SERMÓN 335 C (= Lambot 2)

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

Sermón del bienaventurado obispo Agustín sobre un mártir

1. Como ha brillado para nosotros el natalicio del bienaventurado mártir que el Señor quiso que celebrara con vosotros, voy a hablar algo —lo que él me conceda— sobre la gloria y la paciencia de los mártires. Su gloria fue despreciada, su paciencia probada. La gloria permanecía oculta en los cielos, la paciencia se ejercitaba en la tierra. Quien no siente horror a su paciencia llegue a la gloria. Se considera como una miseria sufrir cosas duras y ásperas en la carne, porque en realidad es cosa molesta. Si no fuese cosa molesta para los hombres, no aportaría gloria a los mártires.

2. Suponeos que tenéis ante vuestros ojos dos como personas: una representa la apetencia indebida y otra la caridad. Llamo apetencia indebida al amor al pecado, puesto que a veces se habla también de apetencia en sentido positivo. De la misma manera, llamo caridad al amor a una vida recta, puesto que a veces también se habla de caridad con sentido negativo. Por eso he querido definir los términos. Los fieles desean el reino de los cielos. También los bandidos se llaman entre sí queridos, pero no hay caridad en aquellos a los que une la mala conciencia, sino en aquellos a quienes deleita en común la sabiduría.

3. Reflexionad, pues, y distinguid cuántos males padecen los hombres avaros y cuán duras son las cosas que soportan por aquello que desean, hasta el punto de parecer insoportables a quienes no tienen tales deseos. A ellos los hace fuertes el amor. Pero el amor al mal se llama apetencia indebida, y el amor al bien caridad. Muchas son las cosas que aman quienes apetecen indebidamente, y a veces tan diversas que hasta parecen que se oponen entre sí. La avaricia acapara dinero, la lujuria lo despilfarra; aquella aparece como mendiga y esta como derrochadora; y ¿qué cosas hay más contrarias entre sí como acaparar y despilfarrar? Mas por mandato de la avaricia, ¡cuántas cosas se hacen, cuántas cosas duras y ásperas soportan, aguantando el dolor... que amas el placer! Y a veces por la misma locura del amor se la ama disolutamente y por ella se soportan con fortaleza muchas cosas.

4. No es, pues, extraño, amadísimos, que también la caridad tenga la fortaleza de su amor. La poseyeron los mártires, y gracias a ella soportaron cuantas cosas duras soportaron. Amaban lo que no veían, pero tenían la certeza de la fe y lo veían con el corazón, en cuanto puede verlo un hombre que carga con su carne. ¿No tiene, en verdad, su hermosura esta carne? ¿Y no tiene su hermosura la sabiduría inmarcesible? Hermosura de la sabiduría que hasta los malvados perciben y a veces hasta la desean. En efecto, también ellos quisieran ser sabios y, si les estuviera permitido, retener lo que aman y poseer la sabiduría al mismo tiempo. Sin duda alguna, querrían ambas cosas; no rechazaron la sabiduría. Te encuentras con que el amante del placer carnal quiere ser también sabio; pero hallas que el sabio desprecia el placer carnal. Es muy raro hallar un amante del placer que desprecie la sabiduría. Si pudiera, tendría ambas cosas, pero antepone el placer a la sabiduría y, miserable de él, se lo impone a sí mismo. Se defrauda a sí mismo quien pierde lo mejor amando lo peor, pero quien se deleita en torpezas carnales no se da cuenta del fraude que se hace en los bienes celestes.

5. Dame, por tanto, un amante del bien del que dice un apóstol: ¿Y quién puede dañaros si sois amadores del bien?1 En aquello que amas no sufres daño alguno. Cualquier cosa que pueda quitarte quien te maltrata, no te pierde quien te hizo a ti y a quien amas. Y cuantos más son los bienes terrenos de que te despojan, tanto más aumentan los dones celestes si aquel despojo es por amor de estos. En efecto, es importante el motivo por el que los pierdes. Por eso mismo, al mártir no lo hace el suplicio, sino la causa. Así, pues, no consideramos justos a los mártires por el hecho de haber padecido mucho, sino después de haber mirado por qué lo han padecido. Por ti, dice —he aquí el grito de los mártires—, por ti somos enviados a la muerte el día entero2. Quita el por ti; ¿de qué sirve «ser enviados a la muerte el día entero»? Añade el por ti; ¿qué te daña el ser enviado a la muerte el día entero? Ser enviado a la muerte el día entero por ti no solo no daña nada, sino que hasta aprovecha mucho. La causa está en el por ti; la pasión, en lo que se dice: ser enviados a la muerte el día entero. Levantas debidamente el edificio de tu pasión si no le quitas el cimiento del amor de Dios.

