SERMÓN 292

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

En el natalicio de Juan Bautista

1. La solemnidad del día de hoy requiere también un sermón solemne que responda a vuestra enorme expectación. Por tanto, con la ayuda del Señor, os serviré lo que él me conceda, recordando y teniendo bien presente en el ánimo nuestro deber de servir, para hablar no en calidad de maestro, sino de servidor; no a discípulos, sino a condiscípulos; porque tampoco a siervos, sino a consiervos. Sólo hay un maestro para todos, cuya escuela y cátedra están en la tierra y en el cielo respectivamente. Como su precursor nació Juan, cuyo día de nacimiento se admite por tradición que es hoy, y hoy se celebra. Así lo hemos recibido de los mayores y así lo transmitimos a quienes vengan detrás con la misma devoción, digna de ser imitada. Celebramos hoy, pues, el nacimiento de Juan, no el evangelista, sino el bautista. Anticipado eso, surge una cuestión que no ha de pasarse por alto, a saber: por qué se celebra el nacimiento carnal de Juan y no, más bien, el de cualquier otro apóstol, mártir, profeta o patriarca. Si se nos pregunta, ¿qué responderemos? A mi parecer, según la mediocridad de mis fuerzas me lo permite ver, ésta es la causa: los discípulos del Señor fueron admitidos al discipulado después de nacer él y después que el paso de los años los había hecho más capaces; su fe los asoció luego al Señor, pero su nacimiento mismo no estuvo al servicio del Señor. Recordemos también a los profetas y traigamos a la memoria a los patriarcas: nacieron hombres, y, llenos del Espíritu Santo, con el paso de la edad profetizaron a Cristo; nacieron para profetizar después. Juan, en cambio, profetizó en su misma concepción al Señor, a quien saludó desde el seno de la madre apenas concebido1 .

2. Solucionada esta cuestión como he podido, entremos en otra según las fuerzas que quiera darme el Señor. En efecto, nos sale al encuentro otra algo más difícil, según a mí me parece, y más fatigosa a la hora de investigar. Para solucionarla, mucho me ayudará vuestra atención y vuestra súplica al Señor en favor de mi parvedad. Este Juan había recibido una gracia tan excelente que, como ya dije antes, saludó al Señor desde el seno de su madre, no hablando todavía, pero sí saltando de gozo; su comunión con Dios era ya entonces tan manifiesta como encerrada estaba su carne en otra carne; este Juan, pues, no se encuentra entre los discípulos del Señor; al contrario, tuvo discípulos como el Señor, pero antes que él. ¿Qué estoy diciendo? ¿Quién es este hombre? Hombre grande; ¿quién es este hombre tan grande? ¿Qué grandeza es la suya? Con todo, no formaba parte de los discípulos del Señor, sino que los tenía propios2. Lejos de mí decir que en oposición al Señor; pero, al menos, con independencia de él, por así decir. Tanto Cristo como Juan tenían discípulos; tanto uno como el otro enseñaban. ¿Qué me queda por decir? Bautizaba Juan, bautizaba Cristo. A propósito del bautismo digo aquí algo más: Juan bautizó a Cristo. ¿Dónde están los que se inflan, a propósito del ministerio del bautismo, con la arrogancia de la orgullosa animosidad? ¿Dónde están las voces carentes de humildad, voces pronunciadas por la altiva soberbia: «Yo soy quien bautiza, yo soy quien bautiza»? ¿Qué habrías dicho si hubieses tenido la dicha de bautizar a Cristo? Por cuanto advierte Vuestra Santidad, ya comienza a aparecer y adquirir relieve la causa por la que Cristo debía ser enviado por el Padre y Juan enviado delante por Cristo. Primero fue enviado Juan, pero como el juez es precedido por el cortejo. Cristo hombre fue creado después, pero Cristo Dios creó a Juan. Juan, pues, era ciertamente un hombre perfecto, y la grandeza de su gracia era tan ponderada