DEL ALMA Y SU ORIGEN

Traducción: Mateo Lanseros, OSA

LIBRO III

A Vicente Víctor

CAPITULO I

Prólogo: palabras afectuosas a Vicente

1. Quisiera, muy amado hijo Víctor, que te dieras cuenta de que, si yo sintiera por ti algún desprecio, nunca te hubiera escrito, como lo hago ahora. Pero no interpretes mal mi humildad y creas que apruebo tu conducta porque no te he despreciado. No te manifiesto mi afecto para seguirte, sino para corregirte, y, como no desespero de llegar a conseguir tu corrección, no te admires de que no pueda menospreciar al que amo por este motivo. Si ya antes de que pertenecieras a nuestra comunión debí amarte para que vinieras a ella, ¿cuánto mayor no debe ser ahora mi afecto hacia ti para que no recaigas en alguna nueva herejía y seas siempre un verdadero católico, al que no pueda resistir ningún hereje?

A juzgar por las dotes de ingenio que Dios te concedió, serás realmente un sabio si no creyeres que lo eres, si para conseguirlo se lo pides piadosamente, con humildad y con perseverancia, a aquel que da la sabiduría y, finalmente, si prefirieras no ser engañado o seducido por el error a ser colmado de honras y elogios por los que se han apartado de la verdad.

CAPITULO II

Su conversión al catolicismo no debe ser a medias

2. Lo primero que atrajo o cautivó mi solicitud por ti fue tu nombre puesto en el título de tus libros. Pregunté a los que estaban présenles y te conocían quién era Vicente Víctor, y me respondieron que habías sido donatista o más bien rogatista y que después habías entrado en la Iglesia católica. Y, alegrándome, como acostumbramos, cuando viene a nosotros alguno libre del error, mi gozo fue mayor todavía al ver que tu talento, que tanto me atraía y deleitaba en tus escritos, no había permanecido al servicio de los enemigos de la verdad.

Pero al mismo tiempo se me refirió algo que disminuyó mi primera alegría. Y fue que llevas el sobrenombre de Vicente en honor del sucesor de Rogato, que así se llamó, y al que consideras aún y estimas como grande y santo varón. Y no faltaron quienes añadieron que te habías gloriado de que se te había aparecido en no sé qué visión y que te animó a componer estos libros, sobre los cuales me he propuesto discutir contigo, y que é1 mismo te había dictado todo lo referente a las cuestiones y a los argumentos.

Si esto es verdad, no me admiro de que hayas enseñado tal doctrina; mas, si pacientemente prestas atención a mi respuesta y reflexionas y estudias dichos libros desde el punto de vista católico, sin duda que te arrepentirás de haberlos escrito. En efecto, aquel que se transfigura en ángel de luz1, como dice el Apóstol, se transfiguró ante ti y tomó la forma del que tú creíste ángel de luz. Es más fácil engañar a los católicos presentándose bajo la forma de ángel de luz que con la forma de hereje; pero no quisiera que te engañara ya, siendo católico. Que él sufra porque has creído en la verdad, y sufra en la misma proporción en que se hubiera alegrado si hubiera logrado persuadirte de la falsedad.

Y para que no ames a un hombre muerto, cuyo recuerdo y afecto pueden serte perjudiciales y a él no le son beneficiosos, te aconsejo que reflexiones atentamente en que no es santo y justo; y si tú crees en su santidad y en su justicia, entonces tú mismo te has acarreado la muerte al entrar en la comunión de los católicos. Tu profesión de católico es fingida si sigues siendo interiormente lo que era aquel a quien amas y veneras. Conoces bien la dureza de estas palabras: El Espíritu Santo de la disciplina huye del engaño2. Pero si tu adhesión al catolicismo no es una ficción, ¿por qué amas a un hereje muerto hasta el punto de gloriarte de llevar su nombre, cuando ya has abandonado sus errores?

No me agrada que lleves ese sobrenombre, como si fueras una especie de monumento en memoria del hereje muerto. No me agrada que tu libro tenga ese título, que rechazaríamos como falso si lo leyéramos escrito sobre su sepulcro. Sabemos que Vicente no fue vencedor, sino vencido. Y ¡ojalá hubiera sido vencido tan fructuosamente como tú lo has sido por la verdad! Has obrado con astucia y sagacidad al titular con el nombre de Vicente Víctor los libros que crees haber escrito dictándotelos él durante su aparición, pues no tanto deseabas llamarte tú Vicente como darle a él el sobrenombre de Víctor, indicando que había vencido al error al revelarte a ti lo que habías de escribir.

¡Oh hijo!, ¿cómo te has conducido así? Procura ser verdadero católico y no fingido, para que no huya de ti el Espíritu Santo. Nada podrá ayudarte Vicente, en cuya forma se transfiguró el espíritu maligno para engañarte y seducirte. Suyas son, de hecho, las doctrinas que con fraude te persuadió a que las aceptaras. Si, cediendo a las advertencias que se te hacen, corriges con humildad y total entrega a la paz católica esas opiniones, tus errores serán juzgados como faltas o caídas de un joven amantísimo del estudio que anhelaba enmendarse más que permanecer en tales errores. Pero si—lo que Dios no permita—te amaestró en la defensa obstinada de los mismos, entonces será preciso que, en virtud de la vigilancia y solicitud pastoral y medicinal, sean condenados semejantes aserciones y su autor, antes de que pase el contagio al pueblo incauto, lo que sucederá inevitablemente si no se pone en práctica el saludable rigor de la disciplina por una complacencia que de verdadero amor tiene sólo el nombre.

