CARTA 43

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: Documentación donatista.

Agustín a los hermanos Glorio, Eleusio, los Félix, Gramático, señores amadísimos y dignos de elogio, y a los demás a quienes esto agrade.

Hipona: En el año 397 probablemente.

1. Dijo en verdad el apóstol Pablo: Después de una corrección, rehúye al hereje, sabiendo que el tal ha claudicado, peca y está condenado por sí mismo1. Pero no han de ser tenidos por herejes los que no defienden con terca animosidad su sentencia, aunque ella sea perversa y falsa; especialmente si ellos no la inventaron por propia y audaz presunción, sino que fueron seducidos e inducidos a error, porque la recibieron de sus padres, y con tal de que busquen por otra parte con prudente diligencia la verdad y estén dispuestos a corregirse cuando la encuentren. Si yo no creyese que vosotros sois de ésos, no os enviaría quizá una carta. Es cierto que se nos exhorta a rehuir al hereje hinchado por su odiosa soberbia y enloquecido por su terquedad funesta y contenciosa, para que no seduzca a los débiles y pequeños; pero tampoco me niego a corregirle con todos los medios que descubro a mi alcance. Por eso he escrito asimismo a algunos de los jefes donatistas, no cartas de comunión, pues hace ya tiempo que no las reciben de la unidad católica universal por su perversidad, sino cartas privadas, como pudiera enviarlas lícitamente a los paganos. Ellos las han leído; sin embargo, o no quisieron o, como parece más creíble, no pudieron contestar. Al enviarlas, me pareció que yo cumplía mi deber de caridad, tal como nos lo impone, no sólo para con los nuestros, sino para con todos, el Espíritu Santo al decirnos por medio del Apóstol: El Señor os multiplique y os aumente la caridad, no sólo entre vosotros, sino para con todos2. También nos amonesta en otro pasaje a que corrijamos con suavidad a los que disienten de nuestra doctrina, diciendo: Quizá el Señor les dé arrepentimiento para conocer la verdad, y descubran los lazos del diablo, del que están cautivos bajo su voluntad3.

2. Pongo por delante esta declaración para que nadie estime que os escribo con más imprudencia que cordura, pretendiendo tratar asuntos de vuestra alma, cuando no sois de mi comunión. Nadie me reprendería, seguramente, si os escribiese sobre el negocio de un campo o para dirimir un pleito pecuniario. ¡Hasta ese punto aman los hombres este mundo y se han envilecido a sí mismos! Sírvame, pues, como testimonio de defensa esta carta ante el tribunal de Dios, que conoce mi intención, y que dijo: Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios4.

3. Dignaos recordar que estuve en vuestra ciudad y traté con vosotros algunas materias referentes a la unidad católica. De vuestra parte presentasteis ciertas actas en las que apareció que casi setenta obispos condenaron en su tiempo a Ceciliano, obispo cartaginés de nuestra comunión, con sus colegas y con los que le consagraron. También se ventiló en aquel concilio la causa de Félix Aptungitano, con mucha mayor hostilidad y malicia que las demás. Después de leído todo, contesté: no era maravilla que los promotores del cisma juzgasen temerariamente que debían condenarlos. Contra las víctimas presionaban los émulos y perdidos, levantando el acta correspondiente. Afirmé que, por cierto, los reos estaban ausentes y no conocían el pleito. Advertí que nosotros teníamos otras actas eclesiásticas. Según ellas, Segundo Tigisitano, que era entonces el primado de Numidia, había dejado al juicio de Dios a los traditores, que estaban presentes y confesaron su delito. Les permitió quedarse como estaban en sus sedes episcopales. Os dije que esos nombres de los traidores confesos aparecían entre los que condenaron a Ceciliano; el mismo Segundo presidía el concilio en que condenó por traidores a unos ausentes el voto de otros traidores presentes y confesos, a quienes perdonó el primado.

4. Os afirmé que luego sobrevino la ordenación de Mayorino, a quien infame y alevosamente elevaron frente a Ceciliano, levantando altar contra altar y desgarrando la unidad de Cristo con discordias furiosas. Poco después pidieron los acusadores de Ceciliano al emperador Constantino obispos que juzgasen, mediante un arbitraje, aquellos pleitos que en África rompían el vínculo de la reciente paz.

Así se hizo. Estaban presentes Ceciliano y los que pasaron el mar para acusarle. El juez era Melquíades, obispo entonces de Roma, y estaba asistido por los colegas que a petición de los donatistas envió el emperador. Nada pudo probarse contra Ceciliano. Por eso se le confirmó en el episcopado y se reprobó a Donato, quien, para acusar a Ceciliano, estaba presente. Terminado el pleito, todos los donatistas permanecieron tercos en su cisma criminal. El emperador se cuidó de que la misma causa fuese examinada y liquidada con mayor diligencia en Arlés. Pero los donatistas apelaron de la sentencia eclesiástica y quisieron que el mismo Constantino viese la causa. Así se ejecutó, y en presencia de las dos partes fue declarado inocente Ceciliano. Con todo, los donatistas se alejaron vencidos, pero se mantuvieron en su perversidad. Terminé advirtiendo que tampoco se había logrado silenciar la causa de Félix Aptungitano, sino que, por orden del príncipe, fue también declarado inocente por acta proconsular.

