CARTA 181

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: La controversia pelagiana

INOCENCIO saluda en el Señor a AURELIO y a todos los santos obispos, hermanos amadísimos, que asistieron al concilio de la Iglesia de Cartago.

Roma. 27 de enero de 417, probablemente

1. Habéis investigado los puntos de la doctrina divina que con suena solicitud han de considerar los sacerdotes y debe tratar sobre todo un concilio auténtico, justo y católico, fiel a los ejemplos de la antigua tradición y recordando la disciplina eclesiástica. Habéis afirmado, aportando la verdadera razón, el vigor de nuestra religión, no menos ahora al consultar, que antes, cuando proferisteis vuestra sentencia. Aprobasteis que debíais remitiros a nuestro juicio, conocedores de lo que se debe a la Sede Apostólica. Todos los que la ocupamos deseamos seguir al apóstol de quien salió el episcopado mismo y toda la autoridad de ese nombre. Siguiendo al apóstol, sabemos condenar lo malo y aprobar lo laudable, como hemos aprobado que, manteniendo vuestra obligación de obispos, opinasteis que no se debía conculcar lo establecido por los Padres. Ellos, por sentencia no humana, sino divina, decretaron que cualquier problema, aunque se refiera a provincias separadas y remo­tas, no tiene solución definitiva antes de ser examinado por esta Sede. Así, una sentencia justa es confirmada por la autori­dad plena de la Sede Romana, y de aquí -como de un manan­tial del que proceden todas las aguas que, a partir de su origen, discurren incorruptas por las diversas regiones del mundo en­tero- toman todas las Iglesias lo que han de imponer, a quié­nes han de absolver y a quiénes tiene que evitar el agua, mere­cedora de cuerpos limpios, por hallarlos manchados con cieno indeleble.

2. Me congratulo con vosotros, hermanos amadísimos, por haberme enviado la carta mediante nuestro hermano y colega en el episcopado Julio. A la vez que os preocupáis de las Igle­sias a las que presidís, mostráis vuestra solicitud por el bien de todas al pedir que se determine lo que ha de ser de prove­cho para todos en la totalidad de las Iglesias del orbe entero. Así la Iglesia, afianzada con sus normas y apoyada en los de­cretos de una justa sentencia, no podrá quedar al descubierto ante aquellos de los que se guarda y que, armados o, mejor, desarmados con las perversas argucias del lenguaje, disputan aparentando profesar la fe católica y exhalan un veneno pes­tífero para corromper de la peor manera los corazones de los hombres que tienen rectas ideas, y tratan de acabar con la or­todoxia plena de la doctrina auténtica.

3. Hay que apresurarse a sanar el morbo execrando, para que no continúe propagándose en las almas. Cuando el médico descubre una enfermedad en el cuerpo terreno, cree aportar una gran prueba de su arte si alguien que había perdido toda esperanza evita la muerte gracias a su intervención; o si ha­biendo descubierto pus en la Haga, recurre a los fomentos y de­más técnicas para poder cerrar la herida que se había produci­do. Y, en el caso de que no pueda curarla, para que el mal no se propague a todo el cuerpo, amputa con el bisturí la parte dañada y así conserva al resto íntegro e intacto. Es, pues, pre­ciso sajar la llaga que amenaza invadir el cuerpo puro y sano, no sea que, al retardar la intervención, el virus penetre en lo más profundo para no salir ya.

4. ¿Qué cosa buena podemos esperar en adelante de estas mentes que se atribuyen a sí mismas el ser buenas y no miran a aquel con cuya gracia lo consiguen día a día? Los que así_ piensan no consiguen gracia alguna de Dios, pues con­fían en poder conseguir sin él lo que apenas merecen los que la piden y la reciben de él. ¿Puede haber cosa más inicua, más extraña, más ajena a toda religión y enemiga de las mentes cristianas que el negar que todo lo que consigues con la gracia co­tidiana se lo debes a aquel a quien tú mismo atribuyes el ha­ber nacido? ¿Serás tú mejor para conducirte que lo puede ser referente a ti aquel que hizo que existieras? Piensas que le de­bes la vida; ¿cómo no piensas, pues, que le debes también el vivir como vives, obteniendo su gracia día a día? Niegas que necesitemos la ayuda divina, como si fuésemos plenamente per­fectos por nuestro poder. ¿Cómo no invocamos, entonces, la ayuda que él nos presta, aunque pudiéramos ser perfectos por nosotros mismos?

