SERMÓN 3561

Traducción: Pío de Luis

Segundo sermón de san Agustín sobre la vida de los clérigos que habitaban con él

1. El sermón que hoy he de dirigir a Vuestra Caridad tratará sobre nosotros mismos. Dice el Apóstol: Nos hemos convertido en espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres2; quienes nos aman buscan qué alabar en nosotros; quienes, en cambio, nos detestan hablan mal de nosotros. Puestos en medio de unos y otros, con la ayuda del Señor nuestro Dios, nosotros debemos defender tanto nuestra vida como nuestra fama de tal modo que quienes nos alaban no tengan que avergonzarse ante nuestros detractores. Muchos conocéis, por haberlo leído en la Sagrada Escritura, cómo queremos vivir y cómo vivimos ya, por la misericordia de Dios; no obstante, para hacéroslo recordar, se os leerá el mismo texto del libro de los Hechos de los Apóstoles, a fin de que veáis dónde está descrita la norma que deseamos cumplir. Quiero veros sumamente atentos mientras dura la lectura, para hablaros a vosotros, expectantes, sobre lo que he pensado, con la ayuda del Señor.

Y el diácono Lázaro leyó:

Cuando estaban orando, tembló el lugar en que se hallaban reunidos, y se llenaron todos del Espíritu Santo y hablaban con confianza la palabra de Dios para todo el que quisiera creer. La multitud de los creyentes tenía una sola alma y un solo corazón, y ninguno de ellos consideraba suyo propio lo que poseía, antes bien tenían todo en común. Y los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús, y su gracia se extendía abundante sobre todos ellos. Tampoco hubo entre ellos pobre alguno, pues quienes poseían campos o casas las vendían y llevaban el precio, y lo ponían a los pies de los apóstoles. Se distribuía a cada uno según su necesidad3.

Después que el lector, el diácono Lázaro, entregó el códice al obispo, Agustín obispo dijo:

También yo quiero leerlo, pues me agrada más leer esta palabra que exponerla con la mía.

Cuando estaban orando, tembló el lugar en que se hallaban reunidos, y se llenaron todos del Espíritu Santo y hablaban con confianza la palabra de Dios para todo el que quisiera creer. La multitud de los creyentes tenía una sola alma y un sólo corazón, y ninguno de ellos consideraba suyo propio lo que poseía, antes bien tenían todo en común. Y los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús, y su gracia se extendía abundante sobre todos ellos. Tampoco hubo entre ellos pobre alguno, pues quienes poseían campos o casas las vendían y llevaban el precio, y lo ponían a los pies de los apóstoles. Se distribuía a cada uno según su necesidad.

Después de que el obispo concluyó la lectura, dijo:

2. Habéis escuchado lo que queremos; orad para que lo podamos. Una urgencia me obligó a tratar lo leído con más detenimiento. Como sabéis, un presbítero de nuestra comunidad, comunidad de la que da testimonio la lectura escuchada, hizo testamento al morir porque tenía de qué hacerlo. Tenía algo que llamaba suyo, a pesar de vivir en esa comunidad en la que a nadie le es lícito considerar propia ninguna cosa, sino que todo ha de ser común. Si alguien que nos ama y nos alaba presentase a quien nos difama esta nuestra comunidad y le dijese: «Todos los que habitan con el obispo Agustín viven según lo escrito en los Hechos de los Apóstoles», inmediatamente le replicaría aquel detractor, agitando la cabeza y afilando los dientes: «¿Es cierto que viven como dices? ¿Por qué mientes? ¿Por qué honras con falsas alabanzas a quienes no las merecen? ¿No hizo testamento un presbítero que era miembro de esa comunidad y dispuso como quiso de lo que tenía y lo dejó a quien le plugo? ¿Es cierto que allí todo es común? ¿Es cierto que allí nadie llama propio a nada?». ¿Qué podría hacer bajo el peso de estas palabras el que me alaba? ¿No le taparía aquel detractor la boca como con plomo? ¿No se arrepentiría de sus alabanzas? ¿No maldeciría, sea a nosotros, sea a aquel testador, lleno de rubor y confundido por las palabras del otro? Esto fue lo que me urgió a detenerme en lo leído.

