SERMÓN 280

Traductor: Pio de Luis Vizcaíno, o.s.a.

En el natalicio de las mártires Perpetua y Felicidad.

1. El aniversario que celebramos hoy nos trae a la memoria y en cierto modo reproduce ante nosotros el día en que las santas siervas de Dios Perpetua y Felicidad., adornadas con las coronas del martirio, florecieron en felicidad perpetua, siendo fieles al nombre de Cristo en el combate y hasta hallando sus nombres asociados al premio. Hemos oído las exhortaciones que recibieron en forma de revelaciones de Dios y los triunfos de su pasión cuando fue leída. Todas esas cosas, expresadas e iluminadas con palabras, las hemos escuchado con el oído, contemplado con la mente, honrado con devoción y alabado con amor. En tan piadosa celebración me creo deudor de un sermón solemne, con el cual, aunque resulte insuficiente para sus méritos, con el gozo de tan grande festividad muestro todo mi entusiasmo. ¿Hay algo más glorioso que estas mujeres, a las que los varones están más dispuestos a admirar que a imitar? Pero ello ha de redundar en alabanza, sobre todo, de aquel en quien creyeron. Quienes con noble afán compiten en su nombre, considerando el hombre interior, superan la distinción de los sexos1. De manera que en quienes corporalmente son mujeres, la fortaleza oculte el sexo de su carne y se evite pensar de sus miembros lo que no pudo manifestarse en sus hechos. Con su pie casto y pisada victoriosa fue pisoteado el dragón cuando se le mostró levantada la escalera mediante la cual la bienaventurada Perpetua subiría hasta Dios. De este modo, la cabeza de la serpiente antigua, precipicio para la mujer que cayó, se convirtió en peldaño para la que subía.

2. ¿Hay espectáculo más agradable? ¿Hay combate más valeroso? ¿Hay victoria más gloriosa? Entonces, cuando los cuerpos santos eran arrojados a las bestias, la masa rugía en todo el anfiteatro y los pueblos tramaban locuras. Pero el que habita en los cielos se mofaba de ellos y el Señor los escarnecía2. Ahora, en cambio, los sucesores de aquellos cuyas voces se ensañaban sin piedad contra el cuerpo de los mártires, proclaman con piadosas palabras los méritos de estos. Entonces no acudió tanta muchedumbre al antro de crueldad para presenciar su muerte cuanta concurre ahora a la iglesia de la piedad para honrarlos. Año tras año contempla con devoción la caridad lo que en un solo día cometió sacrílegamente la impiedad. También ellos lo contemplaron, pero con intenciones muy distintas. Ellos hacían con sus gritos lo que las fieras no hacían con sus dientes. Nosotros, en cambio, además de compadecernos de lo que hicieron los malvados, veneramos lo que sufrieron los piadosos. Ellos vieron con los ojos de la carne lo que revertían en crueldad del corazón; nosotros miramos con los ojos del corazón lo que se les quitó a ellos para que no lo vieran. Ellos se alegraron de los cuerpos muertos de los mártires; nosotros sentimos dolor porque sus propias almas estaban muertas. Ellos, al carecer de la luz de la fe, pensaron que los mártires se habían apagado; nosotros, con mirada llena de fe, los vemos coronados. Finalmente, los insultos que sufrieron se han convertido en nuestro gozo; éste, piadoso y eterno; aquellos, entonces malvados, ahora inexistentes.

3. Creemos, hermanos, y creemos con todo fundamento, que los premios de los mártires son los máximos. Pero, si contemplamos con atención los combates, en ningún modo nos causará maravilla su magnitud. En efecto, aunque esta vida es fatigosa y temporal, produce, no obstante, tanta dulzura, que, a pesar de que los hombres no pueden evitar el morir, no escatiman esfuerzos para retrasar la muerte. Nada se puede hacer para evitar la muerte, pero se hace lo posible para retrasarla. Es cierto que a todos les resulta molesto el esfuerzo, y, con todo, incluso quienes no esperan nada ni bueno ni malo para después de esta vida hacen todo lo posible para que la muerte no ponga fin a sus fatigas. Aquellos a quienes el error les hace pensar en futuros y falsos placeres carnales para después de la muerte, o los otros que, guiados por la recta fe, esperan un descanso inefablemente tranquilo y feliz, ¿no se esfuerzan también ellos y se preocupan en extremo de no morir pronto? ¿Qué significa tanta fatiga para conseguir el alimento necesario, tanta servidumbre, sea a la medicina, sea a otras condescendencias que o reclaman los enfermos o en todo caso se les aplican, sino evitar que llegue pronto el término que supone la muerte? ¿Cuánto ha de pagarse, pues, por la exención de la muerte en la vida futura, si en esta vida es tan preciosa su sola dilación? Es tan grande no sé qué suavidad incluso de esta vida trabajosa y tan enorme el pánico natural a la muerte en cualquiera de los vivientes, que ni siquiera quieren morir aquellos que por la muerte pasan a la vida en la que les será imposible morir.

