SERMÓN 324

Traductor: Pio de Luis Vizcaíno, o.s.a.

Continuación del sermón anterior, interruptor la curación milagrosa

Debo completar el sermón de ayer, interrumpido por un gozo mayor. Me había propuesto, y ya había comenzado a indicar a Vuestra Caridad por qué me parecía a mí que habían sido encaminados estos hermanos, por divina autoridad, a esta ciudad para recobrar aquí la salud, por ellos tan largamente deseada y esperada. Y, con ese propósito en la mente, había comenzado a encarecer a Vuestra Caridad los lugares santos en que no encontraron curación, y desde los que fueron dirigidos hasta nosotros. Y hablé de Ancona, ciudad de Italia; había comenzado a hablar de Uzala, en África, que tiene por obispo a mi hermano Evodio, a quien conocéis, porque la celebridad del mismo mártir y de sus obras los había empujado a dirigirse también a dicha ciudad. No se les concedió allí lo que podía habérseles concedido, para que les fuera concedido aquí, lugar destinado para ello. Ahora bien, queriendo recordar brevemente las obras divinas recordadas por mediación del santo mártir, había determinado contar una sola dejando de lado las demás. Mientras estaba refiriéndola, le fue devuelta a aquella joven la salud; de repente se armó un revuelo de júbilo, que nos obligó a dar fin al sermón de forma inesperada.

Así, pues, este es el milagro del que tenemos constancia que se efectuó allí, entre otros muchos que me sería imposible mencionar en su totalidad. Cierta mujer perdió en su regazo a su hijo enfermo, catecúmeno aún, de pecho todavía. Cuando ella advirtió que había muerto y se había perdido de forma irreparable, comenzó a llorar por él, más como persona de fe que como madre: No deseaba para su hijo otra vida que la del mundo futuro, y lloraba porque le había sido quitada y había perecido. Llena de afecto confiado, tomó en sus manos el niño muerto y corrió a la memoria del bienaventurado mártir Esteban, y comenzó a exigirle el hijo y a decirle: «Mártir santo, ya ves que no me ha quedado ningún consuelo, pues no puedo decir que me ha precedido mi hijo, que sabes que ha perecido. En efecto, tú ves por qué lloro. Devuélveme mi hijo para tenerlo en la presencia de quien te ha coronado a ti». Suplicando estas y otras cosas parecidas, en cierto modo exigiéndoselo más que pidiéndoselo con sus lágrimas, como dije, revivió su hijo. Y como había dicho: «Tú sabes por qué te lo pido», también Dios quiso mostrar la veracidad de su alma. Acto seguido lo llevó a los presbíteros, fue bautizado, santificado,3ungido; se le impusieron las manos, y, cumplidos todos los ritos, fue sacado de esta vida. Pero la madre lo siguió con la mirada, como si fuera llevado no al descanso del sepulcro, sino al seno del mártir Esteban. Fue sometido a prueba el corazón fiel de aquella mujer. ¿No pudo Dios curar a estos allí donde hizo tan gran milagro por mediación de su mártir? Y, sin embargo, los encaminó hacia aquí, hacia nosotros. Vueltos al Señor...