LA CIUDAD DE DIOS

CONTRA PAGANOS

Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA

LIBRO II

[Los dioses y la degradación de Roma]

CAPÍTULO I

El método exige la discusión

Si la inteligencia humana, con su conducta enfermiza, no opusiera su orgullo a la evidencia de la verdad, sino que fuera capaz de someter su dolencia a la sana doctrina, como a un tratamiento médico, hasta recuperarse del todo mediante el auxilio de Dios, alcanzado por una fe piadosa, no harían falta largos discursos para sacar de su error a cualquier opinión equivocada: bastaría que quien está en la verdad la exponga con palabras suficientemente claras.

Pero ahora estamos ante el empeoramiento más negro de la enfermedad insensata de los espíritus. Se empeñan en defender sus estúpidas ocurrencias como si fueran la razón y la verdad personificadas, y esto incluso después de razonar todos los argumentos que un hombre puede dar a otro hombre. No sé si es por una superlativa ceguera, que no deja vislumbrar ni lo más claro, o por la más obstinada testarudez, que les impide admitir lo que tienen delante. Lo cierto es que en la mayoría de los casos se hace imprescindible alargar la exposición de temas ya claros de por sí, como si hubiera que exponerlos no a quienes tienen ojos para verlos, sino como para que los puedan tocar con las manos quienes andan a tientas, medio ciegos.

Pero ¿cuándo terminaríamos de discutir, hasta cuándo estaríamos hablando, si nos creyéramos en la obligación de dar nueva respuesta a quienes siempre nos responden? Los que no pueden llegar a comprender lo que se discute o están en una postura mental tan endurecida en la contradicción, que, aunque llegaran a comprender, no harían caso, continuarían respondiendo, como está escrito: Discursean profiriendo insolencias y son unos estúpidos1 infatigables. Realmente, si nos propusiéramos refutar sus contradicciones tantas veces cuantas ellos con seso testarudo se proponen no pensar lo que dicen, sólo atentos a contradecir de algún modo nuestros argumentos, te darás cuenta de lo interminable, penoso y sin fruto que esto sería.

Así que ni a ti, mi querido Marcelino, ni a los otros a cuyo provecho va dirigido este mi trabajo, de una manera espontánea por amor a Cristo, os quisiera como jueces de mis obras si vais a ser de los que buscan siempre una respuesta cuando oyen alguna objeción a lo que están leyendo. Seríais semejantes a aquellas mujerzuelas de que hace mención el Apóstol: que están siempre aprendiendo, pero son incapaces de llegar a conocer la verdad2.

CAPÍTULO II

Resumen de lo expuesto en el libro I

Me había propuesto en el libro anterior tratar de la ciudad de Dios, con cuya ayuda he puesto manos a la obra entera partiendo de este tema. Y lo primero que me vino a la mente fue el lanzar una réplica a quienes atribuyen a la religión cristiana todas estas guerras que están destrozando el mundo, y de una manera especial la reciente devastación de Roma por los bárbaros: nuestra religión, en efecto, ha ocasionado la prohibición de servir a los demonios con nefandos sacrificios. Pues bien, deberían tributar honores a Cristo, ya que, por reverencia a su nombre, los bárbaros les han ofrecido para su libertad los lugares sagrados más espaciosos a fin de que pudieran buscar allí asilo, en contra de las leyes tradicionales de guerra. Además, para muchos, el declararse siervos de Cristo, no sólo de una manera sincera, sino hasta hipócritamente, impulsados por el temor, lo tomaron con tal respeto hasta el punto de creer prohibido lo que por derecho de guerra les hubiera sido permitido contra ellos.

De estos hechos ha surgido un interrogante: ¿cómo es posible que los favores divinos hayan alcanzado también a los impíos y desagradecidos? ¿Por qué razón han tenido que sufrir idénticos rigores, causados por los enemigos, lo mismo los hombres religiosos que los impíos? He intentado aclarar esta cuestión, implicada en otras muchas (ya sabemos que tanto los dones de Dios como las catástrofes humanas les están sucediendo a diario a los de buena y mala conducta, mezclados como están unos y otros sin distinción, y esto es causa de turbación para muchos). Pues bien, para hacerlo según el plan de la obra emprendida me he detenido algo, principalmente para consolar a las santas mujeres que practicaban una piadosa castidad, víctimas de la violencia hostil, hiriéndolas en su pudor, aunque sin llegar a arrebatarles su castidad inalterable. Corrían el riesgo de sentirse pesarosas de vivir al no tener falta alguna de qué arrepentirse.

A continuación di algunas réplicas contra los que insultan a los cristianos afectados por aquella penosa situación, y que singularmente se ceban en el pudor de las mujeres humilladas, aunque castas y santas, con una insolencia desvergonzada, siendo ellos los más depravados, carentes del mínimo respeto, vástagos degenerados de aquellos romanos cuyas gestas, tantas y tan gloriosas, son exaltadas y se cantan en su literatura, resultando ellos los más violentos enemigos de tal gloria. A Roma, fundada y engrandecida con los sudores de sus abuelos, la habían hecho más deforme estando todavía en pie que al hacerse ruinas. En efecto, en la caída de Roma se derrumbaron sus piedras y sus vigas, mientras que en la vida de éstos se derrumbará no ya la fortaleza y el ornato de sus muros, sino el de sus costumbres, devorando su corazón un fuego de pasiones, más funestas que el que consumió los techos de la ciudad.

Con estas consideraciones dejé terminado el primer libro. A continuación me he propuesto hablar sobre los males que han azotado a esta ciudad desde su origen, tanto a ella misma como a las provincias bajo su dominio, y que los habrían atribuido, sin excepción, a la religión cristiana de haber podido ya en esos tiempos levantar la voz de la doctrina evangélica en una acusación sin traba alguna contra sus dioses falsos y engañosos.

CAPÍTULO III

Método histórico para demostrar los males de los romanos en pleno
culto a sus dioses, antes de propagarse la religión cristiana

Pero no olvides que, al recordar yo todos estos males, lo hago contra el vulgo, que, en su ignorancia, dio origen a aquel proverbio vulgar: «No llueve. La culpa la tienen los cristianos». Naturalmente, los educados en las disciplinas liberales tienen afición a la Historia y con suma facilidad conocen estos hechos. Pero para envenenar de odio contra nosotros a las turbas ignorantes, aparentan ser ajenos a ello y están empeñados en convencer a la gente de que la culpa de las calamidades que el género humano debe padecer de cuando en cuando y en lugares diversos la tiene el nombre de Cristo, que se está difundiendo por todas partes con fama irresistible y la más gloriosa popularidad, ganándoles terreno a sus dioses.

Pasen revista con nosotros a todos los desastres que han asolado a Roma en las ocasiones más diversas y más numerosas, antes de la encarnación de Cristo, antes de que su nombre, cuya gloria envidian inútilmente, fuera conocido entre las naciones. Y si son capaces, salgan en defensa de sus dioses en tales calamidades, si es que les dan culto precisamente para verse libres de ellas sus devotos. Calamidades de las que ahora pretenden hacernos responsables cuando alguna vez les toca padecerlas. ¿Por qué han permitido sus dioses que las desgracias de que voy a hablarles hayan sucedido a sus devotos, antes de que el nombre de Cristo, hecho ya público, se les enfrentara y les prohibiese sus sacrificios?

CAPÍTULO IV

Ningún precepto sobre la vida honrada recibieron de los dioses sus servidores.
Incluso en sus actos de culto se celebraban torpezas

En primer lugar, ¿cómo sus dioses no han puesto un poco de interés en que las costumbres no degeneraran del todo? Porque con toda razón el verdadero Dios dejó marginados a quienes no le honraban. Pero ¿por qué no han fomentado con alguna ley siquiera el recto proceder de sus adoradores esos dioses, de cuyo culto están quejosos estos individuos ingratos, por habérselo prohibido? No hay duda, los dioses han tomado interés por el proceder de los hombres en la misma proporción que éstos lo han tomado por el culto de sus dioses.

Pero responden: nadie se hace malo más que por su propia voluntad. ¿Y quién lo va a negar? Sin embargo, era incumbencia de los dioses, como consejeros que eran, no dejar ocultas a los pueblos adoradores suyos las normas de una conducta honrada, sino predicarlas a los cuatro vientos; por sus augures, reconvenir y reprender a los pecadores; lanzar públicas amenazas contra los malhechores, y prometer premios a los de conducta recta. ¿Quién jamás hizo resonar su voz con énfasis y claridad sobre esta materia en los templos de sus dioses?

También otrora nosotros, en nuestra juventud, asistíamos a estos espectáculos ridículos y sacrílegos. Contemplábamos a los poseídos, escuchábamos a los concertistas, nos deleitábamos en las infames representaciones que se hacían en honor de dioses y diosas, de la Virgen Celeste y de Berecintia, la madre de todos ellos. El día solemne de su purificación canturreaban los más viles comediantes ante su litera unas tales obscenidades, que se avergonzaría de oírlas no digo ya la madre de los dioses, sino la madre de cualquiera de los senadores u hombres de bien. Es más, se avergonzarían incluso las mismas madres de estos payasos. Tiene un no sé qué de respeto el humano pudor hacia los padres, que ni siquiera la depravación puede borrar. Todas estas torpezas en palabras y gestos teatrales obscenos, que les hubiera abochornado ensayarlas en casa, ante sus madres, las representaban a plena luz, ante la madre de todos los dioses, en presencia de una enorme multitud de ambos sexos que veía y oía todo esto. Si asistían alrededor, picados de curiosidad, no pudieron menos que alejarse de allí avergonzados y heridos en su pudor.

¿Qué será un sacrilegio si esto es sagrado? ¿Qué será mancharse si esto es purificarse? Y a tales actos se les llamaba Fercula, «los Cubiertos», como si se celebrase un banquete en que los demonios impuros se hartasen a su gusto. ¿Quién no se da cuenta de qué ralea son estos espíritus que se deleitan en tales obscenidades? Solamente quien ignore por completo la existencia de espíritus inmundos, que con el nombre de dioses engañan a la gente, o quien lleve una vida tal, que prefiera tener propicios o aplacarlos a tales dioses de su ira antes que al único verdadero.

CAPÍTULO V

Obscenidades paganas en honra de la madre de los dioses

Quisiera yo por jueces en esta materia no por cierto a estos hombres, empeñados más bien en el placer que en el poner freno a los vicios de una tan depravada conducta. A Escipión Nasica en persona quisiera yo por juez, elegido por el Senado como campeón de la honradez y que recibió en sus propias manos la estatua de este demonio y la introdujo en Roma. Él nos diría si estaba de acuerdo en que a su madre, como recompensa a sus méritos por parte del Estado, se le decretasen honores divinos. (Así consta de griegos, romanos y otros pueblos, que habían decretado en honor de algunos mortales, cuyos beneficios tenían en alta estimación, y se imaginaban con ello que los hacían inmortales y serían contados en el número de los dioses.) Por supuesto que Escipión desearía para su madre una alta felicidad si ello fuera posible. Pero, si a continuación le preguntáramos a ver si entre los honores divinos estaba de acuerdo en que se celebrasen todas aquellas torpezas, ¿no gritaría que era preferible ver a su madre postrada en tierra, sin sentido alguno, antes que como diosa viviente tener que escuchar complacida tales infamias? Lejos de nosotros pensar que un senador de Roma, de espíritu tan resuelto como para prohibir la construcción de un teatro en la ciudad de unos valientes, quisiera un culto para complacer a su madre como diosa, a base de tales ritos, que se sentiría ofendida como matrona al recitar tales versos. Jamás habría pensado en que el rubor de una tan honorable mujer desapareciera por ser ahora una divinidad. Y esto hasta tal punto que cuando sus devotos la invocasen con honores tales como los insultos lanzados contra cualquiera, al estilo de cuando vivía entre los hombres, si no se tapaba los oídos y echaba a correr, quedarían abochornados su marido, sus hijos y sus allegados.

