas, contra las cuales dirigimos nosotros nuestros esfuerzos.

32. Luego tengo para mí que para el sabio es cierta la sabiduría, esto es, que el sabio tiene percepción de la sabiduría, y por lo mismo no opina, cuando asiente a ella; pues asiente a una cosa que, si no conociera ciertamente, no mereciera el nombre de sabio. Y ellos niegan que deba rehusar el asentimiento, a no ser a cosas que no puedan percibirse. Es así que la sabiduría no es nada. Luego cuando se conoce la sabiduría y se da asentimiento a ella, no puede decirse que no se conoce nada o que presta su asenso a nada. ¿Qué más queréis? ¿O diremos algo de aquel error que se evita completamente, según ellos, cuando el ánimo suspende la inclinación del asentimiento a todo? Yerra, dicen ellos, no sólo el que aprueba una cosa falsa, sino también una dudosa, aunque después resulta verdadera. Mas no hay cosa que no sea dudosa. Pero el sabio, como decimos nosotros, ha hallado la sabiduría.

CAPITULO XV

Peligros del probabii.ismo o el apólogo del bivio

33. Mas tal vez estaréis deseando que abandone ya este terreno. No es fácil renunciar a puntos de vista tan seguros, pues tratamos con hombres en extremo astutos; con todo, os daré gusto. Pero aquí, ¿qué os diré? ¿De qué argumentos echaré yo mano? ¿Qué puedo aportar de nuevo? Necesario es volver al antiguo argumento, contra el cual también ellos ponen sus objeciones.

¿Qué haré con quien echáis fuera de vuestro campamento? ¿Pediré el socorro de los más doctos, con los cuales, si no logro la victoria, me afectará menos la afrenta de la derrota? Yo lanzaré, pues, con todas mis fuerzas el dardo, negro de humo y de moho, pero eficacísimo, si no me engaño: el que nada aprueba, nada hace. ¡Oh hombre cándido! ¿Y dónde está lo probable, dónde lo inverosímil? Esto es lo que vosotros queríais. ¿No oís cómo resuenan los escudos griegos? Se ha recibido el golpe más vigoroso sin duda; pero ¿con qué mano hemos arrojado el dardo? Los hombres que viven conmigo, nada me aconsejan más eficaz; pero veo que ninguna herida hemos causado. Me volveré, pues, a los argumentos que me tales argumentos, que me suministra el campo el campo y la hacienda; pretender cosas mayores es más bien una carga que una ayuda para mí.

34. En el ocio del campo, he indagado largo tiempo cómo lo probable o lo verosímil puede garantizar nuestras acciones del error, y al principio me pareció, como cuando acostumbraba a vender estas cosas, un refugio admirablemente cubierto y defendido. Pero después, al someterlo todo a más riguroso examen, me pareció haber visto una entrada o acceso al error para los que se hallaban seguros. Pues no sólo creo que yerra el que sigue un falso camino, mas también quien no sigue el verdadero.

Supongamos a dos viajeros que van a un lugar, el uno de los cuales se ha propuesto no creer a nadie, y el otro es demasiado crédulo. Llegan a un cruce. Y el hombre crédulo pregunta a un pastor que halló o a un campesino cualquiera: «Te saludo, buen hombre; dime, por favor: ¿cuál es el camino que lleva a tal lugar?» «Si vas por aquí, no errarás», le responde el preguntado.

Nuestro hombre anima al compañero: «Dice la verdad, vamos por aquí». Mas el otro, muy precavido, se ríe, y con chanzas se burla de él por haber dado tan pronto asentimiento: y mientras el crédulo emprende la marcha, él se queda plantado en el cruce. Pero al fin le pareció una torpeza estar detenido, cuando he aquí que de otro lado del camino llegó, descollando en su caballo, un apuesto y distinguido señor, que se acercó a él. Se congratula de su llegada y, después de saludarlo, le indica su deseo, y le pregunta cuál es el camino; le descubre igualmente la causa de su detenimiento, para ganar su benevolencia, prefiriéndolo a un pastor. Pero resulta que este hombre era uno de esos embaucadores que vulgarmente llaman «samardacos».

