CONTRA LOS ACADÉMICOS

Traductor: Victorino Capánaga, OAR

LIBRO I

De la verdad y de la bienaventuranza

CAPITULO I

Dedicación del libro a Romaniano

1. ¡Ojalá, oh Romaniano, que la virtud pudiera arrebatar a su vez a la fuerza contraria de la fortuna al hombre apto para sí, como ella no se deja arrebatar a ninguno! Pues sin duda ya te hubiera echado la mano, proclamando que eras de su derecho, y, llevándote a la posesión de los bienes más seguros, te libraría aun de la servidumbre de éxitos de la vida.

Mas porque así estaba determinado, sea por causa de nuestros méritos, sea por necesidad de la naturaleza, que al alma divina, unida a las cosas mortales, no le dé acogida el puerto de la sabiduría, donde no la agiten los vientos propicios o adversos de la fortuna, si no la guía esta misma, o con sus favores o sus reveses, no me resta ninguna otra cosa por ti que los deseos, por los cuales alcancemos de aquel Dios, que tiene providencia de estas cosas, que te vuelva a ti mismo (porque de este modo fácilmente te devolverá a nosotros), permitiendo que tu ánimo, lampante por respirar, salga, por fin, a la atmósfera de la verdadera libertad. Pues tal vez la que vulgarmente se llama fortuna esté sometida a un orden secreto, y el hablar de acaso en las cosas se debe a nuestra ignorancia de sus razones y causas, y no ocurre prosperidad e infortunio que no se ajuste y tenga su congruencia con el universo.

Esta manera de sentir, proclamada por los oráculos de las más fecundas doctrinas y muy remota e inaccesible a la inteligencia de los profanos, la filosofía, a que yo te invito, promete poner en claro a sus amigos. Por lo cual, cuando te acaecen sucesos indignos de tu ánimo, no te menosprecies a ti mismo, pues si la divina Providencia se extiende hasta nosotros -y esto es indubitable-, créeme que se hace contigo lo que conviene se te haga. Porque como entrases en la vida humana, plagada de todos los errores, con unas disposiciones siempre admirables para mí, aun en el comienzo de la adolescencia, cuando es tan débil y resbaladizo el paso de la razón, te viste colmado de copiosas riquezas, que comenzaron a englutir en sus halagüeños remolinos la edad y el ánimo, que parecían buscar ansiosamente la honestidad y la hermosura, a no haberte sacado de allí, cuando estabas a punto de anegarte, los vientos de la fortuna que se consideran adversos.

2. Mas si, al dar a nuestros conciudadanos festejos de osos u otra clase de espectáculos nunca vistos por ellos, hubieses sido celebrado por las más entusiastas ovaciones del teatro; si con voces concertadas y unánimes los hombres insensatos, cuya multitud es innumerable, te pusieran sobre las nubes; si nadie se atreviera a enemistarse contigo; si te erigiesen estatuas, colmándote de honores, y añadiéndote más potestad, con nuevo realce de tus funciones municipales; si para los festines de todos los días te preparasen espléndidas mesas, donde cada cual con entera seguridad pudiese pedir y satisfacer su menester o su gusto, dándose además muchas cosas, aun sin pedirlas; si la hacienda familiar, administrada con toda diligencia y fidelidad por los tuyos, bastara para cubrir tales gastos; si entre tanto vivieras tú en edificios de muy suntuosa arquitectura, con magníficos baños, con refinada molicie, con toda clase de juegos que la honestidad consiente, con cacerías y festines, siendo celebrado, como lo has sido, por boca de los clientes, de los ciudadanos, de los pueblos, como el hombre más humano, generoso, distinguido y afortunado: dime, ¡oh Romaniano!, ¿quién se atreviera en estas condiciones a mencionarte otro género de vida dichosa, la cual es la única bienaventurada? ¿Quién sería capaz de convencerte, no sólo de que no eras feliz, sino tanto más desgraciado cuanto menos te tenías por tal? Ahora, en cambio, ¡qué graves amonestaciones te han hecho en breve espacio de tiempo tantos y tales reveses como has sufrido! Ya no tienes necesidad de ejemplos ajenos para persuadirte cuan pasajeros y frágiles y llenos de calamidades son los que consideran como bienes los mortales, porque, por tu parte, con tu buena experiencia, por ti mismo puedes persuadirlo a los demás.

3. Aquella cualidad, pues, aquella disposición tuya, que te ha hecho siempre buscar la honestidad y la hermosura; por la que has querido ser más liberal que lico; por la que preferiste ser más justo que poderoso, sin ceder jamás a la adversidad y a la injusticia; esa disposición, te repito, esa no sé qué prerrogativa divina, que estaba como sepulta bajo el sueño letárgica de la vida, se ha propuesto la oculta Providencia despertar con tan diversos y fuertes sacudimientos.

Despiértate, despiértate, te ruego; créeme, será para ti una dicha que no te hayan cautivado con sus halagos los favores de este mundo que seducen a los incautos. También se empeñaban en seducirme a mí, aunque reflexionaba todos los días sobre estas cosas, a no haberme forzado un dolor de pecho a abandonar mi charlatanería profesional y a refugiarme en el seno de la filosofía.

Ella es la que ahora, en el descanso tan deseado, me alimenta y conforta; ella me ha libertado enteramente de aquella superstición, en la que yo te precipité conmigo.

