SERMÓN 3551

Traducción: Pío de Luis

La vida de los clérigos

1. Lo que voy a decir es el motivo por el que ayer quise y rogué a vuestra caridad que asistiese hoy en mayor número. Vivimos aquí con vosotros y por vosotros, y nuestro propósito y deseo es vivir con vosotros por siempre junto a Cristo. Creo que ante vosotros está nuestra vida, de forma que hasta podemos atrevernos a decir, mantenidas las distancias, lo que dijo el Apóstol: Sed imitadores míos, como también yo lo soy de Cristo2. Y por eso no quiero que ninguno de vosotros encuentre una excusa para vivir mal. Pues nos preocupamos de hacer el bien —dijo el mismo Apóstol— no sólo ante Dios, sino también ante los hombres3. Mirando a nosotros mismos, nos basta nuestra conciencia; mas, en atención a vosotros, nuestra fama no sólo ha de ser sin tacha, sino que debe destacar entre vosotros. Retened lo dicho y sabed distinguir. La conciencia y la fama son dos cosas distintas. La conciencia es para ti; la fama, para tu prójimo. Quien, confiando en su conciencia, descuida su fama, es cruel, sobre todo si desempeña este cargo del que dice el Apóstol escribiendo a su discípulo: Muéstrate ante todos como ejemplo de buenas obras4.

2. Para no reteneros largo tiempo, habida cuenta sobre todo de que yo os hablo sentado, mientras que vosotros os fatigáis por estar de pie, os diré: sabéis todos o casi todos que en esta casa, llamada casa episcopal, vivimos de tal manera que, en la medida de nuestras fuerzas, imitamos a aquellos santos de quienes dice el libro de los Hechos de los Apóstoles: Nadie llamaba propia a cosa alguna, sino que todas les eran comunes5. Como tal vez algunos de vosotros no os habéis esmerado en examinar nuestra vida para conocerla como yo quiero que la conozcáis, voy a explicaros lo que dije antes brevemente.

Yo, en quien por misericordia de Dios veis a vuestro obispo, vine siendo joven a esta ciudad. Muchos de vosotros lo saben. Estaba buscando dónde fundar un monasterio y vivir con mis hermanos. Había abandonado toda esperanza mundana y no quise ser lo que hubiera podido ser; tampoco, es cierto, busqué lo que soy. Elegí ser postergado en la casa de Dios antes que habitar en las tiendas de los pecadores6. Me separé de quienes aman el mundo, pero no me equiparé a los que gobiernan los pueblos. Ni elegí un puesto superior en el banquete de mi Señor, sino el último y despreciable, pero le plugo a él decirme: Sube más arriba7. Hasta tal punto temía el episcopado que, cuando comenzó a acrecentarse mi fama entre los siervos de Dios, evitaba acercarme a lugares donde sabía que no había obispo. Me guardaba de ello y gemía cuanto podía para salvarme en un puesto humilde y no ponerme en peligro en otro más elevado. Mas, como dije, el siervo no debe llevar la contraria a su señor8.

Vine a esta ciudad para ver a un amigo al que pensaba que podría ganar para Dios viviendo con nosotros en el monasterio. Vine como si me hallase seguro, porque la ciudad tenía obispo. Apresado, fui hecho presbítero, y por este peldaño llegué al episcopado. Nada traje; vine a esta Iglesia con la sola ropa que llevaba puesta. Y como había proyectado vivir en un monasterio con hermanos, al conocer mi proyecto y mi deseo, el anciano Valerio, de feliz recuerdo, me dio el huerto donde se halla ahora el monasterio. Comencé a reunir hermanos con el mismo buen propósito, pobres como yo, que no tuvieran nada como nada tenía yo, que me imitasen. Igual que yo había vendido mi limitado patrimonio y dado a los pobres su valor, así debían hacerlo quienes quisiesen estar conmigo, viviendo todos de lo común. Dios mismo sería para nosotros nuestra grande, rica y común posesión. Llegué al episcopado, y vi la necesidad para el obispo de ofrecer hospitalidad a cuantos asiduamente llegaban o estaban de paso, pues, en caso de no hacerlo, se tacharía al obispo de inhumano. Hubiese sido improcedente desterrar del monasterio esa práctica habitual. Por eso quise tener en esta casa episcopal el monasterio de clérigos. He aquí cómo vivimos. A ninguno le está permitido en la comunidad poseer nada propio. Mas tal vez algunos lo poseen. A ninguno le está autorizado; si algunos lo tienen, hacen lo que no les está permitido. Pienso bien de mis hermanos, y por pensar siempre bien me he abstenido de una investigación al respecto, puesto que el hacerla me parecía como desconfiar de ellos. Sabía y sé que todos los que viven conmigo conocen nuestro propósito, conocen nuestra norma de vida.

