SERMÓN 348 A aum (= Dolbeau 30)1

Traducción: Pío de Luis

Sermón de san Agustín, obispo, contra Pelagio

1. El motivo de la venida y de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo es que, a su llegada, halló que todos eran pecadores. Que este fue el motivo de su venida lo dice con mucha propiedad el Apóstol: Es palabra humana —dice— y digna de plena aceptación que Jesucristo vino a este mundo a salvar a los pecadores, el primero de los cuales soy yo2. Así, pues, el único motivo que trajo del cielo a la tierra al Hijo de Dios, Dios y Dios sempiterno y coeterno e igual al Padre de los cielos a fin de asumir la carne y morir por nosotros, fue el hecho de que la vida no estaba en nosotros. El médico solo descendería para enfermos; la vida, solo para muertos. Cuando hoy se leyó al Apóstol, quienes estabais atentos, oísteis: Dios manifiesta su amor por nosotros en el hecho de que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros; justificados ahora por su sangre con mayor razón seremos salvados de su ira por medio de él3. Esta es la gracia de Dios por medio de Jesucristo, nuestro Señor4, que primero los profetas, luego él por su propia boca, más tarde los apóstoles tras su presencia corporal y finalmente la Iglesia entera posee, confiesa, anuncia y encarece y venera. Esta es la gracia de Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor.

2. Por esta razón, Vuestra Caridad debe ante todo conocer, mejor, recordar lo que sabéis y lo que siempre habéis oído: que ningún hombre puede ser liberado por sus propios méritos y fuerzas. Fácil fue para el hombre herirse, igual que es fácil a cualquiera quitarse la vida por lo que se refiere a nuestra carne. ¿Acaso puede resucitarla? Por tanto, para caer no necesitábamos ninguna ayuda; más aún, caímos porque dejamos de lado la ayuda de Dios. En cambio, para levantarnos de nuestra postración, pidamos su ayuda para no permanecer en nuestros pecados. Cristo murió por nosotros5 —habéis escuchado al Apóstol—; por nosotros, no por sí mismo, porque no tenía motivo para morir él en quien no había pecado. La muerte es la pena del pecado6. Pues incluso Adán no hubiese muerto si no hubiese pecado, ni nosotros hubiésemos nacido mortales por el hecho de provenir de su estirpe. Vino él, el único sin pecado, para eliminar todos los pecados. Un hombre dañino para nosotros no hubiera podido desatarnos estando atados; un culpable no hubiera podido liberarnos estando condenados. Recibió su carne de virgen sin la concupiscencia de un varón; la carne asumida no fue una herida, sino el medicamento para la herida. Cristo murió por nosotros.

3. ¿Qué otra cosa preguntaremos acerca de él? ¿Quién es Cristo?... Habéis escuchado que, cuando él preguntó a sus discípulos7, dijo Pedro: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo8. Él es hijo por naturaleza, nosotros por gracia; él es hijo único, nosotros somos muchos, puesto que él nació y nosotros fuimos adoptados. Así, pues, teniendo Dios un solo Hijo, único, a este Hijo único y propio —según dice el Apóstol— no lo perdonó, sino que lo entrego por todos nosotros9. ¿Podía el género humano pedir y esperar una medicina mejor que el envío de su Hijo único no para que viviese con nosotros, sino para que muriese? Para que muriese por nosotros recibió la carne en la que morir, puesto que, cuando existía junto al Padre como Palabra-Dios, no tenía en qué morir. En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto al Padre y la Palabra era Dios10. ¿Qué había en la Palabra que la hiciera visible y palpable, si en Dios no hay ni padecer ni morir? Solo con la mente se puede ver lo que es invisible (a los ojos). Pero incluso la mente está envuelta en tinieblas, cegada por los pecados. ¿Me atrevo a decir, que el hombre entero está débil, lánguido, herido, que tiene muerto y apagado aquello con que ver a quien está presente por doquier, al no tener sano su ojo interior con que ver las realidades invisibles?