Porque ella enseña, y con razón, que no se debe dar culto ni estimación a lo que se ve con los ojos mortales, a todo lo que es objeto de la percepción sensible. Ella promete mostrar con claridad al verdaderísimo y ocultísimo Dios, y ya casi me lo está mostrando al través de espléndidas nubes.

Ocasión de la disputa

4. Aquí vive conmigo, muy enfrascado en el estudio, nuestro Licencio, que, dejando las seducciones y pasatiempos de su edad, se ha consagrado tan de lleno a la filosofía, que me atrevo sin temeridad a proponerlo como modelo a su padre. Es la filosofía, en efecto, tal, que ninguna edad pueda quejarse de ser excluida de su seno; y para estimularte a poseerla y a abrevar en ella con más avidez, aunque ya conozco bien tu sed, he querido enviarte, digámoslo así, este sorbo; te ruego no frustres la esperanza que abrigo de que te será muy agradable y, por decirlo así, estimulante. Te he mandado redactada la discusión que tuvieron entre sí Trigecio y Licencio. Pues habiéndosenos llevado al primero la milicia por algún tiempo, como para vencer el fastidio del estudio de las disciplinas, nos lo devolvió con una ardentísima pasión y voracidad de las grandes y nobles artes.

Pasados, pues, muy pocos días, después de comenzar nuestra vida de campo, cuando, al exhortarlos y animarlos a los estudios, los vi tan dispuestos y sumamente ansiosos, más de lo que yo había deseado, quise probar sus fuerzas, teniendo en cuenta su edad; me animó sobre todo el ver que el Hortensio, de Cicerón, los había ganado en gran parte para la filosofía.

Sirviéndonos, pues, de un estenógrafo, para que el viento no arrebatara nuestro trabajo, no permití que pereciera nada. Así, pues, en este libro verás las cuestiones y opiniones sostenidas por ellos y aun mis palabras y las de Alipio.

CAPITULO II

Felicidad y conocimiento

5. Habiéndonos, pues, reunido todos en un lugar para esto por consejo mío, donde me pareció oportuno, les dije:

-¿Acaso dudáis de que nos conviene conocer la verdad?

-De ningún modo, dijo Trigecio.

Los demás dieron señales de aprobación.

-Y si, les dije yo, aun sin poseer la verdad, podemos ser felices, ¿creéis que será necesario su conocimiento?

Aquí intervino Alipio, diciendo:

-En esta cuestión asumo yo con más seguridad el papel de árbitro, pues teniendo el viaje dispuesto para ir a la ciudad, conviene sea relevado en el oficio de tomar parte en la discusión; además, más fácilmente puedo delegar en otro mis funciones de juez que las de abogado de una de las partes. No esperéis, pues, mi intervención en favor de ninguna de ellas.

Accedieron todos a lo que pedía, y después que yo repetí mi proposición, dijo Trigecio:

-Ciertamente, bienaventurados queremos ser; y si podemos serlo sin la verdad, podemos también dispensarnos de buscarla.

-¿Y qué os parece esto mismo?, añadí yo. ¿Creéis que podemos ser dichosos aun sin hallar la verdad?

-Sí podemos, con tal de buscarla, respondió entonces Licencio.

Habiendo yo aquí pedido por señas el parecer de los otros, dijo Navigio:

-Me hace fuerza la opinión de Licencio. Pues tal vez puede consistir la bienaventuranza en esto mismo, en vivir buscando la verdad.

-Define, pues, le rogó Trigecio, la vida feliz, para colegir de ahí la respuesta conveniente.

-¿Qué piensas, dije yo, que es vivir felizmente, sino vivir conforme a lo mejor que hay en el hombre?

-No quiero ser ligero en mis palabras, replicó él; mas paréceme que debes declarar qué es lo mejor que hay en el hombre.

-¿Quién dudó jamás, le repuse yo, que lo más noble del hombre es aquella porción del ánimo a cuyo dominio conviene que se sometan todas las demás que hay en él? Y esa porción, para que no me pidas nuevas definiciones, puede llamarse mente o razón. Si no te place esta opinión, mira tú a ver cómo defines la vida feliz o la porción más excelente del hombre.

-Estoy conforme con ella, dijo él.

6. -Luego, les dije yo, para volver a nuestro propósito, ¿te parece que sin hallar la verdad, con sólo buscarla, puede vivir uno dichosamente?

-Mantengo mi sentencia, dijo él; de ningún modo me parece.

-A mí, afirmó Licencio, absolutamente me parece que sí, pues nuestros mayores, a los cuales la tradición presenta como sabios y dichosos, vivieron bien y felizmente sólo por haber investigado la verdad.

-Os agradezco, les dije yo, que, juntamente con Alipio, me hayáis hecho vuestro árbitro, porque os confieso comenzaba ya a envidiarle. Así, pues, como a una de las partes le parece que para la vida dichosa le basta la investigación de la verdad, y a la otra, que para lograr la dicha se requiere la posesión de la misma, y Navigio poco ha querido ponerse de tu parte, Licencio, con gran curiosidad espero cómo defendéis vuestras opiniones. Se trata de una cuestión muy importante, digna de la más escrupulosa discusión.

-Si el tema es grande, advirtió Licencio, requiere también grandes ingenios.