Y sin ningún interés aquel hombre perverso hizo lo que de costumbre: «Vete por aquí; yo vengo precisamente de allí». Con estas palabras lo engañó y se marchó.

¿Cuándo se engañaría este hombre? Porque esta indicación no la tomó como verdadera, dice él, sino porque es probable. Y pues no es ni decoroso ni útil estar aquí ocioso, tomaré el camino indicado.

Mientras tanto, el que erró por dar fácilmente su asentimiento, tomando por verdaderas las palabras del pastor, ya estaba descansando en el lugar de su destino; éste, en cambio, que no yerra, porque sigue sólo lo que es probable, anda vagando por no sé qué bosques, sin topar persona que conozca el lugar adonde se había propuesto ir.

Cuando pensaba esto, os diré con franqueza, no pude contenerme la risa, al ver que no sé cómo por las palabras de los académicos yerra el que sigue el camino verdadero aun casualmente; en cambio, no parece errar quien, siguiendo la probabilidad, se extravió por montes sin caminos, sin hallar el lugar que buscaba. Si se debe condenar todo asentimiento temerario, digamos más fácilmente que los dos se engañan, antes de sostener que no se engaña el último.

Después, estudiando más atentamente la doctrina de los académicos, comencé a considerar los hechos y las costumbres de los hombres. Y me vinieron contra ellos tantos y tan capitales argumentos, que ya no me provocaban a risa, sino más bien a disgusto y llanto, al ver que hombres doctísimos y agudísimos se veían arrastrados a opiniones tan criminales y malvadas.

CAPITULO XVI

Consecuencias inmorales del probabilismo

35. Seguramente, no todo el que yerra peca; mas todo el que peca se dice que yerra o algo peor. Supongamos que un adolescente oye a los académicos decir: «Es cosa vergonzosa errar, y por eso a ninguna cosa debemos prestar asentimiento; pero, con todo, cuando uno obra según el dictamen probable de su conciencia, no peca ni yerra; procure sólo no aprobar como verdadero lo que se le ofrece al ánimo o a los sentidos.»

Oyendo esto un adolescente, preparará las asechanzas a la pudicicia de la mujer ajena. Contigo, contigo va esto, Marco Tulio; tratamos de la vida y costumbres de los jóvenes, a cuya formación y educación se enderezaron todos tus libros. ¿Qué responderás a lo dicho, sino que a ti te parece improbable que el joven haga esto? Mas para él sí es probable. Pues si nosotros hemos de vivir de probabilidad ajena, tú no debías haber administrado la república, porque a Epicuro le pareció que no se debía hacer tal cosa. Seducirá, pues, aquel joven a la esposa ajena; si fuere sorprendido, ¿dónde te hallará a ti para que le defiendas? Y aun si te hallare, ¿qué le dirás? Lo negarás seguramente. ¿Y si el hecho fuere tan patente que no ha lugar a duda? Te empeñarás en persuadir, como en el gimnasio de Cumas y de Nápoles, que es inocente, que no se engañó siquiera. Porque no se convenció como de cosa cierta del deber de cometer el adulterio; se le antojó cosa probable, la siguió, la realizó, o tal vez no la realizó, pero le pareció que sí a él. Y el marido, hombre simple, todo lo alborota y perturba con su proceso y sus reclamaciones sobre la castidad de su mujer, con la que tal vez ahora yace, sin saberlo.

Si aquellos jueces ven claramente el delito, o despreciarán a los académicos y lo castigarán como verdaderísimo crimen, o bien, obedeciendo a ellos, con toda probabilidad y verosimilitud condenarán al hombre, de modo que el abogado no sepa a qué atenerse. No tendrá sobre quién descargar su invectiva, pues todos dicen que no han errado en nada, y, sin ningún asentimiento, han obrado conforme a la probabilidad. Dejará, pues, su papel de abogado y desempeñará el de filósofo consolador; y así persuadirá fácilmente al joven que ha hecho tantos progresos en la doctrina académica, que se considere como condenado en sueño.

