EXPOSICIÓN SEGUNDA DEL SALMO 32

Sermón primero

Traducción: Miguel Fuertes Lanero, OSA

Revisión: Pío de Luis Vizcaíno, OSA

1. [v.1] Este salmo nos exhorta a regocijarnos en el Señor. Se titula: Para David mismo. Así que los que pertenecen a la sagrada estirpe de David, escuchen su voz, reciten sus palabras, y regocíjense en el Señor. Porque comienza así: Regocijaos, justos, en el Señor. Los injustos que pongan su regocijo en el mundo, y cuando termine el mundo, terminará también su alegría. Pero los justos regocíjense en el Señor, porque así como el Señor permanece, permanecerá también su regocijo. Conviene regocijarse en el Señor, que es tanto como alabar al único que nada tiene que nos desagrade, y nadie como él tiene tantas cosas que desagraden a los infieles. Bien breve es la ley: agrada a Dios aquél a quien Dios le agrada. Y no vayáis a creer, carísimos, que esto es poca cosa. Sabéis cuántos están enojados con Dios, y a cuántos les desagrada el proceder de Dios. Porque cuando proyecta realizar algo contra la voluntad de los hombres —puesto que es Dios, y sabe bien lo que hace—, no tiene en cuenta tanto nuestra voluntad, cuando nuestra utilidad. Los que prefieren que se realice su voluntad antes que la de Dios, quieren inclinar a Dios hacia su voluntad, en lugar de enderezar su voluntad hacia Dios. A esta clase de hombres desleales, impíos, inicuos —da vergüenza decirlo, pero lo diré, pues sabéis que digo la pura verdad— les gusta más un pantomimo que Dios.

2. Por eso, cuando dice: Regocijaos, justos en el Señor, como no podemos regocijarnos en él sino con la alabanza, es a él a quien alabamos, y tanto más le complacemos, cuanto más en él encontramos nuestra complacencia. A los rectos, dice, conviene la alabanza. ¿Quiénes son los rectos? Los que enderezan su corazón según la voluntad de Dios; y si se sienten turbados por la humana fragilidad, viene a consolarlos la divina paz. Puede suceder que en su corazón, de condición mortal, haya deseos de intereses personales, algo que favorezca a sus trabajos, o que sea conveniente a las necesidades del momento. Pero si llegan a conocer y descubrir que Dios quiere algo distinto, anteponen a su voluntad la voluntad del más perfecto, la voluntad del omnipotente a la voluntad del débil, la voluntad de Dios a la del hombre. Porque cuanto mayor es la distancia entre Dios y el hombre, tanto lo es la voluntad divina de la humana. Cristo, que lleva en sí la humanidad, que nos propone una regla de vida, que nos enseña a vivir, que nos proporciona incluso la vida, manifestó también una voluntad privada humana, en la que reflejó la suya y la nuestra, como cabeza nuestra que es, y a él —bien lo sabéis— pertenecemos como miembros suyos. Cuando dijo: Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, expresaba su humana voluntad, lo que propiamente él quería como ser privado. Pero como su deseo era ser hombre de recto corazón, y si en algo se desviaba, enderezarlo hacia el que es siempre recto, añadió: Pero no lo que yo quiero, sino lo que quieres tú, Padre1. Pero ¿podía Cristo querer algo malo? ¿En qué se iba, en fin, a desviar su voluntad de la del Padre? Los que están integrados en una misma divinidad, no es posible que tengan diferente voluntad. Pero actuando como hombre, al representar en sí mismo a los suyos, en lugar de los cuales él actuaba, cuando dice: Tuve hambre y me disteis de comer2, incorporando en sí mismo a los suyos, cuando a Saulo, furioso perseguidor de los cristianos, le gritó desde las alturas, adonde nadie podía llegar: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?3, estaba demostrando que tenía una cierta voluntad propia de hombre. Te hizo conocerte a ti mismo y te corrigió. Cae en la cuenta, te dice, que estás en mí; que puede nacer en ti una voluntad personal y distinta de lo que Dios quiere: eso es tolerable a la humana fragilidad, tolerable a la humana debilidad. Es difícil que no te suceda querer algo personal. Pero inmediatamente piensa que alguien está sobre ti: él está por encima de ti, y tú por debajo; él es el Creador y tú la criatura; él el Señor y tú el siervo; él es omnipotente y tú un ser débil. Y así, corrigiéndote, sometiéndote a su voluntad y diciendo: no lo que yo quiero, sino lo que quieres tú, Padre, ¿en qué te separas de Dios, si ya estás queriendo lo mismo que Dios quiere? Serás, pues, recto, y te convendrá la alabanza, porque a los rectos conviene la alabanza.

