Sant'Agostino — Augustinus Hipponensis
Home
POSIDIO: VIDA DE SAN AGUSTÍN
Home > Vida > Posidio: Vida de San Agustín

VIDA DE SAN AGUSTÍN

Traducción: Victorino Capánaga, OAR

Introducción: Teodoro Calvo Madrid, OAR

Introducción

San Posidio, africano de nacimiento, obispo de Calama o Güelma en la Numidia, norte de África Proconsular, es el primer biógrafo de San Agustín, obispo de Hipona. La importancia de su figura le viene de la convivencia fraterna con San Agustín en Hipona durante más de cuarenta años. Por eso, es el mejor testigo de su vida, que, como «santo hermano y amigo» suyo, puede realizar su más vivo y fiel retrato. Atraído por su personalidad y su fama, Posidio fue uno de los primeros siervos de Dios que abraza la vida común en la fundación de Agustín en Hipona desde el año 391. Desde entonces recogió los recuerdos y secretos de su maestro, hermano y gran amigo. Él perteneció al círculo de los más íntimos formados en su escuela, y, junto con Alipio, es uno de los más destacados por su cultura y santidad. Muy diestro en el manejo de las letras combatió incansablemente por Cristo. En el 397 fue ordenado obispo de Calama, siendo un gran pastor. Heredero del espíritu de su maestro, supo vigilar y pelear por sus fieles y por la verdad. Siempre al lado de Agustín, lo acompañó en las grandes campañas para defender a la Iglesia contra el donatismo, el paganismo, el pelagianismo y el arrianismo. Fundó en su diócesis un monasterio de religiosos para vivir con ellos en vida común y formación continua, lo mismo que Agustín y Alipio en Hipona y Tagaste. Agustín, Alipio y Posidio, los tres siempre unidos, destacaron en las conferencias públicas contra donatistas y pelagianos; intervinieron brillantemente en los concilios de Cartago, e informaron de todo a Roma y a los Padres africanos. Fue perseguido frenéticamente, y varias veces a muerte, por los paganos de Güelma y, sobre todo, por los circunceliones, esbirros terroristas de los donatistas, que cometían toda clase de crímenes y crueldades contra los clérigos de la Iglesia, antes de la llegada de los bárbaros.

Tuvo que hacer varios viajes a la corte imperial, que estaba en Rávena, para defender a los católicos y reprimir a donatistas y paganos.

Sufrió mucho cuando la destrucción de Roma en el 410, acogiendo a los huidos al norte de África, y siendo testigo de las atrocidades y barbarie que desintegraban el Imperio. Cuando la persecución vandálica, que no respetaba nada, llegó a África, Posidio, como otros obispos y sacerdotes, se refugió en Hipona con San Agustín, que acogía a todos. Allí tenía con él frecuentes conversaciones sobre los acontecimientos de cada día con dolor y sufrimiento, pero también con esperanza, adorando en silencio y con oración el tremendo misterio de la divina Providencia, y viendo en todo el cumplimiento de una justa misericordia.

Finalmente, cuando el 28 de agosto del año 430 todos vieron cercana la muerte de su maestro y obispo de Hipona, Posidio estuvo a su cabecera orando con todos por él, y recogiendo emocionado el último suspiro de su padre y maestro, con quien había vivido cuarenta años, aprendiendo de su ciencia y santidad.

Está, por tanto, informadísimo de todo lo que ha vivido, de todo lo que ha visto y de todo lo que ha oído de él. «Y —dice— no puedo ni debo callarlo». Es, pues, el mejor testigo y un biógrafo fidedigno de la vida íntima, de las luchas, de los secretos, actividades y apostolado de San Agustín hasta el final. Heredero además de sus escritos, recoge y trasmite la biblioteca agustiniana con un Catálogo de sus obras para la posteridad. Expulsado de su sede el año 437 por Genserico, rey de los vándalos, Posidio muere hacia el 440.

Pero antes dejó escrita la Vida de San Agustín con cariño y respeto, en un estilo sincero, sencillo, ameno y edificante, siguiendo la costumbre de los biógrafos de entonces, como la Vida de San Antonio por San Atanasio, y de otros, que él conocía. Es, por tanto, uno de los documentos más valiosos que poseemos sobre la vida de Agustín.

Vida de San Agustín escrita por Posidio

Prólogo

Con el favor de Dios, Creador y gobernador de todas las cosas, secundando mi propósito de servir fielmente, con la gracia del Salvador, a la Trinidad divina y todopoderosa, lo mismo antes, cuando estaba en el mundo, que ahora por el cumplimiento de mis deberes pastorales, movido por el deseo de ser útil con mi ingenio y palabra a la causa de la santa y verdadera Iglesia católica de Cristo Señor, de ningún modo he de callar la vida y costumbres del muy excelente sacerdote Agustín, escogido y ma­nifestado en su tiempo, dejando memoria de las cosas que en él vi o recogí de sus labios. Tenemos leído y averiguado que antes de ahora obraron así religiosísimos varones de la Iglesia católica, los cuales, movidos del Espíritu divino, con su palabra y escritos, y con la mira puesta en servir a los deseosos de oír y de saber, transmitieron de palabra o por escrito noticias de esta índole acerca de los grandes y calificados varones que por la gracia de Dios florecieron entre los hombres, perseverando en santa vida hasta la muerte. Por esta causa, yo también, el mínimo entre to­dos los dispensadores de los misterios de Dios, con la fe sincera con que se debe servir al Señor de los que dominan y a los buenos fieles, con la ayuda que me diere el Señor, he resuelto es­cribir acerca del nacimiento, vida y muerte de aquel venerable varón lo que sé por experiencia propia y por informes recibidos de él en muchísimos años de muy amistosas relaciones. Y pido a la Suprema Majestad la gracia de realizar mi cometido sin faltar a la verdad del Padre de las luces ni defraudar de algún modo a la caridad de los buenos hijos de la Iglesia. No tocaré todas las cosas que el mismo beatísimo Agustín dejó escritas en sus Confesiones acerca de su vida antes y después de recibir la gracia. Lo quiso hacer así, para que, como dice el apóstol, nadie le tuviese en más de lo que sabía o de lo que había oído de él. Le mo­vió un sentimiento de santa humildad para no engañar a nadie buscando no la alabanza propia, sino que se glorificase a Dios por los beneficios de la liberación y demás mercedes que había recibido de su mano, implorando la plegaria fraterna de los demás para otros favores que deseaba recibir. Pues, como dijo el ángel, laudable cosa es mantener oculto el secreto del Rey; pero honra mucho también revelar y confesar las maravillas del Señor.

CAPÍTULO I

Nacimiento, conversión y bautismo de San Agustín

Nació San Agustín en provincia africana, en la ciudad de Tagaste, de padres cristianos y nobles, pertenecientes a la curia municipal. A su esmero, diligencia y cuenta corrió la formación del hijo, el cual fue muy bien instruido en todas las letras huma­nas, esto es, en las que llaman artes liberales. Enseñó primeramente gramática en su ciudad, y después retórica en Cartago (capital de África), y en tiempos sucesivos, en ultramar, en Roma y Milán, donde a la sazón estaba establecida la corte de Valentiniano el Menor. En la misma ciudad ejercía entonces su cargo episcopal Ambrosio, sacerdote muy favorecido de Dios, flor de proceridad entre los más egregios varones. Mezclado con el pueblo fiel, Agustín acudía a la iglesia a escuchar los sermones, frecuentísimos en aquel dispensador de la divina palabra, y le seguía absorto y pendiente de su palabra. En Cartago le habían contagiado los maniqueos por algún tiempo con sus errores, siendo adolescente; y por eso seguía con mayor interés todo lo relativo al pro o contra de aquella herejía. Y se industrió la clemencia libertadora de Dios con suave toque en el corazón de su prelado para que le resolviese todas las cuestiones tocantes a la ley con que luchaba; y de este modo adoctrinado, con la divina ayuda, suave y paulatinamente se desvaneció de su espíritu aquella herejía, y confirmado luego en la fe católica, se inflamó con el deseo ardiente de instruirse y progresar en el conocimiento de su religión, para que, llegando los días santos de Pascua, lograse la purificación bautismal. Así, Agustín, favorecido por la gracia del Señor, recibió por medio de un prelado tan grande y excelente como Ambrosio la doctrina saludable de la Iglesia y los divinos sacramentos.

CAPÍTULO II

A los treinta y tres años, dejando todo, hace propósito de servir a Dios

Al punto, con todas las veras del corazón dejó toda esperanza secular, sin buscar mujer, ni hijos, ni riquezas, ni honores mun­danos, sino sólo servir a Dios con los suyos, anhelante por vivir en aquella y de aquella grey, a la que dice el Señor: No temas, rebañito mío, porque vuestro Padre se ha complacido en daros el reino. Vended vuestros bienes y dadlos en limosnas; haceos bol­sas queno se gastan, un tesoro inagotable en los cielos, adonde ni el ladrón llega ni la polilla roe. Y lo que repite el Señor y de­seaba cumplir el santo varón: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme, queriendo edificar sobre el cimiento de la fe, no con ligeros materiales de madera, de heno o de paja, sino con oro, plata y piedras preciosas. Contaba a la sazón más de treinta años, y le acompañaba sola su madre, gozosa de seguirle y encantada de sus propósitos religiosos, más que de los nietos según la carne. Su padre había muerto ya. Avisó también a los estudiantes a quienes enseñaba la retórica que buscasen otro maestro, porque él había resuelto servir a Dios.

CAPÍTULO III

Retiro de San Agustín. Consigue una conversión

Después de recibir el bautismo juntamente con otros compa­ñeros y amigos, que también servían al Señor, le plugo volverse al África, a su propia casa y heredad; y una vez establecido allí, casi por espacio de tres años, renunciando a sus bienes, en compañía de los que se le habían unido, vivía para Dios, con ayunos, oración y buenas obras, meditando día y noche en la divina ley. Comunicaba a los demás lo que recibía del cielo con su estudio y oración, enseñando a presentes y ausentes con su palabra y escritos. Por este tiempo, a un funcionario público de estos que llaman agentes de negocios, establecido en Hipona, buen cristiano y temeroso de Dios, a quien había llegado la buena fama y doc­trina de Agustín, le vino el deseo de conocerlo y verlo, prometiendo abandonar las codicias y atractivos seculares si alguna vez tenía la dicha de oír de sus labios la palabra de Dios. Con fiel relato llegó esto a los oídos de Agustín, el cual, ansioso de salvar su vida de los peligros del mundo y de la muerte eterna, voló espontáneamente al punto a la ciudad y con reiteradas conversa­ciones y consejos, según el don de Dios, le animó a ejecutar lo prometido, dándole él palabra de cumplir de un día para otro el propósito, si bien no lo hizo en su presencia; mas no podía fallar ni perderse en el vacío lo que en todo lugar obraba la divina Providencia por medio de un instrumento tan digno y honorable, útil al Señor y dispuesto para toda obra buena.