3. Se adhirió a nosotros también el presbítero Jenaro. Mediante donaciones se despojó de casi todo lo que poseía, al parecer justamente, pero no de absolutamente todo. Le quedó una cierta cantidad de dinero, esto es, de plata, que afirmaba ser de su hija. Ella, por misericordia de Dios, vive en el monasterio de mujeres y es una mujer de buena esperanza. Quiera el Señor guiarla para que haga realidad lo que de ella esperamos no por sus propios méritos, sino por la misericordia del mismo Señor. Como era menor de edad y no podía disponer de su dinero —aunque veíamos el fulgor de su vida, se temía que su edad le jugase una mala pasada—, se guardó el dinero como si fuese para la muchacha, a fin de que, cuando llegase a la edad legal, hiciese con él lo que conviniera a una virgen de Cristo, capacitada ya plenamente para hacerlo. A la espera de tal momento, se sintió cercano a la muerte e hizo testamento como si fuese dinero de su propiedad y no de la hija. Repito: hizo testamento un presbítero compañero nuestro, que permanecía con nosotros, se alimentaba de la Iglesia y había profesado la vida común. Hizo testamento e instituyó herederos. ¡Qué dolor para nuestra comunidad! ¡Oh fruto no nacido del árbol que plantó el Señor!9 Mas dejó a la Iglesia por heredera. No quiero estos regalos, no amo el fruto de la amargura. Yo le buscaba a él para Dios; había profesado vivir en comunidad, a ella debió ser fiel y manifestarlo. ¿No tenía nada? Entonces no hubiera hecho testamento. ¿Tenía algo? No debía haber fingido que era compañero nuestro como pobre de Dios. Hermanos, esto me produce un gran dolor. Lo confieso a Vuestra Caridad: debido a ese dolor, renuncié a aceptar esa herencia para la Iglesia. Pase a ser de sus hijos lo que dejó y hagan con ello lo que quieran. Considero, en efecto, que, si la acepto a pesar de que me desagrada y me causa dolor, me hago cómplice de él. No he querido que Vuestra Caridad ignorara esto. Su hija se halla en el monasterio de mujeres; su hijo, en el de varones. Los desheredó a ambos: a ella con alabanzas, a él con una cláusula que implica un reproche. He recomendado a la Iglesia que no acepte las partijas correspondientes a los desheredados mientras ellos no lleguen a la edad legal. La Iglesia se lo guarda.

Además, dejó a sus hijos envueltos en un litigio que me da que hacer. La muchacha dice: «Esto es mío; bien sabéis que así hablaba siempre mi padre». El joven replica: «Créase a mi padre, que no pudo mentir en punto de muerte». ¡Qué gran mal es esta contienda! Pero, si ambos jóvenes son siervos de Dios, yo dirimo pronto este litigio. Los escucho como padre, y tal vez mejor que el suyo propio. Veré qué hay entre ellos, y como plazca al Señor y con su benevolencia, en compañía de algunos hermanos fieles y honorables de entre vosotros, es decir, del pueblo, hago de juez entre ellos y sentencio según el Señor me conceda.