3. Si en lugar de recto eres torcido, alabarás a Dios cuando te va bien, y lo maldecirás cuando te va mal. Pero ese mal, si es justo no es un mal; es algo bueno, puesto que es obra de aquél que no puede hacer nada malo. Serías un niño estúpido en casa de su padre: lo ama cuando lo acaricia, y lo odia cuando lo castiga. Como si no te preparara la herencia tanto cuando te acaricia como cuando te castiga. Mira cómo la alabanza es propia de los rectos, escucha la voz del recto, que alaba también en otro salmo: Bendeciré al Señor en todo tiempo, su alabanza estará siempre en mi boca4. Decir en todo tiempo es decir siempre; y decir bendeciré es decir su alabanza estará en mi boca. En todo tiempo y siempre, en la prosperidad y en la adversidad. Porque si es sólo en la prosperidad y no en la adversidad, ¿dónde queda lo de «en todo tiempo», dónde lo de «siempre»? Y voces de este tipo hemos oído muchas y de muchos: cuando les sucede algo feliz, saltan de alegría, se gozan, cantan y alaban a Dios. No los vamos a reprender, al revés, hay que alegrarse con ellos, porque hay muchos que ni siquiera se portan así en estas circunstancias. Pero a éstos que ya han comenzado a alabar a Dios en los momentos prósperos, hay que enseñarles a reconocerlo como Padre también en los momentos de sufrimiento, y a no murmurar contra la mano del que los corrige; no vayan a ser desheredados por haber sido siempre perversos; al contrario, una vez llegados a ser rectos (¿qué es ser rectos, sino aceptar siempre lo que Dios obre?) puedan también alabar a Dios en la adversidad, y decir: El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; como tuvo a bien el Señor, así se hizo: sea bendito el nombre del Señor5. A tales rectos conviene la alabanza, no a quienes primero van a alabar y luego van a criticar.

4. Por tanto, regocijaos en el Señor, justos, rectos, porque os conviene la alabanza. Nadie diga: ¿Quién soy yo para ser justo, o cuándo seré yo justo? Que nadie de vosotros se subestime, ni desespere de sí mismo. Sois hombres, estás hechos a imagen de Dios; quien os hizo hombres, se hizo él también hombre por vosotros; y para que muchos, como hijos adoptivos, recibieran le herencia eterna, el Hijo Único derramó por vosotros su propia sangre. Si os habéis menospreciado por la fragilidad terrena, fijaos en el precio que por vosotros se ha pagado; considerad con respeto cuál es vuestra comida, vuestra bebida, y a qué asentís diciendo Amén. ¿Esta exhortación es acaso para que os llenéis de orgullo, y tengáis el atrevimiento de arrogaros perfección alguna? No obstante, lo repito, no debéis sentiros alejados de toda justicia. Ahora no pretendo interrogaros sobre vuestra justicia sino que os interrogo sobre vuestra fe, porque tal vez nadie de vosotros se atrevería a responderme: «Yo soy justo». Lo mismo que nadie de vosotros se atreve a afirmar que es justo, así tampoco se atreverá a decir: «Yo no soy fiel». No te pregunto ahora por tu vida, sino por tu fe. Me responderás que crees en Cristo. ¿No has oído al Apóstol que el justo vive de fe?6 Tu fe es tu justicia, porque si crees, indudablemente que estarás prevenido, y si lo estás, pondrás esfuerzo. Dios conoce tu esfuerzo y se fija en tu voluntad, y se da cuenta de tu lucha contra la carne, y te anima a que sigas luchando, y te ayuda para que triunfes, y espera el devenir del combate, y levanta al que cae, y corona al vencedor. Por tanto Regocijaos, justos, en el Señor, que yo lo diría así: Regocijaos, fieles, en el Señor, porque el justo vive de fe. A los rectos conviene la alabanza. Aprended a dar gracias al Señor tanto en la prosperidad como en la adversidad. Aprended a tener en vuestro corazón lo que todo hombre tiene en sus labios: «Sea lo que Dios quiera». Los dichos populares son con frecuencia doctrina saludable. ¿Quién no dice diariamente: «Lo que quiere Dios, esto haga»? Este será también uno de los rectos que se regocijan en el Señor, y a los que conviene la alabanza. A ellos, sin duda, se refiere el salmo cuando dice: Alabad al Señor con la cítara, con el salterio de diez cuerdas salmodiad para él. Es esto lo que hace un momento cantábamos, esto lo que, entonado al unísono, lo enseñábamos a vuestros corazones.

