SERMÓN 301 A (= Denis 17)

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

En el natalicio de los santos Macabeos, en el que enseña qué está significado también

en la edificación de la torre y en la previsión de los gastos, o en el rey que sale

con diez mil soldados a otro que dispone de veinte mil1

1. El evangelio y la palabra viva de Dios, que penetra hasta el fondo de nuestras almas y busca el quicio del corazón, se nos ofrece saludablemente a todos nosotros y a nadie pasa la mano adulatoriamente, si el hombre no se la pasa a sí mismo. He aquí que se nos ha propuesto como un espejo en el que podemos mirarnos todos; si tal vez advertimos una mancha en nuestro rostro, lavémosla con esmero para no tener que avergonzarnos cuando volvamos a mirarnos en el espejo. Una muchedumbre seguía al Señor, según escuchamos cuando se leyó el evangelio; él, volviéndose, le dirigió la palabra. En efecto, si lo que les dijo lo hubiera dicho solamente a los doce apóstoles, cada uno de nosotros podía decir: «Se lo dijo a ellos, no a nosotros. Unas cosas parece que cuadran a los pastores y otras al rebaño». El Señor lo dijo a la muchedumbre que lo seguía; por tanto, a todos nosotros y a todos vosotros. No debemos pensar que no nos lo dijo a nosotros por el hecho de que entonces aún no existíamos; en efecto, nosotros creemos en aquel a quien ellos vieron; tenemos presente por la fe a quien ellos contemplaron con sus ojos. Ni fue gran cosa el ver a Cristo con los ojos de la carne; si ello significase algo grande en verdad, el pueblo judío hubiese sido el primero en encontrar la salvación. Ciertamente, también ellos lo vieron y, sin embargo, lo despreciaron; y, sin embargo, una vez visto y despreciado, le dieron muerte; nosotros, en cambio, no lo vimos, y, sin embargo, creímos en él; y, sin embargo, acogimos en nuestro corazón a quien no vimos con los ojos. Razón por la cual dijo a uno de los suyos que formaba parte entonces del grupo de los Doce: Porque has visto has creído; dichosos quienes no ven y creen2. En efecto, si ahora estuviese presente en su carne Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, pero se quedase callado de pie ante nosotros, ¿de qué nos aprovecharía? Si, pues, fue provechoso por su palabra, también ahora sigue hablando cuando se lee el evangelio. Cierto, también su presencia, en cuanto Dios, es muy provechosa. Pero ¿dónde no está presente Dios o cuándo está ausente? No te alejes tú de Dios, y Dios está contigo. Sobre todo, teniendo en cuenta que lo prometió él mismo y que poseemos lo que podemos llamar la firma autógrafa de su promesa: He aquí que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo3: a nosotros nos tenía en su mente, a nosotros nos lo prometía.

