SERMÓN 313 A (= Denis 14)

Traductor: José Anoz Gutiérrez, o.a.r.

Predicado en Cartago, junto al altar del bienaventurado mártir Cipriano

sobre su natalicio el 14 de septiembre

1. La santa festividad del bienaventurado mártir, que nos ha congregado en el nombre del Señor, exige que diga algo sobre los méritos y gloria de tan gran mártir; pero nada puede decirse dignamente. Quizá hubiese bastado la lengua humana para alabar sus virtudes y su gloria en el caso de que él hubiera querido alabarse. No obstante, alabémosle más con la devoción que con la elocuencia; mejor, alabemos al Señor en él; al Señor en él, y a él en el Señor. En efecto, ¿qué hubiese sido sin el Señor? Cuando se leyó el salmo, hemos oído en él el grito de los mártires: Nuestro auxilio está en el nombre del Señor1. Si el auxilio de todos está en el nombre del Señor, ¡cuánto más el de los mártires! Cuando la lucha es mayor, mayor ayuda se requiere. Dos son las cosas que hacen angosto el camino de los cristianos: rechazar el placer y tolerar el sufrimiento. Seas quien seas tú que luchas, vencerás si consigues vencer lo que te agrada y lo que te atemoriza. Lo repito: seas quien seas tú que luchas, ¡oh cristiano!, vencerás si consigues vencer lo que te agrada y lo que te atemoriza. Algo que te agrada y algo que te atemoriza. Se trata de la gloria de los mártires. Es cosa fácil celebrar las festividades de los mártires; lo difícil es imitar sus martirios.

2. Como había comenzado a decir, son dos las cosas que hacen angosto y estrecho el camino de los cristianos: el desprecio del placer y la tolerancia del sufrimiento. Por tanto, quien luche sepa que ha de luchar con todo el mundo, y si en su lucha con el mundo entero vence estas dos cosas, ha vencido también al mundo. Venza los halagos y venza las amenazas; el placer es un falso placer y las penas son pasajeras. Si quieres entrar por la puerta estrecha2, cierra las puertas del deseo y del temor. De ellas se sirve el tentador para abatir al alma. La puerta del deseo tienta con sus promesas; la del temor, con sus amenazas. Hay otras cosas que desear para no desear estas; hay otras cosas que temer para no temer estas. No hay que aniquilar el deseo, sino solo cambiar su objeto; tampoco hay que eliminar el temor, pero ha de transferirse a otro objeto. ¿Qué deseabas cuando cedías a los halagos del mundo? ¿Qué deseabas? El placer de la carne, la concupiscencia de los ojos y la ambición mundana. Ignoro qué es este perro infernal de tres cabezas. Pero escucha al apóstol Juan, que reposaba su cabeza sobre el pecho del Señor3 y exteriorizaba en el evangelio lo que había bebido en el banquete de Cristo. Escucha lo que dice: No améis el mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama el mundo, no reside en él la caridad del Padre, porque todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición mundana4. Así, pues, se llama «mundo» a este cielo y esta tierra, pero no vitupera al mundo quien dice: No améis el mundo, pues quien vitupera este mundo, vitupera al artífice del mundo. Escucha cómo en un texto se menciona dos veces la palabra «mundo» con dos significados diversos. De Cristo el Señor se dijo: Estaba en este mundo, y el mundo fue hecho por él, y el mundo no lo conoció5. El mundo fue hecho por él: Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra6. El mundo fue hecho por él: He elevado mis ojos a los montes, de donde me vendrá el auxilio; el auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra7. Este mundo fue hecho por Dios, pero el mundo no lo conoció. —¿Qué mundo no lo conoció? —El que ama el mundo; el que ama la obra y desprecia al artífice. Tu amor ha de emigrar; rompe los cables que te unen la criatura y únete al creador. Cambia de amor y de temor; las costumbres no las hacen buenas o malas sino los buenos o malos amores. —¡Gran hombre este! Bueno y magnánimo, dice alguien. —¿Por qué, pregunto. —Sabe muchas cosas. —Pregunto por lo que ama, no por lo que sabe. No améis, pues, al mundo ni lo que hay en el mundo; si alguien ama al mundo no reside en él la caridad del Padre, porque todo lo que hay en el mundo —es decir, en los que aman al mundo—, lo que hay en los amantes del mundo, es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición mundana. La concupiscencia de la carne se identifica con el placer; la concupiscencia de los ojos, con la curiosidad, y la ambición mundana, con la soberbia. Quien vence estas tres cosas no le queda absolutamente ningún deseo que vencer. Muchas son las ramas, pero raíces no hay más que tres. ¡Cuántos males conlleva, cuántos males causa el deseo del placer carnal! De él proceden los adulterios, las fornicaciones; de él la lujuria y las borracheras; de él cuanto de ilícito solicita los sentidos y penetra en la mente con una suavidad pestilente; cuanto entrega la mente a la carne, desaloja de su fortaleza al gobernante y somete al que manda a las órdenes del servidor. ¿Y qué podrá hacer recto el hombre, si él mismo está torcido?

