SERMÓN 3431

Traducción: Pío de Luis

Sobre Susana y José

1. Las lecturas divinas y los santos oráculos de Dios que acabaron de sonar en nuestros oídos aniden en nuestras mentes. No echen a volar y se vayan, ni se detengan para marcharse luego, antes bien engendren algo. Pues si el pájaro encontró una casa para sí y la tórtola un nido donde poner sus polluelos2, ¡cuánto más el pájaro, que es la Palabra de Dios, y la tórtola, que es su misericordia! Hemos escuchado la lectura acerca de Susana3. Edifíquese la pureza conyugal; sosténgase sobre unos cimientos tan firmes y vállese con tal muro, que, además de repeler a los que la acechan, deje convictos a los falsos testigos. Seguía siendo casta aquella mujer, que hubiese muerto de no haberse hallado presente el que veía lo que se ocultaba a los jueces. Quedaron escritas las palabras que pronunció en el paraíso4, es decir, en su jardín; palabras que ningún hombre oyó, a no ser aquellos dos que acechaban el pudor de la mujer ajena y que tramaban un falso testimonio contra ella que les ofrecía resistencia. Sólo ellos escucharon lo allí dicho: Las angustias me cercan por doquier; pues, si hago tal cosa, me viene la muerte; si, por el contrario, no la hago, no escaparé de vuestras manos. Pero mejor es para mí no escapar de vuestras manos que pecar en presencia del Señor5. Despreciaba lo que escuchaba porque temía a quien no veía, pero a cuyos divinos ojos era bien visible. Pues del hecho de que ella no viese a Dios no se sigue que no fuera vista por él. Dios veía lo que estaba edificando, contemplaba su obra, habitaba su templo; allí estaba él; él era quien respondía a quienes le ponían asechanzas. En efecto, si el dador de la castidad la hubiese abandonado, la castidad hubiese ido a pique. Dice, pues: Las angustias me cercan por doquier. Pero aguardaba a quien iba a salvarla de la pusilanimidad y de la tempestad de los falsos testigos cual vientos destructores6. No naufragó la castidad en medio de aquellos vientos y olas porque el Señor cogió el timón. Hubo gritos, llegó la gente, se acercó y se llevó la causa ante el tribunal. La familia de Susana había creído lo que decían contra su señora los mentirosos ancianos. Y, aunque su vida anterior, inmaculada y sin tacha, podía aportar un testimonio válido en favor de su castidad, les parecía impío no dar crédito a unos ancianos. Nunca se había dicho tal cosa de Susana. Ellos eran testigos falsos, pero Dios los conocía. Una cosa era la que creía su familia y otra la que veía el Señor. Mas lo que veía el Señor lo desconocían los hombres. Se asumía que había que creer a los ancianos. En consecuencia, tenía que morir. Pero en caso de morir la carne recibiría su corona la castidad. El Señor vino en socorro de quien le suplicaba. Escuchó a la que él conocía; no dejó que muriera aquella a la que había ayudado para que no adulterase. Suscitó el Señor al santo espíritu de Daniel7, todavía joven por su edad, pero robusto por su piedad. Como moraba en él el espíritu profético, advirtió inmediatamente el engaño de aquellos ancianos malvados a más no poder. Pero había que planear cómo manifestar a los otros lo que él sabía. Son —dice— testigos falsos. Volved al tribunal8. Que eran falsos lo sabía él, a quien se lo había revelado el espíritu profético. Quienes lo ignoraban tenían que ser aleccionados. Por tanto, si los jueces han de ser aleccionados, sin duda alguna hay que dejar convictos a los testigos. Dejándolos convictos, atendiendo a la falsedad de su testimonio, de la que él era ya conocedor, mandó que fuesen separados el uno del otro. Interrogó a cada uno por separado. Los dos pudieron estar poseídos de una misma pasión carnal, pero no pudieron tramar una respuesta concertada. Se preguntó a uno bajo qué árbol había sorprendido a los adúlteros. Él respondió: Bajo un lentisco. Se preguntó al otro, que respondió: Bajo una encina9. El desacuerdo entre los testigos dejó al descubierto la verdad, liberó a la castidad.