Y fue así como esta madre de los dioses, que se avergonzaría de tenerla por madre el hombre más perdido, eligió para sí el mejor ciudadano, no para ayudarlo con sus consejos y su protección, sino para engañarlo con sus ardides, al estilo de la mujer de quien está escrito: La mujer se adueña de la preciosa vida de los hombres3. Con esta elección, aquel espíritu de tan alta nobleza quedaba como poseído de este testimonio seudodivino y, al tenerse él mismo por un hombre realmente muy virtuoso, dejaba de buscar la piedad y la religión auténticas, sin las cuales el orgullo humano vacía y echa por tierra los caracteres más dignos de elogio. ¿Cómo, pues, iba a elegir esta diosa, si no es arteramente, a un tan virtuoso varón, siendo sus preferencias para las ceremonias sagradas unas tales obscenidades que los hombres más honrados rechazan sus banquetes?

CAPÍTULO VI

Los dioses paganos jamás dictaron normas de buena conducta

Consecuencia lógica es que a estas deidades no les ha importado nada la vida y costumbres de las ciudades y pueblos donde eran adoradas. Permitían sin la menor prohibición ni amenaza que unas plagas tan horrendas se adueñasen no ya de sus campos y de sus viñas, ni que entrasen en casa o atacasen a su dinero, ni siquiera en su propio cuerpo, sometido al espíritu; se trata ya del mismo espíritu, del rector mismo de nuestro cuerpo, que llega a corromperse del todo. Y si esto lo prohibían, que se demuestre, que nos aduzcan pruebas y que se dejen de soplarnos al oído no sé qué susurros de un número insignificante de paganos sobre una misteriosa religión recibida de los antepasados, donde se aprendería la rectitud de vida y la castidad. Esto no basta. Que nos enseñen los lugares y nos digan cuándo han sido consagrados para tales reuniones, no donde tengan cabida las expresiones y gestos obscenos de los histriones, no donde se celebren las fiestas Fugales, suelta la rienda a toda clase de torpezas (bien dicho fiestas «de la Fuga», donde huyen el pudor y la honradez). No; que nos muestren más bien los lugares destinados a escuchar las gentes preceptos de sus dioses con vistas a reprimir la avaricia, destruir la ambición, atajar el desenfreno, y donde los míseros aprendiesen lo que Persio increpa como obligatorio saber. Éstas son sus palabras:

Aprended, desdichados, y descubrid los orígenes de las cosas. ¿Para qué hemos sido engendrados a la vida? ¿Cuál es el plan trazado de antemano? ¿Desde qué punto y por dónde nuestro camino doblará suavemente el mojón de la meta? Aprended cuál es la justa medida en el uso del dinero, a qué conviene aspirar, qué utilidad va a tener la moneda recién acuñada, la cuantía de lo que cumple dar a la Patria y a los amados deudos, cuál es la orden de Dios sobre ti y a qué parte de la Humanidad perteneces.

Dígasenos en qué recintos acostumbraban a declamarse como enseñanzas estos mandamientos de los dioses y si las gentes que les daban culto acudían a oírlas con frecuencia: nosotros mostramos nuestras iglesias, erigidas con este fin, por doquiera se vaya extendiendo la religión cristiana.

CAPÍTULO VII

Inutilidad de los descubrimientos filosóficos
sin el respaldo de la autoridad divina: al hombre propenso al vicio
le influyen más los hechos de los dioses que las filosofías humanas

¿Invocarán quizá los paganos a favor suyo las escuelas filosóficas y sus discusiones? He de decir, en primer lugar, que éstas no son romanas, sino griegas. Y si lo son, puesto que Grecia es ya una provincia romana, sus enseñanzas no tienen un origen divino, sino que son descubrimientos de los hombres. Éstos, dotados de sutilísimo ingenio, han ido descubriendo con el esfuerzo de su raciocinio los secretos de la Naturaleza; el bien conveniente y el mal rechazable para la conducta; el arte mismo de razonar: cómo, de una manera inequívoca y de unas premisas, se sacan unas conclusiones positivas, negativas o incluso contrarias.

Algunos de estos filósofos llegaron a descubrir cosas importantes, en la medida que eran ayudados por Dios. En cambio, en la medida que, como hombres, han chocado con su limitación, cayeron en el error, máxime cuando Dios, que todo lo gobierna, con razón les hacía frente a su orgullo. Mostraba con su ejemplo cómo el camino de la religión, que se eleva hasta lo más encumbrado, arranca de la humildad. De ello trataremos más adelante, por partes y con detención, si ésa es la voluntad de Dios, el Señor verdadero.

Supongamos, en todo caso, que los filósofos han llegado a dar con soluciones válidas para lograr una conducta digna y conseguir la felicidad humana. ¡Cuánto más merecen ellos que se les tributen honores divinos! ¡Cuánto mejor y más honesto sería leer en un templo de Platón sus propios libros que contemplar en los templos de los demonios la castración de los galos, la consagración de los invertidos, la mutilación de los furiosos y todo cuanto hay de cruel y de vergonzoso, o de vergonzosamente cruel o de cruelmente vergonzoso, que se suele celebrar en los ritos sagrados de esos dioses! ¡Cuánto mejor hubiera sido, para instruir suficientemente a los jóvenes en la justicia, recitar en público las leyes de los dioses en lugar de lanzar alabanzas inútilmente a las leyes e instituciones de sus mayores! Porque todos los adoradores de tales dioses apenas son tocados con la pasión, «impregnada -dice Persio- de un veneno ardiente», más bien se fijan en los hechos de Júpiter que en las enseñanzas de Platón o en las censuras de Catón. Así, por ejemplo, en las obras de Terencio mira un mozo lleno de vicios un cuadro mural «donde estaba representado aquel episodio en que -según dicen- Júpiter envió al seno de Dánae como una lluvia de oro». Y el mozo se gloría de imitar al dios en su propia torpeza, amparándose en una tan alta autoridad. «¡Y qué dios! -dice-; nada menos que el que hace retemblar con su trueno altísimo las bóvedas celestes. Y yo, que soy un pobre hombrecillo, ¿no voy a hacer lo mismo? ¡Vaya si lo he hecho! ¡Y de muy buena gana!»

CAPÍTULO VIII

Las representaciones teatrales, donde los dioses, en vez de ofenderse
con la representación de sus torpezas, se aplacan

Podrán decir que todo esto no es propio de los sacrificios a los dioses, sino de las ficciones de los poetas. No pretendo decir que los ritos mistéricos sean más obscenos que estas representaciones teatrales. Sólo quiero afirmar lo siguiente -y si alguien lo niega, tiene en su contra la Historia-: los mismos juegos donde reinan las ficciones de los poetas no han sido introducidos por los romanos en las solemnidades de sus dioses en virtud de un culto equivocado, no; han sido los mismos dioses quienes han exigido con apremio, y hasta coaccionado en cierto modo, a que se celebraran para ellos y se les consagrasen en honor suyo. Este punto lo toqué ligeramente en el libro primero. En efecto, agravándose una peste, se decretaron los juegos escénicos primeramente en Roma por la autoridad de los pontífices. Y a la hora de ordenar la propia conducta, ¿quién no va a elegir como modelo las acciones representadas en la escena, con el respaldo de la autoridad divina, antes que las normas escritas en las leyes promulgadas por el ingenio humano?

Y si los poetas nos han engañado presentándonos a un Júpiter adúltero, los dioses, tan castos, naturalmente, deberían haberse vengado, llenos de ira no por la negligencia en la representación, sino por haber representado en escena los humanos tales atrocidades, siendo pura ficción. Y lo más tolerable de las representaciones teatrales son las comedias y las tragedias, es decir, las ficciones de los poetas, destinadas a la representación en las tablas, con muchas escenas torpes, por cierto, en cuanto a su argumento; pero sin las frases obscenas de otras muchas composiciones, como las que forman parte de los estudios, llamados honestos y liberales, y que los viejos obligan a leer y aprender a los niños.

CAPÍTULO IX

Opinión de los antiguos romanos sobre la represión de la libertad poética.
Los griegos la permitieron, siguiendo el parecer de los dioses

Sepamos cuál fue la opinión de los antiguos romanos en este punto. Y es Cicerón quien nos lo transmite en su obra sobre La República, donde Escipión, en una disputa, dice: «Jamás las comedias hubieran podido representar con éxito sus vilezas en los teatros si la conducta de entonces no estuviera de su parte». Ya los griegos, más antiguos que los romanos, guardaron una cierta lógica en su viciada opinión. Estaba permitido entre ellos, incluso sancionado por la ley, el poder airear en la comedia, citando su nombre, lo que al poeta le pareciera bien de quienquiera que fuese. Por eso, como dice en la misma obra «el Africano»: «¿A quién no ha mancillado la comedia? ¿A quién no ha dejado en feo? ¿Quién ha conseguido escaparse de ella? Bien está que se haya metido con hombres tristemente famosos, revoltosos para el Estado, como Cleón, Cleofonte o Hipérbolo. Pase -dice Escipión-, aunque esta clase de ciudadanos debe ser puesta en evidencia por el censor más bien que por un poeta. Pero a un Pericles, que había gobernado su propio Estado con la más alta magistratura durante tantos años en paz y en guerra, verlo ultrajado en unos versos, representados en escena, es tan indignante como si nuestro Plauto o Nevio quisieran denigrar a un Publio y a un Gneo Escipión, o Cecilio a un Marco Catón». Y añade un poco más abajo: «En cambio, nuestras Doce Tablas, tan remisas en dictar la pena capital, sí eran favorables a ella cuando alguien cantase o compusiese un poema atentando al honor o a la reputación de alguien. ¡Muy bien! Al juicio de los magistrados y a sus legítimas decisiones debe exponerse nuestra vida, no a las ocurrencias de los poetas. Y no debemos dejarnos decir ni un solo ultraje más que a condición de poder responder y defendernos judicialmente».

He creído conveniente citar textualmente este párrafo del libro IV de La República, suprimiendo o cambiando algunos detalles para su mejor comprensión. Viene muy al caso de lo que intento explicar si me es posible. Dice algunas otras cosas a continuación, y concluye este pasaje poniendo en evidencia cómo a los antiguos romanos les parecía muy mal que un hombre fuese en vida ensalzado o vituperado en el teatro. A los griegos, en cambio, como dije antes, el permitirlo les parecía más normal aunque fuera menos pudoroso. Y es natural: veían que los dioses aceptaban y les divertían las infamias no sólo de los hombres, sino de los mismos dioses, compuestas para el teatro, fueran ficciones de los poetas o perversidades auténticas representadas en las tablas. ¡Y ojalá éstas provocaran sólo la risa en sus adoradores y no la imitación! Demasiado orgullo hubiera sido respetar la reputación de las autoridades del Estado y de sus compatriotas, cuando ni sus deidades quisieron el respeto a su propia fama.

CAPÍTULO X

Ardides de los demonios para causar daño por medio de la narración
de sus crímenes, sean falsos o verdaderos

Dicen nuestros adversarios en su defensa que todo lo dicho contra sus dioses son falsedades e invenciones. Pues bien, esto agrava aún más su perversidad desde el punto de vista de una auténtica piedad. Y con respecto a la malicia de los demonios, ¿hay algo más redomado, algo más astuto para hacer caer en la trampa? Si se lanza una calumnia contra un jefe de Estado honrado y capaz, ¿no es tanto más despreciable cuanto más alejado de la verdad y contrario a su conducta? ¿Qué tormento sería proporcionado cuando es a un dios a quien se hace una tan abominable y tan alta injuria?

Pero los espíritus malignos, que para ellos son dioses, permiten a los hombres atribuirles fechorías, incluso no cometidas por ellos, mas a condición de que sus almas se dejen envolver por estas creencias como por una red, y así arrastrarlos consigo al suplicio que les está destinado. O también puede que algunos hombres hayan cometido estos crímenes y se gocen en ser tenidos por dioses, ellos que se regodean en los humanos errores, y con esta intención se proponen a sí mismos como dignos de culto, con mil ardides dañinos y engañosos. Puede también que tales vilezas no hayan sido cometidas por hombre alguno, pero de buen grado estos espíritus taimados aceptan el que se inventen cosas semejantes de las deidades. Así se cometerán tales atrocidades y torpezas, azuzadas por el ejemplo de una autoridad tan competente como ésta, bajada del mismo empíreo.