5. Todo esto os lo dije de palabra y no lo leí. Sin duda por esto, creísteis que traté el asunto con menor seriedad de la que esperabais de mí. Cuando lo advertí, me apresuré a enviaros los documentos que os había prometido. Mientras iba yo a la iglesia gelizitana, con ánimo de volver a vuestra ciudad, es decir, antes de dos días completos, llegaron los escritos, y se os leyeron en un solo día, en cuanto lo permitía el tiempo. Según el primer documento, Segundo Tigisitano no se atrevió a remover de su colegio a los traditores confesos, y, sin embargo, se atrevió con ellos a condenar a Ceciliano, ausente y no confeso, y a otros colegas de él. Seguían las actas proconsulares, en que se demostró la inocencia de Félix después de un examen escrupuloso. Recordaréis que todo esto os lo leí antes de mediodía. Después de mediodía os leí las preces de los donatistas a Constantino y luego las actas eclesiásticas levantadas en la ciudad de Roma por los jueces nombrados por el emperador. Según esas actas, los donatistas fueron reprobados y Ceciliano fue confirmado en su honor episcopal. En fin, os leí las cartas del emperador Constantino, en las que todo se aclaró con la mayor evidencia y seguridad.

6. ¿Qué más queréis, hombres, qué más queréis? No se trata de vuestro oro o plata, ni de la tierra, ni de las haciendas, ni siquiera se discute sobre la salud de vuestro cuerpo. Llamo a vuestras almas para que alcancéis la vida eterna y evitéis la muerte eterna. Despertaos de una vez. No os introduzco en una cuestión oscura. No os descubro secretos tenebrosos, para cuya penetración no baste la razón humana, por lo menos la ordinaria. El asunto está claro. ¿Qué cosa hay más notoria? ¿Qué cosa se ve más pronto? Digo que los inocentes y ausentes fueron condenados por un concilio temerario, aunque fuese muy numeroso, y lo pruebo con las actas proconsulares: en éstas fue juzgado libre de todo crimen aquel a quien las actas de un concilio, aducidas por los vuestros, declaraban criminal en alto grado. Digo que las sentencias fueron pronunciadas por traditores confesos contra unos presuntos traditores; y lo pruebo con las actas eclesiásticas en las que se dan los nombres; según éstas, Segundo Tigisitano sobreseyó, en atención a la paz, aquellas causas que conoció; pero después rompió la paz y condenó aquellos cuyas causas no conoció. Por donde se descubre que en la primera parte no obró Segundo por amor a la paz, sino por miedo personal. Porque Purpúreo Limatense le había echado en cara que también él fue detenido, por orden oficial y el alguacil, para que entregase las Escrituras, y fue luego dejado en libertad; sin duda no se le dejó libre a humo de pajas, sino porque entregó o mandó entregar algo. Teniendo Segundo Tigisitano esa sospecha bastante fundada, aceptó el consejo de Segundo el Menor, su consanguíneo; consultó a los demás obispos que con él estaban, dejó al juicio de Dios crímenes evidentes, y así dio la impresión de que miraba por la paz. Pero eso era falso, pues miraba por su propia seguridad.

7. Si hubiese tenido en el corazón el pensamiento de la paz, no se hubiese juntado después con los traidores, a quienes había remitido a Dios cuando los tenía presentes y confesos, para condenar como reos de la entrega de los libros sagrados a aquellos que estaban ausentes, y a quienes nadie había declarado culpables en su presencia. Con mayor motivo debió temer que se rompiese la unidad de la paz, puesto que la ciudad de Cartago era grande y célebre. Desde allí había de derramarse, como desde un vértice, por todo el cuerpo africano el mal que allí se originase. Era, además, una ciudad celebérrima y noble, muy cercana a las regiones de ultramar. Su obispo tenía una gran autoridad y no podía inhibirse ante una conspiración de la multitud enemiga. Veían que Ceciliano estaba unido por cartas de comunión a la iglesia romana, en la que siempre residió la primacía de la cátedra apostólica, y a las demás regiones por donde vino el Evangelio al África misma; allí estaba Ceciliano dispuesto a presentar su causa si sus enemigos pretendían separarle de los demás colegas. Ceciliano se negó a asistir a la reunión de los colegas africanos, porque sabía que estaban prevenidos por enemigos personales en contra de la verdad de su causa, o lo sospechaba, por lo menos eso aparentaba, como los donatistas afirman. Ahí tenía Segundo un mayor motivo, si hubiese querido ser el guardián de la verdadera paz, para soslayar la condenación de los ausentes, que se negaban en absoluto a asistir al juicio de los donatistas. Se trataba no de presbíteros, diáconos o clérigos de orden inferior, sino de colegas que podían reservar su causa íntegra al juicio de otros colegas, especialmente a los que ocupaban sedes apostólicas. Las sentencias dictadas contra los ausentes no tenían, pues, ningún valor, ya que los presuntos reos no asistieron al juicio y luego se retiraron, sino que nunca se presentaron, por haberlo tenido siempre por sospechoso.