2. Como ya dije, hermanos, la castidad se hubiese visto liberada y coronada incluso si la carne, que alguna vez tendría que morir, hubiese muerto por aquel juicio. En efecto, todos hemos de morir, y quien quiere evadirse de la muerte no se esfuerza por eliminarla, sino por diferirla. Nadie está libre de esta deuda que hemos traído de Adán; todos tenemos que pagarla. No queremos morir, pero el acreedor de esta deuda no da seguridad de que no sea así; lo que pedimos es una demora. Así, pues, también Susana, mujer piadosa y casta esposa, tenía que morir alguna vez. Y si ese «alguna vez» hubiese sido entonces, ¿qué hubiese dañado a la castidad? El cuerpo sería enterrado, la castidad volvería a Dios, sería coronada por él. ¿Pensáis, hermanos, que hay gran ganancia en que los testigos falsos no prevalezcan sobre el inocente? No es grande la ganancia si el falso testimonio no prevalece contra el inocente. Lo sería en el caso de que no hubiese prevalecido contra el Señor. El mismo Jesucristo nuestro Señor fue crucificado por la lengua de testigos falsos10. Pero aunque los mismos falsos testigos prevalecieron momentáneamente, ¿qué daño causaron a quien iba a resucitar? Así, pues, el Señor nuestro Dios, con el ejemplo en su carne, en su debilidad y en la forma de siervo11 que tomó para librar al siervo, para buscar al fugitivo, para redimir al cautivo, para soltar al encadenado, para hacer de un siervo un hermano..., viniendo con esta finalidad en la forma de siervo, ofreció al siervo un ejemplo para que no le aterren los testigos falsos ni cuando se les dé crédito. Pueden, es cierto, crear una mala fama, pero no pueden dar muerte a la conciencia. Tres varones fueron liberados del horno de fuego ardiente12. Les socorrió su Dios, caminaron indemnes entre las llamas que ardían a su alrededor y no les quemaban, y mientras caminaban cantaban las alabanzas de Dios, y salieron tan ilesos como habían entrado13. Les asistió, pues, su Dios. ¿Acaso el Dios de los Macabeos abandonó a estos?14 Aquellos evadieron el fuego, estos ardieron al instante. Unos y otros fueron puestos en la prueba; estos vieron cómo se consumía su carne, aquellos salieron ilesos: pero unos y otros fueron coronados. Al salir ilesos de las llamas los tres varones, se concedió a Nabucodonosor la fe en el Dios de ellos15. Quien pudo librarlos manifiestamente, pudo también coronarlos ocultamente. Pero, si los hubiese coronado ocultamente, no hubiese liberado al rey que los había atormentado. La salud en los cuerpos de los primeros se convirtió en salud para el alma del segundo. Aquéllos, alabando a Dios, se evadieron de las llamas, pero las presentes; él, creyendo en Dios, se evadió de las llamas, pero las eternas. Por tanto, fue más lo que se le concedió a él que a ellos. Por el contrario, Antíoco, el torturador de los Macabeos, no era digno de que se le otorgasen tales dones. Por eso exultó de gozo viéndolos consumidos por el fuego y los tormentos; mas quien se humilla será exaltado16.