Vosotros creeréis que estoy chanceándome: os puedo jurar por todo lo divino que no sé absolutamente cómo pecó éste, si todo el que obra según la probabilidad no peca. A no ser que digan que una cosa es pecar y otra errar, y que ellos con sus preceptos se esforzaron por evitar nuestros errores, ya que el pecado, según ellos, no es cosa grave.

36. No digo nada de los homicidios, parricidios, sacrilegios y de cuantos crímenes pueden cometerse o pensarse, y que con breves palabras suelen justificarse-y esto es lo más grave-por jueces sapientísimos: No he consentido, luego no he errado. ¿Y cómo no iba a hacer lo que me pareció probable? Quienes crean que tales cosas no pueden persuadirse probablemente, lean el discurso de Catilina, con que persuadió el parricidio de la patria, crimen que resume todos.

¿Quién, pues, no se burlará de semejante sistema? Ellos dicen que para obrar siguen lo probable, y buscan con ahínco la verdad, que probablemente no puede hallarse. ¡Absurdo digno de admiración!

Pero dejemos ya este punto, pues nos toca menos; nos interesa menos para el orden de nuestra vida y el peligro de nuestra suerte. Lo que es capital, lo que me parece terrible, lo que asusta a todos los hombres honrados, es que si esta argumentación es válida, con tal que se apoye en una razón probable para obrar, con tal de no prestar asentimiento a ninguna cosa como verdadera, se podrá perpetrar toda clase de abominaciones, sin ser acusado de crimen, y ni siquiera de error. ¿Qué diremos, pues? ¿Y esto no lo vieron aquellos filósofos? Sí, y con una sagacidad y penetración extraordinarias; ni yo tendré de ningún modo la pretensión de ponerme al lado de Marco Tulio en prudencia y habilidad, en ingenio y doctrina; con todo, cuando él afirma que el hombre nada puede saber, si se le replicase sólo esto: «Yo sé que así me parece esto a mí», no hallaría modo de refutarlo.

CAPITULO XVII

Verdadera opinión de los académicos - los dos mundos de Platón

37. Pues ¿qué pretendieron aquellos grandes varones con sus eternas y tenaces disputas para excluir de todos la ciencia de lo verdadero? Oíd ahora más atentamente, no lo que sé, sino lo que opino: he aplazado para el final el declarar, si puedo, mi parecer acerca de todo el plan o consejo de los académicos.

Platón, el hombre más sabio y erudito de su tiempo, que de tal modo disertaba que todo, al pasar por su boca, cobraba grandeza y elevación, y tales cosas habló, que, de cualquier modo que las dijese, nunca se empequeñecían en sus labios, después de la muerte de Sócrates, su maestro, a quien distinguió con singular predilección, según dicen, tomó muchas doctrinas de la escuela de Pitágoras. Y éste, insatisfecho de la filosofía griega, que entonces o no existía o estaba muy oculta, después que por los razonamientos de Ferécides de Siria se persuadió de la inmortalidad del alma, emprendió largas y vastas peregrinaciones para escuchar a gran número de sabios.

Platón, pues, añadiendo a la gracia y sutileza socrática en las cuestiones morales la ciencia de las cosas divinas y humanas, que diligentemente había indagado en la mencionada escuela, y coronando después estos elementos con una disciplina capaz de organizarlos y juzgarlos, esto es, la dialéctica-la cual o es la misma sabiduría o un medio indispensable para llegar a ella-, se dice que sistematizó la filosofía, como ciencia perfecta, de la que no es ahora tiempo de discurrir. Para mi propósito, básteos saber que sintió Platón que había dos mundos: uno inteligible, donde habitaba la misma verdad, este otro sensible, que se nos descubre por los órganos de la vista y del tacto. Aquél es el verdadero, éste el semejante al verdadero y hecho a su imagen; allí reside el principio de la Verdad, con que se hermosea y purifica el alma que se conoce a sí misma; de éste no puede engendrarse en el ánimo de los insensatos la ciencia, sino la opinión. Con todo, lo que se hace en este mundo por las virtudes llamadas civiles, semejantes a las verdaderas virtudes, y sólo conocidas de un reducido número de sabios, no merece sino el nombre de verosímil.