CAPITULO III

Comienza la refutación de sus errores: El alma y el hálito de Dios

3. Si te interesa saber cuáles son esos errores, puedes leerlos anotados en los libros que dirigí a nuestros hermanos el monje Renato y el presbítero Pedro, para el cual compusiste tú la obra de que tratamos ahora, «obedeciendo a su petición», según dices. Si lo deseas, ellos indudablemente te los darán y aun te los ofrecerán sin pedírselos. Sin embargo, no puedo silenciar aquí lo que debo corregir en tus libros y en tus creencias.

Y lo primero es que admites v enseñas que «Dios ha creado el alma sacándola no de la nada, sino de sí mismo». No piensas que la consecuencia lógica es que el alma sería de la naturaleza de Dios, lo que tú mismo consideras como sumamente impío y absurdo. Para verte libre de tanta impiedad es necesario que confieses que Dios crea el alma, pero no de sí mismo; pues lo que es de Dios, es de su misma naturaleza, como lo es su Hijo unigénito. Para que el alma no sea de la misma naturaleza que Dios, es preciso que haya sido creada por él y no de él. Demuestra, por consiguiente, de qué la sacó o confiesa que la hizo de la nada.

¿Qué pretendes decir cuando afirmas que «es una partícula del hálito de la naturaleza de Dios?» ¿Niegas, quizá, que este hálito de la naturaleza de Dios, del cual es el alma una partícula, sea de la misma naturaleza que Dios? Si lo niegas, la consecuencia es que Dios creó de la nada el hálito, del cual, según tu opinión, el alma es una partícula. Y si no lo sacó de la nada, pruébanos de qué lo hizo. Si lo sacó de sí mismo, síguese que él fue la materia de su propia obra, lo cual implica un gran absurdo. Pero dices: «Al sacar de sí mismo este hálito o soplo, Dios permanece íntegro», como si el fuego de una lámpara no quedara íntegro cuando de él se enciende otra, y, sin embargo, el segundo es de la misma, no de distinta naturaleza que el primero.

CAPITULO IV

No se puede aplicar a Dios nuestra manera de respirar

4. Continúas arguyendo: «Cuando inflamos un odre, no hacemos penetrar en él una parte de nuestra naturaleza o de nuestra substancia; pues el aire, con que se llena y ensancha el odre, sale de nosotros sin que suframos disminución alguna». Todavía añades algo a estas palabras y te detienes e insistes en esa comparación, que consideras necesaria para que entendamos cómo, sin detrimento alguno de nuestra naturaleza, pudo Dios formar de sí mismo el alma y cómo esta alma es distinta de Dios, aunque haya sido hecha de él. Dices, en efecto: «¿Acaso el aire que llena el odre es una porción de nuestra alma, o formamos hombres cuando inflamos odres, o sufrimos algún menoscabo de nuestra sustancia cuando arrojamos el aliento en diversa dirección? Ningún detrimento sufrimos al exhalar el aliento y ningún daño experimentamos después de haber inflado el odre, quedando en nosotros el aliento con toda su cualidad y en toda su integridad».

Fíjate cuánto te engañas con esta comparación, que te parece tan elegante y tan apropiada. Tú sostienes que Dios, esencialmente incorpóreo, inspira un alma corpórea, que no la saca de la nada, sino de sí mismo, y reconoces o admites que el aliento que nosotros exhalamos, no obstante ser corporal, es más sutil que nuestro cuerpo y que no lo sacamos de nuestra alma, sino que lo recibimos del aire exterior por mediodelos pulmones. Pero es el alma la que mueve los pulmones los demás miembros del cuerpo y se sirve de aquéllos coma de fuelles para aspirar y espirar el aire ambiente. Dios, en efecto, además de los alimentos sólidos y líquidos que constituyen la comida y la bebida, nos dio este tercer alimento, el aire, y nos es tan necesario que podemos pasar por algún tiempo sin comida y sin bebida, pero no podemos vivir ni un solo instante sin aspirar y espirar el aire que nos rodea. Y así como la comida y la bebida encuentran en el cuerpo aberturas especiales para entrar y salir, con el fin de evitar que dañen no entrando o no saliendo, así también este tercer alimento que respiramos tiene vías peculiares de entrada y de salida —la boca y la nariz— para que no se corrompa, como se corrompería si se detuviera dentro del cuerpo.

5. Experimenta en ti mismo la verdad de lo que acabo de decirte. Expele el aire soplando, y verás cuánto tiempo resistes si no aspiras de nuevo. Respira hacia adentro, y verás cuántas angustias sufres si no lo expeles.

Apliquemos esto al ejemplo que has puesto. Cuando inflamos un odre, hacemos lo mismo que hacemos para poder vivir, únicamente con la particularidad de que entonces aspiramos y expelemos mayor cantidad de aire para coartar su expansión y llenar el odre no con el sosiego de la aspiración y espiración, sino con el ímpetu de la respiración dificultosa. ¿Cómo, pues, dices: «Ningún detrimento sufrimos al exhalar el aliento, y ningún daño experimentamos después de haber inflado el odre, quedando en nosotros el aliento con toda su cualidad y en toda su integridad?» Esto demuestra, hijo, que, si alguna vez has inflado un odre, no te diste cuenta de lo que hiciste. No advertiste que se recibe en seguida lo que se pierde al soplar.

