SERMÓN 300

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

En la solemnidad de los mártires Macabeos

1. La gloria de los Macabeos hizo solemne para nosotros este día. Cuando fueron leídas sus admirables pasiones, no solo las oímos, sino que hasta las vimos y asistimos como espectadores a ellas. Acontecieron hace ya tiempo, antes de la encarnación y de la pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Pertenecieron a aquel primer pueblo al que pertenecieron también los profetas que predijeron lo que estamos viendo ahora. Nadie piense que no hubo un pueblo para Dios antes de existir el pueblo cristiano. Más aún, para hablar en verdad y no según el uso habitual de los nombres, incluso aquel pueblo fue entonces cristiano. Ni siquiera Cristo comenzó a tener un pueblo después de su pasión, pues suyo era aquel pueblo nacido de Abrahán a quien dio testimonio el mismo Señor al decir: Abrahán deseó ver mi día; lo vio y se llenó de gozo1. De Abrahán, por tanto, nació aquel pueblo que fue esclavo en Egipto, que con mano poderosa fue liberado de la casa de la esclavitud por obra del siervo de Dios Moisés, conducido por medio del mar Rojo, abriéndole paso las olas, probado en el desierto, sometido a la ley y establecido en un reino. En el mismo pueblo al que, como dije, pertenecieron los profetas, florecieron estos mártires. Es cierto que aún no había muerto Cristo, pero los hizo mártires a ellos Cristo que habría de morir.

2. Una cosa, ante todo, he de recomendar a vuestra caridad: cuando os sentís llenos de admiración ante estos mártires, no penséis que no fueron cristianos. Fueron efectivamente cristianos y precedieron con sus actos heroicos al nombre cristiano divulgado después. Podría pensarse que no confesaron a Cristo, puesto que el rey impío y perseguidor no los obligaba a negarlo, cosa que luego los mártires fueron impelidos a hacer; y, al resistirse a ello, alcanzaron idéntica gloria. En efecto, los perseguidores posteriores del pueblo cristiano forzaban a los perseguidos a negar el nombre de Cristo; éstos, manteniéndose con plena perseverancia en él, sufrían lo mismo que sufrieron los Macabeos, como escuchamos cuando se leyó su pasión. A estos mártires más recientes, cuyos miles han teñido de púrpura la tierra, los perseguidores les decían y mandaban que negasen a Cristo. Al no hacerlo, sufrían lo mismo que estos. A éstos, en cambio, se les ordenaba que negasen la ley de Moisés. Al no hacerles caso, padecieron por la ley de Moisés. Los unos por el nombre de Cristo; los otros, por la ley de Moisés.

3. Aparece cierto judío y nos dice: «¿Cómo es que consideráis como vuestros a estos mártires nuestros? ¡Qué ignorancia os lleva a celebrar su memoria! Leed lo que confesaron y mirad si confesaron a Cristo». A ese tal le respondemos: «En verdad, siendo uno de los que no creyeron en Cristo, ramos desgajados del olivo, luego reemplazados por el acebuche2, que aislados se secaron, ¿qué vas a decir tú, uno de esos pérfidos?» Ellos no confesaban explícitamente a Cristo, porque su misterio aún estaba oculto. El Antiguo Testamento es, en efecto, el Nuevo velado, y el Nuevo es el Antiguo desvelado. Mira, pues, lo que dice el apóstol Pablo de los judíos infieles, padres tuyos, pero hermanos en el mal: Hasta el día de hoy, cuando se lee a Moisés, hay un velo sobre su corazón3. El mismo velo permanece sin ser levantado en la lectura del Antiguo testamento, porque en Cristo desaparece4. Cuando pases —dice— a Cristo, será corrido el velo5. El velo —dice— permanece sin ser levantado en la lectura del Antiguo Testamento porque en Cristo desaparece. Desaparece no la lectura del Antiguo Testamento, sino el velo allí presente, pues la lectura del mismo no es desvirtuada, sino cumplida por quien dijo: No he venido a derogar la ley, sino a cumplirla6. Desaparece, pues, el velo para que pueda comprenderse lo que estaba oscuro. El Antiguo Testamento estaba cerrado porque aún no había llegado la llave de la cruz.

