SERMÓN 323

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

Predicado después de un informe relacionado con san Esteban

1. Como hay que creer, hermanos, ciertamente por la misericordia de Dios, todos estos hermanos a quienes la ira de Dios golpeó conjuntamente con golpe materno han de llegar alguna vez a conseguir la misma salud de este de la que nos gozamos. No obstante, aprendan los hijos a obedecer y teman los padres dejarse llevar por la ira. Está escrito: La bendición del padre hace sólida la casa de los hijos; la maldición de la madre levanta sus cimientos1. Estos se hallan ahora fuera de los cimientos de su patria diseminados por toda la tierra; por doquier son un espectáculo y muestran su suplicio; presentan ante los ojos su miseria y llenan de terror a la soberbia ajena. Aprended, ¡oh hijos!, a tributar a los padres el honor debido, como indica la Escritura. Pero también vosotros, padres, cuando se os ofende, recordad que sois padres. Oró la madre contra los hijos; fue escuchada, porque Dios es verdaderamente justo, porque ella había sufrido una verdadera injuria. Sólo uno la cubrió de afrentas y le puso la mano; pero los demás sufrieron sin inmutarse la injuria hecha a la madre, y ni uno de ellos dirigió una palabra al hermano en apoyo a la madre. Dios, justo, escuchó a la que oraba y se lamentaba. Pero ¿y aquella miserable? ¿No tuvo un castigo mayor en el hecho de ser tan rápidamente escuchada? Aprended a pedir a Dios solo algo en lo que no temáis ser escuchados.

2. En cuanto a nosotros, hermanos, esforcémonos en dar gracias al Señor nuestro Dios, por el que fue curado, y elevemos también súplicas por la que aún es presa del mal. Bendigamos al Señor, que nos hizo dignos de ser testigos presenciales. Pues ¿qué soy yo para aparecerme sin saberlo a ellos? En efecto, ellos me veían sin yo saberlo, y de esta forma se les invitaba a venir a esta ciudad. ¿Quién soy yo? Soy un hombre de tantos, ni siquiera de los grandes. Y, en verdad, óigalo Vuestra Caridad, estoy lleno de admiración y me alegro de lo que se nos ha otorgado a nosotros, pues este hombre ni siquiera en Ancona pudo ser curado; mejor dicho, pudo, pero no se hizo en atención a nosotros; hacerlo hubiera sido muy fácil. De hecho, son muchos los que saben cuántos milagros se realizan en esa ciudad por mediación del muy bienaventurado mártir Esteban. Escuchad también algo que os llenará de admiración: su memoria estaba allí ya desde antiguo y allí sigue. Quizá me digas: «Si su cuerpo aún no había aparecido, ¿a qué se debía aquella memoria?» El motivo se nos escapa; pero no ocultaré a Vuestra Caridad lo que la tradición nos ha hecho saber. En el momento de la lapidación de san Esteban estaban presentes también algunas personas inocentes, especialmente de aquellas que ya habían creído en Cristo. Se cuenta que una piedra le dio en el codo y de rebote fue a parar delante de un hombre piadoso. Él la cogió y la guardó. Como era navegante, el azar le llevó a dar al litoral de Ancona, y una revelación le indicó que era allí donde debía colocar aquella piedra. Él obedeció a la revelación e hizo lo que se le mandó. A partir de entonces comenzó a existir allí la memoria del santo Esteban y se corrió el rumor de que se halla allí su brazo, ignorando los hombres lo que había acontecido. Se piensa, sin embargo, que la revelación de poner en aquel lugar la piedra rebotada del codo del mártir va unida al hecho de que, en griego, «codo» se dice ?g???. Mas, instrúyannos quienes saben cuántos milagros tienen lugar allí, donde no comenzaron a realizarse hasta después de la invención del cuerpo de san Esteban. Ved que allí no fue curado este joven, para reservar el espectáculo a nuestros ojos.

3. Investigad, y hallaréis cuántos milagros se realizan en Uzala, de donde es obispo mi hermano Evodio. No obstante, pasando por alto otros, os voy a relatar uno que sucedió allí, para que veáis cuán grande es en aquel lugar la presencia de la (divina) Majestad. Cierta mujer perdió en su regazo a un hijo suyo, aún catecúmeno, que enfermó repentinamente, y al que no pudo socorrer por más que se dio prisa, la cual gritando decía: «Se ha muerto mi hijo siendo catecúmeno».

4. Y mientras Agustín contaba esto, desde la memoria de san Esteban el pueblo comenzó a gritar y a decir: « ¡Gracias a Dios! ¡Alabanzas a Cristo! » En medio de aquel griterío incesante, la muchacha que fue curada fue llevada al ábside. Al verla, el pueblo, en medio de gozo y llanto, en silencio total de palabras, pero no sin griterío que prolongó por un momento. Restablecido el silencio, el obispo Agustín dijo: «Está escrito en el salmo: Dije: «Confesaré contra mí mi delito ante el Señor mi Dios», y tú perdonaste la maldad de mi corazón2 Dije: «Confesaré»; no lo he confesado aún. Dije: «Confesaré», y tú perdonaste. Encomendé a vuestras oraciones a está desgraciada; mejor, a esta ex desgraciada. Nos dispusimos a orar, y hemos sido escuchados. Sea nuestro gozo una acción de gracias. La Iglesia, madre santa, ha sido escuchada antes que aquella madre, maldita para ruina suya. Vueltos al Señor...».