LA MÚSICA

Traducción: Alfonso Ortega

LIBRO VI

Dios, Fuente y lugar de los números eternos

Introducción

1 1. M.: —Asaz largo tiempo, en verdad, y de modo claramente pueril, nos hemos detenido durante cinco libros tras las huellas de los ritmos relacionados con la duración de los tiempos. Fácilmente quizá este trabajo, por su útil servicio, excuse nuestra frivolidad ante los lectores benévolos, porque no pensamos emprenderlo por otra razón alguna sino para que los jóvenes, y aun las personas de cualquier edad, a quienes dotó Dios de buena inteligencia, se arrancaran, bajo la guía de la razón, no precipitadamente, mas por modo escalonado, de los sentidos de la carne y de las literaturas carnales a las que no es difícil apegarse, y por amor a la verdad inmutable quedaran fijos en el único Dios y Señor de todas las cosas que, sin mediación de criatura alguna, dirige las almas humanas.

Quien lea, pues, los libros anteriores nos encontrará en compañía de gramáticos y de poetas, movidos no por la decisión de habitar entre ellos, sino por la necesidad del camino. Mas cuando viniere a este libro, si, como espero y suplicante ruego, el Dios y Señor nuestro haya gobernado mi proyecto y voluntad y la haya conducido adonde se siente desplegada, comprenderá el lector que no es de despreciable posesión este despreciable camino por el que ahora, en compañía de viajeros más débiles, no siendo nosotros mismos muy fuertes, hemos preferido andar, más bien que lanzarnos por aires más libres con menguadas alas. Así, a lo que yo pienso, juzgará que nada o no mucho hemos errado, si fuere al menos del número de los varones del espíritu.

Porque la turba restante de lenguas alborotadoras, salidas de las escuelas, y de los que con vulgar frivolidad se gozan ante el estruendo de los aplausos, si por azar viene a caer sobre estos escritos, o los despreciará todos o pensará a su antojo que le basta con aquellos cinco primeros libros; a éste, sin duda, en el que está el fruto de los otros, o lo tirará como no necesario, o lo dejará a un lado como para otro tiempo necesario.

En cuanto a los demás lectores que no están instruidos para comprender estos temas, si hallándose impregnados en los misterios de la pureza cristiana, con empeño dirigidos hacia el único y verdadero Dios por una caridad altísima, remontaron su vuelo más allá de todas estas puerilidades, fraternalmente les advierte que no desciendan a ellas; y si comenzaren a sentir aquí dificultades, que no se lamenten de su tarda rudeza, porque, sin conocer estos caminos difíciles e incómodos a sus pies, son también capaces de atravesar con su vuelo esas desconocidas rutas.

Y si lo leen quienes, a causa de sus pasos débiles y desentrenados, no pueden caminar por aquí, y no tienen las alas de la piedad con las que sobrevuelen esas cosas de poca monta, que no se metan en una inútil ocupación; sino con los preceptos de una religión muy provechosa, y en el nido de la fe cristiana, dejen crecer alas en las que transportados escapen a la fatiga y al polvo de este camino, inflamados en el amor de la patria en sí misma más que en el de estas sendas tortuosas.

Porque estas obras están escritas para aquellos que, entregados a las literaturas del siglo, se enredan en grandes errores y consumen sus buenas inteligencias en bagatelas, sin saber qué es lo que en ellas les deleita. Si en esto reparasen, verían por dónde huir de tales redes y cuál es el lugar de la seguridad felicísima.

PRIMERA PARTE

Las armonías de las almas y sus grados

Nociones previas

2 2. M.: —Por lo cual, tú, con quien ahora yo razono, amigo íntimo mío, dime, si te parece, a fin de que pasemos de lo corporal a lo incorpóreo: cuando recitamos este verso: Deus creator omnium (Dios creador de todas las cosas), ¿dónde crees que están los cuatro yambos de que consta y sus doce tiempos? Es decir, ¿están solamente en el sonido que se percibe o también en el sentido del oído de quien los percibe? ¿O también en la acción del que lo recita? ¿O, porque es un verso conocido, debemos confesar que estos ritmos están también en nuestra memoria?

D.: —Están en todos estos datos dichos, pienso yo.

M.: —¿En ninguna parte más?

D.: —No veo qué puede quedar, a no ser que exista acaso una fuerza interior y superior de donde esos ritmos proceden.

M.: —Yo no pregunto qué conjetura debe hacerse. Porque si estos cuatro géneros se te presentan de modo que no ves ningún otro que sea igualmente manifiesto, distingámoslos, si te place, unos de otros, y veamos si cada uno de ellos puede realizarse sin los otros.

Pues creo que tú no habrás de negar esto: puede ocurrir que en cualquier lugar se deje oír un sonido azotando el aire con pequeños retardos y medidas de esta clase de ritmos, sea por la caída de gotas de agua, sea por cualquier otro choque de cuerpos, y no haya en tal lugar oidor alguno presente. Cuando esto ocurre, prescindiendo del primer género, puesto que el sonido mismo tiene estos ritmos, ¿se puede encontrar algún otro de los cuatro géneros dichos?

D.: —Ningún otro veo.

3. M.: —¿Qué decir de ese otro segundo ritmo que está en el sentido del que oye? ¿Puede existir, si no hay nada que suene? Porque yo no pregunto si los oídos tienen potencia de percibir si alguna cosa suena, y de la que ciertamente no carecen si no se hace presente el sonido, pues, aun habiendo silencio, se diferencian con mucho de los oídos sordos, sino pregunto sobre si ellos poseen estos ritmos por sí mismos aunque nada suene. En efecto, una cosa es poseer los ritmos, otra distinta ser capaz de percibir un sonido rítmico. Porque si tú tocas con el dedo un lugar sensible del cuerpo, cuantas veces lo toques, otras tantas se siente por el tacto este ritmo; y cuando es percibido, no carece de él quien lo percibe. Pero dónde se encuentra, aun cuando nadie toque, no el sentido, sino el ritmo, es igualmente lo que se pregunta.

D.: —No diría yo fácilmente que el sentido carece de tales ritmos establecidos en él, aun antes de que se produzca algún sonido; pues, en caso contrario, ni se enhechizaría con su armonía ni se sentiría molesto a causa de su estridencia. Por tanto, cualquiera que ello sea, lo que nos hace aprobar o rechazar, no por reflexión, sino por naturaleza, un sonido que se produce, lo llamo yo el ritmo del sentido en sí mismo. Pues esta potencia de aprobar y de rechazar no se produce en mis oídos en el momento en que oigo el sonido. Los oídos, efectivamente, no están menos abiertos a los buenos sonidos que a los malos.

M.: —Mira, por el contrario, que no deben confundirse lo más mínimo estas dos cosas. Porque si se recita un verso cualquiera, una vez más aprisa, otra más lentamente, no ocupará necesariamente el mismo espacio de tiempo, aunque queda intacta la misma proporción de pies. Por tanto, aquella potencia por la que aceptamos los sonidos armoniosos y rechazamos los estridentes, hace que el verso acaricie con un mismo género rítmico los oídos. Mas para que sea percibido en menos tiempo cuando se le recita más aprisa, y en más tiempo cuando se hace más lentamente, ninguna otra cosa importa sino el tiempo durante el cual los oídos se sienten afectados por el sonido. Luego esta afección de los oídos, cuando un sonido los hiere, de ninguna manera es la misma que cuando no se sienten heridos. Pues igual que hay diferencia entre oír y no oír, así es diferente oír esta voz y oír aquella otra. Así, pues, esta afección ni se prolonga más allá ni se detiene más acá, porque ella es la medida del sonido que la produce. Por consiguiente, ella es distinta en el yambo, distinta en el tríbraco; más larga en un yambo más largo, más corta en uno más corto; inexistente en el silencio. Si es producida por una voz rítmica, ella misma es también necesariamente rítmica. Ni puede existir a no ser que se presente el causante del sonido; porque ella es semejante a la huella impresa en el agua, que ni puede formarse antes de que le hayas introducido el cuerpo ni permanece cuando lo has retirado.

Mas aquella potencia natural, como si se tratara de una fuerza decisoria que está presente en los oídos, no cesa de existir en el silencio ni nos la introduce el sonido, sino que éste es recogido por ella como digno de aprobación o de reprobación. Por ello, si no me engaño, hay que distinguir estas dos cosas; y es obligación confesar que los ritmos que se hallan en la misma afección de los oídos impresionados, cuando se oye alguna cosa, son traídos por el sonido, quitados por el silencio. De donde se colige que los ritmos, que están en el sonido mismo, pueden existir sin esos que están en el acto mismo del oír, mientras que estos últimos no pueden existir sin aquellos primeros.

Tercer y cuarto género de ritmos:

En la pronunciación y en la memoria

3 4. D.: —Estoy de acuerdo.

M.: —Considera, pues, este tercer género, que está en la práctica misma y actividad del que recita, y mira si pueden existir estos ritmos sin aquellos que hay en la memoria. Porque, aun estando callados, podemos en nosotros mismos, por el pensamiento, reproducir ritmos con la duración temporal con que serían también realizados por medio de la voz. Es cosa manifiesta que estos ritmos están en una cierta actividad del espíritu; una actividad que, como no produce ningún sonido ni pone afección alguna a los oídos, muestra que este género puede existir sin aquellos dos, de los que uno está en el sonido y el otro en el oyente cuando oye. Pero nosotros investigamos si existiría si no fuese con ayuda de la memoria.

Sin embargo, si el alma produce estos ritmos que nosotros encontramos en el pulso de las venas, la cuestión está resuelta, porque también es evidente que ellos están en la misma operación y que respecto a ellos la memoria no nos presta ayuda ninguna. Mas si, en lo que a éstos atañe, resulta inseguro que sean propios de la actividad del alma, nadie ciertamente duda, en cuanto a los que producimos por la acción respiratoria, que sean ritmos con intervalos de tiempo y que el alma los produce de tal guisa que, poniendo también en juego la voluntad, pueden variarse de múltiples maneras; y, con todo, para producirlos, no tiene necesidad de memoria alguna.

D.: —Me parece que este género puede existir sin los otros tres. En efecto, aunque no me cabe duda que el pulso de las venas es vario según la constitución física de los cuerpos y que se producen los intervalos de la respiración; sin embargo, ¿quién osará negar que todo ello tiene lugar gracias a la actividad del alma? También este movimiento respiratorio, según la diversidad de los cuerpos, es en unos más acelerado, en otros más lento; y, sin embargo, si no está presente el alma, que los produce, no hay movimiento alguno.

M.: —Considera, pues, también el cuarto género; es a saber: el de los ritmos que están en la memoria; porque si los expresamos por medio del recuerdo y, al trasladarnos a otros pensamientos, los dejamos otra vez como depositados en sus apartados hondones, lo que no queda oculto es, pienso yo, que ellos pueden existir sin los demás.

D.: —Yo no dudo que ellos existen sin los otros; mas, sin embargo, a no ser que sean oídos o pensados, no se confiarían a la memoria. Y, por ello, aunque permanezcan al cesar los otros, son impresos, sin embargo, en nosotros por los mismos que les preceden.

Género de ritmos en el juicio natural

4 5. M.: —No te contradigo, y quisiera ya preguntarte cuál de estos cuatro géneros juzgas tú ser el más excelente, si es que no estoy pensando, mientras examinamos sus formas, que nos ha aparecido, no sé de dónde, un quinto género que reside en el mismo juicio natural del sentir, cuando nos deleitamos en la igualdad de los ritmos o nos sentimos molestos cuando falta en ellos. Porque no menosprecio el parecer tuyo de que nuestro sentido de ninguna manera ha podido actuar así sin que haya en él ciertos ritmos latentes. ¿Piensas que una virtud tan importante pertenece quizá a uno de los cuatro géneros dichos?

D.: —Yo realmente pienso que hay que distinguir este género de todos los otros. Puesto que una cosa es emitir un sonido que se atribuye a un cuerpo, otra oír la impresión que desde los sonidos percibe el alma en el cuerpo, otra producir ritmos más lentos o más aceleradamente, otra tener presente todo eso, otra, en fin, pronunciar una sentencia, como en nombre de un cierto derecho natural, sobre todos estos fenómenos para aprobarlos o rechazarlos.

6. M.: —Veamos; dime ahora cuál de estos cinco sobresale principalmente.

D.: —El quinto, pienso yo.

M.: —Rectamente piensas, pues ése no podría juzgar sobre los otros sin ser superior a ellos. Pero te pregunto de nuevo cuál de los otros cuatro estimas sobre todo.

D.: —Ciertamente, el que está en la memoria: porque veo que los ritmos duran allí más tiempo del que suenan o se oyen o se producen.

M.: —Antepones, por tanto, los ritmos producidos a sus causas; porque poco antes dijiste que esos ritmos que hay en la memoria se imprimen gracias a la acción de aquellos otros.

D.: —No quisiera anteponerlos, pero no veo, por otra parte, cómo no voy a anteponer lo más durable a lo menos duradero.

M.: —No te haga vacilar eso; porque no es insoslayable preferir lo que tarda más en perecer a lo que transcurre en menos tiempo, de la misma manera que preferimos lo eterno a lo temporal. Pues también la salud de un solo día es ciertamente mejor que la enfermedad de muchos días. Y, si queremos comparar deseos con deseos, mejor es leer un día que escribir durante muchos, si en un solo día se lee la misma cosa que durante muchos se escribe.

Así, los números que hay en la memoria, aunque duren más tiempo en ella que aquellos por los que son impresos en nosotros, no hay que preferirlos a los que nosotros producimos, no en el cuerpo, sino en el alma: porque unos y otros pasan, los unos por cesación, los otros por olvido. Mas aquellos que nosotros producimos, aun sin que cesemos de actuar, parecen ser eliminados por la sucesiva acción de los siguientes, mientras los primeros, al pasar, ceden el lugar a los segundos, y los segundos a los terceros, y así sucesivamente los anteriores a los posteriores, hasta que una cesación definitiva destruya a los últimos.