A los griegos, al verse esclavos de semejantes divinidades, ridiculizadas en los teatros tantas veces y con tamañas imposturas, les pareció del todo improcedente quedar ellos mismos a salvo de las ficciones poéticas, sea porque aspiraban a ser como sus dioses, incluso hasta en este punto, sea por el miedo de provocar su cólera si buscaban ellos una mejor reputación y, por lo tanto, cultivaban un cierto aire de superioridad sobre sus dioses.

CAPÍTULO XI

Actores admitidos entre griegos a la administración del Estado.
Sería injusto despreciar a quienes aplacan a los dioses

Dentro de esta misma conveniencia de que venimos hablando se encuentra el hecho de que a los actores de tales farsas los creyeron dignos del alto honor de la ciudadanía. Y así, según nos recuerda el citado libro de La República (4,13), el ateniense Esquines, orador de primera talla, después de ser actor de tragedias en su juventud, tomó las riendas del Estado. Asimismo, Aristodemo, actor trágico, también fue varias veces embajador de Atenas ante Filipo para tratar los más graves asuntos civiles y militares. Les pareció lógico que los actores del arte y los juegos escénicos, en los que hallaban su complacencia los dioses, estuvieran excluidos del montón de ciudadanos tachados de infamia.

Vergonzoso es esto para los griegos, pero plenamente de acuerdo con sus dioses. No tuvieron arrestos para prohibir que la lengua de poetas e historiadores lacerase la vida de sus compatriotas. Se explica: estaban viendo que se metía hasta con la misma vida de los dioses, con pleno consentimiento y aprobación de ellos. Así que, lejos de sentir la ciudad desprecio hacia los actores de tales torpezas en los teatros, viendo lo agradables que resultaban a los dioses, sus dueños, los consideraron acreedores de los honores máximos.

En efecto, ¿qué motivos podrían hallarse para honrar a los sacerdotes, que ofrecían en su nombre víctimas agradables a los dioses, y considerar como infames a los actores teatrales? Por ellos habían aprendido a brindar este placer a los dioses que lo reclamaban para sí, y, en caso de omisión, hubieran sufrido las consecuencias de su cólera. Así, por ejemplo, Labeón, considerado como el más experto en esta materia, distingue divinidades buenas y malas por la diversidad del culto. Asegura que a las malas se las aplaca con sangre y con fúnebres súplicas, mientras que a las buenas con homenajes alegres y festivos, como son -dice él- los juegos, los banquetes, los lectisternios.

De todo ello, sea como quiera, haremos más adelante, con la ayuda de Dios, un detenido examen. Por el momento, sea que se tributen todas las honras a todos los dioses sin distinción, como si fueran buenos (no parece bien que haya dioses malos; y, sin embargo, todos estos dioses, al ser espíritus impuros, son malos sin excepción) o sea que se les brinden determinados honores, a cada uno según su clase, siguiendo el parecer de Labeón, están en lo cierto los griegos al honrar tanto a los sacerdotes, ministros de los sacrificios, como a los actores que exhiben los espectáculos. Así, en el caso de que a todos los dioses les guste el teatro, evitan ser culpables de injusticia ante todos ellos y, lo que sería más grave, ante los dioses, en su opinión buenos, si son éstos únicamente los aficionados a tales representaciones.

CAPÍTULO XII

Los romanos se han tenido a sí mismos por mejores que sus dioses al prohibir
a los poetas, respecto de los hombres, lo que les permitieron de los dioses

Los romanos, por su parte, no permitieron que su vida y su reputación estuviera al capricho de los baldones y de las injurias de los poetas, como de ello se gloría Escipión en la citada disputa de La República. Es más, se castigaba con pena de muerte a quien tuviera la osadía de publicar un tal poema. Decisión ésta honrosa en lo que a ellos respecta, pero llena de orgullo y de impiedad con relación a seis dioses. Conscientes los romanos de que sus dioses se dejaban denigrar no sólo paciente, sino gustosamente, con toda clase de ultrajes y maldiciones, se tuvieron por más indignos ellos, de tales injurias que sus dioses. Incluso se defendieron jurídicamente de tal posibilidad, mientras que para sus dioses hicieron una mezcolanza de sus infamias con la solemnidad de los ritos sagrados.

¿Eres tú, Escipión, el que celebras la prohibición impuesta a los poetas romanos de meterse con la vida de los ciudadanos cuando estás viendo que ninguno de vuestros dioses ha escapado de ellos? ¿Te parece que es más digno de estima vuestro Senado que el Capitolio? ¿Más aún Roma sola que el cielo entero, puesto que los poetas están impedidos hasta legalmente de emplear su envenenada lengua contra tus compatriotas, mientras que contra tus dioses pueden tranquilamente lanzar toda clase de afrentas, sin que haya senador, ni censor, ni autoridad, ni pontífice que le ponga trabas? Indignamente, a todas luces, sería que un Plauto o un Nevio lanzaran imprecaciones contra Publio o contra Gneo Escipión, o que contra Marco Catón lo hiciera un Cecilio. ¿Y acaso fue más digno que vuestro Terencio excitara las perversas inclinaciones de la mocedad a través de los vicios de Júpiter?

CAPÍTULO XIII

¿Cómo no entendieron los romanos que sus dioses, ansiosos de un culto
tan lleno de vilezas, eran indignos de honores divinos?

Si Escipión viviera, me daría quizá esta respuesta: «¿Cómo vamos a renunciar a la impunidad de tales vejaciones, cuando los mismos dioses la han querido elevar a la dignidad de rito sagrado? ¿No han sido ellos quienes introdujeron en las costumbres romanas el teatro, donde todas estas ignominias tienen rango de celebración y se las recita y se las representa? ¿No han dado ellos orden de que todo esto sea consagrado y exhibido en su honor?».

Y yo pregunto: ¿cómo es posible que los romanos no hayan llegado a darse cuenta, por todo esto, de que los suyos no son dioses y, menos aún, dignos de que un Estado les tribute honores divinos? Porque si hubieran exigido representaciones ultrajantes para los romanos, hubiera sido de todo punto inconveniente el darles culto y, desde luego, totalmente inútil. Entonces, ¿cómo han llegado a ver la urgencia de tal culto? ¿Cómo no han descubierto que se trata de espíritus nefastos, con hambre de hacer caer en la trampa a los humanos, exigiendo que, mezclados con sus honores, se celebren también sus crímenes?

Los romanos estaban, es verdad, bajo la superstición hasta llegar a dar culto a unos dioses que ante sus ojos elegían para su propio honor la consagración de las obscenidades teatrales. Con todo, conscientes de su amor propio y de un cierto pudor, nunca permitieron honrar a los actores de tales farsas como lo hicieran los griegos. Antes bien, oigamos las palabras del mismo Escipión en la obra de Cicerón: «Llegaron a tener como un baldón el arte de la comedia y el teatro todo, de manera que decidieron no sólo mantener alejados de todo cargo honorífico, propio de cualquier ciudadano a esta clase de hombres, sino apartarlo de su tribu por certificación infamante del censor». ¡Admirable sabiduría ésta de los romanos, digna de los mayores elogios! Pero me gustaría verla más fiel y consecuente consigo misma. Me parece muy bien que el ciudadano romano que eligiera el oficio de cómico no tuviese acceso a los cargos honoríficos, e incluso por documento escrito del censor se le pusiera el veto a pertenecer a su propia tribu.

¡Oh espíritu de una ciudad ávida de gloria, espíritu genuinamente romano! Pero ahora respondedme: ¿en virtud de qué razón los hombres del teatro son rechazados de todo lo que suponga un honor, mientras que se ponen las representaciones teatrales entre los honores a los dioses? Durante mucho tiempo ignoró el virtuoso romano estas artes del teatro. Si se las hubiera buscado, como pábulo del placer humano, hubiera supuesto una corrupción introducida en las costumbres sociales. Pero he aquí que han sido los dioses quienes han exigido para ellos su representación: ¿por qué razón es rechazado el cómico, que con sus artes da culto a Dios? ¿Y con qué cara se degrada al intérprete de tales torpezas, cuando se adora al que las exige?

Allá se las entiendan griegos y romanos en esta controversia. Los griegos piensan honrar con todo derecho a los comediantes, puesto que dan culto a los dioses que les exigen estos juegos teatrales. Los romanos, por el contrario, no les dejan ni siquiera deshonrar con su presencia una tribu plebeya, cuánto menos la Curia senatorial. En tal disputa, queda resuelto el nudo de la cuestión con el siguiente raciocinio. Proponen los griegos: si tales dioses deben ser adorados, también, naturalmente, han de ser honrados tales hombres. Añaden los romanos: pero de ninguna manera se debe honrar a tales hombres. Y concluyen los cristianos: luego de ninguna manera tales dioses deben ser honrados.

CAPÍTULO XIV

Platón, que en una bien organizada ciudad no dejó lugar a los poetas,
fue mejor que estos dioses, deseosos de ser honrados con exhibiciones escénicas

1. Ahora pregunto yo: Éstos mismos poetas, autores de tales ficciones, y a quienes la Ley de las Doce Tablas prohíbe atentar contra la reputación de los ciudadanos, ¿cómo es que lanzando contra los dioses tan groseros insultos no se les tiene por deshonrados, igual que a los actores del teatro? ¿Por qué razón es justo que los intérpretes de ficciones poéticas, y de dioses cubiertos de ignominia, se atraigan infamias, y sus autores, en cambio, sean honrados? ¿No habrá que darle más bien la palma a Platón, un griego, quien, al planificar en su mente las leyes de una ciudad ideal, creyó oportuno excluir de ella, como enemigos de la verdad, a tales poetas? No fue capaz de aguantar sin indignación tanto las injurias a los dioses como la adulteración y la corrupción de los espíritus por efecto de tales farsas. Y ahora haz una comparación entre la humanidad de Platón, que se propone expulsar de su ciudad a los poetas para salvaguardar de tales artimañas a sus habitantes, con la divinidad de los dioses, quienes en su honor reclaman los juegos escénicos. Platón, aun cuando no llegara a convencer con sus argumentos a la ligereza lasciva de los griegos de que tales infamias no se escribieran, al menos se lo aconsejó; los dioses, en cambio, para que tales poemas se llegaran incluso a representar, coaccionaron con sus órdenes la sobria temperancia de los romanos. Y no se contentaron con la mera representación de estas escenas, sino que las quisieron dedicadas, consagradas y celebradas solemnemente en su honor. Y ahora, ¿a quién decretará la ciudad más honradamente los honores divinos? ¿A Platón, que puso el veto a tales espectáculos indecentes y nefastos, o a los demonios, jubilosos de hacer caer en esta trampa a los hombres a quienes él no había podido convertir a la verdad?

2. A este Platón había que ponerlo entre los semidioses, como se ha hecho con un Hércules o un Rómulo, opina Labeón. Tengamos en cuenta que para él los semidioses son superiores a los llamados héroes. En todo caso, coloca ambos rangos entre las divinidades. Y yo, por mi parte, no dudo un instante en colocar a este tal semidiós no sólo por encima de los héroes, sino incluso por encima de los mismos dioses. Las leyes romanas, por su parte, tienen un parecido a los razonamientos de Platón: él condena toda ficción poética; ellas le privan al poeta al menos de injuriar a capricho a la gente; Platón aleja a los poetas de la convivencia ciudadana, y las leyes romanas hacen otro tanto con los actores de tales creaciones poéticas. Y de todas partes los arrojaran, quizá, si tuvieran la osadía de oponerse en algo a los dioses, ávidos de exhibiciones teatrales.