En este punto no te recomiendo ningún maestro, sino que hagas la experiencia en ti mismo. Sopla en un odre cuanto te sea posible, e inmediatamente cierra la boca y comprime las fosas nasales, y así probarás que es verdad lo que digo. Pues cuando comenzares a padecer angustias intolerables, ¿qué es lo que desearás recibir abriendo la boca y las fosas nasales, si no perdiste nada al soplar? Mira en qué tortura te hallarías si con la respiración no recuperas lo que habías espirado. Mira qué daño y qué detrimento te hubiera ocasionado aquella espiración si la respiración no hubiera aportado el remedio. Si lo que gastaste para inflar el odre no hubiera vuelto a ti de la misma manera, ¿te hubiera sido posible no sólo inflar el odre, sino conservar la vida?

6. Estas son las reflexiones que, al escribir, debiste hacer, en vez de utilizar la comparación de los odres para probarnos que Dios saca las almas de otra sustancia ya existente, como nosotros tomamos nuestro aliento del aire que nos circunda, o también—lo que es más absurdo e impío—que Dios, sin detrimento de su naturaleza, saca de esta misma naturaleza algo que es mudable, o—lo que es todavía peor—que él es la materia de su propia obra.

Por consiguiente, para encontrar algún rasgo de semejanza entre nuestro soplo y el de Dios, hay que razonar más o menos así: nosotros, porque no somos omnipotentes, no sacamos de nuestra naturaleza el hálito, sino de aire ambiente que atraemos y expelemos, que aspiramos y espiramos; pero no lo hacemos ser viviente y sensible, a pesar de que nosotros vivimos y sentimos. Del mismo modo, Dios no saca de su naturaleza el soplo que constituye nuestra alma, sino que él, siendo omnipotente, puede crear lo que quiere y sacar de lo que absolutamente no es, o sea de la nada, un soplo vivientey sensible, que será mudable aun cuando Dios es inmutable.

CAPITULO V

No hay paralelo entre el soplo vivificante de Eliseo y el hálito de Dios

7. ¿Qué has pretendido indicar, al añadir a tu comparación el ejemplo del profeta Eliseo, que resucitó un muerto, alentándole en el rostro?3 ¿Es que piensas que el soplo de Eliseo se convirtió en el alma del niño? Nunca hubiera imaginado en ti tal aberración. Si el niño murió al faltarle el alma y resucitó cuando le fue devuelta, ¿a qué viene el decir que «Eliseo no sufrió ninguna disminución», como si alguna vez se hubiera creído que, para hacer revivir al niño, le había infundido o traspasado algo de su sustancia? Si únicamente lo dijiste para insinuar o hacer ver que Eliseo sopló y conservó su integridad material, ¿por qué has de aplicar al caso de la resurrección de un muerto verificada por el profeta lo que podrías decir de cualquiera que respira, aunque no resucite muertos?

Te expresaste, pues, imprudentemente, ya que no puede pensarse de ti que creas que el soplo de Eliseo llegó a ser el alma del niño resucitado, sosteniendo que entre el acto primitivo de Dios y el del profeta media la única diferencia de que Dios sopló una sola vez, mientras que Eliseo lo hizo tres veces. Tus palabras son éstas: «Eliseo alentó en el rostro del hijo de la Sunamitis a semejanza de Dios cuando sopló sobre el primer hombre. Y al recobrar los miembros muertos el vigor anterior por medio del hálito del profeta, que era instrumento de la potencia divina, Eliseo no sufrió ninguna disminución en su naturaleza, aunque de él salió el soplo por el cual el cuerpo inerte recibió de nuevo el alma y el espíritu. La sola diferencia es que el Señor sopló una sola vez en el rostro del hombre y éste vivió, mientras que Eliseo alentó tres veces en el rostro del muerto y éste revivió».

El sentido recto de tus palabras es que la única diferencia que hay entre el acto de Dios y el del profeta es el número de veces que fue emitido el soplo. Y éste es un error que debes corregir. Grande es la diferencia entre el acto de Dios el de Eliseo; pues Dios inspiró el aliento de vida por el cual el hombre quedó constituido en alma viviente, y Eliseo emitió un soplo que no era sensible ni viviente, sino tan sólo figurativo de algo superior. Finalmente, es cierto que fue el profeta por quien revivió el niño; pero lo hizo no dándole la vida, sino, por el amor que le tenía, suplicando al Señor que se la devolviera. En cuanto al triple soplo que atribuyes a Eliseo, o te ha engañado la memoria, como suele acontecer, o te ha engañado la errata de algún códice.

Mas ¿a qué insistir? Para corroborar tu tesis no debes buscar ni ejemplos ni argumentos, sino enmendar y cambiar de opinión. Si quieres ser católico, no creas en adelante, no afirmes, no enseñes que «Dios no sacó el alma de la nada, sino que la hizo de su propia naturaleza».

