SERMÓN 3491

Traducción: Pío de Luis

El amor y la curación de un ciego al pasar Jesús (Lc 18,38-42)

1. 1. Hace poco, cuando se leyó su carta, nos hablaba el Apóstol del amor2, y nos lo encarecía de tal forma que hemos de entender que todo lo demás, aunque se trate de grandes dones de Dios, de nada aprovecha sin él. Donde está el amor, no puede estar solo. También yo voy a dedicar a Vuestra Caridad un sermón sobre el amor. Hay un amor divino y otro humano; dentro del humano, uno es lícito y otro ilícito. Quiero hablaros, cuanto el Señor me conceda, sobre estas tres formas de amor o dilección, doble modo en que puede traducirse el único término griego: ágape. Distinguí primero entre amor humano y amor divino; y luego, dentro del amor humano, entre amor lícito y amor ilícito. Voy a tratar antes del amor humano lícito, no reprensible, y luego del ilícito, que es condenado; en tercer lugar, del amor divino, que nos conduce al reino.

2. 2. Para entrar en el tema en pocas palabras, es lícito el amor humano con que se ama a la esposa; ilícito aquel con que se ama a la meretriz o a la mujer ajena. A la luz del sol y en las plazas públicas se ama más al amor lícito que a la meretriz; en el templo de Dios, en la casa de Dios, en la ciudad de Cristo, en el cuerpo de Cristo el amor a la meretriz lleva incluso a su amante al infierno. Vuestro amor sea, pues, lícito; es humano, pero —como dije— es lícito. Y no sólo es lícito en el sentido de que está permitido, sino que es tan lícito que es reprensible su falta. Os es lícito amar con amor humano a vuestros cónyuges, a vuestros hijos, a vuestros amigos y conciudadanos. Todos estos nombres tienen un lazo de necesidad y, en cierto modo, un aglutinante de amor. Mas veis que este amor pueden tenerlo también los impíos, es decir, los paganos, los judíos y los herejes. ¿Quién de ellos no ama a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, vecinos, afines, amigos, etc.? Este amor es, pues, humano. Por tanto, si alguien se siente arrastrado por una crueldad tal que le hace perder hasta el afecto humano del amor y no ama a sus hijos ni a su esposa, no merece ni ser contado entre los hombres. No hay que prodigar alabanzas a quien ama a sus hijos, pero sí hay que condenar a quien no los ama. Con todo, vea todavía con quiénes tiene en común este amor. También las fieras aman a sus hijos: los aman los áspides, los tigres, los leones. No hay fiera alguna que no se insinúe con ternura a sus hijos. Pues, aunque aterrorice a los hombres, acaricia a sus pequeñuelos. Ruge el león en la selva, y nadie pasa; entra en su guarida, donde tiene sus cachorros, y depone toda su ferocidad. Así, pues, quien no ama a sus hijos, es peor que un león. Son realidades humanas, pero lícitas.

3. 3. Guardaos del amor ilícito. Sois miembros y cuerpo de Cristo. Escuchad al Apóstol y sentid pánico. No ha podido expresarlo de forma más enérgica y vehemente; no ha podido ser más duro para apartar a los cristianos del amor fornicario que cuando dijo: ¿Tomaré, pues, mis miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz?3 Para llegar a esto había dicho anteriormente: ¿No sabéis que quien se une a una meretriz se hace un solo cuerpo con ella?4 Y adujo el testimonio de la Escritura: Serán dos en una sola carne5. También estas son palabras divinas, pero referidas al marido y mujer, donde es lícito, está permitido y es honesto; no a la unión torpe, ilícita y condenable desde todo punto de vista. Del mismo modo que la unión lícita del marido y la mujer hace de los dos una sola carne, así también la unión de la meretriz y su amante los convierte en una sola carne. Convirtiéndose, pues, en una sola carne, ha de llenarte de terror y pánico lo que añadió: ¿Quitaré, pues, mis miembros a Cristo? No pienses en los miembros de Cristo en otra persona; piensa en los miembros de Cristo en ti que has sido comprado con la sangre de Cristo. ¿Quitaré, pues, los miembros a Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? Quien no se horroriza de eso, produce horror a Dios.

4. 4. Os ruego, hermanos míos, de todo corazón: supongamos —lo que no es cierto— que Dios hubiera prometido la impunidad a esos tales y que hubiese dicho: «Tendré misericordia de quienes hagan eso; no los condenaré». Supongamos que Dios lo hubiera dicho. Aun prometida la impunidad, ¿quitará alguien sus miembros a Cristo para hacerlos ya miembros de una meretriz? No lo hará si ya mora en él la tercera clase de amor: el divino. Mencioné, en efecto, tres clases de amor. Prometí hablar sobre los tres lo que el Señor me conceda: del amor humano lícito, del ilícito y del excelso y divino amor. Interroguemos al amor divino, pongamos ante él los dos amores humanos y digamos a aquel hombre: «Advierte que hay un amor humano lícito, con el que se ama a la propia mujer, y a las hijas, y demás personas a las que estamos unidos por vínculos de parentesco; que hay otro ilícito, con el que se ama a la meretriz, a la criada ajena, a la hija de otro aún no pedida en matrimonio, no prometida, y a la mujer ajena. Ante ti están estos dos amores; ¿con cuál de ellos quieres quedarte?». Quien elige quedarse con el amor humano lícito no se queda con el ilícito. Nadie puede decir: «Me quedo con los dos». Si te quedas con los dos, admitiendo en ti el amor de la meretriz, haces una injuria al amor divino, que, cual dueño de la casa, mora en ella. Pienso que, si estás casado y amas a una meretriz, no la introduces en tu casa para que cohabite con el ama de casa. No llegas a tanto. Buscas las tinieblas, la oscuridad; no pregonas tu torpeza. Pero también quienes no tienen mujer y creen que les es más lícito amar a las meretrices —he dicho «creen», puesto que también a ellos se les condena, si están ya bautizados—, pienso que hasta el joven que aún no tiene mujer, si ama a una meretriz, no la hace habitar con su hermana o con su madre, para no ofender al pudor humano y deshonrar su sangre. Si no llevas a habitar con tu hermana y tu madre a la meretriz que amas con el fin de no deshonrar —como dije— tu sangre, ¿permites que cohabiten en tu corazón el amor a una meretriz y el amor a Dios, deshonrando así la sangre de Cristo?