8. Esto debía haber puesto en guardia a Segundo, que era el primado, si presidía el concilio para velar por la paz; seguramente hubiese podido tapar, aplacar y frenar las bocas rabiosas contra los ausentes si hubiese dicho, por ejemplo: «Ya veis, hermanos, que los príncipes del mundo nos han concedido la paz por la misericordia de Dios, después del desastre de la persecución; nosotros, cristianos y obispos, no debemos romper la unidad cristiana, puesto que ya no la amenaza el enemigo pagano. Por lo tanto, o bien dejamos al juicio de Dios todas estas causas que la persecución de estos turbulentos tiempos promovió en la Iglesia, o bien, si hay algunos entre vosotros que conozcan con certidumbre los crímenes de ellos, de modo que los puedan fácilmente probar y dejar convictos a los que lo nieguen, y al mismo tiempo temen estar en comunión con los mismos, vayan a los obispos de las iglesias transmarinas, nuestros hermanos y colegas; empiecen por lamentarse allí de los delitos y contumacia de estos que, conscientes de su mala conducta, no quisieron presentarse al juicio de sus colegas africanos; entonces denúncienlos y háganles venir para responder a los cargos. Si allí no se presentan, aparecerá su malicia y perversidad; entonces se enviará una carta circular con los nombres de ellos por toda la tierra en la que se halla difundida la Iglesia de Cristo; su comunión quedará separada de todas las iglesias, para que no se origine error alguno en la cátedra de la iglesia de Cartago. Entonces, finalmente, consagraremos con seguridad otro obispo para el pueblo cartaginés, cuando ya estén ellos separados de toda la Iglesia; no sea que consagremos a otro, y la iglesia transmarina no comulgue con él. El actual no aparecerá depuesto de su dignidad, puesto que la fama ha celebrado su consagración y se le han enviado cartas de comunión. Daríamos origen al gran escándalo de un cisma en la unidad de Cristo, cuando la persecución se ha apaciguado, por querer imponer precipitadamente nuestra sentencia; y no haremos otra cosa que alzar un altar frente a otro, no contra Ceciliano, sino contra el orbe terráqueo, que por ignorancia comulga con él».

9. Suponiendo que algún furioso no hubiese querido someterse a un consejo tan sano y recto, ¿qué hubiese podido hacer? ¿Cómo hubiese condenado a ninguno de los colegas ausentes, no teniendo en su poder las actas del concilio, si se oponía el primado? En fin, si se hubiese llegado a promover contra la Sede Primada una tal sedición que algunos se lanzasen a condenar lo que Segundo quería remitir para otra ocasión, ¿cuánto mejor fuera disentir de los que promovían tales alborotos y contiendas que de la comunión del mundo entero? Pero nada había que pudiera ser probado en un juicio transmarino contra Ceciliano y los que le consagraron; por eso ni quisieron diferir el pronunciar sentencia contra él ni después de pronunciada trataron de ponerla en conocimiento de la iglesia transmarina para que se evitase comulgar con los traidores condenados en África. Si hubiesen pretendido hacerlo, se hubiesen presentado Ceciliano y los demás, y con una diligentísima discusión hubiesen defendido su causa contra los jueces acusadores ante las iglesias transmarinas.

10. Por lo tanto, se cree con fundamento que aquella determinación fue perversa y criminal de los traidores, a quienes Segundo perdonó. Por este medio, ya que se había extendido la fama de una traición, quisieron ellos alejar de sí la sospecha infamando a otros. Cuando se oyó que habían sido condenados los traidores en Cartago, la gente, que en África cree a los obispos, empezó a contar falsedades de los inocentes. De este modo, los verdaderos traidores quedaban envueltos en la niebla del falso rumor. Ya veis, queridos, que es posible lo que algunos de vosotros decían que era inverosímil. Los que confesaron su traición y alegaron que convenía dejar a Dios su causa, son los mismos que luego se constituyeron en jueces y condenadores de los presuntos traidores ausentes. Aprovecharon la ocasión para poder lanzar sobre otros la acusación falsa; dirigiendo sobre ellos la conversación de los hombres, evitaron con tal ingenio la averiguación de sus propios delitos. Si no fuese posible que un verdadero reo acusase de su propia maldad a otro presunto, no hubiese dicho a algunos el apóstol Pablo: Por eso eres inexcusable, ¡oh hombre!, quienquiera que juzgas. Porque en lo que juzgas, a ti mismo te condenas, ya que haces lo mismo que juzgas5. Eso es cabalmente lo que hicieron ellos, y por eso estas palabras apostólicas les convienen íntegra y oportunamente.

11. Luego, cuando Segundo remitió a Dios los crímenes, no lo hizo por la paz y la unidad; con mayor motivo lo hubiese hecho después en Cartago, en donde no se veía obligado a perdonar a ningún reo confeso presente, por no dar origen a un cisma. Para conservar la paz, bastaba negarse a condenar a los ausentes, y eso era muy fácil. Por lo tanto, hubiesen hecho una injuria a los inocentes, aunque los hubiesen querido perdonar, sin estar convictos ni confesos y ni siquiera presentes. Sólo puede recibir el perdón aquel cuya culpa es manifiesta. ¿Cuánto más ciegos y crueles fueron al creer que podían condenar lo que ni siquiera podían perdonar sin pruebas? En el primer caso se había dejado a Dios lo desconocido, para no seguir averiguando; en el segundo, se condenó lo desconocido para tapar lo averiguado. Pero dirá alguno: «Lo conocieron». Aunque yo concediera eso, hubieran debido perdonar a los ausentes, que no se habían retirado del juicio, pues nunca asistieron a él. No estaba la Iglesia en aquellos solos obispos africanos, para poder decir que quien rehusara presentarse a tal juicio se sustraía a todo juicio eclesiástico. Quedaban todavía miles de colegas transmarinos que podían juzgar a los que eran sospechosos ante sus colegas africanos o númidas. La Escritura clama: Antes del interrogatorio, no vituperes a nadie; y cuando hayas interrogado, corrige justamente6. Pues si el Espíritu Santo no quiere que se vitupere ni se corrija sino después de haber interrogado, ¿cuánto más criminales serán los que no se contentaron con vituperar y corregir, sino que se lanzaron a condenar sin haber podido hacer interrogatorio alguno a los ausentes acerca de sus crímenes?