2. Volvamos al punto de partida y veamos lo que dijo, y, como indiqué, mirémonos en ese espejo, y, si advertimos que nos falta algo, apliquemos diligentemente la cirugía para ajustamos a la norma de belleza que agrada a sus ojos. Mas como nosotros no nos bastamos, imploremos su ayuda. Refórmenos quien nos formó, reháganos quien nos hizo, para que quien nos creó nos devuelva a la perfección de la creación. Así, pues, esto es lo que dijo: ¿Qué hombre hay que, queriendo edificar una torre, no se sienta primero a calcular si dispone de recursos para acabarla, no sea que, habiendo comenzado a levantarla, no la concluya, y digan quienes pasen delante de ella: «He aquí a uno que comenzó a edificar y no pudo acabar la obra»?4 O también, ¿quién es el rey que piensa ir a la guerra contra otro rey y no reflexiona antes si es capaz de enfrentarse con diez mil hombres al otro que dispone de veinte mil? En caso contrario, cuando el otro está todavía lejos, le envía una embajada para concordar la paz5. Y como conclusión de estas dos semejanzas añade: De idéntica manera, quien no renuncia a todas sus cosas no puede ser mi discípulo6. Si el nombre de discípulos cuadrara solo a los apóstoles, tales palabras no estarían destinadas a nosotros. Mas como, según lo atestigua la Escritura, todos los cristianos son discípulos de Cristo pues uno solo es —dice— vuestro maestro Cristo7,solo puede negar que es discípulo de Cristo quien niegue que es su maestro. Y del hecho de hablaros desde este lugar más elevado no se deduce que yo sea vuestro maestro, pues el maestro de todos es aquel que tiene su cátedra por encima de todos los cielos; bajo su magisterio nos reunimos en una misma escuela y somos todos condiscípulos, vosotros y yo. No obstante, yo os corrijo, pero como suelen hacerlo los mayores en una escuela. La torre y los recursos son la fe y la paciencia; la torre es la fe, y los recursos la paciencia. Si a alguien le falta la paciencia para soportar los males de este mundo, anda escaso de recursos. El rey malo con veinte mil soldados es el diablo, y el rey con diez mil, el cristiano: lo sencillo contra lo doble, la verdad contra la falsedad, puesto que la sencillez está contra la doblez. Sé, pues, sencillo de corazón; no seas hipócrita, aparentando una cosa y ocultando otra, y vencerás a aquel doble que se transfigura en ángel de luz8. ¿De dónde le llegan a aquel y a éste los recursos? ¿De dónde procede aquella sencillez perfecta, totalmente estable e inquebrantablemente perseverante? De lo que sigue a continuación y que parece tan duro. No es otra cosa que lo dicho antes: la palabra de Dios no pasa la mano lisonjeramente. De idéntica manera —dice—, quien no renuncia a todas sus cosas no puede ser mi discípulo. Muchos lo hicieron; se examinaron a sí mismos antes de que arreciase la persecución y renunciaron a todas las cosas del mundo y siguieron a Cristo. De ellos fueron los apóstoles, que dijeron: He aquí que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido9. Pero tampoco ellos dejaron grandes fortunas, puesto que eran pobres; pero se puede decir que han dejado grandes riquezas quienes han vencido todos sus deseos.

3. Además, los discípulos pronunciaron estas palabras al Señor cuando se alejó, lleno de tristeza, aquel rico que escuchó del maestro veracísimo el consejo sobre la vida eterna que le había solicitado. En efecto, se acercó al Señor cierto joven rico y le dijo: Maestro bueno, ¿qué he de hacer yo para conseguir la vida eterna?10 Pienso que, en medio de los placeres que le procuraban sus abundantísimas riquezas, se sentía punzado por el aguijón de la muerte futura que le consumía. Como sabía que no podía llevar a los infiernos nada de lo que poseía, su alma indigente gemía incluso en medio de la gran abundancia en que nadaba su carne. Hemos de pensar que, rodeado por aquel mar de riquezas, se decía a sí mismo: «Estas riquezas son buenas, hermosas, encantadoras, dulces; mas, cuando llegue aquel último y único momento, todas han de ser abandonadas. Nada de ellas podré sacar de aquí. No queda más que la vida y la conciencia; después de muerto el cuerpo, no quedará más que la vida del alma y la conciencia. La cual, si ha de ser, ya no será vida, sino otra muerte que ha de considerarse peor. En efecto, nada hay peor que aquella muerte en que la muerte no muere. Esto lo pensaba aquel en medio de sus placeres, y por eso, poseyendo tantos bienes, se acercó al Señor. En efecto, se decía a sí mismo: «¿Qué cosa más feliz que yo, si después de tener tantos bienes poseyera también la vida eterna?» Entonces, preocupado por esto, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? El Señor le respondió primero con otra pregunta: ¿Por qué me preguntas considerándome bueno? Nadie es bueno, sino el único Dios11. Que es lo mismo que decir: «Nada te hará feliz más que el único Dios». Lo que poseen los ricos son, efectivamente, bienes; pero esos bienes no hacen a las personas buenas. Si ellos hiciesen a la gente buena, todos serían tanto mejores cuanto más abundan en ellos. Mas como vemos que muchos cuanto más abundan en ellos tanto peores son, sin duda hay que buscar otros bienes que hagan buenos a quienes los poseen. Esos son los bienes que precisamente no pueden poseer los malos, a saber: la justicia, la piedad, la templanza, la devoción, la caridad, el culto de Dios y, para acabar, Dios mismo. Hacia ese bien debemos correr todos juntos; pero no lo conseguiremos si no despreciamos los otros.

