SERMÓN 392 (= Maur. 392,2-6)1

Traducción: Pío de Luis

Alocución a los esposos

1 (2). Prestad atención, amadísimos miembros de Cristo e hijos de la madre Católica. Escuchen los fieles lo que voy a decir a los competentes, y los competentes lo que voy a decir a los fieles; los penitentes escuchen lo que voy a decir a los competentes y a los fieles, y lo que voy a decir a los fieles, a los competentes y a los penitentes escúchenlo los catecúmenos, escúchenlo todos; teman todos, nadie lo desprecie. Vuestro escuchar sea mi consuelo, para que mi dolor no sea un testimonio contra vosotros. Digo a los competentes: «No os está permitido fornicar. Si no os bastan vuestras propias mujeres, tenéis que renunciar a toda mujer; no os está permitido tener concubinas». Óigame Dios, si vosotros estáis sordos; escúchenme sus ángeles, si vosotros despreciáis lo que digo. No os está permitido tener concubinas. Aunque no tengáis mujer, no os está permitido tener concubinas para abandonarlas luego con el fin de tomar esposa. ¡Cuánto mayor será vuestra condenación si queréis tener a la vez concubinas y mujer! No os está permitido tener como mujer a aquellas cuyos anteriores maridos aún viven; tampoco a vosotras, mujeres, os está permitido tener como maridos a aquellos cuyas anteriores mujeres aún viven. Estos matrimonios son adulterinos; no en el derecho civil, sino en el derecho celeste. Ni podéis casaros con la mujer que se divorció de su marido mientras viva este. Solo por motivo de fornicación2 está permitido despedir a la mujer adúltera; pero mientras viva ella no está permitido tomar otra. Tampoco a vosotras, mujeres, se os concede tener como maridos a aquellos que repudiaron a sus mujeres; no os está permitido; más que matrimonio, eso es un adulterio. Si despreciáis a Agustín, temed, al menos, a Cristo. No imitéis a la turba de los malvados y de los infieles, hijos míos; no sigáis el camino ancho que conduce a la perdición3. Quien esté bautizado, o consagre su castidad a Dios o quédese con su mujer, o, si no la tiene, cásese.

2 (3). Escuchadme, fieles; es decir, los bautizados. ¿Por qué morís después de haber renacido? ¿Por qué vais, una vez bautizados, por caminos tortuosos, resbaladizos e inmundos? ¿No sabéis que os llevan a la perdición? Vais a la perdición, hijos míos; creedme. ¿No queréis creerlo? ¿Qué tengo que haceros? Quienes estáis bautizados y me escucháis, si tal vez habéis cometido tales acciones, no añadáis más y orad para que Dios os las perdone. Si no pudisteis o no quisisteis conservar la pureza conyugal o la castidad y os apartasteis de lo prometido ya en el vínculo conyugal, ya en la castidad consagrada, hállese en vosotros el dolor y la humildad de la penitencia. Voy a decirlo más claramente: que nadie diga que no ha entendido. Los que, después de contraer matrimonio, os manchasteis con alguna relación sexual ilícita, si os habéis acostado con alguna otra mujer que no sea la vuestra, haced penitencia, como suele hacerse en la Iglesia, para que ella ore por vosotros. Que nadie se diga: «La hago en privado; la hago ante Dios. Dios, que ha de perdonarme, sabe que la hago en mi corazón». Entonces, ¿se dijo inútilmente: Lo que desatéis en la tierra será desatado en el cielo?4 Entonces, ¿se confiaron si valor alguno las llaves a la Iglesia? ¿Esquivo el Evangelio y las palabras de Cristo? ¿Os prometo lo que él os niega? ¿Acaso os engaño? Job dice: Si me he avergonzado de confesar mis pecados en presencia del pueblo5. Quien dice esto es un justo, oro fino del tesoro divino y probado en su crisol, y ¿me ofrece resistencia el hijo de la pestilencia, y se avergüenza de doblar la rodilla, bajo la bendición de Dios, la soberbia cerviz y la mente tortuosa? Quizá, o, mejor, sin quizá, puesto que no se duda, Dios quiso por eso que el emperador Teodosio se sometiese a la penitencia pública en presencia del pueblo, sobre todo teniendo en cuenta que su pecado no pudo ocultarse. ¿Y se avergüenza el senador de lo que no se avergonzó el emperador? ¿Se avergüenza, no digo ya el senador, sino el simple palaciego, de lo que no se avergonzó el emperador? ¿Se avergüenza el plebeyo o el negociante de lo que no se avergonzó el emperador? ¿Qué soberbia es esta? ¿No sería ella sola suficiente para enviar al infierno, aunque no hubiese ningún adulterio?