4. No todo, pues, estaba sano en nosotros. Descendió el médico que cura cuerpo y alma porque es salvador de cuerpo y alma. En efecto, si los médicos de aquí pueden curar lo que no crearon sirviéndose de los medicamentos y hierbas que no crearon; si, pues, el médico cura con lo que hizo Dios, ¡cuánto más cura Dios con lo que es suyo! Solo que el hombre cura a uno que ha de morir, y Dios cura a uno que ha de vivir por siempre. Y el mismo hecho de querer morir por nosotros fue medicina para nosotros. Hermanos, es gran misericordia de parte de nuestro médico el que no quisiera curarnos con lo contenido en su botiquín sino con su sangre. Mucho más —dice— ahora justificados. ¿Cómo? Por su sangre; no por nuestras fuerzas, no por nuestros méritos, sino por su sangre, seremos salvados de la ira por él11. Nos ha enclavado a la cruz: en suma, si queremos vivir, adhirámonos a la muerte12. Quien se adhiere a sí mismo, se adhiere a la muerte. La vida no se halla en un muerto. ¿De qué cosa propia presume el que está muerto? Pudo morir con lo suyo, pero no puede volver a la vida con lo suyo. Por nosotros mismos pudimos y podemos pecar, pero nunca podremos recuperar la vida. No pongamos nuestra esperanza sino en Dios. Gimamos en su presencia, pongamos nuestra confianza en él. En lo que concierne a nosotros, esforcémonos con la voluntad para merecerlo con la oración.

5. Estando así las cosas, hermanos, os hablaré con mayor claridad, porque nada tengo que ocultar. En cuanto he podido, he soportado en silencio, hasta que ella eclosionó, cierta herejía nueva que se mantenía latente y ocultamente serpeaba por doquier. El error en sí mismo lo refutaba siempre; pensado en que se corrigiesen las personas, no revelaba sus nombres. En efecto, nada sería mejor, nada más deseable que, al oír ellos mi predicación en conformidad con el más antiguo fundamento eclesial, temieran proclamar sus errores y quedaran sanados por mi silencio, convertidos a aquel que sana a todos los que invocan su nombre13. Ese fue mi proceder por largo tiempo. Es cierto que, contra una impiedad de este género, incluso publiqué también algunos escritos que se hallaban ya en manos de los lectores; sin embargo, aún no había llegado a conocimiento mío nada referente a aquellos sobre los cuales había escrito. Se hallaron aquí algunos de ellos, de los cuales algunos se corrigieron y de cuya salvación me alegro en el nombre y misericordia del Señor. En efecto, los que se corrigieron de tal error me encarecieron vivamente que escribiese también sobre el error mismo.

6. Mas he aquí lo que ahora he oído: decían que la persona que es el cabeza y promotor de esta enseñanza perniciosa ha sido absuelta y declarada ortodoxa en el Oriente en unas actas episcopales. Con este objetivo, negó defender lo que se le objetaba, y no solo negó que pensara lo que otros parecían difundir como enseñanza suya, sino que también lo anatematizó. Esas Actas aún no me han llegado. Con todo, como es mi costumbre escribirle en tono amigable como a siervo de Dios, como él mismo me escribió el año anterior, cuando mi hijo el presbítero español Orosio, siervo de Dios que está conmigo, fue a Oriente llevando mis cartas, por medio de él escribí al mismo Pelagio, no censurándole en mi carta, sino exhortándole a que escuchara de boca del presbítero lo que le había mandado. Solo que el presbítero halló que el lugar donde residía Pelagio ya estaba muy agitado a causa de su predicación y el disenso entre los hermanos; de allí me trajo una carta del presbítero Jerónimo, conocido de todos y para mí digno de veneración en razón de su edad, su santidad y su ciencia. Este presbítero, Jerónimo, ya había escrito también contra él un libro (sobre) el libre albedrío, que también se me trajo. El hecho es que, como he indicado, Pelagio fue absuelto en unas actas eclesiásticas, una vez que había confesado la gracia de Dios que parecía negar y atacar en sus exposiciones.