6. Es importante también en quién piensas al decir por ti. En efecto, también el amante lascivo que corre tras la hermosura de la carne y se une a ella dice con orgullo a su amada: «Por ti; por ti —dice—, he sufrido la ira de mi padre, por ti me ha azotado mi severísimo padre y mis inmisericordes maestros. Por ti he gastado absolutamente cuanto tenía; por ti he quedado en la miseria». Cuanto refieres es «por ti»! Y ¿nada «por bien tuyo»? Más aún, no solo no has hecho nada «por bien tuyo», sino todo «por ti».

7. Si el dinero pudiera escuchar a sus amantes, ¡cuántos le dirían: «Por ti he pasado un duro invierno en el mar; por ti he sufrido tantos naufragios; por ti, hallándome en peligro, aligeré el peso de la nave entre las olas; por ti te perdí hasta a ti. En efecto, mirando a lo que aún deseaba tener, perdí lo que tenía». ¡Cuántas cosas «por ti»! Pero a quien se lo dices está sordo y no te escucha ni aunque te pierdas a ti mismo por él. Y ¿de qué te sirve perecer por causa del dinero? Pereces tú y no lo encuentras a él. Más aún, si tienes alguno, al perecer lo dejas aquí. Tú pasas; luego viene otro amante de él. ¡Cuántos amantes lo abandonaron y, amándolo y pasando, perecieron! Pues, aunque el hombre camine en imagen, con todo en vano se afana3. Merece compasión, puesto que, aunque camine en la imagen, ciertamente de Dios, se afana inútilmente: Atesora, y no sabe para quién4. ¿Por qué se afana sino para atesorar? Atesora, sí, pero allí donde mandó la sabiduría, no donde permanece la avaricia.

8. Respecto al dinero, el Señor te dio un consejo sobre cómo no perder lo adquirido. Haceos amigos —dice— con el dinero de la iniquidad, para que ellos os reciban en las moradas eternas5. Los mártires, que poseían buena causa y soportaron mucho por el amor de Dios, fueron recibidos por algunos cuando estaban hambrientos; vestidos cuando se hallaban desnudos, y acogidos cuando eran forasteros6. Hay, en efecto, un servicio para quienes se hallan en la tribulación. Se hicieron amigos con el dinero de la iniquidad. Así, pues, también acerca del dinero dio el Señor un buen consejo, si alguien lo escucha. Indudablemente, si amas tu dinero, debes estar atento a no perderlo. Si pereció ciertamente para ellos, perece para ti. En efecto, a ti se te va, a otro le llega. Actúa con él, pues, de manera que no lo pierdas. Y, si él se ha ido antes, atesóralo en el cielo, adonde el ladrón no entra ni la polilla lo corrompe7. Se trata de un lugar fortificado; ¿por qué dudas en llevarlo allí? Envía delante lo que tienes para llegar tú al lugar adonde lo enviaste. Cómprate con ello algo que no pueda perecer. Sabéis, amadísimos, qué determinación toman los ávidos de dinero cuando ven que ya tienen una cierta cantidad de moneda. ¿Qué dicen? «La moneda es redonda, rueda, se pierde; hay que sujetarla con la compra de alguna posesión». Y quieren sujetar su dinero comprando una finca. He aquí que ya compraron la finca y tendrán esa finca. ¿Acaso la finca los tendrá a ellos por siempre? Pero ni siquiera ellos la tendrán porque, después de un breve tiempo, emigrarán de ella sin poder diferirlo8. No puedes sujetar tu vida allí donde sujetaste tu dinero. Pues llegará el momento en que se te reclame la vida. ¿De quién será lo que compraste? Así, pues, ni tendrás tú la finca ni la finca te tendrá a ti, a no ser por lo que se refiere al cuerpo, si mueres y eres sepultado en ella. Entonces acontecerá algo extraño: ella te tendrá a ti, no tú a ella.