4. Pero os ruego que nadie me reproche mi negativa a que la Iglesia acepte esta herencia; primero, porque detesto su acción; luego, porque es lo que tengo establecido. Muchos alaban lo que voy a decir, pero algunos también me lo reprochan. Satisfacer a unos y a otros es muy difícil. Cuando se leyó el evangelio oísteis: Os hemos cantado, y no habéis bailado; os hemos entonado endechas, y no os habéis lamentado. Vino Juan —el bautista—, que no comía ni bebía, y le dicen: «Tiene un demonio». Vino el hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: «He aquí un glotón, bebedor de vino y amigo de publícanos»10. ¿Qué he de hacer, pues, hallándome entre aquellos que están dispuestos a reprocharme e hincarme sus dientes si acepto las herencias de quienes por ira han desheredado a sus hijos? ¿Y qué he de hacer, a su vez, a aquellos a quienes canto y no quieren bailar? Los tales dicen: «Ved por qué nadie dona nada a la Iglesia de Hipona; ved por qué no la nombran heredera los que mueren: porque el obispo Agustín, en su bondad —pues alabando muerden; acarician con los labios, pero clavan el diente—, lo perdona todo y no lo acepta». Lo acepto, sí; confieso que acepto las donaciones, pero las buenas, las santas. Pero si alguien se aíra contra su hijo y al morir lo deshereda, si viviera, ¿no trataría de aplacarlo? ¿No debería reconciliarlo con el hijo? ¿Cómo, pues, voy a querer que haga las paces con el hijo, si estoy ambicionando su herencia? La acepto ciertamente, si hace lo que tantas veces he exhortado, a saber: si tiene sólo un hijo, piense en Cristo como en otro hijo; si tiene dos, piense que Cristo es el tercero; si tiene diez, piense que Cristo es el undécimo; entonces la acepto. Por haberme comportado de esta manera en algunos asuntos, ya quieren tergiversar mi bondad o mi reputación, para reprocharme otra cosa, esto es, que no quiero aceptar las ofrendas de personas devotas. Consideren cuántas he aceptado; ¿qué necesidad hay de contarlas? Por poner un ejemplo: acepté la herencia del hijo de Julián. ¿Por qué? Porque murió sin hijos.

5. No acepté la de Bonifacio —o sea Facio— no por misericordia, sino por temor. No quise convertir a la Iglesia de Cristo en una empresa naviera. Son ciertamente muchos los que también obtienen beneficio de la navegación. Pero si se produjese una adversidad, si la nave va a pique y se sufre un naufragio, ¿tendría que someter a tortura a los hombres, según la costumbre, para investigar la causa del hundimiento de la nave? ¿Tendría que torturar el juez a quienes habían escapado de las olas? ¿Pero tendría que entregarlos yo? Bajo ningún concepto es conveniente que la Iglesia haga tal cosa. ¿Tendría entonces que pagar los derechos del fisco? Pero ¿con qué los pagaría? No nos está permitido tener dinero en depósito. No es propio del obispo guardar el oro y alejar de sí la mano del mendigo. Son tantos los que a diario piden, gimen; tantos los pobres que me interpelan, que a muchos tengo que dejarlos en la tristeza, porque no tengo para dar a todos; ¿y tengo que dejar un depósito por si acontece un naufragio? No la acepté, pues, no por generosidad, sino por temor. Que nadie me alabe por ello, pero que tampoco nadie me lo reproche. Ciertamente obré bien cuando dejé al hijo lo que su padre airado le había quitado al morir. Alaben esta forma de obrar quienes quieran, pero sean comprensivos quienes no quieren alabarla. ¿A qué más, hermanos míos? Quien quiera dejar a la Iglesia como heredera habiendo desheredado al hijo, busque a otro que se lo acepte, no a Agustín; más aún, ¡ojalá no encuentre a nadie, por la misericordia de Dios! Un hecho digno de elogio de Aurelio, obispo venerable de Cartago, ¡cómo llenó de alabanzas a Dios la boca de cuantos lo conocen! Una persona que no tenía hijos ni esperanza de tenerlos donó a la Iglesia todos sus bienes, quedándose con el usufructo. A esa persona le nacieron hijos, y el obispo devolvió a esa persona que ni lo imaginaba lo que le había donado. Conforme a derecho el obispo podía no devolvérselo, pero según el derecho del foro, no el del cielo.