4. Contempla, finalmente, la pasión del Señor; imagínatelo pendiente de la cruz y como un león que se acostó cuando quiso7 y, para dar muerte a la muerte, murió no por necesidad, sino por voluntad. Mírale a él; considera cómo dijo en la cruz: Tengo sed8.Y cuando los judíos, ignorando lo que a través de ellos se hacía y lo que se estaba cumpliendo mediante manos inconscientes, ataron a una caña una esponja impregnada de vinagre y se la dieron para que bebiese, él, habiéndolo bebido, respondió: Está cumplido. E, inclinada la cabeza, entregó su espíritu9. ¿Quién se pone en camino de la misma manera que él murió? ¿Dónde se encuentra mayor verdad y mayor poder que en quien dijo: Tengo poder para entregar mi vida y poder para recuperarla de nuevo? Nadie me la quita, sino que soy yo quien la entrego y quien la recupero de nuevo10. Quien considere como se merece el poder del que moría, reconoce el reino del que vivía. Esto lo había dicho a los mismos judíos por medio del profeta: Yo me dormí11. Como si les dijese: «¿Por qué os jactáis de mi muerte? ¿Por qué os vanagloriáis inútilmente como si me hubierais vencido? Yo me dormí; yo me dormí porque quise, no porque lo consiguiera vuestra crueldad. Yo hice lo que quise que se cumpliera; vosotros permanecisteis en el pecado»12. Tras haber recibido y bebido el vinagre, dijo: Está cumplido13. ¿Qué está cumplido? Lo escrito sobre mí. ¿Qué está escrito sobre él? Me dieron como alimento hiel y en mi sed me dieron a beber vinagre14. Examinó, pues, cuántas cosas se habían realizado ya en la pasión: ya habían sacudido ellos su cabeza ante la cruz15, ya le habían dado hiel16, ya habían contado los huesos del que pendía extendido sobre ella, ya habían sido repartidas sus vestiduras17, ya habían sorteado la túnica indivisible. Tras haber examinado y en cierto modo pasado revista a cuanto los profetas habían predicho acerca de su pasión, faltaba no sé qué cosa de menor importancia: Y en mi sed me dieron a beber vinagre. Para que se cumpliese también eso poco que faltaba, dijo: Tengo sed18. Recibido esa insignificancia, responde: Está cumplido, y, tras lo cual, reclinando la cabeza, entregó su Espíritu. Entonces se conmovieron los cimientos de la tierra; entonces, resquebrajadas las rocas, se abrieron los abismos del infierno y los sepulcros devolvieron a los muertos, y para decir aquello que nos ha traído hasta aquí, puesto que ya había llegado el momento de que se desvelase en el misterio de la cruz todo lo velado en el Antiguo Testamento, se rasgó el velo del templo19.