5. Quisiera preguntar al que niega el auxilio de Dios. ¿Es que nosotros no lo merecemos? ¿Es que Él no nos lo puede dar? ¿O no hay nada que obligue a cada uno a pedirlo? Que Dios puede, lo demuestran las obras. Que necesitarnos el auxilio cotidiano, no podemos negarlo. Con ese auxilio, o vivi­mos bien, y lo pedimos para vivir mejor y más santamente; o cuando por malos sentimientos nos apartamos del bien, necesitamos más de él para volver al camino recto. ¿Hay algo tan mortífero, que lleve tan directamente a la muerte, tan expues­to a todos los peligros, como el pensar que ya tenemos bastan­te con haber recibido al nacer el libre albedrío, y que ya no hay que pedir nada más al Señor? Eso es olvidarnos de nuestro Hacedor, despegarnos de su poder para exhibirnos libres, corno si Dios ya no tuviera más que darte, pues ya te hizo libre en tu nacimiento. Y no nos darnos cuenta de que, si la gracia, im­plorada con intensas oraciones, no descendiera a nosotros, nos esforzaríamos en vano en superar los errores de las manchas terrenas y del cuerpo mundano: si conseguimos resistir, eso se debe no al libre albedrío, sino al auxilio divino.

6. Afirma David que tiene necesidad del auxilio divino; y no lo pediría dignamente si el libre albedrío le aprovechase más; en efecto, el varón bienaventurado, y ya elegido por Dios, nada necesitaba; sin embargo, oraba a Dios suplicando: No me abandones ni me desprecies, Señor de mi salud1. Nosotros bus­carnos el libre albedrío, ¡mientras que él pide para sí la ayuda de Dios! Nosotros decimos que ya es bastante el haber nacido, ¡mientras que él pide a Dios que no le abandone! Por favor, ¿no se nos enseña con toda claridad qué hemos de pedir, cuan­do ese varón tan bienaventurado, corno hemos dicho, pide no ser despreciado? Es preciso que rechacen estas palabras quie­nes mantienen aquellas ideas. Deben acusar a David de que no sabe orar, de que no conoce su propia naturaleza, pues, sabien­do que en ella hay un poder tan grande, pide a Dios que sea su ayudante, y ayudante asiduo; y, por si eso fuese poco, se pos­tra a pedir en sus oraciones que nunca lo desprecie, ¡y esto lo predica y grita por todo el cuerpo del Salterio! Si, pues, el gran David confiesa para enseñarnos que el auxilio divino ha de ser tan asiduo como necesario, ¿cómo Pelagio y Celestio, dejando a un lado toda solución dada en los Salmos, y recha­zando esa doctrina, confían en persuadir a algunos de que no debemos pedir el auxilio de Dios, pues ni lo necesitamos, cuan­do todos los santos testifican que nada pueden hacer sin dicho auxilio?

7. El hombre experimentó lo que podía el libre albedrío; al usar de sus propios bienes con poca cautela, resbaló y se hundió en lo profundo de la transgresión, y no halló cómo sa­lir de ella. Engañado para siempre por su libertad, hubiese que­dado ocultado en sus ruinas si no le hubiese levantado des­pués con su gracia la venida de Cristo. Con la purificación de la nueva generación, Cristo limpia con el lavatorio de su bau­tismo todos los vicios pasados, robustece su postura para que camine con mayor rectitud y estabilidad, pero sin negar en ade­lante su gracia. Redimió al hombre de los pecados pasados; pero, sabiendo que podía volver a pecar, dejó hartas reservas para reparar y para que pudiera corregirse después de todo: ofreció remedios cotidianos; si no estribamos y confiamos en ellos, nunca podremos superar los errores humanos. Pues es inevitable que seamos vencidos si no nos ayuda aquel con cuyo auxilio vencemos. Más podría yo decir, si no constase que vosotros ya lo dijisteis todo.