CAPÍTULO IV

San Agustín es arrebatado para el sacerdocio

Entonces regía la iglesia católica de Hipona el santo obispo Valerio, quien, movido por la necesidad de su grey, habló y ex­hortó a los fieles para la provisión y ordenación de un sacerdote idóneo para la ciudad; y los católicos, que ya conocían el género de vivir y la doctrina de San Agustín, arrebatándole, porque se hallaba seguro en medio de la multitud, sin prever lo que podía suceder —pues, como nos decía él mismo cuando era laico, se alejaba solamente de las iglesias que no tenían obispo—, lo apresaron y, como ocurre en tales casos, lo presentaron a Valerio para que lo ordenase, según lo exigían con clamor unánime y grandes deseos todos, mientras él lloraba copiosamente. No faltaron quie­nes interpretaron mal sus lágrimas, según nos refirió él mismo, y como para consolarle, le decían que, aunque era digno de mayor honra, con todo, el grado de presbítero era próximo al episcopa­do, siendo así que aquel varón de Dios, como lo sé por confi­dencia suya, elevándose a más altas consideraciones, gemía por los muchos y graves peligros que veía cernerse sobre sí con el régimen y gobierno de la Iglesia; y por eso lloraba. Así se hizo lo que ellos quisieron.

CAPÍTULO V

Funda un monasterio, y Valerio, obispo, lo autoriza para predicar al pueblo la palabra divina

Ordenado, pues, presbítero, luego fundó un monasterio junto a la iglesia, y comenzó a vivir con los siervos de Dios según el modo y la regla establecida por los apóstoles. Sobre todo miraba a que nadie en aquella comunidad poseyese bienes, que todo fuese común y se distribuyese a cada cual según su menester, como lo había practicado él primero, después de regresar de Italia a su patria. Y San Valerio, su ordenante, como varón pío y temeroso de Dios, no cabía en sí de gozo, dando gracias al cielo por haber despachado sus peticiones tan favorablemente, porque, se­gún contaba él mismo, con mucha instancia había pedido al Señor le diese un hombre capaz de edificar con su palabra y su doctrina saludable la Iglesia, pues siendo griego de origen y no muy perito en lengua y literatura latinas, se tenía por menos apto para este fin. Y dio a su presbítero potestad para predicar el Evangelio en su presencia y dirigir frecuentemente la palabra al pueblo, contra el uso y costumbre de las iglesias de África, cosa que no vieron con buenos ojos otros obispos. Pero aquel vene­rable y celoso varón, conociendo ciertamente la costumbre con­traria, vigente en las iglesias orientales, y mirando por la utilidad de las almas, no dio oído a las murmuraciones, dichoso de ver que hacía el sacerdote lo que no podía él, obispo. Y así la an­torcha encendida y brillante, puesta sobre el candelabro, ilumina­ba a todos los que estaban en casa. Después, propagándose la fama de este hecho, como de un buen ejemplo precursor, algunos presbíteros, facultados de sus obispos, comenzaron también a pre­dicar al pueblo delante de sus pastores.

CAPÍTULO VI

Disputa San Agustín con Fortunato, maniqueo

En la ciudad de Hipona había contagiado e inficionado en­tonces a muchísimos ciudadanos y peregrinos la herejía pestilente de Manés, por seducción y engaño de un presbítero de la secta, llamado Fortunato, que allí residía y buscaba adeptos. Entre tan­to, los cristianos de Hipona y de fuera, tanto católicos como do­natistas, se entrevistan con el sacerdote, rogándole fuera a ver a aquel maniqueo, a quien tenían por docto, para tratar con él de la ley. Al punto accedió a su demanda, porque estaba dispuesto a dar cuenta de su fe y esperanza en Dios a todo el que le pidiera razón, y era poderoso para confirmar con su doctrina sana y argüir a los contradictores. Mas preguntó antes si estaba también el maniqueo dispuesto para lo mismo. Informaron, pues, en se­guida del asunto a Fortunato, rogándole, pidiéndole, instándole a que aceptara la entrevista. Pero Fortunato había conocido a San Agustín en Cartago, cofrade de la misma herejía, y temía entrar en liza con él. Con todo, apremiado por la instancia y para evitar la vergüenza de los suyos, prometió carearse con él y sostener la controversia. Señalados, pues, el día y lugar, se tuvo la reunión con muchísimo concurso de estudiosos y curiosos, y dispuestas las mesas de los notarios, se comenzó la discusión, que se acabó al segundo día. En ella, el maestro maniqueo, según consta por las actas de la conferencia, ni pudo rebatir las aserciones de la doctrina cristiana ni apoyar sobre bases firmes la de Manés. Sin saber qué responder al fin, se escurrió diciendo que consultaría a los jefes de la secta lo que no pudo refutar, y si ellos no le daban soluciones satisfactorias, sabría a qué atenerse, mirando por su alma; de este modo, el que era tenido por eminente y sabio entre los suyos apareció a los ojos de todos como incapaz de mantener las posiciones de su secta, y, lleno de confusión, al poco tiempo desapareció de Hipona, para no poner más allí sus pies. Así, por medio del mencionado varón de Dios, fue extirpado el error de los corazones de todos los presentes y de los ausentes, a quienes llegó la noticia de este hecho, y se arraigó y confirmó la verdadera y sincera religión católica.

CAPÍTULO VII

Los libros y tratados de San Agustín contra los enemigos
de la fe son acogidos con entusiasmo por los mismos herejes

Y enseñaba y predicaba privada y públicamente, en casa y en la iglesia, la palabra de la salud eterna contra las herejías de África, sobre todo contra los donatistas, maniqueos y paganos, combatiéndolos, ora con libros, ora con improvisadas conferen­cias, siendo esto causa de inmensa alegría y admiración para los católicos, los cuales divulgaban donde podían a los cuatro vientos los hechos de que eran testigos. Con la ayuda, pues, del Señor, comenzó a levantar cabeza la Iglesia de África, que desde mucho tiempo yacía seducida, humillada y oprimida por la violencia de los herejes, mayormente por el partido donatista, que rebautizaba a la mayoría de los africanos. Y estos libros y tratados se multi­plicaban con maravillosa ayuda de lo alto y, apoyados como esta­ban con gran copia de razones y la autoridad de las Santas Es­crituras, interesaban grandemente a los mismos herejes, los cuales iban a escucharle mezclados con los católicos; y cualquiera, se­gún quiso y pudo, valiéndose del servicio de los estenógrafos, tomaba por escrito lo que decía. Comenzó, pues, a difundirse por toda el África su doctrina y el olor suavísimo de Cristo, llegando su noticia y alegría a la Iglesia de ultramar; pues así como cuando padece un miembro todos los miembros se compadecen, tam­bién cuando es glorificado uno todos los demás participan de su gozo.

CAPÍTULO VIII

Es nombrado obispo en vida de Valerio
y lo consagra el primado de Numidia, Megalio

Pero el bienaventurado anciano Valerio, quien más que nadie rebosaba de alegría, dando gracias a Dios por el beneficio singular que había hecho a su iglesia, comenzó a temer —y esto es cosa muy humana— que se lo arrebatasen para alguna otra iglesia privada de sacerdote, consagrándole obispo. Y así hubiera ocu­rrido, sin duda, de no haberlo evitado el vigilante pastor, ocultán­dole en un lugar donde no dieron con él los que vinieron a bus­carlo. Por lo cual, más receloso cada día el venerable obispo, conociendo su flaqueza y ancianidad, acudió con letras secretas al primado de Cartago, alegando lo avanzado de su edad y la gravedad de sus achaques y rogando nombrase obispo auxiliar de Hipona a Agustín, no tanto para que le sucediese en la cátedra como para que colaborase con él en el oficio pastoral. Por res­cripto consiguió lo que deseara y pidiera con tal instancia. Más tarde, reclamado para la visita, y presente en la basílica de Hipona el primado de Numidia, el obispo de Calama Megalio, Valerio sorprendió con la manifestación de su propósito a todos los obis­pos, que por casualidad se hallaban presentes, y a todos los clé­rigos y fieles de Hipona, siendo acogida la propuesta por todos los oyentes con alegría, congratulaciones y clamores de aprobación y deseo. Sólo Agustín rehusaba la consagración episcopal, alegando la costumbre en contra, mientras viviera su obispo. Le conven­cieron todos de lo contrario, ya con ejemplos de las iglesias africanas, ya con hechos de las iglesias ultramarinas —cosa que él ignoraba—, y al fin, cediendo a la fuerza de sus razones e ins­tancias, se avino a recibir sobre sus hombros la carga de un grado superior. Pero después dijo y escribió que no debieran ha­berlo consagrado, obrando así con él en vida del obispo, contra la prohibición de un concilio universal, de que se informó des­pués de estar ordenado, y él no quería se hiciese a los demás lo que lamentaba haberse hecho con él. Por eso logró que se es­tableciera en los concilios episcopales que los obispos ordenantes notificaran a los ordenandos y ordenados los estatutos referentes al sacerdocio, y así se hizo.

CAPÍTULO IX

Lucha contra los donatistas

Nombrado obispo, predicaba la palabra de salvación con más entusiasmo, fervor y autoridad; no sólo en una región, sino dondequiera que le rogasen, acudía pronta y alegremente, con pro­vecho y crecimiento de la Iglesia de Dios, dispuesto siempre para dar razón a los que se la pedían de su fe y esperanza en Dios. Y los donatistas, mayormente los que moraban en Hipona y sus cercanías, recogían sus dichos y los llevaban a sus obispos, cuyas respuestas o bien eran refutadas por sus mismos adeptos o bien llegaban a los oídos de San Agustín, quien, después de averiguarlo todo, con paciencia y suavidad, y como está escrito, con temor y temblor, trabajaba por la salvación común mostrándoles cuán sin fuste eran sus réplicas y cuán verdadero y manifiesto lo que la fe católica enseña. Día y noche se consagraba continuamente a esta labor, pues por cartas privadas se dirigía a los obispos de aquella secta y a los más eminentes laicos, persuadiéndoles con muchas razones y exhortándoles o a corregirse de sus yerros o a presentarse a la discusión. Pero ellos, desconfiando de su causa, ni siquiera se dignaban contestarle, y se daban a la más furiosa ira, divulgando en lo privado y en lo público que Agustín era un seductor y embaucador de las almas, y había que matarlo como a un lobo para defensa de su rebaño, mereciendo una in­dulgencia plenaria de Dios los que tal hicieran; así pregonaban, sin temor alguno a Dios ni miramiento a los hombres. Pero él se esforzó para que fuera conocida de todos la desconfianza que tenían en su causa, y, convocándolos a reuniones públicas, no se atrevieron a comparecer.

CAPÍTULO X

El furor de los circunceliones

Tenían también los donatistas en casi todas sus iglesias una clase inaudita de hombres maleantes y perversos, que hacían profesión de continencia y eran llamados circunceliones, y esta­ban repartidos en cuadrillas por casi todas las regiones de Áfri­ca. Envenenados por falsos doctores, soberbios, audaces y teme­rarios hasta la ilicitud, ni a los suyos ni a los demás perdonaban nunca, impidiendo hasta el legítimo ejercicio del derecho entre los hombres. Los que no se doblegaban a sus caprichos recibían gravísimos daños y aun la muerte, porque iban armados con diversas lanzas, en correrías por los pueblos y campos esparciendo sangre. Mas como la palabra de Dios se predicaba con diligencia, invitando a la paz a los mismos que la aborrecían, ellos acome­tieron también sin razón al que era su portavoz. La verdad se abría camino contra los errores, y los que querían y podían, sustrayéndose del partido, se incorporaban con los que podían a la paz y unidad de la Iglesia. Por eso, ellos, al verse disminuidos en número, y mirando con envidia la dilatación de la Iglesia, ar­diendo de ira y despecho, promovían persecuciones cruelísimas contra los que se estrechaban en la unidad eclesiástica, haciendo particular blanco de su ira y agresiones diurnas y nocturnas a los sacerdotes y ministros católicos, entregándose a la rapiña y atro­pello. Muchos siervos de Dios quedaron malparados por causa de sus agresiones; a algunos les vertieron en los ojos vinagre y cal; a otros asesinaron. Por estos excesos cundía el descontento y desaprobación entre los mismos partidarios de Donato.

