SERMÓN 308

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

En la misma solemnidad (de la degollación del bienaventurado Juan Bautista)

1. El pasaje que hemos escuchado hoy cuando se leyó el evangelio me da punto para decir a Vuestra Caridad lo siguiente: ya veis que hasta el miserable Herodes sintió afecto por el varón santo y hombre de Dios Juan; mas, ebrio de la alegría y satisfacción que le produjo una bailarina, juró temerariamente y prometió darle cuanto la chiquilla que tanto le había agradado le pidiera. Mas, cuando le pidió cosa tan cruel y nefanda, se entristeció sin duda, pues veía que se iba a perpetrar un crimen tan horrendo. Pero, puesto entre su juramento y la petición de la chiquilla, donde veía el delito monstruoso, allí mismo temía caer en perjurio; para no ofender a Dios con un perjurio, lo ofendió con su crueldad. Alguien me dirá: «Entonces, ¿qué debió hacer Herodes?» Si digo que no debió jurar, ¿quién no advierte que no debió hacerlo? Pero no se trata aquí de saber si un hombre debe jurar, sino de qué debe hacer quien ha hecho un juramento. Esta es la gran cuestión. Juró temerariamente; ¿quién lo ignora? Sin embargo, cayó, juró. La chiquilla le pidió la cabeza del santo Juan; ¿qué debió hacer Herodes? Aconsejémosle. Si le decimos: «Perdona a Juan, para no cometer un crimen», le estamos incitando al perjurio. Si le decimos: «No perjures», le ponemos en el disparadero para cometer un gran crimen. Difícil situación.

2. Por tanto, antes de venir a parar en este lazo de dos cabezas, eliminad de vuestra boca los juramentos temerarios. Ante de llegar a esta mala costumbre, os exhorto hermanos míos, os exhorto hijos míos; ¿qué necesidad tenéis de llegar a esta situación, en relación a la cual no puedo encontrar consejo que dar? Sin embargo, examinadas atentamente las Escrituras, me sale al paso un único ejemplo en que advierto cómo un hombre piadoso y santo cayó en un juramento temerario, y prefirió no hacer lo que había jurado antes que cumplir su juramento derramando sangre humana. Lo voy a recordar, pues, a Vuestra Caridad. Cuando el ingrato Saúl perseguía al santo David, este iba, acompañado de los suyos, adonde podía para no ser encontrado y asesinado por Saúl. Cierto día pidió a un hombre rico, de nombre Nabal, que estaba esquilando sus ovejas, alimento para él y para sus compañeros. Falto de misericordia, rehusó el dárselo y, cosa más grave, le respondió de malas maneras. El santo David juró que había de matarlo, pues estaba armado. Puesto que hubiera sido fácil y, teniendo por consejera a la cólera, hasta parecía justo, incauto, hizo el juramento y se puso en camino para cumplir lo que había jurado. Le salió al encuentro Abigail, mujer de Nabal, y le ofreció lo que necesitaba y había pedido. Le rogó humildemente, lo hizo desistir y lo apartó de derramar la sangre de su marido1. Juró temerariamente; pero, movido por mayor piedad, no ejecutó lo que había jurado. Por tanto, amadísimos, vuelvo de nuevo a exhortaros a vosotros. Ved que el santo David, aunque airado, no derramó la sangre de aquel hombre; mas ¿quién puede negar que juró en falso? De los dos pecados, eligió el menor; menor sólo en comparación de otro mayor. Pues, considerado en sí mismo, el juramento en falso es un gran mal. Ante todo, debéis esforzaros y combatir contra esa vuestra costumbre mala, mala, mala y muy mala, y eliminar el juramento de vuestras bocas.

3. Mas si alguien te exige un juramento, como única forma, quizá, para quedar convencido de que no hiciste algo que él piensa que has cometido o hecho y que quizá no hiciste, y tú profieres ese juramento para eliminar la mala sospecha que abriga, no pecas tú tanto como él, que te lo exigió, pues dijo el Señor Jesús: En vuestra boca no haya más que «Sí, sí»; «No, no». Si hay algo más procede del mal2. Se refería en concreto al juramento, queriendo darnos a entender que procede del mal. Si otro te lo exige, el juramento procederá de su propio mal, no del tuyo. Y esto procede casi del mal común al género humano, dado que no podemos ver nuestros corazones. En efecto, si viéramos nuestros corazones, ¿a quién ofreceríamos el juramento? ¿Cuándo se nos exigiría el juramento, si el mismo pensamiento fuese visible a los ojos del prójimo?

4. Grabad en vuestros corazones lo que voy a deciros: «Quien exigió a un hombre que jurase, sabiendo que va a jurar en falso, es peor que un homicida. El homicida, en efecto, da muerte al cuerpo, él al alma; más aún, a dos almas: a la de aquel de quien exigió el juramento y la suya». Sabes que es verdad lo que tú afirmas y falso lo que él dice, ¿y le obligas a jurar? He aquí que él jura, perjura y perece; tú, ¿qué has encontrado? Mejor, también has perecido tú que quisiste saciarte con su muerte.

5. Voy a deciros algo de lo que nunca he hablado a Vuestra Caridad; algo que ocurrió en este pueblo, en esta iglesia. Hubo aquí cierto hombre sencillo, sin maldad, buen fiel cristiano, conocido por muchos de vosotros o, mejor, por todos los habitantes de Hipona. Su nombre era Tutuslimeno. ¿Quién de vosotros, ciudadanos de aquí, no conoce a Tutuslimeno? Él me contó lo que voy a referir. No sé quién le negó lo que le había confiado o lo que le debía; y se confió a la fe del hombre. Alterado, le exigió que hiciese juramento. Aquél juró, él perdió; uno perdió, sí, pero el otro pereció sin más. El tal Tutuslimeno, hombre respetable y fiel cristiano, narraba que esa misma noche compareció ante el juez y, con gran fuerza y lleno de terror, llegó a la presencia de cierto hombre, varón de gran dignidad y admirable, que ejercía la presidencia, a quien obedecían otros de igual dignidad. Lleno de turbación como estaba, recibió órdenes de retroceder, y le interrogaron con estas palabras: «¿Por qué forzaste al juramento a quien sabías que iba a jurar en falso?». Él respondió: «Me negó lo que era mío». Recibió como respuesta: «¿Y no era mejor que perdieses lo que reclamabas como tuyo antes que hacer perecer el alma de este hombre a causa de su falso juramento?». Mandó que, tendido en el suelo, lo azotaran. Fue golpeado con tanta dureza, que al despertar aparecieron en su espalda las huellas de los golpes. Luego de corregido, se le dijo: «Se te perdona por tu buena fe; por lo demás, atento a no volver a hacerlo». Cometió él, pues, un grave pecado y fue corregido. Pero cometerá un pecado más grave aún quien después de este mi sermón, advertencia y exhortación haga algo semejante. Guardaos de jurar en falso y de jurar temerariamente. De estos dos males os guardaréis con máxima seguridad si desarraigáis de vosotros la costumbre de jurar.