3. El mismo que libró a Susana, mujer casta y esposa fiel, del falso testimonio de los ancianos17, libró también a la virgen María de la falsa sospecha de su marido. Aquella virgen a la que no se había acercado su marido fue hallada en estado18. Su seno se había agrandado con la criatura, pero la integridad virginal había permanecido. Gracias a la fe, había concebido al sembrador de la misma fe. Había acogido en su cuerpo al Señor; no había permitido que su cuerpo fuera violado. Pero el marido, hombre al fin y al cabo, comenzó a sospechar. Creía que procedía de otra parte lo que sabía que no procedía de él, y ese «de otra parte» sospechaba que era un adulterio. Un ángel le corrige. ¿Por qué mereció ser corregido por un ángel? Porque su sospecha no era maliciosa, como las que —según dice el Apóstol— surgen entre hermanos19. Sospechas maliciosas son las de los calumniadores; las benévolas, las de los que gobiernan la familia. Es lícito sospechar mal del hijo, pero no es lícito calumniarle. Sospechas algo malo en él, pero deseas hallar un bien. Quien sospecha benévolamente, desea ser vencido, pues encuentra gozo precisamente cuando descubre que era falso el mal que sospechaba. De estos era José respecto a su esposa, a la que no se había unido corporalmente, aunque ya lo hubiese hecho mediante la fidelidad. Cayó, pues, también la virgen bajo la falsa sospecha. Mas, del mismo modo que el espíritu de Daniel se hizo presente en defensa de Susana20, así también el ángel se apareció a José en defensa de María: No temas acoger a María como tu esposa, pues lo que de ella nace es del Espíritu Santo21. Se eliminó la sospecha, porque se descubrió la redención.

4. Poco antes se regocijaban las esposas con Susana. Regocíjense las vírgenes con María. Mantengan unas y otras la castidad; las primeras, la conyugal; las segundas, la virginal. Ambas formas de castidad tienen su mérito ante Dios. Y, aunque la virginal es mayor y la conyugal menor, ambas son gratas a Dios, puesto que son don de Dios. Todas conducen a la vida eterna; pero en ella no todas adquieren el mismo honor, la misma dignidad, el mismo mérito. Así, la vida eterna y el reino de Dios será, por ejemplo, como lo que llamamos cielo. En el cielo se hallan todos los astros; de idéntica manera, en el reino de Dios se hallarán todos los buenos fieles. La vida eterna será la misma para todos, pues allí ninguno vive más que otro, puesto que todos hemos de vivir sin fin. Tal es el denario que han de recibir los obreros, tanto los que labraron la viña como los que llegaron a la hora undécima: aquel denario significa la vida eterna, que es igual para todos22. Pero mirad al cielo, recordad al Apóstol: Unos son los cuerpos celestes y otros los terrestres; uno es el resplandor del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas, pues una estrella difiere de otra en esplendor. Así sucederá en la resurrección de los muertos23. Por tanto, hermanos míos, que cada cual luche en este mundo, según el don que haya recibido, para gozar en el futuro. ¿Estás casado? Es una forma de vida inferior, se espera un premio inferior, pero no se pierde la esperanza de alcanzar el reino eterno. Has de mantener los preceptos conyugales. ¿Qué, pues? Por el hecho de tener esposa, ¿no has de reconocerte como forastero en este mundo?24 ¿No has de pensar en que debes morir y abandonar el lecho del placer? Mira en todo caso adonde te diriges: si al tormento desdichado o a la ventura eterna. Piénsalo, pues; conserva lo que recibiste, lleva hasta el final tu carga, que, si las amas, es ligera, pero pesada si la detestas. No en vano dijo el Señor —¿o, acaso, al decirlo, se refería solamente a los que viven en castidad?—: Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas —no para vuestra carne, sino para vuestras almas—; pues mi yugo es suave y mi carga ligera25; ligera para quien la ama, pesada para quien reniega de ella. ¿Tienes el yugo del Señor sobre tu cuello? Es suave si intentas llevarlo de buen grado; áspero, si te resistes. La vida conyugal está rodeada de tentaciones. ¿Acaso aquella Susana no fue tentada en su castidad por el hecho de tener marido? ¿Acaso solo las que están unidas a sus maridos no sufren esta clase de tentaciones? Ved que Susana era mujer de otro, tenía su propio marido y, sin embargo, fue tentada. Fluctuó en la tempestad. Las angustias —dice— me cercan por doquier26. Temió morir a causa de los testigos falsos, pero más temió la muerte definitiva por la sentencia del juez divino. Los testigos falsos le procurarían una muerte temporal, el juez divino la castigaría para siempre. Puso en la balanza ambas cosas y eligió. Comenzó temiendo; luego pesó; pesó y eligió. Eligió y venció. Fue una lección para las mujeres casadas piadosas. Enseñó a resistir al tentador, a luchar, a fatigarse, a implorar auxilio.