5. [v.2] ¿No hemos establecido estas vigilias en el nombre de Cristo, para tocar las cítaras en este lugar? Sí, es ellas a las que debemos hacer resonar: Alabad al Señor, dice, con la cítara, con el salterio de diez cuerdas salmodiad para él. Que nadie se aficione a los instrumentos teatrales. Lo que se le ordena ya lo tiene en sí mismo, como se dice en otro salmo: En mí están, Señor, los votos de alabanza que cumpliré para ti7. Recordarán los que estaban presentes no hace mucho, cuando en la predicación señalé, como pude, la distinción que hay entre el salterio y la cítara, tratando de llegar a la comprensión de cada uno. Hasta qué punto lo conseguí, eso lo sabrán quienes me oyeron. Y ahora lo voy a repetir, tratando de no ser importuno, para que podamos ver en la distinción de estos dos instrumentos musicales, la diversidad de los actos humanos en ellos significados, y que nosotros hemos de realizar en nuestra vida. La cítara es un trozo de madera hueco, como un tímpano en forma de tortuga; tiene unas cuerdas fijadas en la madera, que, al tocarlas, resuenan. No me refiero ahora a la púa con la que se las toca, sino a la madera hueca sobre la que están las cuerdas extendidas, y como apoyadas en ella, de forma que cuando la púa las hace vibrar, adquieren una mayor resonancia por la concavidad del instrumento. Esta madera hueca que la cítara tiene en su parte inferior, el salterio la tiene en la parte superior. He aquí la distinción. Pues bien, se nos manda ahora alabar con la cítara y cantar con el salterio de diez cuerdas. No dice con la cítara de diez cuerdas, ni en este salmo ni en ningún otro, si no me equivoco. Que lo lean y lo mediten mejor y con más tranquilidad nuestros hijos lectores; pero en lo que yo puedo recordar, encontramos muy citado el salterio de diez cuerdas, y en cambio ni en un solo lugar he leído la cítara de diez cuerdas. Recordad que la cítara tiene su resonancia en la parte inferior, y el salterio en la superior. De la vida inferior, o sea, de la terrena, nos viene la prosperidad y la adversidad, para poder alabarlo en ambas circunstancias, de manera que siempre esté su alabanza en nuestros labios, y bendigamos al Señor en todo tiempo8. Hay, de hecho, una prosperidad terrena y una terrena adversidad. Por la una y por la otra debemos alabar a Dios, para que toquemos la cítara. ¿Cuándo se da la prosperidad terrena? Cuando estamos sanos de cuerpo, cuando tenemos en abundancia todo lo que necesitamos para vivir, cuando estamos seguros y tranquilos, cuando los frutos nos llegan en abundancia, cuando hace Dios salir su sol sobre buenos y malos, y envía la lluvia sobre justos e injustos9. Todo esto son los valores de la vida terrena. Quien no alaba a Dios por ello, es un ingrato. ¿Acaso por ser terrenos no son de Dios? ¿O se lo debemos atribuir a otro, porque se dan también a los malos? Muy rica es la misericordia de Dios: es paciente, generosa. De aquí se puede deducir que si a los malos les da muchas cosas, cuántas más tendrá reservadas para los buenos. Por otra parte están las contrariedades, que provienen de la parte más débil de la humanidad, y que se manifiestan en los dolores, en las enfermedades, en las angustias, en los sufrimientos, en las tentaciones. Que alabe a Dios en todas esas circunstancias el que toca la cítara. No se fije en que son inferiores, sino en que no pueden ser reguladas y gobernadas sino por aquella sabiduría que lo abarca todo de un extremo al otro con fortaleza, y lo ordena todo con suavidad10. No sucede que gobierna las cosas celestiales y a las terrenas las abandona, no; ¿acaso no se le dice: ¿Adónde iré lejos de tu espíritu, adónde escaparé de tu mirada? Si escalo el cielo, allí estás tú; si desciendo al infierno allí estás presente11. ¿Dónde faltará el que está presente en todas partes? Sí, alaba, por tanto, al Señor con la cítara. Si tienes abundancia de algún bien terreno, dale gracias al que te lo dio; y si te falta, o tal vez alguna calamidad te privó de él, sigue tocado la cítara lleno de confianza. Nunca te será quitado aquél que te lo dio, aunque te sea arrebatado lo que él te dio. Por eso, aun en este caso, sigue tocando confiadamente la cítara. Con la seguridad que te da tu Dios, pulsa las cuerdas en tu corazón, y di como si fuera en la parte inferior de la cítara, que es donde mejor resuena: El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; como a Dios le plugo, así se hizo: sea bendito el nombre del Señor12.