CAPITULO VI

La creación de las almas no será indefinida

8. Si quieres ser católico, no creas en adelante, no afirmes, no enseñes que «por tiempo indefinido y sin ninguna interrupción Dios da siempre las almas, como existe siempre el que las da». Vendrá un tiempo en el que Dios no creará ya almas, sin que él cese de existir. Ciertamente que tus palabras: «Dios siempre da», podían ser interpretadas en el sentido de que Dios no cesará de crear almas mientras los hombres engendren y sean engendrados4, del mismo modo que es interpretado lo que de algunos escribió el Apóstol: Siempre están aprendiendo, sin lograr jamás llegar al conocimiento de la verdad5. Pues es evidente que el término siempre no significa aquí que ellos no cesan nunca de adquirir nuevos conocimientos, ya que no aprenden más cuando han dejado de vivir y han comenzado a sufrir los horrores del suplicio eterno del infierno; pero tú hiciste imposible esa interpretación al especificar que las palabras «siempre da» debían ser referidas a tiempo indefinido. Y todavía te pareció poco, y como si te preguntaran que explicaras con mayor claridad el alcance de estas palabras «siempre da», llegaste a decir: «como existe siempre el que da las almas».

Afirmar esto es un error condenado por la fe católica. Lejos, en efecto, de nosotros creer que Dios da siempre las almas, como existe siempre El. Dios existe siempre en el sentido de que jamás dejará de existir; pero no siempre creará y dará almas, sino que cesará de darlas cuando, acabado el presente siglo, deje de multiplicarse el género humano y no nazcan quienes hubieran de recibirlas.

CAPITULO VII

Es herético atribuir al alma deméritos antes de nacer

9. Si quieres ser católico, no creas en adelante, ni afirmes, ni enseñes que «el alma perdió algún mérito por su unión con el cuerpo, como si hubiera ella tenido algún mérito bueno antes de esa unión». El Apóstol dice que los que no han nacido no han hecho ni bien ni mal alguno6. ¿Cómo, pues, pudo adquirir el alma méritos buenos antes de la pretendida unión, sin haber hecho ningún bien? ¿Te atreverás, quizá, a sostener que, antes de unirse al cuerpo, el alma había vivido bien, no siéndote posible ni aun probar su preexistencia? ¿Cómo, pues, has podido escribir: «No quieres que el alma reciba la salud por el cuerpo pecador, por el que recibe a su vez la santificación, de tal manera que recobra su primitivo estado por el mismo medio que había ocasionado su ruina?» Estas aserciones, con las que has intentado defender que el alma, antes de su unión con el cuerpo, había vivido en un estado perfecto y había adquirido méritos buenos, han sido condenadas por la Iglesia católica —si acaso lo ignorabas— en herejes antiguos y más recientemente en los priscilianistas.

10. Si quieres ser católico, no creas, ni afirmes, ni enseñes que «el alma recupera su primer estado mediante el cuerpo, de manera que renazca por el medio a causa del cual había merecido ser mancillada». Aun prescindiendo de que con esta otra proposición tuya: «No es sin razón que el alma recupere por el cuerpo la antigua condición que por poco tiempo había perdido, de manera que comience a renacer por la carne, ya que por ella había merecido ser mancillada», tan pronto te hayas contradicho a ti mismo, puesto que, después de haber sostenido que el alma recobra el estado primitivo, mediante la unión con el cuerpo, por el cual había perdido mérito, que necesariamente tenía que ser bueno, y lo recobra, unida ya al cuerpo, al recibir el bautismo, insistes de nuevo en que esta alma mereció ser mancillada por la carne, debiendo entenderse que le acaeció esto por algún mérito malo o falta anterior; aun prescindiendo de tal contradicción, declaro que no es católico creer que el alma, antes de unirse al cuerpo, haya contraído algún mérito, bueno o malo.

CAPITULO VIII

No es católico defender la remisión del pecado original
en los niños muertos sin el bautismo

11. Si quieres ser católico, no creas, ni afirmes, ni enseñes que «el alma mereció llegar a ser pecadora antes de cometer un pecado». Gran demérito es, en efecto, merecer llegar a ser pecadora. Pero no pudo contraer este mérito malo antes de todo pecado, principalmente antes de unirse al cuerpo; pues en aquel estado no le era posible merecer ni el bien ni el mal. ¿Cómo te atreves, por tanto, a decir: «Aunque el alma, que no había podido pecar antes de su unión con el cuerpo, mereció llegar a ser pecadora, sin embargo, no permaneció en el pecado, porque, prefigurada en Jesucristo, no debió continuar en ese estado, del mismo modo que por sí misma no pudo cometerlo»?

Reflexiona atentamente en lo que dices y deja de hacer tales afirmaciones. ¿Cómo mereció ser pecadora, no pudiendo serlo? ¿Cómo—te pregunto—mereció ser pecadora la que no había vivido mal? ¿Cómo se hizo pecadora—te pregunto de nuevo—, si no podía serlo? Tú responderás que el alma no podía ser pecadora si no mediaba su unión con el cuerpo. Pero entonces, ¿cómo mereció ser pecadora, por lo cual fuera condenada a habitar en el cuerpo, ya que, antes de su unión con él, no pudo ser pecadora ni, por consiguiente, merecer algún mal?

CAPITULO IX

12. Si quieres ser católico, no creas, ni afirmes, ni enseñes que «los niños que mueren antes de haber recibido el bautismo pueden obtener la remisión del pecado original». Los ejemplos que tú aduces, el del ladrón que confesó en la cruz la divinidad del Señor7 y el del hermano de Santa Perpetua, Dinócrates, te engañan y no favorecen en nada tu opinión errónea.