5. 5. Amad a Dios, puesto que nada encontráis mejor que él. Amáis la plata porque es mejor que el hierro y el bronce; amáis el oro más todavía, porque es mejor que la plata; amáis aún más las piedras preciosas, porque superan incluso el precio del oro; amáis, por último, esta luz que teme perder todo hombre que teme la muerte; amáis —repito— esta luz igual que la deseaba con gran amor quien gritaba tras Jesús: Ten compasión de mí, Hijo de David6. Gritaba el ciego cuando pasaba Jesús. Temía que pasara y no lo curara. ¿Cómo gritaba? Hasta el punto de no callar, aunque la muchedumbre se lo ordenaba. Se le oponía, pero la venció y obtuvo al Salvador. Al importunarle la muchedumbre y prohibirle gritar, se paró Jesús, lo llamó y le dijo: —¿Qué quieres que te haga? Señor, le dice, que vea. Mira, tu fe te ha salvado7. Amad a Cristo; desead la luz que es Cristo. Si él deseó la luz corporal, ¡cuánto más debéis desear vosotros la luz del corazón! Gritémosle no con la voz, sino con las costumbres. Vivamos santamente, despreciemos el mundo; consideremos como nulo todo lo que pasa. Si vivimos así, nos reprenderán, pensando que lo hacen por amor a nosotros, los hombres mundanos, amantes de la tierra, saboreadores del polvo, que nada traen del cielo, que no tienen más aliento vital que el que respiran por la nariz, sin otro en el corazón. Sin duda, cuando nos vean despreciar estas cosas humanas y terrenas, nos han de recriminar y decir: «¿Por qué sufres? ¿Te has vuelto loco?» Es la muchedumbre que trata de impedir que el ciego grite8. Y hasta son cristianos algunos de los que impiden vivir cristianamente; en efecto, también aquella turba caminaba al lado de Cristo y ponía obstáculos al hombre que vociferaba junto a él y deseaba la luz como regalo del mismo Cristo. Hay cristianos así; pero venzámoslos, vivamos santamente; sea nuestra vida nuestro grito hacia Cristo. Él se detendrá, puesto que ya está detenido.

6. 6. También ahí se encierra un gran misterio. Pasaba él cuando el ciego gritaba; para sanarlo se detuvo9. Hemos de mantenernos atentos para gritar cuando pase Cristo. ¿En qué consiste ese tránsito de Cristo? Todo lo que sufrió por nosotros es su tránsito. Nació: pasó; ¿acaso nace todavía? Creció: pasó; ¿acaso crece todavía? Tomó el pecho; ¿acaso lo toma todavía? Cansado, se durmió; ¿acaso duerme aún? Comió y bebió; ¿lo hace todavía? Finalmente, fue apresado, encadenado, azotado, coronado de espinas, abofeteado, cubierto de escupitajos, colgado del madero, muerto, herido con la lanza y, sepultado, resucitó: todavía pasa. Subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre: se detuvo. Grita cuanto puedas, que ahora te otorga la visión. Pues en cuanto era la Palabra junto a Dios10, estaba detenido ciertamente, porque no sufría mutación alguna. Y la Palabra era Dios, y la Palabra se hizo carne11. La carne hizo muchas cosas al pasar, y también sufrió otras; mas la Palabra se detuvo. La misma Palabra es la que ilumina el corazón, puesto que la carne que asumió recibe su honor de la Palabra. Elimina la Palabra, ¿qué es su carne? Lo mismo que la tuya. Para que la carne de Cristo fuese honrada, la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros12. Gritemos, pues, y vivamos santamente.

7. 7. Amad a vuestros hijos, amad a vuestras esposas, aun con amor de este mundo. Por supuesto, debéis amarlos según Cristo, en forma de preocuparos por ellos según Dios, y no amar en ellos más que a Cristo y detestar en ellos el que no quieran, si fuera el caso, tener a Cristo. Tal es el amor divino. Pues ¿de qué les servirá vuestro amor pasajero y mortal? Con todo, amad más a Cristo, aunque los améis humanamente. No digo que no ames a tu mujer, sino que ames más a Cristo; no digo que no ames a tu padre o a tus hijos, sino que ames más a Cristo. No pienses que se trata de palabras mías; escúchale a él decir: Quien ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí13. ¿No temes cuando oyes: No es digno de mí? Aquel de quien Cristo dice: No es digno de mí, no está con él, y quien no estará con él, ¿dónde estará? Si no amas estar con él, teme estar sin él. ¿Por qué has de temer estar sin él? Porque, si no estás con Cristo, estarás con el diablo Y ¿dónde estará el diablo? Escucha a Cristo mismo: Id al fuego eterno, que está preparado para el diablo y sus ángeles14. Si el fuego del cielo no te abrasa, teme el fuego del infierno. Si no amas estar entre los ángeles de Dios, teme hallarte entre los ángeles del diablo. Si no amas estar en el reino, teme hallarte en el horno del fuego eterno, que arde sin apagarse. Comience venciendo en ti el temor, y tendrás amor. Sea el temor como tu pedagogo; pero no se quede en ti, antes bien, condúzcate al amor como al maestro.