Por causa del olvido, de otra parte, desaparecen en conjunto muchos ritmos, aunque poco a poco, porque ni ellos mismos permanecen por largo tiempo sin menoscabo. Pues, por ejemplo, lo que después de un año no se encuentra en la memoria también es ya algo menos después de un día; pero es inconsciente esta progresiva pérdida. De ello, sin embargo, no se conjetura erróneamente que el recuerdo se disipe, volando de repente, precisamente la víspera de que se cumpla el año. De aquí se da a entender que empieza a deslizarse a su ruina desde el mismo instante en que se adhiere a la memoria. De esto proviene la expresión que con frecuencia decimos: «apenas recuerdo», cuando después de cierto tiempo volvemos a reavivar un recuerdo, antes de que claramente desaparezca por completo. Por tal razón, una y otra especie de ritmo es mortal. A pesar de todo, los que son causa se anteponen con derecho a los que son efecto.

D.: —Lo acepto y doy por bueno.

7. M.: —Fija ya, por tanto, tu mirada en los tres ritmos restantes y explica cuál es el mejor y debe preferirse a los demás.

D.: —No es fácil. Pues, por aquella regla, «hay que anteponer a los efectos sus causas», me veo obligado a dar la palma a los ritmos sonoros. Efectivamente, tenemos sensación de ellos al oírlos, y cuando los sentimos, experimentamos su acción. Estos, pues, son los que producen a aquellos que se hallan en la afección de los oídos cuando los oímos; y éstos, a su vez, que tenemos por la sensación, producen otros en la memoria, a los que justamente deben ser preferidos por ser su causa. Mas aquí, como la sensación y la memoria son propiedad del alma, no me causa confusión si antepongo un fenómeno, que se produce en el alma, y otro que está ya realizado en ella.

Otra cosa me conturba, a saber: cómo los ritmos o números sonoros, que ciertamente son corpóreos, o insertos de algún modo en el cuerpo, merecen más alabanza que aquellos que se encuentran en el alma cuando experimentamos la sensación. Y de nuevo me conturba por qué no han de merecer más alabanza cuando ellos son las causas y los otros sus efectos.

M.: —Maravíllate más bien de que el cuerpo sea capaz de ejercer su acción en el alma. Tal vez no pudiera, realmente, hacer tal cosa si, a consecuencia del primer pecado, el cuerpo al que sin esfuerzo alguno y con suma facilidad vivificaba y gobernaba el alma, tornado a peor condición, no estuviese sometido a la corrupción y a la muerte; sin embargo, tiene él una belleza propia de su modo de ser, y por esto mismo hace suficientemente estimable la dignidad del alma, y ni el castigo ni la enfermedad de ésta logró despojarle del legado de una cierta belleza. Este castigo, por un misterio admirable y que no tiene palabras, dignóse asumir la suprema Sabiduría de Dios cuando se hizo hombre sin pecado, no sin la condición de pecador. Porque quiso nacer a la manera humana y padecer y morir. Sin haber merecido nada de esto, sino por su altísima bondad: para que nos guardemos del orgullo, por el que muy justamente venimos a dar en esas miserias, más que de los oprobios que El recibió sin culpa alguna; para que con espíritu tranquilo paguemos la deuda de la muerte, cuando El, por amor a nosotros, ha podido sufrirla aun sin tenerla como debida, y por cualquier otro fin más secreto y más puro que en tal misterio pueden entender los santos y mejores que nosotros. No es, pues, sorprendente que el alma, actuando dentro de una carne mortal, experimente las pasiones del cuerpo. Ni porque ella misma es mejor que el cuerpo hay que pensar que todo cuanto en ella se hace es mejor que todo lo que ocurre en el cuerpo. Te parece, en efecto, creo yo, que debemos preferir lo verdadero a lo falso.

D.: —¿Quién podrá dudarlo?

M.: —Pero ¿es un árbol lo que vemos en sueños?

D.: —De ninguna manera.

M.: —Pero su forma se produce en el alma; en cambio, la del otro, que nosotros vemos, se realiza en el cuerpo. Así, puesto que lo verdadero es mejor que lo falso y el alma mejor que el cuerpo, lo verdadero en el cuerpo vale más que lo falso en el alma. Pero es mejor en tanto en cuanto es verdad, no en cuanto ocurre en el cuerpo; del mismo modo, el cuerpo es quizá peor en cuanto es falso, no en cuanto que ocurre en el alma. A menos que tengas que añadir algo.

D.: —Nada, por cierto.

M.: —Escucha otra cosa que, según mi pensar, está más cerca de la solución, aunque no sea mejor. Porque no negarás ser mejor lo que conviene que lo que no conviene.

D.: —Todo lo contrario, lo proclamo.

M.: —Pero ¿quién duda que una mujer vaya decorosa con un vestido y en ese mismo pueda ser chocante un varón?

D.: —También es cosa manifiesta.

M.: —¿Qué decir si esa forma de los ritmos conviene en los sonidos que llegan a los oídos y no es conveniente en el alma, cuando ella los percibe y los experimenta? ¿Habría que sorprenderse en gran manera?

D.: —No lo creo.

M.: —¿Por qué, pues, dudamos en preferir los ritmos sonoros y corporales a los que son efectos suyos, aunque se produzcan en el alma, que es más excelente que el cuerpo? Así, preferimos números a números, productores a productos, no el cuerpo al alma. Porque los cuerpos son tanto mejores cuanto son más copiosos en tales números. El alma, en cambio, se hace mejor al despojarse de aquellos que recibe a través del cuerpo, cuando se aparta de los sentidos carnales y se reforma gracias a las armonías divinas de la Sabiduría. Así, en efecto, se dice en las Santas Escrituras: Vuelta di yo al mundo para saber y considerar y buscar la Sabiduría y el número1. Lo que de ningún modo ha de pensarse que fue dicho de esos ritmos en los que resuenan también los teatros disolutos, sino de aquellas armonías, creo yo, que el alma no recibe del cuerpo, pero que, recibidas del Dios soberano, más bien las imprime ella misma en el cuerpo. Cuál es su realidad, no debemos considerarlo en este lugar.

Objeción y solución general

5 8. M.: —Sin embargo, para que no nos venga a la mente que la vida del árbol es mejor que la nuestra, porque no recibe de otro cuerpo, por la sensación, las armonías (ella, en efecto, no tiene sentido alguno), con cuidado debemos examinar si verdaderamente lo que se llama oír-entender no es ninguna otra cosa que una acción realizada por el cuerpo en el alma.

Pero es el mayor absurdo que el alma esté como materia sometida al cuerpo artífice. Porque jamás el alma es inferior al cuerpo, y toda materia es menos noble que el obrero. Así, pues, de ninguna manera es el alma una materia sujeta al cuerpo, obrero suyo; mas lo sería si el cuerpo produjera en ella algunas armonías. Por tanto, cuando entendemos, no se producen en el alma armonías por causa de aquellos que nosotros conocemos en los números sonoros. ¿Desapruebas algo?

D.: —¿Qué es, pues, lo que ocurre en el oyente?

M.: —Como quiera que sea este fenómeno, que tal vez no podemos investigar o explicar, ¿tendrá tanta fuerza como para hacernos dudar que el alma es mejor que el cuerpo? O cuando proclamamos esta convicción, ¿podremos someter el alma al cuerpo que opere sobre ella y le imponga sus armonías, de tal suerte que el cuerpo sea el artífice y ella la materia de la cual y en la cual se produce una forma rítmica? Si creemos esto, necesario es creer también que es inferior al cuerpo. ¿Y qué puede creerse más digno de compasión? ¿Qué más detestable?

Bajo estas condiciones, intentaré por mi parte, según Dios se dignare prestar su ayuda, conjeturar y exponer lo que tras este fenómeno se oculta. Pero si por debilidad de los dos o de uno de nosotros el resultado queda por debajo de nuestro propósito, o bien nosotros mismos seguiremos investigando una y otra vez este problema, cuando nos hallemos más tranquilos, o lo dejaremos para ser investigado por otros más inteligentes, o con sereno espíritu sufriremos que quede oculto; sin embargo, no debemos dejar por ello escapar de nuestras manos esas seguridades adquiridas.

D. -Retendré sin vacilar todo ello, si puedo; pero quisiera que esa oscuridad no fuese impenetrable a nosotros.

9. M.: —Pronto diré lo que siento, y tú sígueme, o también camina delante, si te sientes con fuerzas, cuando adviertas que yo vacilo y me paro.

Yo pienso, en efecto, que el cuerpo no está animado por el alma sino bajo la finalidad del que lo creó. Ni creo que el alma consiente algo de él, sino que hace de él y en él, disponiendo como de una materia sometida a su dominio por designio divino. Sin embargo, unas veces con facilidad, otras con dificultad, el alma opera cuanto, según sus méritos, le entrega más o menos la naturaleza corpórea.

Así, pues, cualquiera que sean los objetos corporales que se introducen en el cuerpo o que se le ofrecen desde fuera, no es en el alma, sino en el cuerpo donde ellos producen un efecto que se opone o favorece a la acción del alma. Y, por esta razón, como ella se opone a quien la contraría y difícilmente dirige a las sendas de su obra la materia que le está sometida, a causa de esta dificultad se torna más atenta a su acción; y como esta dificultad no se le oculta, por la atención prestada, se dice que en ella hay sensación, y es lo que se llama dolor o fatiga.

Pero cuando es favorable el objeto que llega al cuerpo o se le pone cerca, con facilidad conduce el alma a los caminos de su actividad toda esa influencia o cuanto de ésta cree necesario. Y esta acción suya, por la que aplica su cuerpo a un cuerpo que exteriormente le conviene, no le queda oculta porque se desarrolla con mucha más atención a causa de la excitación que viene de fuera; mas, porque este objeto le conviene, percibe ella una sensación de placer.

Por el contrario, si falta todo aquello con lo que el alma restaura los daños del cuerpo, la necesidad aparece como secuela, y cuando por esta dificultad de actuación se hace más atenta, y teniendo presente su propia acción, experimenta todo eso que se llama hambre, sed o fenómenos de este género. Y cuando son excesivos los alimentos ingeridos y de la pesadez de ellos nace la dificultad para actuar, tampoco esto ocurre sin excitar la atención; y como esta acción no queda oculta, se siente la indigestión. También actúa el alma con atención cuando elimina lo superfluo, con placer si lo hace suavemente, con dolor si es con aspereza. También actúa ella atentamente respecto a la perturbación de la enfermedad corpórea, deseando socorrer a su cuerpo amenazado de ruina y disolución; y como ella es consciente de esta acción, se dice que siente las enfermedades e indisposiciones.

10. Y, para no alargarme, me parece que, cuando el alma siente en el cuerpo, no sufre un influjo suyo, sino que actúa con más atención en las pasiones del cuerpo, y que estas acciones, fáciles unas por su conveniencia, o difíciles por la contrariedad, no le quedan ocultas. Y todo esto, en conjunto, es lo que se llama sentir.

Pero este sentido, que, aun cuando nada sintamos, está a pesar de ello en nosotros, es un instrumento del cuerpo, utilizado por el alma con tan hábil dirección que está en él mejor dispuesta para reaccionar con atención a las pasiones del cuerpo, de suerte que armoniza lo semejante con su semejante y rechaza cuanto es nocivo. Mueve ella, sin duda, a mi parecer, un elemento luminoso en los ojos, una aérea onda purísima y nobilísima en los oídos, un elemento vaporoso en la nariz, en la boca húmedo, en el tacto algo sólido y como lodoso. Pero sea con esta o con otra clasificación como puedan conjeturarse tales propiedades, el alma las acciona con calma, si los factores que se hallan presentes en la unidad de la salud se hacen entre sí lugar, como en común acuerdo de familia. Pero cuando se suman otras influencias que hacen experimentar al cuerpo una, por así llamarla, alteridad, el alma desarrolla acciones más intensas, adaptadas a las diversas partes y órganos: entonces se dice que el alma ve, oye, huele, gusta y siente por el tacto. Con estas acciones incorpora ella gustosa lo que le conviene y hace resistencia con pena a cuanto no le conviene. Estas son las operaciones que el alma, cuando siente, aporta, pienso yo, a las pasiones del cuerpo, sin sufrir esas mismas pasiones.

Conclusión

11. M.: —Por todo ello, como se trata de investigar al presente los ritmos de los sonidos, y se pone en duda el sentido del oído, no debemos detenernos más en otros temas. Así, pues, volvamos a lo que se estaba discutiendo y veamos si el sonido produce algún efecto en el oído. ¿Negarás tú este hecho?

D.: —Ni lo más mínimo.

M.: —-Y bien, ¿no estás de acuerdo en que el mismo oído es un órgano animado?

D.: —Estoy de acuerdo.

M.: —Por consiguiente, cuando con la percusión del aire llega a moverse lo que en ese órgano hay parecido a un fluido aéreo, ¿creemos nosotros que el alma, que con su movimiento vital vivificaba en silencio, antes de ese sonido, el órgano corporal del oído, puede interrumpir la actividad de mover lo que está vivificando? ¿O hay que pensar que ella mueve ese fluido de su oído, repercutido desde fuera, de la misma manera y naturaleza que el que ella producía antes de que penetrara ese exterior sonido?

D.: —No parece sino ser de otra manera.

M.: —¿Y este mover de otra manera no habrá que llamarlo hacer y no sufrir?

D.: — Así es.

Digresión

M.: —Por tanto, no debemos considerar absurdo que al alma, cuando siente, no se le oculten sus movimientos, sean acciones u operaciones, o cualquiera sea el nombre con que sea posible expresarlas.

12. Por otra parte, estas operaciones tienen a veces lugar cuando les preceden afecciones corporales, como son aquellas formas visibles que interceptan la luz de nuestros ojos, o cuando el sonido penetra en nuestros oídos, o cuando desde fuera se aplican exhalaciones a la nariz, sabores al paladar o cualquier objeto sólido y voluminoso al resto del cuerpo; o bien, otras veces, una cosa se traslada y pasa, en el mismo cuerpo, de un lugar a otro, o el cuerpo entero se mueve todo él por su propio peso o por peso ajeno: éstas son las operaciones que aporta el alma a las pasiones precedentes del cuerpo que le causan placer cuando ella las acepta o dolor cuando ella se resiste.

Mas cuando ella sufre algo de parte de sus mismas actividades, lo sufre por influjo de sí misma, no por influencia del cuerpo, pero se adapta por entero al cuerpo. Y por esta razón se empequeñece en sí misma, porque el cuerpo es siempre menor que ella.

