SERMÓN 90 A (= Dolbeau 11)

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, OSA

Sermón de san Agustín sobre el amor a Dios y al prójimo

1. Como si también nosotros estuviéramos viendo al Señor, no con los ojos de la carne sino —cosa más provechosa para la salvación— con los de la fe, hagamos propia la actitud de quien le pregunta cuál es el primer mandamiento de la ley1, según se refiere en la lectura evangélica que acabamos de proclamar. El que se lo preguntaba, dado que le veía con los ojos de la carne y no con los de la fe, más que buscar, lo ponía a prueba. Nosotros, en cambio, busquemos desde la fe, para que nuestra búsqueda encuentre. Digámosle también nosotros: Señor, ¿cuál es el primer mandamiento de la ley?2. Pero digámoselo no con astucia de quien pone a prueba, sino con actitud de quien quiere aprender. Ahora nos responderá a nosotros lo que a él; si él no creyó, el Señor preguntó pensando en nosotros, más que en él; si creyó, reciba ahora mayor instrucción quien le escucha, si entonces pudo ser corregido quien le ponía a prueba.

2. Veamos en primer lugar cómo preguntó aquel acerca de un mandamiento. Deseaba saber cuál era el mandamiento de la ley, no por ser el único, sino por ser el importante. Pero en su respuesta el Señor no mencionó uno, sino dos mandamientos. Quizá él, tras haber oído que era el importante, preguntase por los restantes; en cambio, el Señor, para que no se buscasen muchos otros tras mencionar al importante, añadió uno más, el segundo, para que se cumpliese así lo profetizado con tanta anterioridad: El Señor cumplirá sobre la tierra una palabra breve y completa3. Acontece ahora; tiene lugar en esta lectura. Los preceptos de la ley son numerosos y a lo ancho de todas sus páginas pulula una selva inextricable de mandamientos. Y ¿quién puede cumplir lo que nadie es capaz de retener en su mente? Pero Cristo el Señor, lleno de misericordia, igual que, siendo él grande, se mostró en un cuerpo pequeño, encerró la extensa legislación en un breve precepto. En su pequeño cuerpo tenemos al Hijo de Dios entero; en estos breves mandamientos tenemos la ley de Dios. La misericordia quitó todo pretexto a la pereza. No pienses en cómo dedicar más tiempo a aprender, sino más bien en cómo hacer lo que rápidamente has aprendido.

3. Amarás —dice— al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primer y grande mandamiento. El segundo —dice— es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se sostiene toda la ley y los profetas4. ¿Por qué te extendías por la dilatada fronda? Agarra estas raíces, y el árbol entero está en tu mano. El Señor, como vemos, inculcó esto de forma breve; yo estoy obligado a hablar abundantemente de estos dos preceptos. ¿O tal vez no estoy obligado, y basta lo que hemos oído de boca del Señor? Basta, sin duda, pero no a todos. En efecto, cuanto más grande es uno, tanto más le basta lo dicho con brevedad. Los grandes buscan exposiciones breves; los pequeños, al entender menos, las desean largas. En aquellos temo incomodar su hartazgo, en estos temo cargar su tenue capacidad. Dado que, si callo, se quejan los menos capacitados para entender, sopórtenme los que ya entienden, para que los que aún no entienden, me entiendan.

4. ¡Oh hombre! ¿Qué se te pudo decir mejor y de forma más breve que el precepto de amar al Señor Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente?5. Cúmplelo y ten seguridad en relación con la vida eterna y la vida bienaventurada. En efecto, si amas al Señor tu Dios con todo tu corazón, toda tu alma, toda tu mente, no dejas nada con que puedas amarte a ti mismo. Ama, ama a tu Dios con todo el corazón y toda el alma y toda tu mente. ¿Y qué queda con que amarte a ti mismo? Si no queda nada con que amarte a ti mismo, ¿cómo amarás al prójimo como a ti mismo, para cumplir el segundo precepto?6. He aquí una única cuestión; escuchadla. Como oímos en la lectura misma cuando se proclamó, el Señor dice: En estos dos mandamientos se sostienen la ley entera y los profetas7. Por otra parte, el apóstol Pablo, si lo advertisteis cuando se leyó también su carta, dice que quien ame al prójimo cumple la Ley8, sin añadir el mandamiento primero e importante como condición para que alguien ame a Dios con todo su corazón, alma y mente9. Dice así: Pues no cometerás adulterio, no matarás, no desearás, y si hay algún otro mandamiento, queda recapitulado en este precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor al prójimo no obra el mal. Ahora bien, la plenitud del amor es la caridad10. Aquí dice: Quien ama al prójimo ha cumplido la ley11. Y si hubiese mencionado tres determinados preceptos: No cometerás adulterio, no matarás, no desearás, pensaríamos que en el amor al prójimo están incluidos solo estos tres preceptos. Mas como añadió y dijo: Si hay algún otro mandamiento12 lo incluyó todo en el amor al prójimo. ¿Qué queda aquí para el amor a Dios? Cuando oyes: (Amar) a Dios con todo tu corazón con toda tu alma, con toda tu alma, parece que no queda nada para el amor al prójimo. Asimismo, cuando oyes: esto y esto y esto, y si hay algún otro mandamiento se recapitula en este precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo13, no parece quedar nada para el amor de Dios. ¿Cómo, entonces, dice el Señor que toda la Ley y los profetas se sostienen no en uno solo, sino en estos dos mandamientos?14.