CAPÍTULO XI

Progresos de la Iglesia católica por obra de San Agustín

Dilatándose, pues, la divina doctrina, algunos siervos de Dios que vivían en el monasterio bajo la dirección y en compañía de San Agustín comenzaron a ser ordenados clérigos para la Igle­sia de Hipona. Y más tarde, al ir en auge y resplandeciendo de día en día la verdad de la predicación de la Iglesia católica, así como el modo de vivir de los santos y siervos de Dios, su conti­nencia y ejemplar pobreza, la paz y la unidad de la Iglesia, con grandes instancias comenzó primero a pedir y recibir obispos y clérigos del monasterio que había comenzado a existir y flo­recía con aquel insigne varón, y luego lo consiguió. Pues unos diez santos y venerables varones, continentes y muy doctos, que yo mismo conocí, envió San Agustín a petición de varias iglesias, algunas de categoría. Y ellos también, siguiendo el ideal de aquellos santos, dilataron la Iglesia, y fundaron monasterios; y aumentándose cada vez más el deseo de la edificación por la palabra divina, ordenando nuevos religiosos, proveyeron de mi­nistros a otras iglesias. Así se esparcía por muchos y entre mu­chos la doctrina saludable de la fe, esperanza y caridad de la Iglesia, no sólo por todas las partes de África, sino también por ultramar, y con libros publicados y traducidos a la lengua griega todo se ponía en luz por ministerio de un solo hombre, y por él a otros muchos con el favor del cielo. Y por esto, como está escrito, los malos se enfurecían y consumían de rabia; pero tus siervos con los aborrecedores de la paz eran mansos, y cuando hablaban eran blanco de su saña sin motivo alguno.

CAPÍTULO XII

Por un error del conductor evita San Agustín las asechanzas enemigas

Más de una vez, armados los circunceliones, prepararon em­boscadas al siervo de Dios Agustín, cuando, a petición de sus diocesanos, hacía la visita pastoral —y esto era muy frecuente— con el fin de instruir y fortalecer en la fe a los católicos. Una vez —yendo dirigidos por un subcenturión— les falló la estratagema, pues sucedió que cuando lo esperaban en el camino, asistido de la divina Providencia, extraviándose el conductor, por otra vía llegó el obispo con su comitiva al lugar adonde se encaminaban, siendo este error, conocido después, causa para librarse de las manos impías de sus perseguidores. Dieron gracias a Dios con todos por haber salido incólumes, porque aquellos sicarios no perdonaron ni a laicos ni sacerdotes, según es notorio por las ac­tas públicas.

A este propósito no omitiré para gloria de Dios cuanto hizo contra la secta de los donatistas rebautizantes aquel varón tan ilustre en la Iglesia, abrasado del celo de la casa del Señor. Un obispo, salido de su monasterio y ordenado para la Iglesia, visitaba la diócesis de Calama, pertinente a su jurisdicción, e iba predicando en defensa de la paz contra la herejía lo que había aprendido, cuando en medio del camino cayó en una emboscada, y lo asaltaron con toda la comitiva, robándoles animales y equi­paje, y a él lo colmaron de injurias, y lo maltrataron gravísimamente. A fin de no impedir el fruto de la paz, el defensor de la iglesia presentó querella, según derecho, ante el tribunal. Crispino, obispo donatista de Calama y de toda aquella región, ya co­nocido hacía mucho tiempo y tenido por hombre docto, fue obli­gado a pagar la multa pecuniaria que, según las leyes civiles, debían pagar los herejes. Pero él, compareciendo ante el procónsul según la ley, rechazó la imputación del crimen de herejía; y ha­biéndose retirado el defensor eclesiástico, tuvo que enfrentarse con él el obispo católico, probándole que era realmente lo que ne­gaba ser, y si se cooperaba al disimulo, tal vez ante los ignorantes pasaría por hereje el obispo católico, pues Crispín rebatía la incul­pación de hereje, y con esta negligencia se daba motivo de escán­dalo y confusión a las personas sencillas. Por reiteradas instancias del tan digno de memoria Agustín, los dos prelados de Calama, en tres reuniones, celebraron conferencias acerca de ambas comunio­nes, con gran expectación de los cristianos de Cartago y de toda África, y Crispín, por sentencia proconsular, fue condenado como hereje. Intercedió en su favor ante el juez el obispo católico para que se le condonara la multa, y lo consiguió. Pero él, ingrato, apeló al piadosísimo emperador, el cual dio la debida respuesta, prohibiendo establecerse a los donatistas en lugar alguno por hallarse sometidos a las leyes vigentes en todas partes contra los que profesaban herejía. Y entonces el juez, el tribunal y el mismo Crispín, a quien no habían exigido aún el pago, fueron obligados a entregar al fisco las diez libras de oro señaladas por la ley. Pero pronto volvieron a interceder los obispos católicos, y sobre todo por instancia de San Agustín, de santa memoria, se consiguió la remisión de la condena, siendo perdonada por la indulgencia del príncipe; y con la ayuda de Dios así se hizo. Esta conducta y mansedumbre contribuyó a nuevo aumento de la Iglesia.

CAPÍTULO XIII

Apostolado de San Agustín en favor de la paz de la Iglesia

Por los esfuerzos realizados en favor de la paz le otorgó Dios aquí la palma, reservándole consigo la corona de la justicia; y así, con la gracia de Cristo, aumentaba de día en día y se multipli­caba la unidad de la paz y de la fraternidad de la Iglesia. Particularmente se logró esto después de la conferencia celebrada más tarde en Cartago por todos los obispos católicos y donatistas, con la anuencia y favor del religiosísimo y gloriosísimo empera­dor Honorio, para lo cual envió a África a su tribuno y secreta­rio Marcelino como árbitro. En aquella controversia, los dona­tistas, acometidos por todos los flancos y convencidos de error por los católicos, fueron condenados con sentencia judicial, y des­pués de su apelación confirmó todo lo actuado el emperador, reprobándolos como herejes. Por lo cual, más que antes, los obis­pos donatistas, viniendo a común acuerdo con sus clérigos y feli­greses, abrazaban la paz católica, y sufrían como consecuencia muchas vejaciones, hasta la mutilación y la muerte. Y todo este bien, como se ha dicho, se comenzó y llevó a cima por obra de aquel varón santo, secundado por el esfuerzo y empeño de nuestros obispos.

CAPÍTULO XIV

Victoria de San Agustín sobre Emérito, obispo donatista

Después de la conferencia con los donatistas, algunos de ellos comenzaron a propalar que a sus obispos les faltó ante el tribunal que juzgaba de la causa omnímoda potestad para defenderse, por favorecer el juez a la comunión católica, a que perte­necía, si bien voceaban esto humillados y vencidos para excusarse, porque antes de la reunión bien sabían que era católico, y, no obstante, al ser convocados por él oficialmente a la conferencia, se allanaron a intervenir en ella. Muy bien pudieron antes recusar como sospechoso al árbitro y evitar la asamblea. Mas dis­puso la providencia del Todopoderoso que San Agustín, hallán­dose por orden pontificia con otros colegas en Cesarea de Mau­ritania para resolver ciertas cuestiones eclesiásticas, tuvo ocasión de entrevistarse con Emérito, obispo donatista de aquella ciudad, principal defensor de su causa en la conferencia de Cartago, y retarle a pública discusión en la iglesia con el doble concurso de católicos y disidentes, porque andaban diciendo que la conferen­cia se suspendió antes de tiempo, sin permitirles exponer lo que querían; ahora, pues, sin traba de ningún género, podía suplir aquellas deficiencias, y en su misma ciudad, en presencia de to­dos los suyos, defender la causa de su secta. Pero él no aceptó la propuesta, quedando sin eficacia las instancias de sus parientes y ciudadanos, los cuales le prometían volver a su comunión, aun con detrimento de sus bienes y salud temporal, si lograba reba­tir las aserciones de los católicos. Mas él ni quiso ni pudo decir sino esto: Aquellas actas contienen todo lo actuado por los obis­pos de Cartago; allí consta si fuimos vencedores o vencidos. Y en otro lugar, apremiándole el notario a que respondiese, y como él se negara a hablar, se hizo patente su cobardía, de lo cual se siguió no poco provecho y aumento para la Iglesia. El que quiera informarse mejor del esmero y solicitud con que San Agustín trabajó por la causa de la Iglesia de Dios, lea aquellas actas, y hallará lo que dijo y con qué razones persuadió aquel varón docto, elocuente y celebrado entre los suyos, para que con toda libertad en pro de su partido, y verá cómo le venció.

CAPÍTULO XV

Cómo por una digresión del predicador
se convierte un comerciante llamado Firmo

Doy fe también —y lo mismo pueden darla otros compañeros y hermanos que vivían entonces con nosotros en la iglesia de Hi­pona— que estando en la mesa nos dijo una vez: ¿No habéis notado que hoy mi sermón al principio y al fin ha seguido un rumbo contrario a la costumbre, porque no he explicado el tema que les prometí, dejándolo suspenso? Ciertamente —respondi­mos—, así es; lo cual no dejó de causarnos admiración. Y él aña­dió: Creo que con nuestro olvido y error ha querido Dios ense­ñar y sanar alguno, porque en su mano estamos nosotros con todos nuestros discursos. Pues al resolver algunos aspectos de la cuestión propuesta, cambiando de argumento, me he deslizado a otro pun­to, dejando sin explicar ni concluir el argumento, con la mira puesta en rebatir los errores de los maniqueos, fuera de mi propósito.

Y he aquí que al día siguiente, si mal no recuerdo, o dos días después se presenta un negociante llamado Firmo y, estando San Agustín en el monasterio, delante de nosotros se arrojó a sus pies y con lágrimas en los ojos le suplicaba intercediese, como sacerdote, ante Dios por sus pecados, porque había militado en la secta de los maniqueos por muchísimos años y les había hecho donación de cuantiosas sumas de dinero, sobre todo a los elegidos; mas por la misericordia divina se había convertido en la iglesia al oírle predicar, haciéndose católico. E interesándonos tanto el venerable San Agustín como los que estábamos con él por saber cuál de los pasajes le había movido más, repitió el sermón con un orden verdadero, y con gran estupor admiramos el profundo consejo del Señor, glorificándole y bendiciendo su nombre, porque él cuando quiere, de donde quiere y como quiere, por ins­trumentos conscientes o inconscientes, obtiene la salvación de las almas. Y, desde entonces, aquel hombre, uniéndose a la vida de los siervos de Dios, dejó la profesión del comercio y, aventa­jándose entre los miembros de la Iglesia, en otra parte fue promovido por obediencia a la dignidad de sacerdote, conservando firme siempre su propósito de santidad. Tal vez vive aún ejer­ciendo su ministerio en ultramar.