-No busques, le contesté yo, sobre todo en esta casa de campo, lo que es difícil hallar en todas partes; más bien explica tú el porqué de tu opinión, que sin duda has proferido después de reflexionar, y los fundamentos en que descansa, pues aun los pequeños se engrandecen en la discusión de los grandes problemas.

CAPITULO III

Una objeción

7. -Pues veo, dijo él, que quieres a todo trance vernos envueltos en la discusión, sin duda buscando nuestra utilidad, dime tú por qué no puede ser dichoso quien busca la verdad, aun sin hallarla.

-Porque el hombre feliz, dijo Trigecio, ha de ser perfecto sabio en todas las cosas. Ahora bien: el que busca, todavía no es perfecto. No veo, pues, cómo puede ser feliz.

-¿Tiene para ti valor, respondió el otro, la autoridad de los antiguos?

-No la de todos.

-¿La de quiénes admites?

-La de los que fueron sabios.

-¿Te parece sabio Carnéades?

-Yo no soy griego; no sé quién fue ese Carnéades.

-Pues entonces, insistió Licencio, ¿qué piensas de nuestro Cicerón?

Después de un rato de silencio, dijo Trigecio:

-Fue un sabio.

-¿Luego su opinión tiene para ti alguna fuerza en esta materia?

-Ciertamente.

-Escucha, pues, su manera de pensar, pues creo que la has olvidado. Creyó nuestro Cicerón que es feliz el investigador de la verdad, aunque no pueda llegar a su posesión.

-¿Dónde Cicerón ha dicho eso?

-¿Quién ignora que afirmó con insistencia que nada puede ser percibido por el hombre, y que al sabio sólo le resta la rebusca diligentísima de la verdad, porque si diera asenso a cosas inciertas, aun siendo verdaderas por casualidad, no podría verse libre de error, siendo ésta la falta principal del sabio? Por lo cual, si se ha de creer que el sabio es necesariamente dichoso y, por otra parte, la sola investigación de la verdad es el empleo más noble de la sabiduría, ¿a qué dudar de que la vida dichosa puede resultar de la simple investigación de la verdad?

8. Entonces dijo Trigecio:

-¿Es lícito volver a las afirmaciones hechas a la ligera?

-Sólo niegan esa licencia, intervine yo aquí, los que disputan movidos no por el deseo de hallar la verdad, sino por una pueril jactancia de ingenio. Así, pues, aquí conmigo, sobre todo atendiendo a que estáis en la época de la formación y educación, no sólo se os concede eso, sino que os impongo como un mandato la conveniencia de volver a discutir afirmaciones lanzadas con poca cautela.

-Tengo por un gran progreso en la filosofía, dijo Licencio, menospreciar el triunfo en una discusión por el hallazgo de lo justo y verdadero. Así que con mil amores me someto a tu indicación y autorizo a Trigecio-pues ésta es cosa que me toca a mí-repasar las aserciones que le parezca haber emitido temerariamente.

Entonces dijo Alipio:

-Vosotros mismos convenís conmigo en que no es tiempo aún de ejercitar la jurisdicción de mi oficio. Pero como mi partida está preparada hace tiempo, y me obliga a interrumpir mis funciones, no dejará de ejercer por mi cuenta su doble potestad hasta mi regreso el que por cuenta mía participa de este oficio, pues veo que vuestra discusión se proseguirá largamente.

Y después de retirarse, dijo Licencio:

-Puedes retractar lo que afirmaste a la ligera.

-Concedí temerariamente que Cicerón fuera un sabio.

-¡Ah! Pero ¿no fue sabio Cicerón, cuando él introdujo y elevó a su perfección la filosofía entre los romanos?

-Aun concediéndote que fuera un sabio, estoy lejos de aprobar todas sus opiniones.

-Pues tendrás que refutar otras muchas de sus ideas para no parecer imprudente al rechazar ésta.

-¿Y si estoy dispuesto a probar que fue éste el único flaco de su pensamiento? Lo que te interesa, yo creo, es que peses las razones que daré para demostrar mi aserto.

-Adelante, pues. ¿Cómo osaré yo afrontarme con el que se declara adversario de Cicerón?

9. -Quiero que adviertas, me dijo aquí Trigecio, tú que eres nuestro juez, cómo has definido más arriba la vida dichosa; porque dijiste que es bienaventurado el que vive conforme a la porción del ánimo, que conviene impere a las demás. Y tú, Licencio, has de concederme ahora (pues ya en nombre de la libertad, que la misma filosofía nos promete dar, he sacudido el yugo de la autoridad) que el investigador de la verdad todavía no es perfecto.

Después de una larga pausa, respondió Licencio:

- No te lo concedo.

-¿Por qué? Explícate, a ver. Soy todo oídos y anhelo por escuchar cómo un hombre puede ser perfecto faltándole la verdad.

-El que no llegó al fin, replicó el otro, confieso que no es perfecto aún. Pero aquella verdad sólo Dios creo que la posee, o quizá también las almas de los hombres, después de abandonar el cuerpo, es decir, esta tenebrosa cárcel. Pero el fin del hombre es indagar la verdad como se debe: buscamos al hombre perfecto, pero hombre siempre.

-Luego el hombre no puede alcanzar la dicha, dijo Trigecio. ¿Y cómo puede ser dichoso sin lograr lo que tan ardientemente desea? Pero no; el hombre puede ser feliz, porque puede vivir conforme a aquella porción imperial del ánimo, a que todo lo demás debe subordinarse. Luego puede hallar la verdad. Y si no, repliéguese sobre sí mismo y renuncie al ideal de la verdad, para que, al no poder conseguirlo, sea necesariamente desdichado.