7. Con posterioridad, hace pocos días, llegó de allí hasta mí nuestro conciudadano el diácono Palatino, hijo de Gatto, natural de Hipona —son muchos los que también conocen su nombre—, su padre al que asiste; está presente junto a los diáconos y me está escuchando. Él me ha traído cierto libro, breve, del mismo Pelagio, en el que refuta lo que se le objetaba. No parece que se trate de una descripción parcial de lo acentecido, sino de una defensa hecha y elaborada por él, recogiendo quizá el modo como se había defendido también en las Actas episcopales, que, como he dicho, aún no han podido llegar a mis manos. Y encargó al diácono que me entregase su misma defensa para que las leyera; sin embargo, no me envió la carta correspondiente. El hecho me ha preocupado por si después niega también habérmela mandado. Por ello no quise discutir nada sobre ella, hasta haber leído las Actas donde parece residir la autoridad eclesiástica y episcopal. ¿Por qué he querido confiar esto a vuestra fidelidad? Porque con gran tristeza se me ha hecho saber que en Jerusalén ha tenido lugar una alteración del orden público cuya magnitud ignoro, hasta el punto que se dice que en la revuelta popular se ha prendido fuego también a dos monasterios en Belén. Hechos que no tenía necesidad de decíroslo de no haber sabido que la noticia ya había llegado a algunos de vosotros. Es mejor que sepáis todo de mi boca, antes que ser heridos con habladurías clandestinas.

8. Escuchad brevemente, pues, el mal que encierra esta herejía para que toméis precauciones ante ella y cualquiera que oiga que se insinúan tales cosas, aunque sea en privado, o que se propalan en discusiones públicas, no me las ocultéis. Temo, en efecto, que la gangrena se propague14, si se condesciende con ella y de inmediato hallemos muchas iguales que apenas o de ninguna manera podamos sanar. Escuchad, pues, el mal que encierra esta herejía. La gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor15 de la que hace poco os hablaba y encarecía es atacada por esa herejía con sus pestíferas controversias. «¿Cómo?», preguntas. Sostienen que la naturaleza humana puede tanto cuanto puede el libre albedrío de la voluntad, de modo que, igual que nos hicimos pecadores por nosotros mismos, así también podemos justificarnos por nosotros mismos. Y dado que es mejor un hombre justo que un hombre —el término «hombre» indica la naturaleza; el término «justicia», la felicidad y la bienaventuranza—; dado que es mejor un hombre justo que un hombre sin más, dicen que Dios hizo al hombre, en cambio, justo se hizo él a sí mismo, de modo que se ve que el hombre se da a sí mismo más que lo que le había dado Dios.

9. Preste atención, pues, Vuestra Caridad. Por sus malignos planteamientos quedan cuestionadas nuestras oraciones. Actúan y argumentan de tal manera que parece que no tenemos motivos para orar. El Señor nos enseñó cómo orar, no fuera que tal vez en nuestras oraciones pidamos cosas carnales y temporales; por ejemplo, pedir que no te duela la cabeza, no morir, no tener que llevar a enterrar a un hijo, no sufrir daño, no ser enviado a la cárcel por el despotismo de alguien, u otras cosas similares, temporales y seculares, que haya aquí. Ellos nos conceden pedir estas cosas; eliminan lo que el Señor nos mandó, no porque se atrevan a negarlo, sino porque en sus debates defienden cosas tales que implican su eliminación. Efectivamente, cuando te dice: «Te bastas para practicar la justicia; si quieres la practicas sin necesidad de ayuda alguna de parte de Dios para cumplir lo que él mandó, puesto que la gracia de Dios no consiste en otra cosa que en haberte creado con voluntad libre». Entonces, cuando dicen estas cosas, llaman gracia de Dios a aquella por la que nos creó, gracia que poseemos en común con los paganos. En efecto, no se trata de que nosotros hayamos sido creados y ellos no, o que nosotros procedamos del taller de otro artífice distinto del que proceden ellos: tanto ellos como nosotros tenemos a Dios como único hacedor, único autor, único creador, que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos16. A eso es a lo que ellos llaman gracia de Dios; no quieren llamar así a otra gracia: no aquella por la que somos hombres junto con los paganos, sino aquella por la que somos cristianos. Sabéis qué gracia niegan; escuchad para que os resulte más evidente.