4. ¿Voy a pasaros yo la mano lisonjeándoos, siendo así que el evangelio no la pasa a nadie, ni a vosotros ni a mí? Yo, hermanos, exhorto a Vuestra Caridad, como dice el apóstol: El tiempo es breve; solo queda —dice— que quienes tienen mujeres vivan como si no las tuvieran; los que lloran, como si no llorasen, y quienes gozan, como si no gozasen; quienes compran, como si no comprasen, y quienes usan de este mundo, como si no usasen12. Los apóstoles, pues, abandonaron todo lo que poseían, y por eso dijo Pedro: He aquí que nosotros lo hemos dejado todo13. ¿Qué has dejado, oh Pedro? Una navichuela y una única red. El debería responderme: «He dejado todo el mundo yo que nada he dejado para mí». La pobreza total, es decir, el pobre de todo, tiene pocas riquezas, pero muchos deseos. Dios no se fija en lo que tiene, sino en lo que desea. Se juzga la voluntad que escruta invisiblemente el invisible. Por tanto, todo lo dejaron, y hasta el mundo entero dejaron, puesto que cortaron todas sus esperanzas en este mundo, siguieron a quien hizo el mundo y creyeron en sus promesas. Muchos hicieron esto mismo después de ellos. Pero, algo que llena de extrañeza, hermanos míos, ¿quién lo hizo? Lo hicieron los mismos que dieron muerte al Señor. Allí mismo, en Jerusalén, después de haber ascendido el Señor al cielo y cumplido su promesa con el envío del Espíritu Santo a los diez días, los discípulos, inundados del Espíritu Santo, hablaron las lenguas de todos los pueblos. Oyéndolos entonces muchos judíos presentes en Jerusalén y sintiendo pavor ante el don de la gracia del Salvador, admirados y estupefactos, disputaban entre sí sobre el origen de todo aquello. Los apóstoles les dieron la respuesta: se lo había otorgado, mediante su Espíritu, aquel a quien ellos dieron muerte; entonces les pidieron un consejo sobre cómo salvarse. En efecto, habían perdido la esperanza, y no pensaban que se les pudiera perdonar el gran crimen de haber dado muerte al Señor de toda la creación. Pero los apóstoles les consolaron. Habiéndoseles prometido el perdón y la impunidad, creyeron, y, vendiendo cuanto poseían, pusieron el precio de la venta de sus cosas a los pies de los apóstoles, cuanto más aterrados tanto mejores. Un temor mayor apagó en ellos la sed de placeres. Esto lo hicieron quienes dieron muerte al Señor. Lo hicieron y siguen haciéndolo muchos otros después. Lo sabemos; tenemos los ejemplos ante los ojos; son muchos los que nos producen consuelo y satisfacción, puesto que la palabra de Dios no queda infecunda en quienes la escuchan con fe. Pero otros no lo hicieron, y la presencia de la persecución fue la prueba de que usaban del mundo como si no usaran. No solo plebeyos, no solo artesanos, pobres, necesitados, personas de clase media, sino también mucho ricos opulentos, senadores e incluso mujeres de la más alta clase social renunciaron a todas sus cosas cuando llegó la persecución para levantar la torre y vencer, con la sencillez de la fortaleza y de la piedad, al diablo doble y falaz.