--Pues ésa es cabalmente, repuso Licencio, la bienaventuranza del hombre: buscar bien la verdad; eso es llegar al fin, más allá del cual no puede pasarse. Luego el que con menos ardor de lo que conviene investiga la verdad, no alcanza el fin del hombre; mas quien se consagra a su búsqueda según sus fuerzas y deber, aun sin dar con ella, es feliz, pues hace cuanto debe según su condición natural. Y si no la descubre, es defecto de la naturaleza.

Finalmente, como todo hombre por necesidad es feliz o desgraciado, ¿no raya en locura el decir que es infeliz el hombre que día y noche se dedica a la investigación de la verdad? Luego será dichoso.

Además, tu misma definición, según yo entiendo, me favorece grandemente, pues si es bienaventurado, como lo es, quien vive según la porción espiritual, que debe reinar sobre todo lo demás, y esa porción se llama razón, te pregunto: ¿No vive según razón quien busca bien la verdad? Y si es absurdo negarlo, ¿por qué no llamar feliz al hombre por la sola investigación de la verdad?

CAPÍTULO IV

Qué es el error

10. -Yo creo, respondió Trigecio, que el que yerra ni vive según la razón ni es dichoso totalmente. Es así que yerra el que siempre busca y nunca halla. Luego tú tienes que demostrar una de estas dos cosas: o que errando se puede ser feliz o que el que siempre investiga la verdad, sin hallarla, no yerra.

-El hombre feliz no puede errar, respondió el otro.

Y después de largo silencio añadió:

-Mas tampoco yerra el que busca, pues para no errar indaga con muy buen método.

-Cierto que para no errar, replicó Trigecio, se dedica a la investigación; pero como no alcanza lo que busca, no se salva del error. Así tú has querido hacer hincapié en que ese hombre no quiere engañarse, como si ninguno errase contra su voluntad, o como si errase alguien de otro modo que contra su voluntad.

Entonces yo, al ver su vacilación en responder, les dije:

-Tenéis que definir el error, pues más fácilmente veréis sus límites después de penetrar en su esencia.

-Yo, dijo Licencio, soy inepto para las definiciones, aunque es más fácil definir el error que acabar con él.

-Ya lo definiré, pues, yo, respondió el otro; me será fácil hacerlo, no por la agudeza de mi ingenio, sino por la excelencia de la causa, porque errar es andar siempre buscando, sin atinar en lo que se busca.

-Si yo pudiera, dijo Licencio, refutar fácilmente tu definición, ha tiempo que no hubiera faltado a mi causa. Mas, o porque el tema es de suyo muy arduo, o a mí se me antoja que lo es, yo os ruego aplacéis la cuestión para mañana, pues, a pesar de mi diligencia y esfuerzo reflexivo, no atino hoy en la respuesta conveniente.

Como me pareció atendible la súplica, sin oposición de nadie, nos levantamos a pasear. Y mientras nosotros conversábamos de mil asuntos, Licencio siguió pensativo. Mas al fin, viendo que era en vano, soltó riendas a su ánimo, y se vino a mezclarse con nosotros. Después, a la caída de la tarde, se reanimó entre ellos la discusión; pero yo les frené y les convencí que la dejasen para el siguiente día. De allí nos fuimos a los baños.

SEGUNDA DISPUTA

11. Al siguiente día, estando todos sentados, les dije:

-Reanudemos la cuestión de ayer.

-Aplazamos la discusión, dijo entonces Licencio, si no me engaño, a ruego mío, por parecerme muy dificultosa la definición del error.

-En eso no yerras ciertamente, le observé yo; y ojalá que esto sea un buen augurio para lo que falta.

-Escucha, pues, dijo él, lo que ayer te hubiera expuesto, a no haberme interrumpido. El error, creó yo, consiste en la aprobación de lo falso por verdadero; y en este escollo no da el que juzga que ha de buscarse la verdad, pues no puede aprobar cosa falsa el que no aprueba nada; luego es imposible que yerre. Y dichoso puede serlo fácilmente, pues para no ir más lejos, si a nosotros se nos permitiera siempre vivir tal como vivimos ayer, no se me ocurre ninguna razón para no tenernos por felices. Pues vivimos con una gran tranquilidad espiritual, guardando libre nuestra alma de toda mancha de cuerpo, muy lejos del incendio de las pasiones, consagrados, según la posibilidad humana, al esfuerzo reflexivo de la razón, esto es, viviendo según la divina porción del ánimo, en que convinimos por definición ayer consistía la vida dichosa; y según creo, buscamos la verdad, sin llegar a su hallazgo. Luego la sola investigación de la verdad, prescindiendo de su alcance, puede compaginarse con la felicidad del hombre. Advierte, pues, con qué facilidad, sólo con observaciones corrientes, queda refutada tu definición. Porque dijiste que errar es buscar siempre sin hallar nunca. Pues supongamos que alguien nada busca, preguntándole otro si ahora es de día, ligera y atropelladamente responde que, según su parecer, es noche. ¿No te parece que se engaña? Esta clase de errores tan notables no se comprenden en tu definición.