3. Os anuncio algo que os debe causar gozo. A todos mis hermanos y clérigos que viven conmigo, los presbíteros, diáconos y subdiáconos, y a mi sobrino Patricio los encontré como deseaba. Son dos los que aún no han hecho lo que determinaron hacer respecto a su —sea la que sea— pobreza: el subdiácono Valente y mi sobrino antes mencionado. Al subdiácono se lo impide la vida de su madre, que vive de su patrimonio, y se espera que alcance la edad legal para hacer con total validez lo que ha de hacer. No lo hizo todavía porque sus pequeños fundos los tiene en común con su hermano, poseyéndolos de forma indivisa. Pero desea legarlos a la Iglesia, para que puedan alimentarse, mientras vivan, los suyos, que han abrazado el propósito de santidad. En efecto, el apóstol escribió y dice: Quien no mira por los suyos, y sobre todo por los de su casa, reniega de la fe y es peor que un infiel4. Tiene todavía algunos esclavos, pero en común con su hermano; aún no han hecho el reparto. Ha pensado otorgarles la libertad, pero no puede antes del reparto, pues no sabe quiénes le van a corresponder. A él, que es el mayor, le corresponde hacer el reparto, y a su hermano elegir. Su mismo hermano sirve a Dios; es subdiácono en la iglesia de Milevi, de la que es obispo mi santo hermano y colega Severo. Se está actuando —y ha de hacerse sin dilación— para que se efectúe el reparto de los esclavos, se les dé la libertad, y así darlos a la Iglesia para que se encargue de su mantenimiento. A mi sobrino, por el contrario, desde que se convirtió y comenzó a vivir conmigo, le impedía hacer algo respecto a sus pequeños fundos el hecho de vivir su madre, que tiene el usufructo, pero ha muerto este año. Entre él y sus hermanas hay algunos asuntos pendientes, que se resolverán pronto con la ayuda de Cristo, para que también él haga lo que conviene a un siervo de Dios y lo que exige su profesión y el texto leído.

4. Como sabéis casi todos, el diácono Faustino se convirtió, y pasó de la milicia secular al monasterio; aquí fue bautizado y luego ordenado diácono. Mas como es muy poco lo que parece poseer, lo había abandonado de derecho, no de hecho, según dicen los juristas, y lo tenían sus hermanos. Desde que se convirtió, nunca pensó en ello, ni pidió nunca nada a sus hermanos, ni nada le pidieron a él. Ahora, llegado este momento, siguiendo mi consejo, dividió lo que poseía, donando la mitad a sus hermanos y la otra mitad a la iglesia del lugar, que es pobre.

5. Conocéis todos la disciplina y la desgracia que Dios ha dejado caer sobre el diácono Severo; pero no ha perdido la luz de la mente. Había comprado aquí una casa mirando por su madre y su hermana, a las que deseaba traer aquí desde su patria. Pero la había comprado no con su dinero, que no poseía, sino con lo recabado de una colecta de personas religiosas, cuyos nombres me dio al yo preguntárselo. Respecto a lo cual no puedo decir qué ha hecho ni qué piensa hacer, sino que él lo puso todo a mi disposición para que hiciera lo que quisiera. Pero tiene algunos asuntos pendientes con su madre, de los cuales me ha constituido juez, para que, cuando estén resueltos, se haga con la casa lo que yo quiera. Mas ¿qué puedo querer bajo la guía de Dios sino lo que la justicia manda y la piedad reclama? Tiene también en su patria algunas pequeñas posesiones, y ha pensado distribuirlas de forma que también llegue algo a la iglesia del lugar, que es pobre.