13. Apartada, pues, de su Señor y vuelta hacia su siervo, necesariamente pierde fuerza; asimismo, al tornarse de su siervo hacia su Señor, necesariamente recobra vigor, y a este mismo servidor suyo granjea una vida muy fácil y, por consiguiente, de ningún modo trabajosa y ajetreada, una vida a la que, a causa de una paz suma, no se le arrebata atención ninguna. Así es la disposición del cuerpo que se llama salud: no tiene, en efecto, necesidad de ninguna atención nuestra, no porque el alma no hace entonces nada en el cuerpo, sino porque no puede hacer nada más fácil. Porque en todas nuestras obras trabajamos con tanta más atención cuanto mayores son las dificultades.

Ahora bien: esta salud será muy firme y segurísima en el momento en que este cuerpo, en su tiempo y orden determinado, haya sido restituido a su antiguo estado de firmeza5, la resurrección suya que saludablemente creemos, aun antes de que con absoluta perfección llegue a ser entendida por nosotros. Porque el alma debe ser dirigida por quien es superior a ella y dirigir lo que le es inferior. Superior a ella es sólo Dios, inferior sólo el cuerpo, si consideras cada alma y el alma en su totalidad. Porque igual que ella no puede existir toda entera sin el Señor, tampoco puede alzarse sin su servidor. Y como el Señor es más que ella, así es menos su servidor. Por lo que, desplegada hacia su Señor, comprende sus perfecciones eternas, y gana más ser, y más también, a su manera, el siervo por medio de ella. Pero menospreciado su Señor y vuelta hacia el servidor bajo la guía de la carnal concupiscencia, percibe sus movimientos que ella le comunica y pierde ser, si bien no tanto como su siervo, por más que éste llegue a la mayor degradación en su propia naturaleza. Pero por este delito de su dueña es mucho menos de lo que era, cuando ella era más en su ser antes de haber delinquido.

14. Por todo lo expuesto, siendo al fin el cuerpo mortal y frágil, el alma lo señorea con gran dificultad y atención. De ahí que ella sucumbe al error de tener en mayor estima el gusto del cuerpo, porque su materia se entrega a su atención, que la salud misma, que no tiene necesidad de atención alguna. Y no es de maravillarse que se vea envuelta en aflicciones al preferir la desazón a la paz.

Pero al retornar a su Señor, le nace una desazón más grande: el temor de volver a dejarle, hasta que se apacigüe el ímpetu de los ajetreos carnales, desatado por una larga costumbre y que intenta interponerse a su conversión por medio de tumultuosos recuerdos. Así, calmados al fin sus movimientos, por los que ella se sentía conducida hacia las cosas exteriores, realiza la paz de la libertad íntima que se simboliza en el sábado. De este modo conoce que solo Dios es su Señor, el único a quien sirve con libertad suprema.

Mas estos deseos carnales, que ella excita cuando quiere, también cuando quiere los apacigua. Porque así como el pecado está en su poder, no lo está igualmente la pena del pecado. Gran cosa es ciertamente el alma por sí misma y no persevera en sí capaz de reprimir los movimientos lascivos. Peca, en efecto, con creciente fuerza y, después del pecado, más débil según la ley divina, se hace menos fuerte para reparar lo que hizo. ¡Desdichado hombre soy yo! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? La gracia de Dios por medio de Jesucristo, Señor nuestro2. Así, pues, el movimiento del alma, que conserva su energía y todavía no se ha extinguido, está en la memoria, según se dice; y cuando el espíritu pone su atención en otra cosa, es como si aquel movimiento anterior no estuviese más en él, y en realidad se empequeñece, a menos que antes de su desaparición no se renueve por una cierta proximidad de movimientos semejantes.

Exposición

15. M.: —Pero quisiera saber si nada de esto te provoca a partido contrario.

D.: —Me parece que hablas con probabilidad y yo no osaría oponerme.

M.: —Por consiguiente, como la sensación en sí misma consiste en mover el cuerpo contra el movimiento que en él se produjo, ¿no crees tú que por esta razón nada sentimos nosotros cuando nos cortan partes óseas, uñas y cabellos, no porque esos elementos corpóreos no tengan absolutamente vida en nosotros -pues de otro modo no se podrían conservar, ni nutrir ni crecer, ni mostrar también su potencia para producir renuevos-, sino que el aire, ese elemento variable, los penetra con menguada libertad, como para que el alma pueda producir en ellos un movimiento tan rápido como es aquel contra el cual se dice que ella reacciona con la sensación?

Como se considera que esta clase de vida está presente en los árboles y demás vegetales, de ningún modo cabe preferirla no sólo a la nuestra, que tiene la gran facultad de la razón, sino ni siquiera a la misma de las bestias. Una cosa es, en efecto, no tener sensación a causa de una suma torpeza, otra no tenerla por efecto de una suma salud de cuerpo. Porque en un caso faltan los órganos, que se muevan contra las pasiones del cuerpo, en otro las pasiones mismas.

D.: —Lo apruebo y estoy de acuerdo.

Segunda proposición: Los ritmos del alma

6 16. M.: —Vuelve, pues, conmigo al tema y dime cuál de aquellas tres clases de ritmos, de los que uno está en la memoria, otro en la sensación y otro en el sonido, te parece el más eminente.

D.: —Pongo el sonido después de los otros dos que están en el alma y que en cierto modo tienen vida; pero estoy inseguro cuál de estos dos debo juzgar más excelente, si es que no habíamos dicho quizá lo siguiente: como hay que preferir los ritmos que están en la acción -producidos por el alma-a los que están en la memoria, no por otra razón sino porque los unos son causas y los otros efectos de estas causas, por igual motivo debemos preferir también esos ritmos que hay en el alma, mientras oímos, a los que se producen en la memoria como efectos suyos, como poco antes también era parecer mío.

M.: —No creo absurda tu respuesta. Pero como nuestra discusión ha demostrado que los ritmos que hay en la sensación son también operaciones del alma, ¿cómo los distingues tú de los que observamos que estaban en la actividad del alma, cuando aun estando en silencio, sin acudir al recuerdo, el alma produce en sí un movimiento rítmico de acuerdo con los intervalos del tiempo? ¿Acaso porque unos son propios del alma al moverse hacia su cuerpo, y los otros propios del alma en el momento de la audición, reaccionando contra las pasiones del cuerpo?

D.: —Acepto esa distinción.

M.: —¿Y qué te parece? ¿Debe mantenerse el dictamen de juzgar más excelentes los que el alma desarrolla respecto al cuerpo que los que ella misma opone a las pasiones del cuerpo?

D.: —Más libres me parecen los que se producen en silencio que aquellos que se manifiestan no sólo en servicio del cuerpo, sino también en función de las pasiones del cuerpo.

M.: —Veo cinco clases de ritmos distinguidos por nosotros y ordenados por ciertas escalas de valor a los que, si te place, debemos poner adecuados nombres para que en nuestra restante conversación no sea necesario emplear más palabras que cosas haya.

D.: —Me place de veras.

M.: —Llámense, por tanto, los primeros ritmos números de juicio; los segundos, números proferidos; los terceros, números entendidos; los cuartos, números recordables; los quintos, números sonoros.

D.: —Los retengo y con creciente gusto emplearé tales nombres.

Proposición tercera: Números de juicio

7 17. M.: —Atiende, pues, a lo que sigue y dime cuáles de estos números te parecen inmortales, o si todos ellos, según estimación tuya, se disgregan a su debido tiempo y perecen.

D.: —Los de juicio solos son inmortales, a mi parecer; los demás veo que pasan al producirse o se borran de la memoria por olvido.

M.: —¿Tan seguro estás de la inmortalidad de esos como de la muerte de los otros? ¿O hay que investigar con mayor atención si los primeros son verdaderamente inmortales?

D.: —Más bien investiguemos.

M.: —Dime, pues: cuando yo pronuncio un verso un poco más aprisa o algo más lentamente, con tal que respete la ley de los tiempos, según la cual los pies se relacionan en la proporción del simple al doble, ¿atropello con daño alguno el juicio de tu sentido?

D.: —No, en absoluto.

M.: —Y bien, aquel sonido que se emite en sílabas más rápidas y como más fugaces, ¿puede llenar más tiempo del que suena?

D.: —¿Cómo va a poder?

M.: —Por tanto, si estos números de juicio se mantuviesen retenidos por el lazo del tiempo en una duración igual a aquella en la que se han sucedido los números sonoros, ¿podrían aspirar a juzgar estos ritmos que se producen conforme a la ley del yambo, aunque un poco más lentos?

D.: —De ninguna manera.

M.: —Así, pues, está claro que estos números, que ocupan alta presidencia por su rango de jueces, no están ligados por la duración de tiempos.

D.: —Está absolutamente claro.

18. M.: —Con razón estás de acuerdo. Pero si no estuviesen retenidos por ningún espacio de tiempo, cualquiera que sea la mayor lentitud con que yo pronuncie sonidos yámbicos según sus intervalos regulares, a pesar de todo se aplicarían para juzgarlos. Ahora bien: si yo pronuncio una sílaba durante el espacio de tiempo en que se suceden (por no decir muchos) tres pasos de un caminante, y otra sílaba durante un tiempo doble, y así sucesivamente una serie de yambos tan prolongados, por este tiempo simple y doble se guardaría, sin embargo, la regla del yambo; y no podríamos aplicar el juicio natural de nuestro oído para dar esas mediciones por buenas. ¿No te parece?

D.: —Negar no puedo que parece ser así, porque, a mi entender, está clara la cosa.

M.: —Por consiguiente, también estos números de juicio están contenidos en ciertos límites de duraciones temporales, que no pueden sobrepasar cuando juzgan, y todo cuanto excede estos espacios, no pueden ellos abarcarlo para emitir su juicio. Y si ellos están así limitados, no veo cómo son inmortales.

D.: —Ni yo veo qué debo responder. Mas aunque ahora esté menos persuadido de su inmortalidad, no entiendo, sin embargo, cómo de esta presunción se les puede convencer de que son mortales. Puede ocurrir, efectivamente, que cualesquiera sean los espacios de tiempo que ellos juzguen, puedan hacerlo siempre; porque yo no puedo decir, como de los demás, que se borren por olvido, ni que existen durante tanto tiempo, o que se prolongan en el mismo en que el sonido llega y hasta donde se extienden los números entendidos, o exactamente mientras se hacen o cuanto se alargan los que denominamos proferidos; porque estos dos géneros pasan con el tiempo mismo de su actividad. Los números de juicio, por el contrarío, permanecen -si es en el alma, lo ignoro, pero sí ciertamente en la misma naturaleza del hombre- preparados para emitir juicio sobre lo que se les ofrezca, aunque oscilen desde una brevedad fija hasta una longitud determinada, para aprobar en tales ofertas los sonidos armoniosos y condenar los confusos.

19. M.: —Al menos me concedes que unos hombres se sienten antes molestos a causa de los ritmos defectuosos, otros más lentamente, y la mayoría reconoce juiciosamente los imperfectos por comparación con los perfectos, una vez que han escuchado los que van bien y los que van mal al oído.

D.: —Lo concedo.

M.: —¿De dónde, al cabo, piensas que brota esta diferencia si no es de la naturaleza o del ejercicio, o de ambas cosas?

D.: —Así lo pienso.

M.: —En vista de esto, pregunto yo: ¿puede uno alguna vez juzgar y apreciar espacios del ritmo más prolongados, que otro cualquiera no puede?

D.: —Yo creo que es posible.

M.: —Más aún. El que no puede, si se ejercita convenientemente y no es demasiado torpe, ¿no podrá hacerlo también?

D.: —Podrá, naturalmente.

M.: —¿Y este género de personas puede progresar tanto como para apreciar esos espacios más largos hasta ser capaces, por medio del sentido natural del juicio -si no están al menos impedidos por el sueño-, de captar los espacios simples y dobles de las horas y de los días, también de los meses y de los años, y verificar con gestos de su propio movimiento toda una serie de yambos?

D.: —No pueden.

M.: —¿Por qué no pueden, si no es a causa de que a todo ser vivo se le ha dispensado, según su propia especie, el sentido de los lugares y de los tiempos de acuerdo con una armonía universal, de tal suerte que al modo como su cuerpo tiene tal cantidad de masa en proporción de la masa universal, de la que es parte, y su edad tiene tanta duración en proporción a la del tiempo universal, de la que ella es parte, así también su facultad de sentir es proporcionada a su acción que él produce en armonía con el movimiento universal de la que ella es parte? De esta manera, por abarcarlo todo, es grande este mundo, que con frecuencia es designado en las divinas Escrituras bajo el nombre de cielo y tierra, y aun si sus partes todas disminuyen proporcionalmente, él sigue siendo igualmente grande; y si aumentan en proporción, permanece grande; porque, en los espacios de lugar y de tiempo, ninguna porción de ellos es grande tomada de manera absoluta en sí misma, sino con relación a otra más pequeña; y nada, a su vez, entre ellas, tiene en sí la pequeñez absoluta sino respecto a otra más grande. Por tal razón, si se ha otorgado a la naturaleza un sentido para juzgar las acciones de su vida corpórea, un sentido con que no pueda juzgar espacios de tiempos superiores a los que reclaman ser propios de esta vida sensible, como esa tal naturaleza del hombre es mortal, pienso que es también mortal ese tal sentido.

Porque no en vano se llama la costumbre una segunda naturaleza y hasta una naturaleza artificial. Vemos, por otra parte, que una especie de sentidos nuevos, gracias a la costumbre, sensibles para juzgar en toda clase de objetos corporales, perecen por causa de otra costumbre contraria.

Examen de los demás números

8 20. M.: —Pero cualquiera sea la naturaleza de estos números de juicio, sobresalen ciertamente de tal modo que dudamos o con dificultad indagamos si son mortales. Sobre los otros cuatro géneros no hay discusión de que realmente lo son; aunque algunos de éstos no abarcan a los números de juicio, porque se extienden más allá de su dominio, aquéllos reclaman, sin embargo, a estos cuatro géneros bajo su propio dominio.

