SERMÓN 3571

Traducción: Pío de Luis

Elogio de la paz

1. Es el momento para exhortar a Vuestra Caridad, según las fuerzas que el Señor me dé, a amar la paz y a suplicarla al Señor. Sea la paz nuestra amada y amiga; sea nuestro corazón el lecho casto para estar con ella; sea su compañía un descanso confiado y una comunión sin amarguras; sea dulce su abrazo e inseparable la amistad. Es más difícil alabar la paz que poseerla. En efecto, si queremos alabarla, deseamos las fuerzas para ello, buscamos los pensamientos y pesamos las palabras; por el contrario, si queremos poseerla, la tenemos y poseemos sin trabajo alguno. Los que aman la paz merecen alabanza; empero, a quienes la odian hay que pacificarlos con la enseñanza y el silencio más que provocarlos mediante el reproche. El verdadero amante de la paz ama también a los enemigos de ella. De igual modo que, si amas esta luz, no te enfureces contra los ciegos, sino que te compadeces de ellos, pues te haces consciente del bien de que disfrutas y, al contemplar el bien tan grande de que ellos están privados, los consideras dignos de misericordia, y, si dispusieses de bienes, de ciencia, de medicinas, correrías antes a sanarlos que a condenarlos. De idéntica manera, si eres amante de la paz, quienquiera que seas, compadécete de quien no ama lo que tú amas ni tiene lo que tú tienes. Lo que amas es cosa tal que no sientes envidia de que otro lo posea contigo. Posee contigo la paz y no reduce tu posesión. Si amas cualquier cosa terrena, es difícil que no envidies a quien la posea. Si tal vez te viene la idea de repartir tus tierras para que alaben tu bondad, para que se pregone el amor incluso en lo que se refiere a estas cosas temporales; si, pues, quieres compartir con tu amigo una posesión tuya terrena, como una finca, una casa o cosa del estilo, la compartes con uno solo y lo admites en tu compañía y te regocijas con él. Quizá pienses en admitir hasta un tercero o un cuarto, y ya empiezas a mirar cuántos caben o a cuantos soporta, es decir, cuántos pueden habitar la casa o alimentarse del campo; y te dices: «El quinto ya no cabe; el sexto no puede habitar con nosotros; ¿cómo una parcela tan pequeña puede alimentar a una séptima persona?». Así, los restantes quedan excluidos, no por ti, sino por la estrechez. Ama la paz, ten la paz, posee la paz, conquista a cuantos puedas para que posean la paz; será tanto más espaciosa cuantos más sean los posesores. Una casa terrena no admite muchos moradores: la posesión de la paz crece con el multiplicarse de los mismos.

2. ¡Qué gran bien es amar la paz! Es decir, poseerla. ¿Quién no quiere que aumente lo que ama? Si quieres estar en paz con unos pocos, pequeña será tu paz. Si quieres que crezca esta posesión, añádele posesores. En efecto, hermanos: ¿cuál es valor de lo que dije: «Amar la paz es un bien y el mismo amarla es ya tenerla»? ¿Qué voz puede alabar o qué corazón pensar: «Amarla es ya poseerla»? Considera todas las demás cosas cuyo amor desean vivamente los hombres. Piensa en uno que ama las tierras, la plata, el oro, los muchos hijos, las casas lujosas y bien decoradas, los prados frondosos y de gran valor. —¿Ama estas cosas? —Las ama. Pero ¿acaso las tiene por el hecho de amarlas? Puede darse que alguien que las ame todas esté completamente desprovisto de ellas. Cuando no las posee, las ama y arde en deseos de poseerlas; mas, cuando comienza a ser dueño de ellas, le atormenta el temor a perderlas. Ama el honor, ama el poder. ¡Cuántos hombres particulares suspiran por adquirir dignidades, y con frecuencia les llega su último día antes de lograr lo que aman! ¿Qué valor tiene lo que puedes poseer con solo amarlo? Lo que amas no buscas adquirirlo con dinero, ni te diriges a la casa de alguien que te apoye para conseguirlo. Ama la paz en el mismo lugar en que te encuentras, y ya está contigo lo que amas. Es asunto del corazón, y no la compartes con tus amigos del mismo modo que compartes con ellos el pan. En efecto, si quieres compartir con ellos el pan, cuanto más son aquellos con quienes se reparte, tanto más disminuye la cantidad que se da a cada uno. Pero la paz es semejante a aquel pan que se multiplicaba en las manos de los discípulos del Señor cuando ellos lo partían y repartían2.

