SERMÓN 293 C(= Mai 101)

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

En el natalicio de Juan Bautista

1. En la Iglesia de Cristo, difundida a lo largo y a lo ancho, se celebra hoy el nacimiento de Juan Bautista, el amigo del novio1 y el precursor del Señor. En esta solemnidad, yo os debo un sermón, vosotros me debéis atención y todos debemos devoción. Entre los nacidos de mujer no ha surgido nadie mayor que Juan Bautista2; sólo le antecede quien lo creó. Ha acontecido algo maravilloso: que haya precedido en el nacer a aquel sin cuya obra en ningún modo hubiera podido nacer. Con razón es Juan la voz y Cristo la Palabra, pues aquél dijo: Yo soy la voz del que clama en el desierto3, mientras que de éste se dijo: En el principio existía la Palabra4. Algo parecido acontece en nuestras palabras, aunque muy distintas. La palabra nace en la mente a donde se dirige la voz del que habla; la voz se profiere por la boca, mediante la cual se manifieste la palabra a los oyentes. De idéntica manera permaneció en el Padre Cristo, por quien fue creado Juan, igual que las demás cosas; de una madre procedió Juan, por quien todos conocieron a Cristo. Este es la Palabra que existe en el principio antes del mundo; aquél es la voz que aparece al final, antes de la Palabra. La palabra se profiere después de entendida; la voz, después del silencio; así, María creyó al engendrar a Cristo, Zacarías enmudeció cuando iba a engendrar a Juan. Además, Cristo nació de una jovencita en la flor de la vida; Juan, de una anciana en declive: la palabra se multiplica en la mente del que piensa, la voz fenece en el oído de quien la oye. Quizá se refieran también a esto las palabras: Conviene que él crezca y yo mengüe5, pues todos los anuncios de la ley y los profetas enviados delante de Cristo, cual voz ante la palabra, llegan hasta Juan6, en quien cesaron ya las últimas figuras; a partir de entonces fructifica y crece en todo el mundo la gracia del Evangelio y la predicación manifiesta del reino de los cielos, que no tendrá fin.

2. Esto nos lo indicaron los respectivos nacimientos y pasiones de Juan y de Cristo. En efecto, Juan nació cuando los días comienzan a disminuir, y Cristo cuando comienzan a crecer. Esa disminución quedó significada en la decapitación, y este crecimiento, en la elevación sobre la cruz. Hay, además, otra forma de entenderlo algo más oculta, que el Señor abre a quienes llaman, referente a cómo ha de entenderse lo que Juan dijo de Cristo: Conviene que él crezca y que yo, en cambio, mengüe7.El máximo de la justicia humana que puede realizar un hombre se había hecho realidad en Juan, puesto que es de él de quien dice la Verdad: Entre los nacidos de mujer no ha surgido nadie mayor que Juan el bautista8 Ningún hombre, por tanto, puede superar a éste; pero él es solamente hombre; Cristo, en cambio, es Dios y hombre. Puesto que lo primero que se encarece y se aprende en la gracia cristiana es que nadie se gloríe en el hombre, antes bien que quien se gloríe, que se gloríe en el Señor9, el hombre dijo de Dios, el siervo de su Señor: Conviene que él crezca y yo, en cambio, mengüe. Dios, ciertamente, ni disminuye ni aumenta en sí mismo; pero cuanto más y más progresamos en la verdadera piedad, tanto más crece la gracia divina en los hombres y disminuye el poder humano, hasta que el templo de Dios, que lo forman todos los miembros de Cristo, sea conducido a aquella perfección en la que, aniquilado todo principado, todo poder y toda fuerza, sea Dios todo en todo10. Dice Juan el evangelista: Era la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo11; dice este Juan, el Bautista: Todos nosotros hemos recibido de su plenitud12. Así, pues, cuando la luz, que en sí permanece siempre entera, aumenta en quien es iluminado, este disminuye en sí mismo cuando desaparece lo que era sin Dios. Sin Dios, el hombre no puede hacer otra cosa que pecar; en consecuencia, mengua el poder humano cuando prevalece la gracia divina, demoledora del pecado. La debilidad de la criatura cede ante la fuerza del creador, y la soberbia del amor privado perece, transformándose en amor público, al gritar Juan desde nuestra miseria a propósito de la misericordia de Cristo: Conviene que él crezca y yo, en cambio, mengüe.