8. En consecuencia, quien se adhiera a esa opinión y diga que no tenemos necesidad del auxilio divino, se confiesa enemigo de la fe católica e ingrato a los beneficios de Dios. Ya no son dignos de nuestra comunión, pues la han mancillado tanto con su predicación. Al practicar espontáneamente lo que dicen, se han desviado mucho de la verdadera religión. Puesto que en nuestra fe todo consiste (y eso es lo que buscamos con nuestras oraciones cotidianas) en cómo conseguir la misericor­dia de Dios, ¿cómo podremos soportar a quienes se jactan de tales cosas? Por favor, ¿qué error tan negro ciega su corazón para que, si ellos no sienten la gracia de Dios, pues ni son dig­nos ni la merecen, no vean lo que a diario concede la gracia di­vina a tantos otros? Son dignos de una ceguera todos los que ni siquiera se han reservado la creencia de que con la gracia divina pueden volver de sus errores. Al negar el auxilio, se lo han negado no ya a los demás, sino también de forma absolu­ta a sí mismos. Por eso, hay que apartarlos lejos, separarlos de las entrañas de la Iglesia, no sea que el error, al extenderse y durar, crezca y sea incurable. Si gozan largo tiempo de la ac­tual impunidad, sin duda arrastrarán a muchos a su malicia mental; engañarán a los inocentes, o mejor imprudentes, que siguen ahora la fe católica. Estos inocentes pensarán que los malignos piensan rectamente, pues ven que siguen en la Iglesia.

9. Sepárese, pues, del cuerpo sano el tumor maligno, y, di­sipando el contagio de la peste virulenta, manténganse con mayor cautela las partes sanas y purifíquese el rebaño de ese con­tagio de la mala oveja. Manténgase inmaculada la perfección del cuerpo entero. Sabemos que vosotros la seguís y mantenéis por vuestra sentencia contra ellos; también nosotros laman­tenemos con común asentimiento. Si solicitan para sí el auxi­lio de Dios, cosa que han rechazado hasta hoy, y reconocen que necesitan de ese auxilio para purificarse de esa mancha que han contraído por la doblez de su corazón sean absueltos, como si fuesen llevados de la fea calígine a la luz; limpien y remuevan todo aquello que ensuciaba y entenebrecía su mirada para no ver la verdad; condenen todo eso que hasta ahora creyeron, y adáptense un tanto al diálogo recto; en suma, corríjanse de su mancha, sométanse y déjense curar por consejos verdaderos. Si lo hacen, los obispos podrán prestarles alguna ayuda y aplicar alguna medicina a su tumor, esa ayuda que la Iglesia no suele negar a los que han caído en la herejía, cuando se arrepienten, para que, sacados de sus precipicios, se acojan al redil del Señor. De otro modo, vagando afuera, y privados de los muros y de­fensas de la fe, quedarían expuestos a todos los peligros, con­denados a ser despedazados y devorados por los dientes de los lobos; no podrían resistirles con esa perversa doctrina con que los excitaron. Pero es claro que la respuesta es suficiente, ya con vuestras consideraciones, ya con los abundantes ejemplos de nuestra ley. Nada nos queda ya por decir, pues vosotros no pasasteis nada por alto, y consta que nada fue suprimido: re­conozcan, pues, que han quedado totalmente refutados y convictos. Por eso no hemos aducido más testimonios, ya que vuestra relación va cargada de ellos, y es evidente que tantos doctísimos sacerdotes lo han dicho todo; no se debe creer que hayáis preterido nada que pueda contribuir a esclarecer la causa.