No pueden, en absoluto, los romanos esperar de sus dioses leyes que ayuden a la formación de buenas costumbres y a la corrección de las pervertidas: en realidad, son los romanos quienes tienen dominados y sometidos a los dioses por sus propias leyes. Piden los dioses juegos escénicos en honra suya, y son los romanos quienes excluyen de todo cargo honorífico a los profesionales del teatro; mandan aquéllos que se les representen las vilezas de los dioses en poemas de ficción, y éstos prohíben con severidad que la desvergüenza de los poetas saque a relucir ninguna ignominia de los mortales. Pero aquel semidiós llamado Platón se opuso, por un lado, a la liviandad de tales dioses, y les mostró a los romanos el partido que deberían haber sacado de su propia manera de ser. Él no toleró en una ciudad perfectamente organizada la presencia de los poetas, sea como inventores de mentiras a capricho, sea como exhibidores de la pésima conducta de los dioses, proponiéndola como digna de imitación ante los míseros humanos. No es que presentemos nosotros a Platón como un dios ni como un semidiós, ni tampoco lo comparamos con ningún santo ángel del Dios Altísimo, ni con un profeta de los verdaderos, ni con ningún apóstol o mártir de Cristo, ni con hombre cristiano alguno. En su lugar daremos explicación de nuestro parecer sobre él, si Dios nos ayuda. Pero, dado que ellos han querido hacer de Platón un semidiós, creemos debe ser antepuesto si no a un Rómulo y a un Hércules (por más que de él ni historiador alguno haya atestiguado ni poeta inventado un fratricidio o fechoría de alguna clase), sí a un Príapo, desde luego, o a algún Cinocéfalo o, en último término, a Fiebre, divinidades éstas en parte consagradas como propias, en parte advenedizas, que los romanos incorporaron a las suyas. ¿Cómo unos dioses de tal calaña iban a salir al paso con leyes y normas buenas contra tan grave corrupción de las conciencias y de la conducta? ¿Cómo se iban a preocupar de prevenir, si el mal estaba al acecho, o de extirpar, si el mal estaba arraigado ya en el hombre, ellos que estaban pendientes de sembrar y hacer crecer las ruindades, difundiéndolas como suyas, lo fueran o no en realidad, a través de las celebraciones teatrales? De esta manera, el fuego de la humana pasión, ya rastrera de por sí, estaría atizado como por una autoridad divina. Ya puede Cicerón exclamar, cuando habla de los poetas: «Cuando les llega -dice- el turno de los aplausos clamorosos del pueblo, como si se tratara de un célebre y sabio maestro, ¡qué tinieblas esparcen tan oscuras, qué terror inspiran, qué pasiones encienden!»

CAPÍTULO XV

La creación de algunos dioses por los romanos
no fue obra de la inteligencia, sino de la adulación

¿Qué razón movió a los romanos en la elección de sus dioses, falsos como eran, sino la adulación ante todo? Por ejemplo, a Platón, a quien les gusta llamar semidiós, que tanto trabajó con sus obras filosóficas para evitar los mayores males del espíritu que corrompen la conducta humana, no lo han considerado digno de levantarle un modesto templo; y, sin embargo, a Rómulo, a pesar de que entre ellos corra una doctrina más o menos secreta que lo presenta como semidiós, más bien que como dios, lo han encumbrado por encima de muchos dioses. Hasta crearon para él un flamen, dignidad sacerdotal tan eminente en la liturgia romana como lo atestigua la mitra que llevaba. Sólo habían creado tres sacerdotes flámines al servicio de otros tantos dioses: un flamen, Dial, para Júpiter; otro, Marcial, para Marte, y el tercero, Quirinal, al servicio de Rómulo. La magnanimidad de los romanos, una vez encumbrado a los cielos, le llamó Quirino andando el tiempo. Por todo ello, Rómulo recibió honores preferentes a Neptuno y Plutón, hermanos del mismo Júpiter, e incluso a Saturno, padre de los tres. Para engrandecerlo le dedicaron el mismo grado sacerdotal que a Júpiter y a Marte, a este último probablemente por miras a Rómulo, ya que es su padre.

CAPÍTULO XVI

Si los dioses pusieran algún interés por la justicia, de ellos debieran recibir
los romanos normas de conducta, más bien que pedir leyes prestadas de otros hombres

Si los romanos hubieran podido recibir de sus dioses leyes morales, no habrían tenido que pedir prestadas a los atenienses las leyes de Solón, algunos años después de la fundación de Roma. Con todo, no las mantuvieron intactas, sino que intentaron darles algunos retoques y mejorarlas, a pesar de que Licurgo fingió haberlas creado por la autoridad de Apolo para los espartanos, pero los romanos, prudentemente, se negaron a creerlo, y, en consecuencia, no las recibieron como tales. Numa Pompilio, su sucesor en el trono, dicen que promulgó algunas leyes, a todas luces insuficientes para regir la ciudad. Les instituyó también muchos sacrificios. De él nadie ha dicho, sin embargo, que recibiera las leyes por inspiración divina.

No se han preocupado en absoluto los dioses de que sus adoradores quedasen a salvo de los males, tanto del alma como de la conducta externa privada y social, males éstos de tal magnitud que son la ruina de los Estados, aun cuando queden en pie las ciudades, según el testimonio de los sabios de más prestigio entre ellos. Más aún: estos dioses han puesto empeño por todos los medios en agravar esta peste, como ya hemos evidenciado hace poco.

CAPÍTULO XVII

El rapto de las sabinas y otras injusticias que reinaban en Roma
en tiempos incluso llenos de alabanzas

El que las divinidades no hayan promulgado leyes al pueblo romano, ¿será debido acaso a que, como dice Salustio, «la justicia y la bondad tomaban entre ellos más fuerza del instinto natural que de leyes dictadas»? ¡En virtud de tal Derecho y de este sentido del bien, creo yo que fueron raptadas las sabinas! ¿Qué hay, en efecto, más justo ni mejor que traer engañadas a una fiesta a un grupo de chicas forasteras y luego llevárselas a casa no precisamente por haberles concedido la mano sus padres, sino por la violencia, cada uno como pudo? Supongamos que los sabinos obraron mal por su parte negándoles la mano de sus jóvenes; pero ¿cuánto peor no estuvo raptarlas después de la negativa? Más justo hubiera sido declarar la guerra a un pueblo que se había negado a entregar sus hijas en matrimonio a hombres de la misma región, vecinos suyos, que luchar contra un pueblo que reclamaba sus hijas robadas. Mejor hubiera estado lo primero. Y en este caso, Marte se hubiera puesto de parte de su hijo en batalla (Rómulo) para vengar por las armas la injuria de unas nupcias denegadas. De este modo podrían conseguir las mujeres que pretendían. Tal vez, en virtud de algún derecho de guerra, el vencedor podría llevarse con justicia las jóvenes que injustamente le habían sido negadas. Pero raptar en tiempo de paz las que no le habían sido concedidas es contra todo derecho, ocasionando así una guerra injusta contra sus padres, justamente indignados.

Este episodio ha tenido una consecuencia más útil y más feliz: a pesar de que el recuerdo de tal engaño ha perdurado en los espectáculos circenses, no ha gustado el ejemplo de tal fechoría ni en la ciudad ni en todo el Imperio. El error de los romanos ha estado, sobre todo, en haberse consagrado a Rómulo como dios después de cometer tal injusticia, más bien que en permitir, por costumbre o por una ley cualquiera, el rapto de mujeres, propuesto ya en Rómulo a la imitación de los demás.

En virtud de este derecho y buen natural, después de la expulsión del rey Tarquinio con sus hijos, uno de los cuales había violado brutalmente a Lucrecia, el cónsul Junio Bruto obligó a Lucio Tarquinio Colatino, marido de esta misma Lucrecia, colega suyo, un hombre íntegro y sin tacha, a deponer su magistratura. Lo hizo por su nombre y parentela con los Tarquinios, no permitiéndole tampoco tener su domicilio en Roma. Esta injusticia se cometió con la aprobación, o al menos con el consentimiento, del pueblo que le había conferido el consulado, lo mismo que a Bruto.

En virtud de este mismo sentido natural del Derecho y del bien, Marco Camilo, personalidad relevante de aquel tiempo, derrotó con suma facilidad a los veyos, enconados enemigos del pueblo romano, tras una guerra de diez años. En ella el ejército romano, en infelices batallas, sufrió serios y repetidos descalabros, hasta el punto de que la misma Roma, temblando, dudaba de su salvación. Tomó Camilo su opulenta ciudad, y después la envidia de los calumniadores de su valor, y la insolencia de los tribunos del pueblo, lo declararon reo. Tanto le dolió la ingratitud de aquella Roma que él acababa de liberar, que estando ya certísimo de su condenación, él mismo se anticipó en el destierro. Todavía en su ausencia se le puso una multa de diez mil monedas de bronce, a él que muy pronto salvaría nuevamente a su ingrata patria de las amenazas de los galos.

Me causa hastío ya sacar a relucir tantas fealdades e injusticias como envolvían aquella ciudad en tiempos en que los poderosos se esforzaban en reducir la plebe a servidumbre, y ésta se negaba a someterse, dominando a los cabecillas de una y otra parte la pasión de quedar vencedores más que la preocupación por la honradez y la bondad.

CAPÍTULO XVIII

Datos que nos ofrece la obra histórica de Salustio sobre las costumbres romanas

1. Seré yo, pues, más parco en mis palabras y ofreceré preferentemente el testimonio de Salustio, el que pronunció en alabanza de los romanos la frase que dio origen a los párrafos anteriores: «La justicia y la bondad tomaban entre ellos más fuerza del instinto natural que de leyes dictadas». Magnificaba así los tiempos aquellos en que, tras la expulsión de los reyes, Roma se extendió enormemente en un período de tiempo increíble. Pero es él mismo también quien en el primer libro de sus Historias, ya desde el mismo comienzo, confiesa que incluso entonces, cuando el Estado, de monarquía que era, pasó a manos de los cónsules, poco tiempo después las injusticias de los más poderosos provocaron una ruptura entre el pueblo y el Senado, amén de otras discordias dentro de la ciudad.

Refiere, Salustio cómo el pueblo romano vivió el período comprendido entre la segunda y la última guerra púnica con una conducta intachable y en una concordia ejemplar. Y la causa de este buen comportamiento estriba, según él, no precisamente en el amor a la justicia, sino en el miedo de una paz insegura ante la presencia del poder cartaginés. Ya indicamos que el famoso Nasica no era partidario de la destrucción de Cartago, con vistas a que sirviera de freno al desorden, conservara las costumbres en este óptimo estado y el miedo fuera una sujeción de los vicios. Pues bien, a renglón seguido añade Salustio: «Pero la discordia, el afán de dinero y de poder y demás plagas que suelen brotar en los períodos de prosperidad se acentuaron de una manera exagerada después de la destrucción de Cartago». Con ello entendemos que también antes solían originarse y tomar auge. Da la explicación añadiendo: «Las injusticias de los más poderosos provocaron una ruptura entre el pueblo y el Senado, amén de otras discordias ciudadanas ya desde el principio, puesto que una conducta justa y moderada no duró más allá de la expulsión de los reyes, por temor a Tarquinio y la dura guerra con Etruria». Ya ves de qué modo en aquel breve espacio que siguió al cese de los monarcas, es decir, a su expulsión, se vivió con unas ciertas leyes justas y moderadas: siendo la causa -nos dice Salustio- el miedo. En efecto, se temía la guerra que el rey Tarquinio, expulsado del trono y de Roma, aliado con los etruscos, sostenía contra los romanos.

Atención a lo que a continuación añade: «Más tarde -dice- los patricios sometieron al pueblo a un yugo de esclavitud. Disponían de su vida y de sus espaldas de una forma tiránica. Los expulsaban de sus campos y, privando a los demás de la participación política, se adueñaban ellos de todo el poder. Abrumado estaba el pueblo de tantas injusticias y, sobre todo, de tantos impuestos. Soportaba la carga del tributo por guerras continuas y del servicio militar al mismo tiempo. Por todo ello, el pueblo se levantó en armas y se concentró en los montes Sagrado y Aventino. Consiguió con ello la creación a su favor del tribuno del pueblo y otros derechos. Pero el fin de las discordias y de las luchas por ambas partes lo constituyó la segunda guerra púnica». Y te habrás dado cuenta desde cuándo eran los romanos como eran, es decir, desde poco después de la expulsión de los reyes. De estos romanos es de quienes dice: «La justicia y la bondad tomaban entre ellos más fuerza del instinto natural que de las leyes dictadas».