Respecto del buen ladrón, no sabes si fue bautizado, aparte de que pudo ser colocado por el juicio divino entre los que son purificados por la confesión del martirio; pues aun no dando valor a una piadosa creencia según la cual el agua que salió con la sangre del costado del Señor pudo rociar al ladrón clavado al lado de la cruz del Redentor y ser regenerado con este santísimo bautismo, ¿no es posible que hubiera sido bautizado en la cárcel, como sucedió más tarde cuando en tiempo de persecución pidieron algunos a escondidas ser bautizados? ¿Y si había sido bautizado ya antes de ser detenido? No porque hubiera recibido de Dios el perdón de sus pecados quedaba exento de someterse al rigor de las leyes públicas en cuanto a la muerte corporal. ¿Y si, finalmente, había recibido ya el bautismo cuando cometió el delito de latrocinio, y entonces, arrepentido, recibió el perdón de los crímenes que había perpetrado estando ya bautizado? Así comprenderemos la fe tan firme que el Señor vio en su corazón y que nosotros descubrimos en sus palabras. Si mantenemos el criterio de que todos aquellos de quienes no consta en las Sagradas Escrituras que hubieran recibido el bautismo murieron sin recibirlo, calumniaríamos a los mismos apóstoles, de los cuales no sabemos —excepto de San Pablo8— cuándo fueron bautizados. Y si podemos deducirlo de las palabras del Señor a San Pedro: El que acaba de lavarse no necesita lavarse más que los pies9, ¿qué diremos de Bernabé, de Timoteo, de Tito, de Sila, de Filemón, de los mismos evangelistas San Marcos y San Lucas y de una multitud innumerable de otros de cuyo bautismo no debemos dudar, aun cuando sobre él no haya sido escrito nada?

En cuanto a Dinócrates, era éste un niño de siete años, y los niños que reciben a esa edad el bautismo, recitan el símbolo de la fe y responden por sí mismos a las preguntas que se les hacen. ¿Por qué, pues, no te ha parecido posible que, después de haber sido bautizado, lo pervirtiera su padre y volviera a practicar los sacrilegios de los paganos, y mereciera por esta causa los castigos de los que le libraron las oraciones de su hermana? Además, ¿no has leído que nunca fue cristiano o que murió siendo catecúmeno? Si bien no se lee esto en el canon de las Sagradas Escrituras, cuyos testimonios son los verídicos en cuestiones de esta índole.

CAPITULO X

Falsa interpretación de la presciencia divina

13. Si quieres ser católico, no creas, ni afirmes, ni enseñes que «los que el Señor predestinó al bautismo, pueden ser substraídos a esta predestinación y morir antes de que el Omnipotente cumpliera en ellos sus designios». Ignoro, ciertamente, qué clase de poder es capaz de oponerse a la potencia divina e impedir que en determinadas circunstancias realizara lo que ella había previsto. No es necesario examinar la magnitud de impiedad en que se halla sumido el defensor de este error; pues basta una breve advertencia o admonición, ya que se trata de un hombre prudente y dispuesto a corregirse. He aquí tus propias palabras: «Me refiero a aquellos niños que, predestinados al bautismo, mueren prematuramente antes de ser regenerados en Jesucristo». Por tanto, hay niños predestinados al bautismo y que son sacados de esta vida antes de que lo reciban. Y en ese caso, ¿los predestinaría Dios, previendo que habían de recibir el bautismo, o no previó que no lo recibirían, de suerte que o fallaría esta predestinación o se engañaría su presciencia? Comprenderás ahora cuánto podría hablar sobre este punto, si no fuera porque quiero cumplir la promesa que te hice de ser breve.

Nada prueba sobre el tema el «rapto prematuro» de esta vida en los justos

14. Si quieres ser católico, no creas, ni afirmes, ni enseñes que «acerca de los niños que mueren prematuramente antes de ser regenerados en Jesucristo, leemos lo siguiente: Fue arrebatado para que la malicia no pervirtiese su inteligencia y el engaño no extraviase su alma. Su alma era grata al Señor; por esto se dio prisa a sacarlo de en medio de la maldad. Llegado en poco tiempo a la perfección, vivió una larga vida10». El recto sentido de estas expresiones no se refiere de ningún modo a los niños muertos sin el bautismo, sino más bien a los que, después de haber sido bautizados y haber vivido piadosamente, se les acortan los días de su vida y mueren llenos no de años, sino de sabiduría y gracia.

Suponer que esto se aplica a los niños que mueren sin el bautismo, es un error horriblemente injurioso al santo bautismo, porque el niño que podía morir bautizado es sacado con antelación de esta vida precisamente por temor a que la malicia pervirtiera su entendimiento o el dolo engañara su alma, como si, al recibir el bautismo, le sobrevinieran la malicia y el dolo si no era llevado de este mundo con una muerte prematura.

Además, como su alma era agradable a Dios, el Señor se apresuró a sacarlo de en medio de la iniquidad con tanta diligencia que no tuvo tiempo para cumplir lo que sobre él había predeterminado, prefiriendo, en consecuencia, obrar aceleradamente contra sus decretos antes que ver perecer en el bautismo lo que le agradaba en ese niño no bautizado, como si dicho niño moribundo fuera a perecer con lo que a toda prisa debiera administrársele para que no pereciera.

¿Quién, pues, creería, diría, escribiría y leería en público que estas palabras, contenidas en el libro de la Sabiduría, se aplican a los niños que mueren sin el bautismo, si atentamente las meditara o reflexionara sobre ellas?

