SERMÓN 313

Traductor: José Anoz Gutiérrez, o.a.r

En el natalicio del mártir Cipriano

1. Hoy ha brillado para nuestro gozo el día santísimo y solemnísimo, el más conocido y célebre como ornato de esta Iglesia. El bienaventurado Cipriano lo ha hecho resplandeciente para nosotros con la gloria de su pasión. Ninguna lengua bastaría para cantar las alabanzas de quien fue tan respetado en cuanto obispo como venerado en cuanto mártir, ni aunque fuese él mismo quien se alabase. Así, pues, en este mi sermón sobre él con que voy a pagar mi deuda, más que exigir el fruto de mi capacidad, aprobad mi voluntad llena de afecto. De esta manera, en relación con la alabanza de Dios para lo que no hay discurso ni pensamiento que sea suficiente, un santo loador dice: Haz, Señor, que te sea agradable lo que sale voluntariamente de mi boca1. También yo podría decir eso; sea ese también mi deseo, de modo que, si no soy capaz de explicar lo que quiero, acepto que se tolere lo que diga porque voluntad no me falta.

2. Las alabanzas dirigidas a tan gran mártir, ¿no son alabanzas a Dios? O ¿en honor de quién se convirtió Cipriano a Dios de todo corazón sino de aquel a quien se dijo: Dios de las virtudes, conviértenos2 ?¿Quién hizo de Cipriano un maestro sino aquel a quien se dijo: Enséñame tus preceptos3?¿A quién se debe que Cipriano fuese pastor sino a aquel que dijo: Os daré pastores según mi corazón y os apacentarán con disciplina4?¿Cómo llegó Cipriano a ser confesor, sino por obra de quien dijo: Os daré una boca y sabiduría a la que no podrán resistir vuestros enemigos5 ? ¿De quién es obra el que Cipriano haya padecido persecución tan dura por la verdad sino de aquel a quien se dijo: Señor, paciencia de Israel6, y de quien se dijo: Porque de él proviene mi paciencia7? Para acabar, ¿a quién se debe que Cipriano haya salido siempre vencedor sino a aquel de quien se dijo: Hemos vencido en todo por aquel que nos amó8? En consecuencia, no dejamos de alabar a Dios cuando alabamos las acciones de Dios y los combates de Dios en el soldado de Dios.

3. Así, en efecto, nos exhorta el apóstol: Estad firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, vestidos de la loriga de la justicia y calzados los pies con la predicación del evangelio de la paz; llevando siempre el escudo de la fe, en el que podáis apagar todos los dardos encendidos del maligno; tomad el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu que es la palabra de Dios9. ¿Qué quiere decirse con expresiones como «vestirse la loriga de la justicia», «tomar el escudo de la fe», «el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu que es la palabra de Dios» sino ser armados por el Señor con sus dones? Mas a este soldado no le bastaría ser armado si no consiguiera la ayuda de quien le había armado, armado también él. No penséis que no oró el piadosísimo mártir en el combate de su pasión, ni dijo: Juzga, Señor, a quienes me dañan; combate a quienes me atacan; echa mano de las armas y del escudo y levántate en mi ayuda. Saca la espada y arremete contra quienes me persiguen; di a mi alma: «Yo soy tu salvación»10.¿Cómo iba a ser vencido quien Dios presentaba tan bien armado y a quien él, armado también, ayudaba?

4. Mas lejos de nosotros creer con pueril imaginación que Dios está armado con armas materiales. De qué condición son las armas de que está equipado y con las que acostumbra ayudar a sus soldados, lo confiesan los mismos que han recibido su socorro cuando, exclamando y dándole gracias, le dicen: Señor, nos has coronado con el escudo de la buena voluntad11. La espada de doble filo de Dios, espada que el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia pide que sea desenvainada y blandida contra quienes lo persiguen, puede entenderse en aquellas palabras en las que el mismo Salvador dice a su cuerpo: No vine a traer la paz a la tierra, sino la espada12. Con esa espada espiritual separó de sus mártires, anhelantes los gozos celestes, los afectos terrenos, funestamente suaves, que los hubieran forzado a volver del cielo a la tierra de no haberlos cortado la espada de Cristo. Pero existe otra muy clara espada de Dios: el alma del justo en la mano de Dios, de la que se le dice en el salmo: Libra mi alma de los malvados; tu espada, de los enemigos de tu mano13. Primero dijo: mi alma, y luego repitió: tu espada; primero dijo: de los malvados, y luego lo repitió con estas palabras: de los enemigos de tu mano.

5. Desenvainó esta espada esparciendo por doquier sus mártires y la blandió contra quienes perseguían a la Iglesia, para que, como no se doblegaban ante las palabras de los predicadores, se quebrasen ante el vigor de los que morían. Dios, en efecto, se fabrica sus armas resistentes contra los enemigos: aquellos mismos a quienes hace sus amigos. Así, pues, esa espada de Dios, el alma del bienaventurado Cipriano, resplandeciente por la caridad, afilada por la verdad, blandida y hecha vibrar por el poder de Dios que luchaba, ¡cuántas batallas no luchó! ¡A cuántas legiones de opositores no venció con sus razonamientos! ¡A cuántos enemigos hirió! ¡A cuántos adversarios derribó! ¡Cuán numerosos fueron los enemigos en cuyos corazones dio muerte a las mismas enemistades, sus enemigas, y los convirtió en amigos, mediante los cuales Dios iba a luchar más asiduamente contra otros! Y cuando llegó el momento en que le apresaron los enemigos cual si hubiesen prevalecido sobre él, para que al estar encadenado y vencido por los malvados no cediese a sus manos, le asistió Dios, gracias a quien salió invicto; recibió la victoria, después de la cual no le quedaba ya combate alguno, victoria lograda sobre este mundo y sobre el príncipe de este mundo. Asistió a su indiscutible fidelísimo testigo, que luchó hasta la muerte por la verdad, hizo lo que le había rogado, libró su alma de los malvados; su espada, de los enemigos de su mano. En este lugar engalanamos con la sublimidad de un altar divino la carne santa de aquella alma vencedora cual si fuese la vaina de aquella espada; a esa misma alma triunfante se le devolverá en el día de la resurrección, y nunca más tendrá que dejarla, porque ya no morirá.