6. A hora bien, cuando vuelvas la mirada a los dones sublimes de Dios, a los mandatos que te ha señalado, con qué celestial doctrina te ha educado, cómo te ha ordenado unos preceptos procedentes de la fuente misma de su verdad, acércate también al salterio, y toca con el salterio de diez cuerdas. Sí, diez son los preceptos de la Ley, y en esos diez preceptos tienes el salterio. Se trata de algo perfecto. Ahí tienes el amor de Dios en los tres primeros, y el amor al prójimo en los otros siete. Y claro que conoces las palabras del Señor: En estos dos preceptos consiste toda la Ley y los Profetas13. El Señor antes te había dicho: El Señor tu Dios es el único Dios. Ya tienes una cuerda. No tomes el nombre del Señor tu Dios en vano. Tienes ya la segunda. Observa el sábado, pero no de una manera carnal, como los judíos, que utilizan el descanso para el mal. Sería mejor que se estuviera cavando todo el día, antes que bailando el día entero. Pero tú, pensando en el descanso según tu Dios, y haciéndolo todo según ese descanso, abstente del trabajo servil. Todo el que peca se hace siervo del pecado14. ¡Y ojalá fuera siervo de un hombre, en lugar de serlo del pecado! Estos tres aspectos pertenecen al amor de Dios. Piensa en su unidad, en su verdad y en su deleite. Porque hay un cierto deleite en el Señor, en quien está el verdadero sábado, el auténtico descanso. Por eso se dice: Deléitate en el Señor, y te daré las peticiones de tu corazón15. ¿Quién deleita así, sino el que ha hecho todo lo que deleita? En estos tres está el amor de Dios, y en los otros siete el amor al prójimo: no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti. Honra a tu padre y a tu madre, puesto que tú también quieres ser honrado por tus hijos. No cometerás adulterio, puesto que tampoco quieres que lo cometan con tu esposa a tus espaldas. No matarás, ya que tampoco quieres que te maten. No robarás: tú no quieres que te roben. No darás faso testimonio, ya que detestas al que lo dé contra ti. No desearás la mujer de tu prójimo: tú tampoco quieres que otro desee la tuya. No codiciarás ninguna cosa de tu prójimo16, porque, si alguien codicia la tuya, te desagrada. Reprime además tu lengua cuando alguien te desagrada y te perjudica. Todos estos preceptos vienen de Dios, nos los ha dado la Sabiduría, y su resonancia viene de arriba. Toca el salterio, cumple la Ley, una Ley que el Señor tu Dios no vino a abolir, sino a darle plenitud17. Ya la puedes cumplir por amor, cosa que antes no podías por temor. El que no obra mal por temor, preferiría hacerlo si le fuera lícito. Y aunque no se le da la facultad de hacerlo, la voluntad queda presa. «No lo hago», dice. ¿Por qué? Por temor. Todavía no amas la justicia, todavía eres siervo. Sé hijo. De un buen siervo puede salir un buen hijo. De momento sigue absteniéndote de hacer el mal por temor, e irás aprendiendo a abstenerte por amor. En la práctica de la justicia hay una cierta belleza. Sí, está bien que el castigo te atemorice. La justicia tiene su propio estilo: busca quien la contemple, incita a sus amantes. Por ella derramaron su sangre los mártires, dejando a un lado el mundo. ¿Qué es lo que amaban, cuando renunciaban a todo esto? ¿Es que acaso también ellos no eran amantes? ¿O es que os decimos todo esto para que no ejercitéis el amor? Quien no ama está frío, se ha quedado yerto. Amemos, sí, pero amemos la belleza que buscan los ojos del corazón. Amemos, sí, pero amemos aquella belleza que incendia los espíritus en la alabanza de la justicia. Brotan las palabras, saltan las voces, aclaman por todos lados: ¡Bravo, muy bien! ¿Qué es lo que vieron? Lo que vieron fue la justicia, que hace hermoso hasta al viejecito encorvado. Cuando va caminando un anciano que es justo, nada hay en su cuerpo que sea atractivo, y sin embargo todos lo aman. Se hace amable en lo que no se ve, mejor aún, se hace amable en lo que sí ve el corazón. Que sea eso lo que os seduzca a vosotros, rogad al Señor que eso sea vuestro deleite. El Señor dará la dulzura, y nuestra tierra dará su fruto18, y así pondréis en práctica por amor lo que es difícil cumplir por temor. ¿Qué digo difícil? El alma se siente impotente: preferiría que desapareciera tal precepto, si para ponerlo en práctica se siente coartada por el temor, en lugar de atraída por el amor. No robes, ten miedo del infierno; preferiría que no hubiera infierno adonde ser arrojado. ¿Y cuándo comienza a amar la justicia, sino cuando su preferencia es que los robos no existieran, aunque no hubiera infierno, destino de los ladrones? Esto es amar la justicia.