que de él dijo el Señor: Entre los nacidos de mujer no ha surgido nadie mayor que Juan Bautista3. Este gran hombre reconoce la grandeza del Señor en su pequeñez; reconoce el hombre a quien había venido como hombre Dios. Por tanto, si entre los nacidos de mujer, es decir, entre los hombres, no ha surgido nadie mayor que Juan Bautista, quienquiera que sea mayor que Juan no es sólo hombre, sino también Dios. En consecuencia, este gran hombre no sólo debió tener discípulos, sino hasta reconocer, en compañía de ellos, a Cristo, el maestro de todos. ¿Hay mayor testimonio en favor de la verdad que reconocer, humillándose, a quien podía envidiar y emular? Pudo, pero no quiso, ser tenido por Cristo; pudo ser considerado como el Cristo, pero no quiso. Los hombres, engañados, decían de él: «¿No será este el Cristo?4». Él respondió que no lo era, para seguir siendo lo que era. En efecto, Adán, que cayó en tal error, perdió lo que era por haber usurpado lo que no era5. Bien presente lo tenía este hombre grande, pero mínimo en relación a Cristo, aun siendo niño; sabía esto, lo recordaba y lo guardaba en su memoria, pues pensaba recuperar lo que aquél había perdido. Juan, este gran hombre, como he dicho, de quien el Señor dio tal testimonio, a quien la Verdad encareció de tal manera que dijo de él: Entre los nacidos de mujer no ha surgido nadie mayor que Juan Bautista, pudo ser tomado por Cristo; más aún, le tenían por Cristo aquellos a quienes llevaba al error la magnitud de su gracia y que hasta hubiesen muerto en ese error si no lo hubiese corregido su propia confesión. A quienes eso pensaban les respondió, diciéndoles: Yo no soy el Cristo6. Como si hubiese dicho: «No hay duda de que os engañáis al tributarme tal honor y ciertamente es grande la alabanza que me hacéis pensando así, pero yo debo reconocer quién soy para que él pueda perdonar vuestro error». En efecto, si con ánimo falaz se hubiese tenido por lo que no era, con toda verdad hubiese sido amputado de quien lo era.

3. Así, pues, Juan fue enviado delante para bautizar al Señor humilde. El Señor quiso ser bautizado por humildad, no porque tuviese alguna iniquidad. ¿Por qué fue bautizado Cristo el Señor? ¿Por qué fue bautizado Cristo el Señor, el Hijo unigénito de Dios? Descubre por qué nació, y entonces hallarás por qué fue bautizado. Allí encontrarás, sin duda, el camino de la humildad, que no puedes emprender con pie soberbio; vía que, si no recorres con pie humilde, no podrás llegar a la excelsitud a la que conduce. Quien descendió por ti fue bautizado por ti. Advierte cuan pequeño se hizo a pesar de ser tan grande: Quien, existiendo en la forma de Dios, no juzgó una rapiña el ser igual a Dios7. En efecto, la igualdad del Hijo con el Padre no era rapiña, sino naturaleza. En Juan sí hubiese sido una rapiña el querer ser considerado como el Cristo. Por tanto, no juzgó una rapiña el ser igual a Dios. Lo era y, sin que fuera resultado de una rapiña, había nacido del eterno, coeterno a él. Sin embargo, se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo8, es decir, tomando la forma de hombre. Quien, existiendo en la forma de Dios, no recibiendo la forma de Dios; quien, por tanto, existiendo en la forma de Dios, se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo. Asumió lo que no era sin perder lo que era. Permaneciendo Dios, asumió al hombre. Tomó la forma de siervo, y se hizo Dios—hombre quien como Dios hizo al hombre.Considera, pues, qué majestad, qué poder, qué grandeza, qué igualdad con el Padre llegó hasta revestirse por nosotros de la forma servil; comprende también aquel camino de la humildad enseñado por tan gran maestro, pues la muestra más que haya querido hacerse hombre que su voluntad de ser bautizado por un hombre.