12. Los ausentes no habían abandonado el juicio, porque nunca asistieron a él; siempre declararon que tal asamblea era para ellos sospechosa. Los donatistas dicen, sin embargo, que ellos condenaron crímenes conocidos. Hermanos míos, por favor, ¿cómo los conocieron? Responderéis: «No lo sabemos, pues el tal conocimiento no está explicado en las actas». Pero yo os demostraré cómo los conocieron. Examinad la causa de Félix Aptungitano y reparad en primer lugar en la vehemencia que emplearon contra él. Conocían, pues, la causa de los demás como la de éste, cuya inocencia total fue demostrada después de una averiguación terrible y minuciosa. ¡Con cuánta mayor justicia, seguridad y prontitud debemos declarar inocentes a aquellos cuyos crímenes denunciaron los donatistas con mayor suavidad y condenaron con una más benigna reprensión, cuando fue hallado sin culpa aquel con quien tan cruelmente se ensañaron!

13. Alguien dijo una cosa que a vosotros os hizo poca gracia al oírla, pero que no se puede pasar en silencio. Dijo, pues, ese tal: «No debió un obispo ser declarado inocente por un juicio proconsular». ¡Como si ese obispo se hubiese buscado la sentencia y no fueran órdenes del emperador, a cuya tutela pertenecía en primer término ese cuidado, del cual ha de dar cuenta a Dios! Fueron los donatistas los que hicieron al emperador árbitro y juez en la causa de la traición del cisma, cuando le enviaron las preces y cuando más tarde apelaron a él y, con todo, se negaron a someterse a su fallo. Por lo tanto, si es culpable el que fue absuelto por un juez terreno sin habérselo él buscado, ¿cuánto más culpables serán los que decidieron que un juez terreno fuese juez en la causa? Y si no es delito recurrir al emperador, no es delito ser juzgado por el emperador o por el delegado del emperador. El amigo citado quiso protestar porque en la causa de Félix suspendieron a uno del ecúleo y le atormentaron en los garfios. ¿Acaso podía Félix impedir que su causa fuese examinada con tal severidad, cuando el fiscal presionaba para que todo se investigase? ¿Qué otra cosa hubiese significado el no querer que se investigase, sino confesar el crimen? Y, con todo, ese mismo procónsul no hubiese condenado nunca, entre las terribles voces de los pregoneros y las sangrientas manos de los verdugos, a un colega ausente por haberse negado a presentarse ante su tribunal, mientras tuviera otro legítimo ante el que podía ser juzgado. Y si le condenaba, hubiese sufrido con severidad las penas justas y debidas, impuestas por las mismas leyes civiles.

14. Si os disgustan las actas proconsulares, ateneos a las eclesiásticas. Todas ellas se os han leído ordenadamente. ¿Quizá no debió Melquíades, obispo de la iglesia romana, con sus colegas los obispos de ultramar, asumir aquel juicio, que había sido terminado por setenta africanos, presididos por el primado tigisitano? ¿Y qué decís si no lo asumió? El emperador, rogado por los donatistas, envió jueces episcopales que se reuniesen con Melquíades y dictaminasen lo que les pareciese justo en toda aquella causa. Eso lo pruebo con las preces de los donatistas y con las palabras mismas del emperador. Recordaréis que se os leyeron ambos documentos, y ahora tenéis licencia para verlos y copiarlos. Leedlo y consideradlo todo. Mirad con cuánto cuidado, por la paz y por conservar la unidad, todo fue discutido. Se examinó la persona de los acusadores, se reprobaron en algunos de ellos ciertas manchas que fueron puestas de manifiesto por la voz de los presentes; sin embargo, ellos nada pudieron decir contra Ceciliano. Quisieron achacar toda responsabilidad a la plebe del partido de Mayorino, es decir, a una muchedumbre sediciosa y extraña a la paz de la Iglesia; quisieron hacer ver que Ceciliano era acusado por la turba con meros clamores tumultuosos, sin testimonio alguno de documentos, sin examen alguno de la verdad, creyendo que así podían inclinar a su capricho el ánimo de los jueces. ¿Podría la muchedumbre furiosa, embriagada por el cáliz del error y de la corrupción, denunciar crímenes verdaderos contra Ceciliano, cuando setenta obispos condenaron con tan loca temeridad a los colegas ausentes e inocentes, según se demostró en el caso de Félix Aptungitano? Los donatistas se unieron a la turba para dictar sentencia contra los inocentes sin interrogarlos, y ahora querían de nuevo que la turba fuese la acusadora. Pero habían hallado jueces capaces de dejarse persuadir por una tal demencia.