4. Movidos por una caridad sincera, una esperanza cierta y una fe no fingida3, los mártires de Cristo desprecian con extraordinario valor tan enorme gozo de vivir y miedo a morir. Dejando a la espalda el mundo con sus promesas y amenazas, tienden hacia lo que está delante4. Estas dos mujeres ascienden. pisoteando de distintas maneras la cabeza de la serpiente a pesar de sus silbidos. Vence todos los deseos el que, como a un tirano, subyuga al amor a esta vida, cuyos satélites son todo tipo de ambición. No hay absolutamente ninguna cadena en esta vida que pueda sujetar a quien no se sienta atrapado por el amor a esta vida. Los dolores corporales suelen compararse de todos modos con el temor a la muerte. A veces, son los primeros; a veces, es el segundo el que domina al hombre. El sometido a tortura miente para no morir; miente incluso el que está a punto de morir, para no ser atormentado. Si no está sometido a tortura, dice la verdad para no ser atormentado por decir mentira en su favor. Sea cualquiera de estos el que se imponga en cualesquiera mentes. Los mártires de Cristo vencieron a uno y otro por el nombre y la justicia de Cristo; no temieron ni la muerte ni el dolor. Venció en ellos quien moró en ellos, de forma que quienes no vivieron para sí, sino para él5 , ni siquiera, una vez muertos, morirán. Él les mostraba los deleites espirituales para que no sintiesen los dolores corporales, solo en la medida justa para probarlos sin que sucumbieran. Pues ¿dónde estaba aquella mujer para no darse cuenta de que estaba luchando con una ferocísima vaca y preguntar cuándo tendría lugar lo que ya se había efectuado? ¿Dónde estaba? ¿Qué estaba viendo para no ver esto? ¿De qué estaba gozando para no sentir aquello? ¿Qué amor le enajenaba, qué espectáculo la atraía, qué bebida la embriagaba? Todavía estaba sujeta por los lazos de la carne, todavía llevaba miembros que habían de morir, todavía se sentía oprimida por el cuerpo corruptible6. ¿Qué sucederá una vez que las almas de los mártires, después de los sudores de combate tan peligroso, sean liberadas de estas cadenas, recibidas en triunfo por los ángeles y reconfortadas allí donde no se les diga: «Cumplid lo que os he mandado», sino: «Recibid lo que os prometí»? ¡Qué gozo espiritual las alimenta! ¡De qué seguridad gozan en el Señor y cuán sublime el honor y la gloria que reciben! ¿Quién puede mostrarlo con un ejemplo de esta tierra?

5. Con todo, la vida de que ahora gozan los bienaventurados mártires, aunque ya no admite comparación con ningún tipo de felicidad o deleite de este mundo, no es más que una pequeña parte de lo prometido, un anticipo hasta que llegue la plenitud. Llegará el día de la retribución, en el que, recuperados los cuerpos, el hombre entero recibirá lo merecido. Entonces, los miembros de aquel rico que en otro tiempo se engalanaba 6 con púrpura efímera serán asados en el fuego eterno, mientras la carne de aquel pobre cubierto de llagas, ya transformada, resplandecerá en medio de los ángeles. Lo cual no quita que aquel ansíe ya en los infiernos una gota de agua del dedo del pobre, mientras este reposa deliciosamente en el seno del justo7. Grande es la diferencia entre las alegrías o las penas de los que sueñan y las de los que están despiertos; igualmente es grande la que existe entre los tormentos o gozos de los muertos y los de los ya resucitados. No quiero decir que el alma de los difuntos se engañe necesariamente como la de los que sueñan, sino que uno es el reposo de las almas desprovistas de los cuerpos, y otro la gloria y felicidad de los ángeles, con los que se igualará la muchedumbre de los fieles resucitados, ya en posesión de sus cuerpos celestes8. Allí brillarán con la luz particularísima de su honor los gloriosísimos mártires, y los mismos cuerpos en los que sufrieron los tormentos infames, se convertirán para ellos en honrosos distintivos.

6. Por tanto, celebremos, como lo estamos haciendo, estas solemnes fiestas en su honor con toda devoción, con sobria alegría, en casta reunión, con pensamientos acordes con la fe y predicación confiada. No es pequeña parte de la imitación el congratularse con las virtudes de los mejores. Ellos son grandes, nosotros pequeños; pero el Señor bendijo a los pequeños junto con los grandes. Nos precedieron, descollaron. Si somos incapaces de seguirlos con las obras, sigámoslos con el afecto; si no en la gloria, sí en la alegría; si no en los méritos, sí en los deseos; si no en la pasión, en la compasión; si no en la excelencia, en la unión a ellos. No nos parezca poca cosa el ser miembros de aquel de quien lo fueron aquellos con quienes no podemos equipararnos. Pues si un miembro sufre, sufren todos los demás; del mismo modo, cuando es glorificado uno, se alegran todos los restantes9. Sea la gloria para la cabeza desde la que se mira por el bien tanto de las extremidades superiores, las manos, como de las inferiores, los pies. Como él, siendo único, entregó su vida por nosotros, así le imitaron los mártires y entregaron sus vidas por los hermanos10, y con su sangre regaron la tierra para que brotase la abundantísima fertilidad de los pueblos cual si fueran semillas. También nosotros somos, pues, fruto de su trabajo. Nosotros los admiramos, y ellos se compadecen de nosotros. Nos congratulamos con ellos, y ellos ruegan por nosotros. Ellos extendieron sus cuerpos en el suelo, como si fueran vestidos, cuando pasaba el pollino que llevaba al Señor a Jerusalén; nosotros saquemos de las Sagradas Escrituras, al menos, himnos y alabanzas, a modo de ramos desgajados de los árboles, y presentémoslos para gozo común. Todos, sin embargo, obedecemos al mismo Señor, seguimos al mismo maestro, acompañamos al mismo príncipe, nos sometemos a la misma cabeza, tendemos a la misma Jerusalén, perseguimos la misma caridad y abrazamos la misma unidad.