Por otra parte, ¿puede haber definición más viciosa, pues comprende a los que no yerran? Imaginémonos que alguien quiere ir a Alejandría, y va por el camino recto; no podrás decir que yerra; mas, impedido por diversas causas, hace el recorrido en largas jornadas, hasta que es sorprendido por la muerte. ¿Acaso no buscó siempre sin alcanzar lo que quería y, con todo, no erró?

-Ni tampoco buscó siempre, contestó Trigecio.

12. -Dices bien, replicó Licencio, y tu observación es razonable. Mas de ahí se sigue que no vale tu definición, pues yo no he sostenido que es dichoso el que siempre busca la verdad. Eso es imposible. En primer lugar, porque no siempre el hombre existe; en segundo lugar, ya desde que comienza a serlo no puede dedicarse a la investigación, por impedírselo la edad. O si interpretas siempre en el sentido de que no debe dejar perder ningún instante sin consagrarlo al estudio de la verdad, entonces volveremos al citado ejemplo del viaje a Alejandría. Suponte, en efecto, que un hombre, cuando la edad o las ocupaciones le consienten viajar, emprender el recorrido del camino, y sin desviarse nunca, como dije antes, antes de llegar, se muere. Mucho te engañarás si dices que erró, aunque, durante todo el tiempo que pudo, ni cesó de buscar ni consiguió llegar a donde quería. Por lo cual, si mi razonamiento vale, y, según él, no yerra el que busca bien, aun sin atinar en la verdad, y es dichoso, pues vive conforme a la razón; y si, al contrario, tu definición ha resultado vana, y aun cuando no lo fuese, no la tomaría en consideración, por hallarse mi causa bien robustecida con las razones que he expuesto, ¿por qué, dime, no está resuelta ya la cuestión que nos hemos propuesto?

CAPITULO V

Qué es la sabiduría

13. -¿Me concedes, dijo Trigecio, que la sabiduría es el camino recto de la vida?

-Concedido, dijo Licencio; con todo, quiero que me definas qué es la sabiduría, para ver si tú la concibes lo mismo que yo.

-¿Y no te parece que está bien definida en la pregunta que te acabo de hacer? Además, me has concedido ya lo que quería, pues, si no me engaño, con verdad se llama la sabiduría el camino recto de la vida.

-Nada me parece tan ridículo como esadefinición, dijoentonces Licencio.

-Tal vez, replicó el otro; pero vamos despacio, para que la reflexión se anticipe a tu risa, pues no hay cosa tan humillante como la risa, digna de irrisión.

-Y ¿qué?, replicó él. ¿No confiesas que la muerte es contraria a la vida?

-Sí.

-Pues para mí no hay otro camino de la vida que el que recorre cada uno para evitar la muerte. Dio su aprobación Trigecio.

-Luego si un caminante, evitando un atajo, por haber oído que se halla infestado de ladrones, sigue el camino derecho, y así evita la muerte, ¿no siguió el camino de la vida, y por cierto el camino recto, y nadie llama a esto sabiduría? ¿Cómo, pues, la sabiduría es el camino recto de la vida? Te concedí que la sabiduría era eso, pero no ella sola. Pues la definición no debe entrañar ningún elemento ajeno a lo definido. Defíneme, pues, otra vez, si te place, qué es la sabiduría.

14. Trigecio calló un largo rato, y al cabo dijo:

-Voy a darte, pues, otra definición, si tú te has propuesto no terminar con esto. La sabiduría es el camino recto que guía a la verdad.

-También eso se refuta fácilmente, pues cuando, en Virgilio, la madre dijo a Eneas: Vete, pues, ahora y dirige los pasos por donde te guía el camino, siguiendo el camino indicado llegó al término, es decir, a la verdad. Empéñate en sostener, si te place, que el lugar donde él puso los pies para caminar puede llamarse sabiduría; aunque inútilmente me empeño en rebatir tu definición, pues nada favorece a mi causa. Porque llamaste sabiduría no a la misma verdad, sino al camino que guía a ella. Luego quien usa de este camino, usa de la sabiduría misma; y quien usa de la sabiduría, forzosamente será sabio; luego será sabio el que busca bien la verdad, aun sin lograrla.

Pues, según mi opinión, la mejor definición del camino que lleva a la verdad es la diligente investigación de la misma. El que tome este camino, será ya sabio; pero ningún sabio es desdichado, y, por otra parte, todo hombre o es feliz o desgraciado; luego el hombre feliz lo será no sólo por la invención de la verdad, sino también por su búsqueda.

15. Sonriendo, dijo entonces Trigecio:

-Justamente me sucede esto por haber hecho confiadamente concesiones temerarias al adversario en cosas accesorias, como si yo fuera un maestro para definir o en la discusión tuviera alguna cosa por más inútil. Pero ¿adónde iremos a parar si yo quiero que otra vez definas tú algo, y luego, fingiendo no haberla entendido, vuelvo a pedirte la definición de todas las palabras, y así sucesivamente de las que se siguieren? ¿Pues acaso no podré exigir que se definan los términos más claros, si se me pide la definición de la sabiduría? En efecto, ¿hay cosa de que la naturaleza haya querido imprimir una noción más clara que de la sabiduría? Pero no sé cómo, cuando esa noción ha abandonado el puerto, digámoslo así, de nuestra mente, y extiende el velamen de algunas palabras, luego al punto mil embarazos amenazan su naufragio. Por lo cual, o no se me exija la definición de la sabiduría o nuestro juez dígnese aquí ejercitar su obra de patrocinio.