15. En conformidad con vuestra cordura, podréis considerar la malicia de los acusadores y la gravedad de los jueces: no pudieron éstos llevar su persuasión hasta el extremo de creer que fuese Ceciliano acusado por la plebe del partido de Mayorino, pues carecía de personalidad determinada. Exigieron que se presentasen los acusadores o testigos necesarios para la causa, puesto que habían venido con los donatistas desde el África; se decía que estaban presentes, pero que habían sido ocultados por Donato. Prometió Donato presentarlos. Después de haberlo prometido, no una, sino muchas veces, no se volvió a acercar al tribunal; pero había confesado ya tantas cosas, que, al no presentarse más, pareció que sólo deseaba no estar presente a su condenación. Sin embargo, después de su anterior presencia e interrogatorio, eran ya manifiestas las cosas que se iban a condenar. A esto vino a sumarse un libelo de denuncia que algunos presentaron contra Ceciliano. Con ese motivo, volvió a examinarse el pleito; pero no se pudo comprobar qué personas presentaban el libelo; y, desde luego, nada pudo probarse contra Ceciliano. ¿Qué diré, pues todo lo habéis oído y podéis leerlo cuantas veces quisiereis?

16. Recordaréis lo que dije acerca del número de los setenta obispos, cuando quiso alegarse en Roma esa fuerte autoridad. Aquellos gravísimos varones del tribunal prefirieron escuchar una maraña de infinitas cuestiones relacionadas entre sí como una cadena inextricable, sin cuidarse del número de los obispos ni de dónde venían a juntarse. Los veían determinados por una temeridad tan ciega, que osaron lanzarse a dictar sentencia contra algunos colegas ausentes y nunca interrogados. Sin embargo, ahí tenéis la última sentencia pronunciada por el bienaventurado Melquíades. ¡Cuan inocente e íntegra, cuan próvida y pacífica! No osó Melquíades remover de su colegio a los colegas cuya malicia no se probó; culpó sólo y principalmente a Donato, pues había descubierto que era el promotor de todo el mal. Dejó a los demás opción libre para recobrar la salud, dispuesto a enviar cartas de comunión a aquellos que habían sido consagrados por Mayorino, como constaba. En todos aquellos lugares en que hubiese dos obispos constituidos por obra del cisma, quería confirmar a quien hubiese sido ordenado con anterioridad, proveyendo que al otro se le diese el gobierno de otra grey. ¡Oh varón óptimo! ¡Oh hijo de la paz cristiana y padre del pueblo cristiano! Comparad ahora esta minoría con aquella muchedumbre de obispos; pero no comparéis el número, sino el peso. Por un lado, la modestia; por otro, la temeridad; por un lado, la vigilancia; por otro, la obcecación. Allí ni la mansedumbre corrompió la integridad, ni la integridad destruyó la mansedumbre; en cambio, aquí el temor se encubría con el furor, y el furor se despertaba con el temor. Los unos se habían reunido para rechazar crímenes falsos con el examen de los verdaderos, los otros para ocultar los crímenes verdaderos con la condenación de los falsos.

17. ¿Iba Ceciliano a entregarse para ser oído y juzgado por estos donatistas, teniendo otros jueces, ante quienes podía probar con facilidad su inocencia si el pleito se suscitaba? No se hubiese entregado a los donatistas ni aunque hubiese sido peregrino y ordenado por sorpresa obispo de la iglesia cartaginesa. No ignoraba el poder que tenía para corromper los ánimos de los malvados y de los ignorantes aquella adinerada mujer Lucila, a quien, siendo diácono, había ofendido por defender la disciplina eclesiástica. Porque es de saber que también este mal venía a sumarse a la perpetración de aquella iniquidad. En aquel concilio en que los ausentes e inocentes fueron condenados por los traidores confesos, había pocos que deseasen encubrir sus crímenes, infamando a otros, naciendo que la gente no averiguase la verdad por atender a los falsos rumores. Eran, pues, pocos los que llevaban esa preocupación, si bien tenían la mayor autoridad, por estar unidos a Segundo, quien por miedo los había perdonado. Los demás se presentaban comprados e instigados por el dinero de Lucila contra Ceciliano. Hay actas levantadas por el cónsul Zenófilo. En ellas aparece la degradación de un cierto Nundiario, diácono, ejecutada por Silvano, obispo de Cirta; según se desprende de esas actas, trató en vano Nundiario de lograr su descargo mediante cartas de los otros obispos; entonces, airado, reveló muchas cosas y las declaró en el juicio público. En sus declaraciones se lee, entre otras cosas, que en la iglesia de Cartago, capital de África, se levantó altar contra altar por haber sido corrompidos los obispos con el dinero de Lucila. Ya sé que no os leí esas actas, pero recordaréis que fue por falta de tiempo. Abrigaban, además, cierto despecho originado de humos de soberbia, porque no habían consagrado ellos al obispo de Cartago.