9. El Señor, por tanto, da un consejo bueno y de oro al decir: —Llévalo adonde no lo pierdas. ¡Qué consejo es este! Así no veré mi dinero, dices. —Lo verás después. Pero eso que has enviado no lo verás, pues lo has prestado con intereses. Das una cantidad, se te devolverá otra. Omnipotente es aquel a quien se lo prestaste. Recibe cosas pequeñas, pero las devuelve grandes; recibe poco, devolverá muchísimo. Así es la tierra que creó para ti: arrojas unos pocos granos para luego llenar los graneros. Si tal es la tierra que creó para ti, ¿qué te tendrá reservado el que hizo el cielo y la tierra a ti, que siembras las obras buenas?

10. Mas estoy hablando a sordos ambiciosos, sea a lascivos amantes de los cuerpos bellos, sea a avaros que acaparan y atesoran dinero en la tierra. Hablo a sordos; no me oyen. Sánalos, Señor, para que oigan. Nada es imposible para ti. Para ti no hay enfermedad incurable, porque eres un gran médico, sobre todo porque nos mostraste por delante tu amor hacia nosotros al no perdonar a tu propio Hijo y entregarlo por todos nosotros9. ¡Cómo no vas a habernos dado todo con él! «Abre tus fauces, avaro; desprecia ya lo poco, pues tendrás mucho». Había vencido, había triturado y pisoteado la avaricia quien decía: Como quienes nada tienen y todo lo poseen10.

11. Por tanto, a muchos lascivos y avaros, los mártires de Cristo les parecían locos cuando sufrían tantos tormentos por el nombre de Cristo y lo confesaban siempre con verdad. Se les presionaba para que lo negasen: lo confesaron, murieron, fueron quemados y arrojados a las fieras; a la luz del día sufrían cosas horripilantes, pero ocultamente eran coronados. Si ellos hubiesen buscado las cosas terrenas, ¿qué se puede añadir a esta gloria por la que celebramos sus nacimientos? Muchos varones fuertes enloquecieron por la gloria y dijeron que había que derramar la sangre por la patria y no dudaron en derramarla sabiendo que esta vida es pasajera, pero que les quedaba, al menos, una gloria inmortal. ¿Qué gloria de ellos admite comparación con la gloria de los mártires? Limitándonos a la gloria de esta tierra, limitándonos a la gloria humana, ¿qué general pudo encontrar la gloria que encontró el pescador? En Roma se hallan los sepulcros de varones valerosos que murieron por la patria. ¿A cuál de esos sepulcros se ha dignado entrar el emperador? Ved que, si hubiera que desearse la gloria terrena, ni siquiera de ella se han visto privados quienes buscaron su honor solo entre los ángeles. Vemos la gloria de que gozan en la tierra, y nos llenamos de estupor. ¿Qué experimentaríamos si la viéramos en el cielo? ¿Qué estupor no se apoderaría de nosotros si viéramos, llenos de gloria entre los ángeles, a los mártires cuyo nacimiento vemos que celebran los pueblos?

12. En verdad, hermanos míos, buscad las cosas invisibles de los mártires. Amad lo que ellos amaron. Aunque no tengáis que soportar lo que ellos soportaron, disponed vuestro ánimo para ello. Ante todo, en la medida en que podáis, elegid la causa. En efecto, dejando de lado la causa, ¿no sufren los mártires lo mismo que han sufrido con frecuencia los bandidos, los adúlteros, los hechiceros y los sacrílegos? Si miras a los suplicios, son iguales; si miras la variedad de causas, mucho distan unos de otros. ¿Qué cosas hay más cercanas y más parecidas, sin que, no obstante, se aproximen, que las tres cruces, una del Señor y dos de los bandidos? Eran tres; todas eran cruces, todas estaban en un mismo lugar; de ellas pendían todos aquellos cuerpos, pero la causa las separaba a todas. En medio estaba el salvador; de uno y otro lado, los reos. Aquella cruz fue un tribunal; el Salvador pendía de ella y separaba; juzgado él, pendía y juzgaba a los que con él pendían. De aquellos dos reos, uno mereció el suplicio y otro el premio. ¿Por qué mereció el otro el premio? Porque, estando en la cruz, cambió su causa. Colgando de la cruz, creyó en realidades a largo plazo; en su ánimo quiso tenerlas cuando llegase el Señor a su reino. Pero ¿qué le responde el Señor cuando él le dijo: Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino11, como diciéndole: «Conozco mi causa, sé lo que merezco, he de ser atormentado por mis acciones, pero apiádate al menos cuando vengas»? Él lo difería, pero Cristo le ofrecía: «En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso12. ¿Por qué te remites a más tarde, cuando yo vaya? Hoy estarás conmigo en el paraíso. Yo, que tú esperas que venga, nunca estoy ausente; estoy en todas partes y allí voy; mas hoy estarás conmigo en el paraíso, porque allí donde serás feliz no puedes serlo sin mí». Así, pues, todas las almas de los bienaventurados, aunque aún no hayan recuperado sus cuerpos, viven felices con Cristo y solo de Cristo les llega la felicidad. Efectivamente, a él amaron, a él sintieron afecto; en él poseyeron la justicia, en él la sabiduría, en él la ciencia, en él los tesoros ocultos de la sabiduría y de la ciencia. ¡Cuántas cosas despreciaron aquí con su pasión! No quisieron ser ricos. ¿Qué no tiene el pobre, si tiene a Dios?