6. El diácono de Hipona es un hombre pobre, y no tiene nada para dar a nadie. No obstante, antes de ser clérigo había comprado con su trabajo algunos esclavos; hoy los va a manumitir en presencia vuestra mediante actas episcopales.

7. El diácono Heraclio está ante vuestros ojos, y sus obras resplandecen ante nuestros ojos. Gracias a su dinero, fruto de su trabajo, tenemos la memoria del santo mártir. Con su dinero compró un terreno por consejo mío, pues él quería que lo repartiese yo personalmente según mi criterio. Si yo hubiera tenido ambición de dinero o en la circunstancia hubiera pensado más en las necesidades que tengo en relación con los pobres, lo hubiera aceptado. «¿Por qué?», dirá alguno. Porque aquel terreno que compró y donó a la Iglesia aún no fructifica nada para la Iglesia. Disponía de menos de lo que le costó; el préstamo ha de devolverlo sacándolo de sus frutos. Soy un hombre ya anciano; ¿qué fruto puede reportarme a mí ese terreno? ¿Acaso puedo prometerme que voy a vivir los años necesarios para que el terreno pague su precio con los frutos? Si hubiera querido aceptarlo, hubiese tenido en su totalidad inmediatamente lo que apenas ha devuelto poco a poco en largo tiempo. Pero no lo hice; puse mi mirada en otra cosa. Os lo confieso: su edad no me ofrecía aún garantías y temía desagradar tal vez a su madre, dada la condición humana, y que dijese que yo había inducido al joven a ello para quedarme con sus bienes paternos y dejarle a él en la miseria. Por eso quise que el dinero se invirtiese en aquel terreno, para que —lo que Dios no quiera nunca—, si ocurría algo contrario a nuestros deseos, pudiera devolvérsele la finca y quedase inmaculada la fama del obispo. Sé, en efecto, cuán necesaria es para vosotros mi buena fama, pues para mí me basta mi conciencia. Compró también un solar en la parte posterior de esta iglesia: vosotros lo sabéis; con su dinero se levantó la casa: también esto lo sabéis; pocos días antes de hablaros de este asunto la donó a la Iglesia: bien lo sabéis. Esperaba acabarla para entregarla ya terminada. Él no tenía necesidad alguna de levantar aquella casa, a no ser pensando en que su madre iba a venir. Si hubiese venido antes, hubiese habitado en la posesión de su hijo; si viniera ahora, habitaría en la construcción de su hijo. Doy testimonio en favor de él de que permaneció pobre, pero permaneció poseyendo el amor. Le habían quedado algunos esclavos, que además vivían ya en el monasterio, a los que ha de conceder la libertad hoy con actas episcopales. Que nadie, pues, diga: «Es rico»; nadie lo piense, nadie hable mal, nadie se desgarre a sí mismo y a su alma con sus propios dientes. No tiene dinero acumulado. ¡Ojalá pueda restituir lo que debe!

8. Los demás, o sea, los diáconos, son pobres por don de Dios y esperan en su misericordia. No tienen con qué hacer nada. Al no disponer de medios, dieron fin a sus ambiciones mundanas. Viven con nosotros en comunidad; nadie los distingue de quienes aportaron algo. La unidad de la caridad ha de ser antepuesta a la comodidad terrena derivada de cualquier herencia.

9. Quedan aún los presbíteros. He querido acercarme a ellos gradualmente. Lo diré brevemente: son pobres de Dios. Nada trajeron a la casa de nuestra sociedad, a no ser la caridad, más valiosa que la cual no hay nada. No obstante, como sé que han surgido rumores acerca de sus riquezas, no hay que obligarlos a nada; al contrario, debo justificarlos ante vosotros con mi palabra.