CAPITULO XI

No hay distinción entre el cielo y algunas moradas de la casa del Padre
para los no bautizados

15. Si quieres ser católico, no creas, ni afirmes, ni enseñes que «hay fuera del reino de Dios otras moradas que el Señor coloca en la casa de su Padre». No dijo el Salvador como tú has escrito:«Hay muchas moradas en mi Padre». Y aun si así se hubiera expresado, se entendería que esas moradas se encontraban en la casa de su Padre. Pero dijo abiertamente: Hay muchas moradas en casa de mi Padre11. ¿Quién, pues, se atreverá a separar del reino de Dios algunas habitaciones de la casa del Padre, de manera que, cuando los reyes de la tierra reinan no solamente en su palacio, no solamente en su patria, sino en regiones lejanas y más allá de los mares, el rey que creó el cielo y la tierra12 no pueda reinar en toda la amplitud de su casa?

16. Pero quizá respondas que todo pertenece al reino de Dios, porque él reina en los cielos, reina en la tierra, reina en los abismos13, en el paraíso, en el infierno. ¿Dónde no reinará, siendo inmenso su poder? Mas uno es el reino de los cielos, cuyo ingreso es sólo posible, según la sentencia verídica e inmutable del Señor, a los que han sido purificados con las aguas regeneradoras del bautismo14, y otro es el reino de la tierra o de otra parte del universo, en donde puede haber algunas mansiones de la casa de Dios, que, si bien pertenecen al reino de Dios, no pertenecen, sin embargo, al reino de los cielos, que es por excelencia el reino de Dios. Y se realiza esto de tal modo, que algunas partes o moradas de la casa de Dios no son impíamente separadas del reino de Dios, pero tampoco están comprendidas en el reino de los cielos, y en ellas pueden habitar felizmente aquellos a quienes Dios quiere dárselas y que murieron sin el bautismo, encontrándose así en el reino de Dios, aunque no puedan entrar en el reino de los cielos, porque no habían sido bautizados.

17. Si a los que dan esta interpretación les parece haber dicho algo importante, es porque no leen atentamente las Sagradas Escrituras ni entienden el sentido de la palabra «reino de Dios», cuando oramos diciendo: Venga a nosotros tu reino15, puesto que aquí se trata del reino de Dios, en el que todas las almas fieles reinarán con él feliz y eternamente. En cuanto al poder con que Dios gobierna todas las cosas, es cierto que reina también ahora. Entonces ¿qué es lo que pedimos cuando rogamos que llegue su reinado, sino que merezcamos nosotros reinar con él? Bajo su poder estarán los réprobos, que sufrirán en el infierno las penas del fuego eterno. ¿Diremos que también éstos, por el hecho de hallarse sometidos a su poder, estarán en el reino de Dios? Una cosa es disfrutar de las honras y de los beneficios del reino de Dios y otra es estar bajo el imperio de sus leyes.

Para convencerte de que el reino de Dios no debe ser dado a los bautizados y señalar al mismo tiempo y caprichosamente otras partes de ese reino a los que mueren sin el bautismo, fíjate cómo se expresa el Señor. No dice:«Quien no renaciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos», sino que dijo: No puede entrar en el reino de Dios16. Estas son las palabras precisas que dirigió a Nicodemo: En verdad, en verdad te digo que el que no naciere de nuevo, no puede entrar en el reino de Dios17. No dijo «reino de los cielos», sino reino de Dios. Y habiéndole respondido Nicodemo: ¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar de nuevo en el seno de su madre y nacer?18, el Salvador repitió la misma sentencia precisándola más: En verdad, en verdad te digo que quien no renaciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Tampoco aquí dijo «reino de los cielos», sino reino de Dios. A continuación explicó qué significaban las palabras Quien no naciere de nuevo, diciendo: Quien no renaciere del agua y del Espíritu. Y aquellas otras: no puede ver, las expuso concretándolas de este modo: no puede entrar, dándose la particularidad de que las dos veces repite invariablemente reino de Dios.

No es necesario investigar y discutir ahora si se diferencian en algo el reino de Dios y el reino de los cielos o son una misma cosa designada con diversos nombres. Basta saber que no puede entrar en el reino de Dios el que no fuere purificado con las aguas regeneradoras del bautismo19. Supongo que habrás comprendido lo absurdo que es separar del reino de Dios algunas moradas preparadas en la casa de Dios. Y, puesto que llegaste a pensar que en algunas de las muchas moradas que el Señor dijo que había en la casa de su Padre habían de ser colocados los que murieren sin renacer en el agua y el Espíritu, si me lo permites, te aconsejo y te invito a que no tardes en corregir este error y mantener así la fe católica.

CAPITULO XII

No aprovechan los sacrificios ofrecidos por los no bautizados

18. Si quieres ser católico, no creas, ni afirmes, ni enseñes que «el sacrificio de los cristianos debe ser ofrecido por los que han muerto sin haber recibido el bautismo». Citaste, para corroborar tu doctrina, el sacrificio de los judíos, de que se habla en el libro de los Macabeos; mas no pruebas que fuera ofrecido por los que murieron sin haber sido circuncidados20. Y al formular tu doctrina, que es nueva y contra la autoridad y disciplina de toda la Iglesia, te has atrevido a usar una terminología inusitada y temeraria, al decir: «Juzgo que los santos sacerdotes deben ofrecer continuamente por estos niños oblaciones y sacrificios», como si no supieras que tú, por ser laico, debieras someterle a las enseñanzas de los sacerdotes de Dios, sin mezclarte directamente en sus investigaciones y, sobre todo, no anteponiéndote a ellos como censor y juez.