5. Así, pues, exhortando al martirio, dijo a todos Cristo el Señor: De idéntica manera, quien no renuncia a todas sus cosas no puede ser mi discípulo14. Te pregunto a ti, alma cristiana. Si se te dijese a ti lo que se dijo a aquel rico: Vete, vende también tú todos tus bienes, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven y sigue15 a Cristo, ¿te marcharías también tú, triste como él? En efecto, así, triste, marchó también aquel joven; con todo, el cristiano no puede sino oír esas palabras. ¿Acaso, cuando se leyó el evangelio, pudiste tapar tus oídos, oponiéndote a tu propia salvación? Oíste: Quien no renuncia a todos sus bienes no puede ser mi discípulo16. Reflexiona en tu interior: eres fiel, estás bautizado, has creído, pero no has abandonado tus riquezas. Pero yo pregunto a tu fe: ¿cómo has creído? He aquí que se avecina un peligro para tu fe. Alguien te dice: «Si persistes en ella, te quito cuanto tienes». Pregunto a tu alma. Si dices en tu interior: «Quite cuanto quiera, pero yo no abandono mi fe», posees tus bienes y has renunciado a ellos, porque los posees tú, no te poseen ellos a ti. No es ningún mal poseerlos; el mal está en ser poseído por ellos. Pero falta la persecución, y no tienes manera de probar lo que has prometido al Señor. Los asuntos de cada día son los que prueban a los hombres. ¿Y si alguna vez un no sé quién, poderoso hasta para poder infundirte temor temporalmente y capaz de causarte el daño, siempre temporal, con que te amenaza, te requiere para que profieras un falso testimonio? Él no te dice: «Niega a Cristo», cosa para la que estabas preparado. Aquel personaje doble se infiltra sigilosamente de otro modo y llega a donde tú no pensabas y no estaba en tu mente. «Profiere —dice— un falso testimonio. Si no lo profieres, te haré esto y aquello». Te amenaza con el destierro, te amenaza con la muerte. Pruébate en esta circunstancia; mírate en ella. ¿Vas a proferir el falso testimonio? Has abandonado a Cristo, puesto que él mismo dijo: Yo soy la verdad17. Proferiste un falso testimonio, obraste contra la verdad; por tanto, abandonaste a Cristo. ¿Pero qué podía hacerte él amenazándote con el destierro y dejándote en la miseria? ¿Qué te iba a faltar teniendo a Dios? —Pero amenazaba con algo más. —¿Qué es ese algo más? —Amenazaba con dar muerte a mi carne. —¿Acaso podía matar tu alma? —Te fijas en sus amenazas sin prestar atención a lo que te haces a ti mismo. Él amenaza con dar muerte a la carne; pero la boca mentirosa da muerte al alma18. Estáis dos frente a frente: tu enemigo y tú, hombres los dos; uno y otro sujetos a corrupción, en cuanto al cuerpo, y uno y otro inmortales, en cuanto al alma; uno y otro pasajeros temporales, huéspedes y forasteros en esta tierra. Aquel amenaza con la muerte, ignorando si él mismo ha de morir o no antes de cumplir la amenaza; mas, con todo, hazte la idea de que puede cumplirla. Os examino a uno y a otro; veamos quién es peor para ti como enemigo, si él o tú. Él desenvaina su espada para dar muerte a tu carne; tú sacas tu lengua mentirosa para degollar tu alma. ¿Quién causó una herida más grave? ¿Quién te causó peor muerte? ¿Quién clavó más hondo la espada? Él la clavó hasta los huesos, hasta las entrañas; tú hasta el corazón. Al perder tu corazón, nada te dejaste íntegro. La boca mentirosa da muerte —dijo— no a la carne, sino al alma.

6. Así son las tentaciones cotidianas de los hombres. Cuando suceda encentrarse de frente con la maldad de forma que o bien has de cometer la maldad misma o bien has de sufrir lo que Dios quiere que sufras temporalmente, mira ya allí a aquel doble, considera ya los gastos para la construcción de aquella torre. Pero el solo pensarlo te hace desfallecer; invoca a quien te mandó construirla. Ayude a sus mandatos en tu persona, y te pagará, de sí mismo, lo que prometió. En efecto, ¿qué nos ha prometido Dios? Hermanos míos, ¿qué he de decir para que lo deseemos? ¿Qué diré? ¿Es oro? ¿Es plata? ¿Son posesiones? ¿Son honores? ¿Es algo de lo que conocemos en la tierra? Si es así, es algo despreciable. Lo que ni ojo ha visto, ni oído ha escuchado, ni ha subido nunca al corazón del hombre es lo que ha preparado Dios para los que le aman19. En pocas palabras voy a decirlo: no sus promesas, sino él mismo. Quien lo hizo todo es mayor que todo; quien dio forma a todo es más hermoso que todo; quien dio fuerza a todo es más poderoso que todos. Así, pues, en comparación con Dios, nada es cualquier cosa que amemos en la tierra. Es poca cosa, es nada eso que amamos; incluso nosotros nada somos. El mismo amante debe sentirse vil en comparación de lo que debe amar. No es otra cosa que aquella caridad que debe brotar de todo el corazón, de toda el alma, de toda la mente20. Pero añadió: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se compendia toda la ley y los profetas21, de forma que, si amas al Señor, sabes que te amas a ti mismo si en verdad amas al Señor. Si, por el contrario, no amas a Dios, ni siquiera a ti mismo te amas. Cuando aprendas a amarte a ti mismo amando a Dios, arrastra al prójimo hacia Dios para que juntos disfrutéis del bien, gran bien, que es Dios.