38. Estas y otras verdades de la misma clase fueron conservadas entre los discípulos de Platón, según era posible, y guardadas en forma de misterios. Pues ellas no pueden ser fácilmente percibidas sino por los que, purificándose de todo vicio, se han consagrado a un género de vida más que humano; ni peca gravemente el que, conociéndolas, las quisiere enseñar a cualquiera. Y así, cuando Zenón, príncipe de los estoicos, después de haber escuchado y creído ciertas doctrinas, vino a la escuela fundada por Platón, que dirigía entonces Polemón, yo creo que lo tomaron por sospechoso, juzgándole indigno de manifestarle y confiarle las, por decirlo así, sacrosantas doctrinas de Platón, si antes no olvidaba las teorías con que allí se presentó, aprendidas en otras escuelas.

Muere Polemón y le sucede Arquesilao, condiscípulo de Zenón, mas bajo el magisterio de aquél. Por lo cual, lisonjeándose Zenón de una opinión suya acerca del mundo y, sobre todo, sobre el alma-a cuyo conocimiento aspira la verdadera filosofía-, y diciendo de ella que es mortal, y que no hay más mundo que éste al alcance de los sentidos, y que todo en él es obra del cuerpo (pues al mismo Dios consideraba como fuego), entonces Arquesilao, con mucha prudencia y tino a mi parecer, al ver que cundía aquel mal, ocultó completamente la doctrina de la Academia y la cubrió como oro, para que la descubriesen alguna vez los venideros. Por lo cual, como la multitud es muy propensa a caer en falsas opiniones y, por el hábito de vivir entre los cuerpos, fácilmente, pero con daño, cree que todo es corporal, aquel hombre tan penetrante y generoso se dedicó más a limpiar de sus errores a los mal enseñados que a instruir a los que aún no juzgaba dispuestos para recibir su doctrina. De aquí procedieron las opiniones que se atribuyen a la nueva Academia, de que no tuvieron necesidad los antiguos.

39. Pero si Zenón hubiese despertado de su error alguna vez, y visto que nada puede percibirse sino lo que se conformaba con su definición, y que una cosa semejante no puede hallarse entre las realidades corpóreas, a que reducía todo, ya hace tiempo se hubiera extinguido el ardor de estas disputas, que una gran necesidad había encendido.

Pero él, engañado con una falsa idea de constancia, según parecía a los mismos académicos-y en esto yo veo razón para oponerme a ellos-, se mantuvo terco, y su doctrina perniciosa sobre los cuerpos sobrevivió como pudo hasta Crisipo, el cual, con su enorme influencia, le dio una gran fuerza expansiva, a no ser que Carnéades, que era más agudo y despierto que sus predecesores, no le hubiera resistido de tal modo, que me sorprende que aquella opinión gozase después de algún crédito. Carnéades fue el primero en abandonar aquella especie de imprudencia en calumniar, con que halló gravemente difamado a Arquesilao, para no parecer que contradecía a todo con espíritu de jactancia, sino para batir y destruir a los estoicos y a Crisipo.

CAPITULO XVIII

Divisiones en la nueva academia

40. Después viose acometido por todos los flancos, porque si a nada se debe prestar asentimiento, el sabio debe abandonarse a una total inercia.