5. Si la Escritura es testigo de que una mujer fue sometida a prueba, ¿se ha olvidado de los varones? ¿Permitió, acaso, que les faltase un ejemplo que imitar? Acabamos de ver a Susana tentada por varones que ansiaban corromperla27. Acabamos de ver su combate. Aquella lectura era un anfiteatro para nuestro corazón; éramos espectadores de aquella atleta de Dios, aquel espíritu casto; veíamos al adversario que luchaba contra ella. Triunfemos con la vencedora sobre el vencido. Las piadosas esposas tienen su propio edificio que construir, tienen qué imitar. Siéntanse deudoras de lo que conservan ante Dios, no ante el hombre, pues solo lo conservan cuando se sienten deudoras de ello ante Dios. Lo conservan sólo si se sienten deudoras ante quien ve que lo conservan, cosa que ni el marido ve. Es frecuente que el marido esté ausente, pero Dios siempre está presente. Y sucede a veces que el marido, en cuanto hombre, sospecha lo que es falso. Entonces, la mujer ha de orar por el marido que sospecha lo que es falso. Ore para que se salve, no para que se condene. La falsa sospecha no cierra los ojos de Dios. Su conciencia está desnuda ante quien la crea. Él libra para la eternidad a la oprimida temporalmente. Con todo, ore por el marido y esfuércese no sólo por llevar una vida santa, sino también por mantener una fama sin tacha. La misma castidad libra de la condenación a una vida santa; en cambio, la buena fama libera a los demás de resbalar a causa de la falsa sospecha, y tal vez de caer en pecado al juzgar lo que no ven, como cayeron aquellos jueces de Susana. El santo Daniel, o, mejor, el Señor por medio de Daniel, más que a Susana, los libró a ellos de la muerte eterna. La libró ciertamente a ella, pero de ser condenada temporalmente; mas a ellos los libró para que, evitando juzgar erróneamente y condenar a la inocente, no cayeran en la condenación eterna de aquel juez a quien nadie puede corromper y de quien nadie puede esconderse.

6. Refiriéndome, pues, a los varones, decía que tampoco ellos han quedado sin ejemplo que imitar. Varones castos, varones temerosos de Dios, varones a quienes bastan sus propias mujeres, varones que no violáis lo que no queréis que os violen, varones que mantenéis la fidelidad que exigís, contemplad también vosotros, al recordarlo yo, lo que contemplaban vuestras mujeres al escuchar la lectura. La Escritura divina no os dejó a vosotros sin ejemplo. Ellas oían a Susana y se regocijaban sintiéndose vencedoras en ella. Vosotros poned la mirada en José. No en aquel José con quien se había desposado la virgen María que dio a luz a Cristo, pues a él le vino la tentación de la sospecha y fue sanado al instante por el ángel. La Sagrada Escritura da testimonio de otro José al que tentó una mujer impúdica28. Sintió amor hacia el joven hermoso, pero su mente no era casta, sino descarriada; en ella no tenía ojos para ver la hermosura espiritual e invisible. Amaba su hermosura, pero no quería su castidad. Amó a un hombre que no era el suyo; amó al siervo de su marido. Pero ¿amó al que guardaba fidelidad a su señor? ¿O piensas que lo amó a él y no a sí? Ni a él le amaba. Si le amaba, ¿por qué quería su perdición? Ved que os he mostrado que no lo amaba. La hacía arder el veneno de la pasión, no resplandecía la llama de la caridad. Pero él sabía ver lo que ella no sabía. Era más hermoso en su interior que en su exterior, más hermoso por la luz de su corazón que por la piel de su carne. El gozaba de su propia hermosura allí adonde no penetraban los ojos de aquella mujer. Contemplando, pues, la hermosura interior de la castidad, ¿cómo iba a permitir que fuera manchada y violada por la tentación a que le sometía aquella mujer? Ella amaba, pero amaba también él. Pero era más lo que amaba él que lo que amaba ella, puesto que él veía lo que no veía ella.

