SERMÓN 3481

Traducción: Pío de Luis

El temor de Dios

1. 1. No dudo, hermanos amadísimos, que el temor de Dios ha echado raíces en vuestros corazones, que os llevará a la verdadera y sólida fortaleza. Aunque se llame fuerte a quien no teme a nadie, es fortaleza descaminada la de quien no quiere temer, en primer lugar, a Dios, para, temiéndole, escucharle; escuchándolo, amarlo, y amándolo, no temerlo. Entonces será fortísimo en verdad, no con la dureza de la soberbia, sino con la seguridad de la justicia. Así está escrito: El temor del Señor, esperanza de fortaleza2. Cuando se teme la pena con que se amenaza, se aprende a amar el premio que se promete. De esta manera, por temor a la pena, se mantiene una vida santa; con la vida santa se adquiere una buena conciencia a fin de no temer pena alguna, gracias a ella. Por lo tanto, aprenda a temer quien quiere no temer. Aprenda a vivir preocupado temporalmente quien quiere gozar de seguridad eterna. Pues como dice Juan: El temor no habita en la caridad, sino que la caridad perfecta arroja fuera el temor3. Lo dijo ciertamente y con verdad. En consecuencia, si no quieres temer, mira primero si posees ya la caridad perfecta, que arroja fuera el temor. Si excluyes el temor antes de lograr esa perfección, la soberbia hincha y la caridad no edifica4. Igual que en la buena salud se ahuyenta al hambre con el alimento y no con el hastío, así también en el alma santa el temor ha de ser expulsado no con la vanidad, sino con la caridad.

2. 2. Tú que quieres no temer ya, examina tu conciencia. No te quedes en la superficie; desciende a ti mismo, penetra en el interior de tu corazón. Escudriña con esmero y mira si no hay ninguna vena envenenada que aspire y absorba el amor ponzoñoso del mundo, si no te sientes movido y apresado por ningún deleite o placer carnal, si no te hinchas y ensoberbeces con vana jactancia, si ningún cuidado vanidoso te tiene en llamas; atrévete a afirmar que te ves puro y transparente, que examinas cuanto de oculto hay en tu conciencia, ya sea en hechos, en dichos o pensamientos malignos; si ya no te fatiga la preocupación de evitar el mal, mira si no se desliza ninguna negligencia en practicar la equidad. Si ése es tu estado real, tu gozo está justificado; goza por vivir sin temor. Lo habrá excluido el amor de Dios, a quien amas con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Lo habrá excluido también el amor al prójimo, a quien amas como a ti mismo5, y por eso te esfuerzas para que también él ame a Dios contigo con todo su corazón, con toda su alma y con toda su mente, puesto que no tienes otra manera de amarte rectamente a ti mismo si no es amando a Dios de tal forma que no le ames menos porque te hayas vuelto por lo menos hacia ti mismo. Si, por el contrario, aunque ninguna pasión te sacuda interiormente —¿quién se atreverá a gloriarse de ello?—, si te amas a ti mismo en ti mismo y te complaces en ti por ti, debes sentir gran temor precisamente porque nada temes. El temor no ha de ser arrojado fuera con cualquier amor, sino con el amor recto por el que amamos a Dios con toda la mente y, en consecuencia, al prójimo, de manera que también él ame a Dios. El amarse en sí mismo y el agradarse uno a sí mismo no es amor justo, sino vana soberbia. Por eso, el Apóstol zahirió con justa reprensión a quienes se aman y se agradan a sí mismos6. La caridad perfecta arroja fuera el temor7. Mas no ha de llamarse caridad a lo que es baratura. ¿Qué hay de menos valor que un hombre sin Dios? Ved lo que ama quien se ama a sí mismo, no en Dios, sino en sí mismo. Con razón se le dice: No te engrías, antes bien teme8. Puesto que se engríe, y por eso no teme, le es ciertamente pernicioso el no temer, al no estar sólidamente cimentado, sino ser llevado por el viento de la soberbia. Tampoco es manso y piadoso quien se ama y se alaba en sí mismo; al contrario, orgulloso y feroz, no sabe decir: Mi alma será alabada en el Señor; escúchenlo los humildes y alégrense9. ¿Qué ama de bueno quien tal vez ama no temer por el no temer mismo? Puede convencerse de que eso no procede de la salud, sino de la crueldad. Por ejemplo, existe un bandido audaz en extremo, tanto más peligrosamente cruel cuanto más descarriadamente fuerte, quien por ese amor por el que ama no temer maquina atrocidades ingentes para ejercitar lo que ama, y ejercitándolo, robustecerlo; cuanto mayores sean las barbaridades cometidas, tanto mayor será la audacia de quien no teme. Así, pues, no ha de amarse como un gran bien lo que puede hallarse incluso en un hombre pésimo.