Ya la obscuridad de la noche nos impedía escribir, y viendo yo surgir de nuevo una grande cuestión, muy digna de discutirse, la dejé para otro día, pues habíamos comenzado a disputar cuando el sol bajaba a su ocaso, después de haber empleado casi todo el día en la ordenación de los trabajos agrícolas y el repaso del primer volumen de Virgilio.

CAPITULO VI

Nueva definición de la sabiduría

16. Cuando clareó el día-y la víspera habíamos dispuesto las cosas de modo que nos quedase mucho tiempo-, luego al punto enhebramos el hilo de la discusión empeñada. Entonces comencé yo:

-Pediste ayer, Trigecio, que, desempeñando mi oficio de árbitro, descendiese a la defensa de la sabiduría; como si en vuestro discurso ella tuviese algún adversario que temer, o que, defendiéndola alguien, se viese en aprieto tal, como para pedir un socorro mayor. Pues la única cuestión que entre vosotros ha surgido ahora es la de la definición de la sabiduría, y en ella, ninguno la impugna, sino ambos la deseáis. Ni tú, por creer que te ha fallado la definición de la sabiduría, debes abandonar la defensa del resto de la causa.

Así, pues, yo te daré la definición de la sabiduría, que no es mía ni nueva, sino de los antiguos hombres, y me extraño de que no la recordéis. Pues no es la primera vez que oís que sabiduría es la ciencia de las cosas divinas y humanas.

17. A estas palabras, tomó al punto la suya Licencio, el cual creía yo que, oída la anterior definición, había de buscar largo tiempo la respuesta:

-¿Por qué entonces no llamamos sabio a aquel perverso, a quien conocemos bien nosotros por su vida tan disoluta? Me refiero a Albicerio, que durante muchos años, en Cartago, a los que iban a consultarle, respondió cosas maravillosas y ciertas. Incontables casos podría referir, si no hablase a quienes están informados; por ahora me basta con leves indicaciones para nuestro propósito. ¿No es verdad-y me lo decía a mí- que, habiéndose perdido en casa una cuchara, y siendo él consultado por tu mandato, con admirable prontitud y verdad respondió no sólo lo que se buscaba, sino el nombre del dueño y el lugar donde se halló oculta? También estando yo presente, y dejando a un lado que en lo que se preguntaba no padeció absolutamente ningún engaño, un niño llevaba unas monedas, parte de las cuales había robado, cuando íbamos nosotros a él, y mandó que se le contasen todas, y le obligó en mi presencia a devolver las que hurtó, antes de haber visto él la suma, o de haberse informado de nosotros cuánto le fue llevado.

18. ¿No te hemos oído también a ti hablar de la acostumbrada admiración del doctísimo y nobilísimo varón Flaciano, el cual, estando en tratos de compra de una finca, llevó el asunto a aquel adivino, para que le dijera qué había hecho, si le era posible? Y entonces él no sólo manifestó la naturaleza del negocio, sino también-y esto lo contaba con grandes gestos de admiración-el nombre de la finca, siendo tan enrevesado, que apenas ni el mismo Flaciano se acordaba.

Ni puedo repetir sin estupor la respuesta que dio a un amigo nuestro, discípulo tuyo, cuando, por chancearse, le preguntó audazmente qué revolvía en su interior entonces y le contestó que estaba pensando en un verso de Virgilio. Y como él, lleno de asombro, no pudiese negarlo, le preguntó qué verso era. Y Albicerio, que apenas había visto más que de paso alguna vez la escuela de gramática, sin ninguna hesitación, seguro y gárrulo le cantó el verso.

¿No eran, pues, cosas humanas las que se le preguntaban, o, sin una ciencia de cosas divinas, pudo responder con tanta verdad y certeza a los consultantes? Pero ambas cosas son absurdas. Porque cosas humanas son las de los hombres, como la plata, las monedas, las fincas y, por fin, el mismo pensamiento; y cosas divinas, ¿cuáles han de ser sino aquellas por las cuales le viene la adivinación al hombre? Luego fue un sabio Albicerio si concedemos, con la citada definición, que la sabiduría es la ciencia de las cosas divinas y humanas.

CAPITULO VII

Defiéndese la definición anterior

19. -En primer lugar, dijo aquí Trigecio, no llamo yo ciencia aquella en que se engaña quien la profesa. Pues la ciencia consta de cosas comprendidas, y de tal modo comprendidas que en ellas ni debe engañarse nunca ni vacilar por cualquier objeción que se presente. Por eso, con mucha verdad sostienen algunos filósofos que no puede hallarse más que en el sabio, el cual tiene percepción de lo que defiende y sigue con una adhesión inquebrantable.

Pero sabemos que el adivino mencionado aquí dijo muchas cosas falsas con frecuencia; y esto me consta por referencias de otros y por haber sido yo testigo alguna vez. ¿Lo llamaré, pues, sabio, habiendo cometido muchos errores; cuando no lo tendría por tal, aunque hubiese dicho verdades, pero con ánimo vacilante? Aplicad esto mismo a los arúspices y augures, a los astrólogos y oniromantes. O presentad, si podéis, un hombre de esta clase que, consultado, haya respondido sin titubear o no haya resultado al fin un truhan. Y de los poetas no debo ocuparme, pues hablan con la influencia de un espíritu extraño.

