SERMÓN 309

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

En el natalicio del mártir Cipriano.

1. Celebramos hoy el día de la pasión del bienaventurado mártir Cipriano. En tan grata y devota festividad, vuestros oídos y corazones exigen de mí el sermón debido. Sin duda, la Iglesia se sintió entonces triste, no por el daño causado a quien caía, sino por el deseo de tener consigo a quien partía. Deseaba tener siempre presente a tan buen guía y doctor. Mas a quienes había afligido la preocupación por el combate los consoló la corona del vencedor. Y ahora, leyendo y amando lo que entonces acaeció, lo recordamos no sólo sin tristeza, sino hasta con inmensa alegría. Se nos ha concedido que este día sea para nosotros de gozo, no de temor. Y no tememos que venga como si nos infundiera terror, antes bien esperamos que regrese, porque nos produce alegría. Nos produce satisfacción recordar con gozo la pasión íntegra de este fidelísimo, valerosísimo y gloriosísimo mártir, ahora pasada, que entonces los hermanos sufrieron como futura.

2. En primer lugar fue exiliado a Curubis, por confesar la fe en Cristo; medida esta que nada dañó al santo Cipriano y, en cambio, fue de gran utilidad para la ciudad. En efecto, ¿adónde podía ser enviado donde no estuviese Cristo, por confesar al cual era exiliado? Cristo, pues, que dice: Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo1, acogíaa su miembro en cualquier lugar adonde lo empujase el furor del enemigo. ¡Necia incredulidad del perseguidor! Si buscas un lugar de destierro adonde enviar al cristiano, encuentra primero, si puedes, uno de donde Cristo se vea obligado a salir. Piensas que expulsas de su patria a un país extranjero a este hombre de Dios, que, en Cristo, en ninguna parte estará desterrado y, en la carne, es forastero dondequiera que esté. Pero deleita considerar y mencionar ya los siguientes momentos de su pasión después de este destierro, así considerado por el enemigo, aunque él no lo experimentó como tal. Una vez que el santo mártir Cipriano, el elegido de Dios, regresó de la ciudad de Curubis, a la que había sido desterrado por orden del procónsul Aspasio Paterno, permaneció en sus jardines, esperando día a día que viniesen por él, como se le había manifestado.

3. ¿Qué podía ya bramar el furor del perseguidor contra un corazón siempre dispuesto, afianzado incluso por una revelación del Señor? ¿Cómo podía abandonar en su pasión a quien no permitió que viviese preocupado antes de experimentarla? Así, pues, finalmente fueron enviados dos sujetos para presentarlo a su pasión, quienes hasta lo hicieron subir consigo al carro y lo pusieron en medio de ellos. También esto fue una advertencia divina para que recordase con gozo que pertenecía al cuerpo de aquel que fue contado entre los malhechores2. En efecto, Cristo, colgado del madero entre dos bandidos, se ofrecía como ejemplo de paciencia. Cipriano, a su vez, conducido a su pasión en un carro, escoltados por dos guardias, seguía las huellas de Cristo.

4. ¿Qué decir del hecho de que, hallándose custodiado por guardias al ser diferido el martirio un día y, reuniéndose allí una multitud de hermanas y hermanos para pasar la noche a las puertas, mandó que las jóvenes fuesen protegidas? ¡Cuán atentamente ha de reflexionarse sobre ello! ¡Con cuántas alabanzas ha de pregonarse! ¡Con qué elogio no ha de encarecerse! Cercana ya la muerte de su cuerpo, no moría en su alma de pastor la cura pastoral. La preocupación por defender el rebaño del Señor se mantenía con alma sobria hasta su último día de esta vida. La mano del cruel verdugo, a punto ya de caer, no sacudía del alma su celo de fidelísimo servidor. Así, pues, pensaba en ser mártir sin olvidar que era obispo, preocupándose más de la cuenta que había de dar al príncipe de los pastores de las ovejas que le habían sido confiadas que de lo que respondería sobre su propia fe al procónsul infiel. Amaba ciertamente a quien había dicho a Pedro: ¿Me amas? Apacienta mis ovejas3. Y apacentaba sus ovejas, por las que se disponía a derramar su sangre imitándole a él. Mandó proteger a las jóvenes, conocedor de que él tenía no sólo un Señor sencillo, sino también un astuto enemigo. De esta manera armaba con la confesión su pecho varonil contra el león que rugía abiertamente a la vez que defendía al sexo femenino contra el lobo que acechaba a la grey.

