SERMÓN 277 A (= Caillau I 47)1

Traductor: Pio de Luis Vizcaíno, o.s.a.

En el natalicio de san Vicente

1. Cristo nos manda celebrar con solemnidad la muy valerosa y gloriosa pasión del mártir Vicente y ensalzarla sin ahorrar palabras. Con la mente y el pensamiento hemos visto y contemplado cuánto sufrió, el interrogatorio a que le sometieron y las respuestas que dio, y, en cierto modo, ha aparecido ante nuestros ojos un espectáculo maravilloso: un juez malvado, un verdugo sanguinario, un mártir invicto y un combate entre la crueldad y la piedad; de un lado, la locura, y del otro, la victoria. Cuando sonaba en nuestros oídos su lectura, la caridad ardía en nuestros corazones. Si nos fuera posible, quisiéramos abrazar y besar sus miembros desgarrados, que admirábamos que soportaran tantos suplicios, a la vez que, por un incuestionable afecto, no queríamos que fuesen atormentados. En efecto, ¿quién hay que quiera ver un verdugo enfurecido y a un hombre que, perdida su condición humana, se ensaña contra un cuerpo humano? ¿A quién le agrada contemplar los miembros extendidos sobre el potro de tormento, la figura natural arrebatada por industria humana, los huesos descoyuntados por la tensión y puestos al desnudo por los garfios? ¿Quién no se opone a ello? ¿Quién no lo abomina? Y, sin embargo, la justicia del mártir hacía hermosas todas estas cosas, aunque horrorosas en sí. Y tan admirable fortaleza por la fe, por la piedad, por la esperanza del mundo futuro y el amor a Cristo, extendía un hermoso manto de gloria sobre el espantoso y tétrico rostro de los tormentos y llagas.

Además, en un único espectáculo hemos repartido intereses con el perseguidor: a él le deleitaba la pena del mártir; a nosotros, el motivo; a él, lo que padecía; a nosotros, por qué lo padecía; a él, el tormento; a nosotros, la fortaleza; a él, las heridas; a nosotros, la corona; a él, la larga duración de los dolores; a nosotros, el que éstos no conseguían quebrantarle; a él, el que sufría vejaciones en la carne; a nosotros, el que permanecía firme en la fe. De esta forma, a él, donde alimentaba su crueldad, le atormentaba la verdad del mártir; nosotros, en cambio, apenas soportábamos los horrores ordenados por él, pero vencíamos a medida que Vicente perdía la vida.

2. Pero nuestro combatiente no salió victorioso en sí mismo o por sí mismo, sino en aquel y por aquel que, exaltado por encima de todos, otorga la ayuda; que, habiendo sufrido más que todos, dejó el ejemplo. Exhorta a la lucha el mismo que convoca al premio, y de tal manera contempla al que combate, que le ayuda si lo ve en apuros. A su atleta de tal modo le ordena lo que ha de hacer y le presenta lo que va a recibir, que le ayuda también para que no desfallezca. Ore, pues, con sencillez el que quiere luchar con facilidad, vencer con rapidez y reinar lleno de felicidad. Acabamos de escuchar cómo hablaba nuestro consiervo y cómo dejaba convicta, con sus respuestas firmes y veraces, la lengua del perseguidor; pero antes hemos oído al Señor decir: No sois vosotros los que habláis, sino que es el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros1. He aquí cómo éste venció a sus adversarios: porque alabó en el Señor sus palabras. Sabía decir: En el Señor alabaré la palabra, en el Señor alabaré mi discurso; esperaré en Dios, y no temeré lo que pueda hacerme el hombre2.

Hemos visto al mártir sufrir con extrema paciencia tormentos cruelísimos; pero su alma se sometía a Dios, pues de él procedía su paciencia. Y para que la fragilidad humana, cediendo, incapaz de resistir, no negara a Cristo, procurando el gozo del enemigo, sabía a quién decir: Dios mío, líbrame de la mano del pecador, de la mano del que desprecia la ley y del malvado, porque tú eres mi paciencia3. De esta forma, el cantor de estas palabras indicó cómo debe el cristiano pedir ser liberado del poder de los enemigos: no ciertamente librándose de todo padecimiento, sino soportando con paciencia lo que tenga que sufrir. Líbrame de la mano del pecador; de la mano del que desprecia la ley y del malvado. Si deseas saber cómo quiere ser librado, pon atención a lo que sigue: Porque tú eres mi paciencia. Hay una gloriosa pasión donde se da esta piadosa confesión, de forma que quien se gloríe, se gloríe en el Señor4. Por tanto, que nadie presuma de sí mismo cuando haya pronunciado un discurso; ni de sus fuerzas cuando resiste a la tentación, puesto que para hablar bien, de él nos viene nuestra sabiduría, y de él nuestra paciencia para soportar los males. Nuestro es el querer, pero se nos exige que queramos una vez llamados; cosa nuestra es el pedir, pero no sabemos qué pedir5 a nosotros nos toca el recibir; pero ¿qué recibimos, si nada tenemos?; nuestro es el tener, pero ¿qué tenemos, si no lo hemos recibido? Por tanto, el que se gloríe, que se gloríe en el Señor. Así, pues, el mártir Vicente fue digno de ser coronado por el Señor, porque en él eligió encontrar su gloria por la sabiduría y la paciencia; digno de esta celebración solemne, digno de la felicidad eterna, ante cuya consecución son leves las amenazas terroríficas del juez y cuanto pudo infligir el sanguinario verdugo. Sus sufrimientos son cosa pasada, pero nunca ha de pasar lo que recibió. Ciertamente, sus miembros fueron de esa manera maltratados, sus entrañas de esa manera torturadas, los tormentos repetidos con tanta frecuencia como crueldad; aun así, habida cuenta de cómo sucedió lo dicho y aunque hubiese sido aún mucho más duro, los padecimientos de este mundo no admiten comparación con la futura gloria que ha de revelarse en nosotros6.