2. Si este período es como hemos visto, y de él se proclama que es el de más esplendor y el mejor de la República romana, ¿qué habrá que decir del período siguiente, qué habrá que sospechar cuando «poco a poco -voy a utilizar los mismos términos de nuestro historiador- se fue transformando, y de la más hermosa República y la más virtuosa que era, se volvió la más corrompida y viciosa» después de la destrucción de Cartago, como ya antes había dicho? Ahí está la obra histórica de Salustio: en ella se puede leer la descripción resumida de este período, la corrupción tan grave de sus costumbres, surgida en la prosperidad, hasta desembocar en las guerras civiles, como él deja demostrado. «A partir de entonces -nos dice-, las costumbres de los mayores se fueron perdiendo no poco a poco, como en períodos anteriores, sino que se hundieron precipitadamente, como cae un torrente. La juventud estaba pervertida por el desenfreno y la codicia de tal modo, que con razón se podía decir: ha surgido una generación que ni es capaz de poseer patrimonio propio ni permite que los demás lo posean». Enumera Salustio, a continuación, infinidad de datos sobre los vicios de Sila y demás bochornos de la República. Otros escritores hay también que coinciden en expresar la misma realidad, aunque muy inferiores en el estilo literario.

3. Te habrás dado cuenta, creo -y cualquiera que repare en ello lo verá sin dificultad-, en qué lodazal de inmundicias morales había caído aquella ciudad antes de la venida de nuestro celestial Rey. En realidad, todo esto tuvo lugar no sólo antes de que Cristo, presente en nuestra carne mortal, comenzase su enseñanza, sino antes incluso de nacer de la Virgen. Pues bien, si todos estos enormes males de aquellos períodos de su historia, más tolerables en un principio, intolerables ya y horrendos a partir del aniquilamiento de Cartago, no se atreven a imputárselos a sus dioses, que con artera malicia inoculaban en las mentes humanas formas de pensar de donde brotase, como en terreno abonado, la maleza salvaje de tales vicios, ¿cómo es que los males de nuestra época se los imputan a Cristo, quien con su doctrina salvadora prohíbe dar culto a dioses falsos y engañosos, detesta y condena, y con divina autoridad, todas estas desviaciones humanas, nocivas y escandalosas, formando su propia familia, a la que por todas partes va apartando poco a poco de esta corrupción, en un mundo que se tambalea y se derrumba, y con lo cual va fundando una ciudad eterna, la más gloriosa, no por el aplauso de vanas superficialidades, sino por el valor auténtico de la verdad?

CAPÍTULO XIX

Corrupción de Roma antes de que Cristo haya hecho desaparecer el culto a los dioses

Aquí tenéis cómo Roma (conste que no soy yo el primero en afirmarlo; son sus propios escritores quienes, mucho antes de la venida de Cristo, lo afirman, de los cuales hemos aprendido los demás a fuerza de dinero) «se fue transformando, y de la más hermosa República que era, se volvió la más corrompida y viciosa». Aquí tenéis cómo, antes de la venida de Cristo, «las costumbres de los mayores se fueron perdiendo no poco a poco, como en períodos anteriores, sino que se hundieron precipitadamente como cae un torrente. Así se pervirtió la juventud por el desenfreno y la avaricia». Que nos lean los preceptos de sus dioses dados al pueblo romano contra el desenfreno y la avaricia. ¡Ojalá le hubiesen callado a este pueblo solamente preceptos de castidad y moderación, y no le hubiesen exigido acciones incluso vergonzosas y llenas de ignominia, ejerciendo así en ellos una influencia perniciosa por su autoridad falsamente divina!

Que lean ellos nuestros preceptos, tan múltiples, contra la ambición y el desenfreno, tanto en los profetas como en el santo Evangelio, como en los Hechos de los Apóstoles y sus Cartas, y vean cómo ante los pueblos, reunidos en todas partes expresamente para escucharlos, con qué competencia, con qué autoridad divina resuenan no con el estrépito de las contiendas filosóficas, sino con la potencia de los oráculos celestiales de parte de Dios. Y ellos, no obstante, siguen sin imputarle a sus dioses el estado de suma depravación de la Patria como consecuencia del desenfreno y rapacidad, no menos que de su conducta moral, cruel e indecente, anterior a la venida de Cristo. En cambio, todo lo que ahora están pasando, fruto de su soberbia y su refinamiento, a gritos se lo atribuyen a la religión cristiana. ¡Ojalá que a los preceptos de esta religión, sobre un comportamiento justo y honrado, les prestasen atención y esmero en llevarlos a la práctica los reyes y pueblos del orbe, príncipes y jefes del mundo, jóvenes y también doncellas, los viejos junto con los niños4, todo sexo y toda edad en uso de razón, incluyendo también a aquellos a quienes se dirige Juan el Bautista, los recaudadores de impuestos y los soldados!5 ¡Cómo embellecería el mundo ya aquí abajo, con su felicidad, esta República, y cómo ascendería hacia el culmen de la vida eterna para conseguir un reinado de completa felicidad!

Pero éste oye, el otro desprecia y la mayoría son más amigos de las caricias suavemente envenenadas de los vicios que de la útil aspereza de las virtudes. En cambio, a los servidores de Cristo, sean reyes, potentados o jueces, soldados o de las provincias, ricos o pobres, libres o esclavos, de uno u otro sexo, se les manda tolerar al Estado, si es necesario, aunque sea el peor, el más corrompido, y adquirir, con el precio de una tal tolerancia, una morada esplendorosa en aquella santa y solemnísima asamblea de los ángeles: en la patria celestial, donde sólo existe una ley: la voluntad de Dios.

CAPÍTULO XX

Deseos de felicidad y costumbres de quienes inculpan a la época del cristianismo

La verdad es que los adoradores y amigos de estos dioses, de cuyos crímenes y vilezas tienen a gala el ser imitadores, en absoluto se preocupan de poner remedio al estado tan lamentable de infamias de su Patria. «Con tal que se mantenga en pie -dicen ellos-, con tal que esté floreciente y oronda por sus riquezas, gloriosa por sus victorias o -lo que es más acertado- en una paz estable, ¿qué nos importa lo demás? Esto es lo que más nos importa: que todos aumenten sus riquezas y se dé abasto a los diarios despilfarros, con los que el más poderoso pueda tener sujeto al más débil; que los pobres buscando llenar su vientre estén pendientes de complacer a los ricos, y que bajo su protección disfruten de una pacífica ociosidad; que los ricos abusen de los pobres, engrosando con ellos sus clientelas al servicio de su propio fasto; que los pueblos prodiguen sus aplausos no a los defensores de sus intereses, sino a los que generosamente dan pábulo a sus vicios. Que no se les den mandatos difíciles ni se les prohíban las impurezas; que los reyes se preocupen no de la virtud, sino de la sujeción de sus súbditos; que las provincias no rindan vasallaje a sus gobernadores como a moderadores de la conducta, sino como a dueños de sus bienes y proveedores de sus placeres; que los honores no sean sinceros, sino llenos de miedo entre doblez y servilismo; que las leyes pongan en guardia más bien para no causar daño a la viña ajena que a la vida propia; que nadie sea llevado a los tribunales más que cuando cause molestias o daños a la hacienda ajena, a su casa, a su salud o a su vida contra su voluntad; por lo demás, cada cual haga lo que le plazca de los suyos, o con los suyos, o con quien se prestare a ello; que haya prostitutas públicas en abundancia, bien sea para todos los que deseen disfrutarlas o, sobre todo, para aquellos que no pueden mantener una privada. Que se construyan enormes y suntuosos palacios; que abunden los opíparos banquetes; que, donde a uno le dé la gana, pueda de día y de noche jugar, beber, vomitar, dar rienda suelta a sus vicios; que haya estrépito de bailes por doquier; que los teatros estallen de griteríos y carcajadas deshonestas, y con todo género de crueldades y de pasiones impuras. Sea tenido como enemigo público la persona que sienta disgusto ante tal felicidad. Y si uno intentara alterarla o suprimirla, que la multitud, dueña de su libertad, lo encierre donde no se le pueda oír; lo echen, lo quiten del mundo de los vivos. Ténganse por dioses verdaderos los que se hayan preocupado de proporcionar a los pueblos esta felicidad y de conservar la que ya disfrutaban. Sea el culto como a ellos les plazca, exijan los juegos que se les antoje, los que puedan obtener de sus adoradores o junto con ellos; procuren únicamente que una tal felicidad no la pongan en peligro ni el enemigo, ni la peste, ni desastre alguno».

¿Alguien, en sus cabales, establecerá un paralelo entre un Estado como éste, y no digo ya el Estado romano, sino el palacio de Sardanápalo? Este rey antaño estuvo entregado de tal manera a los placeres, que se hizo escribir en la sepultura: «Sólo poseo de muerto lo que de vivo he logrado devorar para mi placer». Pues bien, si nuestros adversarios lo hubieran tenido por rey, siempre indulgente en estas materias, sin ponerle a nadie la más mínima traba, le habrían consagrado un templo y un flamen de mejor gana que lo hicieron a Rómulo los viejos romanos.

CAPÍTULO XXI

Opinión de Cicerón sobre Roma

1. Pero si no se hace caso de quien ha llamado a Roma corrompida y envilecida en extremo, y les da lo mismo que esté cubierta por un baldón vergonzoso de inmoralidad y de ignominia, con tal que se tenga en pie y siga adelante, presten atención no a que se hizo, como nos cuenta Salustio, corrompida y envilecida, sino, como aclara Cicerón, a que ya entonces estaba completamente en ruinas y no quedó ni rastro de la República.

Pone en escena Cicerón al mismo Escipión, que había hecho desaparecer a Cartago, disputando sobre Roma, en una época en que, por efecto de la corrupción descrita por Salustio, se presentía a muy corto plazo su ruina. En efecto, la discusión se sitúa en el momento en que había sido asesinado uno de los Gracos, el que dio origen, según Salustio, a las graves escisiones que surgieron. De esta muerte se hace eco su misma obra. Había dicho Escipión al final del segundo libro: «Entre la cítara o las flautas y el canto de voces debe haber una cierta armonía de los distintos sonidos, y si falta la afinación o hay desacordes, es insufrible para el oído entendido. Pero también esa misma armonía se logra mediante un concierto ordenado y artístico de las voces más dispares. Pues bien, de este mismo modo, concertando debidamente las diversas clases sociales, altas, medias y bajas, como si fueran sonidos musicales, y en un orden razonable, logra la ciudad realizar un concierto mediante el consenso de las más diversas tendencias. Diríamos que lo que para los músicos es la armonía en el canto, eso es para la ciudad la concordia, vínculo el más seguro, y el mejor para la seguridad de todo Estado. Y, sin justicia, de ningún modo puede existir la concordia».

Pasa luego a exponer con más detención y profundidad la importancia de la justicia para una ciudad, así como el enorme perjuicio de su falta. A continuación toma la palabra Filo, uno de los que asisten a la discusión, y solicita que este tema sea tratado con más detenimiento, y que se hable más extensamente de la justicia, por aquello de que un Estado -así dice la gente- no es posible gobernarlo sin injusticia. Escipión, pues, da su consentimiento con vistas a discutir y aclarar el tema. Su respuesta es que de nada serviría todo lo tratado hasta ahora sobre el Estado, y sería inútil dar un paso más si no queda bien sentado no sólo la falsedad del principio anterior: «Es inevitable la injusticia», sino la absoluta verdad de este otro: «Sin la más estricta justicia no es posible gobernar un Estado».

Se aplazó para el día siguiente su explicación, y en el libro tercero la materia está tratada muy acaloradamente. Filo tomó en la disputa el partido de quienes opinan que no es posible gobernar sin injusticia, dejando bien claro que su opinión personal era muy otra, y con toda claridad empezó a defender la injusticia contra la justicia, como si tratase realmente de demostrar con ejemplos y aproximaciones que aquélla era de interés para el Estado, y ésta, en cambio, de nada le servía. Entonces, a ruegos de todos, emprendió Lelio la defensa de la justicia, afirmando, con toda la intensidad que pudo, que nada hay tan enemigo de una ciudad como la injusticia, y que jamás un Estado podrá gobernarse o mantenerse firme si no es con una estricta justicia.