5. Así, en verdad, mira por sí mismo quien piensa en Dios como juez, ante quien cada uno ha de rendir cuentas de la vida vivida aquí y de la tarea que le fue confiada; allí, como atestigua el apóstol, todo hombre ha de recibir en conformidad con lo que obró estando en el cuerpo, sea el bien, sea el mal4. Mira por sí mismo quien, viviendo de fe y esmerándose en que su último día no sea para él motivo de preocupación, considera cada uno como el último, y de esta manera llega hasta el último día agradando a Dios con sus costumbres. Era así como el bienaventurado Cipriano, obispo misericordiosísimo y mártir fidelísimo, miraba por sí mismo, y no como la lengua astuta del diablo, que hablaba por boca del impío juez, poseído por él, parecía exhortarle, diciendo: «Mira por ti mismo». En efecto, al ver que su alma se conservaba inamovible cuando le dijo: «Los emperadores te han ordenado cumplir el ritual prescrito», y que hasta le contestó: «No lo hago», añadió estas palabras: «Mira por ti». Ese es el pérfido lenguaje del diablo; si no de aquel que ignoraba lo que decía, sí de quien hablaba a través de él. El procónsul, en efecto, era intérprete no tanto de los príncipes humanos, a cuyas órdenes se jactaba de estar sometido, cuanto del príncipe de las potestades aéreas, de quien dice el apóstol: Quien obra en los hijos de la infidelidad5. Cipriano sabía quién hablaba por boca de aquél, aunque él mismo lo ignorase. Cuando escuchó de boca del procónsul «Mira por ti mismo», bien sabía Cipriano —repito— que lo que la carne y sangre decían sin malicia alguna, eso mismo decía el diablo con astucia, y de esta forma advertía dos sujetos de una misma acción: al procónsul con sus ojos, al diablo con su fe. El primero no quería que Cipriano muriese; el segundo no quería que fuese coronado. Por ello, el Santo, frente a aquél, se mantenía tranquilo; frente a este, cauteloso; a uno le respondía abiertamente, al otro lo vencía ocultamente.

6. «Haz —dice— lo que se te ha mandado; en cosa tan justa no cabe deliberación alguna». Él le había dicho: «Mira por ti». Y obtuvo esta respuesta: «En cosa tan justa no cabe deliberación alguna». En efecto, mira por uno quien o da un consejo o lo pide. Pero el procónsul, que no quería recibirlos de Cipriano, le exhortaba, sin embargo, a que aceptase los suyos. Pero Cipriano respondió: «En cosa tan justa no cabe deliberación alguna. Aún no delibero, porque aún no estoy indeciso, pues la justicia misma me ha quitado toda duda». El justo, en efecto, vive en la certidumbre de la fe para morir con tranquilidad en la carne. Muchos mártires habían precedido a Cipriano, quien con sus ardentísimas exhortaciones los había enardecido para vencer al diablo. Era justo, pues, que quien con su palabra veraz los había enviado delante los siguiese sin temor en la pasión. Por tanto, «en cosa tan justa no cabe deliberación alguna». ¿Qué decir a estas palabras? ¿Cuál ha de ser nuestro gozo ante esto? Habiendo concebido tanto gozo, ¿qué ha de brotar de nuestro corazón y de nuestra boca sino aquellas últimas palabras del venerable mártir? De hecho, después que Galerio Máximo le leyó la sentencia escrita: «Nos place que Tascio Cipriano muera a espada», él respondió: «Gracias a Dios».1Teniendo, pues, en este lugar la memoria de tan gran gesta, la festividad de día tan solemne y la presentación de ejemplo tan saludable, digamos también nosotros con todas las fibras de nuestro corazón: «Gracias a Dios».