5. A partir de entonces, una vez resucitado, Cristo comenzó a ser anunciado con toda claridad. Empezó a cumplirse en él con toda evidencia cuanto habían predicho los profetas y comenzaron los mártires a confesarlo con la máxima constancia. Los mártires confesaron abiertamente a quien los Macabeos habían confesado en su tiempo ocultamente. Aquellos murieron por Cristo una vez revelado el Evangelio; éstos murieron por el nombre de Cristo, aún velado en la ley. Cristo posee a unos y a otros; él ayudó a unos y a otros en sus luchas y él coronó a ambos. Cristo tiene a su servicio a unos y a otros, como un potentado que marcha precedido y seguido de su escolta de servidores. Mírale, pues, presidiendo desde la carroza de su carne: quienes le preceden le obedecen y quienes le siguen le son obsequiosos. Mas para que sepas y no te quede duda alguna de que al morir por la ley de Moisés murieron por Cristo, escucha, ¡oh judío!, al mismo Cristo; escúchalo. Abrase al fin tu corazón, desaparezca el velo de tus ojos. Si creyerais a Moisés, me creeríais también a mí20. Escúchalo y acéptalo, si te es posible. Mira, si es que te he arrancado el velo. Si creyerais a Moisés —dice— me creeríais también a mí, pues él escribió de mí21. Si Moisés escribió de Cristo, quien en verdad murió por la ley de Moisés entregó su vida por Cristo. El escribió de mí, dijo. A quien sirvió la lengua de los confesores, al mismo sirvió la pluma de quienes escribían cosas verdaderas. ¿Cómo podréis comprender lo escrito por Moisés vosotros que pusisteis vinagre en una caña? ¡Ojalá bebáis alguna vez el vino de aquel a quien, cuando aún blasfemabais, le disteis a beber vinagre!

6. Así, pues, los Macabeos son mártires de Cristo. En consecuencia, no está fuera de lógica ni es importuno, sino, al contrario, muy conveniente, que sean los cristianos quienes particularmente celebran solemnemente el día de su fiesta. ¿Saben los judíos celebrar algo parecido? Se hace saber que la basílica dedicada a los santos Macabeos se halla en Antioquía, es decir, en la misma ciudad que recibe su nombre del mismo rey perseguidor.3. En efecto, ellos tuvieron que sufrir a Antíoco, el impío rey perseguidor, y en Antioquía se celebra la memoria de su martirio, a fin de que resuene al mismo tiempo el nombre de quien los persiguió y la memoria de quien los coronó. Tal basílica es propiedad de los cristianos, siendo los cristianos quienes la edificaron. Por tanto, el celebrar su memoria, nos corresponde a nosotros de derecho y de hecho; miles de santos mártires han imitado entre nosotros, en todo el orbe de la tierra, sus pasiones. Que nadie dude, hermanos míos, en imitar a los Macabeos, pensando que, al imitar a los Macabeos, no imita a cristianos. Hierva en nuestros corazones con toda su fuerza el fervor de la imitación. Aprendan los varones a morir por la verdad; aprendan las mujeres la paciencia grande y el vigor inefable de aquella madre que sabía cómo conservar sus hijos; sabía ella que poseía a los que no temía perder22. Estos sufrieron cada uno su propia pasión, ella la sufrió en cada uno presenciándolas. Madre de siete mártires, se convirtió en siete veces mártir. No se separó de los hijos viéndolos sufrir y se sumó a ellos en su muerte23. Los veía a todos y a todos los amaba. Sufría ella en sus ojos lo que todos en su carne; no solo no se atemorizaba, sino que hasta los exhortaba.

7. El perseguidor Antíoco juzgó a esta madre como una de tantas. «Convence —dice— a tu hijo para que no muera». Pero ella le responde: «Ciertamente convenceré a mi hijo de que viva exhortándolo a morir; tú quieres convencerlo de que muera perdonándole la muerte». ¡Qué respuesta! ¡Qué piadosa, qué digna de una madre! ¡Cómo oscila entre lo espiritual y lo carnal! Hijo, apiádate de mí —le dice—. Hijo, apiádate de mí, que te llevé nueve meses en mi seno, que te amamanté durante tres años y te hice llegar hasta esta edad; apiádate de mí24. Todos esperaban palabras coherentes con lo anterior: «Haz caso de Antíoco; no abandones a tu madre». Ella, en cambio, dijo: «Obedece a Dios, no abandones a tus hermanos. Aunque dé la impresión de que me abandonas, es entonces cuando no me abandonas. Volveré a tenerte allí donde ya no temeré perderte más. Cristo te custodiará para mí allí de donde no podrá sacarte Antíoco». Temió a Dios, escuchó a la madre, respondió al rey, se unió a sus hermanos, arrastró a la madre.