2. Pareció este tema suficientemente tratado, con lo que Escipión reanuda su interrumpido discurso. Evoca y encarece su breve definición de república: es «una empresa del pueblo», había dicho él. Y puntualiza que «pueblo» no es cualquier grupo de gente, sino «la asociapión de personas basada en la aceptación de unas leyes y en la comunión de intereses». Muestra después la gran utilidad de una definición a la hora de discutir, y concluye de su definición que sólo se da un Estado («República»), es decir, una «empresa del pueblo», cuando se gobierna con rectitud y justicia, sea por un rey, sea por una oligarquía de nobles, sea por el pueblo entero. Pero cuando el rey es injusto, él lo llama «tirano», al estilo griego; cuando lo son los nobles dueños del poder, los llama «facción», y cuando es injusto el mismo pueblo, al no encontrar otro nombre usual, llama también «tirano» al pueblo. Pues bien, en este caso no se trata ya -dice él- de que la República esté depravada, como se decía en la discusión del día anterior; es que así ya no queda absolutamente nada de República, según la necesaria conclusión de tales definiciones, al no ser una «empresa del pueblo», puesto que un tirano o una facción la han acaparado, y, por tanto, el pueblo mismo ya no es pueblo si es injusto: no sería una «asociación de personas, basada en la aceptación de unas leyes y en la comunión de intereses», según la definición de «pueblo».

3. Por eso, cuando la República estaba tal como la describe Salustio, no era ya la más corrompida e infame, como él dice, sino que ya no existía en absoluto, como lo demuestran con toda evidencia las razones de la discusión que sobre el Estado tuvieron los personajes más relevantes de aquel entonces. Como también el mismo Tulio, no ya por boca de Escipión, sino con sus propias palabras, afirma en el comienzo del quinto libro, después de recordar aquel verso del poeta Ennio: «Si Roma subsiste, es gracias a sus costumbres tradicionales y héroes antiguos». «Verso este -dice- que, por su concisión y veracidad, podría perfectamente haber sido proferido por algún oráculo de antaño. En efecto, ni estos héroes sin una morigerada ciudad ni las buenas costumbres sin el caudillaje de tales héroes hubieran sido capaces de fundar ni de mantener por mucho tiempo un Estado tan poderoso y con un dominio tan extendido por toda la geografía. Así, en tiempos pasados la propia conducta ciudadana proporcionaba hombres de prestigio, y estos excelentes varones mantenían las costumbres antiguas y las tradiciones de los antepasados. En cambio, nuestra época ha recibido el Estado como si fuera un precioso cuadro, pero algo desvaído por su antigüedad. Y no solamente se ha descuidado en restaurarlo a sus colores originales, sino que ni se ha preocupado siquiera de conservarle los contornos de su silueta. ¿Qué queda de aquellas viejas costumbres que mantenían en pie -dice el poeta- el Estado romano? Tan enmohecidas las vemos del olvido, que no sólo no se las fomenta, sino que ya ni se las conoce. Y de los hombres, ¿qué diré? Precisamente por falta de hombría han perecido aquellas costumbres. Desgracia tamaña de la que tendremos que rendir cuentas; más aún, de la que de algún modo tendremos que excusarnos en juicio, como reos de pena capital. Por nuestros vicios, no por una mala suerte, mantenemos aún la República como una palabra. La realidad mucho tiempo ha que la hemos perdido.»

4. Esto confesaba Cicerón mucho después, es verdad, de la muerte de «el Africano», haciéndole discutir sobre el Estado en su obra, pero ciertamente antes de la venida de Cristo. Si estos pareceres hubieran sido expresados después de la difusión y victoria del cristianismo, ¿qué pagano dejaría de imputar tal decadencia a los cristianos? ¿Y por qué entonces los dioses no se preocuparon de que no pereciese y se perdiera aquella República que Cicerón, mucho antes de la venida de Cristo en carne mortal, con acentos tan lúgubres deplora haber sucumbido? Miren a ver los admiradores que ella tiene cómo fue incluso en la época de antiguos héroes y viejas costumbres, a ver si estaba vigente la auténtica justicia, o tal vez ni siquiera entonces estuviera viva por sus costumbres, sino apenas pintada de colores, cosa que el mismo Cicerón, sin pretenderlo, expresó al exaltarla. Pero esto, si Dios quiere, lo trataremos en otro lugar.

Me esforzaré en su momento por demostrar que aquel no fue nunca Estado auténtico («república»), porque en él nunca hubo auténtica justicia. Y esto lo haré apoyándome en las definiciones del mismo Cicerón, según las cuales él brevemente, por boca de Escipión, dejó sentado qué es el Estado y qué es el pueblo (apoyándolo también en otras muchas afirmaciones suyas y de los demás interlocutores de la discusión). En rigor, si seguimos las definiciones más autorizadas, fue, a su manera, una república, y mejor gobernada por los viejos romanos que por los más recientes. La verdadera justicia no existe más que en aquella república cuyo fundador y gobernador es Cristo, si es que a tal Patria nos parece bien llamarla así, república, puesto que nadie podrá decir que no es una «empresa del pueblo». Y si este término, divulgado en otros lugares con una acepción distinta, resulta quizá inadecuado a nuestra forma usual de expresarnos, sí es cierto que hay una auténtica justicia en aquella ciudad de quien dicen los Sagrados Libros: ¡Qué pregón tan glorioso para ti, Ciudad de Dios!6

CAPÍTULO XXII

Descuido absoluto de los dioses en evitar la ruina de Roma por su depravación moral

1. Pero volviendo al tema que ahora nos ocupa, por más digna de elogios que se diga haber sido Roma en otros tiempos o ahora, según sus más sabios escritores, se había vuelto pervertida e infame en extremo, mucho antes ya de la venida de Cristo. Más aún, ya no existía; había muerto del todo por efecto de su corrupción moral. Y para evitar esta muerte, bien debieron sus dioses protectores proporcionar a este su pueblo fiel un elemental código de conducta, ya que de él recibían culto en tantos templos, por tan numerosas clases de sacerdotes y sacrificios, con tan múltiples y variadas ceremonias, en tantas fiestas solemnes, con animada concurrencia a tantos juegos escénicos. Pero en todo ello los demonios nada buscaron sino hacer su propio negocio, sin preocuparse de la moralidad de su vida; más todavía, procurando incluso que vivieran perdidamente, al tiempo que sus subordinados, bajo la presión del miedo, les rendían en su honor todo aquel conjunto de ofrendas. Y si les dieron tal código, publíquese, demuéstrese, léase. ¿Qué leyes dictadas por los dioses a la ciudad conculcaron los Gracos cuando todo lo revolucionaron con sus banderías? ¿Cuáles Mario, y Cinna, y Carbón, que llegaron hasta las guerras civiles, emprendidas por causas, las más injustas, cruelmente mantenidas y más cruelmente terminadas? ¿Y cuáles, en fin, el mismo Sila, cuya vida, costumbres y hazañas, según la descripción de Salustio y demás historiadores, merecen la repulsa universal? ¿Quién se negará a reconocer que aquella República estaba ya muerta en ese período?

2. A la vista de una tal calaña moral de la sociedad, ¿tendrán la osadía de salirnos al paso en defensa de sus dioses, como es su costumbre, con esta sentencia de Virgilio: «Se han ido retirando todos los dioses que mantenían erguido el Imperio, y han abandonado sus santuarios y sus altares»? En primer lugar, si así ha sucedido, no tienen por qué culpar a la religión cristiana de que sus dioses, molestos por su presencia, los han abandonado, puesto que sus antepasados, con su conducta inmoral, ya hacía mucho tiempo que habían espantado de los altares de Roma, como si fueran moscas, a aquella caterva numerosa de insignificantes dioses. Pero todo este enjambre de divinidades, ¿dónde estaba cuando, mucho antes de que se corrompiesen las antiguas costumbres, Roma fue tomada e incendiada por los galos? ¡A lo mejor se hallaban presentes, pero durmiendo!... Toda la gran Urbe cayó entonces en poder de los enemigos. Solamente quedó la colina del Capitolio, y ella misma hubiera sido capturada de no haber sido por los gansos, que estaban en vela mientras dormían los dioses. Por este suceso, a punto estuvo Roma de caer en la superstición de los egipcios, que dan culto a bestias y aves, pues celebraban una fiesta solemne en honor del ganso.

Pero, de momento, no quiero entretenerme tratando de los males que llegan incidentalmente o que son del cuerpo, originados por el enemigo u otra calamidad cualquiera. Me interesan, más bien, los males del espíritu. Ahora estoy tratando de la caída de las costumbres, que primero fueron perdiendo gradualmente su esplendor, y luego se precipitaron como un torrente, ocasionando una tal ruina en la República, que, a pesar de seguir intactas las casas y las murallas, sus escritores de mayor talla no dudan en decir que entonces sucumbió la República. Con toda razón, «los dioses se habían ido retirando, y habían abandonado sus santuarios y sus altares», hasta dejarla en total desamparo, si la ciudad había abandonado los preceptos sobre la vida buena y la justicia. Y ahora yo pregunto: ¿qué clase de dioses eran éstos, que se negaron a vivir con el pueblo que les daba culto, y al que, cuando llevaba una mala vida, no le enseñaron ellos a vivir bien?

CAPÍTULO XXIII

Los cambios en las empresas temporales no dependen del favor o de la hostilidad
de los demonios, sino de la decisión tomada por el verdadero Dios

1. ¿Y qué más? ¿No es cierto que dan la impresión de haber colaborado los dioses la satisfacción de las bajas apetencias humanas? ¿Y no está claro que no han ayudado a ponerles freno? ¿No fueron ellos quienes apoyaron a Mario, un plebeyo de baja ralea, sanguinario instigador y realizador de guerras civiles, a que fuera siete veces cónsul, y a morir, ya viejo, en el séptimo consulado, y no caer en manos de Sila, su próximo vencedor? Y si los dioses no le han prestado auxilio para todo esto, no es despreciable su confesión: al hombre le puede venir toda esta felicidad temporal (que ellos tanto ambicionan), incluso cuando sus dioses no le son propicios, y le es posible estar colmado y disfrutar de salud, de fuerza, de riqueza y honores, de dignidades y de longevidad, pese a la ira de los dioses, como en el caso de Mario. Asimismo, puede ocurrir que hombres del temple de Régulo, amigo de los dioses, sean torturados con la prisión, la esclavitud, privaciones, vigilias, tormentos e incluso la muerte. Si esto lo conceden, terminan por confesar, en conclusión, que de nada les sirven los dioses y que su culto es inútil.

En efecto, si en lugar de instruir al pueblo en las virtudes del espíritu y en la honradez de la vida, cuya recompensa está prometida sólo para después de la muerte, los dioses pusieron su empeño en enseñarle lo contrario; y si en los bienes caducos y temporales nada perjudican a sus enemigos ni favorecen a sus amigos, ¿para qué adorarlos? ¿A qué viene ese importunar los dioses tanto con el celo por su culto? ¿Por qué murmurar en el dolor y la tristeza de estos días, como si hubieran tenido que retirarse ofendidos, y por su causa lanzar toda clase de infamias, las más bajas, contra la religión cristiana? Si para los asuntos de aquí abajo poseen algún poder benéfico o maléfico, ¿cómo es que asistieron al hombre más perverso, Mario, y dejaron abandonado al más honrado, Régulo? ¿O habrá que deducir de aquí que son ellos los más injustos y corrompidos?

Tal vez los paganos puedan deducir de ello que por temor hay que intensificarles el culto. Les diré que es una equivocación, porque da la coincidencia de que no les tuvo menos devoción Régulo que Mario. Y en lo que se refiere a la conducta, en vista de que los dioses parece que estuvieron más de parte de Mario, ¡a ver si van a creer preferible una vida enteramente pervertida! Porque Metelo, el más prestigioso de los romanos, con cinco hijos consulares, vivió feliz incluso en las cosas temporales; y Catilina, el peor de todos, fue un desdichado, consumido por la miseria y derribado en la guerra, hija de su propio crimen. No; la felicidad verdadera y segura en sumo grado la alcanzan, ante todo, los hombres de bien que honran a Dios, el único que la puede conceder.

2. Cuando aquella República estaba en trance de perecer, corroída por la inmoralidad social, nada hicieron los dioses para orientar o corregir las costumbres, y evitar así la catástrofe. Es más, ellos han favorecido su bajeza y su corrupción, atrayendo la catástrofe. ¡Así que no se hagan los buenos, como si hubieran tenido que retirarse ofendidos por la depravación de sus ciudadanos! Allí estaban ellos bien presentes; ellos mismos se delatan y quedan convictos: no fueron capaces ni de prestar ayuda con preceptos ni de pasar inadvertidos callando.