3. Tened la paz, hermanos. Si queréis atraer a los demás hacia ella, sed los primeros en poseerla y retenerla. Arda en vosotros lo que poseéis para encender a los demás. El hereje odia la paz, como el enfermo de ojos la luz. ¿Acaso es mala la luz porque el enfermo no puede soportarla? El enfermo de ojos odia la luz, no obstante que el ojo fue creado para la luz. Quienes aman la paz quieren que otros la posean con ellos, y se entregan a la tarea de aumentar los posesores para que aumente la posesión. Esfuércense, pues, por curar los ojos de los enfermos por cualquier medio, de cualquier forma. Se le cura contra su voluntad; mientras dura la cura, no la quiere; mas, cuando vea la luz, se deleitará. Imagínate que se enfada; tú no te canses de insistirle. Amante de la paz: mira y deléitate tú primero en la hermosura de tu amada y hazte llama para atraer al otro. Vea él lo que ves tú, ame lo que tú amas y posea lo que tú posees. Tu amada a la que tanto quieres te dice: «Ámame y al instante me posees». Trae contigo a cuantos puedas a que me amen: seré casta, y casta permaneceré. Trae a cuantos puedas; que ellos me encuentren, me posean y disfruten de mí. Si los muchos videntes no corrompen esta luz, ¿me corromperán a mí los muchos amantes? Pero no quieren venir porque no tienen con qué verme; no quieren venir porque el resplandor de la paz hiere la enfermedad ocular de la disensión. Escucha la voz lastimera de esos enfermos de ojos. Se les anuncia: «Pareció bien que los cristianos tengan paz». Nada más escuchar este anuncio, se dicen entre sí: —¡Ay de nosotros! —¿Por qué? —Llega la unidad. —¿Qué significa eso? ¿Qué significan esas palabras: «¡Ay de nosotros, que llega la unidad!». Cuánto más justamente debíais haber dicho: «¡Ay de nosotros, que llega la disensión!». Lejos de nosotros el que llegue la disensión: es como las tinieblas para los videntes, pero llega la unidad: hay que saltar de gozo, hermanos. ¿Por qué te has asustado? Lo dicho es: «Llega la unidad». ¿Se ha dicho acaso: «Llega una fiera, llega el fuego»? Llega la unidad, llega la luz. Si uno quiere responderos conforme a la verdad, os dirá «No me asusté porque llegara alguna fiera, pues no soy miedoso; pero me espanté de que llegara la luz, pues tengo enfermos los ojos». Hay que esforzarse, pues, en lograr su curación. En la medida de nuestras fuerzas, en cuanto podamos y Dios nos conceda, hemos de compartir con ellos de lo que no mengua por el hecho mismo de compartirlo.

