SERMÓN 314

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

En el día natalicio de san Esteban.

1. Ayer celebramos el nacimiento del Señor; celebramos hoy el de su siervo; pero, al celebrar el nacimiento del Señor, celebramos el día en que se dignó nacer, mientras que, al celebrar el nacimiento del siervo, celebramos el día en que fue coronado. Hemos celebrado el nacimiento del Señor en el que recibió el vestido de nuestra carne; celebramos el nacimiento del siervo en el que se despojó del vestido de su carne. Hemos celebrado el nacimiento del Señor, por el cual se hizo semejante a nosotros; celebramos el nacimiento del siervo, por el cual se hizo prójimo de Cristo. En efecto, como Cristo al nacer se unió a Esteban, así Esteban al morir se unió a Cristo. Mas la Iglesia celebra con el obsequio de idéntica devoción tanto el día del nacimiento como el de la pasión de nuestro Señor Jesucristo, porque uno y otro son medicina, pues nació para que renaciéramos y murió para que viviéramos por siempre. Los mártires, en cambio, al nacer, contrayendo el pecado original, vinieron a combates aciagos; al morir, en cambio, dando fin a todo pecado, pasaron a bienes segurísimos. En efecto, si a los que se hallan en medio de la persecución no los consolasen los premios de la bienaventuranza futura, ¿cómo hubiesen soportado los suplicios de los diversos modos de tortura? Si el bienaventurado Esteban no hubiese pensado, cuando se hallaba bajo la lluvia de piedras, en los premios futuros, ¿cómo hubiese aguantado aquella granizada? Pero tenía en su mente el precepto de aquel cuya presencia estaba viendo en el cielo, y, suspendido de un ardentísimo amor hacia él, deseaba abandonar cuanto antes la carne y volar hacia él; y ya no temía la muerte, porque veía vivo a Cristo, que sabía que había muerto por él; por ese motivo se apresuraba también él mismo a morir por él, para vivir con él. Entonces ¿qué vio el bienaventurado mártir cuando se hallaba en medio del combate? Sin duda, recordáis sus palabras, que acostumbráis oír del libro de los Hechos de los Apóstoles. He aquí —dice— que veo los cielos abiertos, y a Cristo de pie a la derecha de Dios1. Veía a Jesús, de pie; por eso Esteban se mantenía firme, sin caer, porque quien estaba en pie arriba miraba desde allí al que luchaba abajo, e infundía a su soldado fuerzas invencibles para que no cayera. He aquí —dice— que veo los cielos abiertos. Dichoso el hombre para quien estaban abiertos los cielos. Mas ¿quién le abrió los cielos? Aquel de quien se dice en el Apocalipsis: El que abre y nadie cierra; cierra y nadie abre2. Cuando Adán fue expulsado del paraíso después de aquel primer y abominable pecado, se cerró el cielo para el género humano3; después de la pasión de Cristo, el primero en entrar fue el bandido4, y luego lo vio abierto Esteban. ¿De qué nos extrañamos? ¿De que lo vio con exactitud, lo indicó con fidelidad y lo conquistó con violencia?5

2. ¡Ea!, hermanos, sigámosle; pues, si seguimos a Esteban, seremos coronados. Sobre todo, hemos de seguirlo e imitarlo en el amor a los enemigos. Sabéis, en efecto, que, rodeado por un espeso enjambre de enemigos, machacado por los golpes de las piedras que le llegaban de todas direcciones, sereno e intrépido, manso y apacible en medio de las piedras que le causaban la muerte, fijando la mirada en aquel por quien moría, no dijo: «Señor, sé juez de mi muerte», sino: Recibe mi espíritu6. No dice: «Señor Jesús, haz justicia a tu siervo, al que ves sometido a este suplicio mortal», sino: No les imputes este pecado7. Perseverando, pues, el bienaventurado mártir en dar testimonio de la verdad e inflamado por el Espíritu de amor, llegó, como sabéis, a la gloriosísima meta. Y el que habiendo sido llamado perseveró hasta el fin8, consiguió definitivamente lo que llevaba en su nombre; Esteban, con la gloria de su nombre, fue conducido a la corona. Así, pues, cuando el bienaventurado Esteban derramó, el primero de todos, su sangre por Cristo, la corona llegó como del cielo, para que se la apropiasen luego como galardón quienes imitasen el valor en el combate de quien les había precedido. Los frecuentes martirios poblaron luego la tierra entera. Todos los que después derramaron su sangre por confesar a Cristo, ciñeron tal corona sobre la propia cabeza, dejándola intacta para quienes les habían de seguir. También ahora, hermanos, está suspendida del cielo; si alguien la desea, volará velozmente hacia ella. No necesito muchas palabras para exhortar breve y claramente a Vuestra Santidad: quien desee la corona, siga a Esteban. Vueltos al Señor.