Paso por alto el que los habitantes de Minturna, movidos de compasión, hicieron una encomienda de Mario a la diosa Marica, en el bosque a ella consagrado, pidiendo la prosperidad de todas sus empresas. Pues bien, habiendo salido sano y salvo de una situación sumamente apurada, el cruel caudillo avanzó sobre Roma con un ejército igualmente cruel. Cuán sangrienta haya sido esta victoria, cuán salvaje, cuánto más inhumana que la de un enemigo lo pueden leer en los historiadores quienes tengan interés. Pero esto ya he dicho que lo dejo a un lado. Y el éxito de Mario, conseguido a costa de tanta sangre, no lo atribuyo a no sé qué Marica, sino más bien a una secreta providencia de Dios para tapar la boca a los paganos y dejar libres de error a quienes no obran por intereses, sino que consideran los hechos con reflexión. En rigor, si los demonios tienen algún poder en este mundo, se reduce a los límites señalados por una secreta y libre decisión del Todopoderoso. Así que no vayamos a sobrestimar la felicidad terrena, que con frecuencia se concede a los malos -como en el caso de Mario-, ni tampoco la lleguemos a tener como algo detestable, puesto que vemos cómo muchos hombres religiosos y honrados, adoradores del único Dios verdadero, la han disfrutado en abundancia pese a la oposición de los demonios. Y no nos creamos en la obligación de tener propicios a estos inmundos espíritus, por miras a los bienes temporales, o de temerlos por los posibles males. Les ocurre, en realidad, como a los hombres malvados en la tierra: no pueden realizar todo aquello que se les antoja, sino únicamente dentro de los límites fijados por Aquel cuyas decisiones nadie con plenitud alcanza a comprender y nadie con justicia se atreve a criticar.

CAPÍTULO XXIV

La actuación de Sila, favorecida, según parece, por los demonios

1. La época de Sila fue tan calamitosa, que se empezaron a añorar los tiempos anteriores, a pesar de que él parecía ser su vengador. Cuando empezó a dirigir su ejército hacia Roma contra Mario, tan favorables se presentaban las entrañas de la víctima inmolada -nos describe Livio-, que el arúspice Postumio estaba dispuesto a ser arrestado y sufrir la pena capital si Sila no lograba realizar sus planes con el favor de los dioses. No; «no habían abandonado sus santuarios y sus altares los dioses», cuando predecían el resultado de los acontecimientos, sin preocuparse en absoluto de la corrección del mismo Sila. Prometían, con vaticinios, una gran felicidad y no le salían al paso con amenazas a su perversa ambición.

Pasó el tiempo, y en la guerra de Asia contra Mitrídates, Júpiter le pasó un mensaje a través de Lucinio Ticio haciéndole saber que quedaría vencedor. Y así fue. Un nuevo mensaje de Júpiter le llegó cuando pensaba volver a Roma y vengar con sangre ciudadana sus propias injurias y las de sus amigos. Fue por medio de un soldado de la sexta legión: antaño le había vaticinado la victoria sobre Mitrídates, y ahora le prometía el poder suficiente para recuperar de sus enemigos el dominio sobre la República, pero no sin gran derramamiento de sangre. Interrogado el soldado sobre el aspecto que presentaba Júpiter, Sila recordó ser el mismo que ofrecía el del anterior vaticinio, según las referencias del intermediario, cuando le anunció la victoria sobre Mitrídates.

Y ahora me intriga una duda: ¿por qué los dioses se tomaron la molestia de anunciar todas estas venturas, y ninguno de ellos se preocupó de corregir con una advertencia a Sila, dispuesto como estaba a perpetrar calamidades de tal magnitud con la criminal guerra civil, que no sólo mancillaron el honor de la República, sino que la hicieron sucumbir por completo? Sí, no hay duda; os lo he dicho muchas veces, lo vemos con claridad en los Libros Sagrados y los acontecimientos mismos lo acusan suficientemente: estos dioses son demonios que están haciendo de las suyas con el fin de ser tenidos y honrados como dioses. Así serán obsequiados con unos ritos que hacen cómplices a sus adoradores para que tengan también, como ellos, el mismo abominable veredicto en el tribunal de Dios.

2. Con el tiempo, Sila llegó a Tarento. Allí sacrificó un becerro, y vio en el vértice de su hígado las apariencias de una corona de oro. Entonces, Postumio, el conocido adivino, le contestó que le pronosticaba una fulgurante victoria, mandándole que sólo él comiese de las entrañas de la víctima. Al poco rato el esclavo de un tal Lucio Poncio gritó en son de profeta: «¡Mensajero soy que viene de Belona; la victoria es tuya, Sila!». Añadió a continuación que el Capitolio iba a verse envuelto en llamas. En seguida salió del campamento. Al día siguiente volvió más veloz todavía y gritó que el Capitolio ya había ardido. Y era verdad que el Capitolio se había quemado. Le fue fácil a un demonio tanto el prever como el anunciar con rapidez lo sucedido.

Fíjate bien, que interesa mucho a nuestro asunto: ¡bajo qué dioses desean vivir los blasfemos del Salvador, el que rescata a sus fieles del dominio satánico! Grita un hombre en son de vaticinio: «¡La victoria es tuya, Sila!»; y como prueba de que habla por inspiración divina predice un acontecimiento que pronto va a suceder y otro que acaba de realizarse, a gran distancia del lugar donde habla el espíritu aquel. Pero, en cambio, no se le ocurre gritar: «¡Basta ya de crímenes, Sila!». Aquellos crímenes tan horrendos que cometió allí mismo, tras declararse vencedor, a pesar de que se le apareció en el hígado del becerro una corona de oro como símbolo de la fulgurante victoria. Si unas señales como éstas vinieran normalmente de unos dioses justos, y no de parte de los impíos demonios, en realidad aquellas entrañas sacrificadas lo que deberían pronosticar era nefastos acontecimientos, así como graves perjuicios para la persona de Sila. Porque fue mayor el daño que aquella victoria le infligió a su codicia que el bien que le reportó a su gloria. El resultado de tal victoria fue un ansia desmesurada de grandeza. Por encumbrarse soberbiamente en la prosperidad, su caída estrepitosa en la corrupción moral fue mayor perjuicio para él que el causado corporalmente a sus enemigos.

Esto, que era lo verdaderamente triste, lo verdaderamente deplorable, esos dioses no se lo predecían en las entrañas del sacrificio, ni en agüeros, ni por los sueños o el vaticinio de alguien. Más temían ellos su corrección que su derrota. Todavía más: estaban tratando por todos los medios de que aquel glorioso vencedor de sus conciudadanos cayera derrotado y cautivo de vicios nefastos, y así quedase sujeto más estrechamente a los mismos demonios.

CAPÍTULO XXV

Los espíritus malignos incitan a los hombres a la delincuencia: interponen su ejemplo,
como avalado de divina autoridad, para que se cometan crímenes

1. Por lo que acabamos de decir, ¿quién no deducirá, quién no se dará cuenta del gran interés con que estos malignos espíritus traman el dar una autoridad cuasidivina con sus ejemplos a la perpetración de crímenes? Sólo aquellos que hayan elegido la imitación de tales dioses antes que separarse de su compañía con la gracia divina. Así es: los mismos dioses han sido sorprendidos luchando entre sí en una espaciosa llanura de la Campania, donde poco después estallaría una perniciosa guerra civil entre dos ejércitos. Primeramente se oyeron en aquel sitio unos ruidos estruendosos, y al poco tiempo mucha gente dijo que habían visto luchar durante varios días a dos ejércitos. Nada más cesar la colisión, encontraron todos los vestigios tanto de hombres como de caballos, tal como podía esperarse de un conflicto semejante. Ahora bien, si realmente han luchado entre sí las divinidades, ya están excusadas las guerras civiles entre hombres. ¡Fijaos qué refinada malicia la de estos dioses! ¡Qué villanía! Porque si su lucha fue fingida, ¿qué otra cosa consiguieron con ello más que convencer a los romanos de que cuando se enzarzan en guerras civiles, a ejemplo de los dioses, no cometen ninguna maldad? Sí, habían comenzado ya las guerras civiles, había precedentes ya de las carnicerías horrendas, propias de guerras nefastas; había causado ya conmoción entre muchos aquel episodio del soldado que, al despojar a un muerto, reconoció en el cadáver desnudo a su hermano, y, maldiciendo las guerras civiles, se suicidó, formando pareja con el cadáver de su hermano. Y para que no asomara el asco de tamaños horrores, sino que el ardor por las armas criminales se encendiera más y más, estos dañinos demonios, que los paganos tenían por dioses, coaccionándolos a darles culto y a honrarlos, quisieron mostrarse ante los hombres luchando entre sí, no fuera que, al imitar tales contiendas, sintiera escrúpulo su sensibilidad ciudadana; antes al contrario, quedase excusado el delito humano con el ejemplo divino.

Con estas astutas intenciones, los malignos espíritus han ordenado, además, que se les dediquen y consagren juegos teatrales, de los que ya he tratado ampliamente. En ellos se celebran sus incalificables ruindades en composiciones musicales puestas en escena o en representaciones teatrales de imaginación. Así, uno podrá creer que los dioses son autores de tales bajezas o podrá no creerlo. Pero, al estar viendo que ellos, de mil amores, aguardan tales exhibiciones, sentirá tranquila su conciencia al imitarlas. Y para que no se vaya a pensar nadie que los poetas, en las coplas a sus mutuas batallas aquí y allá, les han cantado infamias en lugar de proezas dignas de ellos, los dioses en persona, para asegurar el engaño de los hombres, han querido confirmar tales poemas. No se han contentado con hacerlo por intermedio de actores teatrales; ellos mismos se han dejado ver a los ojos humanos en el campo de batalla.

2. Nos hemos visto en la necesidad de decir todo esto porque sus propios escritores no han dudado lo más mínimo en decir y en consignar por escrito que el Estado romano, a causa del grado sumo de corrupción moral de la sociedad, había sucumbido y nada quedaba de él antes de la venida de nuestro Señor Jesucristo. Esta enorme pérdida no se la imputan a sus dioses quienes, en cambio, sí achacan a nuestro Cristo las desgracias pasajeras, que no pueden ser la perdición de los buenos, ya continúen con vida o sucumban a su peso. Es un contrasentido, sabiendo que nuestro Cristo multiplica los preceptos a favor del más intachable comportamiento y en contra de la perdición de costumbres, al paso que sus propios dioses nada han contribuido con preceptos parecidos en favor de su pueblo fiel para evitar la ruina de la República. Peor todavía: han contribuido eficazmente a su perdición corrompiendo sus mismas costumbres con la pretendida y nefasta autoridad de sus ejemplos.

Nadie, pienso yo, tendrá la osadía de afirmar que pereció entonces la Patria, porque «se han ido retirando todos los dioses, y han abandonado sus santuarios y sus altares», como si estos «aficionados a la virtud» se hubieran sentido ofendidos por los vicios de los hombres. No, no fue así; todo ese número de señales en las entrañas de víctimas, en los augurios, en las predicciones, por las que ellos intentaban darse aires jactanciosos de ser videntes del futuro y apoyo en las batallas, ¿qué hacen sino demostrar su presencia? Si de veras los dioses se hubieran marchado, con menos furia se hubieran estado abrasando los romanos por la guerra civil, atizados por sus propias pasiones, que por la instigación de los dioses.

CAPÍTULO XXVI

Consejos secretos de los dioses relativos a la rectitud de costumbres,
mientras en público se daba una enseñanza de todo género de maldades

1. Éstos son los hechos. En pleno día, delante de todo el mundo, se presentan las indecencias, mezcladas con crueldades; las infamias y los delitos de las divinidades, sean auténticos o fingidos. Ellos mismos los exigen, y ¡ay de quienes se nieguen a realizarlos! Se han hecho ya famosos, al estar consagrados y dedicados a ellos en fiestas solemnes, determinadas y fijas. Hacen desfilar toda esta inmundicia ante los ojos de todos, como espectáculo que se propone para su imitación. Ahora bien, ¿cómo es posible que estos mismísimos demonios, que con sus bajas pasiones se declaran a sí mismos espíritus inmundos; que dan testimonio de ser ellos los autores de la vida criminal y disoluta con sus infames hazañas, históricas o imaginadas; que solicitan a los desvergonzados y coaccionan a los honrados para que se las representen como espectáculo; cómo es posible, digo, que a estos mismos se los presente dando no sé qué preceptos morales en los más secretos escondrijos de sus santuarios, dirigidos a un cierto número de llamémoslos elegidos y a ellos consagrados?