5. Así, pues, para exponer brevemente, en cuanto la ayuda de Dios me lo permita, lo que propuse, comencemos por el amor al prójimo. También somos hombres, mortales, ignorantes, aún no hechos iguales a los ángeles15, muy desemejantes de la sociedad donde no hay corrupción, y por esto, por la misma desemejanza, Dios está lejos de nosotros, aunque su misericordia esté cercana. ¿Quiénes somos, entonces, y con qué fuerzas de nuestro pensamiento nos atrevemos a hacernos una idea del Señor? Tenemos al prójimo; ampárate en el prójimo para amar a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. ¡Oh hombre!, si no amas al hermano al que ves, ¿cómo podrás amar a Dios a quien no ves?16. Reconocéis las palabras extraídas de una carta del apóstol Juan. Esto se nos ha prescrito: comencemos por el prójimo para llegar a Dios.

6. Pero me dirá alguien: «Amo a Dios y al prójimo no con palabras, sino con obras». Pruébalo. «Amo —dice— al prójimo». ¿Qué haces de grande? ¿No ves en los animales irracionales cómo prevalece al amor mutuo, cómo las aves desean estar con las de su especie y no soportan la soledad? ¿No ves cómo, cuando los animales han estado juntos en el establo, quieren ir en fila uno tras otro cuando van en ruta y es muy complicado separarlos? Entonces, ¿qué haces de grande si, siendo hombre, quieres estar con hombres? Aun es algo propio de los jumentos. Ignoro si Dios requiera de nosotros un amor de ese tipo. Quizá digas: «Yo amo a mi prójimo, pues amo a mi hijo, y lo amo como a mí mismo». También esto es fácil. Los tigres aman a sus hijos. De hecho, no se propagarían si no se amasen entre sí. Trasciende los animales puestos bajo tu poder: ninguno de ellos fue hecho a imagen de Dios. Dios hizo al hombre a su imagen, para que tuviera poder sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los reptiles que reptan sobre la tierra17. Advierte lo que tienes bajo tu poder, y cuán diferentemente has sido conformado tú al creador con el amor de su imagen. Para acabar, ¿cómo pruebas que amas a tu hijo? ¿Cómo pruebas —repito— que amas a tu hijo? ¿Por qué le reservabas la herencia que no podrá poseer contigo? Pues no la posee contigo, sino que te sucede a ti cuando hayas muerto. ¿No recuerdas que en esa herencia pasó ya antes que tú tu padre? Y si permanece desde antiguo, por ella pasó también el abuelo; todos pasan, nadie permanece. Así, pues, en tu condición de mortal dejas cosas perecederas o —cosa más verdadera— no sabes para quien las reúnes18 y te jactas de amar al hijo.