Efectivamente, también los números proferidos, cuando acometen una operación armoniosa en el cuerpo, experimentan una modificación bajo la influencia secreta de los números de juicio. Porque lo que nos detiene y aparta de caminar a pasos desiguales, de dar golpes a intervalos desiguales o de comer o de beber con desiguales movimientos de mandíbulas, o de rascar, en fin, con desiguales idas y venidas de uñas, y para no recorrer con el pensamiento otras muchas operaciones, todo cuanto en cualquier intención de reaÜ2ar una cosa, por medio de los órganos de nuestro cuerpo, nos aleja de los movimientos desiguales y en silencio nos manda una cierta armonía, es esto mismo precisamente no sé qué juicio, que sugiere a Dios como creador de todo ser viviente: El es, debemos creer ciertamente, el autor de toda armonía y concordia.

21. También los números entendidos, que ciertamente no se producen por propia iniciativa, sino según las pasiones del cuerpo, están igualmente sometidos a estos números de juicio para ser valorados, y de hecho son valorados en la medida en que la memoria puede retener sus intervalos6. Porque un número, que se compone de intervalos de tiempo, no puede ser de ninguna manera juzgado por nosotros si en esa tarea no viene en nuestra ayuda la memoria. Una sílaba, en efecto, por breve que ella sea, tanto cuando comienza como cuando termina, en un tiempo resuena en su principio y en un tiempo su final. Ella, por consiguiente, se extiende en un espacio de tiempo, por pequeño que sea, y desde su comienzo se dirige a través de un medio a su final. Así ha demostrado la razón que todo espacio, sea local o temporal, es susceptible de dividirse hasta el infinito, y por ello no se percibe el final de una sílaba al mismo tiempo que su principio. En consecuencia, para percibir aun la sílaba más breve, si no nos ayuda la memoria, de suerte que, en el instante en que ya no suena el comienzo, sino el fin de la sílaba, persiste todavía en el alma aquel movimiento, que se produjo cuando sonó el principio mismo, podemos decir que no hemos oído nada.

De aquí ocurre que, absorbidos muchas veces por otro pensamiento, nos parece no haber oído a personas que están hablando ante nuestra presencia. No porque el alma no produzca en ese instante los números entendidos, cuando el sonido llega sin duda a nuestros oídos y el alma no puede cesar de ejercer influjo en la pasión de su cuerpo ni puede moverse de distinta manera que si la pasión no existiese, sino porque a causa de su atención a otra cosa diversa, se extingue inmediatamente la energía de su movimiento que, si persistiese, persistiría exactamente en la memoria, para que nosotros descubriésemos y sintiéramos que habíamos oído.

Porque si una mente más lenta capta menos lo que la razón descubre en una sola sílaba breve, nadie ciertamente duda, cuando se trata de dos breves, que ningún alma pueda oírlas al mismo tiempo. Porque la segunda no suena si no ha cesado la primera. Y lo que no puede sonar al mismo tiempo, ¿cómo puede ser oído a la vez? De igual modo, lógicamente, que para captar los intervalos de lugar nos ayuda la difusión de rayos luminosos, que salen de las diminutas pupilas a su abertura, y que de tal modo son porciones de nuestro cuerpo que, aunque estén alejadas de nosotros las cosas que vemos, son vivificadas por nuestra alma; de igual modo, digo, que la emisión de esos rayos nos ayudan a captar los espacios de lugar, así la memoria, que es como la luz de los intervalos del tiempo, abarca tanta dimensión de esta misma duración cuanta de algún modo puede extenderse en su modo de ser.

Mas cuando durante largo tiempo hiere los oídos un sonido continuo, no diferenciado por intervalos, y a partir de su terminación sigue otro de doble duración, o también de duración equivalente; a causa de la atención prestada al sonido, que sigue continuo, aquel movimiento del alma que se produjo por la atención al sonido pasado y extinguido, mientras pasaba, queda atenuado, es decir, no queda en la memoria. Por tanto, si los números de juicio no pueden apreciar armonías situadas en los intervalos de tiempo, sino las que les presentare, a modo de sierva suya, la memoria -a excepción de los números proferidos a los que los de juicio regulan también su proceso de expresión-, ¿no habrá que pensar que ellos mismos se extienden en un espacio determinado de tiempo? Pero importa examinar en qué espacio de tiempo el objeto, que ellos juzgan, se nos cae de la memoria o habremos de recordarlo.

Es claro que ni siquiera en las mismas formas corpóreas, que conciernen a nuestros ojos, podemos apreciar ni percibir absolutamente si son redondas o cuadradas o si poseen otras características estables y determinadas, si no las hacemos girar ante nuestra vista; mas, si al ser contemplada una parte, se olvida lo que se vio en la otra, queda por entero frustrada la voluntad de quien juzga, porque también este acto necesita un espacio de tiempo para su realidad; para este espacio vario es necesario se mantenga vigilante la memoria.

22. Mucho más evidente es, en cambio, que con estos números de juicio, con igual ayuda de la misma memoria, apreciamos los números del recuerdo. Porque si los números entendidos son apreciados en la medida en que ella nos los presenta, mucho más se hallan vivos en la memoria estos números a los que, como si estuviesen en reserva tras otras ocupaciones, nos volvemos con el recuerdo. ¿Pues qué otra cosa hacemos cuando nos volvemos a la memoria sino buscar de alguna manera lo que dejamos en depósito?

Ahora bien: con ocasión de movimientos parecidos, acude al pensamiento un movimiento del alma no extinguido, y es esto lo que se llama recuerdo. Así, con solo el pensamiento, o también con movimiento de miembros exteriores, reproducimos ritmos que ya hemos realizado en otro momento. Y de ahí sabemos que esos movimientos no han venido al pensamiento, sino que han vuelto, porque al ser depositados en la memoria los repetíamos con dificultad y necesitábamos de una previa presentación para llegar a ellos; eliminada esta dificultad, como ellos por sí mismos se presentan a la voluntad de modo conveniente, según su tiempo y orden, como es lógico, con tanta facilidad que los que se grabaron con mayor intensidad, aunque estemos pensando en otra cosa, se reproducen ya como por antojo propio, sentimos que no son enteramente nuevos.

Hay también otro indicio por el que podemos percibir, pienso yo, que un movimiento presente del alma ha estado ya alguna otra vez en nosotros, lo que vale tanto decir como re-conocerlo, cuando bajo una especie de luz interior comparamos los movimientos recientes de su actividad, en la que nos hallamos en el momento de recordar, con aquellos otros movimientos recordables, ya más sosegados; y esta clase de conocimiento es el reconocimiento y la recordación.

Por consiguiente, también los números de la memoria quedan sometidos a los números de juicio, mas nunca solos, sino sumados los números de acción, o con los números entendidos, o con unos y otros, que los sacan a la luz, por así decirlo, de sus lugares ocultos e incorporan de nuevo a la memoria, como recobrados en cierto modo cuando ya estaban borrados. Así, mientras que los números entendidos son apreciados en la medida en que la memoria los acerca a los números de juicio, también a su vez los números del recuerdo, que hay en la memoria, pueden ser juzgados por los números entendidos, cuando éstos los presentan; pero de tal modo que haya esta diferencia: para que sean juzgados los números entendidos, la memoria ofrece como huellas recientes de sus pasos fugitivos; mas cuando juzgamos los números de la memoria, al oírlos, vuelven como a cobrar vida esas mismas huellas al paso de los números entendidos.

En fin, ¿qué necesidad hay ya de hablar de los números sonoros, si al ser oídos entran en el juicio de los números entendidos? Y si producen su sonido allí donde no se les oye, ¿quién duda de que no podemos apreciarlos? Realmente, tanto en lo que afecta a sonidos que nos llegan por el órgano del oído, como en las danzas y demás movimientos visibles, que pertenecen a las armonías temporales, emitimos nuestro juicio apreciativo, con ayuda de la misma memoria, por medio de esos mismos números de juicio.

SEGUNDA PARTE

Dios, fuente de las armonías eternas

Sección primera: Las armonías eternas

Primera proposición: Existencia racional de la armonía eterna

9 23. M.: —Si así es todo lo expuesto, hagamos intento, si podemos, de remontar esos números de juicio y busquemos si existen otras armonías superiores. Aunque en éstas, efectivamente, no veamos ya de ningún modo espacios de tiempo, no se aplican, sin embargo, si no es para juzgar aquellos movimientos que se producen en un espacio de tiempo; y ciertamente no todos ellos, sino los que pueden reproducirse de memoria. A no ser que acaso quieras decir algo contrario.

D.: —Impresióname sobremanera la fuerza y potencia de esos números de juicio: porque me parece que son ellos a los que se dirigen los servicios de todos nuestros sentidos. Lógicamente, ignoro si entre las armonías puede hallarse cosa más excelente.

M.: —Nada va a perderse con que sigamos buscando con mayor ahínco: porque, o bien encontraremos armonías más altas en el alma humana, o bien confirmaremos que las que en ella hay son supremas, si al menos se esclareciese que en el alma no se dan otras más sobresalientes. Una cosa es, en efecto, no existir; otra, el hecho de que no pueda encontrarse, sea por hombre alguno, sea por nosotros. Mas yo pienso que, cuando se canta el verso que nosotros hemos citado: Deus creator omnium (Dios, creador de todas las cosas), lo estamos oyendo por medio de los números entendidos, lo reconocemos por los de la memoria, lo pronunciamos por los proferidos y sentimos placer gracias a los de juicio; y no sé a través de qué otros números lo valoramos; y partiendo de ese placer experimentado, que es como una decisión espontánea de los números de juicio, emitimos sobre dicho placer una sentencia mucho más firme, de acuerdo con esas armonías más ocultas. Porque, ¿es para ti una sola y misma cosa sentir un placer sensible y valorarlo con la razón?

D.: —Confieso que se trata de cosas diferentes. Pero primeramente me siento confuso ante el nombre mismo. ¿Por qué no se llaman más exactamente números de juicio aquellos en los que reside la razón y no aquellos otros en los que reside el placer? En segundo lugar, temo que esa apreciación de la razón no sea ninguna otra cosa que un cierto juicio más preciso de estos números acerca de sí mismos; de suerte que no haya unos números en el placer y otros en la razón, sino que unos e idénticos números juzguen, de una parte, las armonías que se producen en el cuerpo cuando las presenta la memoria, como antes hemos demostrado, y de otra, juzguen sobre sí mismos con más independencia del cuerpo y con mayor veracidad.

24. M.: —Ante todo, que no te alarmen los nombres. Es materia que está bajo tu dominio. Los nombres, realmente, se nos imponen por gusto de la opinión, no por la naturaleza.

Mas en lo que atañe a tu parecer de que sean idénticos y a que no quieras tomarlos como dos géneros de números distintos, te espanta, si no me engaño, que la misma alma produce a uno y otro. Pero debes observar que, en los números proferidos, es la misma alma la que mueve al cuerpo y la que se mueve hacia el cuerpo, y en los números entendidos, esta misma la que va al encuentro de las impresiones corporales, y en los números de la memoria es esa idéntica alma, hasta que ellos, de algún modo, se calmen, la que está como metida en el oleaje de sus propios movimientos. Por eso nosotros, al enumerar y distinguir esas diversas armonías, estamos viendo los movimientos y las afecciones de una sola naturaleza, es decir, del alma.

En consecuencia, si como es una cosa reaccionar a lo que el cuerpo experimenta, que es la sensación; otra moverse hacia el cuerpo, lo que ocurre en la acción; otra retener en el alma el efecto producido por estos movimientos, o sea, la memoria, así es también otra cosa aprobar o desaprobar estos movimientos, sea a su primera aparición, sea cuando tornan a levantarse en el recuerdo, lo cual ocurre en el placer, fruto de la conveniencia, y en el rechazo de desagrado propio de tales movimientos o afecciones, y otra es apreciar la rectitud o no de esos placeres, tarea propia del raciocinio: debemos confesar, en consecuencia, que aquí hay dos géneros distintos, como antes había aquellos otros tres. Y si con razón nos hubo parecido que si el sentido del placer no estuviese impregnado por sí mismo de ciertas armonías, no podría acoger de ningún modo intervalos perfectamente iguales y rechazar los elementos con-fusos, también puede parecer cosa cabal que la razón, que señorea sobre este placer, no pueda ser de ningún modo capaz, sin poseer armonías más vigorosas, de juzgar las armonías que tiene bajo sí misma en inferior grado.

Sí es esto verdad, es evidente que hemos encontrado en el alma cinco especies de armonías, y si les añades los números corporales que hemos llamado sonoros, admitirás seis especies de armonías, clasificadas y dispuestas en su propio rango. Ahora, por fin, si te parece bien, reciban el apelativo de sensuales estas armonías que se nos habían sinuosamente infiltrado para obtener el primer rango, y tomen el término de judicial, puesto que es más honorable, las que hemos descubierto como más excelentes; aunque yo pienso que debe cambiarse el nombre de los números sonoros, porque, si los llamamos corporales, designarán también con mayor claridad las armonías que se dan en la danza y en el demás movimiento visible. Si es que das por bueno lo expuesto.

D.: —Lo apruebo, sin duda, porque me parece verdadero y evidente. También acepto con gusto la correcta revisión de estos nombres.

Segunda proposición: Dominio de la razón sobre las armonías

10 25. M.: —Bien, ahora mira la fuerza y el poder de la razón, en cuanto somos capaces de mirar a ella a partir de sus obras. Para exponerte muy principalmente lo que atañe a la materia de su actividad, la razón por sí misma, en efecto, consideró en primer término en qué consiste la auténtica modulación, y la vio con claridad encarnada en un movimiento libre y dirigido hacia el objeto de su belleza. Después vio que en los movimientos del cuerpo era una cosa distinta lo que variaba según la brevedad o alargamiento del tiempo, en cuanto puede ser más o menos duradero, y otra lo que cambia por la percusión que mide los espacios de lugar de acuerdo con ciertos grados de rapidez y lentitud. Según esta división, vio la razón que la variación consistente en la duración de tiempo producía, por medio de intervalos medidos, diversos ritmos, articulados en distintas partes, adaptados a la sensibilidad del hombre, y siguió estudiando sus géneros y ordenación hasta las formas esquemáticas de los versos. Por último, consideró qué papel tendría el alma en la regulación, producción, percepción y retención de estas cosas de las que ella misma es origen; y separó todos estos ritmos psicológicos de los ritmos corporales y reconoció que ella misma no pudo observar todos estos datos, ni distinguirlos ni enumerarlos con exactitud sin tener en sí misma ciertos ritmos, y sentenciando a manera de un juez, antepuso estos ritmos últimos a los demás de inferior rango.