10. Sabéis que el apóstol Pablo puso ante nuestros ojos la lucha que sostenemos con la carne para vivir conforme a justicia y piedad17, y el mismo combate que nos fatiga, cuando dice: Me complazco en la ley según el hombre interior. Veo otra ley en mis miembros que se opone a la ley de mi mente, y que me tiene cautivo en la ley del pecado —y de la muerte— que reside en mis miembros18. En esta situación de dificultad gritó diciendo: Desgraciado de mí; ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Y se dio esta como respuesta: La gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor19. Ellos no niegan esta gracia, sino que oyen que luchas con la carne y con el mal hábito de tus pecados: «Te bastas para vencer. ¿Por qué pides ayuda? Cumplir eso cae dentro de tus fuerzas». No obstante, el Apóstol sucumbió. Confesó su debilidad para conseguir la salud: «Veo —dice— otra ley en mis miembros que se opone a la ley de mi mente y me tiene cautivo en la ley del pecado. ¿De qué me aprovecha que el hombre interior se complazca con la mente en la ley de Dios? El hecho es que me siento atacado, arrastrado, oprimido, cautivo». Ved si no gritó a Dios como alzando sus ojos desde una situación de gran angustia. Si hubiera dicho: «¿Quién me librará de este cuerpo de muerte, sino mi propia fuerza?», parecería haber hablado desde la soberbia, pero tal vez esto mismo lo entenderíamos en el sentido de que no pudo referirse sino a Dios, de quien dice el salmo: Te amaré, Señor, mi fuerza20. ¿Dijo, entonces, «Quién me librará, sino mi naturaleza, mi voluntad, las fuerzas de mi albedrío y mi poder?». No dijo eso. Se humilló para ser exaltado21: La gracia de Dios —dijo— por medio de Jesucristo, nuestro Señor.

11. Pensando en esta gracia nos recomendó el Señor qué pedir: Sea santificado —¿qué?— tu nombre22. ¿Acaso no es santo el nombre de Dios? ¿Qué quiere decir sea santificado, sino que sea santificado en nosotros? Ahora tú, si puedes santificar en ti el nombre de Dios con las fuerzas propias de la naturaleza, ¿para qué oras, para que pides de la Suprema Majestad lo que tienes en tu poder? ¿Para qué más palabras? ¿Qué creéis que responden cuando se les objeta con aquellas dos peticiones: Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos pongas en tentación?23 Hermanos míos, me horroricé cuando lo oí. Cierto, no lo oí con mis propios oídos, pero mi santo hermano y colega en el episcopado, nuestro Urbano, que fue presbítero aquí y ahora es obispo de Sica, me dijo que eso le había respondido cierta persona de ese parecer con la que discutía en el viaje de regreso de la ciudad de Roma, cuando la ponía contra las cuerdas con la autoridad de la oración del Señor. La ponía contra las cuerdas diciéndole: Si está dentro de nuestro poder no pecar y superar todas las tentaciones pecaminosas con nuestra sola voluntad, ¿por qué decimos a Dios que no nos ponga en tentación? ¿Qué pensáis que respondió? «Pedimos —dijo— que Dios no nos ponga en la tentación de sufrir algún mal que no esté en nuestro poder (evitar): por ejemplo, caer del caballo y fracturarme un pie, que un bandido me quite la vida, y otras cosas parecidas. Esto —dijo— no está en mi poder. En cambio, vencer mis tentaciones de pecado, si quiero, lo puedo, y no con la ayuda de Dios».