CAPÍTULO XVI

Descúbrense las nefandas torpezas de los maniqueos.
La conversión de Félix

También en Cartago, un procurador de la Casa real, llamado Urso, católico, logró descubrir a ciertos maniqueos que llaman elegidos o elegidas, y llevados a la Iglesia por el mismo fueron examinados ante los notarios por los obispos. Entre ellos se ha­llaba presente San Agustín, de santa memoria, quien mejor que nadie conocía la execrable secta, y, poniendo en claro todas las horribles blasfemias con textos de los libros que ellos mismos acep­tan, les obligó a confesar sus errores; y las torpezas e indignidades que acostumbraban cometer, por delación de las mismas mujeres elegidas, salieron a relucir en las actas eclesiásticas. Así, merced a la vigilancia de los pastores, la divina grey recibió aumentos, siendo virilmente defendida contra los ladrones y salteadores.

Públicamente disputó también con cierto Félix, del número de los elegidos, en la iglesia de Hipona, con concurso de pueblo, levantándose acta notarial de lo ocurrido; y después de la se­gunda o tercera discusión, en que quedó rebatido el error y la vanidad de su secta, aquel maniqueo se convirtió a nuestra santa fe e Iglesia, como lo muestran las mismas actas.

CAPÍTULO XVII

Pascencio, conde arriano, es vencido en una controversia.
San Agustín conferencia con Maximino, obispo arriano
.

En Cartago provocó a controversia, en presencia de honrados y nobles varones, a un Pascencio arriano, funcionario palatino, el cual, abusando de su poder y mordacidad de severísimo cobra­dor del fisco, continua y ferozmente combatía la fe católica, tur­bando muchas conciencias y molestando a muchísimos sacerdotes que vivían en la sencillez de su religión. Pero este hereje rehu­saba la intervención de notarios y escribanos, contra el parecer de nuestro Santo, quien quería fidelísima relación de todo lo que se actuara antes y durante la reunión. Negándose, pues, él a tales formalidades, para no exponerse, según decía, por el informe do­cumental al peligro de las leyes públicas, y viendo San Agustín con los suyos que agradaba esto a los árbitros, es decir, que querían una discusión privada sin escritura, aceptó la conferencia, pero anticipándose a decir, y los hechos le dieron la razón des­pués, que, si no quedaba documento escrito, sería muy fácil a cada uno el escurrirse del adversario, fingiendo haber dicho lo que no dijo o negando haber dicho lo que se le atribuyera. Enta­bló, pues, la conversación, y Agustín expuso los fundamentos de nuestra fe, oyendo después la exposición del contrincante, y con verdaderas razones y autoridad de las Santas Escrituras probó la verdad de la doctrina católica y que las afirmaciones del arriano carecían de todo fundamento y apoyo de la divina palabra. Pero apenas los dos contendientes se separaron, más irritado y furioso el arriano, comenzó a defender su error con muchas patrañas, blasonando victoria y dando por vencido a San Agustín, tan ala­bado por boca de la multitud. Se divulgó todo y San Agustín se vio obligado a escribir a Pascencio, ocultando el nombre de los conferenciantes por el miedo que tenía él; y en aquel escrito fielmente consignó lo dicho y lo ocurrido en ambas partes, y aun en caso de negarse lo que allí consta, había numerosos testigos; conviene a saber: los ilustres y dignos varones que asistieron. A los dos escritos apenas contestó con uno Pascencio; más bien para desahogarse con injurias que con razones justificatorias de su secta. Fácil es la comprobación de lo dicho a los que quieren y pueden leer.

También disputó en Hipona a deseo y petición de muchos pudientes e ilustres personajes con un obispo arriano, Maximino, llegado con los godos a África. Lo que de ambas partes se dijo puede leerse en los documentos, los cuales muestran dónde está la astucia y la falsedad del error, para seducir y engañar, y lo que la Iglesia católica siente y predica de la divina Trinidad. Y como también aquel hereje, volviendo de Hipona a Cartago, se lisonjeó de haber salido vencedor por la mucha locuacidad de­rrochada en la discusión, y mintió en esto; y, por otra parte, no siendo fácil a los ignorantes de la divina ley examinar y juzgar del caso, el venerable obispo Agustín, en un escrito divulgado después, hizo una recapitulación de todas las objeciones y respuestas, probando cuán poco fuste tenían las contestaciones del otro; y añadió algunos suplementos para consignar lo que por falta de tiempo no pudo escribirse. Porque ésa fue la astucia y la maldad de aquel hombre: el ocupar casi todo el espacio del día con su última larguísima intervención.

CAPÍTULO XVIII

Debates de los pelagianos y labor de San Agustín
en favor de la Iglesia

También contra los pelagianos, nuevos herejes de nuestros tiempos, astutos para la controversia, dotados de arte más sutil y dañoso para la propaganda escrita, y que difundían sus ideas donde podían, públicamente y en las casas, San Agustín luchó durante diez años, publicando multitud de libros y refutando con muchísima frecuencia sus errores en la iglesia ante el pueblo. Y porque perversos y ambiciosos osaron llevar su perfidia hasta la misma Sede Apostólica, activamente trabajaron los obis­pos africanos en los concilios para desenmascarar sus errores, pri­mero ante el Santo Padre de Roma, el venerable Inocencio, y des­pués ante Zósimo, su sucesor, persuadiéndoles cuán abominable y digna de condenarse era para la fe católica la mencionada secta. Y aquellos prelados de tan ilustre sede en diversos tiempos los censuraron y separaron de la comunión católica con rescriptos dirigidos a las iglesias africanas del Occidente y a las del Oriente, fulminando contra ellos la condenación y declarándolos vitandos para los católicos. El mismo piadosísimo emperador Honorio acató y siguió este dictamen dado por la Iglesia, y, condenándo­los, decretó con sus leyes que se los tuviese por herejes. Ya algu­nos de ellos volvieron al gremio de la fe, de donde se habían separado, y otros siguen su ejemplo, porque prevalece y brilla contra tan detestable error la verdad de nuestra doctrina.

Y era aquel hombre memorable el miembro principal del Cuerpo del Señor, siempre solícito y vigilante para trabajar en pro de la Iglesia; y por divina dispensación tuvo, aun en esta vida, la dicha de gozar del fruto de sus labores, primeramente, con la concordia y la paz, restablecida en la iglesia y diócesis de Hipona, puesta bajo su vigilancia pastoral, y después en otras partes de África, donde vio crecer y multiplicarse la Iglesia por esfuerzo suyo o por mediación de otros sacerdotes formados en su escuela, alborozándose en el Señor, porque tan a menos habían venido en gran parte los maniqueos, donatistas, pelagianos y pa­ganos, convirtiéndose a la verdadera fe. Gozosamente favorecía el progreso y esfuerzos de todos los buenos, toleraba con piedad la indisciplina de los hermanos, gimiendo y lamentándose de las injusticias de los malos, ora se hallasen dentro, ora fuera de la Iglesia. Se alegraba, repito, de las ganancias del Señor y lloraba sus pérdidas.

Y fue tanto lo que dictó y escribió, lo que disertó en la iglesia, lo que extractó y enmendó, ya en publicaciones lanzadas contra los diversos herejes, ya en escritos ordenados para la de­claración de las Escrituras canónicas y edificación de los fieles, que apenas un hombre estudioso bastara para leerlos y conocerlos. Por lo cual, para no defraudar en nada a los muy deseosos de conocer la verdad de la palabra divina, he pensado, con el favor de Dios, añadir a esta biografía el índice de sus libros, tratados y epístolas, y, después de leerlo, los que prefieran la verdad divina a las riquezas temporales, elija cada cual lo que más deseare leer y conocer y, para copiarlo, o acuda a la biblioteca de la iglesia de Hipona, donde se conservan los ejemplares más correctos, o búsquelo donde pudiere, y hágase con una copia para guardarla, y sin envidia comuníquela al que se la pida con el mismo fin.

CAPÍTULO XIX

Cómo San Agustín administraba la justicia,
dando a los litigantes consejos de la vida eterna

Dice el apóstol: ¿Y osa alguno de vosotros que tiene un li­tigio con otro acudir en juicio ante los injustos y no ante los santos? ¿Acaso no sabéis que los santos han de juzgar al mundo? Y si habéis de juzgar al mundo, ¿seréis incapaces de juzgar esas causas más pequeñas? ¿No sabéis que hemos de juzgar aun a los ángeles? Pues mucho más las cosas de esta vida. Cuando tengáis diferencias sobre estas nonadas de la vida, poned por jueces a los más despreciables de la Iglesia. Para vuestra confusión os hablo de este modo. ¿No hay entre vosotros nadie prudente, capaz de ser juez entre hermanos? En vez de esto, ¿el hermano pleitea con el hermano, y esto ante los infieles? Cuando San Agustín era requerido por los cristianos o personas de otras sectas, oía con dili­gencia la causa, sin perder de vista lo que decía alguien; conviene a saber: que más quería resolver los pleitos de desconoci­dos que de amigos, pues entre los primeros es más fácil un arbi­traje de justicia y la ganancia de algún amigo nuevo; en cambio, en el juicio de amigos se perdía ciertamente el que recibía el fallo contrario. A veces, hasta la hora de comer duraba la audiencia; otras se pasaba el día en ayunas, oyendo y resolviendo cuestiones. Y siempre miraba en todo al estado espiritual de los cristianos, interesándose de su aprovechamiento o defección en la fe y bue­nas costumbres; y, según la oportunidad, instruía a los conten­dientes en la ley de Dios, inculcando su cumplimiento y dándo­les consejos de la vida eterna, sin buscar en los favorecidos más que la devoción y la obediencia cristiana, debidas a Dios y a los hombres. Corregía públicamente a los pecadores para que los demás temiesen al Señor; y lo hacía todo como el vigía puesto sobre la casa de Israel, predicando la palabra divina e instando a cumplirla oportuna e importunamente, arguyendo, exhortando y corrigiendo con toda paciencia y doctrina, siendo también principal cuidado suyo instruir a los que eran idóneos para la enseñanza. Se comunicaba por cartas con algunos que le consul­taban sobre asuntos temporales. Pero soportaba como una pesada carga esta distracción de más altos pensamientos, y era su mayor gusto platicar de las cosas de Dios en íntima familiaridad con los hermanos.