7. Lo anunciarán —dijo— a sus hijos, para que pongan en Dios su esperanza19. Si los amas así, los amas en verdad. Si los amas de otra manera, no los amas, porque ni siquiera te amas a ti. En efecto, ¿qué fue lo que ciertamente oíste? Amarás a tu prójimo como a ti mismo20. Esta regla impongo; mejor, no la impongo, sino que la reconozco. Dada para todos nosotros, la contemplo y la recuerdo. Esta es la Regla: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Ya no te digo amarás como a ti mismo, a tu hijo, a tu cónyuge, al vecino amigo, al vecino conocido. Tal vez responderás: «Los amo». Antes pregunto si te amas a ti mismo. Aquí está toda la fuerza del precepto, aquí está el meollo de la cuestión, pues no podrás amar al prójimo como a ti mismo, si aún no te amas a ti mismo. «¿Quién hay —dices— que no se ame a sí mismo?» Yo quisiera encontrar a uno que se ame a sí mismo. En efecto, no me fijo en lo que afirma erróneamente la criatura, sino en lo que enseña el creador. Mejor nos conoce quien nos hizo. Escuchémosle, entonces, a él. Puesto que decías: «Me amo a mí mismo», si te exigiera que lo probaras, me responderías: «cuando tengo hambre, nutro mi cuerpo, porque me amo a mí mismo; no quiero sufrir fatigas, porque me amo a mí mismo; no quiero que me angustie la pobreza, porque me amo a mí mismo; no quiero tener fiebre, porque me amo a mi mismo; no quiero sentir dolor, porque me amo a mí mismo». ¿Quieres oír lo que te dice el que te creó? Mira cómo te amas bien en verdad: mira si no amas la maldad. Pues quien ama la maldad, odia a su alma21. No te pregunto yo; interrógate tú mismo. Si quieres crecer a costa del mal ajeno, si quieres que a otro le vaya mal para que te vaya bien a ti, si en verdad así quieres, si eso quieres, amas la maldad, odias tu alma. En consecuencia, si odias tu alma, no te confío a tu prójimo para que lo ames como te amas a ti. ¿Te confiaré a otro hombre para tener que buscar a dos? Tú, que te perdiste a ti mismo. ¿me vas a guardar a mí? Así, pues, ámate primero a ti mismo, para que aprendas a amar al prójimo como a ti mismo.

8. ¿Esperas oír de mí cómo tienes que amarte? Escuchemos más bien a quien te hizo a ti y a mí. He aquí cómo tienes que amarte a ti mismo: para amarte a ti mismo, fíjate en el gran precepto de amarte a ti mismo. En efecto, es necesario que quieras llevar a lo que amas a aquel a quien amas. Pero amas la maldad: a ella has de llevar a aquel a quien amas como a ti mismo. A los ojos de todos están los muchos deseos humanos, malos o buenos. Amas a un auriga; incitas a todos a que asistan al espectáculo de aquel a quien amas, a que lo amen contigo, a que griten contigo, a que pierdan la cabeza igual que tú. Si no lo aman, los insultas, los llamas idiotas, como a ti mismo. Y si no quieres darle la mitad de lo que tienes, quieres que tenga tanto como tú aquel a quien amas como a ti mismo. En efecto, no quieres que él se haga rico con daño para ti, no quieres el bien para él con detrimento del tuyo. ¿Por qué? Al considerar un bien el oro, te juzgas grande porque tienes oro. Quieres que él aumente, sin disminuir tú22. ¿Por qué amas aquello cuya merma es dañina para ti? En todas estas cosas amas la maldad, odias tu alma23. Si quieres atraer de modo seguro al prójimo al que amas como a ti mismo, atráelo al bien que no disminuye por muchos que participen de él; bien que, por muchos que lo posean, permanece íntegro para todos y cada uno. Si no amas este bien, ¿cómo vas a amar al prójimo como a ti mismo?

9. ¿Qué bien es ese? En el primer e importante mandamiento tienes: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente24. Cuando empieces a amar a Dios, entonces te amas. No temas: por grande que sea tu amor a Dios, no te excederás. La medida de amar a Dios es amarlo sin medida. Ámalo, pues, con todo su corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, porque no tienes nada más. ¿Tienes algo más que ti mismo con que amar a tu Dios? Por tanto, no temas perecer si no dejas nada para ti con que amarte. No pereces porque amando a Dios con todo tu ser te hallarás donde no pereces. Más bien, si de allí reviertes el amor hacia ti, ya no estarás en él, sino en ti. Es entonces cuando pereces, porque te hallarás en uno destinado a perecer. Si no quieres perecer, mantente en aquel que no puede perecer. Es lo que tiene la fuerza del amor, es lo que tiene el fuego de la caridad. Veámoslo hecho realidad en los deseos sumamente feos y vergonzosos. Los amantes de los aurigas penden enteramente del espectáculo; solo están en aquel al que miran; tal amante no se contempla en absoluto a sí mismo, ignora donde está. Por ello, uno menos apasionado que esté junto a él y le vea tan fanatizado, dice: «Está fuera de sí». También tú, si es posible, estate con Dios; no estés contigo. Si estuvieras contigo, te confías a ti mismo, acabarás pereciendo, pues no estás capacitado para salvarte.