Y Carnéades, hombre admirable y menos admirable, porque derivó su doctrina de las fuentes de Platón, sagazmente observó qué obras aprueban los hombres, y hallándolas semejantes a las verdaderas, dio el nombre de verosímil a lo que en este mundo puede seguirse como regla en la práctica. Conoció él por su agudeza a qué cosa eran semejantes, y lo ocultaba prudentemente, y a esto llamaba probable. Pues reconoce bien una imagen el que conoce el modelo. Pero ¿cómo el sabio aprueba o cómo puede seguir la verosimilitud, cuando ignora la misma verdad? Luego ellos conocían y aprobaban cosas falsas, en que notaban laudable semejanza con las verdaderas. Mas como no era lícito ni fácil revelar a los profanos, dejaron ellos a la posteridad y a los que pudieron en su tiempo cierta señal de su doctrina. Y a los buenos dialécticos les prohibían con insultos y bromas promover cuestiones gramaticales. Por eso pasa Carnéades por el jefe y autor de la tercera Academia.

41. Después este conflicto duró hasta nuestro Tulio, pero ya muy debilitado, para hinchar con su último soplo la literatura latina. Pues para mí no hay mayor inflación que, sin estar convencido, decir tantas cosas con tan copiosa abundancia y derroche de ingenio. Pero con este soplo, creo yo, quedó abatido y disperso aquel fantasma el platónico Antíoco, porque los rebaños de los epicúreos instalaron sus establos soleados entre los pueblos muelles.

Pues Antíoco, discípulo de Filón, el cual fue, a mi parecer, hombre sumamente circunspecto, que había comenzado a abrir las puertas a los enemigos vencidos y a restaurar la autoridad de Platón en la Academia y sus leyes-si bien Metrodoro había intentado antes hacer lo mismo, siendo el primero en confesar que no fue opinión expresa de los académicos que nada puede percibirse con certeza, sino que ellos esgrimieron necesariamente tales armas contra los estoicos-, Antíoco, pues, como he comenzado a decir, después de frecuentar la escuela del académico Filón y del estoico Mnesarco, se introdujo cautelosamente, a título de auxiliar y de miembro, en la antigua Academia, entonces casi vacía de defensores y segura por falta de enemigos, y metió en ella no sé qué funesta doctrina, tomada de las cenizas de los estoicos, para profanar el santuario de las enseñanzas de Platón. Pero Filón, tomando de nuevo aquellas armas, le resistió hasta morir, y nuestro Tulio destruyó lo que quedaba, no pudiendo soportar que en vida suya fuese manchado o arruinado lo que él amó. Y por eso, no mucho después de aquellos tiempos, amortiguada toda obstinación y terquedad, la doctrina de Platón, que es la más pura y luminosa de la filosofía, deshechas las nubes del error, volvió a brillar, sobre todo en Plotino, filósofo platónico, quien fue juzgado tan semejante a su maestro, que se creería que habían vivido juntos, pero, por la larga distancia de tiempo que los separa, más bien se ha de decir que en éste ha revivido aquél.

CAPITULO XIX

Escuelas filosóficas

42. Así ahora apenas tenemos más filósofos que los cínicos, peripatéticos y platónicos; y los cínicos, porque les place cierta libertad y licencia de la vida. Mas en lo que atañe a la erudición y doctrina, como también a la moral, que mira a la salud del alma, no han faltado hombres, de suma agudeza y diligencia, que con sus discursos han mostrado la concordia vigente entre las ideas de Aristóteles y Platón, que sólo a los ojos de los distraídos e ignorantes parecen disentir entre sí; así, después de muchos siglos y prolijas discusiones, se ha elaborado una filosofía perfectamente verdadera.

No es ésta la filosofía de este mundo, que nuestras sagradas Letras justamente detestan, sino la del mundo inteligible, al que la sutileza de la razón no habría podido guiar a las almas, cegadas con las multiformes tinieblas del error y olvidadas bajo la costra de las sordideces materiales, si el sumo Dios, descendiendo con su misericordia al seno del pueblo, no hubiese abatido y humillado hasta tomar cuerpo humano al Verbo divino, para que, estimuladas las almas con sus preceptos y, sobre todo, con sus ejemplos, sin luchas de disputas, pudiesen entrar en sí mismas y volver los ojos a la patria.