7. ¿Y cómo es la justicia? ¿Quién la ha descrito? ¿Qué belleza tiene la sabiduría de Dios? Por ella son hermosas todas cosas que agradan a la vista. Para verla, para abrazarla, hay que purificar el corazón. Nosotros nos declaramos sus amantes; es ella la que nos embellece para que no la desagrademos. Y cuando los hombres nos echan en cara precisamente lo que hacemos para agradarla, ¡en qué poco tenemos a esos nuestros acusadores, cómo los despreciamos, y no les damos la menor importancia! Los amantes lujuriosos y detestables de las mujeres, cuando sus amadas los hermosean según les gusta verlos, no se preocupan más que de aquéllas a quienes agradan, aunque a otros les cause rechazo; les basta pensar que son la complacencia de los ojos que los admiran. Y muchas veces, mejor dicho, siempre, son el desprecio de las personas serias, que los vituperan con el más sano de los criterios. —No tienes bien cortado el cabello, le dice un hombre serio a un lascivo adolescente; no te caen bien esos rizos que llevas. Pero él sabe que ese pelo le gusta así a no sé quién; y te detesta a ti, que le reprendes con razón, y se guarda para sí lo que le agrada a su deseo desordenado. Te tiene por enemigo, porque vas en contra de la indecencia. Esquiva tu mirada y le importa un bledo qué norma de justicia le hace reprensible. Si, pues, a ellos no les importa el que los critiquen de ser unos falsos elegantes, ¿deberemos preocuparnos nosotros de quienes nos ridiculizan injustamente en aquello que tratamos de agradar a la Sabiduría de Dios, ellos que carecen de ojos para ver lo que nosotros amamos? Vosotros, los rectos de corazón, que reflexionáis en todo esto, alabad al Señor con la cítara, con el salterio de diez cuerdas salmodiad para él.