12. Veis, hermanos, cuán perniciosa es esta herejía. Ved cómo todos abomináis de ella: ¡cuidado no os aprese! Conozco, en efecto, las astucias y subterfugios de hombres impíos, alejados de la verdad24 que, presa ya de sus opiniones, no quieren ser derrotados por ella. Advertidlo, os lo suplico. Ved que ha hallado una respuesta a por qué nosotros decimos: No nos pongas en tentación25. Según él, lo decimos para que no nos acontezca nada que no esté en nuestro poder evitarlo en relación con el cuerpo. ¿Por esa razón, pues, decía el Señor: Velad y orad para no entrar en tentación?26 ¿Decía: Velad y orad para que no os fracturéis un pie, o para que no os duela la cabeza, y para que no os sobrevenga algo dañino? No era esto lo que decía. ¿Qué decía, entonces? Lo que dijo a Pedro: He rogado por ti, para que tu fe no decaiga27. He regado —dice Dios al hombre, el Señor al siervo, el maestro al discípulo, el médico al enfermo. ¿Qué? Que no decaiga. ¿Qué? ¿Tu mano? ¿tu pie?, ¿tu ojo?, ¿tu lengua por alguna parálisis, es decir, por el entumecimiento de los miembros? No, sino que tu fe no decaiga. Según estos tenemos en nuestro poder que no decaiga nuestra fe.

13. ¿Por qué, pues, oramos a Dios? Para que nos conceda lo que esos dicen que no debemos pedir a la Suprema Majestad, sino que lo tenemos en nuestro poder. Las bendiciones, hermanos míos, mis bendiciones sobre vosotros, las vacían de contenido, les quitan valor, las anulan. Hermanos míos, pienso que me habéis escuchado cuando digo: «Vueltos al Señor, bendigamos su nombre. Que el Señor nos conceda perseverar en sus mandatos, caminar por la vía recta de su enseñanza, agradarle en toda obra buena»28, y cosas parecidas. «Todo esto —dicen— se halla completamente en nuestro poder». La consecuencia es que en vano os deseo tales cosas. Yo tengo que defenderos también a vosotros, no sea que os bendiga sin motivo, y sin motivo suscribáis vosotros la bendición con el «Amen». Hermanos míos, vuestro «Amen» es vuestra rúbrica; el «Amén» es vuestro asentimiento, vuestra conformidad. Por si algunos de ellos nos condenan a mí y a vosotros, acudamos para nuestra defensa al apóstol Pablo. Veamos si deseaba para su comunidad cristiana lo que yo pido que descienda sobre vosotros. Escuchad lo que dijo en cierto lugar (de sus escritos). Voy a ser breve. ¿Qué dices, nuevo hereje, seas quien seas tú que me escuchas, si te hallas presente? ¿Qué dices? «Que no pecar cae dentro de nuestro poder, de modo que esto lo podemos cumplir sin la ayuda de la gracia divina». ¿Eso dices? «Eso» —responde—. Entonces, ¿tenemos en nuestro poder no pecar, sin la ayuda de Dios? «Ciertamente —dice—; nuestro libre albedrío nos basta para ello». ¿Qué significa, entonces, lo que escribe san Pablo a los Corintios: Rogamos a Dios que no hagáis nada malo?29 Habéis prestado atención, lo habéis oído, lo habéis acogido, y, dado que está sumamente claro, sin duda habéis entendido lo que pidió el Apóstol. Rogamos —dice— al Señor que no hagáis nada malo. Os enseño —podía decir él— que no hagáis nada malo; os lo mando, os lo impongo. Algo que, si lo hubiera dicho, lo hubiera dicho rectamente, puesto que también nuestra voluntad hace algo; no se trata de que nuestra voluntad no haga nada, sino de que ella sola no se basta. En cambio, prefirió decir: Rogamos, para recomendar la gracia, a fin de que ellos entiendan que cuando no hacen ningún mal, no evitan el mal solo con su voluntad, sino que cumplen lo mandado con la ayuda de Dios.

