SERMÓN 335 G (= Lambot 15)

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

Sobre los mártires

Así, pues, mucho amaron a Dios nuestros mártires. Como poseían la caridad perfecta, no temieron la crueldad del perseguidor. La caridad perfecta, por tanto, hizo que no temieran nada. Por doquier se ensañaban contra ellos los perseguidores. Por doquier sufrían las tormentas y tempestades de este mundo. Eran fuertes en Dios y en Cristo. Más los perseguían los suyos que lloraban por ellos que los enemigos que se encolerizaban contra ellos. A un lado le infundía terror el enemigo; al otro le decía su mujer llorando: «¿En manos de quiénes nos dejas? Consiente; vive a nuestro lado, Dios perdona. ¿A quién confías nuestra soledad?». El otro le amenaza con estas otras palabras: «Si no lo haces, te atormentaré, te daré muerte, te entregaré al fuego». Él se mantuvo firme en medio de las amenazas del perseguidor y las lágrimas de su mujer; ni lo primero le quebró ni lo segundo le doblegó estando fijo en Dios, recto en Cristo, riéndose de las amenazas del perseguidor —pues el perseguidor no podía amenazar con penas eternas— y despreciando hasta las lágrimas de su esposa, porque más sólido es el matrimonio del alma con Cristo. Con la esperanza puesta en lo celeste, despreció lo terreno. Mirando a lo futuro, no se sintió aterrado por lo presente, pues, como está escrito, una vez que la caridad alcanza la plenitud, expulsa el temor1. El hombre de caridad perfecta no tenía nada que temer... Pero hallamos que en otro lugar se dijo: El casto temor del Señor permanece por los siglos de los siglos2. Allí se dice: La caridad cumplida expulsa el temor3, y aquí que el temor del Señor permanece por los siglos de los siglos4. Existen, pues, dos temores: uno al que expulsa la caridad y otro que permanece por los siglos de los siglos. Hay, por tanto, un temor terreno y hay otro casto, y no se pudo expresar mejor que usando este adjetivo

Así, como había comenzado a decir, ¿por qué te jactas, ¡oh cismático!, de tu suplicio malo, que no responde a una causa buena? En la Iglesia católica honremos, pues a los mártires, que tienen la gracia, no la audacia; la piedad, no la temeridad; la constancia, no la pertinacia; que recogen, no que dispersan5. Por tanto, escuchad la oración del mártir: Júzgame, ¡oh Dios!, y distingue mi causa6. No dijo «mi suplicio», sino «mi causa», pues fijó su mirada en el mártir de los mártires, en la cabeza de los mártires, en el Señor de los mártires, en el ejemplo de los mártires, en el que contempla a los mártires, en el que auxilia a los mártires, en el que corona a los mártires. Se fijó en que él no estimaba en mucho el suplicio, sino que distinguía la causa. Él fue quien en verdad dijo: Dichosos los que sufren persecución7. La afirmación aún no está clara. Persecución la sufre el adúltero por su lujuria; el homicida, por su crueldad; el ladrón, por su robo; persecución la sufren todos los criminales a causa de sus crímenes. ¿Qué dices? Quiero escucharte. Dichosos los que sufren persecución. Has mencionado el suplicio. Distingue la causa. Escucha —dice— que voy a distinguirla. Sigue: que sufren persecución por causa de la justicia8. «¿Por qué me haces tanto hincapié en el suplicio, ¡oh testigo falso!? Muéstrame tu justicia». A los mártires, pues, no los hace el suplicio, sino la causa. No hagas tanto hincapié en tu suplicio; demuestra antes tu justicia, cosa que no conseguirás hacer, pues no probarás más que la maldad de tu escisión. Hermanos, si queréis imitar a los verdaderos mártires, elegid vuestra causa para poder decir a Dios: Júzgame, Señor, y distingue mi causa de la causa de la gente malvada9. Distingue no mi suplicio, pues el mismo lo sufre la gente malvada, sino mi causa, que no la posee más que la persona santa. Elegid, pues, vuestra causa; una causa buena y justa, porque dichosos los que sufren persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos10.