7. Si quieres ver algo de la hermosura espiritual de la castidad, si tienes ojos, cualesquiera que sean, capaces de verla te voy a proponer algo a modo de ejemplo. Tú amas la castidad en tu esposa. No odies en la ajena lo que amas en la tuya. ¿Qué amas en la tuya? La castidad. Esa castidad que amas en tu mujer la detestas en la ajena. La detestas en la mujer ajena, cuya castidad quieres echar a perder yaciendo con ella. ¿Quieres dar muerte en la mujer ajena lo que amas en la tuya? ¿Quieres que perezca en la mujer ajena lo que amas en la tuya? ¡Cómo aducirás motivos de amor conyugal, tú, asesino de la castidad! Salvaguarda, pues, en la mujer ajena lo que quieres ver salvaguardado en la tuya. Ama, más bien, la castidad en sí. Pero quizá piensas que amas el cuerpo de tu esposa, no su castidad. Pensamiento a todas luces sórdido, pero no te dejo sin ponerte un ejemplo. Yo, en efecto, pienso que tú amas en tu esposa más la castidad que la carne. Mas te muestro que de todo punto amas la castidad: la amas en tu hija. ¿Qué hombre hay que no quiera que sus hijas sean castas? ¿Qué hombre no participa en el gozo por la castidad de sus hijas? ¿Acaso amas en ellas su carne también? ¿Acaso deseas su cuerpo hermoso, que, si no es casto, te causa horror? Ve que he mostrado que eres amante de la castidad. Si, pues, he mostrado que eres amante de la castidad, ¿qué ofensa te has hecho para no amarla también en ti? Aquí tienes una breve síntesis: ama en ti mismo lo que amas en tu hija. Ámalo en la mujer ajena, puesto que también tu hija será mujer de otro. Así, pues, ama la castidad también en ti. Si llegas a amar a una mujer de otro, no la tendrás indefinidamente; pero, si amas la castidad, la tendrás al instante. Ama, por tanto, la castidad para poseer la eterna felicidad.

8. Quizá seas tentado. Una mujer impúdica se enamorará de ti. Si te halla solo, intentará arrancarte el abrazo carnal. Si te niegas a ello, te amenaza con el tormento de la difamación. Es lo que hicieron con Susana aquellos ancianos falsos29; eso mismo hizo al santo José la mujer de su señor30. Pero poned la vista en aquel en quien la pusieron tanto Susana como José. Dios no deja de estar presente por el hecho de que no haya ningún testigo. José no quiso ofender sus ojos, los ojos de su Señor, que estaba presente. No quiso dar a aquella mujer impúdica el asentimiento para yacer juntos. Rechazó la concupiscencia ajena y abrazó su propia castidad. Ella cumplió su amenaza. Mintió al marido, y él la creyó. De momento, Dios lo tolera. José es custodiado en la cárcel como si fuera culpable, él que no ofendió a Dios. Pero tampoco allí estuvo ausente Dios, puesto que él no era culpable31. El Señor asistió a José en su paciencia. No haberlo socorrido inmediatamente fue una dilación para aumentar su premio32. Alegró con los merecimientos propios al que ejercitó en el tormento. Por su castidad, el santo José tuvo que sufrir también algo duro y amargo. Si tal vez hubiera sentido amor por aquella impúdica mujer, hubiera estado dispuesto a soportar penalidades por ella. Y ella no hubiese dado por probado el amor del joven hacia sí si no lo hubiese visto dispuesto a sufrir por ella tales molestias y penalidades y a devolverle el amor, o, mejor, no el amor, sino la perversa pasión. A su vez, ella se encendería de amor hacia él al verlo ardiendo en tanta pasión, hasta el punto de no rehusar sufrir por ella cualquier suplicio. Si esto hubiera estado dispuesto a tolerar por una mujer impúdica, ¡cuánto más por la misma castidad! Por tanto, Dios hace bien al diferir a veces su ayuda para probar y ejercitar al hombre, para que el hombre se conozca a sí mismo. Pues a Dios nada se le oculta.