4. Así, pues —repito— Juan bautiza a Cristo, el siervo al Señor, la voz a la Palabra. Recordad: Yo soy la voz del que clama en el desierto9; recordad también que ha Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros10. Juan —vuelvo a repetir— bautiza a Cristo, el siervo al Señor, la voz a la Palabra, la criatura al Creador, la lámpara al Sol, pero al Sol que creó a este sol; el Sol de quien se dijo: Ha salido para mí el sol de justicia, y mi salud está en sus alas11. De él han de decir los impíos, con tardío arrepentimiento, en el día del juicio de Dios: ¿De qué nos sirvió la soberbia? ¿O qué nos aportó el jactarnos de nuestras riquezas? ?Todas aquellas cosas pasaron como una sombra12, y, con las sombras, los que se fueron tras las sombras. Dicen, pues, Nos extraviamos del camino de la verdad y no brilló para nosotros el sol de justicia; no salió para nosotros el sol13. Cristo no ha nacido para aquellos que no lo reconocen. Él es el sol de justicia, sin nube, sin noche; él no sale para los malos ni para los impíos o infieles. A este sol corporal, en efecto, lo hace salir cada día sobre los buenos y sobre los malos14. Así, pues, como dije, la criatura bautizó al Creador, la lámpara al Sol, y no por eso se enorgulleció quien bautizaba, sino que se sometió al que iba a ser bautizado. En efecto, dijo a Cristo, que se le acercaba: ¿Vienes tú a ser bautizado por mí? Soy yo quien debe ser bautizado por ti15. ¡Gran confesión! ¡Segura profesión de la lámpara al amparo de la humildad! Si ella se hubiese levantado por encima del sol, rápidamente la hubiera apagado el viento de la soberbia. Esto es lo que el Señor previó y lo que nos enseñó con su bautismo. Él, tan grande, quiso ser bautizado por uno tan pequeño; para decirlo en breves palabras, el salvador por el necesitado de salvación. A pesar de su grandeza, quizá Juan se acordaba de alguna dolencia suya. ¿De dónde procede, si no, aquel Soy yo quien debe ser bautizado por ti? Ciertamente, el bautismo del Señor aporta la salud, porque la salud es del Señor16, pues vana es la salud de los hombres17. ¿A qué vienen, pues, las palabras: Soy yo quien ha de ser bautizado por ti, si no tenía nada que necesitase curación? ¡Admirable medicina la humildad de nuestro Señor! Uno bautizaba y el otro sanaba. Si, pues, Cristo es el salvador de todos, especialmente de los creyentes18 ; es afirmación apostólica y verídica que Cristo es el salvador de todos los hombres. Que nadie diga: «Yo no tengo necesidad de un salvador». Quien esto dice no se humilla ante el médico, sino que perece en su enfermedad. Si es el salvador de todos los hombres, lo es también de Juan, pues un hombre era Juan; hombre, sin duda, grande, pero hombre. Cristo es el salvador de todos los hombres: Juan, por tanto, lo reconoce como su salvador. En efecto, no se puede pensar que Cristo no fuese el salvador de Juan. No es eso lo que él dice haciendo esta humilde confesión: Soy yo quien debe ser bautizado por ti. Y el Señor responde: Deja por un momento que se cumpla toda justicia19. ¿Qué es toda justicia? En la humildad encareció la justicia. Es, sobre todo, en la humildad donde nuestro maestro celestial y verdadero Señor nos intimó la justicia. El hecho de ser bautizado caía dentro de su enseñanza de la humildad, y como lo que iba a hacer era con vistas a enseñar esa virtud, dijo: Cúmplase toda justicia...