8. [v.3] Cantadle un cántico nuevo. Despojaos de lo viejo: habéis conocido un cántico nuevo. Nuevo hombre, nuevo Testamento, nuevo cántico. No es propio de hombres envejecidos el cántico nuevo. Sólo lo aprenden los hombres nuevos, los renovados de la vejez por la gracia, los que ya pertenecen al Nuevo Testamento, que es el reino de los cielos. Por él suspira todo nuestro amor, y canta el cántico nuevo. Sí, que cante un cántico nuevo, pero no con los labios, sino con la vida. Cantadle un cántico nuevo, cantadle bien. Podrá preguntarse cada uno cómo se canta a Dios. Cántale, pero que sea bien. No quiere que ofendas sus oídos. Canta bien, hermano. Cuando se te pide que cantes ante un experto en música para deleitarlo, te echas a temblar, para no desagradarle, cuando careces de una educación en el arte musical: pues lo que un inexperto no aprecia en tu actuación, lo criticará el artista. Ahora bien, ¿quién es el que se ofrece a cantar bien ante Dios, tan excelente perito del canto, tan perfecto conocedor de todo, y con tan finísimo oído musical? ¿Cuándo vas a poder ofrecerle una tal maestría en el arte del canto, hasta el punto de no desagradar en nada a un oído tan perfecto como el suyo? Pero mira, es él quien te ofrece la modalidad del canto; no andes buscando palabras como para explicar de qué modo se deleita Dios. Canta con júbilo. Es así como se canta bien a Dios: cantando con júbilo. ¿Qué es cantar con júbilo? Comprender, pero sin poder explicar con palabras, lo que se canta con el corazón. Por ejemplo, los que cantan en la cosecha de la mies, o mientras vendimian, o mientras realizan algún otro trabajo con alegría, cuando por las palabras del canto comienzan ya a alborozarse de alegría, y llegan como a la plenitud de su alborozo, hasta el punto de no poder expresarlo con palabras, se apartan de las sílabas, y se entregan a sonidos de puro júbilo. El júbilo sería algo así como lo que da a luz el corazón para expresar algo imposible de decir con palabras. ¿Y a quién le gusta esta expresión jubilosa, sino al Dios inefable? Es inefable lo que no puedes expresar con palabras. Pero si no lo puedes pronunciar, y tampoco lo debes callar, ¿qué queda, sino que te desahogues en el júbilo, para que, sin palabras, se regocije tu corazón, y el campo inmenso de las alegrías no quede aprisionado por los límites de las sílabas. Cantadle bien con júbilo.