10. A quienes tal vez no lo sepáis, aunque es conocido por la mayor parte de vosotros, os digo que al presbítero Leporio, a pesar de haber nacido de familia ilustre y de condición distinguida entre los suyos, yo lo recibí pobre, cuando ya era siervo de Dios, tras haber abandonado todo lo que tenía; pobre no porque nada hubiera tenido, sino porque ya había cumplido aquello a lo que nos invita la lectura. No lo cumplió aquí, pero yo sé dónde. No hay más que una unidad de Cristo y una única Iglesia. Dondequiera que se realice una obra buena, nos pertenecerá también a nosotros si nos alegramos de ella. Donde vosotros bien sabéis hay un huerto; allí levantó un monasterio para los suyos, pues también ellos son siervos de Dios. Aquel huerto no pertenece a la Iglesia, pero tampoco le pertenece a él. «Entonces, ¿a quién pertenece?», dirá alguno. Al monasterio que en él se encuentra. Es cierto que hasta ahora se preocupaba por sus moradores, hasta el punto de tener él personalmente y administrar, según le parecía, los pequeños fondos con que se alimentaban. Mas para no dar cabida a los hombres que roen sus sospechas sin conseguir llenar el vientre, nos pareció bien, a él y a mí, que ellos se las arreglen según puedan, como si él hubiera salido ya de este mundo. ¿Acaso ha de proporcionarles algo una vez que haya muerto? Es mejor que vea su santa vida bajo el gobierno de Dios y en la disciplina de Cristo, gozándose de verlos así, antes que ocupándose de sus necesidades. Así, pues, él no tiene dinero alguno al que pueda o se atreva a llamar suyo. El hospital cuya construcción estaba prevista, lo veis ya terminado. Yo se lo impuse, yo se lo ordené. El me obedeció de muy buena gana, y, como veis, es ya una realidad. De igual manera, por orden mía levantó la basílica de los Ocho Mártires con los medios que Dios da a través de vosotros. La comenzó con el dinero que se había dado a la Iglesia para el hospital; después de haber empezado a edificarla, las personas piadosas que deseaban que sus nombres quedasen inscritos en el cielo le ayudaron como cada una quiso, y se construyó. La obra la tenemos ante nuestros ojos; todos pueden verla. Créanme cuando digo que no tiene dinero; repriman los dientes para no romperlos. Con el dinero del hospital había comprado una casa en Carrara, que juzgaba que le iba a ser provechosa por sus piedras, pero no le fueron necesarias para la construcción, pues se trajeron de otro lugar. De esta forma, la casa quedó en pie y produce una renta; mas para la Iglesia, no para el presbítero. Que nadie vuelva a decir: «en la casa del presbítero», «a la casa del presbítero», «delante de la casa del presbítero». Mirad dónde está la casa del presbítero: donde está mi casa, allí está la suya; en ningún otro lugar tiene casa, pero en todas partes tiene a Dios.

11. ¿Qué más buscáis saber? Recuerdo haberos prometido que os presentaría lo que determinase hacer respecto a los dos hijos del presbítero Jenaro, es decir, el hermano y la hermana, entre los cuales había surgido un litigio por asuntos de dinero, salvando siempre la caridad con la ayuda de Dios. Había prometido, pues, escucharlos a ambos y, fuese lo que fuese, fallar en justicia. Me había preparado para hacer de juez, pero antes de que llegase el momento dirimieron el pleito los mismos a los que había de juzgar. No hallé materia para juzgar, sino motivo para alegrarme. Aceptaron en plena concordia mi voluntad y mi consejo de que se repartiesen por igual el dinero que dejó su padre, y al que había renunciado la Iglesia.