26. Y ahora, cuando la razón actúa así por su propio placer, que considera las variaciones de los tiempos y muestra sus inclinaciones en regular los ritmos de este género, ¿qué es lo que nosotros amamos en la armonía de los ritmos sensibles? ¿Qué otra cosa es sino una cierta igualdad e intervalos de duración equivalente? ¿Nos producirían placer el pirriquio, o el espondeo, o el anapesto, o el dáctilo, o el proceleusmático, o el dispondeo, si cada uno de ellos no relacionara su primera parte a la segunda por medio de una división equivalente? ¿Y qué belleza contienen en sí el yambo, el troqueo y el tríbraco si no es porque a causa de su parte más breve pueden dividir la parte mayor en otras dos porciones de igual valor? Además, en cuanto a los pies de seis tiempos, ¿de dónde se explica que suenen con mayor dulzura y encanto sino porque se dividen conforme a una y otra ley, a saber: bien en dos partes iguales con tres tiempos cada una, bien en una parte simple compuesta de porciones iguales y en una parte doble, es decir, de manera que la parte mayor contiene dos veces la parte más pequeña y quede así dividida en dos porciones iguales por la otra que, con sus dos tiempos, mide y corta por la mitad, en dos, los cuatro tiempos de la primera?

¿Qué decir de los pies de cinco y de siete tiempos? ¿De dónde viene que parecen adaptarse más a la prosa que a los versos sino de que la parte más pequeña de ellos no divide a la mayor en porciones iguales? Y, por otra parte, a estos mismos pies, ¿por qué se les incorpora al rango de su especie para lograr la relación armoniosa de los tiempos sino porque, en cinco tiempos, la parte menor tiene dos veces lo que posee tres veces la mayor, y en siete tiempos tiene la parte más pequeña tres veces lo que posee cuatro veces la mayor? Así, en todos los pies, ninguna parte mínima puede estar caracterizada por la estructura de una medida sin que a ésta correspondan, en la mayor igualdad posible, las restantes partes.

27. Prosigamos. Cuando se trata de pies reunidos, bien porque esta unión se presente en una continuidad libre, como ocurre en los ritmos, bien porque vuelva a iniciarse a partir de un límite fijo, como en los metros; sea también porque se organice en dos miembros que se corresponden entre sí según una ley, como en los versos, ¿por qué otro factor sino por el de la igualdad se establece al cabo la amistad de un pie con otro? ¿De dónde la sílaba central del moloso y de los jonios, que es larga, se puede dividir en dos tiempos iguales, no por la cesura, sino por la indicación misma del que recita y marca la medición, de suerte que el pie entero se adapte también a los tiempos ternarios cuando se une a los demás pies que se dividen de igual modo? ¿Por qué es esto posible sino porque en ellos señorea el derecho de igualdad, es decir, porque esta sílaba es igual a la de sus lados, que valen dos tiempos, teniendo asimismo ella el valor de otros dos? ¿Por qué no puede ocurrir lo mismo en el anfíbraco, cuando se une a otros versos de cuatro tiempos, sino porque en él no se encuentra una igualdad del mismo valor, la de una sílaba central doble con sílabas simples a sus lados?

¿Por qué, en los intervalos de silencio, no se siente engañado el sentido sino porque se paga tributo a ese mismo derecho de la igualdad, si no por el sonido, sí al menos por el espacio durativo del tiempo que se exige? ¿Por qué la sílaba breve, seguida de un silencio, se toma también por larga, no por convención, sino por la misma apreciación natural que guía el sentido del oído? ¿No es porque aquella misma ley de la igualdad nos prohíbe reducir a corta duración un sonido que se extiende en un más largo espacio de tiempo? Por consiguiente, prolongar una sílaba más allá de dos tiempos, de modo que por medio del sonido prolongado se ocupe también la duración que puede ocupar el silencio, es algo que acepta la naturaleza del oír y del callar; como es, por el contrario, un cierto fraude contra la igualdad el que una sílaba ocupe menos de dos tiempos, mientras resta un espacio para signos de silencio, porque no puede haber igualdad entre menos de dos cosas.

Y, por otra parte, en la igualdad misma de los miembros, por la que se desarrollan en su variedad esos giros que los griegos llaman ?????????, y según la cual se configuran los versos, ¿cómo se vuelve de una manera más especial a la misma igualdad? ¿No es porque, dentro del período, el miembro más corto se corresponde con el más largo por los pies iguales para marcar la medida, y porque, en el verso, gracias a una más profunda consideración de los ritmos, los miembros que se unen en calidad de desiguales se encuentran teniendo la fuerza de la igualdad?

28. Pregunta, en consecuencia, la razón e interroga a ese sensible placer del alma que reivindicaba para sí el oficio de juez, mientras la igualdad la colma de encanto con las armonías de los espacios temporales, si dos sílabas breves, como quiera que uno las oiga, son verdaderamente iguales, o si puede suceder que una de ellas sea emitida más lentamente, no hasta llegar al valor de una larga, sino ligeramente inferior, pero que sobrepase a su compañera. ¿Puede negarse que sea esto posible cuando este placer sensible no percibe esos matices y se goce de la desigualdad como si fuese una igualdad? ¿Hay algo más feo que este error y que esta desigualdad? De aquí quedamos avisados a apartar nuestro gozo de estos objetos que imitan la igualdad, sin que podamos comprender si realmente la cumplen; hasta quizá comprendemos que no la cumplen. Y, sin embargo, en la medida en que ellos la imitan, no podemos negar que son bellos en su género y según su disposición.

Primera conclusión: Orientación al orden eterno

11 29. M.: —No envidiemos, por tanto, cualquier objeto inferior a lo que somos nosotros, y entre los que nos son inferiores y los que están por encima de nosotros, pongámonos personalmente en nuestro propio rango con la ayuda del Dios y Señor nuestro, para que no tropecemos en los inferiores y nos deleitemos en sólo los superiores. Porque el placer es como el peso del alma. El placer, por tanto, orienta al alma: Pues donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón3; donde está el placer, allí también está el tesoro, y donde está el corazón, allí la felicidad o la desgracia.

¿Cuáles son realmente las cosas superiores sino aquellas en las que la igualdad permanece soberana, inconmovible, inmutable, eterna? Allí donde no existe el tiempo, porque no hay cambio ninguno, y de donde se forjan, ordenan y regulan los tiempos como imitaciones de la eternidad, mientras la revolución del cielo torna a su mismo punto y a este mismo vuelve a traer los cuerpos celestes, y obedece por medio de los días y meses, y años y lustros, y demás movimientos de astros, a las leyes de la igualdad y de la unidad y del orden. Así, las cosas terrenas, subordinadas a las celestes, asocian los movimientos de su tiempo, gracias a su armoniosa sucesión, por así decirlo, al Cántico del Universo.

Excurso: El orden universal

30. Entre las cosas enumeradas, muchas nos parecen carentes de orden y confusas porque estamos zurcidos a su ordenación conforme a nuestro beneficio, sin saber qué belleza realiza la Providencia divina en relación a nosotros. Pues si alguien, por ejemplo, estuviese colocado como una estatua en un rincón de una casa espaciosísima y bellísima, no podría percibir la belleza de aquel edificio del que él será también una parte. Ni el soldado, puesto en fila, es capaz de contemplar el orden de todo el ejército. Igualmente, si durante el tiempo en que dentro de un poema suenan las sílabas, tuviesen ellas simultáneamente vida y capacidad perceptiva, de ninguna manera les causara placer la armonía y belleza de la obra continuada, al no poder contemplarla y aprobarla toda entera, ya que fue configurada y llevada a su acabamiento gracias a cada una de esas sílabas que iban pasando.

Así, Dios ordenó al hombre pecador en rango propio con su propia vergüenza, pero no de una manera vergonzosa. Porque el hombre se colmó de vergüenza por propia voluntad al perder el Universo, del que era dueño por su obediencia a las leyes de Dios; y ha sido puesto en su rango, en una parte de dicho Universo, de modo que quien no quiso seguir la ley, se vea conducido por la ley. Ahora bien: lo que se realiza legítimamente es, sin duda, justo; y lo que es justo, no se realiza ciertamente de un modo vergonzoso. Porque también en nuestras obras malas son buenas las obras de Dios. Pues el hombre, en cuanto hombre, es un cierto bien, y el adulterio, en cuanto adulterio, es una mala acción. Por otra parte, del adulterio nace muchas veces el hombre, es decir, de la mala acción del hombre viene la obra buena de Dios.

31. Por tal razonamiento, para volvernos al tema por el que se ha dicho todo lo anterior, estos números de la razón destacan en belleza, y si nos separásemos de ellos por completo, cuando nos inclinamos al cuerpo, los números proferidos no regularían a los números sensibles, que, a su vez, a través de los cuerpos que ellos mueven, producen las bellezas sensibles de los tiempos; y así, saliendo al encuentro de los números sonoros, se producen también los números entendidos; y la misma alma, al recibir todos estos impulsos suyos, los multiplica, por así decirlo, dentro de sí misma y produce los números de la memoria; y esta potencia del alma, que se llama memoria, es una gran ayuda en las complejísimas actividades de esta vida.

32. Así, pues, todo cuanto esta memoria retiene de los movimientos del alma, que han sido producidos frente a las pasiones del cuerpo, se denomina en griego ?????????, y no encuentro qué nombre preferiría para designarlo en latín. Tomar estas representaciones por objetos conocidos y percibidos es una manera de vida sometida a la opinión, puesta en la entrada misma del error. Mas cuando esos movimientos se hacen frente unos a otros y se inflaman, por así decirlo, en los contrarios y combativos vendavales de la intención, unos movimientos engendran a los otros: no ya a los que son retenidos llegando de la agitación de las pasiones del cuerpo impresionado por los sentidos, sino parecidos, como imágenes de imágenes, que se ha convenido denominar fantasmas. Efectivamente, de una manera pienso en mi padre, a quien muchas veces vi; de otra en mi abuelo, a quien nunca vi. Lo primero sobre ellos es la fantasía, lo segundo el fantasma. Encuentro lo primero en la memoria, lo segundo en aquel movimiento del alma que ha salido de los objetos que posee la memoria.

Pero es difícil hallar y explicar cómo nacen estos movimientos. Pienso, no obstante, que si no hubiese visto jamás cuerpos humanos, de ningún modo podría figurármelos en el pensamiento bajo una especie visible. Ahora bien: lo que hago por medio de lo que he visto, lo hago por la memoria; y, sin embargo, una cosa es encontrar una fantasía-representación en la memoria, otra formar un fantasma por medio de la memoria. Todo esto puede la potencia del alma. Pero tener como objetos conocidos aun los verdaderos fantasmas es un error sumo. Aunque en uno y otro género de actividades haya algo que, sin absurdo alguno, podamos llamar «saber», es decir, el hecho de que hemos percibido tales objetos, o que nos hemos imaginado tales objetos. Que yo he tenido, en último término, padre y abuelo puedo afirmarlo sin temeridad; pero que ellos son realmente los que mi alma retiene en su fantasía (recuerdo) o en su fantasma (imaginación) diríalo si estuviese loco de remate. A pesar de ello, algunos siguen tan precipitados sus propios fantasmas, que no haya otra materia alguna de toda falsa opinión que tener los recuerdos e imaginaciones por objetos conocidos, cuyo conocimiento nos llega a través de los sentidos. Por tanto, resistamos con suma decisión a estas potencias y no ajustemos a ellas nuestro espíritu, de modo que, cuando nuestro pensamiento está sumido en ellas, creamos que las estamos contemplando claramente con nuestra inteligencia.

Segunda conclusión: a Dios por la armonía racional

33. M.: —Mas si las armonías de esta especie, que se producen en un alma entregada a las cosas temporales, tienen una belleza propia, aunque con frecuencia la forman de modo pasajero, ¿por qué la Providencia divina va a mirar con malos ojos a esta belleza, que tiene su origen en nuestra condición mortal como castigo que hemos merecido por ley justísima de Dios? Con todo, no nos abandonó en ella de tal suerte que no seamos capaces de buscar auxilio y liberarnos del placer de los sentidos carnales, mientras su misericordia nos tiende la mano. Porque esta clase de placer hinca profundamente en la memoria cuanto él saca de los sentidos seductores.

Y este habitual trato del alma con la carne, a causa de la sensible propensión carnal, es denominado «carne» en las Divinas Escrituras. Esta carne lucha contra el espíritu, como puede ya decirse con el Apóstol: Por el espíritu sirvo a la ley de Dios, mas por la carne a la ley del pecado4.

Pero si el alma se suspende en las cosas espirituales y queda en ellas fija y manteniendo su morada, también se quebranta el asalto de ese habitual trato y, dominada su presión, se va extinguiendo poco a poco. Porque era más poderoso cuando íbamos tras él; y si bien no desaparece por completo, es ciertamente menor cuando le ponemos freno, y de esta suerte, por medio de alejamientos seguros ante toda clase de movimiento lascivo, en el que comienza el eclipse de la esencia del alma, restablecido el gozo hacia las armonías de la razón, nuestra vida entera retorna a Dios, dando al cuerpo las armonías de la salud, sin recibir de ahí alegría: es lo que acontecerá cuando se destruya el hombre exterior y aparezca su transformación en un estado mejor.