5. Previó que muchos se iban a hinchar con ocasión del ministerio del bautismo, llegando a decir: «Soy yo quien bautiza»; y: «Tal cual soy yo que bautiza, así hago a aquel a quien bautizo». ¿Cómo lo pruebas? —Lo pruebo, responde. —¿Con qué testimonios? —Con testimonios del evangelio, replica. —Escuchemos a no sé qué nuevo evangelista contrario al antiguo bautista.—¿Con qué testimonios evangélicos pruebas que cual tú eres, así haces a quien bautizas? —Porque, dice, está escrito que el árbol bueno da frutos buenos. Leo lo escrito, cito el evangelio: El árbol bueno da frutos buenos, y el árbol malo, frutos malos20. —Reconozco que son palabras del evangelio; pero, en mi opinión, tú no te conoces a ti mismo. Y, dispuesto como estoy a soportarte pacientemente por algún tiempo, expón lo que dijiste, suponiendo por el momento que yo no te he entendido. Dime a qué se refieren esos testimonios y cómo se relacionan con la solución de la cuestión relativa al bautismo que tenemos entre manos. «El árbol bueno —dice— es quien bautiza, si es bueno». El árbol —dice— bueno, según ellos afirman; el árbol bueno —dicen— es quien bautiza, si es bueno; su buen fruto es el bautizado por él. Solo será bueno el fruto si es bueno el árbol. «¿Qué dices respecto a Cristo y a Juan?» Despierta, despabila; el esplendor de una verdad tan clara deslumbra tus ojos; ve lo puesto previamente ante nosotros; lee el evangelio: Juan bautizó a Cristo. ¿Te atreverás a decir que Juan era el árbol, y Cristo el fruto? ¿Llamarás árbol a la criatura, y fruto al Creador? La razón por la que Cristo el Señor quiso ser bautizado por Juan fue cerrar la boca a la iniquidad, no liberarse de alguna iniquidad mediante el bautismo. Advierte que quien bautiza es inferior; ¿he de decir que el bautizado es mejor? Quizá sea demasiado para mí el comprenderlo. Vuelve a los hombres y fíjate en dos hombres. Ananías bautizó a Pablo21, mas Pablo fue mejor que Ananías. Nunca el fruto fue mejor que el árbol. Es el árbol quien da el fruto, no el fruto al árbol.

6. ¿No ves lo que te atribuyes? El mismo Señor dice: Vendrán muchos en mi nombre diciendo: «Yo soy el Cristo»22. Muchos, engañados ellos y seductores a la vez, vinieron en el nombre de Cristo; a ninguno he oído decir: «Yo soy el Cristo». Ha habido innumerables herejes, venidos todos en el nombre de Cristo, es decir, revestidos con el nombre de Cristo, blanqueando con tan espléndido nombre una pared de barro, y a ninguno he oído decir: «Yo soy el Cristo». ¿Qué hemos de pensar, pues? ¿Qué no sabía el Señor lo que predecía? ¿O acaso nos ha despertado del sueño para que comprendamos las claves secretas del secreto, para que investiguemos y llamemos a fin de que se nos manifieste lo que está cubierto, y, descubierto el techo, nos presentemos ante el Señor y, como aquel paralítico, merezcamos ser sanados por el él?23 Ciertamente hemos encontrado a esos que dicen: «Yo soy el Cristo»; no con estas palabras, sino —lo que es peor— con sus hechos. Su audacia no llega hasta pronunciar tales palabras. ¿Quién los oye? ¿Quién, engañado, da entrada en su corazón o en sus oídos a gente tan insensata? Si quien va a bautizar a una persona le dice: «Yo soy Cristo», ésta le da luego la espalda, abandona tan manifiesta arrogancia