9. [v.4] Porque la palabra del Señor es recta, y todas sus obras están en la fe. Incluso en aquello que desagrada a los malos, él es recto. Y todas sus obras están en la fe. Que tus obras estén en la fe, ya que el justo vive de fe19, y la fe obra por el amor20; que tus obras estén en la fe, porque creyendo en Dios es como llegas a ser fiel. ¿Y cómo las obras de Dios pueden estar en la fe, como si también Dios viviera de la fe? Vemos que también Dios es fiel, y esto no lo decimos nosotros; escucha al Apóstol: Fiel es Dios, dice, y no permitirá que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas, sino que, para que podáis resistir, él hará que con la prueba venga también la victoria21. Ya has oído cómo Dios es fiel. Escuchad otra cita: Si perseveramos, reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará; si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo22. Tenemos, pues, claro que Dios también es fiel. Pero distingamos enseguida la fidelidad de Dios de la del hombre. El hombre fiel es el que cree en las promesas de Dios, y la fidelidad de Dios está en dar al hombre lo prometido. Consideremos fidelísimo al deudor, ya que lo tenemos como un misericordiosísimo prometedor. Y no es que nosotros le hayamos prestado algo, para que él sea nuestro deudor; todo lo que le ofrecemos, se lo debemos a él, y de él procede incluso lo que tenemos de buenos. Cualquier bien de que disfrutamos, de él procede. Porque ¿quién conoció la mente del Señor, o quién fue su consejero? ¿Quién le dio primero, y se le recompensará? Porque de él y por él y en él existen todas las cosas23. Nada, pues, le hemos dado y lo tenemos como deudor. ¿Deudor por qué? Porque ha hecho promesas. A Dios no le decimos: «Señor, devuelve lo que recibiste», sino: «Paga lo que prometiste». Porque la palabra del Señor es recta. ¿Qué quiere decir que la palabra del Señor es recta? Que nunca te defrauda. Tú no le defraudes. Te digo más, tú no te defraudes a ti mismo. ¿Quién podrá engañar al que todo lo sabe? Pero la maldad se engaña a sí misma24. Porque la palabra del Señor es recta, y todas sus obras están en la fe.

10. [v.5] Él ama la misericordia y el juicio. Llévalos tú a la práctica, porque también él las practica. Poned atención en la misericordia y en el juicio. El tiempo de la misericordia es ahora, y el del juicio viene después. ¿Por qué es ahora el tiempo de la misericordia? Porque ahora llama a los extraviados, perdona los pecados a los que se convierten; tiene paciencia con los pecadores, hasta lograr su conversión; y cuando se convierten olvida todo su pasado y promete el futuro: anima a los perezosos, consuela a los afligidos, enseña a los interesados, ayuda a los que luchan; no abandona a nadie cuando está en apuros y le pide auxilio; él mismo da lo que se le ha de ofrecer en sacrificio, y concede con qué aplacarlo. Que no se nos pase, hermanos, que se nos pase en balde este gran tiempo de la misericordia. El juicio vendrá después: entonces habrá arrepentimiento, pero ya infructuoso. Dirán entre sí, arrepintiéndose, entre sollozos de angustia en su espíritu, tal como está escrito en el libro de la Sabiduría: ¿De qué nos ha servido la soberbia, y la jactancia de las riquezas qué nos ha conferido? Todo ha pasado como una sombra25. Digamos ahora: «Todo pasa como una sombra». Digamos ahora fructuosamente: «Todo pasa», y así no tendremos que decir entonces infructuosamente: Todo ha pasado. Sí, ahora es el tiempo de la misericordia; luego vendrá el del juicio.

11. Pero no vayáis a creer, hermanos, que estas dos cosas en Dios puedan separarse entre sí de alguna manera. Por cierto que a veces parecerán contrarias entre sí, es decir, que el misericordioso no tenga en cuenta la justicia, y que el riguroso con la justicia, se olvide de la misericordia. No, Dios es omnipotente, y ni en su misericordia se olvida de la justicia, ni en la justicia se olvida de la misericordia. Se compadece, tiene en cuenta su imagen que está en nosotros, tiene en cuenta nuestra fragilidad, nuestros errores, nuestra ceguera, y nos llama; a los que se vuelven y lo escuchan, les perdona sus pecados, y a los que no se convierten no se los perdona. ¿Es misericordioso con los injustos? ¿Acaso abandonó la justicia, o no debió juzgar entre quienes se convirtieron y quienes no? ¿Os parece justo a vosotros, que sean equiparados el que se ha convertido y el impenitente, y que sean recibidos del mismo modo el sincero y el mentiroso, el humilde y el soberbio? Luego la misericordia incluye en sí misma la justicia. Es más, en una tal justicia se incluye la misericordia, con relación a aquéllos a quienes se dirá: Tuve hambre y me disteis de comer26. De hecho se dice en cierta carta apostólica: Juicio sin misericordia para quien no practicó la misericordia27. Y se dice también: Dichosos los misericordiosos, porque ellos serán tratados con misericordia28. Luego en aquel juicio habrá también misericordia, pero no sin aplicar la justicia. Por lo tanto, si se trata con misericordia no a cualquiera, sino a quien se adelantó en practicar él la misericordia, tal misericordia es justa y no desordenada. La misericordia consiste, lo sabemos, en perdonar los pecados; la misericordia consiste en conceder la vida eterna. Fíjate cómo allí hay justicia: Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará29. Sin duda que tanto él se os dará, como el seréis perdonados, es misericordia. Si de allí desapareciera el juicio, no se diría: La misma medida que vosotros uséis, la usarán con vosotros30.