CAPÍTULO XX

San Agustín intercede por los reos ante los jueces

Sabemos también que a personas muy familiares les negó cartas de recomendación para la potestad civil, recordando que debía tenerse en cuenta el dicho de un sabio, conviene a saber: que por miramiento a su fama había negado muchos favores a sus amigos; y añadía de su parte que los que hacen favores aprietan después mucho con sus exigencias. Cuando él se veía en la necesidad de interceder por alguien, lo hacía con tanta mo­destia y recato que no causaba ninguna molestia y pesar, sino admiración. Por atender a una necesidad, como de costumbre, debía interceder una vez por carta ante un vicario de África lla­mado Macedonio, el cual, con la gracia otorgada, le envió este escrito: «Asómbrame tu sabiduría grandemente, no sólo en los escritos que has dado a la luz, sino también en la carta que tienes la bondad de enviarme en favor de los que solicitan tu interven­ción. Porque muestras en aquéllos una agudeza, y sabiduría, y santidad insuperables, y ésta revela tanta modestia que, si no hago lo que me pides, pienso que en mí está la falta y no en la dificultad de la causa, ¡oh señor verdaderamente venerable y pa­dre digno de toda consideración! Porque tú no apremias, como hacen tantos otros aquí, exigiendo que a todo trance se haga lo que pide el solicitante, sino con mucho tacto y prudencia indicas la solución más razonable que puede seguir el juez, sobre quien tantos cuidados pesan, y éste es el más delicado proceder entre los buenos. Por eso inmediatamente he procurado complacer tu deseo en favor de los recomendados, pues ya tenía abierto el camino de la esperanza».

CAPÍTULO XXI

Espíritu con que acostumbraba asistir a los concilios

Asistió cuando pudo a los concilios de los santos obispos cele­brados en diversas provincias, buscando siempre la gloria de Je­sucristo, no la suya propia, para que la fe de la Iglesia se con­servase incólume o algunos sacerdotes y clérigos excomulgados justa o injustamente fuesen absueltos o depuestos. En la orde­nación de los sacerdotes y clérigos opinaba debía atenderse el consentimiento de la mayor parte de los cristianos y la costumbre de la Iglesia.

CAPÍTULO XXII

Vestuario y mesa de San Agustín

Sus vestidos, calzado y ajuar doméstico eran modestos y con­venientes: ni demasiado preciosos ni demasiado viles, porque estas cosas suelen ser para los hombres motivo de jactancia de abyección, por no buscar por ellas los intereses de Jesucristo, sino los propios. Pero él, como he dicho, iba por un camino medio, sin torcerse ni a la derecha ni a la izquierda. La mesa era parca y frugal, donde abundaban verduras y legumbres, y algunas veces carne, por miramiento a los huéspedes y a personas delica­das. No faltaba el vino en ella, porque sabía y enseñaba, como el apóstol, que toda criatura es buena, y nada hay reprobable to­mado con hacimiento de gracias, pues con la palabra de Dios y la oración queda santificado. Igualmente escribió el mismo San Agustín en las Confesiones: No temo la inmundicia del manjar, sino la impureza de mi apetito. Sé que fue permitido a Noé comer de todo género de carne comestible y que Elías cobró vigor co­miendo carne. Sé que Juan en su prodigioso ascetismo no se man­cilló por comer insectos volátiles, flacas langostas del desierto. Y, en cambio, también sé que Esaú se dejó seducir por el violento apetito de una escudilla de lentejas. Y sé que David se reprendió a sí mismo por árido y agudo deseo de agua. Y sé, por fin, que nuestro Rey fue tentado no de carne, sino de pan. Y por eso mismo mereció improbaciones el pueblo israelita en el desierto, no porque deseó carnes, sino porque por el apetito de la comida murmuró contra el Señor.

Sobre el uso del vino tenemos también la doctrina del apóstol, que dice a Timoteo: No bebas ya agua sola, sino toma un poco de vino, por el mal de estómago y tus frecuentes enfermedades. Usaba sólo cucharas de plata, pero todo el resto de la vajilla era de arcilla, de madera o de mármol; y esto no por una forzada indigencia, sino por voluntaria pobreza. Se mostraba también siempre muy hospitalario. Y en la mesa le atraía más la lectura y la conversación que el apetito de comer y beber. Contra la pestilencia de la murmuración tenía este aviso escrito en verso:

El que es amigo de roer vidas ajenas,
no es digno de sentarse en esta mesa.

Y amonestaba a los convidados a no salpicar la conversación con chismes y detracciones; en cierta ocasión en que unos obis­pos muy familiares suyos daban rienda suelta a sus lenguas, con­traviniendo a lo prescrito, los amonestó muy severamente, dicien­do con pena que o habían de borrarse aquellos versos o él se levantaría de la mesa para retirarse a su habitación. De esta escena fuimos testigos yo y otros comensales.

CAPÍTULO XXIII

Administración de los bienes eclesiásticos

Nunca olvidaba a los compañeros en su pobreza, socorriéndo­les de lo que se proveían él y sus comensales, esto es, o de las rentas y posesiones de la Iglesia o de las ofertas de los fieles. Y como, a causa de las posesiones, el clero era blanco de la envidia, como suele suceder, el Santo, predicando a los feligreses, solía decirles que prefería vivir de las limosnas del pueblo a sobrellevar la administración y cuidado de las propiedades ecle­siásticas, y que estaba dispuesto a cedérselas, para que todos los siervos y ministros de Dios viviesen, al estilo de los del Antiguo Testamento, del servicio del altar. Pero nunca los fieles aceptaron la propuesta.

CAPÍTULO XXIV

Vida privada. Donaciones a la Iglesia.
Ansias de verse libre de los cuidados temporales

Alternativamente delegaba y confiaba la administración de la casa religiosa y de sus posesiones a los clérigos más capacitados. Nunca se vio en su mano una llave o un anillo y los ecóno­mos llevaban los libros de cargo y data. A fin de año, le recitaban el balance, para que conociese las entradas y salidas y el remanente en la caja, y se fiaba en muchas transacciones de la honradez del administrador, sin verificar una comprobación per­sonal minuciosa. No quiso nunca comprar casa, campo y hacien­da, pero si alguna persona los ofrecía para la Iglesia en donación o con título de legado, no los rehusaba, sino mandaba aceptarlos. Sabemos que rechazó algunas herencias, no por estimarlas incon­venientes para los pobres, sino porque le parecía más justo que las poseyesen los hijos, los padres y los parientes, a quienes no quisieron dejarlas al morir. Un noble personaje de Hipona que vivía en Cartago quiso favorecer a la iglesia hiponense con una donación, y, haciendo la escritura y reservándose él mismo el usu­fructo, se la mandó a San Agustín, el cual recibió de buena volun­tad aquella oferta, congratulándose con el donante de que miraba por la salvación eterna de su alma. Años más tarde, en ocasión en que yo estaba con él, el bienhechor mandó con el hijo una carta pidiéndole entregase a éste la escritura, enviando en cam­bio cien monedas para los pobres. Al saberlo el Santo deploró el caso, porque aquel hombre o había hecho con ánimo fingido la donación o se había arrepentido de una obra buena, y con gran dolor de su alma le habló al corazón lo que Dios le inspiró para increparlo y corregirlo. Al punto devolvió la escritura, no deseada ni reclamada, sino espontáneamente ofrecida por el donante, y rechazó el dinero que daba para los pobres, y en carta de respuesta le reprobó su acción, amonestándole que satisficiese a Dios humildemente por su conducta simulada o injusta para que no muriese con un delito tan grave.

Solía repetir también que era más seguro y conveniente para la Iglesia recibir legados de difuntos que herencias molestas y dañosas; y dichos legados más bien deberían ser ofrecidos que exigidos. Él no recibía las encomiendas, pero tampoco prohi­bía a sus clérigos el recibirlas. No tenía maniatado el espíritu con la afición y cuidado de los bienes terrenos y propiedades eclesiásticas; con todo, aun conservándose siempre unido y como suspendido de las cosas del espíritu, de más valor y trascendencia, alguna vez abatía el vuelo de lo eterno para atender a las de acá, y después de disponerlas y ordenarlas, como se debe, para evitar su daño y mordacidad, retornaba otra vez a las moradas interio­res y superiores, dedicándose, ora a descubrir nuevas verdades divinas, ora a dictar las que ya conocía, o bien a enmendar lo dictado y copiado. Tal era su ocupación, trabajando de día y me­ditando por la noche. Era como aquella gloriosísima María, tipo de la Iglesia celestial, de la que está escrito que, sentada a los pies del Salvador, escuchaba atenta su palabra; y quejándosele la hermana, porque no le ayudaba en sus menesteres y apuros domésticos, oyó de la divina Sabiduría: Marta, Marta, María ha escogido la mejor parte, que nunca le será arrebatada.

No se interesaba tampoco por las edificaciones nuevas para evitar la disipación de su espíritu, que quería conservarlo siempre libre de todo afán temporal: con todo, no cortaba los ánimos a los emprendedores de obras nuevas, salvo a los inmoderados. Cuando estaban vacías las arcas de la iglesia, faltándole con qué socorrer a los pobres, luego lo ponía en conocimiento del pueblo fiel. Mandó fundir los vasos sagrados para socorrer a los cauti­vos y otros muchísimos indigentes, cosa que no recordara aquí, si no supiera que va contra el sentido carnal de muchos. Lo mis­mo dijo y escribió que era un deber hacerlo en semejantes nece­sidades Ambrosio, de santa memoria. Amonestaba también algu­na vez al pueblo del descuido en la colección de las limosnas y el suministro de lo necesario para el servicio del altar. Y me recor­daba a mí el Santo cómo, cuando asistía a los sermones de San Ambrosio, le oyó tocar este punto.

CAPÍTULO XXV

Disciplina doméstica. Penas contra el juramento

Vivían con él los clérigos con casa, mesa y ajuar común. Para alejar el peligro del perjurio en los habituados al juramento, ins­truía al pueblo fiel, y a los suyos les tenía mandado que nadie se extralimitase, ni siquiera en la mesa. Si alguien se deslizaba en esta materia, perdía una poción de las permitidas, pues, lo mismo para los que moraban con él como para los faltos y con­vidados, estaba tasado el vino que habían de beber. Las trans­gresiones de la regla y de la honestidad las corregía o toleraba según la prudencia, insistiendo, sobre todo, en que debían deste­rrarse las palabras maliciosas para excusarse de los pecados y en que, si al ofrecer el sacrificio del altar salteaba a alguien el recuer­do de alguna cuenta pendiente con el hermano, debía dejarse allí la ofrenda para reconciliarse con él y después cumplir con el sacrificio. Y habiendo motivo de corrección, primero debía reprenderse a solas al culpable; si escuchaba, estaba ganado el hermano; de lo contrario, habría que llamar a uno o dos testigos; y, en caso de menospreciar también a éstos, era necesario comu­nicarlo a la Iglesia; y si no escuchaba a la Iglesia, debía consi­derársele como gentil o publicano. Añadía que al hermano que nos falta hemos de perdonarlo no sólo siete, sino setenta veces siete, como también nosotros pedimos todos los días al Señor que nos perdone nuestras deudas.

CAPÍTULO XXVI

Del trato con las mujeres

Dentro de su casa nunca permitió la familiaridad y la per­manencia de ninguna mujer, ni siquiera su hermana carnal, que, viuda y consagrada al Señor durante mucho tiempo, hasta la muerte fue superiora de las siervas de Dios. El mismo rigor ob­servó con sus sobrinas, también religiosas, aun siendo personas de excepción según las leyes conciliares. Y solía decir que, si bien no podía causar ninguna mala sospecha la permanencia de las hermanas y sobrinas, con todo, como ellas no podían prescin­dir del trato de otras mujeres y parientes con quienes vivían ni evitar las visitas y entradas de otras mujeres extrañas, de aquí podía originarse algún motivo de escándalo para los débiles; asi­mismo, los que convivían con el obispo o con algún sacerdote, por la cohabitación o visitas de aquellas mujeres, podían sentir las embestidas de las tentaciones humanas o dar origen de pésima difamación a los malos. Por lo cual decía que nunca debían coha­bitar las mujeres con religiosos, aun siendo castísimos, para no dar pretexto de escándalo a los débiles. Si alguna vez acudían a él mujeres para verlo o saludarlo, nunca se presentaba ante ellas sin acompañamiento de clérigos, ni conversaba con alguna a solas, ni siquiera cuando había algún secreto.