4. Por tanto, amadísimos, exhorto a Vuestra Caridad a que les mostréis la mansedumbre cristiana y católica. Ahora instamos a que se curen. Los ojos de los santos están inflamados; hay que curarlos con cuidado y tratarlos con suavidad. Que nadie litigue con nadie; que nadie quiera defender ahora ni siquiera la fe mediante disputas, no sea que de ahí salte la chispa y se ofrezca la ocasión a los que la buscan. Si oyes un insulto, sopórtalo, hazte el desentendido, pasa de él. Acuérdate de que hay que curar a quien lo profirió. Ved con cuánta suavidad tratan los médicos a los que curan, aunque les hagan sufrir. Escuchan el insulto y a cambio les dan la medicina, sin devolverles insulto por insulto. Su palabra responde a la del paciente de modo que aparece que uno es el que ha de ser curado y otro el que cura; nunca aparecen como dos litigantes. Soportadlos, os lo pido, hermanos míos. «No lo aguanto —dice— porque blasfema contra la Iglesia». Esto mismo te suplica la Iglesia: que toleres la blasfemia contra la Iglesia. «Calumnia —dice— a mi obispo. Está acusando a mi obispo de un delito y ¿voy a callarme?». Pregone él tal delito, tú calla; no porque lo admitas, sino porque lo toleras. Es un favor que prestas a tu obispo al no mezclarte en polémicas con ellos ahora. Comprende las circunstancias, sé prudente. ¿Cuántos blasfeman contra tu Dios? Oyéndolo tú, ¿no lo oye él? Lo sabes tú, y ¿lo ignora él? Y, con todo, hace salir el sol sobre los buenos y los malos y hace llover sobre justos e injustos3. Muestra su paciencia y difiere ejercer su poder. Reconoce también tú las circunstancias y no hagas que los ojos ya inflamados se exciten. ¿Eres amante de la paz? Encuéntrate a gusto con ella en tu corazón. «¿Y qué he de hacer?». Tienes algo que hacer. Elimina los altercados y dedícate a la oración. No devuelvas insulto por insulto, antes bien ora por quien te insulta. Quieres hablarle a él, pero contra él: habla a Dios, pero en su favor. No te digo que te quedes callado, pero elige antes dónde has de hablar: ante aquel a quien hablas en silencio, con los labios cerrados, pero gritando el corazón. Sé bueno con él allí donde él no te ve. A quien no ama la paz y desea litigar, respóndele lleno de mansedumbre: «Di cuanto quieras; por mucho que me odies y te agrade el detestarme, eres mi hermano. ¿Qué haces para no ser mi hermano? Bueno o malo, queriendo o sin querer, eres mi hermano», y él responderá: —¿Cómo es que soy tu hermano, enemigo y adversario mío? Aun así, pronunciando esas palabras, eres mi hermano. Parece extraño; le odia, le detesta, y ¿es su hermano? ¿Quieres que crea a quien no sabe lo que habla? Deseo que sane, para que vea la luz y reconozca que es mi hermano. ¿O quieres que le crea a él, que dice que no soy su hermano, puesto que me odia y me detesta, y no más bien a la misma luz? Escuchemos lo que dice la luz misma. Lee al profeta: Escuchad, los atemorizados, la palabra del Señor. El Espíritu Santo habla por medio del profeta Isaías: Escuchad, los atemorizados, la palabra del Señor. A los que os odian y os detestan, decidles: «Sois hermanos nuestros»4. ¿Qué es esto? Ha brillado la luz y mostrado la fraternidad; y todavía dice el enfermo de la vista: «Cierra la ventana». Abre tus ojos a la luz; tú, envuelto en tinieblas, reconoce al hermano que está fuera de ellas. Di, di con seguridad, pues hablas palabras del Señor y no mías: Decid: «Sois nuestros hermanos». ¿A quiénes? A los que os odian. Pues ¿qué tiene de extraño que lo digáis a quienes os aman? A los que os odian y os detestan. ¿Con qué finalidad? Escucha y mira el fruto de ello. Cual si hubieras preguntado al Señor tu Dios y le hubieses dicho: «Señor, ¿cómo voy a decir: "Eres mi hermano", a quien me odia y me detesta? Indícame por qué he de decírselo». Para que sea honrado el nombre del Señor. Que aparezca al menos en la alegría, y ellos se avergüencen5. Mira, te suplico, el fruto de la paciencia y de tan grande mansedumbre. Decid: «Sois hermanos nuestros». ¿Para qué? Para que sea honrado el nombre del Señor. ¿Por qué no te reconoce como hermano? Porque el nombre de un hombre honró a hombres. Dile, pues: «Hermano mío: aunque me odies, aunque me detestes, eres mi hermano. Reconoce en ti la señal de mi padre, la palabra de nuestro padre. Hermano malo, pendenciero, eres hermano mío. Advierte que también tú dices como yo: Padre nuestro que estás en los cielos6. Decimos una misma cosa; ¿por qué no estamos en la unidad? Te ruego, hermano, que reconozcas lo que dices conmigo y que condenes lo que haces contra mí. Fíjate en las palabras que salen de tu boca. Escucha no a mí, sino a ti mismo. Mira a quién decimos: Padre nuestro que estás en los cielos. No es un amigo ni un vecino quien nos manda vivir en concordia, sino aquel a quien decimos esas palabras. Ante el Padre tenemos una sola voz; ¿por qué no tenemos, al mismo tiempo, una única paz?».

5. Tales cosas debéis decirlas con ardor, pero suavemente. Decidlas inflamados en el fuego de la caridad, no hinchados por la disensión, y suplicad conmigo al Señor con ayunos solemnes. Lo que ya hicimos por Dios, hagámoslo también por esta causa. Ayunamos después de Pentecostés de forma solemne, y ayunaríamos aunque no existiese este motivo. ¿Qué debemos hacer por nuestros hermanos, a los que hemos recibido en el nombre del Señor nuestro Dios, nuestro médico, para curarlos y sanarlos, ofreciéndoselos a él para que sanen, en vez de atribuirnos a nosotros manos de médico? Mas ¿qué hacemos? Supliquemos al médico mismo ayunando con corazón humilde, piadosa confesión y temor fraterno. Ofrezcamos a Dios nuestra piedad, y a los hermanos nuestro amor. Aumenten, pues, nuestras limosnas, gracias a las cuales serán oídas más fácilmente nuestras oraciones. Practicad la hospitalidad. Es el momento adecuado; los siervos de Dios llegan; es el momento, es la ocasión; ¿por qué dejarla pasar? Mira lo que tienes en la despensa de tu casa. Mira también qué depositas arriba, qué reservas para ti, de qué único tesoro estás seguro. Colócalo arriba; confíalo no a tu siervo, sino a tu Señor. ¿Acaso temes que también allí penetre el ladrón, que alguien descerraje las puertas o se lo lleve el enemigo furioso? Haz por tener algo que se te devuelva. Y no se te devolverá solo lo que hayas puesto; el Señor quiere que prestes a interés; pero a él, no a tu prójimo.