Sección segunda: Dios, origen de las armonías eternas

Argumento: El alma recibe de Dios las leyes eternas de la armonía

12 34. M.: —Recibe, por otra parte, la memoria no sólo los movimientos carnales del alma, de cuyas armonías hemos hablado antes, sino también los movimientos espirituales, de los que voy a hablar con brevedad. Porque cuanto más simples son ellos, menos palabras requieren, sino que están deseando un altísimo grado de serenidad de espíritu. Esta igualdad, que no encontrábamos segura y permanente en las armonías sensibles, pero que, sin embargo, reconocíamos envuelta en sombras y pasajera, en ninguna parte la desearía realmente el alma si su existencia no fuese conocida en algún lugar. Pero este lugar no se halla en los espacios de lugares y tiempos, porque los primeros se ensanchan y los segundos pasan. Dónde, por tanto piensas que está, dilo ahora, te ruego, si eres capaz. Pues no vas a pensar que está en las formas corporales, que, tras un examen puro, jamás osarás calificar de iguales, ni tampoco en los intervalos de los tiempos en los que parecidamente ignoramos si existe un espacio, un poco más largo o más breve de lo preciso, que escape a la percepción. Por eso pregunto dónde piensas se halla esa igualdad en cuya contemplación deseamos que ciertos cuerpos o ciertos movimientos corporales sean iguales y en los que, tras una consideración más minuciosa, no osamos confiar.

D.: —Pienso que está en un lugar que es más excelso que todos los cuerpos; pero no sé si es en el alma misma o aun por encima del alma.

35. Por consiguiente, si andamos a la búsqueda de ese arte del ritmo o del metro, que utilizan los que hacen versos, ¿piensas que tienen ellos ciertas armonías y según ellas construyen sus versos?

D.: —Ninguna otra cosa puedo suponer.

M.: —Y cualesquiera que sean esas armonías, ¿te parece que pasan con los versos, o permanecen?

D.: —Permanecen, sin duda.

M.: —Hay que admitir, por tanto, que ciertas armonías pasajeras son producto de otras armonías duraderas.

D.: —La razón me obliga a admitirlo.

M.: —Y bien, ¿te parece este arte ser otra cosa que una sensible disposición del alma del artista?

D.: —Así lo creo.

M.: —¿Crees que esta disposición se halla también en aquel que no conoce este arte?

D.: —De ninguna manera.

M.: —¿Y en el que lo ha olvidado? ¿Qué dices?

D.: —Ni en él tampoco, porque también él es ignorante, aunque antes fue un entendido.

M.: —Más todavía. ¿Y si alguien se lo hace recordar a fuerza de preguntas? ¿Piensas que de aquel mismo, que le interroga, vuelven a él aquellas armonías? ¿O es él quien interiormente, dentro de su espíritu, se mueve hacia algo de donde vuelve a recibir lo que había perdido?

D.: —Pienso que esto se realiza en su interior mismo.

M.: —¿También crees que, por medio de preguntas, se le puede recordar qué sílaba se abrevia o se alarga, si lo olvidó por completo, cuando fue por antiguo parecer de los hombres y por costumbre por los que se dio menor duración a unas sílabas y mayor a otras? Porque si realmente estuviese esto fijo y establecido por la naturaleza o por la ciencia, ciertos hombres sabios, contemporáneos nuestros, no habrían alargado algunas sílabas que consideraron breves los antepasados ni abreviado las que ellos hicieron largas.

D.: —También esto se puede, a mi parecer, porque aunque se haya olvidado una cosa, puede volver a la memoria, si se le hace recordar por medio de preguntas.

M.: —Asombrosa cosa es si piensas que tú puedes recordar, con tal que te pregunte alguien, qué es lo que hace un año comiste.

D.: —Confieso que no puedo, ni creo al fin que, a fuerza de preguntas, se le haga recordar a aquel otro la cuantidad de las sílabas cuya duración ha olvidado enteramente.

M.: —¿Por qué es esto así sino porque en el vocablo Italia, por decir un ejemplo, la primera sílaba era breve por voluntad de unos hombres y ahora se alarga por voluntad de otros? Pero que uno y dos no sean tres y que dos no sea el doble de uno, ninguno de los que están muertos pudo, ninguno de los vivientes puede, ninguno de los venideros podrá hacerlo.

D.: —Nada más evidente.

M.: —¿Y si empleando, consecuentemente, ese mismo método con el que hemos investigado con suma claridad los números uno y dos, preguntáramos también respecto a todas las características concernientes a dichos números a aquella persona que los ignora, no porque los haya olvidado, sino por no haberlos aprendido jamás? ¿No crees que igualmente puede conocer este arte, a excepción de la cuantidad de las sílabas?

D.: —¿Quién podrá dudarlo?

M.: —Así, pues, ¿hacia dónde piensas que deberá moverse ese hombre para que estos números se graben en su espíritu y produzcan aquella disposición sensible que se llama arte? ¿Se los suministrará al menos quien le hace las preguntas?

D.: —También él, pienso yo, actuará en su propia interioridad para comprender que las cosas preguntadas son verdaderas y dar respuesta sobre ellas.

36. M.: —Veamos. Dime ahora si estos números que estamos examinando con este procedimiento son, en tu opinión, cambiantes.

D.: —De ninguna manera.

M.: —Luego no niegas que son eternos.

D.: —Más bien lo proclamo.

M.: —¿Cómo? ¿No surgirá aquel temor de que alguna desigualdad nos engañe en esta materia?

D.: —Nada tengo más enteramente seguro que su igualdad.

M.: —¿De dónde, pues, debe creerse que se comunica al alma algo eterno e inmutable, si no viene de Dios, el único eterno e inmutable?

D.: —No veo que deba creerse otra cosa distinta.

M.: —¿Qué decir al fin? ¿No es cosa manifiesta que quien por medio de las preguntas de otro se mueve interiormente hacia Dios, para comprender la verdad inmutable -si no retiene ese mismo movimiento orientador en su memoria-, no podrá dirigirse a la contemplación de esa verdad sin contar con ninguna ayuda exterior?

D.: —Es cosa manifiesta.

Primera proposición: Hacia Dios por las armonías inferiores

13 37. M.: —Por tanto, pregunto yo: ¿por qué motivo se aparta ese hombre de la contemplación de cosas de tal valor que resulte necesario se le torne a ella con auxilio de la memoria? ¿Debe acaso pensarse que el alma necesita de tal retorno porque estaba dirigida a otra cosa?

D.: —Así pienso yo.

M.: —Veamos, si te parece bien, cuál es la grandeza de esa cosa por la que uno puede desviar su atención hasta el extremo de apartarse de la contemplación de la igualdad inmutable y soberana. Porque yo no veo más de tres con su propia especie. Pues el alma, cuando se aleja de esa contemplación, o bien se dirige a un objeto de igual valor, o bien a una cosa superior, o bien a otra inferior.

D.: —Sólo hay que considerar dos casos, porque yo no veo qué cosa pueda haber por encima de la Igualdad eterna.

M.: —Y dime, por favor, ¿ves algo que la pueda igualar y que, sin embargo, sea otra cosa distinta?

D.: —Ni siquiera eso veo.

M.: —Queda, pues, por investigar lo que es inferior. Pero, en primer lugar, ¿no te sale al encuentro el alma en sí misma, que proclama con certeza la existencia de aquella Igualdad inmutable, y que se reconoce a sí misma como cambiante porque unas veces contempla a esta Igualdad y otras a otro objeto? Y al seguir de este modo una cosa y después otra, ¿produce ella la variedad del tiempo, una variedad sin presencia en las cosas inmutables y eternas?

D.: —Estoy de acuerdo.

M.: —Así, pues, esta disposición o movimiento del alma por el que ella comprende, por una parte, las cosas eternas y que las temporales son inferiores a éstas, aun dentro de sí mismas, y por otra, llegó a reconocer cómo deben apetecerse las realidades superiores más que aquellas otras inferiores, ¿no te parece la sabiduría misma?

D.: —No es otro mi parecer.

38. M.: —Pero ¿qué tenemos con ello? ¿Crees tú que merece menos consideración el hecho de que en esta alma no se produzca al mismo tiempo la adhesión a las realidades eternas, una vez que en ella está ya el conocimiento de que debe adherirse a ellas?

D.: —Antes al contrario, hartamente suplico que lo consideremos, y yo deseo saber de dónde viene.

M.: —Fácilmente lo verás si reparas en qué objetos muy principalmente solemos poner nuestra atención y desplegar cuidado grande. ¿Son, según mi opinión, aquellos que amamos mucho? ¿O tienes tú otra opinión?

D.: —No hay otros, sin duda.

M.: —Dime, te ruego, ¿qué podemos amar sino las cosas bellas? Porque si bien algunos parecen amar las cosas feas (a los que vulgarmente llaman los griegos saprófilos), importa ver, a pesar de ello, en qué grado son estas cosas menos bellas que aquellas que gustan a la mayoría. Pues es evidente que nadie ama aquello cuya fealdad hiere su sentido de lo bello.

D.: —Es así, como dices.

M.: —En consecuencia, estas cosas bellas gustan por su armonía, en la cual ya hemos demostrado que se está buscando ardientemente la igualdad. Porque ésta no se encuentra solamente en la belleza que concierne al sentido del oído y en el movimiento de los cuerpos, sino también en las formas visibles mismas, en las que ya de un modo más corriente se habla de belleza. ¿Crees tú que hay alguna otra cosa, sino armoniosa igualdad, cuando los miembros se corresponden parejos de dos en dos, y cuando los que son solos cada uno ocupa un centro para que, a cada lado, se guarden intervalos iguales?

D.: —No es otro mi pensamiento.

M.: —Y en la misma luz visible, que tiene el cetro de todos los colores -porque también el color nos gusta en las formas corporales-, ¿qué es, pues, lo que en la luz y en los colores estamos buscando sino lo que conviene a nuestros ojos? Efectivamente, nos apartamos de un excesivo resplandor y no queremos mirar lo que está demasiado oscuro, igual que también nos apartamos con horror de sonidos exageradamente altos y no amamos los que parecen puros susurros. Y esta proporcionada medida no está en los intervalos de los tiempos, sino en el sonido mismo, que es como la luz de esta clase de armonías y el silencio se opone a ella como las tinieblas a los colores.

Así, pues, cuando en cualquier objeto buscamos lo que nos conviene según la medida de nuestra naturaleza y rechazamos lo que no conviene, y que percibimos, sin embargo, ser adecuado para otros animales, ¿no sentimos también en estos casos una alegría gracias a una cierta ley de igualdad, al reconocer que, por medio de vías más ocultas, las cosas iguales están puestas en relación con sus iguales? Cabe observar esto en los olores y sabores y en el sentido del tacto, cosas que sería prolijo exponer con más detalles, pero muy fáciles de experimentar, porque no hay ninguno de estos objetos sensibles que no nos guste por su igualdad o por su parecido. Y donde hay igualdad o semejanza, allí hay armonía con su número, porque nada hay tan igual o semejante que el uno comparado al uno. Si es que no tienes algo que objetar.

D.: —Estoy enteramente de acuerdo.

39. M.: —¿Qué decir ahora? ¿Nos ha persuadido toda la anterior discusión de que el alma produce estos movimientos en los cuerpos, sin sufrir la acción de dichos cuerpos?

D.: —Nos ha persuadido, sin duda.

M.: —Así, pues, el amor de la acción contra las pasiones sucesivas de su cuerpo aparta al alma de la contemplación de las cosas eternas, solicitando su voluntad con el afán del placer sensible: es lo que ella hace por los números entendidos-sentidos. Apártala también el amor de actuar sobre los cuerpos, y la pone inquieta: y esto hace ella por los números proferidos. La apartan los recuerdos e imaginaciones, y esto hace por los números de la memoria. Apártala, en suma, el amor del vanísimo conocimiento de este género de cosas: y esto hace por los números sensibles, en los que residen unas ciertas reglas que tienen su gozo en la imitación del arte, y de éstos nace la curiosidad, enemiga de la paz, como en su mismo nombre (cura) se indica, y, por causa de su frivolidad, incapaz de poseer la verdad.

Segunda proposición: El orgullo aparta de Dios

40. De particular modo, por otra parte, el amor de la acción, que aparta de Dios, tiene su punto de partida en la soberbia, por cuyo vicio el alma prefirió imitar a Dios antes que servir a Dios. Y así di cese con razón en las Santas Escrituras: El comienzo de la soberbia del hombre es apartarse de Dios5 y El comienzo de todo pecado es la soberbia6. Y no pudo encontrarse mejor demostración de lo que es la soberbia que aquella expresada en este otro pasaje: ¿Por qué se ensoberbece la tierra y la ceniza, cuando en su vida externa disipa su intimidad?7 Porque el alma nada es por sí misma, pues de no ser así, tampoco sería cambiante ni podría sufrir merma en su esencia. Y, lógicamente, como nada es ella por sí misma, y cuanto ella tiene en su ser le viene de Dios, cuando se mantiene en su propio rango es fortalecida, en su espíritu y conciencia, por la presencia de Dios mismo. Así, pues, ella tiene habitualmente este bien interior. Por lo cual hincharse de soberbia es para ella echarse al exterior y, por así decirlo, vaciarse, que vale tanto como ir en su ser de menos a menos. ¿Y qué otra cosa significa echarse al exterior sino echar afuera la intimidad, es decir, alejar de sí a Dios, no por un espacio de lugar, sino por afecto del corazón?

41. Ahora bien: esa apetencia del alma es tener bajo su dominio a otras almas, no las de los animales, a ella concedidas por derecho divino, sino las racionales, es decir, sus compañeras y, bajo una misma ley común, aliadas y partícipes de igual destino. Sobre éstas, repito, desea proyectar su acción el alma soberbia, y esta acción le parece tanto más importante que la que pueda ejercer sobre los cuerpos, como es tanto mejor cada alma por encima de cada cuerpo.

Pero actuar sobre las almas racionales, no por medio del cuerpo, sino por sí mismo, sólo Dios puede. Sin embargo, por nuestra condición de pecadores ocurre que las almas se permiten ejercer alguna acción sobre otras almas moviéndolas con signos a través de uno de los dos cuerpos, bien sean signos naturales, como es el rostro y el gesto, bien por convencionales, como son las palabras. Porque tanto los que mandan como los que persuaden, actúan por signos y lo mismo es, si algo hay más allá del mandato y la persuasión, con lo que unas almas operan sobre otras almas o con otras almas. Y es justa consecuencia que las que desearon alzarse, por orgullo, sobre las demás, no dominen sus propias potencias ni sus propios cuerpos sin dificultad ni dolores, en parte hechas unas insensatas en sí mismas, en parte hundidas bajo el peso de sus miembros mortales. Y así, pues, por causa de estas armonías y movimientos, con los que las almas tienen activo contacto con las almas, desaladas por los honores y alabanzas, se apartan de la visión de aquella Verdad pura y sin mezcla. Porque Dios es el único que honra al alma, haciéndola dichosa, cuando ella vive escondidamente en su presencia con justicia y piedad.