6. Sepa también Vuestra Caridad que he dicho a los hermanos que permanecen conmigo que quien tenga algo, o lo venda y lo reparta (entre los pobres), o lo regale, o lo dé al común; poséalo la Iglesia, por medio de la cual Dios nos alimenta. Y les he dado de plazo hasta Epifanía en atención a aquellos que o bien no hicieron el reparto con sus hermanos y han dejado en sus manos lo que les corresponde, o bien no han dispuesto aún de sus bienes en espera de tener la edad legal. Hagan con ello lo que gusten, con tal de que sean pobres conmigo y nos confiemos juntos a la misericordia de Dios. Pero, si no quieren, quienes tal vez no quieren, he sido yo quien estableció, como sabéis, que no ordenaría de clérigo a nadie más que a quien quisiera permanecer conmigo, de forma que, si deseara abandonar su propósito, le privaría con justicia de la condición de clérigo, porque desertaba de la comunión de bienes prometida e iniciada en relación con la santa comunidad. Ved que, ante la presencia de Dios y vuestra, cambio de parecer: quienes quieren poseer algo como propio, aquellos a quienes no basta Dios y su Iglesia, permanezcan donde quieran y donde puedan, que no les quitaré la condición de clérigos. No quiero tener hipócritas. Mala cosa es —¿quién lo ignora?—, mala cosa es quebrantar un propósito, pero peor es simularlo. Mirad lo que digo: lo quebranta quien abandona la sociedad de la vida común ya abrazada, alabada en los Hechos de los Apóstoles; quebranta su voto, quebranta la profesión santa. Mire al juez; pero a Dios, no a mí. Yo no le privo de la condición de clérigo. He puesto ante sus ojos la magnitud del peligro en que se halla: haga lo que quiera. Sé, en efecto, que, si quiero degradar a alguien que se comporte así, no le faltarán abogados, no le faltarán defensores, e incluso entre los obispos, que digan: «¿Qué mal ha hecho? No puede tolerar esa vida contigo; quiere permanecer fuera de la casa del obispo, vivir de lo suyo, ¿por eso ha de perder la condición de clérigo?». Yo sé cuan malo es profesar algo santo y no cumplirlo. Haced votos —dice— al Señor vuestro Dios y cumplidlos11; y: Mejor es no hacer votos que hacerlos y no cumplirlos12. Pensad en una virgen; aunque nunca haya estado en un monasterio, si es una virgen consagrada, no le es lícito casarse. No se le obliga a estar en un monasterio; pero, si comenzó a vivir en el monasterio y lo abandonó, aunque siga siendo virgen, ha caído a medias. Del mismo modo, el clérigo ha profesado dos cosas: la santidad y el clericato; de momento, la santidad —pues el clericato se lo impuso Dios sobre sus hombros por medio de su pueblo; es una carga más que un honor; mas ¿quién es sabio y lo comprende?13—; profesó, pues, la santidad, profesó la comunidad en que se vive en común, profesó ¡Qué bueno y gozoso es que los hermanos habiten en unidad!14 Si abandona este propósito y permanece como clérigo, pero fuera, también él cayó a medias. ¿Qué tengo yo que ver? No lo juzgo. Si guarda la santidad fuera, cayó a medias; si dentro la simula, cayó del todo. No quiero que tenga necesidad de simular. Sé en qué medida aman los nombres la condición de clérigo; no le privo de ella a quien no quiera vivir en comunidad conmigo. Quien quiera permanecer conmigo tiene a Dios. Si está dispuesto a que lo alimente Dios por medio de su Iglesia, a no tener nada propio, sino o a darlo a los pobres o a ponerlo en común, permanezca conmigo. Quien no quiere esto, dispone de libertad, pero mire si podrá alcanzar la felicidad eterna.

7. Por ahora baste a Vuestra Caridad lo dicho. Espero buenas noticias, que todos me obedezcan de buen grado y que a nadie encuentre poseyendo algo, a no ser por alguna necesidad religiosa, no por ambición. De mi actuación con mis hermanos informaré a Vuestra Caridad después de Epifanía, si Dios quiere. Tampoco callaré lo relativo al litigio entre los dos hermanos, los hijos del presbítero Genaro y la solución que dé. Mucho he hablado; disculpad a esta vejez locuaz, pero tímida y débil. Como veis, los años me acaban de hacer anciano, mas por la debilidad de mi cuerpo lo soy desde hace ya tiempo. De todos modos, si Dios lo quiere y me da las fuerzas, no os dejaré en la estacada. Orad por mí para que, mientras el alma more en este cuerpo y disponga de fuerzas, muchas o pocas, pueda serviros en la palabra de Dios.