7. Ahora hemos sido espectadores del gran combate de los siete hermanos y de su madre. ¡Qué combate, hermanos míos, si nuestras almas saben contemplarlo como es debido! Comparad con este santo espectáculo los placeres y deleites de los teatros. En éstos se manchan los ojos, allí se purifican los corazones; allí el espectador se hace digno de alabanza si es a la vez imitador; en el teatro, en cambio, el espectador es impúdico y el que imita cae en la infamia. Para acabar, amo a los mártires, soy espectador de los mártires; cuando se leen sus pasiones, me convierto en espectador de ellos. Si me dices: «Sé como ellos», me has alabado. Tú vete a ver al comediante, al pantomimo. No te enfades si te digo que seas como ellos; pues, si te lo digo y te enfadas, te declaran culpable no mis palabras, sino tu cólera. Con tu cólera estás juzgándote a ti mismo: advierte que amas lo que temes ser. Muy oportunamente me pareció que debía amonestar a Vuestra Caridad respecto a los espectáculos del teatro con ocasión del espectáculo de los santos Macabeos, dado que hoy celebramos el recuerdo de su victoria. ¡Oh hermanos de Bula!, casi en todas las ciudades de vuestro entorno ha enmudecido la impía lascivia. ¿No os avergonzáis de que solo entre vosotros haya permanecido la lascivia venal? ¿O acaso os deleita comprar y vender hasta la lascivia al lado del trigo, del vino, del aceite, de los animales, de las bestias domésticas y todo lo que se compra o se vende en los «romanos» o mercados?). Y quizá lleguen forasteros hasta aquí, a tales mercados, y se les pregunta: «¿Qué buscáis? ¿Comediantes, meretrices?» «En Bula los tienes». ¿Pensáis que es un título de gloria? Ignoro si hay infamia mayor. Hermanos míos, con todo dolor lo digo: las otras ciudades vecinas os condenan ante los hombres y en el juicio de Dios. Todo el que quiere imitar el mal mira a vosotros. Incluso a nuestra ciudad de Hipona, donde tales cosas han desaparecido casi por completo, llegan desde la vuestra esas deshonestas personas. Pero quizá digáis: «Nosotros somos como los de Cartago». En Cartago hay una multitud santa y religiosa; pero, como en todas las grandes ciudades, es tal la cantidad de gente, que unos se excusan con otros. En Cartago se puede decir: «Lo hacen los paganos, lo hacen los judíos»; pero aquí, lo hagan quienes lo hagan, lo hacen cristianos. Con gran dolor os estoy diciendo esto. ¡Ojalá llegue el momento en que la herida de mi corazón se cure con vuestra enmienda! Lo confieso a Vuestra Caridad: en el nombre del Señor, conozco vuestra ciudad y las vecinas, cuánta gente hay aquí, a cuánto asciende su población; ¿puede no conoceros a todos vuestro obispo, dispensador de la palabra y del sacramento? ¿Quién os excusa de esta lascivia? He aquí que se organizan juegos; dejen de ir los cristianos, y veamos si no es tal el vacío que hasta la misma lascivia se avergüence. Veamos si esas mismas personas lascivas no se convierten al Señor y se liberan o, en el caso de permanecer en la lascivia, no abandonan la ciudad. Haceos este regalo, cristianos: no entréis a los teatros.