20. Además, para concederte que las cosas humanas son las cosas de los hombres, ¿crees tú que nos pertenece a nosotros lo que nos puede dar o arrebatar el acaso? O cuando se habla de ciencia de cosas humanas, ¿acaso comprende ella los conocimientos que uno tiene del número y calidad de las tierras, del oro y de la plata que poseemos, o el saber en qué versos ajenos pensamos? Aquélla es más bien ciencia de cosas humanas, que conoce la luz de la prudencia, la hermosura de la templanza, el vigor de la fortaleza, la santidad de la justicia. Tales son las cosas que sin temor a la fortuna podemos llamar verdaderamente nuestras, las cuales si hubiera conocido aquel Albicerio, créeme, no hubiera vivido tan disoluta y feamente. Y al adivinar el verso en que pensaba el otro consultante, tampoco creo deba contarse entre nuestras cosas; no es porque yo niegue que las nobles artes liberales pertenezcan en cierto modo a la posesión del espíritu, sino porque tengo para mí que aun personas muy ignorantes pueden cantar y recitar versos de otro poeta. Cuando, pues, tales cosas vienen a la memoria, no es de admirar que sean percibidas por ciertos animales abyectísimos que pueblan la atmósfera, llamados demonios, los cuales concedo que nos puedan aventajar en la agudeza y sutileza de los sentidos, pero no en la razón; y por eso se verifica este fenómeno de un modo muy secreto y alejadísimo de nuestros sentidos.

Pues si nosotros admiramos a la abejita, que después de fabricar la miel con una maravillosa industria, en que supera a los hombres, vuela de allí a otra parte, mas no por eso debemos preferirla ni compararla con nosotros.

21. Así, pues, preferiría yo que tu Albicerio hubiese enseñado el arte métrica a los consultantes, deseosos de saberla, o que, forzado por ellos, hubiese declamado versos propios.

Esto repetía frecuentemente el mismo Flaciano, como sueles recordar, porque él, con una gran elevación de ánimo, se burlaba y despreciaba este linaje de adivinación, atribuyéndolo a no sé qué vil animalillo (como decía él), el cual le inspiraba y le insuflaba las respuestas que debiera dar, y él, como hinchado y amonestado por aquel espíritu, daba las respuestas que solía. Y aquel varón doctísimo preguntaba a los admiradores de los prodigios si Albicerio podía enseñar la gramática, la música o la geometría. ¿Quién no sabía entre los que le conocían que era ignorantísimo de todo esto? Por lo cual hacía mucho hincapié en exhortar a los conocedores de tales disciplinas que prefiriesen su arte a aquella adivinación, esforzándose por instruirse en ellas, para fortificar su mente y aventajar en excelencia y dominar a los animales in-visibles, extendidos por los aires.

CAPITULO VIII

El adivino y el sabio

22. Y viniendo a las cosas divinas, mejores y más excelentes que las humanas por común estimación, ¿cómo podía él alcanzarlas, cuando ni se conocía a sí mismo? A no ser que pienses que los astros, que contemplamos todos los días, son algo grande comparados con el Dios verdadero e invisible, al que raras veces alcanza el entendimiento y nunca el sentido corporal; pero estas cosas se hallan ante nuestros ojos. No son, pues, ellas las cosas divinas, que solamente con la sabiduría se alcanzan; y las demás, de que estos adivinos abusan por vanagloria y afán de lucro, son aún más viles que las estrellas. No poseyó, pues, Albicerio el conocimiento de las cosas divinas y humanas, y por este flanco es débil tu ataque a nuestra definición.

Finalmente, como cuanto hay fuera de las cosas humanas y divinas conviene que nosotros lo desechemos como cosa muy vil, te pregunto: ¿En qué cosas busca aquel tu sabio la verdad?

-En las divinas, dijo él; pues también la virtud en el hombre, sin duda, cosa divina es.

-¿Luego Albicerio sabía ya esas cosas divinas, en pos de las cuales irá siempre tu sabio?

-Cosas divinas sabía él, respondió Licencio, pero no las que deben ser objeto de la investigación del sabio. De lo contrario, desbaratamos toda forma común de hablar, concediéndole la adivinación y negándole las cosas divinas, de las que se ha derivado su nombre. Por lo cual, aquella vuestra definición, si no me engaño, incluyó algo que no se entraña en la sabiduría.

23. Entonces dijo Trigecio:

-Defenderá esa definición el que la dio si quiere. Ahora quiero yo que tú me respondas al fin a nuestro tema.

-A tus órdenes estoy, dijo Licencio.

-¿Concedes que Albicerio conocía la verdad?

-Te lo concedo.

-Luego él era mejor que tu sabio.

-De ningún modo, contradijo él; porque la clase de ver dad que el sabio busca, no sólo no la alcanza aquel adivino delirante, pero ni el mismo sabio mientras vive en este cuerpo; pero tan grande es esto, que vale mucho más ir en pos de ello que alcanzarlo alguna vez.

-Es necesario, dijo Trigecio, que tu definición me saque de estos apuros. La cual si te ha parecido defectuosa, porque en ella se incluía al que no podemos considerar como sabio, te pregunto si la aceptarás si defino la sabiduría de este modo: la ciencia de las cosas divinas y humanas, que pertenecen a la vida feliz.