Si es así, hemos de caer en la cuenta de que se trata de la más ladina perversidad por parte de estos espíritus detestables, y hemos de ponerla en evidencia. En efecto, es tal la fuerza que encierran la honradez y la castidad, que todo o casi todo ser humano aprecia en su intimidad los elogios por estas virtudes; y por más vicios torpes que lo tengan dominado, no se llega a perder el sentido de la honradez. De ahí que la malicia de los demonios nunca llegaría a realizar sus planes de impostura si a veces no se disfrazase de mensajero de luz7, como se dice en nuestras Escrituras. Fuera de los santuarios, las muchedumbres se enloquecen en el bullicio estrepitoso, ya célebre, de obscenidades impías; dentro, apenas en voz baja se pronuncia el nombre simulado de castidad a unos pocos. A lo vergonzoso se da publicidad, y a lo laudable clandestinidad. El decoro es latente, y el desdoro patente. El mal que se practica reúne a todo el mundo como espectador; el bien que se predica apenas encuentra algún auditor. ¡Como si la honradez nos diera vergüenza, y el deshonor gloria! ¿Y dónde tiene lugar todo esto más que en los templos de los demonios? ¿Dónde más que en las guaridas de la impostura? Así ocurre que los honrados, que son una minoría, caen en la trampa, y la gran mayoría, los corrompidos, quedan sin enmienda.

2. ¿Dónde y cuándo los consagrados a la diosa Celeste escuchaban normas para ser castos? No se sabe. Sin embargo, delante de su templo habían puesto su estatua y la mirábamos todos, llegados de todas partes, puestos de pie cada uno donde podía. Estábamos embebidos contemplando cómo se desarrollaban los juegos, mirando acá y acullá, unas veces al séquito pomposo de las meretrices, y otras a la diosa virgen; viendo cómo se la adoraba con reverencia, y cómo en su presencia se celebraban torpezas: no vimos allí un solo histrión decoroso ni una sola actriz con pudor. Se representaban todos los papeles que exige la obscenidad. Se conocían los gustos de esta virginal divinidad, y se exhibía todo lo que hubiera hecho más experta a una casada, al volver del templo a su casa. Algunas más pudorosas volvían el rostro para no ver los lascivos gestos de los actores, al tiempo que con una furtiva mirada iban aprendiendo los ardides del vicio. Realmente les daba rubor entre los hombres tener la osadía de mirar frente a frente aquellos movimientos obscenos; pero mucho menos se atrevían a detestar con una castidad de corazón aquellos ritos en honor de la diosa por ellas venerada.

Estos hechos se proponían a la enseñanza pública en el templo; y para ponerlos en práctica se buscaba al menos un rincón en casa: hubiera sido demasiado heroísmo para el pudor humano (si es que allí quedaba algún rastro) que los hombres no cometieran libremente las humanas vilezas, aprendidas de los dioses en un ambiente incluso de religiosidad, y con la amenaza de su cólera si no procuraban, además, exhibírselas. ¿Qué otro espíritu puede estar dotado de una secreta habilidad para manejar las almas más corrompidas, y empujarlas a cometer adulterios, y regodearse en los cometidos, sino el que, además, encuentra su satisfacción en tales ritos, y en los templos erige estatuas a los demonios, y es aficionado a la representación escénica de bajezas, y, para colmo, susurra en los arcanos palabras de justicia para engañar incluso al pequeño resto de hombres de bien, multiplicando en público las incitaciones a la perversión, para enseñorearse del número infinito de los malvados?

CAPÍTULO XXVII

El rango de sagrado, concedido a las obscenidades teatrales para aplacar
a sus dioses, constituye un quebranto de la moralidad pública

Aquel hombre tan ponderado, aunque filosofastro, Cicerón, en vísperas de ser edil, clamaba ante los oídos de la ciudad que, entre otras responsabilidades de su magistratura, pesaba sobre él aplacar a la madre Flora con la celebración de juegos. Estos juegos suelen celebrarse con tanta mayor devoción cuanto más obscenamente se realicen. Y en otra ocasión, durante su consulado, dice que la ciudad vivió momentos de extremo peligro, y que se celebraron juegos durante diez días, procurando no omitir cosa alguna que pudiera contribuir al apaciguamiento de los dioses. ¡Como si a tales dioses no fuera preferible irritarlos con la temperancia en lugar de aplacarlos con la lujuria, o provocar incluso su cólera con la honradez, en lugar de amansarlos con tan incalificable disolución! En realidad, los hombres, por crueles que se los imagine, causantes de la ira de los dioses, no habían de causar más daño que los dioses mismos al ser aplacados con vicios tan repugnantes. En efecto, al querer conjurar desgracias corporales que se temían del enemigo, el precio de la reconciliación con los dioses costaba la ruina de la virtud en las almas. No se prestaban a ser defensores de las murallas si antes no lograban ser los destructores de las sanas costumbres.

Ésta es la desvergonzada propiciación de tales divinidades, llena de impureza, de provocación, de maldad, de inmundicia; a sus ministros, Roma, de laudable tradición virtuosa, los privó de honores, expulsó de su tribu, reconoció deshonrados, declaró infames; ésta es, repito, la desvergonzada propiciación de tales divinidades, detestable y hostil a la verdadera religión; éstas, las lascivas y ultrajantes fábulas de los dioses; éstas, las gestas ignominiosas, cometidas con torpeza criminal o inventadas con mayor torpeza aún. Todo esto, sí, es lo que a la ciudad se le enseñaba públicamente por ojos y oídos. Comprobaban ser del agrado de los dioses todos estos crímenes y, por tanto, estaban en la creencia de que no sólo había que exhibírselos, sino también imitarlos. No me refiero a la imitación de aquello no sé qué de bueno, al parecer, y honrado, que a tan pocos y tan a escondidas se decía (si es que se decía). Parecían tener más bien recelo de que fuese conocido, que de que no fuese practicado.

CAPÍTULO XXVIII

La religión cristiana, portadora de salvación

Al ver que los hombres quedan libres del yugo infernal de tales potestades inmundas y de su compañía de castigo; al ver que pasan de las tinieblas impías de la perdición, a la luz saludable de la piedad, se quejan y murmuran los malvados y los desagradecidos, posesión cada vez más definitiva y enraizada de aquel espíritu infame. Observan cómo muchedumbres afluyen a las iglesias; su casta asamblea, con separación honesta de ambos sexos; ven cómo allí oyen cuáles son las normas del buen vivir en esta vida temporal, para merecer, después de esta vida, la felicidad sin término. Allí, en presencia de todos, y desde un lugar elevado, se proclama la Santa Escritura; los que la cumplen, la oyen para su recompensa, y los que no, para su castigo. Si acaso entran allí algunos burlones de tales preceptos, experimentan un repentino cambio: y todo su descaro o lo retiran o lo reprimen por temor o respeto. Allí, en efecto, ninguna torpeza o maldad se saca a relucir que pueda ser imitada; allí se inculcan los preceptos del Dios verdadero, o se relatan sus milagros, o se ensalzan sus dones, o se piden sus beneficios.

CAPÍTULO XXIX

Exhortación a los romanos para que abandonen el culto de los dioses

1. Ambiciona estos bienes, ¡oh genio romano, digno de elogio; raza de los Régulos, de los Escévolas, de los Escipiones, de los Fabricios! Ambiciona estos bienes. ¡Fíjate bien en la diferencia entre ellos y esas torpezas estériles, y la falacia ladina de los demonios! Si sobresale algo laudable en ti por naturaleza, sólo se puede purificar y perfeccionar por la auténtica religiosidad; en cambio, la impiedad te lo destroza y lo hace digno de castigo. Ahora ponte a elegir tu camino y hazlo de forma que consigas la gloria sin error alguno. Pero no en ti, sino en el Dios verdadero. Hubo un tiempo en que tu gloria sobresalió entre los pueblos. Pero, por un oculto designio de la Providencia divina, te faltó el poder elegir la verdadera religión. ¡Despierta: es ya de día! Despiértate como ya lo has hecho en algunos de tus hijos, cuya encumbrada virtud, e incluso sus padecimientos por la verdadera fe, hoy son nuestra gloria. Ellos, luchando por todas partes contra los poderes más hostiles, y consiguiendo la victoria en una valerosa muerte, «con su sangre nos han fundado esta patria».

Recibe la invitación que te hacemos de venir a nuestra Patria; anímate a alistarte en el número de sus ciudadanos, cuyo asilo, por llamarlo así, es el verdadero perdón de los pecados.

No hagas caso de tus hijos degenerados: calumnian a Cristo y a sus seguidores haciéndolos responsables de estos tiempos calamitosos; buscan días no para una vida en paz, sino para disfrutar de una depravación sin riesgos. Jamás te han satisfecho esas épocas a ti, ni siquiera para tu patria terrena. Ahora apodérate de la patria celestial. Te va a costar poco conseguirla, y en ella caminarás de verdad y por siempre. Allí no tendrás el fuego de Vesta ni la piedra del Capitolio, sino al único y verdadero Dios, que «no pondrá mojones ni plazos a tus dominios; te dará un imperio sin fin».

2. ¡No te andes buscando dioses falsos, que te engañarán! ¡Recházalos, desprécialos y lánzate a la conquista de la verdadera libertad! Ésos no son dioses; son espíritus malvados que se molestan de tu eterna felicidad. No da Juno la impresión de haber visto con tan malos ojos a los troyanos, de cuyo origen desciendes según la carne, por las fortalezas romanas, como estos demonios que todavía tienes por dioses. Ellos tienen envidia de todo el linaje humano, por sus moradas eternas. Tú misma diste un juicio acerca de ellos no muy descaminado cuando, al aplacarlos con juegos escénicos, quisiste declarar infames a los intérpretes de tales escenas. Sé libre a toda costa, pese a los espíritus de la inmundicia, que habían impuesto sobre vuestras espaldas la carga de celebrar con aires de sagrados ritos sus propias ignominias. Apartaste de todos tus cargos honoríficos a los intérpretes de los crímenes divinos; suplica al Dios verdadero que aparte de ti esos dioses que se complacen en sus propias infamias, sean ellas verdaderas -lo que sería el colmo de la ignominia- o sean ellas falsas -lo que sería el colmo de la astucia-. ¡Muy bien por haber salido de ti el no soportar la presencia de los histriones y actores en la ciudad! ¡Despierta del todo! No es posible aplacar la majestad divina con tales apaños, que dejan salpicada la dignidad humana. ¿Cómo es posible que llegues a tener entre el número de las potestades celestes a unos dioses que sienten complacencia en tales agasajos, cuando tú misma excluiste del número de tus ciudadanos de cualquier rango a los intermediarios de esos mismos agasajos?

Incomparablemente más gloriosa es la ciudad celeste: allí la victoria es la verdad; el honor, la santidad. Allí la paz es la felicidad; la vida, la eternidad. Si a ti te dio vergüenza admitir en tu compañía a esos hombres, mucho menos admite ella en la suya a tales dioses. Así que si sientes deseos de entrar en la ciudad bienaventurada, apártate de la compañía de los demonios. Es indigno que hombres honrados den culto a quienes se aplacan por personas viles. ¡Quítalos de en medio de tu religión por la purificación cristiana, como quitaste de en medio de tu honor a los histriones por certificación del censor!

No tienen estos demonios el poder que se les atribuye sobre los bienes corporales, objeto exclusivo del placer de los malvados; ni sobre los males corporales, objeto exclusivo de rechazo para ellos. Es más, aunque lo tuvieran, sería preferible despreciar tales bienes o males antes que darles culto por su causa y, como resultado, vernos en la imposibilidad de conseguirlos por envidia de los dioses. Pero tampoco en los valores de aquí abajo tienen ellos el poder que los paganos les atribuyen. Ellos insisten en la necesidad de venerarlos para alcanzar estos bienes. Trataremos el tema más adelante. Ahora pongamos fin a este libro.