Abandona, hijo, esas pretensiones. No es ése el camino que nos enseñó Jesucristo, que era humilde21: nadie con tal orgullo puede entrar por la puerta estrecha22.

CAPITULO XIII

Nueva herejía al pretender un paraíso temporal
para los muertos sin el bautismo

19. Si quieres ser católico, no creas, ni afirmes, ni enseñes que «algunos que mueren sin haber sido bautizados no van directamente al reino de los cielos, sino al paraíso, y que después de la resurrección entrarán también en el reino de los cielos». Jamás se atrevieron a defender esto los mismos herejes pelagianos, a pesar de su opinión de que el pecado original no se transmite a los niños. Y tú, aunque como católico admites que contraen el pecado, sostienes, en virtud de no sé qué opinión tan nueva como perversa, que aun sin el bautismo regenerador pueden estos niños ser purificados del pecado original y entrar en el reino de los cielos.

No reflexionas cuán inferior eres a Pelagio en este punto; pues él, lleno de temor por la sentencia del Salvador, según la cual a los no bautizados no se les permite la entrada en el reino de los cielos, no obstante que los crea exentos de todo pecado, no se atreve a colocar en dicho reino a tales niños. Tú, por el contrario, de tal manera desprecias el valor de estas palabras: Quien no renaciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios23, que, sin hablar del error por el que separas del reino de Dios el paraíso, no dudas prometer la remisión del reato y el reino de los cielos a ciertos niños en los que, como católico, reconoces y admites la existencia del pecado original y que supones que mueren sin el bautismo, como si pudieras ser verdadero católico afirmando contra Pelagio la existencia del pecado original, mientras que, como un nuevo hereje, tratas de desvirtuar y aun refutar la palabra del Señor sobre la necesidad absoluta del bautismo.

No quisiéramos, amado hijo, que seas vencedor de herejes con la victoria de un error sobre otro error y—lo que es peor—con la victoria de un error mayor sobre otro menor. Dices: «Si alguno me reprocha haber colocado temporalmente en el paraíso el alma del buen ladrón y la de Dinócrates, le respondo que todavía les resta el premio del reino de los cielos para el día de la resurrección, aunque aparentemente se oponga esta máxima fundamental: Quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo no entrará en el reino de los cielos. Mantenga, sin embargo, en esta cuestión mi criterio, con tal que sea para ensanchar los efectos y los atractivos de la misericordia y de la presciencia divinas».

Hemos copiado literalmente tus propias palabras, con las cuales apruebas la opinión de los que sostienen que algunos no bautizados son recibidos temporalmente en el paraíso, de tal manera que, después de la resurrección, recibirán el premio del reino de los cielos, a pesar de la máxima fundamental, por la cual está establecido que el que no renaciere del agua y del Espíritu no entrará en aquel reino. Temiendo Pelagio contradecir la palabra del Señor y no obstante que no creía que se transmitiera a los niños el pecado original, enseñó que no serían admitidos en el reino de los cielos los que murieran sin el bautismo. Tú los declaras culpables del pecado original y, sin embargo, los absuelves sin necesidad de la regeneración bautismal, y los colocas en el paraíso, y les prometes para más tarde la entrada en el reino de los cielos.

CAPITULO XIV

Conclusión del libro: A) Exhortación a ser consecuente
con sus afirmaciones en contra de la obstinación

20. En cuanto a estos errores y otros semejantes que acaso podrías hallar en tus libros, leyéndolos con mayor atención y detenimiento, corrígelos sin dilación, si eres sinceramente católico, esto es, si verdaderamente manifestaste tu pensamiento al decir que «no te hacías la ilusión de poder probar lo que habías afirmado; procurarías no sostener siempre tu propia opinión, si averiguabas que no era probable, y, desechando tu propio juicio, seguirías de corazón lo que te pareciera mejor y más verdadero». Muestra ahora, carísimo, que no te expresaste dolosamente, para que se regocije la Iglesia católica no sólo de tu talento, sino también de tu prudencia y modestia, y no se encienda más la insensatez herética a causa de la pertinacia contenciosa. Esta es la ocasión para que demuestres con qué sinceridad de corazón dijiste lo que añadiste a continuación de las hermosas palabras que he transcrito: «Pues así como es prueba de sabiduría y de laudable prudencia abrazar sin dificultad el partido de la verdad, así también es indicio de criterio defectuoso y obstinado rehusar seguir prontamente el camino de la razón». Da pruebas de tu buena resolución y de tu laudable prudencia y acepta sin dificultad doctrinas más verdaderas; no seas de criterio tan malvado y obstinado que rehúses y te niegues a inclinarte inmediatamente del lado de la razón. Si dijiste estas cosas con sinceridad, si manifestaste con tus labios lo que interiormente sentías en el corazón, aborrecerás todo retraso en la obra hermosa de tu conversión.