18. Sabía Ceciliano, con todos estos datos, que no se habían reunido como verdaderos jueces, sino como enemigos corrompidos. ¿Cómo podía ser que él quisiera o su pueblo le permitiera abandonar su iglesia para ir a una casa privada, no a dejarse examinar por sus colegas, sino a ser aniquilado por una conjuración facciosa y por el odio de una mujer? Además veía que el examen íntegro de su causa quedaba reservado a la iglesia transmarina, libre de enemistades personales y de la disensión de ambos partidos. Si los enemigos no llevaban adelante la causa, ellos mismos se separaban de la inocentísima comunión del mundo entero; y si pretendían acusarle, podía presentarse y defender su causa contra tales manejos, como veis que así sucedió. Sólo que ellos tardaron demasiado en pedir el juicio de Ultramar, cuando ya eran reos de cisma y estaban mancillados con el horrendo crimen de haber levantado altar contra altar. Si se apoyaban en la verdad, debieron actuar antes. Prefirieron que los falsos rumores se afirmaran con la duración del tiempo, para afrontar el juicio con el prejuicio de una fama inveterada; o, lo que es más creíble, condenaron antes a capricho a Ceciliano, confiados y seguros en su mismo número, sin osar plantear la causa en otra parte en que la verdad pudiera descubrirse por no poder intervenir la corrupción.

19. Por experiencia comprobaron después que con Ceciliano permanecía la comunión del mundo entero y que todas las iglesias transmarinas le enviaban cartas de comunión a él y no a Mayorino, a quien villanamente habían consagrado ellos; entonces se avergonzaron de su largo silencio. Podría objetárseles que estaban permitiendo una indebida comunión de la Iglesia, ignorante en tantos países, con los condenados, y que se separaban a sí mismos de la comunión del entero mundo inocente, pues con su silencio permitían que un obispo consagrado por ellos en Cartago no comulgase con el orbe entero. Y entonces, según se dice, eligieron jugar las dos cartas con Ceciliano ante las iglesias transmarinas, preparados para el doble juego: si podían con cualquier astucia convencerle del falso crimen, satisfarían totalmente su deseo; y si no podían, permanecerían en idéntica actitud perversa, pero con una nueva excusa, a saber: que habían sido víctimas de los malos jueces. Ese es el sistema de todos los malos litigantes cuando quedan aplastados por la verdad, aunque ésta sea evidente. Porque a eso se les podría contestar con plena justicia: «Concedamos que aquellos obispos que juzgaron en Roma no eran buenos jueces; todavía os quedaba el concilio plenario de toda la Iglesia, en el que podía discutirse la causa frente a esos mismos jueces; si demostraseis que ellos juzgaron mal, se anularía su sentencia». Demuestren los donatistas que ellos han ejecutado ambas cosas. Yo pruebo fácilmente que no las ejecutaron, con sólo ver que el mundo entero no está en comunión con ellos. Si las ejecutaron, fueron nuevamente vencidos, como su misma separación demuestra.

20. Las cartas del emperador manifiestan lo que hicieron después. Osaron acusar de haber juzgado mal a los jueces eclesiásticos, obispos de tanta autoridad, en cuyo tribunal se había declarado la inocencia de Ceciliano y la maldad de ellos; y eso no ante otros colegas, sino ante el emperador. Este les concedió otro tribunal en Arlés, formado por diferentes obispos, no porque fuese necesario, sino cediendo a sus maquinaciones y deseando acabar por cualquier medio con tamaña impudencia. No se atrevió el cristiano emperador a reservarse las tumultuosas y falaces querellas de los donatistas para juzgar él mismo el crimen frente a los obispos que en Roma habían formado tribunal. Nombró, como dije, otros obispos; y los donatistas apelaron de nuevo al mismo emperador. Ya habéis oído cuánto los detestaba él en este punto. Pero ¡ojalá hubiesen puesto fin a sus locas animosidades ante la sentencia del emperador! Accedió él a juzgar la causa después de los obispos, dispuesto a pedir más tarde perdón a los mismos; ya nada tendrían que decir los donatistas si no reconocían la sentencia del emperador, a quien habían apelado; así se someterían al fin a la verdad. Mandó, pues, que ambos partidos se presentasen a discutir la causa en Roma. No habiéndose presentado Ceciliano, no sé por qué motivo, ordenó reunirse en Milán. Entonces comenzaron a retirarse algunos donatistas, indignados quizá porque Constantino no los imitaba a ellos, condenando precipitadamente y al momento a Ceciliano ausente. Sólo que, al saberlo el próvido emperador, hizo llegar a los demás donatistas de Milán, custodiados por alguaciles. Llegó allá Ceciliano y se le hizo presentar, como el mismo emperador prescribía; se examinó la causa con la diligencia, cautela y circunspección que indican las mismas cartas imperiales. La sentencia fue que Ceciliano era inocentísimo y ellos criminales.

21. Todavía siguen bautizando fuera de la Iglesia; si pudieran, rebautizarían a la Iglesia misma. Ofrecen su sacrificio en la disensión y el cisma y saludan al pueblo en nombre de la paz, mientras le privan de la paz de la salvación. Rasgan la unidad de Cristo, blasfeman contra la herencia de Cristo, expulsan el bautismo de Cristo. Y no quieren que los castigos corporales, por medio de los ordinarios poderes humanos, corrijan en ellos estas cosas, para librarlos de las penas eternas por tantos sacrilegios. Les echamos en cara el furor del cisma, la locura del rebautismo, la infame separación de la herencia de Cristo, difundida por todos los pueblos. En conformidad con las Escrituras, no sólo nuestras, sino también de ellos, les citamos los nombres de las iglesias. Leen esos nombres aun hoy, pero hoy no comulgan con ellas. Cuando en sus reuniones las leen, dicen a sus lectores: «La paz sea contigo». Y entre tanto, no tienen paz con aquellos mismos a quienes las epístolas fueron dedicadas. Ellos, en cambio, nos echan en cara crímenes de muertos, que son falsos; aunque fuesen verdaderos, son extraños. No entienden que ellos son reos de esos vicios que nosotros les echamos en cara; en cambio, en lo que ellos nos echan en rostro, condenan a la paja o a la cizaña de la mies dominical, porque el crimen no pertenece al trigo. No consideran que los que aprueban a los malos dentro de la unidad, comulgan con los malos; pero los que desaprueban a los malos, y no pueden corregirlos, y no se atreven a arrancar la cizaña antes de tiempo de la siega, para no arrancar juntamente el trigo7, no comulgan con las obras de los malos, sino con el altar de Cristo; por eso no sólo no son amancillados por los malos, sino que merecen ser loados y ensalzados por la palabra divina; pues para que no sea blasfemado el nombre de Cristo por cismas horribles, toleran, en servicio de la unidad, lo que odian en servicio de la equidad.