3. Por tanto, hay que burlarse de los filósofos de este mundo, no sólo de los epicúreos que hasta a la justicia consideran venal, a precio del placer carnal. Dicen que el sabio debe ser justo ya para adquirir, ya para conservar el placer del cuerpo. También ellos se jactan de ser fortísimos y aseguran no temer absolutamente nada, puesto que piensan que Dios no se preocupa lo más mínimo de las cosas humanas y no creen que haya otra vida, terminada ésta. Y si en esta les acontece algo adverso, se consideran protegidos por el hecho de que aunque no puedan tener el placer corporal en el mismo cuerpo pueden, sin embargo, pensarlo en su mente y, deleitándose con ese pensamiento, conservar la dicha del placer corporal incluso contra el ataque del dolor también corporal. ¿Acaso no se da también en éstos que el amor arroja fuera el temor?10 Pero se trata del amor del más sórdido placer o, mejor, el amor de la más torpe vanidad. En efecto, cuando la presencia del dolor ahuyente el placer de los miembros del cuerpo, permanecerá en el alma mediante su falsa y vana imagen. Esta vanidad es tan amada, que, cuando un hombre vano se abraza a ella con todas las fuerzas de su corazón, hasta mitiga la dureza del dolor.

No sólo hay que burlarse de ellos, sino también de los estoicos, pues estas dos sectas, la de los epicúreos y la de los estoicos, osaron arrojar sus humos contra la luz de nuestro Pablo, según leemos en los Hechos de los Apóstoles11. También los estoicos se presentan como muy fuertes; mas no por el placer del cuerpo, sino por la virtud del alma, y mantienen no temer por el mismo no temer, túrgidos de orgullo; no sanados por la sabiduría, sino endurecidos por el error. Y están tan poco sanos que pensaron poder sanar ellos mismos el alma enferma. Consideran que la salud del alma consiste en que el sabio llegue a no compadecerse siquiera. «Pues si se compadece —dicen—, siente dolor, y donde hay dolor no hay salud». ¡Oh ceguera estúpida! ¿Qué dices si la falta de dolor se debe a la falta de salud? De lo que se trata es que la falta de dolor vaya asociada a la plena salud. Así será el cuerpo y el alma de los santos en la resurrección de los muertos, en la que ellos no creen, puesto que tienen maestros incompetentes al tenerse a sí mismos por tales. Hay que distinguir la ausencia de dolor debida a la salud de la debida a la insensibilidad. Según la salud de la presente condición mortal, la carne sana siente dolor cuando es punzada. Igual es también el alma bien dotada según esta vida, que, punzada por la miseria de quien se fatiga, se compadece por misericordia. Sin embargo, la carne hecha insensible por una enfermedad más grave o muerta al haberla abandonado el espíritu, ni siquiera cuando la punzan experimenta dolor, igual que el alma de esos hombres que filosofan o, más bien, se ahogan sin Dios. Como el cuerpo vive animado por el alma, así la misma alma vive animada por Dios. Vean, pues, estos, que ni sienten dolor ni temor, si en vez de estar sanos no están muertos.

3. 4. Tema, pues, el cristiano antes de que el amor perfecto arroje el temor; crea y comprenda que es un peregrino alejado del Señor12 mientras viva en este cuerpo que se corrompe y apesga al alma13. Tanto menor sea el temor cuanto más cerca esté la patria a la que tendemos. El temor debe ser mayor en los que peregrinan, menor en los que ya están cerca, y nulo en quienes ya han llegado. De esta manera, el temor lleva a la caridad, y la perfecta caridad arroja fuera el temor14. Tema el cristiano no a quienes dan muerte al cuerpo y nada más pueden hacer, sino a quien tiene poder para arrojar cuerpo y alma al fuego eterno15. Pero hay otro temor del Señor, casto, que permanece por los siglos de los siglos16. A ese no lo echa fuera la caridad perfecta, pues de lo contrario no permanecería por los siglos de los siglos. No se añadió en vano la palabra casto tras haber mencionado el temor del Señor, y de esta manera continuó: que permanece por los siglos de los siglos. ¿Por qué si no porque aquel temor al que echa fuera la caridad punza al alma precisamente para que no pierda lo que ama en las criaturas, o la salud misma, o el descanso corporal, o algo parecido, tras la muerte? Por eso, también en los infiernos se temen las penas, dolores y tormentos de la gehenna. Mas cuando el alma se cuida de que Dios no la abandone tras haberlo abandonado a él, aparece el temor casto, que permanece por los siglos de los siglos, del que podría hablar más prolijamente si el sermón, ya demasiado largo, no me obligase a tener consideración con mis fuerzas de anciano y quizá con vuestra saciedad.