14. Por tanto, hermanos, en el hecho de que se nos mande algo, reconoced el libre albedrío de la voluntad; en el hecho de pedir lo mandado, reconoced el beneficio de la gracia. Lo uno y lo otro lo tienes en las Escrituras: se manda y se pide; lo que se manda, eso mismo se pide. Advertid lo que digo. Se manda para que entendamos. ¿Cómo se manda para que entendamos? No seáis como caballos y mulos, que no tienen inteligencia30. Has oído lo que está mandado: pide que puedas cumplir lo mandado. «¿Cómo —dices— lo pido?». Escucha la Escritura. ¿Qué se te mandó? No seáis como el caballo y el mulo que no tienen inteligencia. En el hecho de estar mandado, has reconocido la voluntad. Escucha qué se pide, para reconocer la gracia. Dame inteligencia, para que aprenda tus mandatos31. Se nos ha mandado tener sabiduría. Leo que está mandado. «¿Dónde lo lees?» —dice—. Escuchad: Los que en el pueblo sois insensatos y necios, sed sabios alguna vez32. «Estas viendo cómo Dios nos mandó ser sabios. La consecuencia es que la sabiduría está en nuestro poder». Ya lo he dicho, he escuchado el precepto, he reconocido la voluntad; escucha la petición, para que también tú puedas reconocer la gracia. Se trata de la sabiduría, que se nos ha mandado. Escuchemos lo que dice el apóstol Santiago: Si alguno de vosotros necesita sabiduría, pídala al Señor que la da a todos abundantemente33. Se nos manda la continencia. «¿Dónde?». El Apóstol la manda a Timoteo: Contente34. Es un mandato, un precepto; hay que escucharlo y cumplirlo. Pero, salvo que Dios nos ayude, quedamos como estamos. Intentamos ciertamente cumplir el precepto con nuestra voluntad, y la voluntad pone su parte de esfuerzo. No presuma de lo que solo puede si recibe ayuda en lo que es débil. Ciertamente está mandado: Contente. Escucha otro pasaje de la Escritura: Y sabiendo —dice— que nadie puede contenerse, si Dios no se lo otorga, también esto mismo es propio de la sabiduría, saber de quién es don esto mismo. «Pero qué —dice— he hecho yo». Me presenté al Señor y le supliqué35. ¿Qué necesidad hay, hermanos míos, de traer aquí muchos textos? Sea lo que sea lo que se nos mande, hay que orar para cumplirlo. Pero no de manera que nosotros nos pongamos de lado y, como perezosos, nos tumbemos boca arriba y digamos: «Que Dios haga que llueva el alimento sobre nuestras bocas, de modo que nosotros no queramos hacer absolutamente nada», y una vez que, cual lluvia, haya caído sobre nuestra boca el alimento, digamos también: «Que Dios lo trague por nosotros». También nosotros debemos hacer algo; debemos desearlo, debemos esforzarnos y darle gracias por lo que pudimos y orar por lo que no pudimos. Cuando das las gracias, evitas ser condenado por ingrato; cuando, en cambio, pides lo que aún no tienes, evitas quedarte vacío, puesto que tú eres el impedimento para tenerlo.

15. Así, pues, pensad estas cosas, hermanos míos. Quienquiera que se acerque a vosotros y os diga: «Entonces, ¿qué ponemos de nuestra parte? Nada está en nuestro poder, puesto que Dios lo da todo. Si ello es así, Dios no nos coronará a nosotros, sino que ¡se coronará a sí mismo!». Ya veis que estas palabras proceden de aquel venero. Es un venero, pero tiene veneno. Ha sido tocado por la serpiente, no está sano. Efectivamente, esto hace a diario Satanás: ahora expulsa de la Iglesia, sirviéndose del veneno de los herejes, como entonces expulsó del paraíso, sirviéndose del veneno de la serpiente. Nadie diga que fue absuelto por los obispos. Fue absuelta; fue absuelta la confesión —propiamente una corrección por su parte— porque lo que dijo ante los obispos parecía doctrina católica, pero los obispos que lo absolvieron desconocían lo que había escrito en sus libros. Y quizá se corrigió, pues no debemos perder la esperanza respecto a un hombre que quizá prefirió sumarse a la fe católica y huyó hacia su gracia y auxilio. Cabe que haya sucedido así; en todo caso, no fue absuelta la herejía, sino un hombre que abdicó de ella. Cuando lea las Actas, una vez que lleguen a mis manos, con la ayuda del Señor, deberé informar a Vuestra caridad lo que sepa con más claridad de este mal o, tal vez, de su corrección.