22. Si tienen oídos, oigan lo que el Espíritu dice a las iglesias8. En el Apocalipsis de San Juan se lee así: Al ángel de la iglesia de Éfeso escribe: Esto dice el que tiene las siete estrellas en su diestra y se pasea en medio de los siete candeleros de oro: Conozco tus obras y la fatiga y la paciencia tuya, y que no puedes soportar a los malos, y has probado a aquellos que se dicen apóstoles y no lo son, y los has hallado mentirosos, y los has tolerado por mi nombre y no has desmayado9. Sí hubiese querido referirse al ángel de los cielos y no al jefe de la Iglesia, no hubiese dicho a continuación: Pero tengo contra ti que has abandonado tu primera caridad; recuerda, pues, de dónde caíste y haz penitencia, y ejecuta las primeras obras; si no, vendré a ti y moveré tu candelero de su lugar si no hicieres penitencia10. Eso no puede decirse de los ángeles superiores, que retienen su caridad perpetua; los que cayeron de ella son el diablo y sus ángeles11. Luego habla de primera caridad, porque toleró a los seudoapóstoles por el nombre de Cristo, y le manda que la recobre y haga sus primeras obras. Estos donatistas nos echan en cara crímenes de hombres malos; no crímenes nuestros, sino ajenos y desconocidos en parte. Aunque fuesen verdaderos, y los tuviésemos presentes, y perdonásemos a la cizaña por amor al trigo, y la tolerásemos por bien de la unidad, todo el que haya escuchado las santas Escrituras y no sea sordo de corazón, nos juzgará dignos, no de reprensión, sino de una alabanza no pequeña.

23. Aarón tolera a la muchedumbre que exige un ídolo, lo fabrica y adora12. Moisés tolera tantos miles de murmuradores contra Dios, cuyo santo nombre tantas veces ofenden13. David tolera a Saúl, su perseguidor, que renuncia a lo celestial por sus torpes costumbres y busca lo infernal con artes mágicas; le venga cuando fue asesinado, llamándole al mismo tiempo cristo del Señor por el sacramento de la unción veneranda14. Samuel tolera a los infames hijos de Elí y a sus propios hijos perversos; el pueblo, en cambio, es acusado por la verdad divina y castigado por la divina severidad porque no quiso tolerarlos; tolera, en fin, al mismo pueblo, soberbio menospreciador de Dios15. Isaías tolera a aquellos a quienes echa en cara tantos crímenes. Jeremías tolera a aquellos que tantos tormentos le procuran. Zacarías tolera a los fariseos y escribas, tales como los describe la Escritura en aquel tiempo. Sé que paso por alto a muchos otros. Léalos el que quiera; lea el que pueda las palabras del cielo, y hallará que todos los santos, siervos y amigos de Dios tuvieron siempre a quien tolerar dentro de su pueblo; sin embargo, comulgaban con todos en los sacramentos de aquel tiempo. No sólo no se mancillaban, sino que, al tolerar, merecían alabanzas, como dice el Apóstol: Cuidándose de guardar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz16. Lean los donatistas asimismo la historia después de la venida de Cristo: muchos más ejemplos hallaríamos de esa tolerancia por todo el mundo si pudiera escribirse y constituirse en autoridad. El mismo Señor tolera al diablo, a Judas, que le roba y le vende; permite que reciba, igual que los discípulos inocentes, lo que los fieles saben que es nuestro rescate17. Los apóstoles toleran a los seudoapóstoles. Pablo, que no busca sus propios intereses, sino los de Jesucristo, vive con una gloriosa tolerancia entre los que buscan lo suyo y no lo de Jesucristo18. En fin, como poco ha dije, la voz divina alaba a un jefe de la Iglesia bajo el nombre de ángel, porque, aun odiando a los malos, los toleró por el nombre del Señor, después de probarlos y descubrirlos.

24. En resumen, pregúntense los donatistas a sí mismos: «¿No toleran los católicos las matanzas e incendios de los circunceliones, que veneran los cadáveres de los suicidas que se despeñan? ¿No toleran los gemidos de toda el África durante tantos años, bajo las increíbles maldades de un Optato?»