CAPITULO XX

Conclusión de la obra.-Platón conduce a Cristo

43. He aquí las convicciones probables que entretanto me he formado, según pude, de los académicos. Si no son acertadas, poco me importa, porque por ahora me basta con creer que el hombre puede hallar la verdad. Pues quien opina que los académicos mismos han pensado así, lea a Cicerón. Porque dice él que solían ocultar su doctrina, sin descubrírsela a nadie más que al que llegaba con ellos a la ancianidad.

Cuál fuese su doctrina, Dios lo sabe; yo creo que fue la de Platón. Mas para que conozcáis brevemente mi plan, sea cual fuere la humana sabiduría, veo que aún no la he alcanzado yo. Con todo, aun hallándome ya en los treinta y tres años de la vida, creo que no debo desconfiar de alcanzarla alguna vez, pues, despreciando los bienes que estiman los mortales, tengo propósito de consagrar mi vida a su investigación. Y como para esta labor me impedían con bastante fuerza los argumentos de los académicos, contra ellos me he fortalecido con la presente discusión. Pues a nadie es dudoso que una doble fuerza nos impulsa al aprendizaje: la autoridad y la razón. Y para mí es cosa ya cierta que no debo apartarme de la autoridad de Cristo, pues no hallo otra más firme. En los temas que exigen arduos razonamientos-pues tal es mi condición que impacientemente estoy deseando de conocer la verdad, no sólo por fe, sino por comprensión de la inteligencia-confío entre tanto hallar entre los platónicos la doctrina más conforme con nuestra revelación.

44. Aquí, al ver que yo había terminado mi discurso, aunque era ya de noche y hubo que utilizar la linterna para escribir, con todo, los jóvenes, con mucha atención, ansiaban saber si Alipio prometía responder, aunque fuese en otro día.

Entonces dijo él:

-Nada estoy dispuesto a conceder que haya respondido mejor alguna vez a mi propia íntima instancia como el confesar que me retiro vencido por la discusión de hoy. Y creo que esta alegría no debe ser únicamente mía. Os la comunicaré, pues, a vosotros, compañeros de lucha y jueces míos. Porque ser vencidos en esta forma por la posteridad, tal vez hasta los académicos lo desearon. Y a la verdad, ¿qué pudo ofrecérsenos a nosotros más agradable que esta discusión, más sólido con la gravedad de las sentencias, más abierto a la benevolencia y más henchido de erudición y doctrina?

Me es imposible mostrar bastante admiración por la amenidad con que se han tratado las cuestiones más espinosas, venciendo con fuerza las dificultades mayores, exponiendo con mesura las convicciones y vertiendo claridad sobre los puntos más obscuros.

Así, pues, compañeros míos, convertid vuestra ansiedad expectante, con que me provocabais a responderle, en una más segura esperanza de instruiros juntamente conmigo. Tenemos un guía que es capaz de llevarnos, con la ayuda del Señor, hasta los mismos arcanos de la verdad.

45. Al notar yo por los gestos de la cara que los muchachos se mostraban un poco decepcionados, porque Alipio, al parecer, no iba a responder, les dije sonriendo:

-¿Tenéis acaso envidia de las alabanzas que me ha tributado? Mas por ser tan segura la firmeza de Alipio, no le temo, y para que vosotros me mostréis también vuestro agradecimiento, quiero prepararos contra él, por haber defraudado vuestra esperanza. Leed los libros de los Académicos, y cuando veáis allí a Cicerón vencedor de estas bagatelas-¿y qué cosa más fácil que lograr esto?-, obligad a Alipio a sostener mi causa y razonamiento contra aquellos argumentos invencibles de Tulio.

Esta es, Alipio, la onerosa recompensa que te doy en pagode tus falsas alabanzas.

Se rieron ellos con esto, y terminamos el gran debate, no sé si con la debida solidez, pero sí más moderada y prontamente de lo que yo esperaba.