humana y busca la gracia de Dios. Así, pues, él no dice explícitamente: «Yo soy el Cristo». Pero dice lo mismo de otro modo. Ved cómo. Cristo es quien sana, quien purifica y quien justifica; ningún hombre justifica. ¿Qué significa «justificar»? Hacer a uno justo. Del mismo modo que «mortificar» significa dar muerte y «vivificar», dar vida a alguien, «justificar» significa hacer justo a uno. He aquí que, inesperadamente, aparece cierto bautizador que no entra por la puerta, sino que se descuelga por la tapia; no es el pastor o el guardián, sino un ladrón y salteador24. Sin que nadie lo espere, dice: «Yo soy quien bautiza». Si lo refiere a su condición de ministro, me atrevo a asentir. No añadas nada más; cualquier otra cosa procede del mal25 . Sin embargo, lo añade; no duda. ¿Qué añade? «Yo soy quien justifica; yo quien hace justo». O lo que es lo mismo: «Yo soy el árbol bueno; nazca de mí quien quiera ser fruto bueno». Escucha un poco, si tienes sabiduría para admitirlo; se trata de pocas palabras, pero, si no me engaño, luminosas. «¿Eres tú quien justifica y hace justos?» Entonces —dice— crea en ti aquel a quien justificas. Di, atrévete a decir: «Cree en mí», tú que no dudas en decir: «Soy yo quien te hace justo». Se siente turbado, vacila, se excusa. «¿Qué necesidad tengo —replica— de decirle: Cree en mí? Le digo: Cree en Cristo». Has vacilado y dudado; te has dignado concedernos algo. Algo has confesado que puede llevarte a la curación. Has dicho algo recto, a partir de lo cual puedes corregir todo lo que tienes torcido. Escucha, ya no a mí, sino a ti. Ciertamente, no te atreves a decir: «Cree en mí». «En ningún modo» —dice—. Sin embargo, te atreves a decir: «Yo soy quien te justifica». Escucha y aprende que lo que te impide decir: «Cree en mí», eso mismo ha de impedirte decir: «Yo soy quien te justifica». Es el apóstol quien habla, ante quien cedes, a quien, queriendo o no, te sometes. No al apóstol en cuanto hombre, sino a aquel de quien dice el apóstol mismo: ¿O queréis recibir una prueba de Cristo que habla en mí?26 Escucha, pues, no al apóstol, sino a Cristo por boca del apóstol. ¿Qué dice el apóstol? A quien cree en aquel que justifica al impío, su fe le es imputada a justicia. Prestad atención, os suplico; ved qué claro y cuán a la luz está: A quien cree en aquel que justifica al impío, su fe se le reputa como justicia27. Todo el que crea en quien justifica al impío, en quien transforma al impío en piadoso; por tanto, todo el que crea en quien justifica al impío, en quien hace justo al que antes era impío, su fe le es reputada como justicia. Di ahora, si te atreves: «Yo te justifico». Ve cómo te he respondido con palabras del apóstol: «Si eres tú quien me justifica, creeré en ti, porque a quien cree en aquel que justifica al impío, su fe se le reputa como justicia. ¿Eres tú quien me justifica? Creeré en ti; pues, si tú me justificas, yo creeré en quien me justifica, es decir, en quien justifica al impío. Creo en la seguridad de que mi fe se me reputa como justicia. Si, pues, no te atreves a decir: «Yo soy quien te justifica»; mejor aún, si no te atreves a decir: «Cree en mí», guárdate de decir: «Yo soy quien te justifica». Hombre perdido, te he encontrado; no me pierdas a mí ni te pierdas a ti.