10. Recordad cómo se marchó y pereció aquel que dijo a su padre, que acabaría salvándolo: Dame los bienes que me corresponden25. Ved que marchó, los consumió todos, alimentó puercos, fue triturado por la penuria26: alejado del padre, quiere estar consigo mismo. Solo que, queriendo estar consigo mismo, no permaneció ni consigo. Si te desprendes de tu Dios, más rápidamente te desprendes también de ti, y sales de ti y te abandonas también a ti mismo. Por eso se dice a esas personas: regresad, prevaricadores, al corazón27, regresad a vosotros mismos, para poder regresar también a quien os creó. Por esa razón, ¿qué se dijo de aquel que, abandonado el padre, sintió necesidad, abandonado él mismo por sí mismo? Y regresando a sí mismo dijo28. Regresando a sí mismo: adviertes que también se había abandonado a sí mismo. Está bien, hijo; te has corregido, has regresado a ti mismo. No permanezcas en ti, para no volver a perderte. También esto lo recordó él, corregido en parte. En efecto, tan pronto como regresó a sí, renunció a permanecer en sí puesto que regresando a sí mismo dijo: Me levantaré e iré a mi padre29. Felizmente de regreso, entendió que debía estar allí de donde cayó <...> ser el mismo; mejor, no mereció serlo.

11. Si amas esto, te confío el prójimo. En efecto, veo hacia donde te encaminas y dónde quieres hallarte. Lleva hacia allí al prójimo al que amas como a ti mismo; no puedes llevarlo a otro lugar, pues ya te amas también a ti mismo. Lleva a tu prójimo, atráelo, arrástralo, insiste en el momento oportuno30. Al amanecer del día de los juegos, tú, entusiasta partidario de un cazador, ni te oprimiría el sueño necesario, ni dejarías pasar la hora de ir al anfiteatro. Y cuando llegase la hora de ir, inoportuno al máximo, despertarías también a tu prójimo, quizá aturdido por el sueño y prefiriendo dormir antes que ir; insistirías al perezoso; querrías, si te fuera posible, arrancarlo de la cama y plantarlo en el anfiteatro, no dejando de molestarlo hasta que no sacudiese el sueño. Pues, una vez sacudido el sueño se pondría en camino y te agradecería la molestia que te tomaste. Y quizá, raptado contigo al anfiteatro, adonde ambos habíais ido precipitadamente, derrotado aquel de quien erais entusiastas partidarios, volveríais abatidos. Ama a Dios con cuanto tienes, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente31; solo así te amarás a ti mismo. Es la única manera de que ames al prójimo como a ti mismo, pues le arrastras hacia aquel de quien no te puedes avergonzar.

12. Así, pues, fue necesario recomendar estos dos preceptos, puesto que quien ama al prójimo no lo ama si antes no ama a Dios. Pues cuando ama a Dios no ama la maldad, para evitar que, amándola, odie a su alma32. Por tanto, si no ama la maldad, ame la equidad, y en ella ama a Dios. No lo busque con los ojos: Búsquele con la mente, ámelo más y más con un corazón afectuoso. No se proponga lo que no es Dios, no sea que también ame lo que no es Dios, no sea que ame un pensamiento huero. Cabe la posibilidad de que lo concibamos erróneamente, nos imaginemos a Dios conforme a nuestro pensar carnal y lo representemos según nuestro capricho. Para apartarnos de estos pensamientos dice la Escritura: Dios es amor33. Si, pues, amas, ama aquello por lo que amas, y estás amando a Dios6. ¿No has oído? Pues quien ama la maldad odia a su alma34. Si amas, ama también el amor con el que amas, y estás amando a Dios. Aquello con lo que amas es el amor. Amas con el amor, ama el amor y has amado a Dios, puesto que Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios35. En consecuencia, debieron recomendarse dos preceptos. En verdad, habría bastado uno: Amarás al prójimo como a ti mismo36, mas, para que no se equivocara el hombre al amar al prójimo, dado que erraba en el amor a sí mismo, quiso el Señor que la forma del amor con que te amas a ti mismo sea el amor a Dios y entonces te confió al prójimo para que lo amaras como a ti mismo.