Renuncio ya a citar las demostraciones de fuerza tiránica por todas las regiones y campos africanos y los latrocinios públicos; porque vosotros comentáis mejor todo eso entre vosotros mismos, ya al oído, ya públicamente, según gustáis. Adondequiera que volváis los ojos, hallaréis lo que digo, o mejor, lo que callo. No por eso acusamos a los que vosotros amáis. No nos desagradan los donatistas porque toleran a los malos, sino porque son intolerablemente malos por razón del cisma. Nos desagradan por mantener un altar contra otro, por la separación de la herencia universal de Cristo, que tanto tiempo ha nos fue profetizada19. Lo que lamentamos y lloramos es la unidad violada, la unidad desgarrada, los bautismos iterados, los sacramentos, que son santos aun en hombres criminales, expulsados20. Si eso lo desdeñan, vean los ejemplos en que se descubre cuánto lo aprecia Dios. Los que hicieron el ídolo perecieron a filo de espada; los príncipes que quisieron promover un cisma fueron devorados por una grieta de la tierra; la turba que los seguía fue devorada por el fuego21. Por la diversidad en el castigo se conoce la distinción en la culpa.

25. Son entregados los santos códices en la persecución; confiesan los que los entregaron, y son dejados al juicio de Dios. No son interrogados los inocentes, y unos hombres temerarios los condenan. En algunos juicios posteriores se comprueba la integridad de aquel a quien entre todos los condenados ausentes se distingue con la más vehemente acusación. Del juicio de los obispos se apela al emperador. Se desprecia el mismo juicio del emperador. Habéis leído lo que entonces se hizo y veis lo que ahora se hace. Si dudáis en algún punto de lo que entonces acaeció, contemplad los sucesos actuales. No tratemos el asunto con papeles antiguos, ni con archivos públicos, ni con actas forenses o eclesiásticas. Nuestro libro mejor es el orbe terráqueo: el ver realizado lo que en el libro de Dios se halla profetizado. La Escritura dice: El Señor me dijo: tú mi hijo eres, yo te engendré hoy; pídeme, y te daré todos los pueblos como herencia tuya, y los términos de la tierra como tu posesión22. Quien no comulgue con esta herencia, reconozca que está desheredado, tenga los libros que tenga. Quien combata esta herencia, prueba bastantemente que se ha separado de la familia de Dios. Nuestro conflicto versa, sin duda, sobre la entrega de aquellos libros divinos en que esta herencia se prometió, y bien podemos creer que entregó a las llamas el Testamento aquel que pleitea contra la voluntad del testador. ¿Qué te hizo a ti, ¡oh partido de Donato!, qué te hizo a ti la iglesia de los corintios? Y lo que digo de ésta quiero que se entienda de las otras semejantes y lejanas. ¿Qué os hicieron? No pudieron conocer lo que hicisteis vosotros, ni lo que hicieron aquellos a quienes infamasteis. ¿Acaso porque Ceciliano ofendió en África a Lucila, el orbe perdió la luz de Cristo?

26. En fin, vean lo que hicieron: al cabo de cierto número de años su obra quedó revuelta a sus mismos ojos, y con justicia. Preguntad por qué mujer se apartó Maximiano, pariente de Donato, según se dice, de la comunión de Primiano. Preguntad de qué modo una asamblea de obispos adictos a Maximiano condenó a Primiano, ausente, y él se hizo consagrar obispo en su lugar; de qué modo, reunida por Lucila una facción de obispos, Mayorino condenó a Ceciliano que estaba ausente, y fue consagrado obispo en su lugar. Así, pues, quizá queréis considerar válido el que Primiano haya sido descargado de culpa contra la facción de Maximiano, y no queréis dar validez al hecho de que Ceciliano fue declarado inocente contra la facción de Mayorino. ¿Queréis que eso no valga? Por favor, hermanos míos, ¿os pido una gran cosa? ¿Os exijo que entendáis algún problema muy abstruso? Gran diferencia hay y una incomparable distancia, tanto por la autoridad como por el número, si comparáis la Iglesia africana con las demás partes del mundo. Es mucho menor, aunque aquí reinase la unidad, si la comparamos con todos los demás pueblos; es menor que el partido de Maximiano comparado con el partido de Primiano. Y, con todo, os pido, y me parece que es justo, que deis el mismo valor al concilio de Segundo Tigisitano, reunido por Lucila contra el ausente Ceciliano, contra las sedes apostólicas y contra todo el orbe que comulga con Ceciliano, y al concilio de los maximianenses, que también no sé qué mujer reunió contra el ausente Primiano y la muchedumbre del África, que estaba en comunión con él. ¿Hay cosa más clara? ¿Puede pedirse cosa más justa?

27. Todo esto lo veis, y lo conocéis, y lo lamentáis. Sin embargo, Dios ve que nada os obliga a permanecer en tan pestífero y sacrílego cisma, si por alcanzar el reino espiritual vencéis y no teméis ofender las amistades humanas. Estas nada ayudarán en el juicio de Dios para evitar las penas sempiternas. Ahí tenéis, id y consultad; mirad si puede alegarse algo contra mis palabras; si ellos sacan a relucir papeles, yo también; si ellos dicen que los míos son falsos, no se indignen de que diga yo otro tanto de los suyos. Nadie borrará del cielo lo establecido por Dios, y nadie borrará de la tierra la Iglesia de Dios. Dios prometió todo el orbe, y la Iglesia llenó todo el orbe. Tiene malos y buenos, pero en la tierra sólo pierde a los malos y en el cielo sólo admite a los buenos.

Esta carta, que Dios sabe con cuánto amor a la paz y a vosotros he escrito por don suyo, os servirá de corrección, si queréis, y de testimonio, aunque no queráis.