Te pareció poco decir que «era indicio de criterio defectuoso y obstinado rehusar seguir prontamente el camino de la razón» y añadiste «inmediatamente», para hacer ostensible de esta manera cuán execrable es el que nunca se decide a poner en práctica tan buena acción, ya que te parece que el que se contenta con interponer retrasos debe ser censurado con tanta severidad que justamente es llamado hombre de criterio pervertido y obstinado.

Escúchate, pues, a ti mismo y, sobre todo, aprovecha los frutos de tu propio lenguaje, para que así te inclines, convencido por la fuerza de la mente, hacia el camino de la razón con mayor prontitud con que te apartaste de él obrando imprudentemente y con poca reflexión.

21. Sería una tarea excesivamente larga anotar y discutir uno a uno los errores que deseo corregir y ver desaparecer de tus obras, o, al menos, darte brevemente cuenta de todo lo que debe ser corregido.

Sin embargo, no te desprecies a ti mismo y pienses que tu talento y lenguaje merecen poca estima. Me he convencido de que tu memoria recuerda gran número de pasajes de la Sagrada Escritura; pero también he de confesar que tu erudición es menor de lo que correspondía a tu talento y a la intensidad de tu trabajo. Y así no quiero ensalzarte con mis elogios más de lo justo, ni tampoco rebajarte, despreciándote o desconfiando de ti. ¡Ojalá pudiera leer tus obras hallándome a tu lado e indicarte de palabra, mejor que por escrito, los errores que debes corregir! Terminaríamos más fácilmente este asunto con una conversación que con cartas; pues si hubiéramos de escribir todas las necesarias, serían precisos muchos volúmenes. No obstante, he señalado numéricamente los errores principales, y te advierto con insistencia que los corrijas sin dilación y los excluyas totalmente de tu creencia y de tu enseñanza, para que esa facilidad en la discusión que Dios te concedió la uses no para destruir, sino para sostener la verdadera y saludable doctrina.

CAPITULO XV

B) Resumen de los once errores principales de Vicente
y exhortación a su corrección

22. Ya he indicado los errores principales, sobre los cuales he discutido en cuanto me ha sido posible; pero los enumeraré de nuevo, repitiéndolos brevemente, según los formulaste tú: 1) Que «Dios hizo el alma no de la nada, sino de sí mismo»; 2) que «por tiempo indefinido y sin ninguna interrupción Dios da siempre las almas, como existe siempre el que las da»; 3) que «el alma perdió por su unión con el cuerpo el mérito bueno que tenía antes de esa unión»; 4) que «el alma recupera su primer estado mediante el cuerpo, de numera que renazca por el medio a causa del cual había merecido ser mancillada»; 5) que «el alma mereció llegar a ser pecadora antes de cometer un pecado»; 6) que «los niños que mueren sin haber recibido el bautismo pueden obtener la remisión del pecado original»; 7) que «los predestinados por el Señor al bautismo pueden ser sustraídos a esta predestinación y morir antes de que el Omnipotente cumpla en ellos sus designios»; 8) que «acerca de los niños que mueren prematuramente antes de ser regenerados en Jesucristo leemos lo siguiente: Fue arrebatado para que la malicia no pervirtiera su inteligencia24»; 9) que «hay fuera del reino de Dios otras moradas que el Señor coloca en la casa de su Padre»; 10) que «el sacrificio de los cristianos debe ser ofrecido por los que han muerto sin haber recibido el bautismo»; 11) que «algunos que salen de esta vida sin haber sido bautizados no van directamente al reino de los cielos, sino al paraíso, y que después de la resurrección entrarán también en el reino de los cielos».

23. No vaciles ya ni un momento en extirpar y arrojar de tu espíritu, de tu lenguaje, de tu estilo esos once errores, manifiestamente absurdos y contrarios a la fe católica, si quieres que nos alegremos no sólo de que hayas pasado a los altares católicos, sino de que seas verdaderamente católico; pues, si obstinadamente se defiende cada uno de esos errores, pueden originarse tantas herejías cuantas son las opiniones enumeradas. Por lo cual reflexiona o considera cuán horrendo es encontrarlos todos en un solo hombre, siendo suficiente uno de ellos para condenar a quien lo sostuviera. Mas si tú, en lugar de defenderlos, los rechazas y combates denodadamente de palabra y por escrito, serás más digno de elogio censurándote a ti mismo que si confundieras a otro adversario con argumentos contundentes, y serás también más digno de admiración corrigiendo esos errores que si no hubieras caído nunca en ellos. El Señor ilumine tu mente y su divino Espíritu difunda en el tuyo tanta fuerza de humildad, tanta luz de la verdad, tal dulzura de caridad y tan piadosa paz, que prefieras vencerte a ti mismo en favor de la verdad antes que salir vencedor en la falsedad contra cualquier adversario.

Pero no pienses que, por haber mantenido estas opiniones, te has apartado de la fe católica, aun cuando son contrarias a ella, si delante de Dios, cuya mirada sondea el fondo del corazón, crees haber dicho sinceramente que «no te hacías la ilusión de poder probar lo que habías afirmado, que procurarías no sostener siempre tu propia opinión, si averiguabas que no era probable, y, desechando tu propio juicio, seguirías de corazón lo que te pareciera mejor y más verdadero». Un espíritu semejante, si por ignorancia incurre en opiniones opuestas a la fe católica, sigue siendo católico por hallarse dispuesto y preparado a corregirse.

Sea éste el término del presente libro, para que descanse el lector unos instantes y desde el principio renueve su atención a lo que sigue.