CAPÍTULO XXVII

Visitas a enfermos. Un dicho de San Ambrosio

En las visitas guardaba la moderación, recomendada por el apóstol, yendo sólo a ver a las viudas y pupilos que padecían tribulación. Si algún enfermo le pedía que rogase por él y le im­pusiese las manos, lo cumplía sin dilación. Pero los monasterios de religiosas sólo visitaba con urgente necesidad. Decía también que los siervos de Dios, en su vida y costumbres, han de guardar lo que habían aprendido por instrucción de Ambrosio, de santa memoria; conviene a saber: no entrometerse en concertar ma­trimonios, ni aconsejar la vida militar, ni asistir en su patria a ningún banquete. Y cada uno de estos consejos lo razonaba así: en lo primero, si reñían entre sí los casados, todas las maldi­ciones lloverían sobre el que hizo la unión; y así, el sacerdote sólo debía intervenir, reclamado por ellos, para santificar su contrato y bendecirlos; en lo segundo, si el ejercicio de la milicia le daba malos resultados, las culpas recaían también sobre el que lo enderezó por aquel camino; en lo tercero hay peligro de per­der el hábito de la templanza con la frecuencia de los banquetes.

Nos dio a conocer igualmente una respuesta muy prudente y sabia del mismo santo varón cuando estaba para morir, y que alababa y ponderaba mucho. Pues hallándose en la última enfer­medad, rodeaban su lecho muy respetables personas y, viendo que dejaba el mundo para ir a Dios, tristes por quedar huérfana la Iglesia de tan digno sacerdote y de la dispensación de su palabra y sacramentos, le rogaron con lágrimas pidiese al Señor para sí una prórroga de la vida, y él les respondió: No he vivido de manera que me avergüence de continuar entre vosotros; pero tam­poco me asusta la muerte, porque tenemos un buen Señor. Y nues­tro Agustín, ya anciano, admiraba y loaba la agudeza y el peso de esta razón. Ha de entenderse que dijo: No tengo miedo a la muerte, pues tenemos un buen Señor, porque no pensaran que presumía de los méritos de su vida intachable, por haber dicho: No he vivido de modo que me avergüence de seguir entre vosotros. Hablaba así según lo que los hombres pueden saber de sí mismos, y, conociendo el rigor de la justicia divina, añadió que confiaba más en la bondad del Señor, a quien solía pedir todos los días: Perdónanos nuestras deudas.

Traía también frecuentemente en los labios el dicho de otro obispo muy amigo y familiar suyo, en trance de salir de este mundo. Yendo a visitarle, cuando le faltaba poco para morir, el enfermo le hacía gestos con la mano, significando su partida de este mundo, y respondiéndole él que todavía podía prolongarse su vida, porque era necesario para la Iglesia, para que no lo cre­yese apegado a este mundo, le respondió: Si nunca hubiese de morir, bien; pero si alguna vez ha de ser, ¿por qué no ahora? Admiraba y aplaudía esta sentencia de un hombre temeroso de Dios, nacido y educado en una casa rural, y no de muchas letras. Y la ponderaba contra la pusilanimidad de otro obispo enfermo, de quien habla San Cipriano mártir en su carta acerca de la mor­talidad, donde dice: Yacía enfermo uno de nuestros colegas en el sacerdocio, temiendo la muerte próxima, y pedía un aplazamiento, cuando, estando en oración y casi moribundo, se le apa­reció un joven de venerable majestad, de prócer estatura y dis­tinguido porte, en quien no se podía fijar la mirada de los ojos corporales, pero a quien él podía ver, estando para salir de este mundo; y con cierto tono amargo suspiró y dijo: Os acobarda el sufrimiento y no queréis salir de aquí; ¿qué voy a hacer con vosotros?

CAPÍTULO XXVIII

Últimas publicaciones de San Agustín.
La irrupción de los bárbaros y el cerco de Hipona

Antes de morir quiso revisar los libros que dictó y publicó, lo mismo los redactados al principio de su conversión, siendo lai­co, como los que compuso siendo presbítero y obispo. Por sí mis­mo censuró y corrigió cuanto podía discordar de la regla de la fe eclesiástica por haberlo escrito cuando estaba menos preparado para ello. Escribió, pues, dos volúmenes con el título de Revisión de los libros. Se lamentaba también de ciertos escritos que los compañeros le habían arrebatado de las manos antes de la corrección, si bien después pasó la lima por ellos. Por haberle sorprendido la muerte dejó varios libros sin concluir. Y deseando siempre ser útil a todos, lo mismo a los que podían leer mu­chos volúmenes como a los impedidos para ello, coleccionó de ambos Testamentos, del Antiguo y del Nuevo, las reglas del buen vivir, y con ellas formó un volumen, prologado por él, para que el que quisiera leerlo mirara allí sus virtudes y faltas. A este libro tituló el Espejo de la divina Escritura.

Mas poco después, por voluntad y permisión de Dios, nu­merosas tropas de bárbaros crueles, vándalos y alanos, mezclados con los godos y otras gentes venidas de España, dotadas con toda clase de armas y avezadas a la guerra, desembarcaron e irrum­pieron en África; y luego de atravesar todas las regiones de la Mauritania penetraron en nuestras provincias, dejando en todas partes huellas de su crueldad y barbarie, asolándolo todo con in­cendios, saqueos, pillajes, despojos y otros innumerables y horri­bles males. No tenían ningún miramiento al sexo ni a la edad; no perdonaban a sacerdotes y ministros de Dios, ni respeta­ban ornamentos, utensilios ni edificios dedicados al culto divino. Y aquel hombre de Dios no juzgaba ni miraba, como los demás, este bandolerismo y devastación de enemigos ferocísimos que ha­bían venido y continuaban todavía con su invasión, sino remon­tando su vuelo más alto y considerando más profundamente aque­llos sucesos, previendo sobre todo los peligros y muerte de tantas almas —porque creciendo el saber, crece el dolor, según está es­crito, y el corazón sabio es un gusano roedor para la vida—; por eso, más de lo acostumbrado se alimentó del pan de lágrimas día y noche; y los últimos días de la senectud llevó una existencia amarguísima y más triste que nadie. Pues veía aquel hombre las ciudades destruidas y saqueadas; los moradores de las granjas, pasados a cuchillo o dispersos; las iglesias, sin ministros y sacerdotes; las vírgenes sagradas y los que profesaban vida de con­tinencia, cada cual por su parte, y de ellos, unos habían perecido en los tormentos, otros sucumbieron al filo de la espada; muchos cautivos, después de perder la integridad de su cuerpo y alma y de su fe, gemían bajo la dura servidumbre enemiga. Veía mudas las iglesias que antes habían resonado con los cánticos divinos y alabanzas y, en muchísimos lugares, reducidos a pavesas sus edificios. Había cesado el sacrificio solemne debido a Dios en cada lugar, y los sacramentos o no los pedía nadie o no po­dían fácilmente administrarse al que los pedía por falta de mi­nistros. Muchos se habían refugiado en las selvas, en las cuevas y espeluncas buscando un reparo; pero aun allí fueron descu­biertos y asesinados; otros, transidos de hambre, se consumieron y fenecieron. Los mismos pastores de las iglesias y los clérigos, que tal vez por un milagro de Dios no habían caído en sus ma­nos o se habían escapado de ellas, faltos y desnudos de todo, vivían como vergonzantes, sin poder remediar sus necesidades. De las innumerables iglesias, apenas tres quedaban en pie; a saber: la de Cartago, la de Hipona y la de Cirta, que, gracias a Dios, no fueron destruidas y se conservan incólumes sus ciu­dades por hallarse guarnecidas de apoyo divino y humano, aunque después de su muerte fue reducida a cendras la ciudad de Hipona, siendo evacuada antes. Pues en medio de tanta desola­ción y estrago, se consolaba con la sentencia de un sabio diciendo: No será grande hombre el que se extrañe de ver caerse los muros y artesonados y morirse los mortales.

Todas estas calamidades y miserias, rumiándolas con alta sa­biduría, las acompañaba con copioso llanto diario. Y aumentaron su tristeza y sus llantos al ver sitiada la misma ciudad de Hipona, todavía en pie, de cuya defensa se encargaba enton­ces el en otro tiempo conde Bonifacio, al frente del ejército de los godos confederados. Catorce meses duró el asedio comple­to, porque bloquearon la ciudad totalmente hasta de la parte litoral. Allí me refugié yo con otros obispos, y permanecimos durante el tiempo del asedio. Tema ordinario de nuestras con­versaciones era la común desgracia, y, venerando los juicios de Dios, decíamos: Justo eres, Señor, y rectos son tus juicios. Y mez­clando nuestras lágrimas, gemidos y lamentos, juntamente orá­bamos al Padre de todas las misericordias y Dios de toda conso­lación para que se dignase fortalecernos en tan tremenda prueba.

CAPÍTULO XXIX

Última enfermedad de San Agustín

Y una vez, estando y conversando en la mesa con él, nos dijo: Habéis de saber que yo, en este tiempo de angustia, pido a Dios o que libre a la ciudad del cerco de los enemigos o, si es otro su beneplácito, fortifique a sus siervos para cumplir su vo­luntad, o me arrebate a mí de este mundo para llevarme consigo. Decía esto para nuestra instrucción y edificación, y después nosotros, todos los nuestros y los cristianos de la ciudad, elevábamos al sumo Dios la misma súplica. Y he aquí que en el tercer mes del asedio, el Santo enfermó con unas fiebres, y aquélla fue la última prueba de su vida. No privó Dios a su buen siervo del fruto de su plegaria. Porque para sí y para la misma ciudad al­canzó oportunamente la gracia que con lágrimas pidiera. Me consta también que él, sacerdote y obispo, fue suplicado para que orase por unos energúmenos, y con llanto rogó al Señor, y quedaron libres del demonio. En otra ocasión, un hombre se acercó a su lecho con un enfermo rogándole le impusiera las manos para curarlo. Le respondió que si tuviera el don de las curaciones, primeramente lo emplearía en su provecho. El hombre añadió que había tenido una visión en sueños y le habían dicho: Vete al obispo Agustín para que te imponga las manos y serás sano. Al informarse de esto, luego cumplió su deseo, e hizo el Señor que aquel enfermo al punto partiese de allí ya sano.

CAPÍTULO XXX

Aconseja a los obispos que no se retiren de las ciudades invadidas por los bárbaros

Merece también consignarse aquí la consulta que, mientras amenazaban los enemigos mencionados, le dirigió el santo obispo thiabense Honorato, en estos términos: Durante la irrupción de los enemigos, ¿qué habían de hacer los obispos y clero? ¿Reti­rarse o quedarse con el pueblo cristiano? Por carta le respondió lo que más había de temerse de aquellos destructores del Imperio romano. Quiero insertar aquí este documento por la utilidad que puede reportar a los sacerdotes y ministros del Señor. Dice así:

A Honorato, venerable hermano y compañero en el episcopado, Agustín saluda en el Señor.