3. ¡Cuántos males causa la curiosidad impúdica, la vana concupiscencia de los ojos, la avidez de espectáculos frívolos, la locura de los estadios, las competiciones sin premio alguno! Los aurigas luchan por un premio; ¿buscando qué premio luchan las masas entusiastas de los aurigas? Pero agrada el auriga, agrada el cazador, agrada el actor. ¿Deleita así la lascivia al hombre honesto? Cambia también los espectáculos que deseas; la Iglesia muestra a tu mente otros más respetables y venerandos. Se leía ahora la pasión del bienaventurado Cipriano; la escuchábamos con el oído, pero la estábamos contemplando con la mente; lo veíamos luchar y, en cierto modo, temíamos por él que estaba en peligro, pero esperábamos la ayuda de Dios. Por último, ¿queréis conocer en pocas palabras qué diferencia hay entre nuestros espectáculos y los del teatro? Nosotros, en la medida en que nuestra mente está sana, deseamos imitar a los mártires a cuyo espectáculo asistimos; nosotros —repito— deseamos imitar a los santos mártires a cuya lucha asistimos. Espectador honesto: te has vuelto loco si, cuando estás de espectador en un teatro, osas imitar a tu actor preferido. Advierte que yo contemplo a Cipriano, amo a Cipriano. Si te produce cólera, maldíceme y dime: «Sé como él». Lo contemplo, me deleito y, en cuanto me es posible, lo abrazo con los brazos de la mente; le veo luchar, gozo con su victoria. Encolerízate —como dije— y dime: «Sé como él». Mira si no lo abrazo, si no lo deseo, si no lo anhelo, si no puedo considerarme indigno; pero rehuirlo y evitarlo no puedo. Sé ahora tú el espectador, deléitate, ama. No te enfades si te digo: «Sé como él». Pero te lo ahorro, no lo digo; reconóceme tu amigo, cambia tus espectáculos pasándote a los míos. Amemos a aquellos de quienes no tengamos que avergonzarnos; amemos a aquellos a quienes, en cuanto podamos, deseemos imitar. Siendo hombre de mala fama quien da el espectáculo, ¿es honesto quien lo contempla? Cese la avaricia del que compra, y dejará de existir la torpeza venal. Contemplando lo que es infame, lo estás apoyando. ¿Por qué contribuyes a que exista lo que tú mismo acusas? Me quedo admirado si la infamia de tu favorito no te alcance a ti. Mas supongamos que a ti, espectadora de pasiones y compradora de torpes placeres, no te alcance tal infamia, que tu honestidad permanece intacta, si es que eso es posible. ¿Me atrevo a prohibir los espectáculos? Me atrevo a hacerlo, claro que me atrevo; me da el valor este lugar y quien me puso en él. El santo mártir pudo soportar la crueldad de los paganos, ¿no me atreveré yo a instruir a los cristianos que me escuchan? Si él despreció la cólera manifiesta, ¿temeré yo las ofensas que se me hacen por lo bajo? Lo diré ciertamente: argúyanme los corazones de los oyentes si digo algo falso. Muy bien hizo, muy bien hizo la antigua disciplina romana, que consideró a toda clase de histriones como infames. No disfrutaban del mínimo honor en la curia, ni siquiera en el grupo de los plebeyos; en todos los lugares fueron separados de los honestos y presentados a los honestos como venales. ¿Por qué, mirando por tu dignidad, los apartaste de ti en el senado y, pensando en tu placer,los pusiste junto a ti en el teatro? Tu placer ha de ir de acuerdo con tu dignidad. Y ellos mismos, miserables, se han dejado llevar por los gritos, los deseos y los placeres de espectadores fuera de sí. Elimina todas estas cosas, y quedan libres; quien no quiere asistir a sus espectáculos se muestra misericordioso con ellos.

4. Valga lo dicho sobre la concupiscencia de los ojos. ¡Cuántos males acarrea la ambición mundana! En ella todo es soberbia; ¿y hay cosa peor que la soberbia? Escucha lo que afirma el Señor: Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes8. Por tanto, también la ambición mundana es mala. Dirá alguien: «Sin ella no puede haber poder secular». ¡Vaya si puede! No sé qué autor profano dice: «Todos traspasan su propia culpa a las cosas». Claro que puede. El gobernante goza de poder: gobiérnese a sí mismo, y ya gobernó. ¿Que la mente humana tiende a la grandeza? Póngase un freno a ese afán de grandeza, reconozca que también es hombre el que juzga a los hombres. La dignidad es desigual, pero la fragilidad es común. Quien piensa santa y devotamente en esto tiene poder, y no tiende a la grandeza. Todo ello lo venció Cipriano. ¿Qué no venció quien despreció la misma vida, llena de toda clase de tentaciones? El juez le amenazó con la muerte; él confesó a Cristo, dispuesto a morir por Cristo. Cuando llegue la muerte, no persistirá ambición alguna, ni curiosidad de los ojos, ni apetito de placeres sórdidos y carnales: despreciada la única vida, todo queda vencido.

5. ¡Que el bienaventurado sea alabado en el Señor! ¿Cómo hubiera podido todo ello de no haberle ayudado el Señor? ¿Cómo hubiera vencido si el espectador que preparaba la corona para el vencedor no hubiese dado fuerzas a quien estaba fatigado? También él goza cuando es alabado en el Señor; goza por nosotros, no por sí mismo, pues es extremadamente manso y está escrito. Mi alma será alabada en el Señor; escúchenlo los mansos y alégrense9. Era humilde: quería que su alma fuese alabada en el Señor. Sea alabada su alma en el Señor. Sea honrado también su cuerpo, puesto que la muerte de sus santos es preciosa a los ojos del Señor10. Sea celebrado santamente, en cuanto celebración cristiana. En efecto, no hemos levantado un altar a Cipriano como a un dios, sino que hemos hecho de Cipriano un altar para el verdadero Dios.