42. M.: —Por tanto, los movimientos que produce el alma sobre las que les están apegadas y sometidas se parecen a los números proferidos, porque actúa como si lo hiciera sobre su propio cuerpo. Por otra parte, los movimientos que ella produjere, al desear unirse o someterse a otras, se consideran entre el número de los sentidos y entendidos, porque actúa como en sus propios sentidos, esforzándose en que se haga una sola cosa con ella, lo que, por así decirlo, se le aplica desde fuera, y quede rechazado lo que no puede asimilar. Y la memoria recoge estos dos movimientos y los hace números recordables, hirviendo en sumo torbellino, de modo parecido a éstos, entre los recuerdos e imaginaciones de esta clase de acciones. Ni faltan tampoco los números de juicio, a fuer de examinadores, para percibir qué es lo que en estas acciones se mueve adecuada o inadecuadamente; números que no nos arredra denominar también sensuales, porque son signos sensibles por los que de este modo actúan las almas respecto a otras almas.

Envuelta el alma en tan numerosas y tamañas preocupaciones, ¿cómo puede extrañar que se aparte de la contemplación de la Verdad? Y, ciertamente, por poco que de ellas se alivie, la ve; pero como aún no las tiene vencidas, no se le permite permanecer en ella. De lo cual resulta que el alma no posee al mismo tiempo el conocimiento de qué es sobre lo que ella debe establecerse y el poder establecerse. ¿Mas tienes tú acaso algo contra todo esto?

D.: —Nada hay que ose yo contradecir.

Tercera proposición: Por la caridad a Dios y a las armonías eternas

14 43. M.: —¿Qué queda, pues, por considerar? Puesto que ya hemos examinado, en cuanto fuimos capaces, la contaminación y abatimiento del alma, ¿nos quedará por ver qué conducta se le ordena por mandato divino, para que, purificada y libre de toda carga, retome el vuelo hacia el descanso y entre en el gozo de su Señor?

D.: —Sí, sea en buen hora.

M.: —Y, a partir de aquí, ¿qué piensas debo yo decir por más tiempo, cuando las Divinas Escrituras, en tan numerosos libros, provistos de tan grande autoridad y santidad, ninguna otra cosa hacen en nosotros sino que amemos a Dios y Señor nuestro de todo corazón, de toda el alma y de toda la mente, y que amemos al prójimo como a nosotros mismos8? Así, pues, si dirigimos a este fin todos aquellos movimientos de la acción y todas las armonías, sin duda quedaremos purificados. ¿O piensas de otra manera?

D.: —De ninguna otra, por cierto. Pero tan corto tiempo como es oír todo esto, tanto más difícil y escarpado el practicarlo.

44. M.: —¿Qué es, pues, lo fácil? ¿Amar los colores y los sonidos y las tortas y las rosas y los cuerpos de tierna suavidad? ¿Acaso es fácil al alma amar estas cosas en las que no busca más que la igualdad y la semejanza, y al examinarlas un poco más cuidadosamente apenas descubre una lejana sombra y vestigio de ella? ¿Y es, en cambio, difícil para el alma amar a Dios, a quien levantando su pensamiento, en la medida de sus fuerzas, aun herida y manchada como está, no puede sospechar en él nada desigual, nada desproporcionado de su ser, nada separado por los lugares, nada que cambie con el tiempo? ¿Acaso tiene su goce en erigir las moles de los edificios y prolongarse en obras de este género, en las que si bien causan encanto sus proporciones armoniosas (pues otra cosa no encuentro en ellas), qué puede calificarse en éstas mis-mas como igual y proporcionado que no provoque risa en la razón de la ciencia? Y si ello es así, ¿por qué viene a caer de aquel muy verdadero alcázar de la Armonía a esas cosas menospreciables, y de sus ruinas levanta artificios de barro?

No es ésta la promesa de aquel que no sabe engañar: Pues mi yugo -dijo- es ligero9. Mucho más trabajoso es el amor de este mundo. Porque lo que el alma busca en él, a saber: la estabilidad y la eternidad, no las encuentra, ya que su baja belleza culmina en el cambiante paso de las cosas, y lo que en tal belleza es trasunto de estabilidad, le viene transferido de Dios a través del alma. Razón de ello es que esta belleza, expuesta solamente al cambio del tiempo, es de más rango que aquella otra que cambia en el tiempo y lugares. Ante esta realidad, igual que el Señor ordenó a las almas qué debían amar, así por medio del apóstol San Juan está mandando qué no deben amar: No améis el mundo -dijo-, porque todo lo que en él hay es concupiscencia de la carne y concupiscencia de los ojos y ambición del siglo10.

45. M.: —Mas, ¿qué opinión te merece el hombre que dirige todas las armonías que obtiene por su actividad sobre el cuerpo y por la reacción contra las pasiones del cuerpo, y las que de éstas se guardan en la memoria, no para servicio del placer carnal, sino solamente para la salud del cuerpo; el hombre que conduce todas las armonías que nacen de la unión de las almas o que se ejercen para unirlas, y aquellas que, entre éstas, se adhieren a la memoria, no para su orgullosa grandeza, sino para utilidad de las almas mismas; el hombre que se sirve también de aquellas armonías que, a manera de reguladoras y vigías de las demás armonías cambiantes, en los dos géneros precedentes, gobiernan la sensación no para gusto de una curiosidad superflua y perniciosa, sino para dar su aprobación o desaprobación necesaria? ¿No produce él también todas esas armonías sin dejarse prender en sus lazos? Puesto que si él prefiere también la salud del cuerpo, es por estar libre para actuar, y todas estas acciones suyas las encamina para utilidad del prójimo, a quien tiene obligatorio mandato de amar como a sí mismo en virtud del vínculo natural del derecho común.

D.: —Un gran hombre pregonas y verdaderamente el más humano entre los hombres.

46. M.: —Después de todo, no son las armonías inferiores a la razón y bellas en su género, sino el amor de la belleza inferior lo que contamina al alma. Y como ésta no sólo ama la igualdad (de la que según nuestro menester hemos hablado bastante), sino también el inferior rango, el alma misma viene a perder su propio orden; y, a pesar de ello, no sobrepasó el orden de las cosas, ya que ella está en un lugar y está de una manera en que, con sumo orden, están las cosas y tal como ellas son. Porque una cosa es guardar el orden, otra distinta estar sometido al orden. Guarda el orden el alma cuando desde sí misma, toda ella entera, ama lo que está sobre su ser, es decir, a Dios, y a las almas, sus compañeras, como a sí misma. Por esta fuerza del amor, efectivamente, pone orden en las cosas inferiores y no se mancha en contacto con ellas.

Por otra parte, eso que la mancha no es un mal en sí, porque también el cuerpo es una criatura de Dios y está adornado de una belleza propia, aunque muy baja. Pero se la menosprecia en comparación con la dignidad del alma, igual que aun con la aleación de purísima plata queda manchada la calidad del oro. Por lo cual, cualesquiera armonías originadas también de nuestra mortalidad, fruto del castigo, no queden relegadas por nosotros fuera de la obra de la divina Providencia, ya que son bellas en su género. Y no las amemos como para hacernos dichosos en sus goces. Porque, como son temporales, a fuer de una tabla en medio de las olas del mar nos alejaremos de ellas, no arrojándolas como pesados fardos ni abrazándolas como si fuesen nuestro fundamento, sino haciendo buen uso de las mismas.

De otro lado, a partir del amor al prójimo, en tanta medida como nos está mandado, se nos levanta un segurísimo escalón para unirnos profundamente a Dios y no sentirnos solamente sometidos a su orden, sino también para observar nuestro propio orden inconmovible y fijo.

Exposición: el orden y su amor en el alma

47. M.: —Pero ¿acaso no ama el orden el alma, cuando hasta los mismos números sensibles lo están atestiguando? ¿De dónde, pues, nace que el primer pie es el pirriquio, el segundo el yambo, el tercero el troqueo y así todos los demás? Pero con razón podrías decir, en este caso, que el alma ha seguido aquí a la razón, no al sentido. ¿Y cómo hablar así? ¿No hay que atribuir a los números sensibles el hecho de que ocho sílabas largas, por ejemplo, ocupen el mismo espacio de tiempo que dieciséis breves y que, sin embargo, en un mismo espacio de tiempo las breves están más bien esperando se las combine con sílabas largas? Cuando la razón da su dictamen sobre este juicio sensible, y los proceleusmáticos se le presentan como iguales a los espondeos, ninguna otra cosa de valor decisivo encuentra ella aquí sino el poder del orden, porque ni hay sílabas largas si no se las compara con breves ni breves si no se las compara, a su vez, con sílabas largas. Por esta razón, aunque un verso yámbico se recite tan lentamente como se quiera, si no desaparece la regla de tiempo simple y doble, tampoco pierde él su nombre. Por el contrario, el verso compuesto de pies pirriquios, cuando aumenta poco a poco un retardo en su recitación, se convierte de repente en espondaico si tomas en cuenta no la gramática, sino la música. Pero si el verso está compuesto de dáctilos o de anapestos, como las largas se perciben en ellos por comparación con las sílabas breves combinadas, conserva su propio nombre, cualquiera sea el retardo con que se le recite.

¿Por qué los aumentos de semipiés no deben observarse al principio y fin bajo la misma regla, ni deben aplicarse todos ellos aunque se adapten a una misma medición por el ictus? ¿Por qué a veces la colocación de dos breves al final con preferencia a una larga? ¿No es el sentido mismo quien las regula? Y en estas largas y breves lo que se discute no es el ritmo, basado en la igualdad, que nada pierde, sea en el caso de la breve, sea en el de la larga, sino la trabazón del orden.

Prolija cosa es recorrer todo lo demás concerniente a este mismo poder del orden en los ritmos de los tiempos. Pero, sin duda, el sentido mismo rechaza también las formas visibles cuando se inclinan contra lo conveniente, o cuando se ponen cabeza abajo, o cosas por el estilo, en lo que no se desaprueba la desigualdad, ya que se guarda la paridad de partes, sino el desorden. Por último, en todos nuestros sentidos y en todas nuestras obras, cuando por diferentes grados adaptamos a nuestro deseo la mayor parte de objetos insólitos y, por esta calidad, desagradables, y al principio los aceptamos con tolerancia y luego de buen grado, ¿no hemos entretejido el placer con el orden, y si no estuviesen armoniosamente tramados los objetos primeros con los del medio, y los del medio con los extremos, nos apartaríamos con horror de todos ellos?

48. M.: —Por todo lo dicho, no pongamos nuestros gozos en el placer carnal, ni en los honores y las alabanzas de los hombres, ni en la búsqueda de aquellos objetos que desde fuera afectan nuestro cuerpo, nosotros que poseemos a Dios en nuestra intimidad, donde está seguro e inmutable todo lo que amamos. Así sucede que, aun estando presentes a nuestros ojos estas cosas temporales, no quedamos, sin embargo, enredados en ellas, y que cuando están ausentes los objetos exteriores a nuestro cuerpo, permanecemos sin sentimiento de dolor; más aún: que este mismo cuerpo, sin ninguno o al menos sin grave sentimiento de dolor, se nos quite y, con la muerte, sea devuelto a su propia naturaleza para ser transfigurado11. Porque la dedicación del alma a la otra parte, que es su cuerpo, arrastra consigo desasosegadas ocupaciones, y lo mismo hace, con menosprecio de la ley universal, el amor a cualquier obra particular que, a pesar de todo, no puede eximirse del orden universal que Dios dirige. Así, queda sometido a las leyes quien no ama las leyes.

Conclusión: El alma, guía del cuerpo por las virtudes cardinales

15 49. M.: —Cuando frecuentemente pensamos con atención suma acerca de las cosas incorpóreas y que se comportan siempre de la misma manera, si en ese mismo tiempo realizamos fortuitamente ritmos temporales por un movimiento cualquiera del cuerpo, fácil por cierto y muy de uso común, como caminar o cantar, estos ritmos pasan sin que nos demos absoluta cuenta, aunque no existirían si no actuáramos nosotros. Si, por último, cuando estamos presos en nuestras mismas vanas imaginaciones, también de igual manera pasan esos ritmos, mientras actuamos y no los percibimos, ¿cuánto más será, y con cuánta mayor firmeza, cuando este ser corruptible se haya revestido de incorrupción y este ser mortal se haya revestido de inmortalidad12? Es decir, para hablar más llanamente, cuando Dios haya vivificado nuestros cuerpos mortales, como dice el Apóstol, por medio del Espíritu que habita en nosotros13, ¿cuánto más, repito, contemplando en ese momento al Dios único y la Verdad traspasada de luz, como está dicho, cara a cara14, sentiremos sin desazón alguna y gozosos los ritmos con que movemos nuestros cuerpos? A menos que deba creerse acaso que el alma, capaz de gozarse en los objetos, que son buenos gracias a ella, es incapaz de sentir gozo en aquellos por cuya gracia es ella buena.

50. M.: —Pero esta acción por la que el alma, con la ayuda de su Dios y Señor, se arranca del amor de la belleza inferior, combatiendo y aniquilando su costumbre que contra ella lucha, para triunfar en ella misma, con esta victoria, sobre los poderes bajo este cielo, y que, a pesar de la ojeriza de éstos y de sus esfuerzos por impedirlo, emprende vuelo hacia Dios, su remanso y apoyo, ¿no te parece ser ésa la virtud que llamamos templanza?

D.: —Lo reconozco y comprendo.

M.: —¿Qué más? Cuando el alma avanza en este camino, presintiendo ya los gozos eternos y casi al alcance de ellos, ¿puede espantarla la pérdida de las cosas temporales o muerte alguna, si ya puede decir a sus inferiores acompañantes: Bueno me es desatarme y estar con Cristo, pero si me quedo en la carne, necesario es por causa vuestra15?

D.: —Así pienso yo.