13. Amad lo que es bueno, hermanos míos; nada hay más hermoso, aunque no se lo vea más que con los ojos del corazón. A ti te hablo. Mira que es hermoso cuanto ves por los ojos de la carne: el cielo, la tierra, el mar y cuanto hay en ellos13: los astros que brillan en el cielo, el sol que llena el día, la luna que modera la noche, las aves, los peces, los animales que caminan, los mismos hombres, hechos, entre las demás cosas, a imagen de Dios14, que alaban la creación, que aman la creación, pero solo si aman al creador. Cualquier cosa que ames y que te lleve al olvido de Dios no la hizo nadie, sino Dios. Cualquier cosa —repito— que ames con olvido de Dios, no la hizo nadie, sino Dios. Si no fuese algo hermoso, no la amarías. ¿Y de dónde le hubiese venido la hermosura de no haber sido creada por quien es invisiblemente hermoso? Amas al oro; Dios lo creó. Amas los cuerpos hermosos y la carne: Dios los creó. Amas los campos frondosos: Dios los creó. Amas esta luz como si fuera gran cosa: Dios la creó. Si por lo que Dios creó le descuidas a él, te suplico, ama también a Dios mismo. En verdad, es tan digno de ser amado cuanto es digno de ser amado por haber creado todo lo que amas. Ama a esto, pero de forma que le ames más a él. No quiero que no tengas ningún amor, pero quiero lo sometas a un orden. Antepón los bienes celestes a los terrenos, los inmortales a los mortales, los eternos a los temporales. Antepón al Señor atodos ellos, no alabándolo, sino amándolo. De hecho, anteponerlo en la alabanza es cosa fácil. Llega la tentación: te pregunto si antepones en tu amor lo que antepusiste en tu alabanza. Si se te pregunta: «¿Qué es mejor: el dinero o la sabiduría, el dinero o la justicia y, para concluir, el dinero o Dios?», no dudas en responder: la sabiduría, la justicia, Dios. Como no has dudado en tu respuesta, de igual manera no dudes en tu elección. «¿Qué es mejor: la justicia o el dinero?» Como los niños cuando se les pregunta en la escuela, gritáis todos a porfía: «La justicia». Sé que lo afirmáis todos; escucho vuestros pensamientos: la justicia es mejor. Pero llegará la tentación. Te presenta de un lado el dinero. La tentación te dice: «Puedes conseguir este dinero; si cometes un fraude, te haces con él». Pero te replica la justicia: «¿Qué es lo que eliges? Es la ocasión para poner a prueba lo que decías». Interrogado hace poco, preferías la justicia al dinero; pero ahora, presentes las dos cosas, a un lado el dinero y a otro la justicia, como avergonzándote, cierras los ojos a la justicia y alargas tu mano al dinero. Ingrato, necio; cuando, preguntado por mí, respondiste que preferías la justicia al dinero, proferiste un testimonio contra ti. ¿Necesita, acaso, Dios otro testigo para que quedes convicto? A la hora de alabar antepusiste la justicia; a la hora de elegir, el dinero. ¿No ves de parte de quién quisiste estar? De la parte perecedera de lo que ha de perecer. Sin duda alguna, el dinero ha de perecer, porque el mundo pasará, y toda su concupiscencia15. Elige la justicia, porque quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre, como también él permanece para siempre16.