13. Si, pues, ya te agrada, bástete también el único precepto del Apóstol. Si has entendido los dos, basta también uno. Pues antes de entender los dos, no basta uno solo. Comienzas a amarte mal a ti mismo, y amas mal a aquel que amas como a ti mismo. En realidad, no hay que decir: «Amas mal», sino: «No amas». Por tanto, no cometerás adulterio, no matarás, no desearás37 en lo que se resume todo, te llama a volver a ti de nuevo. En efecto, puedes no cometer adulterio por temor al castigo, no por amor a la justicia. No matarás: también puedes querer matar, pero temer el castigo. Tu mano no se manchará con el homicidio, pero en tu corazón serás tenido por reo. Pues quieres matar a un hombre, pero temes; quieres matarlo: aún no amas no matar. Esté dentro de ti lo que obras; esté allí donde ve quien otorga la corona; lucha allí, vence allí; allí tienes a quien te observa. Así, pues, no cometerás adulterio, no matarás, no desearás y si hay algún otro mandamiento se recapitula en este precepto: Amarás al prójimo como a ti mismo38. Amas también a Dios. No puedes tener este, sin aquel; este segundo mandamiento sigue al primero. Hágase presente el primero y él arrastra al segundo. El segundo no puede existir sin el primero. En consecuencia, cumple uno, tú que pensabas en dos. No puedes cumplir uno, sino en los dos, pues el segundo recibe el nombre de seguir al primero. Sigue, pues: Ama al prójimo como a ti mismo: me basta. ¿Y si no puedes ni pensar acerca de Dios? ¿Cómo, entonces, comienzas a amarte a ti mismo? El amor al prójimo no obra el mal. Ahora bien, la plenitud de la Ley es el amor39. Pero ¿dónde está la caridad? En el amor a Dios y en el amor al prójimo. Elige el amor que quieras. ¿Eliges el amor al prójimo?: no será auténtico, si no se ama a Dios; ¿eliges el amor a Dios?: no será auténtico, si no se sobreentiende al prójimo.

14. Pero aún no tienes el amor: gime, cree, pide, consíguelo. La fe consigue lo mandado, lo que ordena la ley. Si, pues, ya tienes lo que la fe consigue, ¿qué tienes que no hayas recibido?40. Si aún no lo tienes, pídelo para recibirlo. Es amor41 lo que pedimos; si aún no lo tenemos, pidámoslo para no permanecer vacíos. ¿Cómo podemos obtenerlo por nosotros mismos que no merecimos nada, ni bueno, ni malo? Lo obtendremos de aquel a quien dice nuestra alma: Bendice, alma mía, al Señor y no olvides todos los beneficios de quien se muestra propicio ante todas tus maldades42. Esto tiene ligar en el bautismo. Pero si solo tuviese lugar el bautismo, ¿cómo quedaríamos? Pero sigue: Quien cura todas tus dolencias43. Una vez sanadas las dolencias, no nos producirá repugnancia nuestro pan. Mira, pues, lo que sigue, una vez curadas las dolencias: Quien rescatará tu vida de la corrupción44. Esto tiene lugar ya en la resurrección de los muertos. Pero ¿qué sigue al rescatar nuestra vida de la corrupción? Quien te corona. ¿Tal vez por tus méritos? Presta atención a lo que sigue: Quien te corona en su compasión y misericordia45. Pues el juicio será sin misericordia para quien no practicó la misericordia46. Una vez perdonados los pecados, sanadas las dolencias, rescatada nuestra vida de la corrupción, devuelta nuestra corona, cuando en su misericordia se nos haya entregado nuestra corona, ¿qué haremos, qué tendremos? Quien sacia de bienes47, no de males. Eras avaro: no te saciarás de oro porque, avaro como eres, no te sacias de oro. Se justo y sáciate de Dios. Nada absolutamente te sacia, sino Dios; nada te basta, sino Dios. Muéstranos al Padre, y nos basta48. Por tanto, amemos las obras de misericordia, mientras son sanadas nuestras dolencias, para que, sanadas las dolencias, se despierten nuestros deseos; y, una vez que sanados se despierten, despiertos se sacien, de modo que tengamos el juicio, pero con misericordia. En efecto, es desagradable que tenga lugar sin misericordia. Es difícil que él no halle en ti algo que castigar. Ya te complaciste gratamente en ti mismo: él advierte en ti algo que a ti se te oculta, halla en ti lo que mantenías oculto o, tal vez, lo que incluso ignorabas. Avívense, pues, las obras de misericordia, y amemos al prójimo en medio de la indigencia que son las cosas temporales para merecer experimentar el juicio con misericordia.