M.: —Pero esa disposición del alma, por la que no teme adversidad ninguna ni la muerte, ¿qué nombre debe recibir sino el de fortaleza?

D.: —También yo lo admito.

M.: —Por fin, sin la menor duda, el orden mismo del alma por el que a nadie sirve sino a Dios sólo, a nadie desea igualarse sino a los espíritus purísimos, a nadie desea imponer su dominio sino a la naturaleza animal y corpórea, ¿qué virtud, al cabo, es a tu parecer?

D.: —¿Quién no comprende que es la justicia?

M.: —Rectamente lo comprendes tú.

Excurso: Las virtudes cardinales moran en el cielo

16 51. M.: —Pero he aquí ahora otra pregunta mía: después de haber quedado antes claro entre nosotros que la prudencia es la virtud por la que el alma descubre dónde debe establecerse, hacia dónde se eleva por medio de la templanza, lo que vale tanto como decir el retorno de su amor a Dios, que se llama caridad, y el alejamiento de este siglo, al que también acompañan la fortaleza y la justicia; dime ahora tu opinión en caso de que el alma haya llegado al fruto de su amor y de su esfuerzo por una santificación acabada, acabada también la revitalización de su cuerpo, y, borrados de su memoria los alborotos de las imaginaciones, haya comenzado a vivir en Dios mismo para solo Dios, al haberse cumplido lo que de parte divina se nos promete de este modo: Amadísimos, ahora somos hijos de Dios, y aún no ha aparecido lo que seremos. Sabemos que, cuando haya aparecido, seremos semejantes a él, porque lo veremos como él es16; dime, pues, y repito mi pregunta: ¿crees que las virtudes, que antes hemos recordado, existirán también entonces?

D.: —Yo no veo, cuando hayan pasado las adversidades contra las que el alma lucha, cómo puede existir allí la prudencia, que no elige qué es lo que tiene que seguir si no es en la adversidad; o la templanza, que no aparta nuestro amor más que de los placeres que son nuestros enemigos; o la fortaleza, que no soporta otra cosa que la adversidad; o la justicia, que no desea ser igualada a las almas muy bienaventuradas y dominar la naturaleza inferior sino en la adversidad, es decir, sin haber logrado todavía lo que apetece.

52. M.: —No es del todo absurda tu respuesta, y no niego que ciertos hombres doctos ven así las cosas. Pero yo, consultando los libros, que ninguna otra autoridad supera, encuentro estas palabras: Gustad y ved que el Señor es suave17, que también propuso así el apóstol Pedro: Si, con todo, habéis saboreado que el Señor es suave18. Esto es, en mi opinión, lo que se realiza en estas virtudes, que, por la conversión, purifican el alma. Porque el amor de las cosas temporales no podría ser vencido sino con la suavidad de las eternas.

Ahora bien: cuando se llega a ese pasaje del canto: Los hijos de los hombres esperarán al abrigo de tus alas; embriagados quedarán en la abundancia de tu casa y en el torrente de tu placer les darás de beber, porque en ti está la fuente de la vida19, el texto no dice ya que el Señor será suave al gusto, sino que ves cómo se está pregonando el alto desbordamiento y rico caudal de la fuente eterna, a los que sigue también una cierta embriaguez; y con este nombre me parece que se está maravillosamente simbolizando aquel olvido de las vanidades e imaginaciones de este siglo. El texto une de seguidas esto y dice: En la luz veremos la luz. Extiende tu misericordia a los que te conocen20. Ya se ve que en la luz hay que tomarlo por en Cristo, que es la Sabiduría de Dios y que tantas veces es llamado luz. Y, por tanto, donde se dice veremos y a los que te conocen, no se puede negar que es la prudencia la que estará presente. ¿O es que puede verse y conocerse el verdadero bien del alma donde no hay prudencia alguna?

D.: —Ahora comprendo.

53. M.: —Y continuando. ¿Pueden estar sin justicia los rectos de corazón?

D.: —Admito que bajo esa designación se quiere dar a entender con la mayor frecuencia la idea de la justicia.

M.: —¿Pues de qué otra cosa nos avisa el mismo profeta David, cuando de seguidas canta en el Salmo: Y tu justicia otorga a los rectos de corazón21?

D.: —Es evidente.

M.: —Sigamos por su orden y recuerda, si te parece bien, lo que antes hemos tratado con detalle: el alma, a causa de la soberbia, se desliza hacia ciertas acciones propias de su libertad de conducta, y al menospreciar la ley universal en el ejercicio de acciones particulares viene a encontrarse caída, lo que se denomina apostatar de Dios.

D.: —Lo recuerdo bien.

M.: —Por consiguiente, cuando ella obra de manera que no espera ya tener otro placer en el futuro, ¿no te parece que está fijando su amor en Dios y que, lejos de toda mancha, vive en suma templanza, castidad y paz?

D.: —Así me parece, sin duda.

M.: —Mira también cómo el Profeta añade también este otro dato, cuando dice: Que no se me acerque el pie de la soberbia22. Pues al decir pie, está dando a entender el alejamiento en sí o la caída de la que si el alma se guarda, por la templanza, vive unida a Dios para toda la eternidad.

D.: —Lo acepto y sigo tu reflexión.

54. M.: —Pues nos queda la fortaleza. Igual que la templanza tiene eficacia contra la caída que se origina en la voluntad libre, también la tiene la fortaleza contra la violencia por la que uno, si es menos fuerte, puede ser hasta coaccionado a cosas que le derriben, y se vea caído en la mayor de las miserias. Esta violencia suele ser convenientemente designada en las Escrituras bajo el apelativo de mano. ¿Quiénes sino los pecadores intentan imponer esta violencia? Y si el alma se fortifica en este tiempo, por sufrir esa violencia misma, y tiene su escudo en el apoyo de Dios, para que por ningún medio pueda llegarle ese mal de cualquier parte, ella es portadora de un cierto poder seguro y, por así decirlo, impasible, que, si a ti no te disgusta, se llama con razón fortaleza, y yo creo que se habla de ella cuando añade el Salmo: Ni la mano de los malvados me aparte23.

55. M.: —Pero sea en este o en otro sentido en el que haya que tomar estas palabras, ¿negarás tú que el alma, establecida en esta perfección y felicidad, contempla la verdad y permanece inmaculada y no puede sufrir congoja y, unida a Dios solo, supera sin duda todas las demás naturalezas?

D.: —Antes al contrario, no veo de qué otra manera pueda tener la suma perfección y la dicha acabadísima.

M.: —Por tanto, esta contemplación, santificación, impasibilidad, ordenación suya, o bien son aquellas cuatro virtudes en estado perfecto y consumado, o bien (para no fatigarnos en vano discutiendo nombres, cuando la realidad se corresponde) en lugar de estas virtudes, de las que se vale el alma colocada en trabajos, debe esperar unas fuerzas de esta naturaleza en la vida eterna.

Cuarta proposición: Destello universal de las armonías

17 56. M.: —Traigamos sólo a mientes -cosa en altísimo grado concerniente a nuestra presente discusión- que es gracias a la Providencia de Dios, por la que El hizo y gobierna todas las cosas, como puede explicarse el hecho de que también el alma pecadora y oprimida de fatigas sea dirigida por las armonías y ella misma produzca armonías hasta el hondón último de corrupción carnal. Y estas armonías, ciertamente, pueden ser cada vez menos bellas, pero no pueden carecer enteramente de belleza. Pues Dios, sumamente bueno y sumamente justo, no mira con malos ojos ninguna belleza que nace a la realidad, o por condenación del alma, o por su conversión, o por su perseverancia.

Ahora bien: la armonía comienza por la unidad y es bella gracias a la igualdad y a la simetría y se une por el orden. Por esta razón, todo el que afirma que no hay naturaleza alguna que, para ser lo que es, no desee la unidad y que se esfuerce en ser igual a sí misma, en la medida de su posibilidad, y que guarde su orden propio, sea en lugares o tiempos, o mantenga su propia conservación en un cuerpo que le sirve de equilibrio; debe afirmar también que todo lo que existe, y en la medida que existe, ha sido hecho y fundamentado por un Principio Único, por medio de la belleza, que es igual y semejante a las riquezas de su bondad, por la cual el Uno y el (otro) Uno que procede del Uno están unidos por una, por así decirlo, muy cara caridad.

57. M.: —Por lo cual, aquel verso que antes pusimos: Deus creator omnium (Dios, creador de todas las cosas) no sólo produce encanto sumo a los oídos por la armonía de su sonido, sino mucho más al alma por la exactitud y la verdad de su afirmación. Si es que no te turba la torpeza de quienes, para decirlo de modo más suave, niegan pueda nacer algo de la nada, cuando afirmamos que lo ha hecho el Dios omnipotente.

¿Es que el artista, por medio de las armonías racionales que hay en su arte, puede producir las armonías sensibles contenidas en su potencia habitual, y mueve, por las armonías sensibles, los números proferidos, con los que pone en acción sus miembros y a los que conciernen los intervalos de los tiempos, y por estas últimas armonías puede a su vez configurar de la madera unas formas visibles -armoniosas por su simetría espacial-, y la naturaleza de las cosas, obediente a las indicaciones de Dios, no puede producir la madera misma de la tierra y de los demás elementos, y El no iba a poder producir de la nada estos últimos seres?

Todavía más. Hasta es preciso que las armonías locales de los árboles estén precedidas por armonías temporales. Porque no hay entre los vegetales ninguna especie que, siguiendo los espacios de tiempo establecidos en favor de su simiente, no eche raíces y brote, y se alce al viento y despliegue su follaje, y se consolide con vigor y ora produzca su fruto, ora ofrezca de nuevo la fuerza de su semilla gracias a las muy secretas armonías de la propia planta. ¿Cuánto más llenarán este ritmo los cuerpos de los animales, en los que la simetría de sus miembros ofrece en mucho más alto grado a las miradas una regularidad pletórica de armonía?

¿Todos esos efectos pueden nacer de los elementos y los elementos no pueden nacer de la nada? ¡Como si en ellos hubiese, por cierto, algo más vil y despreciable que la tierra!

¡La tierra que posee, ante todo, la forma general del cuerpo, en la que se pone de manifiesto tanto una cierta unidad de la armonía como el orden! Porque cualquier partecilla del cuerpo, por pequeña que ella sea, a partir de un punto indivisible necesariamente se desarrolla en una longitud, toma en tercer lugar anchura y en cuarto altura, con la que el cuerpo adquiere su perfección. ¿De dónde viene, por tanto, esta medida de progresión de uno a cuatro? ¿Y de dónde también la igualdad de las partes que se halla en la longitud, en la anchura y en la altura? ¿De dónde una cierta correlación (pues así prefiero yo llamar la analogía) para que la anchura tenga respecto a la longitud la misma proporción que la longitud tiene respecto al punto indivisible y la altura con relación a la anchura? ¿De dónde, te ruego yo, viene todo eso sino de aquel soberano y eterno Principio de las Armonías, y de la semejanza, y de la igualdad, y del orden? Sí; si quitas estas propiedades a la tierra, nada será. Por consiguiente, el Dios omnipotente hizo la tierra y es de la nada de donde la tierra fue hecha.

58. M.: —¿Qué más aún? Esta forma por la que la tierra se distingue asimismo de los demás elementos, ¿no muestra el grado de participación que ella en la unidad obtuvo, y que ninguna de sus partes difiere de la totalidad y que por el entramado y concordia de sus mismas partes mantiene en su propio rango el más bajo lugar sanísimo? Sobre ella se extiende la naturaleza de las aguas, esforzándose también en sí misma en su tendencia a la unidad, naturaleza la más vistosa y transparente a causa del mayor parecido de sus partes y que guarda el lugar propio de su ordenación y salubridad. ¿Qué diré de la naturaleza del aire, que aspira con más ligero abrazo a la unidad, y que supera en belleza a las aguas como éstas a las tierras y de más alto valor para la conservación? ¿Qué decir de la bóveda suprema del cielo, en la que se encierra la universalidad entera de los cuerpos visibles y la suma belleza en su género y la muy saludable perfección de lugar?

En realidad, todas estas cosas, que enumeramos con ayuda de la sensible percepción de nuestro cuerpo, no pueden adquirir ni conservar las armonías locales que parecen estar en un modo de ser estable sino gracias a otras armonías temporales que les preceden, ocultas y en silencio, y están dentro del movimiento. Asimismo, a estas armonías, activas en los intervalos ordenados de los tiempos, precede y regula el movimiento vital, que obedece al Señor de todas las cosas, no porque tiene ya en sí ordenados los intervalos temporales de sus armonías, sino gracias a una potencia que gobierna los tiempos. ¡Y, sobre esta potencia, las armonías racionales e intelectuales de las almas bienaventuradas y santas que, sin la mediación de ninguna otra naturaleza, recogen la ley misma de Dios, sin la cual no cae la hoja del árbol y para quien están contados nuestros cabellos, transmitiendo esa ley hasta los ámbitos terrenos e infernales!

Conclusión de la obra

59. M.: —De tema tan grande, tan poquito como soy, he discutido contigo lo que pude y como pude. Mas si algunos lectores vienen a tener a mano nuestra conversación, ahora consignada por escrito, sepan que todo esto ha sido redactado para espíritus mucho más débiles que los de aquellos que, siguiendo la autoridad de los dos Testamentos, honran a la consustancial e inmutable Trinidad del Dios único y sumo, de quien todo proviene, por quien todo es, en quien todo subsiste, y a Ella rinden culto por la fe, la esperanza y la caridad. Porque éstos están purificados no por la centella de los razonamientos humanos, sino por el fuego poderosísimo y ardentísimo de la caridad.

Nosotros, por nuestra parte, mientras juzgamos que no deben olvidarse aquellos a quienes los herejes seducen con la falsa promesa de su razón y de su ciencia, hemos avanzado con mayor lentitud, en el estudio de estos caminos, que aquellos santos varones que, volando sobre estas rutas, no creen merezca la pena atender a ellas. Sin embargo, nosotros no nos atreveríamos a hacerlo si no viésemos que muchos hijos piadosos de la Iglesia católica, nuestra bonísima Madre, después de haber adquirido en sus estudios de juventud la capacidad suficiente para hablar y discutir, han hecho esto mismo por la necesidad de refutar a los herejes.