1. Habiendo enviado a vuestra caridad la copia de la carta que dirigí a Quodvultdeus, nuestro colega episcopal, me creía li­bre de la carga que me habías impuesto para aconsejarte lo que debéis hacer en los difíciles tiempos que corren. Pues, aunque escribí aquella carta brevemente, me parece haber consignado allí cuanto bastaba para satisfacer a los consultantes. Porque ya dije en ella que no había de prohibirse la retirada a los que desearan y pudieran refugiarse en lugares seguros ni se han de romper los vínculos que nos ligan a la caridad de Cristo, dejando desiertas las iglesias, encomendadas a nuestra vigilancia. He aquí las palabras que escribí entonces: Dondequiera que nuestro ministerio sacerdotal es necesario para los feligreses, sean los que fueren, del lugar en que residimos, y no conviene queden privados de nuestra presencia, debemos decir al Señor: Sé Tú nuestro pro­tector y el lugar de nuestro refugio.

2. Pero este consejo no te satisface a ti, como escribes, por contradecir al mandato y ejemplo de Cristo, cuando nos amones­ta que huyamos de una ciudad a otra. Recordamos las palabras que dice: Cuando os persiguieren en una ciudad, id a otra. Mas ¿quién ha de interpretar este pasaje como si quisiera decir el Señor que se abandonen las ovejas, compradas con el precio de su sangre, privándolas del indispensable ministerio, sin el cual no pueden vivir? ¿Acaso obró él así, cuando sus padres lo lle­varon a Egipto, siendo infante, pues aún no había congregado los fieles de su iglesia y, por tanto, mal puede decirse que los aban­donara? O cuando el apóstol San Pablo, huyendo de la ira de los enemigos, fue descolgado por una ventana en una espuerta para evitar la muerte, ¿acaso la iglesia de aquel lugar quedó desam­parada del necesario ministerio y no cumplieron otros hermanos allí establecidos sus deberes? Por instigación de ellos obró así el apóstol, para salvar su persona en provecho de la Iglesia, porque a él particularmente le buscaba el perseguidor. Hagan, pues, los siervos de Cristo, los dispensadores de su palabra y sacramentos, lo que él mandó o permitió. Huyan de una ciudad a otra, cuando peligra su vida personal, con tal que otros ministros, que no son blanco de persecución, no abandonen la Iglesia, sino sigan sumi­nistrando los alimentos necesarios para la vida de las almas. Mas cuando hay peligro común para todos, obispos, clérigos y fieles, los que necesitan del apoyo de otros no sean abandonados de los que deben prestarlo. O vayan, pues, todos a lugares defendidos, o si no pueden menos de quedarse, no los abandonen quienes tienen obligación de atender a sus necesidades, para que o todos vivan o todos sufran juntamente lo que el Padre de familias tiene dispuesto.

3. Y si unos tienen que sufrir más y otros menos o todos igualmente, se ve manifiesto quiénes padecen por caridad al pró­jimo; a saber: los que, habiendo podido librarse con la fuga, abrazan la desgracia ajena para asistirle en su necesidad. Así se prueba bien la caridad recomendada por el apóstol San Juan cuando dice: Como Cristo expuso su alma por nosotros, así nosotros debemos exponerla por los hermanos. Pues los que huyen o no pueden emprender la fuga, forzados por alguna necesidad, si caen en manos de los enemigos, padecen por sí mismos, no por causa de los hermanos; en cambio, los que padecen por no desamparar a los que deben ayudarlos y salvarlos, sin duda alguna exponen su vida por los hermanos.

4. Por lo cual aquel dicho de un obispo, que ha llegado a nuestros oídos: Si el Señor nos recomendó la fuga en las persecuciones, cuyo fruto puede ser el martirio, ¿cuánto más hemos de evitar una pasión sin provecho en caso de una incursión hostil de bárbaros?, este dicho puede aceptarse, pero sólo vale para los que no tienen ningún deber pastoral. Pues quien no evita las calamidades que le vienen de gente bárbara, pudiéndolo hacer, por cumplir el ministerio del Señor, necesario para el manteni­miento de la vida cristiana, gana, sin duda, un mérito mayor de caridad que los que no por los hermanos, sino por interés propio, huyen y, cayendo en las manos hostiles, sin negar a Cristo, reci­ben el martirio.

5. ¿Qué significa, pues, lo que escribiste en tu primera car­ta? Porque dices: Si hemos de permanecer en las iglesias, no veo el provecho que podemos traer a los pueblos, salvo el de asistir al espectáculo de las matanzas de los hombres, de la vio­lación de las mujeres, incendio de iglesias y nuestra misma muerte en los tormentos, por exigir de nosotros lo que no podemos darles. Poderoso es Dios para acoger nuestras plegarias y librar a su familia de todos estos males; mas no por estas cosas inciertas debemos llegar al abandono cierto de nuestro oficio, sin el cual viene un daño cierto al pueblo cristiano, no en los bienes tempo­rales, sino en los eternos, de un valor incomparablemente supe­rior. Pues suponiendo ciertos esos males, que se temen en los lugares donde estamos, huirían antes los que nos obligan a per­manecer con ellos, levantándonos la carga de quedarnos allí, pues nadie sostendrá que deben permanecer los ministros allí donde no ha lugar al ministerio por falta de los fieles. Y tal es el motivo por qué algunos santos obispos españoles huyeron de sus sedes, pues sus feligreses en parte se dieron a la fuga, en parte fueron asesinados o acabaron en el asedio o fueron dispersos en la cau­tividad, pero muchos más se mantuvieron unidos a los fieles que no se movieron, compartiendo con ellos el común gravísimo pe­ligro. Y si algunos abandonaron sus ovejas, esto decimos que no debe hacerse, y los tales obraron movidos no por autoridad divi­na, sino por el error o el miedo.

6. ¿Por qué creen, pues, que sin escrúpulo deben obedecer al precepto de Cristo de huir de una a otra ciudad y no se horrorizan del mercenario, que ve venir al lobo y huye, porque le im­portan poco las ovejas? ¿Por qué no se esfuerzan en entender bien y armonizar las dos sentencias del Señor, que no son con­trarias; una que nos permite o manda la fuga y otra que la declara culpable? Y ¿cómo ha de hallarse esta armonía sino mi­rando lo que antes he dicho, ya acerca de los lugares de donde, arrojados por la persecución, pueden huir los ministros por falta de pueblo a quien atender, ya también porque puede suplirse su ministerio por otros que se quedan, por no tener el mismo motivo de fuga, como huyó el apóstol, sacado de la ciudad en una espuerta, pues los perseguidores lo buscaban precisamente a él, quedando allí otros ministros para atender al servicio de la Igle­sia; como huyó San Atanasio, obispo alejandrino, perseguido especialmente por el emperador Constancio, pero dejando la Igle­sia de Alejandría asistida por otros ministros? Cuando el pueblo no se mueve y huyen los ministros y se suprime el servicio, aqué­lla es culpable fuga de mercenarios que no tienen caridad con sus ovejas. Porque vendrá el lobo; no el hombre, sino el diablo, que muchas veces persuade la apostasía a los fieles a quienes faltaba el servicio cotidiano del Cuerpo del Señor y en su debi­lidad, no por tu ciencia, sino por tu ignorancia, perecerá tu her­mano por quien murió Cristo.

7. Y en lo que toca a los que obran movidos no por error, sino por miedo, en esta causa, ¿por qué no combaten su propia cobardía con la fortaleza y ayuda misericordiosa del Señor, a fin de evitar males y estragos mayores sin comparación? Se consigue esto donde arde la caridad de Dios y no humea la codicia del mundo. Porque la caridad dice: ¿Quién desfallece que no desfa­llezca yo? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase? Pero la caridad viene de Dios. Roguemos, pues, para que nos la dé quien la manda, y por ella temamos que las ovejas de Cristo sucumban en su corazón a la espada espiritual más que al hierro que desgarra la carne, según la cual, donde quiera y como quiera, siem­pre han de rendir el tributo a la muerte. Temamos más la co­rrupción del sentimiento y la pérdida de la fe que la violación material de la castidad, porque la pudicia no se pierde con la violencia si se custodia con el corazón, y aun ni siquiera en la carne queda estragada cuando la voluntad de la paciente no usa torpemente de su cuerpo, sino tolera, sin consentir, la violencia ajena. Temamos la destrucción de los templos vivos por causa de nuestra ausencia más que el incendio de los edificios de piedra y madera, estando nosotros presentes. Más hemos de sentir la muerte de los miembros del Cuerpo místico privados del espiri­tual alimento que el tormento de los miembros corporales expues­tos a la violencia enemiga. No quiero decir que estos males no se han de evitar, si es posible, sino que han de sobrellevarse cuando no se pueden evitar, sin faltar a la piedad con el prójimo, a no ser que alguien se empeñe en sostener que no es un ministro impío el que sustrae su ministerio necesario a la piedad, cuando precisamente es más necesario.

8. ¿Acaso no sabemos, cuando ocurren estos casos de peli­gros extremos, sin medio de evitarlos, qué afluencia de hombres, de todo sexo y condición, acuden y llenan las iglesias, unos pi­diendo el bautismo, otros la reconciliación, otros los actos de la penitencia y todos el consuelo y el servicio de los sacramentos? Y si faltan los ministros, ¡qué ruina más grande para los que se van de este mundo o sin bautizarse o ligados con sus delitos!, ¡cuán inconsolable es el llanto de sus fieles, que no los verán en el descanso de la vida eterna! ¡Cuántos lamentos y hasta blasfemias en algunos por la ausencia de los ministros y ministerios! Ved lo que trae el temor de los males temporales y cuánta ruina de males eternos acarrea. En cambio, donde no faltan los ministros, con las fuerzas que Dios les da, se acude a todos con el remedio: unos se bautizan, otros se confiesan, a nadie se niega el Cuerpo de Cristo; todos quedan consolados, edificados, exhortados para que rueguen al Señor, libertador de nuestros males; todos se hallan dispuestos para que, si no es posible pasar el cáliz, se cum­pla la voluntad del Señor, que no puede querer mal alguno.

9. Ahora, ciertamente, puedes ver lo que se te ocultaba an­tes, según decías en la carta; conviene a saber: cuántos bienes se logran en el pueblo cristiano con la presencia de los ministros de Cristo en medio de las tribulaciones que nos afligen, y cuántos daños acarrea su ausencia al buscarse el propio interés y no el de Jesucristo. Los fugitivos no poseen aquella caridad de la que está escrito: No busca su propio interés, ni imitan al que dijo: No voy en pos de mi provecho, sino del bien común para que se salven. El cual tampoco hubiera huido de la celada del príncipe perseguidor a no haber querido conservarse para bien de otros; por eso dice: Dos deseos combaten dentro de mí, pues de un lado ansío morir para estar con Cristo, que es lo me­jor; por otro, quisiera permanecer en la carne, lo cual es más ne­cesario para vosotros.