9. Esta es mi exhortación a vosotros, hermanos: anteponed, ante todo, la belleza y la hermosura de la sabiduría a las apetencias carnales, a los gozos mundanos, a la pompa vana y volátil y al humo de la vida presente; anteponedles la dulzura y suavidad de la sabiduría, la belleza de la pureza, la hermosura de la castidad. Todas estas cosas están ocultas en el tesoro celeste. Estas piedras preciosas están desnudas a los ojos de Dios y brillan muchísimo. Si tenéis ojos, podéis verlas. Anteponedlas, pues, a los distintos placeres ilícitos. Y si la tentación llega hasta hacer que sufráis molestias, hermanos míos, ¿quién no las sufre por su cartera? ¿Quién no las sufre por su campo, por un mojón del confín de su parcela? Si las sufrís por estas cosas que no tenéis en vuestro poder retenerlas cuanto queráis ni dejarlas a quienes queráis, sino que, con frecuencia, las perdemos aun en vida, y que no raramente, después de nuestra muerte, las poseen aquellos a quienes odiamos; si por estos bienes —si es que hay que considerar como bienes a estas cosas que no nos hacen buenos— los hombres padecen con ánimo sereno tantos males, ¿por qué son perezosos en sufrirlos por la fidelidad? ¿Por qué son tímidos para sufrirlos por el tesoro celeste, por aquellas riquezas que ni siquiera los naufragios pueden quitarnos? En efecto, el náufrago justo, aunque salga desnudo, sale rico.

10. De estas riquezas estaba lleno el santo Job. Todo había perecido de un golpe; en su casa no había quedado nada por lo que antes parecía ser rico33. De repente se convierte en mendigo, se ve entre el estiércol, lleno de gusanos de la cabeza hasta los pies. ¿Qué más miserable que esta miseria? ¿Qué más feliz que la felicidad interior? Había perdido todo lo que le había otorgado el Señor, pero tenía a quien se lo había dado todo, a Dios. Desnudo —dice— salí del seno de mi madre, desnudo volveré a la tierra. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. Como plugo al Señor, así sucedió. Alabado sea el nombre del Señor34. ¿Es cierto que es pobre? ¿Es cierto que no tiene nada? Si nada le queda, ¿de qué tesoro saca estas piedras preciosas de la alabanza a Dios? Luego el tentador llegó hasta su carne. Tras haberle quitado todo, le dejó a la mujer para que lo tentase35. Le dejó a Eva, pero él no fue Adán. ¿Y cómo fue hallado entonces? ¿Cómo respondió a su mujer, que le sugería que blasfemase? Has hablado —le dice— como una mujer necia. Si hemos recibido los bienes de la mano de Dios, ¿por qué no hemos de tolerar los males?36 ¡Oh varón podrido e íntegro, feo y hermoso, herido y sano a la vez! ¡Oh varón sentado en el estiércol y reinando en el cielo! Si lo amamos, imitémosle; para imitarle, esforcémonos, y si desfallecemos en la tarea, imploremos auxilio. Quien instituyó el combate, ayuda al combatiente. En efecto, Dios no te contempla cuando luchas, del mismo modo que el pueblo al auriga; la masa sabe gritar, pero no ayudar. Cuando combates, Dios no te contempla como el que instituyó los juegos al atleta; tiene preparada la corona de heno, pero no sabe ni puede aportar ayuda a quien está en apuros; en efecto, es un hombre, no Dios. Y quizá, en su condición de espectador, se fatiga él más estando sentado que el otro en la refriega. Dios, en cambio, cuando se convierte en espectador de sus combatientes, si le invocan, los asiste. Voz de un atleta suyo es lo dicho en el salmo: Si decía: «Mi pie se ha movido», tu misericordia, Señor, me ayudaba37. No seamos perezosos, pues, hermanos; pidamos, busquemos, llamemos, pues todo el que pide recibe, el que busca hallará y al que llame se le abrirá38.