12. Después de este mi sermón, los hombres seguirán hablando; pero hablen lo que hablen, al mínimo viento que sople, algo ha de llegar a mis oídos. Y si lo que dicen es tal que requiera una nueva justificación, responderé a los maldicientes, responderé a los detractores, responderé a los incrédulos que no me creen a mí, su prelado; responderé, según pueda, lo que el Señor me conceda. De momento no es necesario, porque quizá nada han de decir. Quienes nos aman no oculten su gozo, quienes nos detestan sufrirán en silencio. Pero, si sueltan sus lenguas, escucharán, con la ayuda de Dios, no mi pendencia, sino mi respuesta. No pienso citar nombres propios ni decir: «Fulano dijo esto; Zutano se inventó esto otro», puesto que quizá, cosa posible, lo que llegue a mis oídos sea falso. Con todo, cualesquiera que sean los rumores, si me pareciere oportuno, hablaré al respecto a Vuestra Caridad. Quiero que nuestra vida esté ante vuestros ojos. Sé que no faltan quienes buscan una excusa para obrar y que andan a la caza de ejemplos de quienes viven como no deben y hasta manchan la fama de otros para hacer creer que han encontrado quienes hacen lo mismo que ellos. Así, pues, yo he hecho lo que me correspondía; nada más me compete. Estamos ante vuestra mirada. No deseo nada de nadie, a no ser vuestras buenas obras.

13. Y a vosotros, hermanos míos, os exhorto: si queréis dar algo a los clérigos, sabed que no debéis fomentar en cierto modo sus vicios contra mí. Ofreced a todos lo que queráis según vuestra voluntad. Será común y se dará a cada uno según las necesidades de cada cual. No descuidéis el cepillo de la iglesia, y habrá para todos. Mucho me agradaría que él fuera nuestro pesebre, siendo nosotros los jumentos de Dios y vosotros su campo. Que nadie dé un birro o una túnica de lino, a no ser para el común. Quien reciba algo, lo recibirá del común. Consciente de que quiero que sea del común todo lo que tengo, no quiero que vuestra santidad me ofrezca a título personal cosas que sólo mi persona pueda llevar decentemente. Se me ofrece, por ejemplo, un birro de valor; quizá vaya bien con un obispo, pero no con Agustín, es decir, con un hombre pobre, nacido de pobres. Los hombres no han de tardar en decir que llevo vestidos de valor que no hubiese podido poseer ni en la casa de mi padre ni en mi anterior profesión secular. No va de acuerdo conmigo; mi vestimenta debe ser tal que pueda darla a un hermano mío si él no la tiene; tal que pueda llevarla con decencia un presbítero, un diácono o un subdiácono; así es como la quiero, puesto que la recibo para el común. Si alguien me da una prenda mejor, la vendo, pues ese es mi comportamiento habitual: cuando una prenda no puede ser común, dado que puede serlo el precio de la misma, la vendo y doy a los pobres lo obtenido. Si a alguien le agrada el que yo tenga algo, démelo tal que no tenga que avergonzarme de ello. Os confieso que me avergüenzo de los vestidos de valor que me dais, puesto que no van a tono con mi profesión, con esta advertencia que os estoy haciendo, con estos miembros, con estas canas. Y os digo también: si tal vez cae alguien enfermo en nuestra casa o en nuestra comunidad o se encuentra convaleciente, de forma que necesite tomar algo antes de la hora de la refección matutina, no prohíbo a las personas devotas enviarle lo que bien les parezca; pero ninguno ha de tener la refección de la mañana o de la tarde fuera de casa.

14. Ved lo que digo; me habéis oído, me están oyendo. Quien quiera tener algo propio y vivir de ello, obrando contra nuestras normas, es poco decir que no seguirá conmigo, pues tampoco seguirá siendo clérigo. Es cierto que había dicho, y soy consciente de ello, que, si no querían aceptar vivir en común conmigo, no les privaría de la condición de clérigo, que podrían mantenerse y vivir aparte y servir a Dios como quisieran. No obstante, les puse ante sus ojos el gran mal que significa quebrantar el propósito. Preferí tenerlos, aunque fuera cojos, a llorarlos muertos. En efecto, quien es hipócrita está muerto. Así, pues, del mismo modo que afirmé que no privaría de la condición de clérigo a quien quisiese permanecer aparte y vivir de lo suyo, así ahora afirmo que, puesto que, con la ayuda de Dios, les plugo a ellos esta vida común, a quien viva en la hipocresía, a quien le halle poseyendo algo propio, no le permitiré legarlo en testamento, sino que lo borraré de la lista de clérigos. Apele contra mí a cien concilios; navegue contra mí adondequiera; hállese ciertamente donde pueda; el Señor me ayudará para que él no pueda ser clérigo donde yo soy obispo. Lo habéis oído, lo han oído. Pero espero en nuestro Dios y en su misericordia que como han aceptado con alegría esta mi disposición, así la mantendrán santa y fielmente.