7. Hablaste del árbol y de su fruto; al respecto voy a proponerte algunos ejemplos para que comprendas cómo ha de entenderse lo dicho: El árbol bueno da frutos buenos, y el malo da frutos malos28. Yo lo entiendo como también lo expuso el Señor mismo. ¿Qué significa: El árbol bueno da frutos buenos? El hombre bueno extrae los bienes del tesoro de su corazón, y el malo extrae los males29. Árbol, aquí, equivale a hombre, y tesoro, a los actos del hombre. Como es el hombre, así son sus actos. Si el hombre es bueno, son buenos sus actos, y si es malo, malos. Un hombre bueno no puede realizar obras malas ni un hombre malo realizar obras buenas. ¿Hay algo más evidente, más transparente, más claro? Para ti, en cambio, el árbol bueno eres tú, que bautizas, y el fruto aquel a quien bautizas, de forma que como seas tú, así será él. En ningún modo; advierte cuán descaminada es tu forma de comprender el texto. Hay o hubo alguna vez entre vosotros. cierta persona que en otro tiempo fue adúltera, al menos ocultamente. «Pero no me contamina —dice— lo que ignoro». No van por aquí mis tiros; la cuestión es otra. Quiero decir algo a propósito del bautismo, pues de él me propuse hablar. Existe un adúltero oculto; por consiguiente, un fingido; no digo que sea un adúltero fingido, sino un adúltero verdadero, pues el que es adúltero sólo en ficción es casto. De este adúltero, hombre que finge, y tanto más cuanto que se oculta, pues si fuese manifiestamente adúltero habría dejado de fingir; de este adúltero que finge no serlo huirá con toda certeza el Espíritu Santo. La afirmación no admite duda: El Santo Espíritu de la disciplina huirá del que finge30. Así, pues, como su adulterio no es público, bautiza ciertamente. He aquí que tengo ante mis ojos a una persona bautizada por uno que ocultaba su condición de adúltero. Ha brotado el fruto; ¿dónde está el árbol bueno? Aquella persona fue bautizada, es ya inocente, tuvo lugar en ella el perdón de los pecados; por tanto, fue justificado el impío, apareció el fruto bueno. ¿De qué árbol?, pregunto. Dime, respóndeme. Aquel árbol es un adúltero encubierto, un árbol malo; si aquella persona es fruto de este árbol, será fruto malo. La afirmación es del Señor: El árbol malo da frutos malos. Insistiendo en la bondad de ese fruto, responderás que no brotó de aquel árbol. Por el hecho de que tú no conozcas la maldad de un árbol no por eso deja de ser malo; al contrario, es tanto peor cuanto más se ignora su maldad. Pues tanto más es ignorada cuanto más oculta su acción con depravada astucia. En efecto, si fuese manifiestamente adúltero, estaría abierto a la curación aunque sólo fuera reconociéndolo. El árbol es pésimo, pero el fruto es bueno. ¿De dónde ha brotado? ¿O no ha brotado de ninguna parte? «Ha brotado», dices. Te pregunto de dónde. ¿Qué vas a decirme? ¿De dónde ha surgido? No puede decir otra cosa más que «de Dios»; ignoro si ha de decir otra cosa distinta. Si dijera lo mismo de todos y no fingiese ser árbol bueno, no obstante ser malo, ni se hiciese peor, diría que todos nacen de Dios. Tiene la afirmación manifiesta del evangelio: Les dio el poder ser hijos de Dios; los cuales no han nacido de la carne, ni de la sangre, ni de voluntad de varón, ni de voluntad de carne, sino de Dios31. Vuelve, pues, a aquel de quien estábamos hablando: —¿Nació de Dios?— Sí, nació de Dios. —¿Por qué nació él de Dios?— Porque un fruto bueno no puede salir de un árbol malo. —Si el que bautiza es casto, es un árbol bueno, no es un fingido; si es en verdad casto el que bautizó, estamos ante un fruto bueno de un árbol bueno. —Pero también este fruto bueno, ¿de qué árbol brotó? —Di, si te atreves, que de uno malo—. —No me atrevo, dice. —Entonces, ¿salió también él de un árbol bueno? —Sí, de uno bueno. —¿De cuál? —De Dios. —¿Y aquel otro? —De un hombre casto. Pon un poco de atención; pensemos lo que decimos. Este, bautizado por un hombre casto, nació, como fruto bueno, de un árbol bueno, es decir, de un hombre bueno. Aquel otro, bautizado por uno que era adúltero, aunque oculto, nació de un árbol malo. ¿Qué clase de fruto es? ¿Bueno? No es posible que lo sea. Si el fruto es bueno, entonces piensa en otro árbol. Confiesas a la vez que este fruto es bueno y que aquel hombre es malo, porque ocultamente es adúltero. Para este fruto, piensa, pues, en otro árbol. «Ya he mencionado otro árbol —dices—; por eso afirmé: ?De Dios?». Compara ahora estos dos recién nacidos; a uno lo bautizó un hombre manifiestamente casto; al otro, uno ocultamente adúltero; el primero nació de un hombre; el segundo, de Dios. Más dichoso es, pues, el nacido de un hombre ocultamente adúltero que el otro, nacido de uno manifiestamente casto.