3 (4). Por último, hermanos míos, varones y mujeres que me escucháis, ¿por qué os airáis contra mí? ¡Ojalá hicierais lo que está escrito: Airaos y no pequéis!6 Debo temer que me acontezca a mí lo que aconteció al apóstol Pablo. Si estuvisteis atentos, lo escuchasteis cuando se leyó, a saber: Entonces, ¿me he hecho enemigo vuestro al deciros la verdad?7 Si es por ese motivo, sea así. Si es preciso que me convierta en enemigo vuestro, prefiero ser enemigo vuestro a serlo de la justicia. Os pongo bajo la custodia de vuestras mujeres. Ellas son hijas mías, como también vosotros sois mis hijos. Escúchenme; sean celosas de sus maridos; no se reserven la vana gloria con la que suelen alabar los maridos impúdicos a su matrona, es decir, que soportan con ánimo sereno su infidelidad. No quiero que las mujeres cristianas tengan tal clase de paciencia; sean celosas de sus maridos no por su propia carne, sino por el alma de ellos. Amonesto, ordeno y mando de forma absoluta; lo manda el obispo, y Cristo lo manda en mí. Bien lo sabe aquel en cuya presencia está ardiendo mi corazón. Yo lo mando —repito—. No permitáis que vuestros maridos se entreguen a la fornicación. Interpelad a la Iglesia contra ellos. No digo que los acuséis ante los jueces mundanos, ante el procónsul o su vicario, el conde o el emperador, sino ante Cristo. En todo lo demás, sed siervas de vuestros maridos, sometidas y obedientes. No haya en vosotras desvergüenza, ni soberbia, ni actitud afrentosa, ni desobediencia alguna; servidles en todo como siervas. Mas en lo que toca a aquel aspecto en el que el apóstol bienaventurado os igualó a ellos al decir: El marido otorgue lo que debe a su mujer, e igualmente la mujer al marido, añadió: La mujer no tiene potestad sobre su cuerpo, sino el varón. ¿De qué te enorgulleces? Escucha lo que sigue: Del mismo modo, el varón no tiene potestad sobre su cuerpo, sino la mujer8. En lo que toca a este asunto, gritad por lo que es vuestro. Si el marido vende tu oro según sus necesidades, sopórtalo, mujer; sopórtalo, sierva; no litigues, no le lleves la contraria. Despreciar tu oro es amor a tu marido. Si vende tu finca para sus necesidades, que son también tuyas —pues no puede haber necesidad que sea suya solo y no tuya, si existe en ti el amor que debe tener toda esposa—, sopórtalo con paciencia; y, si duda, ofrécesela tú; desprecia todo por el amor de tu marido. Pero desea que sea casto, lucha por su castidad. Soporta con paciencia perder tu finca, con tal de que no perezca su alma tolerándolo tú.

4 (5). No digo a los varones que, al respecto, sean celosos de sus mujeres, porque sé que lo son. ¿Quién soporta que su mujer sea adúltera? ¡Y se manda a la mujer que tolere los adulterios de su marido! ¡Qué justicia! —¿Por qué?, te ruego. ¿Por qué? —Porque yo soy varón. —¿Eres varón? Probemos con tu fortaleza que lo eres. ¿Eres varón? Vence la pasión. ¿Cómo puedes ser varón, si tu mujer es más fuerte que tú? Tú, varón, eres, en verdad, cabeza de la mujer. Si es la cabeza, sea guía y sígale la mujer. En la casa bien ordenada, el varón es la cabeza de la mujer9. Si eres la cabeza, haz de guía; siga la mujer a su cabeza. Pero mira adónde vas. No vayas a donde no quieras que ella te siga; no vayas a donde no quieras tenerla de acompañante, para no caer juntos en la fosa del adulterio, no sea que, al hacerlo tú, le enseñes a hacerlo a ella. Te dolerá el alma si caéis ambos juntos en la fosa del adulterio; pero ha de dolerte aunque solo caigas tú. Sientes celos, no quieres que caiga ella; teme, no caigas tú. Mas vosotras, mujeres castísimas, no imitéis a vuestros maridos impúdicos. ¡Lejos de vosotras tal cosa! ¡Que vivan con vosotras o que perezcan ellos solos! La mujer no debe su castidad al marido impúdico, sino a Dios, a Cristo. Manténgase fiel no por el marido, que no lo merece, sino por Cristo. Considere el propio precio, lea sus tablas. Por último, piense lo que le venga en gana quien tal vez se indigne porque hablo de estas cosas, pues sé que quienes juzgan rectamente me aman por ello, pues no sin motivo está escrito: Corrige al sabio, y te amará; corrige al necio, y aumentará su odio hacia ti10. No dijo que comenzará a odiarte, sino que aumentará su odio, puesto que ya lo tenía. Por tanto, sé que los sabios me aman por este punto. Prívense de la comunión quienes saben que conozco sus pecados, para no ser expulsados del interior de las cancelas. A aquellos cuyos pecados ignoro, los cito ante la presencia de Dios. Hagan también ellos penitencia y absténganse en adelante de sus inmundas fornicaciones.

5 (6). A los penitentes les digo: «¿Qué hacéis? Sabedlo bien: nada hacéis. ¿De qué os sirve humillaros, si no cambiáis de vida?». A los catecúmenos les digo: «Inflamaos en el deseo de recibir la gracia. Pero elegid a quiénes imitar en la Iglesia de Dios. Si no encontrarais a nadie, ¡ay de mí, Dios mío!, ¿qué es lo que estoy diciendo: «Si no encontrarais a nadie»? Entonces, ¿no vais a encontrar a nadie en el pueblo fiel? Si en él no hay quienes conserven lo que recibieron, quienes guarden lo que oyeron, he perdido el tiempo en bautizar durante tantos años a tantos hombres». ¡Lejos de mí creer esto! Si la realidad fuera esa, mejor me sería no ser vuestro obispo. Mas espero serlo y creo serlo. Pero mi desdichada condición radica en que con frecuencia me veo obligado a conocer a los adúlteros, pero no puedo conocer a los castos. No me faltan motivos de gozo en privado, ni de tormento en público. Por tanto, desead la gracia de Dios; elegid a quiénes imitar, con quiénes vivir y con quiénes mantener los dulces coloquios del amor. No admitáis las malas murmuraciones. Las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres11. Vivid como espigas en medio de la cizaña; soportad las tribulaciones de este mundo como granos en la era. Llegará el aventador; nadie se constituya en este tiempo en separador permanente.