10. Tal vez alguien ponga este reparo: los ministros de Dios deben ponerse a salvo en tan inminentes peligros, con el fin de conservarse y poder ser útiles para la Iglesia en tiempos mejores. Bien se puede permitir eso cuando no falten quienes suplan el ministerio eclesiástico, para que no quede totalmente abandonado, como lo hizo San Atanasio, recordado antes. Y cuán necesaria y provechosa fue la permanencia terrena de aquel va­rón lo sabe bien la fe católica, tan esforzadamente defendida por él de palabra y obra contra los arrianos. Pero cuando amenaza un peligro común, y más se ha de temer la sospecha de que se emprende la fuga por miedo a la muerte y no por miramiento a bienes mayores, y más daño se acarrea con el mal ejemplo de la deserción, que provecho con la presunta obligación de prolongar la vida, entonces por ninguna razón se debe huir. Finalmente, el santo rey David, para no exponerse al peligro de las batallas y desaparecer por la muerte, extinguiéndose la antorcha de Israel, como allí se dice, obró también aconsejado por los suyos, no por motivos de la propia presunción, pues de lo contrario le hubieran imitado muchos en aquella cobardía, creyendo que no miraba al provecho y utilidad de los otros, sino que obedecía a la fuerza del miedo.

11. Hay también otra cuestión que no puede soslayarse: si no se ha de desestimar este servicio, con la fuga de algunos mi­nistros, en casos de inminente peligro, para conservarse y servir a los supervivientes de la catástrofe, ¿qué se deberá hacer cuando a todos, exceptuando a los fugitivos, les amenaza la común ruina? ¿O cuando la rabia enemiga busca particularmente a los ministros de la Iglesia? ¿Qué diremos a esto? ¿Deberá ser abandonada la Iglesia con la fuga de los ministros por miedo a un mayor desamparo a causa de la muerte? Pero si los seglares no se hallan amenazados de muerte, ellos pueden ocultar de algún modo a sus obispos y sacerdotes con la ayuda del Dueño universal, que puede conservar milagrosamente al que rehúsa la huida; sin embargo, aquí indagamos lo que es lícito hacer, sin ser acusados de tentar a Dios, pidiéndole milagros. Este común riesgo de sacerdotes y pueblo fiel no es como el de una nave en tempestad donde están a pique de perderse mercaderes y marinos. Sin embargo, lejos de nosotros estimar tan poco esta nuestra nave, de modo que los marinos y, sobre todo, el timonel hayan de abandonarla en mo­mento de peligro, aun cuando puedan librarse saltando a algún esquife o salvándose a nado. Lo que tememos nosotros para nues­tros fieles no es la muerte temporal, que tarde o temprano ha de venir, sino la eterna, que puede venir, si no se vigila, pero tam­bién se puede evitar con piadosa precaución. Mas en un común peligro de esta vida, ¿por qué creemos que donde estalle una persecución han de morir todos los clérigos y no también todos los laicos, a quienes es necesario el servicio eclesiástico para que jun­tamente mueran bien? Y ¿por qué no esperamos que, en caso de sobrevivir algunos laicos, la misma suerte tendrán algunos clérigos, quienes se encarguen de dispensarles los divinos mis­terios?

12. ¡Qué bella sería entre los ministros de Dios la emula­ción por saber quién se ha de quedar para que la Iglesia no quede desierta con la fuga de todos y quién ha de ponerse a salvo para que no quede huérfana con la muerte de todos! Tal será la emulación en que unos y otros están abrasados por la caridad y todos sirven a su causa. Si esa emulación no pudiera terminarse de otro modo, sería conveniente echar suertes sobre quién recae la obligación de huir o de quedarse. Pues los que dijeren que a ellos les toca emprender más bien la fuga parecerán cobardes ante el peligro o arrogantes por pensar que deben ser conservados, como más necesarios para la Iglesia. Los mejores, tal vez, querrán dar su vida por sus hermanos, y los que se salvarán por la fuga serán los menos útiles por menos hábiles para el minis­terio y gobierno de las almas. Pero si les anima la verdadera piedad, ellos se opondrán a los designios de los colegas más dis­puestos para la muerte que para la huida, por ser su vida más ne­cesaria a los intereses cristianos. Porque está escrito: La suerte pone fin a los pleitos y decide entre los grandes; y en perplejida­des de este género, Dios juzga mejor que los hombres, ora llamando a los mejores al martirio y perdonando a los más flacos, ora dando a éstos, cuya vida es menos preciosa para la Iglesia que la de los otros, la fuerza para soportar los trabajos hasta la muer­te. Este sorteo tendría algo de extraordinario; pero, en caso de hacerse, ¿quién se atrevería a censurarlo? ¿Quién, fuera del en­vidioso o del ignorante, no lo celebraría dignamente? Mas si no agradare este recurso, porque no se mencionan ejemplos de este hecho, nadie fugándose prive a los fieles de los auxilios más ne­cesarios y debidos en tan terrible situación. Nadie se lisonjee de preferirse a otros, juzgándose más digno de vivir y, por lo mismo, más digno de huir. El que pensara así sería muy presuntuoso y desagradaría a los demás, si también lo dijera.

13. No faltan quienes dicen que los obispos y sacerdotes, cuando se quedan en medio de estos peligros, son causa de engaño para los pueblos, los cuales no intentan huir mientras ven que no se mueven sus pastores. Pero fácil es salir al paso de este reparo; no hay más que decir a los pueblos: No os sirva de pretexto para no huir nuestra permanencia en este lugar, pues no por miramiento a nuestra vida, sino por vosotros, nos quedamos aquí, por la necesidad que tenéis de nuestro ministerio para sal­varos en Cristo. Si vosotros huís, quedaremos libres de los lazos que nos ligan a vuestras almas. Creo que debe hablarse así a los fieles, cuando pueden refugiarse en lugares más seguros. Si, oído esto, algunos o todos responden: Nosotros estamos bajo la mano de Aquel de cuya ira nadie puede escaparse, de Aquel cuya mise­ricordia se derrama en todas partes, aun allí mismo donde se quiere permanecer (ora por algún impedimento que dificulta la fuga, ora porque no hay ánimo de buscar penosamente refugios inseguros, donde sólo se logra cambiar de peligros), entonces, sin duda, deben quedar con ellos los ministros del Señor. Pero si prefieren marcharse, siguiendo el consejo de los obispos, éstos quedan desobligados de seguir allí, porque faltarían las personas cuyo servicio los sujeta a la permanencia.

14. Así, pues, quien se retira sin privar a los feligreses del necesario ministerio, hace lo que prescribe o permite el Señor; pero el que huye dejando al rebaño de Cristo sin el sustento es­piritual que necesita es un mercenario que ve venir el lobo y huye, porque no ama a las ovejas.

Tal es, ¡oh amadísimo hermano!, la respuesta a la consulta que me has hecho, escribiéndote lo que pienso según la verdad y caridad verdadera. Si hallas un consejo mejor, yo no te impido que lo sigas. Sin embargo, en estos tristes tiempos que alcanza­mos, nada mejor que rogar al Señor para que se apiade de nosotros. Hombres muy santos y sabios han tenido el mérito de ha­cerlo así, permaneciendo fielmente unidos a su Iglesia, sin que ninguna contradicción les haya hecho cambiar de propósito».

CAPÍTULO XXXI

Muerte y sepultura de San Agustín

Aquel santo tuvo una larga vida, concedida por divina dispen­sación para prosperidad y dicha de la Iglesia; pues vivió setenta y seis años, siendo sacerdote y obispo durante casi cuarenta. En conversación familiar solía decirnos que, después del bautismo, aun los más calificados cristianos y sacerdotes deben hacer digna y conveniente penitencia antes de partir de este mundo. Así lo hizo él en su última enfermedad de que murió, porque mandó copiar para sí los salmos de David que llaman de la penitencia, los cuales son muy pocos, y poniendo los cuadernos en la pared ante los ojos, día y noche, el santo enfermo los miraba y leía, llorando copiosamente; y para que nadie lo distrajera de su ocupación, unos diez días antes de morir, nos pidió en nuestra pre­sencia que nadie entrase a verle fuera de las horas en que lo visitaban los médicos o se le llevaba la refección. Se cumplió su deseo, y todo aquel tiempo lo dedicaba a la plegaria. Hasta su postrera enfermedad predicó ininterrumpidamente la palabra de Dios en la iglesia con alegría y fortaleza, con mente lúcida y sano consejo. Y al fin, conservando íntegros los miembros cor­porales, sin perder ni la vista ni el oído, asistido de nosotros, que lo veíamos y orábamos con él, se durmió con sus padres, disfru­tando aún de buena vejez. Asistimos nosotros al sacrificio ofrecido a Dios por la deposición de su cuerpo y fue sepultado. No hizo ningún testamento, porque, como pobre de Dios, nada tenía que dejar. Mirando a los venideros, mandaba siempre que se guar­dasen con esmero toda la biblioteca de la Iglesia y los códices antiguos. Los bienes que poseía la Iglesia en propiedades u orna­mentos, todo lo encomendó a la fidelidad del presbítero que llevaba el cuidado de su casa. En su vida y en su muerte trató con atención a sus parientes, religiosos o seglares; y si era nece­sario, de lo sobrante, como a los demás, les proveía, no para enri­quecerlos, sino para que no padeciesen necesidad o para aliviarla. Dejó a la Iglesia clero suficientísimo y monasterios llenos de re­ligiosos y religiosas, con su debida organización, su biblioteca provista de sus libros y tratados y de otros santos; y en ellos se re­fleja la grandeza singular de este hombre dado por Dios a la Iglesia, y allí los fieles lo encuentran inmortal y vivo. Según esto, puede aplicarse a él el pensamiento que un poeta profano encerró en un epigrama para que después de la muerte lo grabaran en túmulo alto y público:

«¿Deseas conocer, ¡oh viajero!,
que el poeta vive después de muerto?
Hablo lo que estás leyendo, porque tu voz es la mía».

Y ciertamente en sus escritos se manifiesta, según la luz de la verdad que se recibe, cómo aquel sacerdote tan agradable y amado de Dios vivió según la saludable y recta fe, esperanza y caridad de la Iglesia católica, y los que leen sus libros acerca de las cosas de Dios salen aprovechados. Si bien yo creo que, sin duda, pudieron recabar mayor provecho los que lo oyeron y vieron predicar en la iglesia y, sobre todo, conocieron su vida ejemplar entre los hombres. Porque no sólo era un escriba muy instruido en la doctrina del reino de los cielos que extraía del tesoro riquezas antiguas y nuevas y uno de los negociadores que, vendiendo sus posesiones, compró la margarita preciosa que ha­llara, sino también pertenecía al grupo de aquellos a quienes se manda: Obrad conforme a vuestras enseñanzas, y de los que alaba el Salvador: El que obrare y enseñare así a los hombres, éste será grande en el reino de los cielos.

Os ruego, pues, muy encarecidamente a los que leéis este es­crito que a la vez conmigo, dando gracias a Dios omnipotente, lo bendigáis por haberme dado luz, voluntad y fuerza para con­tar estas cosas en provecho de los hombres de hoy y de mañana. Os pido también que conmigo y por mí oréis para que me conceda la gracia de imitar en este mundo las virtudes de San Agustín, a quien en otro tiempo me unió por espacio de cuarenta años una amistad concorde y dulce, y para que después, en la vida eterna, goce en su compañía de las promesas de Dios omnipotente.