8. Te será mejor, ¡oh hereje!, escuchar a Juan; te será mejor dar marcha atrás y escuchar al Precursor; mejor es para ti, ¡oh soberbio!, escuchar al humilde; mejor para ti, ¡oh lámpara apagada!, escuchar a la lámpara encendida. Escucha a Juan. A los que se acercaban a él les decía: Yo os bautizo con agua. También tú, si te conoces, eres ministro del agua. Yo —dice— os bautizo con agua; pero el que vendrá es mayor que yo32. ¿En qué medida? No soy digno de desatar la correa de su calzado33. ¡Cuánto se habría humillado, aunque se hubiese declarado digno de tal cosa! Pero ni siquiera se consideró digno de desatar la correa de su calzado. Él es quien bautiza en el Espíritu Santo34. ¿Por qué suplantas la persona de Cristo? Él es quien bautiza en el Espíritu Santo. Él es, pues, quien justifica. «¿Qué dices tú?» «Soy yo quien bautiza en el Espíritu Santo; yo quien justifica». ¿Es cierto que no dices: «Yo soy el Cristo?» ¿Es cierto que no eres de aquellos de quienes se dijo: Vendrán muchos en mi nombre, diciendo: «Yo soy el Cristo»35?Estás capturado. ¡Ojalá seas hallado ahora, una vez capturado, tú que antes de serlo te habías perdido! Hermosa cosa es ser capturado en las redes de la verdad para alimento del gran rey. Cesa ya, pues, de decir: «Yo soy quien justifica, yo quien santifica, para que nadie pueda dejarte convicto de que dices también: «Yo soy el Cristo». Di, más bien, lo que el amigo del esposo, sin pretender jactarte de hacerte pasar por el esposo: Ni el que planta ni el que riega es algo, sino Dios, que da el incremento36. Escucha también al amigo del esposo de quien estamos hablando. Ciertamente, él tenía a modo de discípulos, igual que Cristo, pero no era discípulo de Cristo; escúchale confesarse discípulo de Cristo. Mírale entre los discípulos de Cristo, y tanto más adicto cuanto más humilde, y tanto más humilde cuanta mayor era su grandeza. Mírale cumpliendo lo que está escrito. Por grande que seas, humíllate en todo, y encontrarás gracia a los ojos de Dios37. Ya había dicho: No soy digno de desatar la correa de su calzado38, pero aquí no se mostró discípulo suyo. Quien viene del cielo —dice— es superior a todos39. En cambio, todos nosotros hemos recibido de su plenitud40. Así, pues, también se hallaba entre los discípulos de Cristo quien, como él, reunía discípulos. Escucha una confesión más clara de que era discípulo: El esposo es el que tiene la esposa; el amigo del esposo, en cambio, se mantiene en pie a su lado y le escucha41. Y está en pie precisamente porque lo escucha. Está en pie y escucha, puesto que, si no escucha, se cae. Con razón dijo aquel otro: Darás gozo —dice— y alegría a mi oído42. ¿Qué quiere decir: a mi oído? Escucharle a él, no querer ser escuchado en lugar de él. Y para que sepamos que nos recomienda la humildad en la persona de aquel que le escucha, después de haber dicho: Darás gozo y alegría a mi oído, añadió luego: y exultarán los huesos humillados43. Así, pues, está en pie y le escucha. Exultarán los huesos humillados, porque serán quebrantados si se envanecen. Por tanto, que ningún siervo se atribuya a sí mismo el poder del Señor. Gócese de pertenecer a su familia, y, si está al frente de ella, dé a sus consiervos el alimento a su debido tiempo44; pero un alimento del que viva también él, no solo ellos. Pues ¿qué quiere decir «dar el alimento a su debido tiempo» sino ofrecerles a Cristo, alabarlo, encarecerlo y anunciarlo? Esto significa «ofrecer el alimento a su debido tiempo». En efecto, para que Cristo fuese alimento de sus jumentos, nada más nacer fue puesto en un pesebre.