-Esa es cierta sabiduría, pero no la única; por donde si la superior definición comprendía elementos extraños, ésta excluye algunos elementos propios, por lo cual debe censurarse aquélla por su avaricia, ésta por su necedad. Y para aclarar mi pensamiento con una definición, digo que la sabiduría no sólo es la ciencia, sino también la inquisición de las cosas divinas y humanas. Y si quieres dividir esta definición, la primera parte, que implica ciencia, conviene a Dios; la segunda, que se contenta con la investigación, propia es de los hombres. Por aquélla es dichoso Dios, por ésta el hombre.

-Me extraña, objetó Trigecio, tu aserción de que el sabio trabaja en vano.

- ¿Cómo ha de trabajar en vano, replicó Licencio, cuando su investigación acaba con tan buena recompensa? Por investigar es sabio, y por ser sabio, dichoso, pues él aparta su mente de todos los lazos corporales y se concentra en sí mismo. No se deja lacerar por las pasiones, sino con ánimo tranquilo se consagra al estudio de sí mismo y de Dios, para gozar aun aquí del dominio de la razón, en que, según va convinimos, consiste la beatitud, y cuando suena para él la última hora de la vida, se halla dispuesto para recibir lo que ha deseado, y gozar con justicia de la divina bienaventuranza, después de haber gozado anteriormente de la humana

CAPITULO IX

Conclusión

24. Tomé entonces parte yo, al ver largo tiempo a Trigecio en actitud reflexiva para dar la respuesta.

-No creo, dije, Licencio, que a éste le habían de faltar argumentos si le diésemos ocio para buscarlos, pues ¿no respondió a todo en cualquier aprieto de la discusión? El fue el primero que, al suscitarse la cuestión de la vida feliz, sostuvo que sólo el bienaventurado es necesariamente sabio, porque la ignorancia, aun a juicio de los necios, es una desdicha; y que el sabio ha de ser perfecto, y que al andar averiguando qué sea la verdad, no lo es y, por consecuencia, tampoco dichoso.

Al llegar aquí, habiéndole tú puesto delante el peso de la autoridad, le turbó y molestó un poco el nombre ele Cicerón; pero reaccionó pronto, y con cierta generosa tenacidad saltó a la cumbre de la libertad y de nuevo tomó lo que se le había arrebatado de las manos. Te preguntó después si te parecía perfecto el que anda todavía tanteando y buscando, porque, si confesabas que no era perfecto, volvería a su principio, y demostraría, a ser posible, con aquella definición, que es perfecto el hombre que gobierna su vida según la ley de la mente, y, por tanto, que sólo puede ser feliz el hombre perfecto.

De este lazo te escapaste con más astucia de lo que yo creía, llamando hombre perfecto al que busca diligentemente la verdad, arremetiendo presuntuosa y categóricamente contra nuestra definición, según la cual la vida feliz se llama la que se lleva conforme a la razón. Él te respondió claramente, porque se apoderó de tu posición, y tú, arrojado de allí, lo habrías perdido todo, a no haber reparado tus fuerzas con una tregua. Pues ¿dónde pusieron su fortaleza los académicos, cuya sentencia defiendes, sino en la definición del error? Si por casualidad no te hubiera vuelto a la memoria esa definición por la noche en sueño, no tendrías nada que responder, por haber recordado lo mismo anteriormente al exponer la doctrina de Cicerón.

Se llegó, por fin, a la definición de la sabiduría, que con tanta astucia te empeñaste en rechazar, que tus hurtos no los hubiera reconocido ni tu mismo ayudante Albicerio. ¡Con cuánta vigilancia, con qué fortaleza se resistió Trigecio! ¡Cómo te envolviera casi y te derribara, a no ser que con tu nueva definición te hubieras defendido, diciendo que la humana sabiduría es la investigación de la verdad, de la que se origina, con la tranquilidad de ánimo, la vida feliz! El no responderá a este argumento, sobre todo si pide que se le haga gracia en prorrogar el día o el resto de la jornada.

25. Mas para no alargarnos, ciérrese ya, si os place, este discurso, pues detenernos más en él me parece superfluo. La cuestión ha sido tratada suficientemente según mi plan; y con pocas palabras podría haberse dado por terminada, si no hubiera querido yo ejercitaros y, según es mi gran interés, probar vuestros nervios y esfuerzos de estudio. Pues habiéndome propuesto exhortaros vivamente a la investigación de la verdad, comencé por preguntaros qué interés poníais en ello, y ha sido tanto el que habéis puesto, que no puedo desear más. Pues deseando alcanzar la felicidad, ora consista en el hallazgo, ora en la diligente investigación de la verdad, dejando a un lado todas las otras cosas, si queremos ser dichosos, es necesario buscarla. Por lo cual terminemos, como dije, esta discusión, y después de redactarla, enviémosla, Licencio, principalmente a tu padre, cuyo interés por la filosofía me es conocido.

Mas todavía busco la ocasión favorable para dirigirle por ese camino.

El grandemente podrá entusiasmarse con estos estudios, cuando viéndote a ti, dedicado conmigo a este género de vida, no sólo de oídas, sino por la lectura, conociere el curso de nuestras discusiones.

Y si te agrada la sentencia de los académicos, como creo, prepara tus mejores fuerzas para su defensa, porque pienso citarlos como reos al tribunal.

Dicho esto, nos avisaron que estaba preparada la comida, y nos levantamos.