8. Pero veo que habéis venido pocos. Mas llegará el día de la pasión de Cristo, llegará la Pascua, y estos espacios no bastarán para dar cabida a toda vuestra concurrencia. Según esto, ¿llenaréis estos mismos lugares quienes ahora habéis llenado los teatros? Al menos, comparad los lugares y golpearos el pecho. Quizá digáis: «Está bien que os abstengáis de estas cosas vosotros los clérigos, los obispos, pero no nosotros los laicos». ¿Es que os parecen justas estas palabras? En efecto, ¿qué somos nosotros si perecéis vosotros? Una cosa es lo que somos personalmente y otra lo que somos por vosotros. Personalmente, somos cristianos; clérigos y obispos lo somos por vosotros. El apóstol no hablaba a los clérigos, a los obispos y presbíteros cuando decía: Vosotros sois miembros de Cristo22. Lo decía a las comunidades, a los fieles, a los cristianos: Pero vosotros sois miembros de Cristo. Mirad de qué cuerpo sois miembros; mirad bajo qué cabeza vivís en la estructura de un único cuerpo; mirad al único Espíritu que habéis recibido de él. Repito las mismas palabras del apóstol: ¿He de quitar mis miembros a Cristo para hacerlos miembros de una meretriz?23 ¡Y nuestros cristianos no solo aman a las meretrices, sino que mantienen su institución! No solo aman a las que ya lo eran, sino que hasta hacen tales a quienes no lo eran. ¡Como si ellas no tuvieran almas, como si la sangre de Cristo no se hubiese derramado también por ellas, como si no se hubiese dicho: Las meretrices y los publicanos os precederán en el reino de los cielos24. Así, pues, debiendo ganarlas a ellas, se opta por perecer con ellas. Y esto lo hacen los cristianos; y no quiero decir que también los fieles. Es posible que el catecúmeno se desprecie a sí mismo, diciendo: «Soy catecúmeno». —¿Eres catecúmeno? —Sí, soy catecúmeno. —¿Tienes dos frentes, una que recibió la señal de Cristo y otra que llevas al teatro?—¿Quieres ir a él? Cambia tu frente y vete. Por tanto, no pierdas la frente que no puedes cambiar. Sobre ti se invoca el nombre de Dios, sobre ti es invocado Cristo, sobre ti se invoca a Dios; en tu frente se marca y se graba la señal de la cruz de Cristo. Mi exhortación se dirige a todos; os hablo a todos. Ya veréis cuánto más honestos seréis en el nombre de nuestro Señor Jesucristo.

9. Me atrevo a deciros: Imitad a vuestra ciudad vecina, imitad a vuestra vecina Simitu. Nada más os digo. Os lo digo más claramente en el nombre de nuestro Señor Jesucristo: allí nadie entra al teatro; allí no quedó nadie que fuese lascivo. El delegado quiso representar allí inmundicias de ese género, pero no asistió nadie: ni los jefes, ni los plebeyos, ni los judíos. ¿No son ellos personas honestas? ¿No lo es esa ciudad? ¿No es aquella colonia tanto más honesta cuanto más vacía está de estas cosas? No os diría estas cosas si oyese cosas buenas acerca de vosotros; pero, si me callo, temo ser condenado junto con vosotros. Por tanto, hermanos míos, quiso Dios que pasase por aquí. Mi hermano me retuvo, me mandó, me suplicó y me forzó a dirigiros la palabra. ¿De qué debía hablaros sino de lo que más temor me infunde? ¿De qué sino de lo que más me duele? ¿Ignoráis que yo y todos nosotros hemos de rendir cuentas muy rigurosas a Dios por vuestras alabanzas? ¿Pensáis que estas alabanzas son un honor para nosotros? Son un peso, no un honor. Muy rigurosa cuenta hemos de dar de esas alabanzas; temo mucho que nos diga Cristo en el día del juicio: «Siervos malvados, con agrado recibíais las alabanzas del pueblo a la vez que callabais sobre su propia muerte». El Señor Dios nuestro nos concederá que en adelante oigamos cosas buenas de vosotros y que por su misericordia recibamos el consuelo de vuestra corrección, pues cuanto más grande es ahora la tristeza, tanto mayor será entonces el gozo.