15. He dicho que ninguno de los presbíteros que habitan conmigo tiene nada propio; entre ellos está también Bernabé. También he oído que no han faltado rumores respecto a él; ante todo, que compró una finca a mi querido y honorable hijo Eleusino. Eso es falso; él no la vendió, sino que la donó al monasterio. De ello soy testigo. Qué más queráis saber, lo ignoro. Yo soy testigo de que él no la vendió, sino que la donó. Pero al mismo tiempo que no se cree que pudiera donarla, se cree que la vendió. Dichoso el hombre que realizó acción tan buena que no merece crédito. Al menos ahora, creedle y cesad de prestar oído fácil a los detractores. Ya lo he dicho: yo soy testigo. También se dijo de él que en el año en que fue encargado de la administración de los bienes de la Iglesia contrajo deudas de propósito para que, al querer yo que las pagara, le diese la finca de la Victoria; como si me hubiera dicho: «Para poder pagar mis deudas, dame por diez años la finca "la victoriana"». También esto es falso. Pero el rumor nació por algo. Contrajo deudas que tenía que pagar. Yo las he pagado en parte, con lo que pude. Quedó todavía algo que se debía al monasterio que Dios levantó por medio de él. Como aún quedaba esa deuda, comenzamos a buscar medios para pagarla. Nadie se ofreció a tomar en arriendo la finca pagando antes más de cuarenta sólidos. Pero vimos que la finca podía dar más para cancelar antes la deuda, y se la confié a él, de modo que los hermanos no reclamasen las ganancias del alquiler, antes bien cuanto produjese ella con sus frutos se emplease en saldar la deuda. Es un asunto de confianza. El presbítero está dispuesto a que ponga en manos de otros el devolver a los hermanos lo obtenido de los frutos. Preséntese alguien de vosotros, alguien de quienes lanzaron tales acusaciones para confiarle esta tarea. Hay entre vosotros personas piadosas que sintieron dolor en base a un rumor falso ante esa acusación, pero la creyeron realidad. Acérquese, pues, uno de esos hasta mí, reciba la posesión, venda fielmente todos los frutos a su justo precio para poder cancelar más fácilmente la deuda, y desde hoy el presbítero se verá libre de ese cuidado. El lugar mismo en que se ha levantado el monasterio fue donado por mi recordado y honorable hijo Eleusino al mismo presbítero Bernabé antes de su ordenación; en ese mismo lugar fundó el monasterio. Mas como la donación del terreno se había hecho en nombre suyo, hizo cambiar los títulos para que pasasen a nombre del monasterio. Por lo que respecta a la finca «la vitoriana», os ruego, os exhorto, os pido, que, si alguien es hombre de piedad, asuma este voto de confianza y haga a la Iglesia ofrenda de este don, para pagar cuanto antes la deuda. Si no se halla ningún seglar, yo propondré a otro; Bernabé ya no volverá a ocuparse de ello. ¿Qué más queréis? Que nadie despedace a los siervos de Dios, puesto que no redunda en provecho de sus autores. Es cierto que las calumnias acrecientan la recompensa de los siervos de Dios, pero acrecientan también la pena merecida por los calumniadores. Pues no se ha dicho sin motivo: Gozad y exultad cuando os calumnien diciendo cosas falsas de vosotros, porque vuestra magna recompensa está en los cielos5. No quiero que nuestra gran recompensa sea en detrimento vuestro. Tenga yo allí una recompensa menor, pero reine con vosotros allí.