SERMÓN 335 H (= Lambot 26)

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

En el natalicio de los mártires

1. Todas las festividades de los mártires bienaventurados nos advierten cuánto ha de despreciarse la vida presente y buscarse la futura. Esta es la razón por la que el mismo Jesucristo nuestro Señor, el príncipe de los mártires, cuya pasión fue el precio pagado por ellos, que nació mortal no porque así lo exigiese su naturaleza, sino por condescendencia de su misericordia, quiso morir y también resucitar. En efecto, él no hubiese muerto si no hubiese querido; pero no hubiese resucitado de no haber muerto. Ambas cosas, pues, las quiso él. Con su muerte nos recomendó el desprecio de la vida presente, y con su resurrección, el deseo de la vida futura. «Ved ambas cosas en mi pasión y en mi resurrección: lo que debéis tolerar en la vida presente y lo que debéis desear para la futura». Así, pues, en sus sufrimientos, Cristo nos mostró una única vida fatigosa, llena de calamidades, tentaciones, temores y dolores en que transcurre este siglo; aquella otra vida, en cambio, en que nadie experimentará dolor ni temor ninguno, cuando nadie morirá y todos estarán en paz, porque no habrá pleitos, nos la mostró con su resurrección. Es como diciéndonos: «He aquí qué tenéis que sufrir y qué esperar: sufrir la pasión y esperar la resurrección». ¡Y qué resurrección! No como la de Lázaro, que volvió a morir. Cristo, al resucitar de entre los muertos, como dice el apóstol, ya no muere y la muerte ya no tiene dominio sobre él1. Me consta que deseáis tal vida, pues ¿quién hay que no la desee? Hasta los impíos gentiles desean ser inmortales, pero no creen que puedan serlo. En verdad, quienes no han recibido la fe han perdido la esperanza de la inmortalidad. No es gran cosa, pues, desear la inmortalidad, pues ese deseo lo tienen incluso los impíos; pero sí es cosa grande creer que seremos inmortales y vivir de tal forma que podamos llegar a la inmortalidad misma. Por ello todo hombre quisiera tener, si le fuera posible, el poder de un ángel, pero no su justicia; quiere poseer su inmortalidad, pero no su piedad. Quieren la meta adonde se llega, pero no el camino por donde se llega.

2. A vosotros, pues, hermanos, os amonesto, os exhorto y os ruego que de la misma manera que celebráis con devoción la solemnidad de los mártires, améis igualmente sus costumbres. Son mártires, pero fueron hombres. Nos ayudan con su intercesión, pero eran como nosotros. Por tanto, no perdáis la esperanza de alcanzar sus méritos. De hecho quien se los concedió a ellos puede concedéroslos también a vosotros. A ellos no les damos culto como a dioses, sino que los honramos por Dios, y, en cambio, adoramos a Dios, Señor nuestro y de ellos. Ellos son sus amigos por gracia suya; seamos nosotros, al menos, sus siervos. Si amamos de verdad a los mártires y seguimos sus huellas, ¿por qué no vamos a ser también nosotros sus amigos por gracia suya, no por méritos nuestros? Con nuestra felicidad recibe alabanza él, que de desgraciados nos hace felices. Nosotros pudimos hacernos desdichados, pero no podemos recobrar la felicidad. Corramos hacia él, dirijámosle nuestras súplicas, y también nosotros recibiremos lo que recibieron ellos.

3. Ayer hice a Vuestra Caridad esta exhortación: cuantos sois catecúmenos, apresuraos a acercaros al baño de la regeneración dejando de lado toda demora; cuantos vivíais en el pecado, la inmoralidad y la inmundicia para vuestro daño, cambiad de vida, haced penitencia y no perdáis la esperanza de alcanzar la vida; cuantos sois penitentes —lo dulce para vosotros no es la penitencia por los pecados, sino el desenfreno—, cambiad de vida y estad dispuestos todos a reconciliaros con la voluntad de Dios, porque lo mejor para el hombre es lo que quiere Dios, no lo que nosotros queremos. Roguemos, pues, a quien es poderoso para librarnos de todos los males y darnos la paz, como libró a los tres niños del horno. Esos niños o, mejor, jóvenes; por costumbre se habla de niños, pues la Escritura los...