12. Habéis oído cómo Dios practica la misericordia y el juicio; practica tú también la misericordia y el juicio. ¿Es que acaso pertenecen sólo a Dios y a los hombres no? Si no pertenecieran también a los hombres, no habría dicho el Señor a los fariseos: Habéis abandonado lo principal de la Ley: la misericordia y el juicio31. Así que también te pertenecen a ti la misericordia y el juicio. No vayas a pensar que sólo tiene que ver contigo la misericordia y no el juicio. A veces oirás que hay una causa pendiente entre dos, uno de ellos rico y el otro pobre; y sucede que el pobre resulta culpable y el rico inocente; entonces tú, poco experto en el reino de Dios, crees hacer una buena obra compadeciéndote del pobre, y te pones a encubrir y ocultar su delito, como queriéndolo justificar, como si mereciese la absolución. Y suponiendo que alguien te reprendiese por haberte equivocado en tu sentencia, le respondes movido por la misericordia: «Sí, ya lo sé; pero era un pobre, y se le debía misericordia». ¿Cómo es que has mantenido la misericordia, dejando a un lado el juicio? Pero dirás: «¿Y cómo iba yo a descuidar la misericordia, por mantener el juicio? ¿Iba a sentenciar contra el pobre, que no tenía con qué pagar la multa; y si tenía, después no le quedaba con qué vivir?». Tu Dios te dice: No hagas acepción de personas en el juicio del pobre32. Sí, es cierto que comprendemos fácilmente la advertencia de no favorecer al rico. Esto lo ve cualquiera, ¡y ojalá lo llevaran todos a la práctica! La falta está en querer agradar a Dios favoreciendo judicialmente la persona del pobre, y diciéndole a Dios: «He ayudado a un pobre». No, deberías haber mantenido las dos cosas: la misericordia y el juicio. En primer lugar ¿qué clase de misericordia has tenido con aquél, cuyo delito has amparado? Sí, le favoreciste en la bolsa, pero le has herido el corazón; ese pobre continúa siendo un delincuente; y tanto más delincuente, cuanto que se ha visto favorecido por ti en su maldad, como si fuera un hombre honrado. Se apartó de ti favorecido injustamente, y quedó justamente condenado por Dios. ¿Qué clase de misericordia has tenido con él, si terminaste haciéndolo culpable? Has resultado más cruel que misericordioso. «¿Y qué iba a hacer?», preguntarás. En primer lugar juzgar según la causa: reprender al pobre y conmover al rico. Una cosa es juzgar, y otra suplicar. Cuando el rico aquel viera que habías respetado la justicia, y que el pobre no había erguido la cerviz, sino que le habías dado una justa reprensión proporcional a su delito, ¿no se inclinaría hacia la misericordia, por tu petición, él, que estaba contento de la sentencia de tu juicio? En fin, aunque todavía quede mucho de este salmo, hay que tener en cuenta las fuerzas del alma y del cuerpo, mirando a la diversidad de los oyentes. Porque así como cuando nos alimentamos del mismo trigo, los sabores son distintos a cada uno, para no aumentar el cansancio, os baste con lo dicho.